NOTAS DE HISTORIA Y ESPIRITUALIDAD DEL CARMELO

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


Índice

1.       El Monte Carmelo. 2

1.1 Geografía, flora y fauna. 2

1.2 Significado religioso del Monte. 3

1.3 El Carmelo en la tradición bíblica. 4

1.4 El Carmelo en la tradición cristiana. 5

1.5 Benedicto XVI habla del Carmelo. 6

1.6 Juan Pablo II habla del Carmelo. 6

 

2.       El profeta Elías en la Biblia y en la tradición judía. 7

2.1 El ciclo de Elías (1Re 17 - 2Re 2) 7

2.2 El sacrificio en el Monte Carmelo. 8

2.3 La nubecilla y la lluvia. 9

2.4 Elías en el Sinaí 9

2.5 El carro de fuego. 11

2.6 Elías en los escritos posteriores. 11

2.7 Elías en tiempos de Jesús. 13

2.8 Las «hagadot». 13

 

3.       Elías, modelo de oración según Benedicto XVI 14

4.       El profeta Eliseo en la Biblia y en la tradición judía. 16

4.1 El ciclo de Eliseo (2Re 2-13) 16

4.2 Eliseo y los hijos de los profetas. 18

 

5.       Elías y Eliseo en la antigua tradición cristiana. 18

5.1 Lectura «tipológica» de la Biblia. 18

5.2 Elías y Eliseo, «padres» y «modelos» de los monjes. 19

 

6.       Oraciones a los profetas Elías y Eliseo. 21

7.       Vida monástica en el Monte Carmelo. 22

7.1 Las «lauras» de Tierra Santa. 22

7.2 Lugares del Carmelo relacionados con Elías y Eliseo. 23

7.3 Fuentes escritas y arqueológicas. 24

 

8.       Los ermitaños latinos del Monte Carmelo. 25

8.1 Orígenes y primera aprobación canónica. 25

8.2 Aprobaciones pontificias. 26

8.3 Emigraciones a Europa. 27

 

9.       Fijación escrita de las tradiciones carmelitanas. 28

10.     La regla de san Alberto. 32

10.1 Una «norma de vida» bíblica. 32

10.2 A imagen de la primitiva comunidad de Jerusalén. 32

 

11.     María, madre y hermosura del Carmelo. 34

12.     El escapulario. 34

13.     Bibliografía básica. 35

 

 

1.                      El Monte Carmelo

Por influencia de los y las carmelitas, en muchas ciudades del planeta hay barrios, escuelas, hospitales, casas de espiritualidad o calles que llevan este nombre; pero no podemos olvidar que el Carmelo es, ante todo, un lugar geográfico de Israel, una montaña que ha suscitado desde siempre la admiración de las personas sensibles. Quienes lo hemos visitado y hemos tenido la posibilidad de alojarnos sobre su cima, en el monasterio de los carmelitas descalzos, nunca podremos olvidar las preciosas vistas sobre la bahía de Haifa ni los olores de sus hierbas aromáticas. Los poetas lo han cantado muchas veces. Pedro Calderón de la Barca, por ejemplo, tiene unos romances titulados Descripción del Carmelo, que empiezan así: «En la apacible Samaria, / hacia donde el sol se pone, / en túmulo de esmeraldas / yace un gigante de flores. // Verde Atlante de los cielos, / tanto su beldad se opone, / que, siendo cielo en la tierra, / parece en el cielo monte…»

1.1 Geografía, flora y fauna

El Monte Carmelo (en hebreo Har HaKarmel), más que un monte es una cadena montañosa de unos 30 km. de largo, con forma triangular, situada en la Alta Galilea (al norte de Israel), que desciende desde Haifa, casi en paralelo al Mediterráneo y se va ensanchando a medida que se aleja de dicha ciudad, alcanzando entre 10 y 15 kilómetros de anchura. La franja costera (entre el monte y el mar) es la llanura de Sarón. Al otro lado de la montaña se encuentra el valle de Jezreel (o de Esdrelón). Estas son las tierras más fértiles y productivas de Israel.

El promontorio noroccidental (que forma el pico del triángulo) se adentra en el mar Mediterráneo como la proa de un barco. Los palestinos lo llaman en árabe anf el-jebej (la nariz de la montaña) y los judíos, en hebreo ro’sh hakkarmel (la cabeza del Carmelo). En su cima, a 170 metros de altura, dominando la bahía de Haifa (la antigua ciudad de Porfirio) se encuentra el santuario Stella Maris, en honor de la Virgen del Carmen, invocada como «Estrella del mar». En el extremo más alejado del mar, a 550 metros de altura, dominando el valle de Jezreel, se encuentra el Mu-Hra-Ka (lugar del sacrificio de Elías, con un santuario carmelitano en su honor). La montaña se halla perforada por varios vallecillos, a modo de gargantas o cañones, por los que discurre el agua de algunas fuentes y de los torrentes que se forman cuando llueve. Estos valles son llamados widian (que es el plural de wadi). Para nosotros el más importante es el wadi ‘ain es-Siah (o Nahal Siah), porque allí nació la Orden carmelitana.

A pesar de encontrarse en un país semidesértico y de que solo llueve en invierno, el Monte Carmelo se conserva verde todo el año. El rocío proveniente del mar se posa cada noche sobre la montaña, refrescando los pinos, algarrobos, higueras, olivos, laureles, romeros, retamas y rosales silvestres, que crecen abundantemente. (La UNESCO lo declaró reserva de la biosfera en 1996). Además, el torrente Quijón y otras fuentes permiten el cultivo de plantaciones de olivos, almendros, viñedos, cítricos y campos de cereales a sus pies.

Hoy la fauna se reduce a algunos corzos, felinos menores, roedores, reptiles, aves e insectos; pero en tiempos pasados había abundantes conejos, jabalíes, gamos, osos, lobos, leones y panteras. La presencia de fuentes y la posibilidad de alimentarse con los frutos de la tierra y la caza de animales, favoreció desde antiguo el establecimiento de grupos humanos en el Carmelo. La montaña contiene numerosas cuevas, algunas de ellas habitadas desde el Paleolítico. Distintas excavaciones en el wadi Murara han sacado a la luz restos de un homínido, que ha sido llamado homo carmelitanus y que, gracias al Carbono 14, se han datado hacia el 50-60.000 a.C.

El Carmelo está situado en el norte de Israel, a modo de frontera natural entre la tierra de Canaán (hoy Israel-Palestina) y la de los fenicios (el actual Líbano). Como sus laderas son escarpadas, la vegetación era muy espesa y las fieras abundantes, normalmente se atravesaba a través del paso natural de Meguido. Allí, las excavaciones arqueológicas han encontrado restos de veinte ciudades, sucesivamente destruidas y reconstruidas cada una sobre las ruinas de la anterior a lo largo de 5.000 años. Cada vez que un imperio surgía en la zona, era lugar de paso obligado para conquistar la estratégica Canaán (nexo de unión entre Europa, Asia y África) y expansionarse, tal como testimonia abundantemente la Biblia: «El faraón Necao, rey de Egipto, fue al encuentro del rey de Asiria hacia el río Eúfrates. Josías le salió al paso, pero el faraón le mató en Meguido» (2Re 23,29). Las guerras en las laderas del Carmelo fueron tantas y los muertos tan numerosos, que el Apocalipsis llega a identificar ese espacio con el lugar elegido por Dios para el combate y juicio finales: «Y reunieron a los reyes en el lugar que en hebreo llaman Harmaguedón» (Ap 16,16). La antiquísima fortaleza que defiende el paso por el Carmelo desde las tierras de Canaán hacia el Norte es indiferentemente llamada Meguido y Harmaguedón (deformación de Har Meguido, el Monte de Meguido, también transcrito como Armagedón, Argamedón y Hargamedón). Los evangélicos tienen una literatura abundante sobre el Harmaguedón, que ha inspirado numerosas novelas y películas de origen norteamericano sobre temas apocalípticos.

Tradicionalmente se ha hecho derivar la palabra «Carmelo» del hebreo Karem El, que significa «jardín de Dios» o «viña de Dios», aunque también se puede traducir sencillamente por «huerto» o «vergel». La Biblia lo describe como un paraje hermoso y rico de frutos. Las traducciones de la Biblia hebrea al griego (los LXX) y al latín (la Vulgata) conservan la palabra «Carmelo» en los pasajes que hablan de un lugar verde y ameno cultivado por el hombre, aunque las ediciones contemporáneas traduzcan por jardín, huerta, vergel… según el contexto. Se dice que su altura domina sobre el mar como símbolo de estabilidad, de fortaleza, del poder de Dios, que va a actuar a favor de su pueblo, venciendo sobre sus enemigos: «Por mi vida, dice el rey, cuyo nombre es Yhwh de los ejércitos, que va a venir alguien como el Carmelo que domina sobre el mar…» (Jer 46,18). En otros textos extrabíblicos antiguos, el Carmelo también sirve para evocar la belleza, la fecundidad, la fortaleza o la fidelidad de Dios: «Dijo el Santo –sea Él bendito– a Israel: tu cabeza es como el Carmelo, amo a tus pobres como a Elías cuando estaba en el Carmelo» (Cant Rabba VII,6,1).

1.2 Significado religioso del Monte

Al menos desde hace 3.000 años tenemos documentada la presencia ininterrumpida de santuarios en honor de las divinidades cananeas y fenicias en el Carmelo. De hecho, en inscripciones egipcias del tiempo de Tutmosis III es denominado Rusa gedes (que significa «cabo sagrado»). El filósofo sirio Jámblico (Iamblichus), del siglo IV, en su libro Vida de Pitágoras explica que este se retiró a vivir en la soledad del Carmelo antes de su viaje a Egipto. También escribió que el Monte Carmelo era «el más santo de todos los montes, por lo que el acceso está prohibido a la mayoría». Desde el siglo III a.C. fue un importante centro de culto en honor de Zeus (en el convento de Stella Maris se conserva un pie de mármol, exvoto a Zeus Carmelus Heliopolitanus). El historiador romano Tácito afirma que el año 66 d. C. Vespasiano acudió al Carmelo a consultar el oráculo de la montaña (Oraculum Carmeli Dei) antes de emprender su campaña contra Jerusalén. Son muy numerosos los testimonios arqueológicos y bibliográficos sobre la persistencia de cultos paganos en distintos lugares de la montaña.

Dada la presencia multisecular de estos centros de culto pagano, no es extraño que el profeta Elías retara allí a los profetas de los falsos dioses y eligiera esta montaña para afirmar la divinidad de Yhwh, el único Dios verdadero. Desde Elías, el Carmelo se convirtió en un punto de referencia para el judaísmo posterior, que veía en él un reclamo perenne a la pureza de la fe y a la práctica sincera de las cláusulas de la Alianza. La relación entre Elías y el Carmelo es tan fuerte, que los palestinos llaman a la montaña Jebel Mar Elías (montaña de san Elías en árabe) y numerosos lugares conservan en su nombre referencias al profeta («jardín de Elías», «cueva de Elías», «fuente de Elías», «lugar del sacrificio de Elías», etc.). Incluso unas plantas que crecen en la zona son llamadas «barbas de Elías» y unas piedras redondeadas y huecas, con cristales de cuarzo en su interior (las «geodas»), bastante comunes en la zona, son llamadas «melones de Elías» o «ciruelas de Elías», dependiendo del tamaño. La leyenda sobre la aparición de las geodas en el «jardín de Elías» es muy curiosa. Cuenta la tradición que el profeta subía desde el wadi ‘ain es-Siah a la cima del Carmelo un día de mucho calor. Al pasar junto a un campo de melones, pidió al dueño que le diera uno para mitigar la sed. El propietario, no queriendo compartirlos con Elías, dijo: «No son melones, sino piedras»; a lo que este respondió: «Está bien, que se conviertan en piedras». Por eso, también se conoce la zona como «campo de la maldición». Los recuerdos de la historia, las tradiciones y las leyendas locales han unido con tanta fuerza al Monte Carmelo y al profeta Elías, que ya no se pueden separar el uno del otro. En esto son concordes las tradiciones de judíos, cristianos, musulmanes y drusos.

