Historia y teología de la Navidad P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. Contenido 2.2 Evocación de Belén en Roma 3. ORIGEN DE LAS FIESTAS
NAVIDEÑAS 3.2 Los cultos mistéricos de
Mitra 3.4 Simbolismo cósmico e
historia 3.5 La teología simbólica de
los Padres 3.6 Las primitivas herejías
cristológicas 4. PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE
LA ENCARNACIÓN 4.3 Los primeros concilios de
la Iglesia 1.
INTRODUCCIÓN
Entre todas las celebraciones de la Iglesia, las de Navidad son las que
conservan mayor repercusión en las manifestaciones culturales y folklóricas
de la sociedad, impregnando todas sus dimensiones: recetas culinarias,
adornos, belenes, obras de teatro, villancicos, películas de cine (tan
numerosas, que han dado lugar a un género específico), actividades para
niños, campañas solidarias, etc. Hay que reconocer que nuestros
contemporáneos muchas veces la celebran privándola de su referencia religiosa,
por lo que hay que centrar la atención en lo esencial, que es la
contemplación orante del misterio. Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural,
acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas
para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad
no es una simple fiesta de cumpleaños ni una celebración periódica del
misterio de la infancia. La Navidad es algo más profundo, porque supone la
entrada de Dios en nuestra historia. En este sentido, la Navidad no es solo
recuerdo, sino también una presencia, ya que Jesucristo ha entrado en nuestra
historia y se ha quedado para siempre con nosotros. La Congregación
para el Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación
de la identidad y de la misión del Señor, que se revela en los diversos
acontecimientos que se conmemoran en esos días: «En el tiempo de Navidad, la
Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde
nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge
al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente” (Mt 2,1),
primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al
Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por
el Padre “Hijo predilecto” (Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio
mesiánico; el signo realizado en Caná, con el que
Jesús “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11)». (Directorio, 106). 2. EL LUGAR DE LA NATIVIDADEs lícito suponer que las primeras manifestaciones de culto al misterio
de la Natividad surgieran en el mismo lugar donde los evangelios la sitúan.
Según la profecía de Miqueas, recogida por san Mateo, el Mesías debía nacer
en Belén, la ciudad de David (cf. Miq 5,1; Mt 2,6).
Los evangelios no entran en detalles. San Mateo solo habla de la ciudad y san
Lucas especifica que María «acostó [a su hijo] en un pesebre, porque no había
sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). La literatura cristiana ha
desarrollado el simbolismo del pesebre, para subrayar la pobreza
voluntariamente asumida por Cristo. Desde antiguo, los cristianos de Belén acudían a rezar a la gruta donde
nació Jesús. Con la intención de acabar con el culto cristiano, el emperador
Adriano, el año 135, ordenó plantar encima un bosque sagrado en honor de
Adonis. Pero los creyentes locales nunca perdieron memoria del lugar. San
Justino, a mediados del s. II, confirma la tradición. Otros testimonios
indican que vecinos y forasteros lo visitaban. Orígenes escribe el año 248
que «en Belén se muestra la cueva en la que nació Jesús y, en esta cueva, el
pesebre en el que fue depositado». Tal como narra Eusebio de Cesarea,
contemporáneo de los hechos, el año 326, santa Elena hizo construir una
preciosa basílica, colocando el altar sobre la gruta y conservando un acceso
a la misma. Severamente dañada por los samaritanos el año 529, el emperador
Justiniano la sustituyó por otra de mayores dimensiones, que es la que se
conserva. Los cruzados la usaron para las ceremonias de coronación de sus
reyes y la adornaron con mosaicos y frescos, de los que algunos aún perduran.
