Las fiestas que siguen a Navidad  

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

Junto a la Pascua, sólo la Navidad ha conservado una octava festiva. El misterio de Navidad es demasiado grande para agotarse en la celebración de una sola noche. La Iglesia lo profundiza a lo largo de varios días, en los que lo contempla desde distintos ángulos de visión. La luz que se enciende en la Nochebuena crece en los días posteriores y ofrece una comprensión cada vez más profunda del eterno designio de Dios, que se ha manifestado en Cristo.

El Comites Christi. La celebración de las fiestas de algunos Santos no nos aparta de la gozosa contemplación del Emmanuel. De hecho, Él es el Rey de los Santos. El nacimiento de Cristo, que es la cabeza de la Iglesia, prepara el nacimiento de su cuerpo místico. La fiesta de Jesús se prolonga en la fiesta de los mejores miembros de la Iglesia. Contemplando el cuerpo frágil que el Hijo de Dios ha asumió por amor, se comprende la responsabilidad que tienen los que hoy forman su cuerpo por el bautismo: cada uno está llamado a vivir como corresponde a los miembros de tal cuerpo. Los autores medievales llamaron al cortejo de los Santos que acompañan al Niño Jesús en Navidad, Comites Christi y escribieron  numerosas páginas sobre el argumento. Los antiguos textos españoles lo traducían por la Sagrada compaña. En cierto momento, se dedicó el día de San Esteban a celebrar la fiesta de los diáconos, el de San Juan la de los sacerdotes y el de los Santos Inocentes la de los estudiantes clérigos y novicios. Entre los siglos XI y XIV, esta última se convirtió en la fiesta de los locos. En algunas catedrales se transformó en fiesta de los monaguillos, permitiendo que éstos realizaran en el templo algunas de las funciones normalmente reservadas a los clérigos. En España se sigue celebrando una fiesta popular en la que hacer bromas a la gente. De hecho, los que sufren las bromas son llamados inocentes hasta el presente.

San Esteban, protomártir. Es celebrado al día siguiente de Navidad, al menos desde el s. IV en Oriente y desde el s. V en Occidente. En la extensión de esta fiesta, influyó mucho la carta del presbítero Luciano, que el año 415 comunicó a las Iglesias el hallazgo de sus reliquias en Jerusalén. En la primera lectura se recuerda su sacrificio y el Evangelio dice que a todos los que creen en el Niño de Belén les puede pasar lo mismo. De alguna manera, en el Evangelio del día de Navidad ya lo habíamos escuchado: «La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió [...] Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,1ss). Los hijos de las tinieblas rechazan la luz que denuncia sus pecados. Por eso, Jesús dice: «Os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa […] El que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10,17-22). Estamos llamados a no quedarnos sólo en los elementos externos de la Navidad, sino a comprender las consecuencias de la Encarnación: El Hijo de Dios ha asumido nuestra naturaleza herida por el pecado: las blasfemias, los crímenes y las omisiones de los hombres de todos los tiempos. Ha cargado con todo y ha pagado por todos. De hecho, en los cuadros e iconos antiguos, el pesebre tiene forma de sepulcro y el Niño es representado envuelto en vendas, como si fuera un cadáver. Sus lágrimas son anticipo de una vida de sufrimientos, libremente asumida, para salvar al hombre del pecado. Por eso, el primer día de la Octava, las vestiduras litúrgicas blancas o doradas, signo de la gloria y de la luz, se cambian por el rojo de la sangre derramada. (Este año 2010 la fiesta de San Esteban no se celebra, porque cae en domingo, por lo que se celebra la Sagrada Familia, de la que hablo más adelante).

San Juan evangelista. Desde época muy antigua comenzó a celebrarse la memoria de los apóstoles en los días siguientes a la Navidad, para indicar que Cristo ha elegido colaboradores, a los que ha querido asociar a su obra desde el primer momento. En Siria se celebraba a San Pedro y San Pablo el 27 y a Santiago y San Juan el 28. En África se celebraban juntos Los Inocentes, San Esteban, San Juan Bautista y Santiago el Mayor, asesinados en tiempos de Herodes. Después de algunas variaciones, en el s. VI se fijó el 27 de diciembre la fiesta de San Juan Evangelista, el teólogo que profundiza en el significado último de la encarnación en el prólogo de su Evangelio, que se lee en la Misa de Navidad y otros días cercanos (31 de diciembre, segundo domingo de Navidad). La primera lectura del día habla del realismo de la encarnación, del que el Apóstol es testigo directo: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos […] Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos» (1Jn 1,1ss). El discípulo amado invita a creer en la Palabra hecha carne, para convertirnos nosotros también en discípulos amados.