La importancia religiosa de las gestas de Elías sobre el Carmelo, hizo que el pueblo mirara con especial simpatía todo el monte y lo asoció a significados nuevos, siempre positivos. A esto ayudó también la abundante flora y fauna. En una tierra tan árida, se convirtió en símbolo de la hermosura y de la fertilidad. Su belleza sirve para piropear a la esposa en el Cantar de los Cantares: «Tu cabeza es como el Carmelo, ¡qué hermosa eres!» (Cant 7,6-7), e incluso para cantar la belleza de la Jerusalén futura, a la que se dará la hermosura del Carmelo (cf. Is 35,1ss).

1.3 El Carmelo en la tradición bíblica

Con el pasar del tiempo, el Carmelo se convirtió en el arquetipo de toda la historia de la salvación: es la imagen del jardín que Dios plantó para el hombre, al principio de los tiempos, cargado de todo tipo de frutos apetitosos. Mientras Adán vivió en comunión con Dios, pudo habitar en el jardín y comer sus frutos. Cuando rompió la comunión, fue expulsado del jardín y se le vedaron sus frutos. Lo mismo que sucedió entonces, sigue sucediendo hasta el presente: si el hombre obedece a Dios, el Carmelo florece y le regala sus frutos. Por el contrario, si el hombre peca, el Carmelo se seca y se transforma en desierto.

Nos puede servir de ejemplo un texto del profeta Jeremías, en el que Dios llama a juicio a su pueblo, recordándole las gestas de su amor: lo ha sacado de la esclavitud de Egipto y lo ha conducido a través del desierto para introducirlo en la Tierra prometida, a la que él llama «la tierra del Carmelo». Allí se concretizan las promesas que Dios hizo a Moisés: «Os daré una tierra buena, tierra de torrentes y de fuentes, que produce trigo y cebada, viñas, higueras y ganados…» (Dt 8,7ss). Pero Israel ha traicionado a Yhwh, adorando a los dioses falsos, aliándose a los pueblos poderosos y actuando como ellos, abandonando la Alianza, profanando el jardín de Dios (el Carmelo), que ya no puede ofrecer sus frutos al pueblo traidor: «Yo os traje a la tierra del Carmelo (la versión griega traduce «al Carmelo» sin más) y os di a comer sus frutos y sus bienes, pero vosotros profanasteis mi tierra y la habéis convertido en un lugar aborrecible» (Jer 2,7). Por eso, los profetas anuncian en numerosas ocasiones la devastación del Carmelo como castigo por las infidelidades de Israel, como llamada apremiante a volver al Señor: «Oíd cómo lloran amargamente […]. La tierra está de luto, el Carmelo está pelado…» (Is 33,9); «Por las maldades de su corazón […], el Carmelo se ha convertido en un desierto» (Jer 4,26); «Ruge el Señor desde Sión; los campos de pastoreo están desolados y reseca la cumbre del Carmelo» (Am 1,2); «El Señor se venga de sus enemigos […]. El Carmelo languidece» (Nah 1,4).

Si el hombre persiste en sus pecados y pone su confianza en sus propias fuerzas y no en Dios, el Carmelo no puede ofrecerle sus frutos ni ser para él lugar de descanso. La devastación del Carmelo es la mejor imagen para explicar las graves consecuencias del pecado del hombre. Por el contrario, cuando este se arrepiente de sus faltas, Dios envía su lluvia fecunda sobre el Carmelo, que vuelve a ser lugar de bendición y de promesa de plenitud para el creyente. El Carmelo florecido es la mejor imagen para explicar la bendición de Dios.

Los profetas anuncian el reverdecer del Carmelo, o la transformación del desierto en un gran «Carmelo» (vergel), como imagen del perdón de Dios y de los tiempos mesiánicos: «Dentro de muy poco tiempo el Líbano se convertirá en Carmelo y el Carmelo será un bosque, los sordos oirán, los ciegos verán, los humildes se alegrarán con Yhwh y los pobres serán felices…» (Is 29,17). Este Carmelo transfigurado por el poder de Dios, donde reinará la paz y la justicia, será el gran regalo de Dios a su pueblo, que está invitado a poner la confianza solo en Él. Los dones de la salvación definitiva y del Espíritu Santo también van unidos al Carmelo: «El derecho habitará en la soledad y la justicia en el Carmelo. La paz será obra de la justicia […]. Mi pueblo descansará en la hermosura de la paz y de la confianza» (Is 32,16-18). Después de cumplir su condena, los desterrados de Israel podrán regresar a una Sión renovada y embellecida con la gloria del Carmelo: «Se alegrará el desierto y la tierra árida, la estepa se regocijará y florecerá como un narciso, dará gritos de alegría, porque le darán la gloria del Líbano y la hermosura del Carmelo y del Sarón; y verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios...» (Is 35,1ss). El regreso de la esclavitud desde Babilonia a la Tierra Prometida se identifica con el regreso al Carmelo, donde se disfrutará de sus frutos: «Haré volver a Israel a su pradera y pacerá hasta saciarse en el Carmelo» (Jer 50,19).

Aunque se hace referencia al Monte Carmelo también en otros textos (Jos 12,22; 19,26; Jdt 1,8; 2Cron 26,10; Miq 7,14; Is 10,18; 16,10; Jer 48,32…), para nosotros, el principal es el que recoge la historia del profeta Elías (1Re 17 - 2Re 2), especialmente el episodio de la victoria sobre los falsos profetas de Baal (1Re 18,41-46) y el de la nubecilla (1Re 18,41-45), así como la historia de su sucesor, el profeta Eliseo (2Re 2-13). La presencia y la actividad de estos profetas hacen que este monte adquiera un significado mucho más profundo que el geográfico.

1.4 El Carmelo en la tradición cristiana

Como vemos, en el Carmelo se reúnen las tradiciones bíblicas sobre la Creación, la Alianza, el pecado del pueblo, el Exilio, las promesas de los profetas… hasta la llegada del Mesías. Todo este bagaje espiritual fue recogido y desarrollado por los Santos Padres, que ven en su hermosura una pregustación de la armonía final. Un apócrifo del s. IV cuenta que María fue llevada en sueños hasta la gruta del profeta Elías en el Carmelo. Desde allí vio el mar, la montaña, las fértiles huertas… Al contemplar la belleza del lugar, se dijo: «Estoy en el Paraíso». Entonces, el Ángel del Señor le respondió: «No estás en el Paraíso, pero si quieres colaborar con Dios, ofreciéndole tu vida, la tierra entera se convertirá en un Paraíso».

Al leer el Cantar de los Cantares, que hablan de la belleza de la esposa, a la que se ha dado «la hermosura del Carmelo», los Padres lo aplican a María y a la Iglesia, embellecidas por la gracia de Cristo. Un autor desconocido del s. IV escribe: «Con justicia se compara la cabeza de la Iglesia con el Carmelo. De hecho, la palabra Carmelo significa “ciencia de la circuncisión” y Cristo concluyó con la circuncisión del cuerpo e inauguró la circuncisión del corazón». Esta extraña etimología se repite entre los Padres griegos y pasó después a los escritores latinos: «Carmelo significa “ciencia de la circuncisión”; por eso la Virgen es llamada Carmelo, porque no estuvo sometida a los deseos carnales y su hijo no fue concebido por el querer humano, sino solo por la obra de Dios» (Felipe de Harveng. S. XII).

Pero serán los autores carmelitas los que más desarrollen el significado espiritual del monte y sus relaciones con el profeta Elías y la Virgen María, «reina y hermosura del Carmelo». Especialmente san Juan de la Cruz, con su obra Subida al Monte Carmelo, ha unido el nombre de la santa montaña al esfuerzo espiritual del cristiano que quiere unirse con Cristo.

1.5 Benedicto XVI habla del Carmelo

El Carmelo, alto promontorio que se yergue en la costa oriental del Mar Mediterráneo, a la altura de Galilea, tiene en sus faldas numerosas grutas naturales, predilectas de los eremitas. El más célebre de estos hombres de Dios fue el gran profeta Elías, quien en el siglo IX antes de Cristo defendió valientemente de la contaminación de los cultos idolátricos la pureza de la fe en el Dios único y verdadero. Inspirándose en la figura de Elías, surgió la Orden contemplativa de los «carmelitas», familia religiosa que cuenta entre sus miembros con grandes santos, como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Teresa del Niño Jesús y Teresa Benedicta de la Cruz (en el siglo, Edith Stein). Los carmelitas han difundido en el pueblo cristiano la devoción a la santísima Virgen del Monte Carmelo, señalándola como modelo de oración, de contemplación y de dedicación a Dios. María, en efecto, antes y de modo insuperable, creyó y experimentó que Jesús, Verbo encarnado, es el culmen, la cumbre del encuentro del hombre con Dios. Acogiendo plenamente la Palabra, llegó felizmente a la santa montaña, y vive para siempre, en alma y cuerpo, con el Señor. A la reina del Monte Carmelo deseo hoy confiar todas las comunidades de vida contemplativa esparcidas por el mundo, de manera especial las de la Orden Carmelitana. Que María ayude a cada cristiano a encontrar a Dios en el silencio de la oración. (Ángelus, 16-07-2006).

1.6 Juan Pablo II habla del Carmelo

Ya desde los primeros ermitaños que se establecieron en el monte Carmelo y que habían ido como peregrinos a la tierra del Señor Jesús, la vida se suele representar como una ascesis hasta llegar a Cristo nuestro Señor, monte de salvación. Orientan esa peregrinación interior dos iconos bíblicos muy apreciados por la tradición carmelitana: el del profeta Elías y el de la Virgen María. El profeta Elías arde en celo por el Señor […]. Contemplando su ejemplo, los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo comprenden que solo quien se mantiene entrenado para escuchar a Dios e interpretar los signos de los tiempos es capaz de encontrar al Señor y reconocerlo en los acontecimientos diarios. […] El otro icono es el de la Virgen María, a quien veneráis bajo el título de Hermana y Belleza del Carmelo. […] Vuestro viaje espiritual continúa en el mundo de hoy. Estáis llamados a releer vuestra rica herencia espiritual a la luz de los desafíos actuales, a fin de que el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, especialmente de los pobres y de todos los afligidos, sean también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo, y, de manera singular, de todo carmelita. (Mensaje, 08-09-2001).

Al contemplar estas montañas, mi pensamiento va hoy al monte Carmelo, cantado en la Biblia por su belleza. En aquel monte, que se encuentra en Israel, cerca de Haifa, el santo profeta Elías defendió valientemente la integridad y la pureza de la fe del pueblo elegido en el Dios vivo. En ese mismo monte, en el siglo XII d. C., se reunieron algunos ermitaños para dedicarse a la contemplación y a la penitencia. De su experiencia espiritual surgió la orden de los carmelitas. Caminando con la Virgen, modelo de fidelidad plena al Señor, no temeremos los obstáculos ni las dificultades. Sostenidos por su intercesión materna, podremos realizar plenamente, como Elías, nuestra vocación de auténticos “profetas” del Evangelio en nuestro tiempo. (Ángelus, 16-07-2000).

2.                      El profeta Elías en la Biblia y en la tradición judía

«Elías el profeta, Elías tesbita, Elías de Galaad: ven pronto, en nuestros días, junto con el Mesías, el Hijo de David» (Himno hebreo para cerrar la Havdaláh, como clausura del Shabat).

2.1 El ciclo de Elías (1Re 17 - 2Re 2)

La Sagrada Escritura afirma que el profeta nació en la Transjordania (la Jordania actual), hacia el año 900 a.C. Por entonces los hebreos estaban divididos entre sí y formaban dos pueblos independientes e incluso enfrentados entre sí. El reino de Israel, que reunía 9 tribus y media y tenía la capital en Samaría, era mucho más importante que el de Judá, que reunía solo 2 tribus y media y tenía la capital en Jerusalén. El rey Omrí construyó un suntuoso palacio en Samaría y estableció alianzas comerciales, militares y matrimoniales con los pueblos vecinos, especialmente con los fenicios y los asirios. Casó a Ajab, su hijo y heredero, con Jezabel, hija del rey-sacerdote de Tiro y Sidón, Itobaal. Jezabel llevó a su nueva casa las costumbres y las divinidades de sus antepasados.