En la fachada se pueden observar: el dintel de la gran puerta primitiva, el
arco gótico que la sustituyó en época cruzada y la pequeña puerta que se
adaptó en siglos posteriores, para que los turcos no pudieran entrar a
caballo. Esta puerta se ha convertido en el símbolo de la necesaria humildad
para poder penetrar en el misterio de la encarnación. Miguel de Unamuno tiene una
preciosa poesía que se puede aplicar a la puerta de la basílica de Belén, que
dice: «Agranda la puerta, Padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para
los niños, / yo he crecido, a mi pesar. / Si no me agrandas la puerta, /
achícame, por piedad, / vuélveme a la edad bendita / en que vivir es soñar». Desde antiguo, se tuvieron allí celebraciones en honor del nacimiento de
Cristo. A partir de la paz constantiniana, la numerosa afluencia de
peregrinos a Tierra Santa influyó en la extensión de las fiestas que
conmemoraban algún aspecto de la vida del Señor. Al regreso a sus lugares de
origen, las fueron instituyendo, a imitación de las que habían visto. 2.2 Evocación de Belén en Roma También por influencia de los peregrinos, en muchos lugares se
construyeron capillas en honor de Sancta Maria ad praesepium, donde
se conmemoraba el nacimiento del Señor en la pobreza de Belén. En Roma se
levantó una en el Esquilino, en la que se expuso un
pesebre de madera. La tradición dice que es el pesebre de Belén, llevado a Roma por san
Jerónimo. Algunos creen que fue llevado en tiempos del Papa Teodoro (s. VII)
para librarlo de la profanación de los sarracenos y otros por los cruzados (s.
XII). El Papa Liberio († 366) la incorporó dentro de una Basílica en honor de
santa María de las nieves. Después del concilio de Éfeso (431), Sixto
III la reedificó, llamándola de santa María la Mayor. De esa época son
los mosaicos que decoran el arco triunfal, con escenas de la vida de la
Virgen y de la infancia de Cristo. Con el pasar del tiempo, se convirtió en
la iglesia de Navidad en Roma. Nicolás IV (Papa franciscano † 1292) encargó
los mosaicos del ábside y de la fachada, así como las figuras del Belén, obra
de Arnolfo di Cambio, que se conserva en el museo
de la Basílica y que es el primero conocido de esculturas exentas. Los mosaicos colocados a ambos lados de la nave central recuerdan la
historia de la humanidad como una gran procesión hacia el Redentor, cuyo
nacimiento debería estar representado en el centro del arco triunfal. Sin
embargo, en su lugar se encuentra solo un trono vacío. De este modo, la
procesión de la historia se ve arrastrada hacia abajo, donde hay una cripta
con la cuna de Belén. El trono se halla vacío porque el Señor ha descendido
al establo, para estar con los hombres. 3.
ORIGEN DE LAS FIESTAS NAVIDEÑAS
La celebración de Navidad el 25 de diciembre está documentada en Roma en
el cronógrafo del 354, compuesto el año 336. Varios datos permiten suponer
que la fiesta es más antigua, incluso anterior a la paz de Constantino. Por
su parte, la Epifanía es de origen oriental, como su nombre indica. Está
documentada desde el s. II entre los basilidianos
gnósticos de Alejandría, que conmemoraban el bautismo del Señor. A lo largo
del s. IV la asumieron casi todas las iglesias orientales, con diversos
contenidos: nacimiento de Jesús, adoración de los Magos, bautismo en el
Jordán y milagro de Caná, principalmente. Pronto se
produjo un intercambio entre ambas fiestas y se introdujo la Navidad en
Oriente y la Epifanía en Occidente, respetándose las fechas originales de
ambas y celebrándolas como dos momentos del mismo misterio. Los latinos usaron el nombre de Natalis
Domini para su fiesta del 25 de diciembre. En
ella subrayaron la fe en la encarnación del Señor, la debilidad libremente
asumida por Cristo al tomar nuestra condición (la apparitio
Domini in carne). Los griegos, por su parte,
usaron los nombres de Epifanía y Teofanía para su fiesta del 6
de enero. En ella subrayaron la revelación de la gloria de Cristo y de su
divinidad en distintos acontecimientos. Varias realidades coincidieron en el surgimiento de la Navidad: las saturnales,
los cultos de Mitra, la fiesta del Natalis
(Solis) Invicti, la
teología simbólica de los Padres y la oposición a las primeras herejías
