Domingo 4 de Cuaresma, ciclo c

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


El evangelio de hoy recoge la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), que hemos escuchado muchas veces: el hijo menor pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde, se va de casa, malgasta sus bienes, termina cuidando cerdos (que para los judíos son animales impuros, por lo que el texto subraya lo bajo que ha caído lejos de la casa paterna), finalmente recapacita y vuelve a casa de su padre, que lo perdona y hace una fiesta.

Por su parte, el hijo mayor no aprueba el comportamiento de su padre y discute con él, negándose a entrar en casa, manifestando su lejanía afectiva cuando llama a su hermano: «ese hijo tuyo», como si él no lo fuera también. El padre le trata con afecto y le dice «hijo mío», intentando hacerle recapacitar. No sabemos si lo consigue, porque la parábola termina aquí.

Este cuentecito de Jesús está abierto a múltiples interpretaciones y se ha escrito mucho sobre él. Yo solo quiero subrayar que habla de cada uno de nosotros y de la manera personal en que nos relacionamos con Dios. Y lo quiero explicar a la luz del Castillo Interior de santa Teresa de Jesús.

Muchos de nosotros hemos crecido en la «casa de Dios» (que es la Iglesia) y hemos aprendido a llamarle «Padre» desde pequeños: hemos recibido los sacramentos, participado en las catequesis y hemos orado con la sencillez y confianza de los niños.

Después hemos crecido y hemos entrado en la adolescencia, con la crisis propia de quien quiere afirmar su propia personalidad al margen de sus mayores (y a veces contra ellos). Nos hemos alejado de Dios y de su casa, sintiendo la religión y sus preceptos como un peso del que teníamos que liberarnos.

En cierto momento hemos recapacitado. Los motivos por los que hemos vuelto a la Iglesia pueden ser muy variados y también los caminos por los que nos hemos acercado a Dios. Con mayor o menor sinceridad, con mayor o menor conciencia de lo que hacíamos, hemos comenzado un camino de conversión, a veces difícil y sacrificado. Hasta aquí lo que nos enseña la figura del hijo menor. [Son las primeras moradas del Castillo Interior de santa Teresa de Ávila].

Una vez en la Iglesia nos hemos formado, hemos participado en retiros y convivencias, hemos ofrecido algo de nuestro tiempo (y de nuestro dinero) a colaborar con cáritas, con las misiones y otras iniciativas. La perseverancia no siempre ha sido fácil [segundas moradas], pero hemos sido fuertes y nuestra vida se ha ido adaptando a las exigencias de la fe, lo que nos ha dado grandes satisfacciones [terceras moradas].

Pero han pasado los años y a veces nos sentimos como el hermano mayor: hemos encontrado muchas personas superficiales que hacen daño a los demás y se hacen daño a sí mismas, falsos «hermanos» que nos han herido con su comportamiento, pastores mediocres… Nosotros mismos no somos tan buenos como querríamos ni conseguimos superar nuestros defectos, lo que nos provoca frustración. Y, a veces, el mismo actuar de Dios se nos hace incomprensible. La verdad es que no sabemos si somos «buenos» o «tontos», todo nos cansa y querríamos pedir explicaciones a Dios (como si Él fuera el culpable de lo que nos pasa).

Si (a pesar de todo) hemos puesto nuestra vida en las manos del Padre; si hemos hecho experiencia de su amor incomprensible e inabarcable, de su perdón y misericordia; si en lo más profundo del corazón hemos sentido que nos dice: «hijo mío» y nos hemos fiado de su palabra… sabremos que su amor es lo único que puede llenar nuestro corazón, conscientes de que es un regalo que no merecíamos. Esto nos ayuda a no mirar si los demás lo merecen, si saben acogerlo, si responden correctamente, si hacen o dicen… [Hemos pasado las terceras moradas de santa Teresa y hemos entrado en las cuartas, inicio de la vida mística].

Pero no termina aquí nuestro camino. Aún nos queda revestirnos de los sentimientos del Padre, unirnos de tal manera a Él que tengamos su mirada y su corazón, que seamos capaces de acoger a los demás y de convertirlos en hijos, de respetar su proceso y de acompañarlos con paciencia, adaptándonos a sus capacidades. [Entonces habremos entrado en el desposorio espiritual que santa Teresa cuenta en las sextas moradas. Si la identificación con la voluntad de Dios es total y estable estaremos en el matrimonio espiritual, que ella desarrolla en las séptimas moradas]. Yo aún no lo he conseguido, por lo que sé que tengo que seguir caminando.

 

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
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