La reina quería que su esposo gobernara en Israel como hacía su padre en Tiro. Por eso animó a Ajab a manifestar su autoridad sobre el pueblo, adornando su palacio con marfiles, fortificando ciudades (1Re 22,39) y adquiriendo para sí los mejores terrenos del reino. Un acontecimiento ilustra perfectamente las distintas mentalidades que caracterizaban a los fenicios y a los israelitas de la época. Con el fin de ampliar su palacio, Ajab quería comprar a Nabot una viña que este último había heredado de sus antepasados. Cuando el rey fracasa en su intento, Jezabel levanta una calumnia contra Nabot y lo condena a muerte en un juicio amañado, confiscando sus bienes y entregándoselos a su marido (1Re 21). Entre los fenicios, el rey podía disponer de las tierras y de los edificios de sus súbditos; pero en Israel la tierra se consideraba un don de Dios, que pasaba de padres a hijos y permanecía siempre en la familia. Además, los profetas fenicios estaban al servicio del rey, del que recibían un sueldo. Sus oráculos tenían que dirigirse a ayudarle en sus tareas de gobierno. Por el contrario, los profetas de Israel estaban al servicio de Dios y siempre denunciaban los pecados del pueblo y condenaban sus injusticias, recordándoles que la Ley de Dios está por encima de las leyes humanas y de los intereses de los poderosos. Los profetas de Israel recuerdan continuamente a los reyes que no son dueños de sus súbditos, y mucho menos de Dios, sino meros servidores. Para evitar la oposición de los profetas de Yhwh, Jezabel se decide a matarlos. Solo se salvan algunos, porque el mayordomo del rey, Abdías, los esconde en cuevas y los alimenta.

Mientras tanto, en Samaría Jezabel construye altares en honor de los dioses de su patria, especialmente de Baal Melkart, patrón de Tiro (que era invocado con distintos nombres en los varios santuarios en su honor, por eso a veces se habla al plural de «los Baales») y de Azar Yam (Asera, antigua divinidad cananea de la fecundidad, que también recibía nombres distintos en cada santuario, por lo que a veces se habla de «las Astartés»). También hace llegar sacerdotes y profetas desde su tierra para que atiendan el culto y la ayuden como consejeros. Pronto se extiende entre los nobles y el pueblo la atracción por los dioses fenicios. Baal era el dios de la fertilidad, del sexo, de la muerte y de la sangre, con hermosos templos llenos de esculturas y atractivas prostitutas sagradas, con las que los fieles se acostaban en los santuarios para pedir la lluvia y la fecundidad para sus esposas, campos y ganados (era la práctica de la hierogamia, muy común en varios pueblos primitivos). Mucho más atractivo que el Dios de Moisés y la austera religión yahvista, basada en el cumplimiento del decálogo y de los demás preceptos de la Alianza, con unos principios morales muchos más exigentes.

En cierto momento, Elías entra en escena. No se habla de su familia ni de su infancia; como salido de la nada, se presenta ante el rey y le anuncia una gran sequía, que demostrará que los cultos a Baal son ineficaces, ya que Yhwh es el único que puede enviar la lluvia: «Elías dijo a Ajab: ¡Vive el Señor, Dios de Israel, en cuya presencia estoy! En estos años no caerá lluvia ni rocío hasta que yo lo mande» (1Re 17,1).

Su nombre es muy significativo, ya que ’Èl-iYahu significa «Yhwh es mi Dios». Posiblemente ese no fuera su nombre original, sino el que él se puso a sí mismo o recibió de Dios para realizar su misión. Elías no adora a Baal ni cree en su poder. Solo reconoce a Yhwh, al que confiesa poderoso para dar la lluvia y para retirarla. Sin padre ni madre, sin esposa ni hijos, sin morada fija, vive totalmente consagrado al servicio de Yhwh. Viste una túnica de pieles ceñida con un cinturón de cuero y se alimenta de los frutos del bosque, como los «nazireos» (como hará Juan Bautista más tarde). De momento, Elías denuncia los pecados del rey, de los nobles y del pueblo, anuncia una gran sequía como castigo y huye, para esconderse en su región natal, junto al torrente Carit (o Querit), adonde un cuervo le lleva cada día la comida. Elías vive mucho tiempo escondido en una cueva, en soledad y silencio, mientras el rey y sus lacayos lo buscan para matarlo. Más tarde marchó a Sarepta, ciudad fenicia, patria de Baal (y de la reina Jezabel), adonde nadie se le ocurrirá buscarlo. Una mujer se fía de él y lo acoge en su casa, poniéndose a su servicio. No deja de ser significativo que una pobre viuda fenicia lo reciba con fe, mientras que los poderosos de Israel, guiados por una reina también fenicia, lo persiguen. Durante su estancia en Sarepta, se multiplica cada día el aceite y la harina, para que no pasen hambre. Cuando fallece el hijo de la viuda, Elías ora a Yhwh y lo resucita.

2.2 El sacrificio en el Monte Carmelo

Pasados tres años y medio de sequía, Elías se presenta de nuevo ante el rey, obedeciendo una orden de Yhwh. Al verle, Ajab exclama: «¿Eres tú, ruina de Israel?». Elías no se deja intimidar y responde con autoridad, despreciando al rey y dándole órdenes: «No arruino yo a Israel, sino tú y tu familia, porque habéis abandonado la ley de Yhwh y servís a los Baales. Pero ahora congrégame todo Israel en el Monte Carmelo, y también a los 450 profetas de Baal y a los 400 profetas de Asera que comen a la mesa de Jezabel». Posiblemente, Elías se hizo presente sobre el Monte Carmelo en un día de fiesta en honor de los Baales, cuando los varones miembros de la corte y del pueblo peregrinaban a los santuarios para ofrecer sus sacrificios y acostarse con las sacerdotisas de las Astartés, que practicaban la prostitución sagrada. Esto explica que rápidamente se reúnan todos en torno al profeta y que no esté presente la reina en el encuentro. Elías está dispuesto a enfrentarse al rey, a sus nobles, a su ejército y a los profetas de los dioses falsos, en un duelo que será decisivo para toda la historia posterior del pueblo de Dios.

En el lugar indicado, en la cima del monte (lugar que la tradición posterior ha llamado Mu-Hra-Ka, «el sacrificio») se reúnen los sacerdotes de Baal y los representantes de Israel (el rey y los nobles), así como la gente sencilla. Hasta entonces, los israelitas (como los otros pueblos) habían creído en la existencia de muchos dioses. Para ellos el Dios familiar era Yhwh, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el que se manifestó a Moisés e hizo salir a sus antepasados de la esclavitud de Egipto. Por la Alianza del Sinaí se habían comprometido a dar culto únicamente a Yhwh y a no adorar a los otros dioses. Pero Elías no intenta demostrar que Yhwh es más fuerte que los otros dioses, tal como interpretaron los judíos al salir de Egipto. Ahora estamos ante un paso gigante en la historia de la conciencia religiosa de la humanidad. Por primera vez, Elías afirma que Yhwh es el único Dios, que los otros dioses no son nada, no tienen ningún poder porque no existen, son invenciones humanas. Si tenemos esto en cuenta, la importancia de este episodio sobre el Carmelo es absolutamente excepcional.

Cuando el pueblo está reunido, Elías expone la situación: los santuarios de Yhwh han sido destruidos y en su lugar se han erigido lugares de culto en honor de los dioses extranjeros. Los profetas de Yhwh han sido asesinados, por lo que él está solo para defender a Yhwh, mientras que los sacerdotes de los Baales son muchos y cuentan con la protección de la reina y la simpatía del pueblo: «¿Hasta cuándo cojearéis de los dos pies? Si Yhwh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle a él. El pueblo no respondió palabra. Dijo Elías: Soy el único profeta de Yhwh que queda, mientras que los profetas de Baal son 450». A pesar de su situación de clara inferioridad, no se asusta y lanza un reto: «Que nos traigan dos novillos: que escojan ellos uno, lo despedacen, lo coloquen sobre la leña sin aplicar fuego; yo prepararé el otro sobre la leña sin aplicar fuego. Invocad después el nombre de vuestro dios, yo invocaré el nombre de Yhwh. Y el dios que conteste con fuego, ese es Dios. El pueblo respondió: Está bien». Los profetas de Baal prepararon el novillo y oraron a su dios, pero no consiguieron hacer descender fuego del cielo. Elías se burla de ellos: «Gritad con fuerza. Quizás vuestro dios esté ocupado en otra cosa, o de viaje, o durmiendo…». Posteriormente, reconstruye el altar de Yhwh, que había sido destruido, prepara el novillo, ora con plena confianza y hace bajar un rayo del cielo que consume la víctima y el altar. «El pueblo lo vio y cayó rostro a tierra diciendo: Yhwh es el Dios verdadero, Yhwh es el Dios verdadero. Y dijo Elías: Prended a los profetas de Baal, que no se salve ni uno; y los prendieron. Elías los bajó al torrente Quijón y los mató allí». Hoy nos puede parecer una acción demasiado violenta, pero no olvidemos que aún faltaban 850 años para el nacimiento de Jesucristo y que la ley de Talión exigía acabar con los asesinos de los profetas de Yhwh. Más aún, estos hombres empujaban al pueblo a la infidelidad y a la idolatría. Para este delito religioso, la ley de Moisés también pedía la muerte. En aquellos momentos, Elías no podía hacer otra cosa.

2.3 La nubecilla y la lluvia

Una vez que el pueblo se convirtió y los falsos profetas fueron eliminados, Elías oró a Yhwh para que descendiera la lluvia sobre la tierra reseca. Para ello, se aparta de la muchedumbre y se retira con su criado a una cueva junto al mar (que la tradición musulmana ha llamado el-Khader –«el verdeante»– y la cristiana «escuela de los profetas»): «Elías se encorvó a tierra, la cabeza entre las rodillas, y dijo a su criado: “Sube, observa en dirección al mar”. Subió, observó y dijo: “No hay nada”. Elías añadió: “Vuelve siete veces”. A la séptima retornó diciendo: “Una nube pequeña como la palma de la mano se levanta del mar”. Dijo Elías: “Avisa a Ajab para que se vaya antes de que se lo impida la lluvia”. Y en esto se oscureció el cielo de nubes y viento, y cayó un aguacero». Elías oró con insistencia y confianza. El número 7 significa plenitud e indica la perseverancia y la pureza de la fe de Elías al orar. Al final, Dios envió un signo: una simple nubecilla, de la que brotó la lluvia que acabó con la sequía. Los Padres de la Iglesia y la tradición carmelitana vieron en la nubecilla una imagen de la Virgen María, pequeña y débil, pero que trajo la fecundidad a la tierra. Hasta hoy se lee este episodio en la misa del día de la Virgen del Carmen. Más adelante profundizaremos en el tema.

2.4 Elías en el Sinaí

La reina Jezabel no se convierte ante los prodigios de Elías. Por el contrario, cuando se entera de la muerte de sus servidores, se decide a acabar con el profeta, le cueste lo que le cueste. Ajab y el pueblo no salen en su defensa y el profeta de fuego se siente desolado. Aparentemente, ni sus ayunos y oraciones en el desierto, ni su predicación, ni sus milagros han servido para nada. El pueblo que ayer lo aclamó, hoy se calla para no caer en desgracia ante la reina. En cierto momento la tristeza lo invade y cede a la depresión. Elías necesita una última purificación antes de alcanzar la plenitud. Sus esfuerzos heroicos y sus victorias podrían causarle vanidad, haciéndole creerse mejor que los otros, fiándose de sí mismo. La experiencia de su debilidad será para él la última y verdadera purificación, que lo dispondrá para encontrarse personalmente con Dios (san Juan de la Cruz hablará de la noche pasiva del espíritu, como purificación de nuestras ideas sobre Dios, siempre mayor de todo lo que podemos imaginar y experimentar). De momento, huye al desierto y se tumba bajo un arbusto, deseándose la muerte: «Elías deseó morir y dijo: Basta, Yhwh; toma mi alma, que no soy mejor que mis padres». Quizás sintió cansancio después de tanta tensión, quizás se avergonzó de haber huido ante las amenazas de la reina y de no haberse enfrentado a ella, quizás perdió la confianza en su pueblo, incapaz de mantenerse fiel, que se deja arrastrar por quien más grita en cada momento o quizás perdió la confianza en sí mismo, cansado de luchar él solo contra todos… El caso es que se sintió derrotado y se deseó la muerte.