cristológicas. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre cuál fue la más
influyente en este proceso. Eran fiestas romanas en honor del dios Saturno (el Chronos griego). Comenzaban el 17 del décimo mes
(diciembre), con un sacrificio en su templo del foro y un banquete, en el que
podía participar todo el pueblo. Duraban siete días, durante los cuales había
espectáculos de gladiadores, disfraces y juegos de azar. También se
suavizaban las obligaciones de los siervos y esclavos, que eran admitidos a
comer en la mesa de sus señores y recibían regalos. Ya que las fiestas
obligaban a todos y los cristianos eran minoría, éstos pudieron aprovechar la
ocasión para celebrar a Jesucristo, que libera de la esclavitud, regala su
propia vida y sienta a su mesa a los creyentes, convirtiéndose en su alimento
(al contrario de Saturno, que devoraba a sus propios hijos). 3.2 Los cultos mistéricos de Mitra El 25 de diciembre celebraban su nacimiento de una roca, en una cueva,
con una antorcha encendida en una mano. Inmediatamente fue adorado por unos
pastores. Con el tiempo, Mitra fue identificado con el sol y llamado Deus
Sol Invictus Mitra. Casi no se conservan textos
de esta religión. Solo restos arqueológicos y referencias de los Santos
Padres de la Iglesia, por lo que cualquier conjetura al respecto es difícil
de demostrar, a pesar de los numerosos libros y artículos que se publican dando
por supuesto lo contrario. Más clara parece la
relación del Natalis (Solis)
Invicti en el surgir de la Navidad. En esto
coinciden muchos autores, aunque no hay unanimidad. Al llegar el solsticio de
invierno, los romanos celebraban grandes festejos en honor del sol,
especialmente en su templo del Campo Marzio
en la Urbe. El emperador Aureliano (270-275) decretó la obligación de
celebrar la fiesta en todo el imperio. La fecha estaba muy bien escogida. De
hecho, en el hemisferio Norte, a medida que avanza el otoño, los días son
cada vez más cortos y fríos, y las noches más largas. En cierto momento, la
tendencia se invierte, las horas de luz van creciendo y los rayos del sol
ganan fuerza, hasta que las noches son más cortas que los días. En la parte
occidental del imperio romano, el solsticio de invierno se celebraba el 25 de
diciembre. Los romanos creían que, desde el principio de los tiempos, las tinieblas
hacían guerra al Sol para arrebatarle su poder benéfico sobre la Tierra. La
noche previa al solsticio, parecía que las tinieblas alcanzaban su máximo
poder y que la pervivencia del sol (y con él, de la vida) estaba en peligro.
Por eso, el 24 de diciembre encendían hogueras en las puertas de sus casas y
junto a las murallas, para ayudar al sol en su batalla contra las tinieblas.
Cuando amanecía, se postraban para adorar al astro rey, que ascendía
victorioso un año más. La fiesta, llamada Natalis
(Solis) Invicti, continuaba
con intercambios de regalos, comilonas y borracheras. Estas costumbres estaban tan arraigadas, que todavía san León Magno (†
461) denuncia a los que continuaban realizando gestos de veneración al sol en
Navidad: «Antes de pisar la basílica de san Pedro […], suben las escaleras
que llevan a lo alto de la plaza, vuelven allí su cuerpo hacia el sol
naciente, e inclinando la cabeza, hacen reverencia al brillante disco» (Sermón
27 in nativitatem). Gesto que él reprueba, considerándolo incompatible con la
participación en la misa. Se conservan varios testimonios de los Santos
Padres que condenan los abusos que se realizaban en esos días, invitando a
los cristianos a meditar la Palabra de Dios, a la oración y a la limosna,
como verdaderas prácticas de Navidad. San Agustín contrapone los regalos,
fiestas en los teatros y borracheras de los paganos, a las limosnas,
oraciones y ayunos de los cristianos (Sermón 198,2). San Gregorio Nacianceno
insiste en lo mismo: «No pondremos guirnaldas en los zaguanes, ni
organizaremos danzas, ni adornaremos las calles […]. Nosotros debemos gozar
con la Palabra de Dios y con las explicaciones correspondientes a la fiesta
de hoy» (Sermón 38,4-6). Estas cosas no sucedían solo en las provincias occidentales del imperio.
Casi todos los pueblos de la antigüedad consideraron al sol como un dios benéfico.