Los Santos Inocentes. La celebración de una memoria del martirio de los Niños de Belén, por orden del rey Herodes, está testimoniada por primera vez en el calendario de Cartago, del año 505, aunque ya muchos padres lo habían exaltado. Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) recuerda que «la estrella de Belén es, incluso hoy, una estrella en la noche oscura [...] Esteban, el protomártir, el primero que siguió al Señor en el martirio, y los niños inocentes, los bebés de Belén y de Judá, brutalmente degollados en las manos de los crueles verdugos, forman el séquito del Niño en el pesebre». Los ángeles anunciaron la paz a los hombres y el Príncipe de la paz la entrega a los que creen. Pero no todos lo aceptan. Por el contrario, desde el principio, muchos lo rechazaron y persiguieron. La crueldad de Herodes es imagen de todas las violencias realizadas contra personas inocentes. El llanto de Raquel, que murió al dar a luz a su hijo Benjamín, es evocado por el profeta Jeremías (31,15) para explicar el dolor de Jerusalén cuando sus hijos fueron llevados al destierro. San Mateo lo aplica al sufrimiento de las madres que perdieron a sus hijos por la violencia de los soldados del rey: «Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento; es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen» (Mt 2,18). Al recordar la degollación de los Inocentes, la Iglesia pone su mirada en Cristo, que se ha hecho voluntariamente débil, y toma la firme decisión de ayudar siempre a los desvalidos. En esta fiesta, la Iglesia invita, especialmente, a defender el derecho a la vida de los no nacidos.

La Sagrada Familia. Esta fiesta tiene sentido en el contexto de Navidad, a pesar de que no se introdujo en la liturgia hasta 1893, por mandato de León XIII, y ha sido cambiada de fecha en varias ocasiones. Posee lecturas propias en cada ciclo, con referencias a la infancia de Jesús en el seno de la Sagrada Familia, propuesta como «maravilloso ejemplo» para los fieles, que están llamados a imitar su vida. También las lecturas de la liturgia de las horas insisten en la ejemplaridad de la Sagrada Familia de Nazaret. Especialmente la alocución del Papa Pablo VI, que la propone como modelo de silencio, de comunión en el amor y de sencilla laboriosidad. Coincidiendo con esta fiesta, en muchos lugares se tienen celebraciones especiales en defensa de la familia y de la vida.

Fin del año civil. Hablando con propiedad, el 31 de diciembre no es una fiesta litúrgica. Pero es una fecha muy arraigada en la sociedad, que celebra el final de año con conciertos, cenas, fuegos de artificio y otras manifestaciones populares. Así la presenta la Congregación para el Culto Divino: «La ocasión invita a los fieles a reflexionar sobre el “misterio del tiempo”, que corre veloz e inexorable. Esto suscita en su espíritu un doble sentimiento: arrepentimiento y pesar por las culpas cometidas y por las ocasiones de gracia perdidas durante el año que llega a su fin; agradecimiento por los beneficios recibidos de Dios. Esta doble actitud ha dado origen, respectivamente, a dos ejercicios de piedad: la exposición prolongada del Santísimo Sacramento, que ofrece una ocasión a las comunidades religiosas y a los fieles, para un tiempo de oración, preferentemente en silencio; y al canto del “Te Deum”, como expresión comunitaria de alabanza y agradecimiento por los beneficios obtenidos de Dios en el curso del año que está a punto de terminar».