Encontrándose en esta situación, un ángel del Señor despertó al profeta, lo confortó en su abatimiento, le ofreció pan y agua y le invitó a continuar caminando. ¿Hacia dónde? Hacia el Sinaí (llamado también el Horeb), el monte de la Alianza, el lugar donde Dios entregó a Moisés las tablas de la Ley. «Elías se alzó, comió y bebió, y con la fuerza de esa comida caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el monte de Dios». ¿Cómo no recordar al pueblo de Israel, que anduvo cuarenta años por el desierto y Dios lo alimentó con pan del cielo (maná) y agua que brotó de la roca? Elías regresa al lugar de los orígenes, a las fuentes de la Alianza, a la experiencia primigenia de Israel. Su huida se convierte en una peregrinación.

En la cima del Monte Sinaí se introdujo en la misma cueva que habitó Moisés, donde Dios se reveló en la fuerza del huracán, del terremoto y del fuego. Elías confiaba en que se repitiera el acontecimiento, pero se equivocaba: «Vino un viento potente, impetuoso, que rompía montes y quebraba peñascos, y no estaba Yhwh en el viento. Tras el viento un terremoto, y no estaba Yhwh en el terremoto. Tras el terremoto un fuego, y no estaba Yhwh en el fuego». Dios no se revela a Elías en las fuerzas de la naturaleza, como él esperaba. Lo que en otro tiempo sirvió para Moisés ya no sirve para Elías, que se encuentra cada vez más desconcertado. Finalmente, «Se escuchó el rumor de una brisa suave». Elías descubrió la presencia de Yhwh en esta soledad escondida y silenciosa, en el silencio de la oración humilde y confiada (en «el silbo de los aires amorosos» y «la soledad sonora» de san Juan de la Cruz).

Elías se cubrió el rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la gruta. La voz le dijo: “¿Qué haces aquí, Elías?”. Respondió: “Me consumo de celo por la causa del Señor, Dios Todopoderoso, porque los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares y han pasado a cuchillo a tus profetas; he quedado yo solo, y buscan mi vida para quitármela”. Dijo Yhwh: “Vete, regresa por tu camino y unge a Hazael como rey de Siria, a Yehú como rey de Israel, a Eliseo como profeta y sucesor tuyo. Al que escape de la espada de Hazael lo matará Yehú; al que escape de la mano de Yehú lo matará Eliseo; y perdonaré en Israel a siete mil que no doblaron sus rodillas ante Baal ni lo adoraron con sus bocas”.

Tal como él mismo confiesa, a Elías le consume el celo por la causa de Yhwh. Mucho más tarde, también Jesús dirá: «El celo de tu casa me devora» (Jn 2,17). Elías quiere defender la fe de Israel, salvar la Alianza, pero se siente solo, débil y confundido. No sabe qué hacer. Ya ha intentado todo lo que sabía y, aparentemente, no ha obtenido resultados. La respuesta de Dios lo conforta y le invita a mirar la realidad con otros ojos. No es Elías el que debe realizar la obra de Dios; él es solo un colaborador. Cuando él falte, Dios suscitará a otros que continúen su obra. Por eso le pide que unja un heredero suyo y nuevos reyes en Israel y Siria. Además, hay siete mil personas que no han sido infieles a Dios ni han adorado a los dioses falsos, aunque no hagan ruido ni Elías los conozca. 7 y 1.000 son números perfectos, que hacen referencia a un grupo significativo, aunque no se pueda especificar a cuántos y permanezcan desconocidos para la mayoría. La Alianza sobrevivirá en este «resto» fiel, que es el verdadero Israel. Después del encuentro personal con Dios, que le revela los secretos de su corazón, a Elías solo le queda cumplir lo que Dios le ordena, traspasar sus poderes a su sucesor y desaparecer. Está maduro para el rapto final.

Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal. Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a reconocer anticipadamente a aquel que ha vencido el pecado no con la fuerza, sino con su Pasión; a aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence (Benedicto XVI, Homilía 15-05-2005).

2.5 El carro de fuego

Se ha corrido una voz entre los hijos de los profetas (aquellos que se salvaron de la persecución de Jezabel) y se lo comunican al discípulo predilecto y sucesor: «Eliseo, ¿sabes que hoy se llevará Yhwh a tu señor?». Elías es consciente de que su misión termina e intenta despachar a su discípulo, pero este no lo consiente y responde: «Por Yhwh y por tu vida, que no te abandonaré». Un grupo de profetas los vio acercarse al Jordán, golpear las aguas con el manto enrollado y pasar a pie enjuto (como hizo Moisés en el Mar Rojo o como hizo Josué, cuando golpeó el Jordán con el bastón de Moisés). Quedaron solos, al otro lado, prontos para las últimas confidencias. «Eliseo, ¿qué quieres que haga por ti, antes de ser arrebatado?», dijo Elías. A lo que el discípulo respondió: «Dame dos tercios de tu espíritu». En aquella época, el heredero recibía dos tercios de las propiedades del padre. El resto se repartía entre la viuda y los demás hijos. Si Eliseo pide a Elías dos tercios de su espíritu, le está pidiendo ser su heredero, su sucesor. Eso no lo puede conceder Elías, sino Dios mismo, por lo que Elías le dice: «Si me ves en el rapto, lo obtendrás». Mientras iban caminando, un carro de fuego con caballos de fuego los separó, y Elías subió en un torbellino al cielo, ante la mirada atónita de Eliseo. Desde lo alto, Elías tiró su manto a Eliseo, que lo guardó como su mejor reliquia.

La ascensión de Elías es una escena misteriosa. Algunos (con consideraciones totalmente absurdas) querrían ver un ovni en el carro de fuego y un extraterrestre en Elías. Es mejor aceptar que no entendemos todas las imágenes de la Biblia, que su simbolismo es distinto del nuestro, que algunas páginas nos desbordan. De Moisés se dice que nadie conoce el lugar de su tumba (Dt 34,6). Si no conservamos sus restos es porque está vivo. De Elías se dice que fue arrebatado al cielo, como Enoc (Gn 5,24). Su final no es como el del resto de los mortales, porque su misión también es única e irrepetible. La tradición bíblica ha unido a estos dos personajes, y la meditación sobre su destino ha servido a los fieles para esperar en un destino glorioso (como el de ellos) después de la muerte.

2.6 Elías en los escritos posteriores

La figura de Elías, su personalidad portentosa y la grandeza de su misión se hicieron tan populares, que impregnaron toda la conciencia de Israel, que lo venera como el más grande de los profetas y el prototipo de todos ellos. El profeta Elías no ha dejado de provocar la admiración y la reflexión de los miembros del pueblo de Israel, que lo invocan como salvador en las situaciones desesperadas, que esperan que volverá en el momento final para preparar la llegada del Mesías, que lo tienen presente en los distintos elementos de su folklore (tiene un trono en las sinagogas, donde se sienta a los niños recién circuncidados, se le prepara una copa con vino en la cena pascual, se le nombra en los cantos y tradiciones, en la oración conclusiva de cada sábado se pide a Dios que lo envíe pronto, etc.).

El libro de las Crónicas, centrado en torno al reino de Judá y al templo de Jerusalén, recoge una carta de Elías al rey Jorán, en la que denuncia sus pecados (2Crono 21,12-15). Malaquías anuncia la llegada del Mensajero que se manifestará el día de Yhwh y cuya revelación debe ser precedida por un regreso de Elías: «Recordad la ley de Moisés, mi siervo, los preceptos y mandatos para todo Israel que yo le encomendé en el monte Horeb. Y yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a los padres con sus hijos y volverá el corazón de los hijos hacia sus padres» (Mal 3,22ss). Es interesante que el último de los profetas menores, que cierra la sección de la Biblia dedicada a los profetas, indica que la misión de estos es recordar perennemente las exigencias de la Alianza, recogida en la Torá de Moisés, tal como hizo Elías, el más grande de los profetas, y que los engloba a todos. Como Elías fue el gran defensor de la Alianza con Yhwh y de la pureza de la fe sobre el Carmelo, lo seguirá siendo hasta el final. En la lista de los antepasados, con que se cierra el libro del Eclesiástico (Sirácide), el apartado dedicado a Elías pone de relieve la gran veneración que gozaba en la época en que se redactan los libros sapienciales:

Apareció como un fuego el profeta Elías, cuya palabra quemaba como antorcha. Él atrajo el hambre sobre ellos y con su celo los diezmó. Por la palabra del Señor, cerró el cielo, y también hizo caer tres veces fuego de lo alto. ¡Qué glorioso te hiciste, Elías, con tus prodigios! ¿Quién puede compararse contigo? Tú despertaste a un hombre de la muerte y de la morada de los muertos, por la palabra de Altísimo. Tú precipitaste a reyes en la ruina y arrojaste de su lecho a hombres insignes; tú escuchaste un reproche en el Sinaí y en el Horeb una sentencia de condenación; tú ungiste reyes para ejercer la venganza y profetas para ser tus sucesores; tú fuiste arrebatado en un torbellino de fuego por un carro con caballos de fuego. De ti está escrito que en los castigos futuros aplacarás la ira antes que estalle, para hacer volver el corazón de los padres hacia los hijos y restablecer las tribus de Jacob. ¡Felices los que te vean antes de morir, pues tú los devolverás a la vida y volverán a vivir! Cuando Elías fue llevado en un torbellino, Eliseo quedó lleno de su espíritu… (Eclo 48,1-12).

En los tiempos inmediatamente anteriores a la manifestación de Jesús, Elías es propuesto como ejemplo a seguir en la fidelidad a Yhwh: «Recordad las hazañas que hicieron nuestros antepasados en su tiempo […]. Elías fue arrebatado al cielo por su gran celo por la Ley» (1Mac 2,51ss).

La importancia de Elías fue creciendo en la literatura extrabíblica, que incluso recoge apócrifos suyos. Un texto de Qumrán (4QarP) presenta a Elías como el precursor del Mesías, cuyo camino debe preparar. En el s. II, san Justino recoge la mentalidad judía de la época: «Nosotros esperamos a un Cristo, que será un hombre entre los hombres, y a Elías, que tiene que ungirlo cuando venga. […] Pero como Elías no ha venido, pienso que tampoco él (Jesús) es el Cristo…» (Diálogo con Trifón, 49,1). En el Apocalipsis de Elías, Enoc y Elías entablan la lucha final contra el Anticristo y acaban con él. En el misticismo judío, él es quien introduce a los neófitos en la experiencia mística. En las escuelas talmúdicas, es el patrono de los estudiantes, guía en el conocimiento de la Torá y en la oración y, cuando surge una controversia insalvable, que no puede superarse con el recurso a una autoridad clara, se dice: «Se conservará así todo esto hasta la venida del profeta Elías» (Bekoroth 24a).

2.7 Elías en tiempos de Jesús

El aprecio de Israel hacia Elías se recoge también en los textos del Nuevo Testamento. Los personajes del Antiguo más citados son Abrahán (80 veces), Moisés (73), David (59) y Elías (30). Varias veces se afirma que su espíritu se manifestó en Juan Bautista, el cual actuó: «con el espíritu y el poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos» (Lc 1,17). A Jesús le preguntan si Él es Elías, a lo que responde que Elías ya ha venido en la persona de Juan. Pero el momento más importante de su manifestación es sobre el Monte Tabor, en el momento de la Transfiguración, cuando dialoga con Cristo junto a Moisés (Mt 17,1-8; Mc 9,2-8; Lc 9,28-36). Moisés y Elías representan «la Ley y los Profetas», que era la manera de nombrar la Biblia entera. Ambos dan un testimonio unánime de Cristo, lo que significa que todo el Antiguo Testamento habla de Él. Dios firmó su Alianza con Moisés sobre el Monte Sinaí. Elías estableció su validez y reveló su significado pleno sobre el Monte Carmelo. Cuando Cristo comienza su último camino hacia Jerusalén, para entregar su vida en el Monte Calvario, los dos se aparecen sobre el Monte Tabor, para dar testimonio de Cristo, el mediador de la definitiva Alianza, de la que la primera era solo anuncio y promesa. En el libro del Apocalipsis (11,3-12) se habla de los dos testigos, con poder de cerrar el cielo para que no llueva y de hacer bajar fuego del cielo, que sufrirán martirio en los tiempos últimos y serán glorificados después de tres días y medio. Las referencias al ciclo de Elías son innegables. Aunque no se dicen sus nombres, la tradición los identifica con Elías y Enoc.

