1. Introducción.
La Pascua es el
fundamento de toda la vida cristiana y su celebración es el núcleo de todo el
año litúrgico, así como de la vida de la Iglesia. La muerte,
resurrección y glorificación de Cristo constituyen el «misterio pascual», que
no agota todo el misterio de Cristo, pero es su núcleo, que, por un lado,
resume e interpreta toda la historia de Jesús y, por otro, fundamenta y
anticipa la vida de gracia de la
Iglesia y de cada cristiano.
2. La Pascua
prejudía.
En su origen, la Pascua era una
celebración de pastores trashumantes, seminómadas. De hecho, se tenía al
inicio de la Primavera,
en el momento de cambiar de los pastos de invierno (en los valles, lugares
más cálidos) a los de verano (en las montañas, único lugar de aquellos áridos
parajes donde crece algo verde en esas fechas). El mismo nombre de la fiesta
significa precisamente «paso» de un lugar a otro. Las ovejas estaban recién
paridas, por lo que las crías podían morir durante la marcha, a causa del
calor. Por eso, los rebaños se desplazaban de noche, aprovechando la luna
llena para tener una buena visión. Los antiguos pensaban que los desiertos
eran la morada de los demonios. Por eso, antes de partir, sacrificaban un
cordero, ofreciéndoselo como tributo, y mojaban sus tiendas con la sangre del
animal, para que se viera que ellos habían cumplido su parte. Se acompañaba
la carne con verduras amargas silvestres, que dan sabor en ausencia de sal, y
con panes sin fermentar, típicos de los beduinos.
3. La Pascua
histórica del Éxodo.
La Biblia dice que los
descendientes de los patriarcas, sometidos a esclavitud en Egipto, querían
celebrar la fiesta pascual, al llegar el plenilunio de primavera, como habían
hecho sus antepasados cuando vivían en el desierto. Por eso, Moisés y Aarón
piden al faraón: «Deja partir a mi pueblo, para que celebre una fiesta en mi
honor en el desierto […] Déjanos ir tres días al desierto, a realizar el
sacrificio a YHWH, nuestro Dios» (Ex 5,1.3). La narración de las plagas va
unida a la negativa del faraón, permisos parciales y sucesivas
rectificaciones, que concluyen con la orden final: «Id
a dar culto a YHWH, según vuestra petición» (Ex 12,31). Con la salida de
Egipto, la Pascua
adquirió un significado nuevo.
4. La Pascua
de Israel.
Durante una fiesta de Pascua, Israel hizo
experiencia de la bondad de Dios, que le libró de la esclavitud de Egipto. A
partir de entonces, la Pascua
ya no es el «paso» de los pastos de invierno a los de verano, sino el «paso»
del Señor, que ha estado grande y ha hecho «pasar» a los israelitas de la
servidumbre a la libertad (cf. Ex 12). También
fueron interpretados de manera diversa el sacrificio del animal, la sangre,
las verduras amargas y los panes ázimos. La Pascua se convirtió en un memorial que debe
celebrarse generación tras generación: «Este día será para vosotros un
memorial, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las
generaciones» (Ex 12,14). Es natural que, generación tras generación, se profundizara
su significado y se enriqueciera su celebración. La Pascua no era un
acontecimiento cualquiera; era la celebración de los orígenes del pueblo, la
ocasión de renovar la
Alianza con Dios y de confesar la fe en su providencia: Por
caminos maravillosos, Dios llevó a su pueblo de la tristeza al gozo, de la
oscuridad a la luz, de la esclavitud a la libertad. En cada cena pascual,
Israel reafirma su propia identidad como pueblo de la Alianza, creado por Dios
para ser testigo ante el mundo de su poder y de su misericordia. El Dios que
lo sacó de la esclavitud y lo constituyó como pueblo, estará a su lado para
siempre.
5. Teología judía sobre la
Pascua.
La pregunta retórica de Moisés, «cuando os
pregunten vuestros hijos: “¿Qué significa para vosotros este rito?”», entró a
formar parte de la celebración pascual. El deseo de dar una respuesta cada
vez más profunda llevó a una reflexión rica y abundante. En el poema de las
cuatro noches se unen la creación, la elección de Abrahán, la salida de
Egipto y la futura manifestación del Mesías: «Cuatro son las noches escritas
en el Libro de las Memorias. La primera noche: cuando se apareció Yahvé sobre
el mundo para crearlo […] La noche segunda: cuando Yahvé se apareció a
Abraham […] La tercera noche: cuando Yahvé se apareció a los egipcios a media
noche […] La Cuarta
Noche: cuando llegue el mundo a su fin para ser redimido
[…] Esta es la noche de la
Pascua […] reservada y fijada para la redención de todas
las generaciones de Israel». Estos son los principales acontecimientos
celebrados en la Pascua,
aunque no los únicos. De alguna manera, todas las grandes intervenciones de
Dios, desde la creación hasta la redención final, se ponen en relación con la Pascua. Por su
parte, los judíos contemporáneos siguen actualizando la Pascua con nuevas
intervenciones de Dios a favor del pueblo (la persecución nazi, el
levantamiento del Gueto de Varsovia, la creación del estado de Israel...).