Santa María, Madre de Dios. Desde el Concilio de Éfeso comenzó a celebrarse una fiesta en honor de la Madre de Dios. En Roma se estableció el 1 de enero y tomó el nombre de Natale Santae Mariae. La liturgia bizantina le dedica una Sinapsis el 26 de diciembre, el rito copto el 16 de enero y la liturgia Mozárabe el 18 de diciembre. En fechas cercanas encontramos celebraciones similares en las otras liturgias antiguas. Con el tiempo, en el calendario se introdujeron otras fiestas en honor de la Virgen María, y la de su maternidad divina terminó por desaparecer, aunque la liturgia del 1 de enero conservó numerosas referencias a María en sus textos. Pío XII la restauró en 1931, para celebrar el 1500 aniversario del concilio de Éfeso. Como el concilio se clausuró el 11 de octubre, mandó celebrarla en esa fecha. Finalmente, Pablo VI, regresando a las tradiciones más antiguas, consagró el final de la Octava de Navidad a María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Los textos de la Liturgia de las Horas expresan con profundidad el contenido dogmático de la fiesta. Principalmente, la revelación de la identidad del Hijo de María. La liturgia del día desarrolla (con citas del Antiguo Testamento) un segundo tema: Jesús, naciendo de María, se inserta en la historia de Israel y da cumplimiento a las promesas de los profetas: «Ha brotado un renuevo del tronco de Jesé, ha salido una estrella de la casa de Jacob: la Virgen ha dado a luz al Salvador». Pablo VI decretó en 1967 que en esta fecha se celebre la jornada mundial de la paz, por lo que es tradición que cada año el Sumo Pontífice escriba un mensaje. La justificación es que celebramos al que Isaías anunció como «Príncipe de la paz», en cuyo reino «la paz no tendrá fin» (Is 9,5-6). Los ángeles también anunciaron en su nacimiento la «paz a la tierra» (Lc 2,14). Los cristianos recibimos la paz de Cristo y tenemos que ser instrumentos de su paz.

El Santísimo Nombre de Jesús. En la Biblia, el nombre define a la persona y tiene la capacidad de hacerla presente. Por eso, los judíos rezan a A Hashem (El Nombre), porque el Nombre de Dios es Dios mismo. Ratzinger dedicó un interesante estudio a la revelación de Dios a través de los nombres Elohim y YHWH, en el que muestra que no expresan tanto la esencia de Dios, cuanto su deseo de hacerse «nombrable» para el hombre, cercano a él. Esta revelación llega a plenitud en el uso que hace Jesús del «Yo soy» en el evangelio de San Juan. Allí se manifiesta que Dios se ha hecho definitivamente accesible. Su nombre ya no es sólo un apelativo, sino que indica una presencia que escucha y habla al ser humano desde dentro de su historia. Esto se manifiesta también con la revelación que hace el ángel del nombre de Jesús y de su significado (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Desde el s. XIII, los dominicos erigieron asociaciones de fieles con el título de Sociedad del Santo Nombre de Dios y le dedicaron altares en sus templos. San Bernardino de Siena se servía en sus predicaciones de una tabla con el monograma del Nombre de Jesús pintado (IHS en letras góticas, con una cruz sobre la H), rodeado por un sol con rayos. Por influencia suya, la ciudad de Siena lo adoptó como escudo. También se generalizó colocar este emblema en las puertas de los Sagrarios. San Ignacio de Loyola lo convirtió en el escudo de la Compañía de Jesús. Santa Teresa de Jesús lo usaba como sello y lo escribía al inicio de todas sus cartas. Inocencio VI estableció en 1721 una fiesta del Nombre de Jesús, para toda la Iglesia latina, el segundo domingo después de Epifanía. San Pío X la trasladó al primer domingo de enero (a no ser que coincidiera con el día de Epifanía, en cuyo caso se celebraba el 2 de enero). Después de desaparecer del calendario, la nueva edición del Misal de 2002 la recuperó el 3 de enero. Numerosas cofradías de España e Hispanoamérica siguen honrando el Dulce Nombre de Jesús, realizando cultos en su honor y sacando en procesión una imagen del Niño Jesús este día. Los antiguos himnos de la fiesta provenían del hermoso poema de 50 estrofas Iubilus de nomine Iesu, escrito en el siglo XI, posiblemente por San Bernardo de Claraval. En él afirma que ni las palabras escritas ni las habladas son capaces de explicar lo que es el amor de Jesús, porque sólo la experiencia permite comprender lo que significa. Las estrofas de Vísperas, que comienzan por «Iesu dulcis memoria», son las más conocidas. Ésta es la oración colecta actual: «Dios Padre Misericordioso, te pedimos que quienes veneramos el Santísimo Nombre de Jesús, podamos disfrutar en esta vida de la dulzura de su gracia y de su gozo eterno en el Cielo».

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

Teresianum

Piazza San Pancrazio 5/A

00152-ROMA (Italia)

P. EDO. SANZ DE MIGUEL, OCD.

 

 

Caminando con Jesús

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds

www.caminando-con-jesus.org