Hay dos lemas que Elías repite en varias ocasiones y que, en el futuro, se van a convertir en la norma de vida de los carmelitas: «Vive Dios, en cuya presencia estoy» (1Re 17,1; 18,15) y «Me consumo de celo por la causa del Señor Dios Todopoderoso» (1Re 19,10.14). A lo largo de los siglos, el primero iluminará la vida espiritual de los carmelitas, deseosos de mantener siempre la presencia de Dios. El segundo será el motor de su actividad apostólica y se conserva hasta hoy en su escudo, en su versión latina (Zelo zelatus sum pro Domino Deo exercituum). De hecho, la Vulgata traducía la petición de Eliseo a Elías: «Dame dos tercios de tu espíritu» como: «Dame tu doble espíritu», el orante y el apostólico, que se veía reflejado en los dos lemas citados.

2.8 Las «hagadot»

Son el método que usaron ordinariamente los judíos para explicar los textos bíblicos más importantes. Una hagadá es una narración compuesta a partir de un pasaje de la Biblia, que amplía los datos de la Escritura con otros de la tradición oral para ayudar a la comprensión del texto. Conservamos hermosas hagadot sobre Elías y sus gestas. Veamos una, recogida en el Talmud de Jerusalén y en el Talmud de Babilonia, que explica a su modo el motivo por el que el profeta hizo que no lloviera sobre Israel:

Cuando Jiel de Betel reconstruyó Jericó (1Re 16,34), perdió a sus tres hijos, cumpliendo así el anatema de Josué (Jos 6,26). Entonces, mientras guardaba aún el duelo, lo visitó el rey Ajab, su amigo. Dios dijo a Elías: “Vete a consolar a Jiel en su aflicción”. Elías contestó: “No me siento con fuerzas para ir, porque Jiel o el que está con él pueden irritarme”. El Señor le respondió: “Vete a ver a Jiel, y si alguien pronuncia una palabra contra mí, te prometo que haré lo que me pidas”. Elías fue a ver a Jiel y al llegar, Ajab le preguntó para burlarse de él: “¿Quién es más grande, Moisés o Josué?” Elías contesto: “Moisés”. Ajab le replicó: “Si es así, ¿por qué no cumplió Dios la amenaza hecha por Moisés, en la que dijo que si adoramos a dioses extranjeros Él cerrará el cielo y no habrá más lluvia? (Dt 11,16-17). Yo he adorado a muchos dioses y no ha faltado la lluvia. Si la palabra de Moisés no se ha realizado, ¿por qué tiene que realizarse la de Josué?” Entonces Elías exclamó: “Vive Yhwh, que no habrá más lluvia ni rocío hasta que yo lo ordene” (1Re 17,1).

3.                      Elías, modelo de oración según Benedicto XVI

En la historia religiosa del antiguo Israel tuvieron gran relevancia los profetas con su enseñanza y su predicación. Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa «el Señor es mi Dios» y en consonancia con este nombre se desarrolla su vida, consagrada totalmente a suscitar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Sirácida dice: «Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha» (Eclo 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que lo había hospedado (cf. 1Re 17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cf. 1Re 19,1-4), pero es sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra en todo su poder de intercesor cuando, ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que ahora nos detenemos.

Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, creyendo poder «servir a dos señores» (cf. Mt 6,24; Lc 16,13), y facilitar los caminos inaccesibles de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por los hombres.

Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace que se reúna el pueblo de Israel en el monte Carmelo y lo pone ante la necesidad de hacer una elección: «Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (1Re 18,21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cf. Jer 10,5). Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de orar.

Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan saltando, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, «con cuchillos y lancetas hasta chorrear sangre por sus cuerpos» (1Re 18,28). Recurren a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y es tal el engaño que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan incluso a hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del desafío que lanza él a los profetas de Baal era volver a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, siendo partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como reza el texto, «doce piedras, según el número de tribus de los hijos de Jacob, al que se había dirigido esta palabra del Señor: “Tu nombre será Israel”» (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de la que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene un alcance decisivo; el altar es lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en «altar», lugar de ofrenda y de sacrificio.

Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: «Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya he obrado todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios y que has convertido sus corazones» (vv. 36-37; cf. Gen 32,36-37). Elías se dirige al Señor llamándolo Dios de los padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor con su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal que su Nombre ya está inseparablemente unido al de los patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías resulta de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual, «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», utiliza un apelativo menos común: «Dios de Abraham, de Isaac y de Israel». La sustitución del nombre «Jacob» con «Israel» evoca la lucha de Jacob en el vado de Yaboc con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cf. Gen 32,29). Esta sustitución adquiere un significado denso dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, oye que lo llaman por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: «Señor, Dios [...] de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel» (1Re 18,36).

El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quién es verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirlo solo a él, el verdadero Dios. Porque solo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerlo junto a otros dioses, que lo negarían como absoluto, relativizándolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el conocido texto del Shemá Israel: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). Al absoluto de Dios el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y precisamente para el corazón de su pueblo el profeta con su oración está implorando conversión: «Que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios, y que has convertido sus corazones» (1Re 18,37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.

Y esto es lo que sucede: «Cayó el fuego del Señor, que devoró el holocausto y la leña, las piedras y la ceniza, secando el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra, exclamando: “¡El Señor es Dios; El Señor es Dios!”» (vv. 38-39). El fuego, este elemento a la vez necesario y terrible, vinculado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma inequívoca, no solo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento: adorar solo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; lo esclavizan. Segundo. El objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios y así de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si —dicen— es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad (Audiencia general, 15-06-2011).

4.                      El profeta Eliseo en la Biblia y en la tradición judía

4.1 El ciclo de Eliseo (2Re 2-13)

El nombre de Eliseo (‘Él-iShâ) significa «mi Dios es salud» o «mi Dios salva». Elías colocó su manto sobre él, llamándolo a su seguimiento. El gesto es muy significativo, porque Eliseo era un terrateniente, importante representante de los agricultores sedentarios, mientras que Elías vestía con un manto de pieles ceñido con un cinturón, como sus antepasados ganaderos y seminómadas. La relación de unos y otros nunca fue fácil, como recuerda el relato de Caín (agricultor) que mata a Abel (ganadero). Para muchos contemporáneos de Elías y Eliseo, la entrada de los hebreos en Canaán había significado un progresivo alejamiento de la fe sencilla de los antepasados, al adoptar el estilo de vida y las creencias de los pueblos cananeos. Elías, que no tiene una residencia fija y viste con la pobreza de los antepasados, llama a Eliseo, que se dedica al cultivo de la tierra, para que abandone su estilo de vida y se haga su discípulo. Eliseo quemó los aperos de labranza y mató sus bueyes para hacer un banquete de despedida antes de seguir a Elías, al que acompaña desde entonces sin separarse de él. Para Eliseo este gesto supone una ruptura total con la vida que había llevado hasta entonces.

Eliseo permaneció virgen toda su vida, como Elías, algo muy raro en el Antiguo Testamento, que solo encontramos en algunos personajes totalmente volcados a su ministerio en tiempos de crisis radical, casi como anunciando los tiempos últimos (otros ejemplos son Jeremías y –a caballo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento– Juan Bautista). A diferencia de su maestro, que actuaba siempre en solitario, Eliseo recogió a su alrededor una comunidad de profetas, con los que vivía en relación y de los que se servía para distintos encargos. Fijó su morada en el Monte Carmelo, desde donde se trasladaba para realizar su ministerio.

El ciclo del profeta Eliseo se encuentra en 2Re 2-13. En él se recogen los acontecimientos transcurridos desde que Elías lo nombra profeta colaborador suyo (y más tarde, su sucesor), hasta el momento de su muerte. En la narración se alternan los prodigios realizados por el profeta y sus intervenciones en los acontecimientos sociales y políticos de su época en este orden: ascensión de Elías en un carro de fuego y entrega de su manto a Eliseo, división de las aguas del Jordán usando el manto de Elías (como hizo en su tiempo Josué con el bastón de Moisés), purificación de las aguas amargas de Jericó, ataque de dos osas contra los chiquillos que se reían de su calvicie, oráculo contra Moab a favor de los reyes de Israel y Judá, multiplicación del aceite a favor de la viuda de uno de los miembros de la escuela de los profetas, fecundidad de la sunamita y posterior resurrección de su hijo (Sarepta, Sunam y Naím están cerca, al noroeste del lago de Galilea. En estas tres poblaciones, Elías, Eliseo y Jesús resucitaron al hijo único de una viuda), desintoxicación de la olla envenenada, multiplicación de los panes para alimentar a los hijos de los profetas, curación de la lepra al sirio Naamán (episodio recordado por Cristo en su predicación), castigo del criado codicioso, recuperación del hacha caída al río, consejos al rey de Israel y liberación de emboscadas de los sirios, liberación del asedio de Samaría, unción del rey Jehú (que será el que acabe con la familia del impío rey Ajab), anuncio de victoria contra Siria, muerte del profeta y resurrección de un difunto al contacto con su tumba.

Los numerosos milagros realizados por el profeta son causa de admiración y respeto para sus seguidores, para los gobernantes y para el pueblo. Si los adoradores de los Baales decían que sus dioses procuraban la fecundidad a los hombres y a los campos, los milagros de Eliseo muestran que todo viene de Yhwh: los hijos, el trigo, el aceite, el agua… e incluso las victorias militares y los castigos. Eliseo intervino de manera decisiva en las cuestiones sociales y políticas, pronunciándose severamente contra los cultos idolátricos, aceptando o rechazando alianzas militares, nombrando reyes, dando sabios consejos al rey en las guerras contra Siria, animando a la población durante el asedio de Samaría, etc. En todas sus obras se movió guiado por la fe en Yhwh y por la certeza de que la Alianza con Él es eterna. Fue severo perseguidor de la impiedad y del delito, pero indulgente y bondadoso con los atribulados y los pobres. Recordó a Israel que toda su actividad, incluida la política y las relaciones con los otros pueblos, tiene que estar guiada por su fe y que la obra de Yhwh no se circunscribe en las fronteras de su pueblo, sino que abarca todos los lugares y todos los pueblos, porque es el único Dios y Señor del mundo.

4.2 Eliseo y los hijos de los profetas

Los «hijos de los profetas» llaman siempre a Eliseo «el hombre de Dios» y lo tienen por padre y maestro. Estos «hijos de los profetas» (la Biblia de Jerusalén traduce «hermanos profetas» y la de la CEE «comunidad de profetas») eran hebreos de una fe profunda, que llevaban una cierta vida comunitaria, dedicados a la oración, aceptando en algunas ocasiones la dirección de uno de ellos, al que llamaban «padre». Su amor a Israel no les hace buscar el éxito militar, sino la fidelidad religiosa. Desde los inicios de la historia de Israel se los encuentra en distintos lugares: en Guibeá (1Sam 10,10), en Ramá (1Sam 19,20), en Betel y Jericó (2Re 2,3.5), en Guilgal (2Re 4,38), etc. Cuando la reina Jezabel los persiguió para exterminarlos, Abdías logró salvar de sus persecuciones a 100; lo que nos indica que eran muchos más. En algunas ocasiones fueron motivo de burlas por parte del pueblo, aunque en otras eran respetados y consultados antes de tomar decisiones importantes. Como sus hermanos profetas, Eliseo también fue objeto de burlas, severamente castigadas (2Re 2,23s). Los prodigios que realizó le valieron el respeto y la admiración de los nobles y del pueblo.