Con motivo de su ciclo anual, también en Oriente había fiestas aunque, por el
uso de calendarios diversos, celebraban el solsticio el 6 de enero, como
testimonia san Epifanio de Salamina, a mediados del
s. IV: «Ocho días antes de las kalendas de enero,
los idólatras griegos celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia, los egipcios kronia,
los alejandrinos kikellia. En efecto, el
octavo día antes de las kalendas de enero significa
una ruptura, ya que en ese día cae el solsticio y el día comienza de nuevo a
alargarse y la luz del sol brilla durante más tiempo». Con estos precedentes, no debe extrañar que, entre los formularios
litúrgicos más antiguos para Navidad y Año Nuevo, se encuentren los de la missa ad prohibendum
ab idolis, es decir: misa para apartar a los
fieles del culto a los ídolos. Los primeros cristianos transformaron
lentamente las fiestas invernales en honor del sol hasta convertirlas en
fiestas en honor de Cristo, luz del mundo y salvador de los hombres, tomando
del ambiente cultural algunos elementos simbólicos, como la victoria de la
luz y el calor sobre las tinieblas y el frío. Muchos villancicos hacen
referencia al frío del invierno, para indicar el sufrimiento libremente
asumido por Cristo. 3.4 Simbolismo cósmico e historia El simbolismo solar puede ser una buena ayuda a la hora de expresar la
dimensión cósmica de nuestra fe, pero los contenidos de la Navidad no se
explican únicamente a partir de esas referencias, ni mucho menos a partir de
las antiguas fiestas paganas en honor del sol. El simbolismo cósmico ayuda a
comprender el acontecimiento histórico de la encarnación, pero nunca puede
suplantarlo. El cristianismo no cree en mitos intemporales, sino en la
manifestación de Dios en la historia. Lo novedoso del cristianismo es que Dios ha entrado en nuestra historia,
se ha dejado ver, oír y tocar (cf. 1Jn 1,1-3). En Navidad, la Iglesia celebra
el amor de Dios, que ha enviado su Hijo al mundo para salvar a los hombres
del pecado y hacerlos hijos suyos. Por eso, las fiestas de la manifestación
de Cristo tienen el mismo significado en los países mediterráneos del
hemisferio norte, donde surgieron, que en los países del Ecuador o en los del
hemisferio sur, que celebran la Navidad en verano. Más aún: la celebración de
la Navidad en el mundo entero, independientemente de su relación con la
estación invernal, indica que la fe cristiana va más allá de los
condicionamientos geográficos o culturales. La liturgia hace referencias a
los ciclos de la naturaleza, pero solo por su relación con los episodios
históricos de la vida de Cristo, que son la clave última de interpretación de
toda la obra de Dios, también de la Creación, ya que «todo fue creado por
medio de Él y para Él» (Col 1,16). Por lo que todo (también los ciclos de la
naturaleza) encuentra su sentido último en Él. 3.5 La teología simbólica de los Padres Éste es el motivo por el que no deben ser despreciadas las explicaciones
de la teología simbólica de los Padres sobre el origen de la fiesta. Según
una tradición judía, recogida por san Agustín y otros autores, Dios creó a
Adán el 25 de marzo (inicio de la primavera e inicio del año hebreo, que
coincidía con la Pascua según Ex 12,2). En la misma fecha habrían tenido
lugar los principales acontecimientos de la historia de Israel, por lo que
también en esa fecha se esperaba la manifestación del Mesías, como se puede
ver en el tratado hebreo de Rosh Hashanah: «El mundo fue creado en el mes de Nisán y en Pascua nacieron
los patriarcas, al inicio del año Sara, Raquel y Ana recibieron la visita de mensajeros celestes, José salió de la prisión, cesó la esclavitud de nuestros padres en Egipto; y en el mes de Nisán llegará la redención futura». Hoy, estos razonamientos pueden resultar extraños, pero para la tradición
judía son muy importantes, porque manifiestan la unidad de toda la historia
de la salvación, en la que la creación, la alianza y la redención final son
distintas etapas del eterno proyecto de Dios. De hecho, hasta el presente,
los israelitas celebran cuatro noches en la Pascua: la de la creación, la de
la alianza con Abrahán, la de la salida de Egipto y la de la futura venida
del Mesías. Por este motivo, desde antiguo, los Padres pusieron en relación
la creación del mundo, el nacimiento de Cristo y su muerte redentora. Algunos
autores hacen coincidir el nacimiento y la muerte; otros, la concepción y la
muerte, situando el nacimiento nueve meses después. Los Padres también ponen en relación el nacimiento de Cristo, en el
solsticio de invierno, con el nacimiento de san Juan Bautista, en el
solsticio de verano, ya que entre ambas fechas se dan los seis meses de
diferencia que señala san Lucas (1,26). Así, Juan Bautista habría sido
concebido en el equinoccio de otoño y nacido en el solsticio de verano. Por
su parte, Jesús habría sido concebido en el equinoccio de primavera y nacido
en el solsticio de invierno. De esta manera queda subrayado el simbolismo de Cristo, luz del mundo.
