Domingo III de Cuaresma, ciclo b

Jesús purifica el templo de Jerusalén

P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd

  

 

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Hay edificios que sirven para identificar un país (las pirámides, la estatua de la libertad, la torre Eiffel, la gran muralla, el Taj Mahal, etc.). Para los israelitas, el templo de Jerusalén también era un signo de identidad, pero era mucho más que eso, ya que estaban convencidos de que era la verdadera morada de Dios, construido a imagen de su santuario del cielo, por lo que era considerado el verdadero centro del universo, el «ombligo del mundo», como recuerdan muchos textos antiguos: «Como el ombligo está puesto en el centro del cuerpo humano, así Israel es el centro del mundo, Jerusalén es el corazón de Israel, el santuario es el ombligo de Jerusalén, el lugar sagrado es el centro del santuario y su suelo es la piedra angular, porque sobre él fue fundado el universo».

El templo en la vida de Israel. Para los judíos, el templo era el símbolo de la unicidad de Dios (porque hay un solo Dios, hay también un solo templo, elegido por Él mismo como morada de su gloria). También testimoniaba la unidad del pueblo elegido (a partir de los doce años, todos los judíos tenían que pagar un impuesto al templo, independientemente de dónde vivieran, ya que solo allí se ofrecían los sacrificios por el pueblo, por todo el pueblo). Por último, era signo de identidad para Israel y de distinción frente a los extranjeros (que no podían entrar en él, bajo pena de muerte).

Los israelitas amaban el templo y peregrinaban a él siempre que podían, especialmente con ocasión de las grandes fiestas. Se conservan varios «salmos de ascensión», que se cantaban precisamente durante las peregrinaciones. El más famoso empieza así: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 122 [121],1). Jesús también amó el templo y san Juan cita un salmo que habla de eso, precisamente para explicar la purificación del templo que Él realiza: «El celo de tu casa me devora» (Sal 69 [68],10; Jn 2,17).

El templo que conoció Jesús (levantado por Herodes) constaba de una gran explanada a cielo abierto, rodeada de pórticos y edificios administrativos (llamado «atrio de los gentiles»). Dentro se encontraba el edificio de culto propiamente dicho, con tres amplios atrios sucesivos: el de las mujeres, el de los varones y el de los sacerdotes, antes del lugar «santo», separado por una cortina del lugar «santísimo» o sancta sanctorum. En el interior se celebraba el culto, en el exterior se desarrollaba la vida social relacionada con la religión: enseñanza de los rabinos, adquisición de los animales para los sacrificios, cambio de las monedas ordinarias por las de curso en el templo... con un férreo control para que no se produjeran abusos.

Todo el mundo podía acceder a la explanada exterior (por eso era llamada atrio de los gentiles), pero al edificio solo podían entrar los de raza judía. En las puertas había carteles escritos en hebreo, griego y latín con la advertencia del peligro que se corría si no se respetaba la norma. (La detención de san Pablo, que lo terminó llevando encadenado a Roma, partió de la acusación de que había introducido incircuncisos en el templo, cf. Hch 21,27ss).

La mujeres judías solo podían acceder al primer recinto, pero no cuando estaban enfermas o cuando tenían el periodo (el contacto con la sangre las hacía «impuras»), ni cuando estaban embarazadas, hasta cuarenta días después de haber dado a luz, ni cuando moría alguien en su familia durante otros cuarenta días (ya que tenían que lavar el cadáver y eso también las hacía «impuras»). Los varones judíos podían acceder al segundo recinto, pero no los enfermos, los cojos, los ciegos o lisiados. Los sacerdotes podían entrar al tercer recinto, donde se «purificaban» lavándose y cambiándose de ropa antes de acceder al lugar santo para realizar su ministerio. Al lugar santísimo solo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año, el día del Yom Kipur (o de la gran expiación). Allí donde se encontraran, los judíos tenían la obligación de rezar tres veces al día mirando hacia el templo de Jerusalén (costumbre que conservan hasta el presente).