6. La Pascua
de Jesús.
Como buen judío, Jesús participó
regularmente en la celebración de la Pascua. Precisamente
durante unas fiestas pascuales, Jesucristo encontró
la muerte y resucitó del sepulcro. A la luz de estos acontecimientos, los
discípulos comprendieron el misterio de Cristo y se les abrió una nueva clave
de lectura de toda la
Escritura. Jesús mismo les invitó a tomar este camino,
cuando dijo a los discípulos de Emaús: «¡Qué torpes sois para comprender, y qué cerrados estáis
para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías
soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés
y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él» (Lc 24,25-27). En los evangelios, la cena de despedida, la
muerte y la resurrección de Cristo tienen lugar en un contexto pascual. Para
los cuatro evangelistas, la
Pascua de Jesús consistió en la ofrenda que Él hizo de sí
mismo. Juan subraya su entrega real en la Cruz y los sinópticos su entrega sacramental en
la Eucaristía. Los
primeros cristianos asumieron la teología judía sobre la Pascua y vieron su plena
realización en la muerte de Cristo que, antes de entregar su espíritu,
exclamó «todo se ha cumplido» (Jn 19,30).
7. La Pascua
de los cristianos.
Al igual que los evangelistas, San Pablo
también identificó a Cristo con el cordero pascual, cuando escribió a los
cristianos de Corinto: «Suprimid la levadura vieja y sed masa nueva, como
panes pascuales que sois, porque Cristo, nuestra
Pascua, ha sido inmolado» (1Cor 7,7). Este texto puso las bases para una
aplicación de la Pascua
de Cristo a la vida de los cristianos, ya que dice que éstos son los panes
que se comían en la cena pascual, como Cristo es el cordero al que
acompañaban. La reflexión patrística siempre consideró la muerte y
resurrección de Cristo como el centro de toda la historia de la salvación, y
subrayó la relación entre este misterio y la celebración de los sacramentos,
especialmente el bautismo y la eucaristía. Además, San Pablo presenta el
bautismo como una participación en la muerte de Cristo; lo que nos asegura
que también compartiremos su resurrección (Rom
6,3-5).
8. La celebración anual de la Pascua.
Al principio, los cristianos sólo tenían una
celebración litúrgica: el domingo. En la Eucaristía vivían el
encuentro con Cristo resucitado y hacían memoria de toda su obra de
salvación, en la espera de su venida gloriosa al final de los tiempos (cf. 1Cor 11,26). No es fácil determinar la fecha en que la Iglesia comenzó a tener
una celebración anual de la
Pascua del Señor, aunque debió ser muy pronto. Los primeros
testimonios escritos son del s. II, pero algunos retrasan su celebración a
los orígenes del cristianismo. De hecho, en la Epistula
Apostolorum, se recoge un diálogo
en que los apóstoles preguntan al Señor si deben seguir celebrando la Pascua después de su
muerte, a lo que Él responde que sí. Parece que ésta sería la respuesta del
autor a una polémica sobre la legitimidad de una Pascua cristiana.
9. La controversia «cuatordecimana».
Pronto se planteó un problema sobre el día
exacto en que debía celebrarse la Pascua. El año 195, el obispo Polícrates de Éfeso se dirigió
al Papa Víctor para dirimir la cuestión. Él dice que las comunidades de Asia
menor, desde época apostólica, terminaban los ayunos de preparación con la
primera luna llena de primavera, el 15 de Nisán, independientemente del día
de la semana en que cayera. La tarde anterior celebraban la Pascua cristiana, que
coincidía con la Pesah judía. En el resto de las
Iglesias, los ayunos se daban por terminados el sábado siguiente, y la Pascua se celebraba
siempre en la noche del sábado al domingo. El Papa Víctor quería apartar a Polícrates de la comunión católica, si no cambiaba la
fecha. Pero San Ireneo de Lión le recordó que la misma cuestión se había
planteado ya hacia el año 150, entre San Policarpo de Esmirna (que fue su
maestro) y el Papa Aniceto de Roma. Ambos mantuvieron la concordia, aunque no
llegaron a ningún acuerdo. Lentamente, las iglesias de Asia menor fueron asumiendo
la costumbre de celebrar la
Pascua el domingo siguiente al 14 de Nisán, y el problema
quedó superado.