San Agustín, comentando la frase del Bautista «Es necesario que Él crezca
y que yo disminuya» (Jn 3,30), hace notar el significado místico del texto,
que se cumple al nacer san Juan en el momento en que los días disminuyen y
Jesús cuando los días comienzan a alargar, dando a entender que la misión del
Bautista habría de terminar cuando comenzara la del Señor. De esta manera,
los Padres interpretaban que Cristo da sentido a toda la Creación (cf. Col
2,10). Posiblemente, éstas no sean explicaciones históricas fiables sobre la
fecha del nacimiento de Cristo, pero tuvieron gran importancia en la elección
del 25 de diciembre para celebrar la Navidad. Además, ayudan a comprender el
sentido que la Iglesia primitiva daba a esta fiesta. También recuerdan que el
nacimiento del Señor está en referencia con su muerte y resurrección, de la
que alcanza su sentido último. Ratzinger siempre defendió esta postura en sus
escritos, como puede verse aquí: «El punto de partida para la fijación de la
fecha del nacimiento de Cristo lo constituye, sorprendentemente, la fecha del
25 de marzo […]. Hoy resultan insostenibles las antiguas teorías según las
cuales el 25 de diciembre había surgido en Roma en contraposición al culto de
Mitra, o también como reacción cristiana ante el culto del sol invicto,
promovido por los emperadores romanos del s. III como intento de crear una
nueva religión imperial. Lo más decisivo fue la relación existente entre la
creación y la cruz, entre la creación y la concepción de Cristo […].
Partiendo de este contenido, originalmente cósmico, de la fecha de la
concepción y nacimiento de Jesús, el desafío del culto al sol pudo ser
aceptado e incluido de forma positiva en la teología de la fiesta» (J. Ratzinger, El espíritu
de la liturgia, 147-149). Una vez elegido Pontífice ha conservado la opinión, enriqueciéndola de
nuevas referencias: «El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25
de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta
Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese
día se celebraba la fiesta de la Dedicación del templo de Jerusalén,
instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de
fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la
noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de
Dios a esta tierra. En la cristiandad, la fiesta de Navidad asumió una forma
definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del Sol invictus, el sol invencible; así se puso de relieve
que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las
tinieblas del mal y del pecado» (Audiencia General, 23-12-2009). 3.6 Las primitivas herejías cristológicas Finalmente, no podemos olvidar el surgimiento de las primeras herejías
cristológicas y la oposición de la Iglesia a las mismas, por medio de sus
concilios y de su liturgia. Para algunos, ésta sería la causa principal del
surgimiento de la Navidad. Otros no la consideran su origen, pero sí el
motivo de su rápida difusión. Lo que está claro es que la profundización de
la fe en los escritos de los Padres, y su definición en los concilios,
influyó definitivamente en los textos litúrgicos. Con la celebración de la manifestación del Hijo de Dios en la carne, se
subrayaba el realismo de la encarnación, en la que se realiza el eterno
proyecto de salvación, que se revelará plenamente solo en la muerte y
resurrección del Señor. De hecho, la finalidad principal de la Navidad no es
tanto conmemorar el aniversario del nacimiento de Cristo cuanto celebrar que
el Verbo se ha hecho carne para salvar a los hombres. 4.
PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE LA ENCARNACIÓN
Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha
sido constituido salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo
aclamaban como Kyrios (traducción del Adonai hebreo, forma de nombrar a Dios en
la versión griega de la Biblia). No ignoraban su pasado histórico, pero
ponían el acento en el poder salvador de Cristo resucitado, único camino para
llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo. Con el pasar del tiempo, algunas
personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas, surgiendo
diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores
ortodoxos, profundizando en la verdad revelada. Ya en el s. I, algunos gnósticos (que pensaban que Dios y la materia son
incompatibles) rechazaron tanto la posibilidad de la encarnación del Señor
como la de su pasión. Afirmaban que el Hijo de Dios no fue verdaderamente
hombre, ya que no tuvo una carne real, sino solo en apariencia. Por eso
fueron llamados docetas. Los apóstoles reaccionaron con energía contra
estas fantasías: «Han irrumpido en el mundo algunos seductores que no
reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre» (2Jn 7). Esta doctrina fue
considerada falsa y sus propagadores fueron identificados con el anticristo
(cf. 1Jn 2,22). Hasta el punto de que la confesión de la humanidad del Señor
se convirtió en la clave para distinguir a los verdaderos cristianos: «Si
reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son de Dios; pero si no lo
reconocen no son de Dios» (1Jn 4,2-3). La primera generación cristiana profundizó entonces en el misterio de
Cristo y comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su
resurrección. Lo era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza.
De hecho, es el mediador de la Creación, presente junto al Padre desde antes
del tiempo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura;
porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15ss). Si no se
dieron cuenta durante su vida mortal es porque Él mismo escondió su condición
divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su condición
divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de
su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp
2,6ss). La reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan,
cuando afirma que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el Logos
de Dios ha asumido nuestra sarx, nuestra
realidad concreta, débil y limitada. También se creció en la comprensión de las consecuencias salvíficas de la
encarnación como inicio y posibilidad de la redención, que se llevará a
cumplimiento en el misterio pascual. Al hacerse el Hijo de Dios hermano
nuestro, Dios nos ha adoptado como hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que estábamos sometidos a la ley y convertirnos en hijos
adoptivos de Dios» (Gal 4,4-5). En definitiva, Jesucristo es el Hijo de Dios,
que se ha hecho hombre por salvar a los hombres. Quienes lo rechazan
permanecen en sus pecados, pero a cuantos creen en Él, les hace hijos de Dios
(cf. Jn 1,12ss). Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos
de la vida pública de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como
muestra el Evangelio de san Marcos (el más antiguo). A partir de las
polémicas con los docetas, surgió el deseo de saber más datos de su infancia,
aquéllos que María conservaba en su corazón (cf. Lc 1,29; 2,19.51). Por eso,
san Mateo y san Lucas antepusieron unos evangelios de la infancia a
sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después,
pero también como clave de comprensión. Aunque parecía que el peligro de una comprensión sesgada del misterio de
Jesús había sido superado, se presentó con nuevas variantes. En el s. II
surgió el adopcionismo, que sostenía que Cristo (el Hijo eterno de
Dios) había descendido sobre Jesús (un hombre histórico y concreto) y se había
aposentado en su cuerpo, como en un templo, cuando fue bautizado en el
Jordán. Cristo habría hablado y actuado entre los hombres usando el cuerpo
humano de Jesús, que abandonó en el momento en que éste fue crucificado. En
resumen, creían que el que enseñó e hizo milagros fue el Cristo de Dios, pero
el que nació de María y murió en la Cruz fue el hombre Jesús. Por el contrario, viendo en la encarnación el fundamento de la redención,
los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha
sido asumido por Cristo. Por eso confiesan unánimes que Jesucristo es el
verdadero Hijo de Dios, nacido de María Virgen. Él, asumiendo nuestra
condición, vivió una vida en todo igual a la nuestra (excepto en el pecado),
sin dejar de ser Dios. Lo recuerda Melitón de Sardes († 180 ca.) en su homilía pascual, donde pone en relación la
encarnación y la Pascua, al afirmar que el Hijo de Dios vino del cielo a la
tierra en beneficio de los hombres, para salvarlos de la situación doliente
en que los había dejado el pecado: «El Señor, siendo Dios, se revistió de la
naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del
que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía
en el sepulcro». Por su parte, san Hipólito († 235) añade: «Sabemos que se
hizo hombre de nuestra misma condición […]. Para que nadie pensara que era
distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó
a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento». San
Atanasio († 373) insiste en el realismo de la encarnación, en clara polémica
con los herejes: «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un
cuerpo semejante al nuestro […]. Estas cosas no son una ficción, como algunos
juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente
hombre, y de Él ha conseguido la salvación el hombre entero […]. El cuerpo
que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo
atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al
nuestro». San Gregorio Nacianceno († 389) lo desarrolla con firmeza, uniendo de
nuevo la encarnación y la pasión como dos momentos de una misma obra
salvadora: «Él asume mi carne para dar la salvación al alma creada a su
imagen y para dar la inmortalidad a la carne […]. Tuvimos necesidad de que
Dios asumiera nuestra carne y muriera, para que nosotros pudiéramos vivir».