El libro del Eclesiástico recoge esta alabanza del profeta: «Cuando Elías fue arrebatado en el torbellino, Eliseo quedó lleno de su espíritu. Durante su vida ningún príncipe le hizo temblar y nadie fue capaz de subyugarlo. Nada fue demasiado difícil para él, e incluso muerto profetizó su cuerpo. Durante su vida hizo prodigios y una vez muerto fueron admirables sus obras» (Eclo 48,12-14). La tradición judía lo alabará por sus obras pero, sobre todo, porque «ve al Invisible» y conoce sus proyectos. De su comunión con Dios brotan sus curaciones y sus palabras proféticas. En el Tárgum de los profetas se lo presenta también como modelo a imitar por los estudiantes de la Ley, que tienen que aprender a relacionarse con sus maestros con la misma fidelidad con la que Eliseo seguía a Elías y aprendía de él. También es el modelo de los rabinos (maestros), que tienen que velar por el bienestar de sus discípulos, como hizo Eliseo saneando sus alimentos, ampliando el lugar donde vivían, recuperando un objeto que habían perdido, etc.

5.                      Elías y Eliseo en la antigua tradición cristiana

5.1 Lectura «tipológica» de la Biblia

Los primeros cristianos hicieron un uso abundante de la lectura «tipológica» del Antiguo Testamento. Es decir, buscaron en los sucesos y personajes del pasado, ilustraciones para comprender mejor el misterio y la predicación de Cristo. Para ello se inspiraron en san Pablo que, recordando unos acontecimientos narrados en el libro del Éxodo, dice: «Estas cosas sucedieron en figura (tipikôs, en griego) para nosotros» (1Cor 10,6). San Agustín lo explica detalladamente: Dios lo ha hecho todo por medio de su Verbo. En la belleza de la creación se puede rastrear la belleza del Creador, las huellas de Cristo. Dios se ha comunicado siempre a través de su Verbo. En las profecías y revelaciones del pasado hablaba Cristo y todas preparaban la venida del Verbo en la carne: «Desde el comienzo del género humano, Dios ha anunciado siempre la venida del Mesías con profecías más o menos claras, según la Divina Providencia lo juzgaba apropiado a la diversidad de los tiempos». Todos los justos y profetas del pasado adoraron al Verbo que había de venir y, con sus obras y palabras, lo anunciaron y «prefiguraron», aunque ellos no lo entendieran totalmente. Todo sucedía de manera misteriosa, respondiendo a un eterno plan de salvación que caminaba hacia la plenitud en Cristo. Nosotros podemos entenderlo a la luz del Nuevo Testamento.

Los textos de los Padres de la Iglesia sobre Elías y Eliseo son muy numerosos (las carmelitas de Saint-Rémy han publicado más de 1.000 referidos a cada uno de ellos). En ellos encuentran un anuncio y anticipo de la revelación de Jesús y una enseñanza para nosotros, los creyentes. La viuda de Sarepta (que acoge al profeta y se pone a su servicio) es imagen de la Iglesia, mientras que la reina Jezabel (que incita al pueblo a la idolatría y persigue al profeta) es la imagen del pecado. Por su parte, Elías anuncia a Juan Bautista, el Precursor, y también es imagen de Cristo, ya que sus prodigios anuncian los milagros del Salvador y en el fuego que hizo descender del cielo descubren un anuncio del don del Espíritu Santo en Pentecostés. Elías vivía en presencia de Dios, como anuncio de la oración cristiana y su celo por la causa del Señor es anticipo de la actividad apostólica. En el paso del Jordán vieron una prefiguración del Bautismo; en el pan que lo alimentó en el desierto, una promesa de la Eucaristía; en su peregrinar hacia el monte de Dios, la imagen de la vida cristiana (que es un largo camino hasta el encuentro definitivo con Cristo); en su ascensión al cielo en un carro de fuego, el anuncio de la ascensión del Señor y de la resurrección futura… Por eso, los textos litúrgicos primitivos también hablan mucho de Elías en relación con el ayuno cuaresmal y con las fiestas de la Transfiguración, de la Ascensión, de Pentecostés y de la Asunción de la Virgen, entre otras. Con todo, donde los Padres hablan más de Elías es en el contexto de la vida monástica. Unas veces le consideran su inspirador y otras directamente su fundador.

Pronto se desarrolló también una interpretación mariana del episodio de la nubecilla. Los Santos Padres vieron prefigurada a la Virgen María en aquella pequeña nubecilla que subió desde el mar, tras la oración de Elías, y que empapó de agua la tierra agostada por la sequía. Como la nubecilla, María era pequeña e insignificante para los hombres. Como la nubecilla, María derramó sobre la tierra la fecundidad, después de largos años de sequía y de la espera orante de los justos. En las iglesias carmelitanas suele haber cuadros que representan al profeta Elías orando en el Carmelo y a la Virgen Inmaculada sobre la nube que se eleva desde el mar. Y esa sigue siendo la primera lectura de la misa del día de la Virgen del Carmen, el 16 de julio.

Elías es un perenne recordatorio del poder de Dios, Creador y Señor de todo y de todos, al que se debe adoración y respeto. Por su parte Eliseo (sin olvidar lo anterior) subraya la misericordia y condescendencia de Dios hacia sus criaturas. Los Santos Padres desarrollaron abundantemente el tema de Eliseo como figura y anuncio de Cristo. El profeta, conmovido por el sufrimiento de la sunamita, bajó del Monte Carmelo y se dirigió a la ciudad para resucitar a su hijo difunto, colocándose sobre él, uniendo sus manos a las del niño, al igual que sus ojos y todo su cuerpo, soplando su aliento sobre él, hasta que el niño entró en calor y volvió a la vida. Igualmente Cristo descendió del cielo, de junto a su Padre, compadecido por la muerte de los hombres, y se hizo uno con nosotros, uniéndose a nosotros, dándonos su Espíritu, para que tengamos vida eterna. Lo mismo que Eliseo saneó las aguas de Jericó, Cristo santificó las aguas del Bautismo, haciéndose bautizar en el Jordán, precisamente cerca de su paso junto a Jericó. Incluso en la difícil escena de los cuarenta y dos niños devorados por los osos a causa de haberse burlado de Eliseo, descubren un anuncio de la pasión del Señor, tal como recuerda san Cesáreo de Arlés: «Igual que los niños gritaban al profeta: “¡Sube, calvo!”, el pueblo gritó durante la pasión: “¡Crucifícalo!”. En efecto, “¡Sube, calvo (en latín: calvus)!” significa “¡Sube al Calvario (en latín: Calvaria)!”. Y al igual que los cuarenta y dos niños fueron devorados, así el pueblo judío fue masacrado cuarenta y dos años después de la muerte de Jesús, durante el asedio de Jerusalén, por los dos osos, Tito y Vespasiano».

5.2 Elías y Eliseo, «padres» y «modelos» de los monjes

Los tratados de los Santos Padres se detienen, de una manera especial, en las figuras de Elías y Eliseo a la hora de escribir sobre la vida monástica. Ellos, con san Juan Bautista, son los verdaderos iniciadores de esta vida sublime, los modelos que siempre hay que considerar para llegar a ser auténticos monjes. San Atanasio, en su famosa Vida de san Antonio, considerado el padre del monaquismo occidental, propone a san Elías como el verdadero modelo que imitó san Antonio y al que deben seguir todos los monjes: «Es importante constatar que el asceta trata de aprender a vivir contemplando a diario la vida de Elías como en un gran espejo. Para quienes desean pasar la vida en la soledad, la vida de Elías es la regla, porque discurre toda ella en presencia de Dios con una conciencia pura, y en la perfección del corazón». En esto coincide con muchos otros tratados antiguos, que desarrollan el retiro de Elías en la soledad del Carmelo como modelo de vida para todos los que aspiran a la perfección. Su oración continua, el cultivo del silencio, su celo apostólico, su virginidad, su pobreza, la austeridad de su vida, su perseverancia en la lucha espiritual… son un ejemplo y un estímulo que los monjes deben imitar.

San Jerónimo, hablando de la vida monástica, dice: «Nuestro príncipe es Elías y lo es Eliseo, y nuestros caudillos son los hijos de los profetas que habitaban en desiertos y soledades y construían sus tiendas junto al río Jordán». Y añade que «los hijos de los profetas son los monjes del Antiguo Testamento». Como él mismo vivía en comunidad en las grutas de Belén, subrayó las relaciones de Elías y de Eliseo con «los hijos de los profetas» y su modelo de vida comunitaria, con tiempos para la soledad y momentos para las actividades en común.

También san Ambrosio de Milán tiene un tratado titulado Libro sobre Elías y el ayuno, en el que propone al profeta como modelo de vida monástica. En otro texto recoge los mismos temas, aunque los desarrolla con nueva vitalidad:

El desierto es una huida dichosa. Hacia él se dirigieron Elías, Eliseo y Juan Bautista. Elías huyó de Jezabel, es decir de la abundancia de la vanidad, y huyó hacia el Monte Horeb, cuyo nombre significa “desecación”, para que se secara en él el impulso de la vanidad carnal y pudiera conocer a Dios en plenitud. De hecho, Elías se retiró junto al torrente de Querit, que significa “conocimiento”, donde pudo encontrar la abundancia del conocimiento de Dios, huyendo del mundo hasta el punto de no buscar otro alimento para su cuerpo que el que le traían los pájaros, de forma que en lo esencial su alimento ya no era terreno. Finalmente, Elías caminó durante 40 días, sostenido por el alimento que había recibido. Por eso, no huía de una mujer tan gran profeta, sino del siglo. […] Huía de la seducción del mundo, del contagio de su contacto inmundo, de los sacrilegios de una nación rebelde e impía… (Sobre la fuga del mundo 6,3).

San Juan Crisóstomo manifestaba un gran afecto hacia Elías, al que comparó con los ángeles: «¿Cuál es la diferencia entre Elías, Eliseo y Juan, verdaderos amantes de la virginidad, y los ángeles? Ninguna, excepto la condición de su naturaleza mortal. […] La virginidad les ha dado una naturaleza angélica. Si hubiesen tenido mujer e hijos, no habrían podido vivir con tanta facilidad en el desierto ni despreciar las casas y otras comodidades de la vida. Desligados de estas ataduras, vivían en la tierra como si vivieran ya en el cielo» (Tratado sobre la virginidad 79,1-2).

En la misma línea escribieron sobre Eliseo, añadiendo nuevos datos. Él es modelo y figura de los discípulos de Cristo, especialmente de los monjes: El discípulo fiel de Elías es ejemplo de obediencia a su maestro (deja todo inmediatamente para seguirlo y no se separa nunca de su lado), como lo es de castidad (la sunamita tiene que construir una habitación separada para el profeta, que vive en virginidad) y de pobreza (deja la casa de su padre, deshaciéndose de todas sus posesiones y rechaza los dones de Naamán, el sirio). Incluso dan a Eliseo el título de Abad y Prior de los «hijos de los profetas», a los que también denominan el «coro de los monjes».

Hay un tema que, desde que san Atanasio lo desarrolla en la Vida de san Antonio, aparece en todos los autores: la meta de la ascesis de los monjes es la pureza del alma, para conseguir el conocimiento espiritual, la clarividencia. Eliseo es el modelo en este camino: «El alma totalmente purificada y sometida al orden de su naturaleza ve más de lo que pueden ver los demonios. Un alma así recibe las revelaciones del señor como el alma de Eliseo, que veía a distancia a su criado Guejazí y las fuerzas que lo rodeaban y protegían». Igual que Eliseo conoce lo que su discípulo está haciendo, aunque no está presente junto a él, y maldice la avaricia en su persona, el monje purificado y experimentado en los caminos del espíritu, recibe el don del discernimiento y del consejo, corrige los vicios y guía por los caminos de la virtud.