10. El cálculo de la fecha de Pascua.
Cuando ya había desaparecido la cuestión «cuatordecimana», surgió un nuevo problema: la manera de
calcular la llegada de la primera luna llena de primavera. Al principio, los
cristianos aceptaban los cálculos judíos y, a partir de ellos, regulaban su
propia fecha. En cierto momento, los judíos adoptaron una nueva manera para
fijar la fiesta, que no tenía en cuenta el equinoccio. Algunas comunidades
cristianas los siguieron. Otros adoptaron cálculos astronómicos distintos,
distanciándose de los judíos, por lo que las fechas no siempre coincidían. La
cuestión no se solucionó hasta el concilio de Nicea, el año 325, en que los
padres conciliares pidieron al obispo de Alejandría que se encargara cada año
de hacer los cálculos pertinentes para determinar la fecha exacta de la Pascua y de las otras
fiestas que dependen de ella. El Vaticano II afirmó que la Iglesia no sería
contraria a una celebración anual de la Pascua en fecha fija, siempre que se fije en
domingo.
11. Las celebraciones pascuales.
Como hemos visto, las primeras noticias que
conservamos sobre la Pascua
hacen referencia a la fecha en que se debían terminar los ayunos de
preparación. Estos ayunos terminaron configurando el Triduo Pascual y la Semana Santa.
Además, en torno al Triduo surgió un periodo de preparación (Cuaresma) y otro
de prolongación (Pentecostés). Cuando se estableció definitivamente la
celebración de la Pascua
en domingo y se comenzó a subrayar la gloria de la resurrección de Cristo
como contenido fundamental de la
Pascua, de alguna manera se estaba dando origen a una
división de la celebración del misterio pascual en distintas etapas: el ayuno
del viernes y del sábado hacía referencia a la pasión y la vigilia pascual a
la resurrección. Así, a finales del s. IV se habla ya del Triduo Santo de la
pasión, sepultura y resurrección del Señor y se comenzaron a tener
celebraciones litúrgicas separadas. Al mismo tiempo que se fue configurando
un tiempo de preparación para la
Pascua, surgió una prolongación de la misma en un periodo
de alegría que duraba 50 días y fue llamado Pentecostés. En su origen, no era
una fiesta de un día, sino el conjunto de cincuenta días de fiesta en honor
de la resurrección, pero pronto adquirirán especial importancia la primera
semana (con catequesis mistagógicas para los recién bautizados), el día final
(que terminará asumiendo el nombre de Pentecostés. Los cincuenta días se
llaman ahora Tiempo Pascual) y el cuarantésimo día
(fiesta de la Ascensión).
La liturgia no es sólo un recuerdo de acontecimientos pasados, sino que
también los hace presentes sacramentalmente, al mismo tiempo que anticipa la
vida eterna. Por eso, aprovechemos la Pascua para unirnos a Cristo, «entregado a la
muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25). Aunque cambien con el tiempo las formas de
celebrar la Pascua,
no cambian sus contenidos. En ella celebramos el infinito amor de Jesús, más
fuerte que la muerte. A Él sean la gloria y el honor por los siglos de los
siglos. Amén.
¡Oh Cruz fiel,
árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y
en fruto.
¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza
con un peso tan
dulce en su corteza!
Cantemos la nobleza de esta guerra,
el triunfo de la sangre y del madero;
y un Redentor, que en trance de Cordero,
sacrificado en cruz, salvó
la tierra.
Dolido mi Señor por el fracaso
de Adán, que mordió muerte en la manzana,
otro árbol señaló, de flor humana,
que reparase el
daño paso a paso.
Y así dijo el Señor: "¡Vuelva la Vida,
y que el Amor
redima la condena!"
La gracia está en el fondo de la pena,
y la salud
naciendo de la herida.
¡Oh plenitud del
tiempo consumado!
Del seno de Dios Padre en que vivía,
ved la Palabra entrando por María
en el misterio
mismo del pecado.
¿Quién vio en más estrechez gloria más
plena,
y a Dios como el
menor de los humanos?
Llorando en el pesebre, pies y manos
le faja una
doncella nazarena.
En plenitud de vida y de sendero,
dio el paso hacia
la muerte porque él quiso.
Mirad de par en par el paraíso
abierto por la fuerza
de un Cordero.
Vinagre y sed la boca, apenas gime;
y, al golpe de los clavos y la lanza,
un mar de sangre fluye, inunda, avanza
por tierra, mar y
cielo, y los redime.
Ablándate, madero, tronco abrupto
de duro corazón y fibra inerte;
doblégate a este peso y esta muerte
que cuelga de tus
ramas como un fruto.
Tú, solo entre los árboles, crecido
para tender a Cristo en tu regazo;
tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo
de Dios con los
verdugos del Ungido.
Al Dios de los designios de la historia,
que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;
al que en la cruz devuelve la esperanza
de toda salvación,
honor y gloria. Amén
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
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