La Ascensión del Señor

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

Cuando yo era niño, se decía: «Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión». En España y en otros países, la Ascensión y el Corpus ya no se celebran en jueves porque, al no ser civilmente festivos, la Iglesia los ha trasladado a los siguientes domingos. Aunque hayan sido trasladadas, esas fiestas conservan su importancia, por lo que vamos a reflexionar sobre la Ascensión, para poder celebrarla con intensidad.

1. Historia de la fiesta. Tenemos muchos datos que testimonian que ya era celebrada desde principios del s. IV en muchas Iglesias cristianas (el concilio de Elvira, las Constituciones Apostólicas, San Juan Crisóstomo…). Sin embargo, la peregrina Egeria cuenta que en Jerusalén, hacia el 395, la Ascensión y Pentecostés se celebraban juntas, en una única fiesta, a los cincuenta días de la Pascua, lo que nos indica que no era una fiesta universal. Sin embargo, San Agustín († 430) afirma que «la fiesta de la Ascensión del Señor al cielo se celebra en todo el mundo» y en todos los sacramentarios del s. V encontramos formularios propios, lo que significa que para entonces todas las Iglesias terminaron por asumirla como una celebración independiente. En la Edad Media, esta fiesta se ritualizó con una procesión (que recordaba el desplazamiento de Cristo y sus apóstoles al Monte de los Olivos) y con el rito de apagar el cirio pascual, al terminar la proclamación del evangelio, que se recogió en el misal de San Pío V y permaneció en uso hasta la última reforma. En muchos sitios es costumbre preparar, delante del altar, con pétalos de flores las huellas de los pies de Cristo como evocación.

2. La elevación de Cristo. Los Hechos de los Apóstoles refieren que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos durante cuarenta días. Pasado este tiempo, después de unas palabras de despedida, «lo vieron elevarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista» (Hch 1,9). Esta expresión no significa que el Señor se ha ido a un lugar lejano, sino que ha entrado definitivamente en la vida de Dios. Su ascensión no es un viaje en el espacio, sino algo más profundo, a lo que debemos prestar atención. Por su parte, los apóstoles se quedaron «mirando fijamente al cielo». En ese momento, los apóstoles no comprendieron lo que estaba pasando. Sólo con la luz del Espíritu Santo, que recibieron en Pentecostés, pudieron entender el misterio de la Ascensión. Benedicto XVI recuerda que «el uso del verbo “elevar” tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre, crucificado y resucitado, de la realeza de Dios sobre el mundo» . En este sentido, la elevación de Cristo coincide con su glorificación.

Hay un segundo significado, que no se percibe inmediatamente, pero que podemos descubrir si analizamos el texto con atención. Si el acontecimiento no consiste en un viaje espacial, sino en la obra de Dios que glorifica a Cristo y lo reconoce como Hijo suyo, esto indica que el subir al cielo nos revela la verdadera identidad de Jesucristo, que vuelve al lugar de donde había venido (es decir, a Dios), después de haber cumplido la misión para la que había venido a la tierra. Eso se ve de manera especial en la nube que lo envuelve, que es imagen de la gloria de Dios y de su Espíritu. De hecho, Dios acompañó a su pueblo por el desierto en forma de nube y descendió sobre el Sinaí, para hacer alianza con él, en una nube. Esta nube también descendió sobre el Templo de Jerusalén, cuando fue consagrado y lo abandonó para irse con los israelitas al exilio. Por último, descendió sobre Jesús en su transfiguración y ahora lo envuelve en su ascensión.

3. La elevación del hombre. Por último, en Jesús elevado al cielo y sentado a la derecha de Dios podemos comprender la grandeza de nuestra vocación y de nuestro destino, ya que, como recuerda el Papa, «Cristo sube al cielo con la humanidad que asumió y que resucitó de entre los muertos: esa humanidad es la nuestra, transfigurada, divinizada, hecha eterna» . Esto significa que Cristo ha subido al cielo (ha entrado en la divinidad) con su cuerpo humano resucitado. Por eso, nuestra naturaleza humana ha sido introducida por Cristo en la vida misma de Dios. De esta manera, la Ascensión del Señor no significa que Cristo se ha alejado de nosotros sino, por el contrario, que nos ha introducido consigo en Dios. Por eso, San Pablo invita a reflexionar en «cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros» (Ef 1,18-19).

En cierto modo, podemos decir que la Ascensión es la verdadera revelación de la identidad humana. Más allá de la imagen del hombre herido por el pecado, de la que todos hacemos experiencia cada día, en Cristo glorificado contemplamos el proyecto original de Dios sobre nosotros. De hecho, no comprendemos el misterio del ser humano, nuestra identidad, si sólo estudiamos al hombre tal como hoy se encuentra, ni aún si conocemos su origen. Sólo comprendemos la verdad del hombre si contemplamos el destino para el que Dios nos creó. Es como si tuviéramos en casa una lavadora estropeada (o cualquier otro aparato). Sólo podemos saber para qué sirve si alguien la repara y pone en funcionamiento. En Cristo glorificado podemos ver al ser humano liberado del pecado y de la muerte, en el que se cumple el proyecto de Dios sobre el hombre.

Estas ideas quedan recogidas en la liturgia del día, que afirma que «la Ascensión de Cristo es ya nuestra victoria y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo» . Y añade con audacia que, en Cristo, «nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa de tu misma gloria» .

 

Fray Luis de León escribió una preciosa poesía para esta fiesta:

¡Y dejas, Pastor santo,

tu grey en este valle hondo, oscuro,

en soledad y llanto;

y tú, rompiendo el puro

aire, te vas al inmortal seguro!

 

Los antes bienhadados

y los ahora tristes y afligidos,

a tus pechos criados,

de ti desposeídos,

¿a dónde volverán ya sus sentidos?

 

¿Qué mirarán los ojos

que vieron de tu rostro la hermosura

que no les sea enojos?

Quien gustó tu dulzura,

¿qué no tendrá por llanto y amargura?

 

Y a este mar turbado

¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto

al fiero viento, airado,

estando tú encubierto?

¿Qué norte guiará la nave al puerto?

 

Ay, nube envidiosa

aun de este breve gozo, ¿qué te quejas?

¿Dónde vas presurosa?

¡Cuán rica tú te alejas!

¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!

Sin embargo, tenemos que recordar que la ausencia de Cristo es sólo aparente. Es verdad que, con su ascensión, desaparece materialmente de nuestra vista, pero permanece presente entre nosotros de una manera nueva, por medio del don del Espíritu Santo (que celebraremos la semana próxima) y de los sacramentos. Por eso la liturgia, junto al poema de Fray Luis recoge otro, que dice:

No; yo no dejo la tierra.

No; yo no olvido a los hombres.

Aquí, yo he dejado la guerra;

arriba, están vuestros nombres.

 

¿Qué hacéis mirando al cielo,

varones, sin alegría?

Lo que ahora parece un vuelo

ya es vuelta y es cercanía.

 

El gozo es mi testigo.

La paz, mi presencia viva,

que, al irme, se va conmigo

la cautividad cautiva.

 

El cielo ha comenzado.

Vosotros sois mi cosecha,

El padre ya os ha sentado

conmigo, a su derecha.

 

Partid frente a la aurora.

Salvad a todo el que crea.

Vosotros marcáis mi hora.

Comienza vuestra tarea.

   P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

   16-05-2010

 

 

Caminando con Jesús

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

www.caminando-con-jesus.org