6.                      Oraciones a los profetas Elías y Eliseo

San Elías se celebra el 20 de julio. Estas son las oraciones de la misa en su honor:

Oración colecta: Señor, Dios de nuestros padres en la fe, que concediste al profeta Elías vivir siempre en tu presencia, inflamado por el celo de tu gloria; concédenos buscar siempre tu rostro y ser en el mundo testigos de tu amor.

Oración sobre las ofrendas: Mira, Señor, con bondad los dones de tu Iglesia en oración y acepta complacido nuestra ofrenda como aceptaste el sacrificio del profeta Elías al manifestar maravillosamente tu presencia.

Prefacio: Padre Santo, tú has querido elegir y suscitar profetas que enseñasen a Israel, tu pueblo, a confesarte como el Dios vivo y verdadero y lo fuesen llevando con la esperanza de salvación. Entre ellos, honraste con tu amistad divina al profeta Elías para ser defensor de tu gloria y heraldo de tu omnipotencia y de tu amor. Tú premiaste su deseo de caminar siempre en tu presencia al elegirlo testigo de la transfiguración, dándole el gozo cumplido de contemplar la faz resplandeciente del rostro de Cristo.

Oración después de la comunión: Nos has fortalecido, Señor, con el alimento celestial del Cuerpo y la Sangre de tu Hijo; que él nos ayude a caminar en fe hasta que podamos gozar de tu presencia como el profeta Elías en el monte santo de la gloria.

San Eliseo se celebra el 14 de junio. Estas son las oraciones de la misa en su honor:

Oración colecta: Señor Dios, guardián y redentor de los hombres, que te muestras admirable en tus profetas y transmitiste el espíritu de Elías a tu profeta Eliseo; dígnate, por tu bondad, hacer crecer en nosotros los dones del Espíritu Santo, a fin de que, imbuidos del carisma profético, podamos ser testigos ante el mundo de tu presencia providente.

Oración sobre las ofrendas: Oh Dios, que por las figuras de los antiguos sacrificios has querido significar la verdad de estos dones que te presentamos, concédenos propicio que, por estos santos misterios que celebramos en honor de tu profeta Eliseo, nos convirtamos también nosotros en oblación perpetua para tu gloria.

Oración para después de la comunión: Oh Dios, que por los prodigios del profeta Eliseo simbolizaste de modo admirable el pan de vida; te pedimos nos concedas que, fortalecidos con este manjar, podamos cumplir cada día la misión profética.

  Misa votiva de los santos profetas Elías y Eliseo:

Oración colecta: Oh Dios, que proclamaste tu palabra por boca de tus profetas, concede los dones de tu Espíritu a quienes, siguiendo las huellas de tus profetas Elías y Eliseo, en todas partes dan testimonio de tu presencia.

Oración sobre las ofrendas: Oh Dios de misericordia, que por medio de tus profetas llevaste los corazones inconstantes al verdadero culto, concédenos que, a ejemplo de Elías y Eliseo, podamos ofrecerte el sacrificio que te es agradable.

Oración después de la comunión: Señor, el alimento que hemos recibido infunda en nosotros el celo de tu gloria, que encendiste en el corazón de tus profetas Elías y Eliseo.

7.                      Vida monástica en el Monte Carmelo

7.1 Las «lauras» de Tierra Santa

Como ya hemos dicho, durante los primeros siglos del cristianismo los Santos Padres consideraron a los profetas Elías, Eliseo y Juan Bautista como los «inspiradores» y «modelos» de toda la vida monástica cristiana. Algunos autores se atrevieron a llamarles «fundadores», al principio en sentido figurado, aunque más tarde los autores medievales lo interpretarán como algo histórico. Las fuentes antiguas tienen claro que, en época cristiana, el «iniciador» de la vida religiosa en Egipto fue san Antonio (normalmente conocido en español como san Antón, † 356) y los «iniciadores» del monaquismo en Tierra Santa fueron san Caritón († 350) y san Hilario (normalmente llamado en español san Hilarión, † 371). Por su parte, los grandes «organizadores» que escribieron una Regla fueron san Pacomio († 356) en Egipto, san Basilio († 379) en Oriente y san Agustín († 430) y san Benito († 547) en Occidente. Estas siguen siendo las principales Reglas monásticas en uso hasta el presente.

San Antonio se retiró a vivir en el desierto de Egipto el año 271 y pronto se le unieron muchos discípulos, a los que organizó, dándoles normas de vida. Por su parte san Caritón peregrinó desde Iconio a Jerusalén hacia el 275 y se estableció en el Wadi Fara, donde vivió en penitencia muchos años, reuniendo a su alrededor numerosos discípulos, a los que él mismo organizó en comunidad. Finalmente san Hilario, después de haber conocido el monaquismo egipcio, se retiró a una cabaña cerca de Gaza, hacia el 311, siendo seguido rápidamente por muchos discípulos. Después de ellos, numerosos cristianos piadosos, tanto del lugar como peregrinos provenientes de fuera, establecieron pequeños núcleos monásticos por toda la Tierra Santa, especialmente en torno a Jerusalén, en el valle del Jordán y en el Monte Carmelo.

Hablando con propiedad, no se trataba de verdaderos monasterios en los que sus habitantes profesan una Regla de vida aprobada, sino de «lauras», una estructura intermedia entre el eremitismo puro (la consagración a Dios en solitario) y la vida cenobítica (la consagración en comunidad). Los ermitaños de una laura solo estaban ligados por una sumisión moral y espiritual al prior, aunque conservaban una fuerte independencia en sus decisiones y tenían plena libertad para abandonar la laura y buscar otra que se acomodase mejor a su manera de ser. Su organización era muy sencilla: vivían en cuevas o cabañas en torno a unos espacios comunes. Durante la semana permanecían en la soledad de su celda, cultivando la tierra, cuidando los animales o realizando algún trabajo manual. Periódicamente se reunían para la celebración de la Eucaristía, encuentros de formación y corrección fraterna, intercambio de materiales, etc. Llegaron a ser tantas que, cuando el año 614 los persas invadieron Tierra Santa, saquearon 130 de estas lauras-monasterios, masacrando a sus habitantes. A pesar de todo, algunas se salvaron y otras fueron reconstruidas posteriormente.

Es natural que desde muy antiguo, tanto los habitantes de Palestina como los peregrinos piadosos, levantaran capillas y establecieran lauras en los lugares unidos a la memoria de los personajes bíblicos, entre los que destacan Elías y Eliseo. La tradición señala que santa Elena construyó un monasterio en honor de Elías sobre la cima del promontorio del Carmelo (donde hoy está el faro). Algunas columnas del antiguo refectorio del monasterio Stella Maris proceden de aquella construcción, aunque hoy la hipótesis más plausible es que el monasterio fue construido por monjes bizantinos (quizás con algún permiso o privilegio imperial, de ahí que se hiciera responsable de la fundación a la emperatriz santa Elena) y estuvo dedicado primero a Eliseo y más tarde a santa Marina. El monasterio de Elías se situaba un poco más abajo, en la falda de la montaña. Hay que reconocer que las fuentes no son siempre claras a la hora de distinguir la localización exacta de los varios edificios que se fueron superponiendo unos a otros con el pasar del tiempo.

7.2 Lugares del Carmelo relacionados con Elías y Eliseo

A partir de la beata Egeria (ilustre peregrina española de finales del siglo IV), son muchos los peregrinos que han dejado escritos sus recuerdos en un diario de viaje. Ella cuenta su visita a un monasterio construido por un anacoreta en el valle del Jordán: «Me dijeron que ese era el valle de Carit, donde vivió san Elías en tiempo del rey Ajab». Más tarde habla de otra iglesia, también levantada en honor del profeta: «Cerca de la iglesia está la cueva donde se escondió Elías, e incluso el altar de piedra que él mismo colocó para ofrecer sus sacrificios a Dios». El Anónimo de Piacenza, un peregrino que visitó Palestina hacia el año 570, describe un monasterio en honor de san Eliseo en el Wadi ‘ain es-Siah (donde 600 años después se establecerán los ermitaños latinos), así como el cercano campo de geodas. Todos los peregrinos que desembarcaban en san Juan de Acre y bajaban por la Vía Maris hacia Cesarea para dirigirse a Jerusalén, hablan de su visita y alojamiento en alguno de los lugares santos del Carmelo relacionados con Elías y Eliseo, principalmente cuatro:

La cima del promontorio del Carmelo, dominando la bahía de Haifa, donde hubo una laura bizantina dedicada al profeta Eliseo y más tarde un importante monasterio greco-ortodoxo dedicado a santa Marina en las fuentes griegas (las fuentes latinas traducen siempre por santa Margarita), además de un castillo de los cruzados en tiempos posteriores. En la cripta de la actual iglesia Stella Maris se encuentra la gruta de Elías, que fue un enterramiento antiguo, algunas veces llamada en las fuentes «tumba de Eliseo». El actual convento con la basílica de la Virgen del Carmen fue construido en 1766, casi totalmente destruido por los musulmanes en 1799 y reconstruido en 1827. Una parte sigue sirviendo para residencia de los religiosos y el resto del edificio se ha adaptado para la acogida de peregrinos. Frente al monasterio se alza el faro, que fue la antigua hospedería carmelitana. A sus pies se conservan las ruinas del convento del P. Próspero del Espíritu Santo, que recuperó el Carmelo para la Orden en 1.631. Cerca se encuentra la capilla de la Sagrada familia, construida sobre un antiguo molino de viento y que la tradición identifica como el lugar de descanso de la Sagrada Familia a su regreso desde Egipto. También en la misma zona se encuentra la capilla de santa Teresa, con el cementerio de la comunidad, y el monasterio de las carmelitas descalzas.

Las fuentes más antiguas llaman «gruta de Elías» a otra distinta, bien descrita en los documentos y que no coincide con la del promontorio. Se afirma que está escavada en la roca y es de forma cuadrada, con un banco de piedra labrado a lo largo del muro y una estancia lateral también escavada en la roca, con un gran nicho al fondo, en el que se abre un pequeño mihrab realizado en 1.635, cuando la cueva fue transformada en mezquita para expulsar de allí al P. Próspero del Espíritu Santo. Las paredes de la cueva están cubiertas con numerosas inscripciones antiguas (150 han sido trascritas y publicadas en estudios). Delante de la gruta todos los autores antiguos hacen referencia a un bosquecillo y a un pequeño eremitorio ortodoxo. También se encuentra en el promontorio, a medio camino entre la base y la cima. Es la gruta que la tradición carmelitana llama «Escuela de los Profetas», los judíos Ma’arat Eliyahu y los musulmanes El-Khader (que significa «el verdeante» y es la manera como ellos llaman a Elías). Alrededor se conservan algunas cisternas y restos de los antiguos monasterios.

El wadi ‘ain es-Siah, valle en la ladera del monte que mira al mar, que conserva numerosas grutas, la cueva con dos habitaciones superpuestas (llamada morada de Elías y de Eliseo), los restos de la iglesia y del monasterio, los lagares, la cocina y el horno, así como la famosa fuente de Elías, canalizada al pequeño estanque que recoge sus aguas, que después descendían por el valle al huerto (el Bustán) que producía la alimentación para la comunidad y al molino, cuya piedra era movida por las aguas que bajaban desde la fuente, tal como documentan los textos hasta bien entrado el s. XVII. En 1918, los ingenieros del ejército inglés colocaron una tubería con una bomba para subir el agua de la fuente de Elías hasta su cuartel. En la segunda mitad del s. XX se canalizó el agua para abastecer a las casas de la zona, dejando en el manantial solo un pequeño chorro para las cabras. Las fuentes documentales y la arqueología confirman la presencia de monjes bizantinos desde el siglo IV, más tarde greco-ortodoxos. Allí se establecieron a finales del siglo XII los primeros ermitaños latinos (católico-romanos), destinatarios de la Regla de san Alberto.

El Mu-hra-Ka, lugar del sacrificio de Elías, con el torrente Quijón que corre a sus pies y la presencia de un círculo de grandes piedras quemadas, documentadas hasta mediados del s. XIX. Los peregrinos hablan menos de este lugar, por lo peligroso que era llegar hasta allí, debido a que se encuentra en el interior de la montaña y antiguamente estaba rodeado de bosques muy tupidos y llenos de panteras y otras fieras. Desde el siglo XIX hay allí un convento carmelitano en recuerdo del Profeta, con unas vistas impresionantes desde la terraza.