San Agustín († 430) expone la misma fe en diálogo con el lector: «Estarías
muerto para siempre si Él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca habrías sido
librado de la carne del pecado si Él no hubiera asumido una carne semejante a
la del pecado. Nunca habrías vuelto a la vida si Él no se hubiera sometido
voluntariamente a tu muerte». Se pueden encontrar textos similares en todos
los Padres. La liturgia recoge varios. Una vez superado el adopcionismo, surgió una nueva herejía, que esta vez
negaba la plena divinidad de Jesucristo: el arrianismo. Según Arrio († 336), el Verbo sería la primera y más excelsa
criatura de Dios, mediador de la posterior creación, que se encarnó en el
vientre de María para salvar a los hombres, pero que no era de naturaleza
plenamente divina. Más tarde, los nestorianos se manifestaron contrarios a
llamar Theotokos a María, porque la
consideraban madre de Cristo, pero no del Hijo de Dios. Todas estas desviaciones tienen un origen común: querer asimilar el
misterio de Jesús a los mitos paganos sobre semidioses, originados por la
unión entre una divinidad y un ser humano, dando lugar a seres medio humanos
y medio divinos. Por el contrario, los Padres (siguiendo la enseñanza bíblica)
afirman unánimemente que Jesucristo es totalmente Dios y totalmente hombre, su ser Dios no quita nada a su
ser hombre. Esto no tiene nada que ver con los mitos paganos de semidioses
generados por la divinidad. 4.3 Los primeros concilios de la Iglesia Se convocaron para responder a esas doctrinas y otras similares,
explicando la fe apostólica y las enseñanzas de los Santos Padres. Los
Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia
(451) fijaron con claridad la fe de la Iglesia: Jesucristo es verdadero Dios
y verdadero hombre, de la misma naturaleza que el Padre en lo que concierne a
la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo que concierne a la humanidad,
engendrado antes del tiempo por el Padre y nacido en el tiempo de la Virgen
María. No dos personas distintas, sino una sola persona, con dos naturalezas
(la humana y la divina). El resultado más importante de estos concilios fue la formulación del símbolo
niceno-constantinopolitano, el Credo que une a todos los
cristianos en la confesión de la divinidad y de la humanidad de Jesucristo.
La formulación del Credo no surgió como una novedad. Al contrario, fue el
esfuerzo de la Iglesia por preservar la originalidad de la fe cristiana en la
encarnación libre de contaminaciones posteriores: «La fe en la verdadera
encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana:
“Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a
Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1Jn 4,2). Esa es la alegre
convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio
de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1Tim 3,16)» (Catecismo 463). Como es natural, las clarificaciones de la doctrina sobre la encarnación
influyeron en la evolución de la liturgia de la Iglesia y en los textos
celebrativos de la Navidad, así como en la rápida difusión de la fiesta en
todas las Iglesias locales. Además del Credo, la liturgia conserva hasta el
presente numerosos textos que confiesan la fe católica, tal como se formuló
en los primeros concilios. De especial belleza es el
prefacio II de Navidad: «Cristo, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros
de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al
adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra
vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que
estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al
reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado». P. Eduardo Sanz de
Miguel, o. c. d. Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant ocds Diciembre 2012 |