Jesús y el templo. Porque es el corazón de la religión judía y porque lo ama, Jesús acude al templo en distintas ocasiones, y enseña y realiza prodigios en sus atrios (Mt 21,14; Mc 14,49; Jn 18,20). Al mismo tiempo, se enfrenta a esta institución y a su significado. Tenemos el relato de la expulsión de los mercaderes en los cuatro Evangelios (en los sinópticos, al final; en Juan, al principio), con explícita referencia a la decisión tomada a partir de entonces, por las autoridades judías, de dar muerte a Jesús. De hecho, la acusación que se esgrime contra Jesús ante Caifás es que quería destruir el templo (Mt 26,61; Mc 14,58) y en la cruz se burlan de Jesús por el mismo motivo (Mt 27,40; Mc 15,29). Los Evangelios recuerdan una profecía de Jesús que hace referencia a la destrucción del templo (Mt 24,2; Mc 13,2; Lc 21,6; 19,44; cf. Jn 2,19). Los sinópticos anuncian que en la muerte de Jesús se rasgó el velo del templo (Mc 15,38 y par). El primer mártir cristiano fue acusado de anunciar que Jesús destruiría el templo (Hch 6,14). Por último, en la nueva Jerusalén no habrá templo (Ap 21,22). Como vemos, la asociación de Jesús con el templo y su destrucción está presente en todo el Nuevo Testamento.

Con toda claridad, Jesús se presentó como alguien «más grande que el templo» (Mt 12,6). El relato sobre la purificación del templo continúa con el anuncio de Jesús de que en tres días volverá a levantar el templo destruido. Juan dice al respecto: «Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,21-22).

La maldición de la higuera estéril. Antes de purificar el templo, Jesús maldice una higuera que no tiene fruto «porque no era tiempo de higos» (Mc 11,13). Esta especificación es importante. El gesto de Jesús podría parecer caprichoso, si no se lee en su contexto: es un gesto profético en relación con la purificación del templo, como los que realizaban los profetas. Por eso las narraciones de la higuera y del templo se mezclan.

En el Antiguo Testamento, Israel ha sido comparado muchas veces con un árbol, una higuera, una vid. Jesús mismo comparó a Israel con una higuera que pertenece a Dios. Durante varios años la cavó y abonó esperando que diera frutos (cf. Mt 13,6-8), «pero no encontró más que hojas» (Mc 11,13). Le ha dado muchas oportunidades, con infinita paciencia, pero este es el momento definitivo y ya no se puede prolongar la espera.

Al maldecir la higuera estéril en el contexto de la purificación del templo, se indica que el culto que en aquel se ofrecía era únicamente hojarasca inútil, porque no producía frutos de conversión. De hecho, la purificación del templo se coloca al interior de la narración de la maldición de la higuera: El árbol estéril es maldecido (Mc 11,12-14), el templo es purificado (Mc 11,15-19), los discípulos comprueban que la higuera se ha secado (Mc 11,20-21). Así se explica que con el templo sucede como con la higuera: se acerca su fin, porque no da fruto.

La purificación del templo. Para alcanzar la comunión con Dios, en el templo se realizaban sacrificios de animales, que eran ofrecidos sobre el altar, en parte allí quemados y en parte comidos por los oferentes (los que se quemaban totalmente como ofrenda a Dios eran llamados «holocaustos»). Los puestos en la explanada del templo ofrecían a los peregrinos el material para los sacrificios, ya que no podían caminar desde lugares lejanos con el animal de la ofrenda a cuestas. Además, estos animales debían cumplir con ciertas condiciones para ser admitidos: ser machos, de un año, sin defecto corporal… Los lugares de los cambistas servían para el pago de tributos y ofrendas, porque en el templo no se admitían monedas extranjeras, consideradas impuras, ya que llevaban imágenes de los dioses locales. Solo se admitían las propias, que no se usaban fuera de allí.

Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc 11,15). Tirando por el suelo las ofrendas, acaba con una manera de relacionarse con Dios. La justificación que Jesús da es que la casa de Dios ha de ser «casa de oración para todos los pueblos, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones» (Mc 11,17). En realidad, está uniendo dos textos distintos del Antiguo Testamento. Por un lado cita a Jeremías, que denuncia el culto separado de la vida y exige que el culto se corresponda con una existencia íntegra, afirmando: «No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo: “Es el templo del Señor” […] ¿De modo que robáis, matáis, adulteráis, juráis en falso, quemáis incienso a Baal, seguís a dioses extranjeros y desconocidos, y después entráis a presentaros ante mí en este templo, que lleva mi nombre, y os decís: “Estamos salvos”, para seguir cometiendo esas abominaciones? ¿Creéis que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? Atención, que yo lo he visto». (Jer 7,1-15)

Jeremías no llama ladrones (o mejor, bandidos) a los que venden, sino a los que acuden al templo a comerciar con Dios. Le ofrecen cosas sin comprometer la vida, esperando ser escuchados solo porque han ofrecido sus dones. Pero el profeta dice que Dios no quiere nuestras cosas, sino nuestros corazones. Citando este texto, Jesús explica que, al purificar el templo, no está corrigiendo los abusos de los vendedores, sino impidiendo el sistema cultual de Israel. No se enfrenta con un grupo de comerciantes, sino con una manera de relacionarse con Dios, al que le ofrecemos cosas para que Él nos dé lo que pedimos.

Por otro lado, Jesús cita a Isaías, que anuncia que, en los tiempos mesiánicos, Dios también aceptará el culto de los extranjeros y de las personas con defectos físicos, que hasta entonces no podían entrar en el templo, por ser considerados impuros: «El extranjero que se ha unido al Señor, no diga: “El Señor me excluirá de su pueblo”. No diga el eunuco: “Soy un árbol seco”. Porque esto dice el Señor: A los eunucos que guardan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad, […] a los extranjeros que se han unido al Señor, […] los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar; porque mi casa es casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,3-7).

Estas citas del Antiguo Testamento, que usa Jesús, ayudan a entender el gesto de la purificación del templo. La ofrenda de sacrificios animales sirvió hasta entonces, porque era imagen del verdadero sacrificio del verdadero cordero; pero, una vez que este se manifiesta, aquellos ya no sirven. Dios ya no se encuentra en un lugar, sino en la persona de Jesús, que es el verdadero templo.

En la narración de san Juan (2,13-22), se cita un salmo que habla de los sufrimientos del justo a causa de su fidelidad a Dios: «Soy un extraño para mis hermanos, porque me devora el celo de tu casa» (Sal 69 [68],9-10). Pero, especialmente, se indica el cumplimiento de un oráculo de Zacarías, que anunció que, cuando se instaure el reino de Dios, no habrá distinción entre sagrado y profano, ya que todo estará consagrado al Señor, hasta las ollas de cocinar y los cascabeles de los caballos que se usan en los desplazamientos (Zac 14,20-21). La purificación del templo indica que ha llegado el tiempo en que el culto no será solo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4,23), en el que todos pueden participar. Santa Teresa de Jesús, sin conocer estos textos, decía a sus monjas que Dios está lo mismo en el templo, durante la oración, que en la habitación de una enferma, cuando se la atiende, que en la cocina, cuando se preparan los alimentos: «Hijas mías, no tengáis desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándonos en lo interior y exterior».

Lo que ahora prefigura Jesús con este gesto profético, se realizará plenamente con la destrucción del verdadero templo, que es su cuerpo. Es significativo que, en el momento de su muerte, «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mt 27,51). San Pablo dice que el templo del Señor hoy ya no es un edificio de piedra, sino los mismos creyentes (1Cor 3,16-17; 6,19), a los que san Pedro llama «piedras vivas» (1Pe 2,4). En esta línea lo entendieron las autoridades judías, que se dieron cuenta de que Jesús no estaba simplemente atacando unos abusos, sino destruyendo todo su sistema cultual y religioso. Por eso, decidieron eliminarlo.


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
C/ San Juan de la Cruz, 2

Apartado 96

12530-Burriana (Castellón)

P. EDO. SANZ DE MIGUEL, OCD.

 

 

Caminando con Jesús

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds

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