LOS MAYORES EN LA IGLESIA

A LA LUZ DE LA SAGRADA ESCRITURA

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. 

 

 

Hablar de los «mayores» es algo muy relativo. En nuestros días se puede conseguir la tarjeta dorada o prejubilarse a los 60 años. Lo normal es jubilarse a los 65. Algunos lo retrasan hasta los 75. Hay quienes llegan a más de 80 siendo en todo autosuficientes y quienes sufren numerosas limitaciones desde mucho antes. Sin embargo, esto no ha sido siempre así ni lo es hoy en todos los sitios. En los tiempos bíblicos una persona vivía unos 40 años de media. Santa Teresa de Jesús, hablando de su madre nos dice que «con morir de 33 años, parecía de mucha edad desde mucho antes». Una mujer de 30 años en Burkina Faso ya tiene el cuerpo y el espíritu gastados por la mala alimentación, los duros trabajos desde la infancia y los numerosos partos. Por lo tanto, nos referiremos con la palabra «mayores» a quienes han comenzado a sentir la disminución de sus capacidades naturales (vista, oído, fuerza física, agilidad en el movimiento, etc.), independientemente de la edad.

Con una profunda sabiduría cargada de ironía, la Biblia describe esta situación en la que vamos perdiendo energías y nos invita a disfrutar de las alegrías cotidianas que nos proporciona la existencia, mientras podamos y a no vivir con resentimiento cuando no saquemos gusto a las cosas, ya que el desgaste es ley de vida (antes o después, se desgastan hasta las poleas, las cuerdas y los jarros, sean de oro o de barro):

«Dulce es la luz y agradable para los ojos ver el sol. Por muchos años que viva el hombre, que los disfrute todos, y tenga en cuenta los días de oscuridad, que serán muchos. Disfruta, joven, en tu adolescencia y sé feliz en tu juventud; sigue tus sentimientos, da cauce a tus ilusiones, pero ten presente que de todo te juzgará Dios. Aleja la tristeza de tu corazón y aparta el sufrimiento de tu cuerpo, porque la adolescencia y la juventud son efímeras.

Ten en cuenta a tu Creador en los días de tu juventud, antes de que lleguen los días malos y se acerquen los años en que digas: "No les saco gusto". Antes de que se oscurezca el sol, la luz, la luna y las estrellas y vuelvan las nubes tras la lluvia (cataratas). Cuando tiemblen los guardianes de la casa (brazos) y se encorven los robustos (piernas); cuando se paren las que muelen, porque son ya pocas (muelas); y se oscurezcan las que miran por las ventanas (ojos); se cierren las puertas de la calle (oídos) y se apague el ruido del molino, se extinga el canto del pájaro y enmudezcan las canciones (por la sordera); cuando den miedo las alturas (vértigo) y los sobresaltos del camino; cuando florezca el almendro (canas) y se arrastre la langosta (¿sexo?) y no tenga gusto la alcaparra. Porque el hombre marcha a la morada eterna y el cortejo fúnebre recorre las calles. Antes de que se rompa el hilo de plata y se destroce la copa de oro y se quiebre el cántaro en la fuente y se raje la polea del pozo y el polvo vuelva a la tierra de donde salió y el espíritu vuelva a Dios que lo dio. Vanidad de vanidades. Todo es vanidad» (Eclo 11, 7-12,8).

A nuestra sociedad le preocupan los ancianos. Se organizan congresos para estudiar el envejecimiento de la población en Europa, se hacen cálculos para saber si la seguridad social puede seguir manteniendo el sistema de pensiones, el INSERSO organiza viajes y actividades para los jubilados, se construyen residencias para la tercera edad... hasta tenemos una nueva ciencia –la geriatría- que se ocupa de todo lo concerniente a la vejez. En algunas sociedades primitivas (en la bíblica, por ejemplo) mandaban siempre los ancianos, considerados como los garantes de la sabiduría y de la tradición. En otras eran eliminados como una carga. Los esquimales, por ejemplo, dejaban abandonadas sobre la nieve a las personas mayores cuando perdían sus dientes y en otros lugares obligaban a subir a los ancianos a los cocoteros y luego sacudían el árbol, para ver quienes eran capaces de sostenerse en él. En nuestra sociedad occidental ni los ancianos gozan de los privilegios de la cultura semita ni sufren la desprotección de los otros casos comentados. En principio gozan de los mismos derechos y padecen las mismas dificultades que el resto de la población.

Hay ancianos muy valorados socialmente: el recientemente fallecido Juan Pablo II, Manuel Fraga... Se les admira y respeta «porque siguen activos, a pesar de su edad». La gente valora «lo que hacen». Éste es el gran problema. Nuestros contemporáneos (y muchas veces, nosotros mismos también) sólo valoran lo productivo. Lo mismo da que uno sea joven o mayor, admiramos a los que ganan mucho dinero con sus actividades, pero ¿por qué dar patadas a un balón tiene que ser más importante que cuidar de un jardín? A mí, personalmente, me parece más provechoso lo segundo. Juan Pablo II nos recordaba en la Novo Milennio Ineunte que «el nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del hacer por hacer. Tenemos que resistir a esta tentación buscando antes el ser que el hacer». (n. 15).

Santa Teresa de Jesús ya decía que «lo importante no es lo que haces, sino el amor con que lo haces». En realidad, sólo repetía lo que ya enseñó San Pablo: «Aunque dé mi dinero a los pobres, si no lo hago por amor, de nada me sirve y, aunque entregue mi cuerpo a las llamas, si no lo hago por amor, de nada me sirve». Volviendo a Santa Teresa, ella consideraba iguales a todas las hermanas, independientemente de su familia de proveniencia o de su cargo en la comunidad, llegando a recomendar que «la que tenga padres más nobles, que hable menos de ellos, porque aquí todas son iguales, todas se han de ayudar y la tabla de barrer ha de empezar por la priora». Insistía la Santa de Ávila en que tan importante es para el buen funcionamiento del convento la actividad de la ecónoma como la de la cocinera, la de la portera como la de la sacristana. Lo necesario es que cada una haga bien su trabajo para que todo funcione. Incluso la que no puede hacer nada por anciana o enferma es también valiosa, porque cada persona es única e irrepetible, valiosa en sí misma, independientemente de los trabajos que pueda realizar.

Santa Teresita del Niño Jesús lo desarrolla con las imágenes del jardín y del cuerpo. En el jardín todas las flores son hermosas, independientemente de su tamaño, de su aroma o de su olor. Sólo la suma de todas ellas da su admirable variedad a la primavera. En el cuerpo, todos los órganos son necesarios, incluso aquellos que no sabemos para qué sirven y que realizan una tarea escondida y poco brillante. Así sucede con los seres humanos: todos son preciosos para Dios, únicos e irrepetibles.

Perdemos capacidades físicas y mentales, ya no podemos hacer cosas que antes hacíamos con naturalidad, pero siempre podremos amar y, aunque ni eso pudiéramos, siempre podemos ser amados. Y Dios nos ama con ternura de madre, porque nos ha creado por amor y para el amor. Estamos de camino hacia el encuentro definitivo y la transformación con Aquél que nos ha amado primero.

 

 

Caminando con Jesus

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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