7.3 Fuentes escritas y arqueológicas

Los testimonios escritos hablan de sucesivos monasterios construidos en el promontorio del Carmelo, tanto en la cima (en honor de Eliseo) como junto a la gruta (en honor de Elías) y en el vallecillo lateral (el wadi), varias veces destruidos por invasiones persas, árabes y turcas y siempre reconstruidos de nuevo. Las excavaciones realizadas en el wadi ‘ain es-Siah han demostrado la presencia continuada de monjes desde el siglo IV. Las construcciones, restos cerámicos, ungüentarios de vidrio, algunas monedas… así lo indican. Los monjes de estos asentamientos eran de rito oriental y de lengua griega. Los estratos de cenizas y restos carbonizados también dan testimonio de las sucesivas invasiones y destrucciones.

Hacia el año 1.165 visitó el Carmelo el rabino español Benjamín de Tudela, que describe una pequeña capilla cristiana junto a la cueva de Elías. De los demás monasterios o eremitorios no dice nada, porque solo se detiene en las presencias que tienen significación para los judíos: «En uno de los lados de la villa de Haifa está situada la montaña del Carmelo, en cuya cima y al pie de ella se encuentran muchas tumbas israelitas. En la misma montaña se halla la caverna del profeta Elías, de feliz memoria. Junto a ella, algunos edomitas (así llaman muchas veces los judíos a los cristianos) han construido una iglesia llamada de san Elías». Estos antiguos cementerios judíos han sido escavados y estudiados en su totalidad a partir de 1965.

Poco después, en 1.175, un monje griego de Patmos, llamado Juan Phocas, visitó también la gruta de Elías. A su alrededor se conservaban las ruinas de un gran monasterio antiguo y una pequeña comunidad de monjes ortodoxos en un edificio de reciente construcción. Si también había ya presencia de ermitaños latinos, no dice nada, aunque podemos comprender su desinterés al respecto:

En el extremo de la montaña más cercano al mar está la cueva de Elías, de la cual este hombre maravilloso, después de haber vivido como los ángeles, fue subido al cielo. En este lugar hubo un tiempo un gran monasterio, como testimonian los edificios arruinados que quedan hasta el presente; pero el tiempo, que desgasta todas las cosas, y las invasiones enemigas lo han arruinado totalmente. Sin embargo, hace algún tiempo, un monje-sacerdote de pelo blanco, oriundo de Calabria, a consecuencia de una visión del Profeta, vino a este lugar, donde se instaló en las ruinas del monasterio, construyó una muralla baja, una torre y una pequeña iglesia, y ha reunido a unos diez hermanos que habitan allí hasta hoy.

Como el fundador era del sur de Italia, muchos historiadores posteriores, al leer el texto pensaban que sería católico-latino, pero no podemos olvidar que en la zona había muchos greco-ortodoxos (y los sigue habiendo hasta el presente). A partir de estas fechas se multiplican los testimonios sobre los habitantes del pequeño monasterio griego de san Elías, situado junto a la cueva el-Khader, a los que se nombra como «ermitaños del Carmelo». Convencidos de que era el lugar de nuestros orígenes, el P. Próspero y los primeros carmelitas que regresaron al Monte Carmelo en el s. XVII se instalaron en las ruinas de este edificio. Tenemos la descripción detallada de los restos que entonces se conservaban y que adaptaron para cocina, capilla, habitaciones... También tenemos la narración de su derrumbe en 1769 y el descubrimiento en 1857 del antiguo altar bajo las ruinas. Además de la cueva (hoy transformada en sinagoga, aunque con algunos derechos de los musulmanes, que conservan un vigilante junto a su puerta, y de los cristianos, que cada año celebramos allí la misa en la fiesta de Eliseo), en los alrededores se conservan las cisternas y otros restos.

Los distintos documentos hablan también de un monasterio más grande y sólido, dedicado a santa Marina o santa Margarita en la cima del promontorio, morada de monjes griegos y sirios, así como del castillo cruzado, atestiguado desde 1.172, y al que se da el mismo nombre. Restos de estos edificios aparecieron en el s. XIX, al hacer obras de reforma en el actual monasterio Stella Maris y en 1.913 bajo el faro actual, y se conservan en el museo del monasterio.

Los moradores del wadi ‘ain es-Siah son nombrados «ermitaños latinos» o «hermanos del Carmelo». Al llamarlos «latinos» se les identifica inmediatamente como «católicos romanos», para distinguirlos de los otros, que vivían junto a la cueva el-Khader, de tradición «greco-ortodoxa». Las excavaciones arqueológicas dirigidas por el P. Bellarmino Bagatti, o.f.m. (1958-61), Sor Eugenia Nitowski, o.c.d. (1987-89) y Fray Fausto Spinelli, o.c.d. (1990-91) han sacado a la luz numerosos restos que nos permiten reconstruir con cierta exactitud los edificios originales. En concreto, la celda del prior a la entrada del valle, tal como dice la regla, la iglesia y su torre-campanario en el centro del mismo, la gruta-capilla, cocina, comedor, espacios comunes y una escalera monumental de acceso, así como algunas tumbas y los restos de una amplia estancia abovedada que servía como dormitorio de los peregrinos en su camino hacia Jerusalén.

8.                      Los ermitaños latinos del Monte Carmelo

8.1 Orígenes y primera aprobación canónica

¿En qué momento llegaron al Monte Carmelo los ermitaños occidentales (europeos y católicos) de lengua y rito latinos? ¿Se fusionaron pacíficamente con los anteriores moradores griegos? ¿Se establecieron en el valle porque lo encontraron abandonado? No hay certezas al respecto. Lo que sí sabemos es que el año 1187, Saladino conquistó Jerusalén, san Juan de Acre y Haifa. Sus tropas saquearon y destruyeron casi todos los edificios cristianos, especialmente los ocupados por occidentales (católicos). Los ermitaños latinos que pudiera haber en el Carmelo huyeron o fueron asesinados. Algo más tarde, en 1191 la ciudad de san Juan de Acre fue reconquistada por Ricardo Corazón de León, convirtiéndola en el centro militar, político y religioso del reino latino de Jerusalén. Solo entonces los peregrinos y ermitaños occidentales pudieron volver a Tierra Santa: franciscanos, dominicos, hospitalarios de san Antonio, penitentes… se establecieron en la zona, con la protección de las tradicionales Órdenes militares.

En los relatos posteriores a esa fecha se describe cómo, partiendo de Haifa, los peregrinos visitaban primero la gruta de san Elías, en la ladera del Monte Carmelo. De ahí subían al monasterio de santa Marina, en la cima del promontorio, para venerar las reliquias que se conservaban en el monasterio ortodoxo. Después se dirigían al wadi ‘ain es-Siah, donde eran huéspedes de los ermitaños latinos (los hermanos carmelitas) y podían saciar su sed en la fuente de Elías, comer y pernoctar, antes de continuar su camino hacia el sur. Conservamos varios mapas de la época con valiosas referencias (en perfecto estado y muy minuciosos son los mapas de Roehricht, de 1235 y 1300).

Estos ermitaños, llegados con los cruzados y establecidos en el wadi a finales del s. XII, pidieron una «Norma de vida» (Formula vitae) al Patriarca de Jerusalén, Alberto de Abogadro, que residía en san Juan de Acre, ya que Jerusalén estaba en manos de los musulmanes desde 1187. Con propiedad no se trata de una «Regla» que regulara la vida de los monasterios de una Orden religiosa (ya existían varias, principalmente las de san Agustín, san Basilio y san Benito), sino algo más sencillo y adaptado para un grupo de ermitaños, laicos en su mayoría, que vivían consagrados a la oración, a la penitencia y al servicio de los peregrinos, y que solicitan un reconocimiento jurídico en el seno de la Iglesia Católica. Para ser exactos, recibieron un typicon, que es como se conocía a este tipo de normativa para un grupo de creyentes que se reunía en un lugar determinado para llevar una vida de oración y penitencia.

Hacia 1207 san Alberto les entregó un tratadillo de vida espiritual, a modo de carta, en el que recogía el ideal de vida que querían seguir los ermitaños carmelitas y los medios para lograrlo. De esta manera, los ermitaños del wadi se convirtieron en grupo religioso reconocido en la Iglesia, con todo lo que esto significaba en esa época (obligación de rezar el Oficio Divino y de hacer voto de obediencia al prior, exenciones de impuestos respecto a la ciudad, posibilidad de recoger limosnas y de abrir un cementerio y una capilla públicos, inviolabilidad del espacio que habitaban, etc.). De estos «ermitaños» convertidos en «cenobitas» habla Jaime de Vitry, que fue obispo de Acre entre 1210 y 1228. En su Historia Orientalis afirma que muchos peregrinos devotos, en lugar de regresar a su patria después de visitar el Santo Sepulcro, preferían quedarse en Palestina para consagrarse al Señor en el Monte Carmelo, en las cercanías de la fuente de Elías. Allí, siguiendo el ejemplo del santo y solitario profeta, «viven en pequeñas celdas y, cual abejas del Señor, se dedican a elaborar en sus colmenas una miel espiritual de exquisita dulzura».

8.2 Aprobaciones pontificias

El IV Concilio de Letrán, celebrado en Roma en 1215, prohibió la creación de nuevas órdenes religiosas y obligó a los grupos ya establecidos a que adoptaran una de las Reglas reconocidas por la Iglesia. Los dominicos, por ejemplo, adoptaron la de san Agustín. Algunos prelados presionaron a los carmelitas para que hicieran lo mismo, pero ellos ya tenían un documento que les servía de Regla. San Alberto de Jerusalén ya había fallecido, por lo que los carmelitas buscaron apoyo en su sucesor. Este no supo cómo responder y les recomendó que acudieran directamente a la Santa Sede. Debido a la reputación de san Alberto, el Papa Honorio III reconoció la validez de su «Norma de vida». Esta, con unas primeras adaptaciones, se convirtió en «Regla» al ser aprobada canónicamente por el Papa el 30 de enero de 1226, en la bula Ut vivendi norman.

En 1229 tenemos una nueva aprobación indirecta de la Regla en la bula Ex oficii nostri de Gregorio IX, por la que responde a una consulta del prior y hermanos del Carmelo, interpretando uno de sus preceptos. Por lo que podemos adivinar, había surgido una duda sobre si podían aceptar unas tierras en herencia, a pesar de que la Regla decía que «ningún hermano considerará nada como propio». El Papa, después de consultar el escrito de san Alberto, que considera vinculante para los hermanos carmelitas, les prohíbe aceptar propiedades, aunque sean colectivas, con términos tajantes: «Ni tierras, ni posesiones, ni casas, ni rentas, excepto asnos y una pequeña cantidad de provisiones y gallinas».

En Tierra Santa se fueron alternando los momentos de paz y de enfrentamientos entre cristianos y musulmanes, con temporadas favorables para los unos y para los otros. Esto afectó tanto a la posibilidad de peregrinar desde Europa como a la vida de los hermanos carmelitas, como podremos ver. En 1229, Federico II de Alemania firmó por 10 años un precario tratado de paz con los musulmanes, que conservaba para los cristianos la zona costera y permitía a los peregrinos visitar Jerusalén. En el documento llamado Citez de Jherusalem o Les Pelerinages pour aller en Jherusalem, escrito hacia 1230, encontramos este precioso testimonio:

En esta misma montaña (del Carmelo) se encuentra la abadía de santa Margarita, que pertenece a los monjes griegos, y que está en un hermoso paraje. En esa abadía se conserva el lugar donde vivió san Elías y allí hay una capilla en la roca. Detrás de la abadía de santa Margarita, en la ladera de la misma montaña hay un lugar muy bello y deleitoso donde viven los eremitas latinos llamados “hermanos carmelitas”; allí se encuentra una pequeña iglesia de la Virgen. En toda esta zona hay abundancia de buenas aguas, que salen de la misma roca de la montaña. Desde la abadía de los griegos hasta los eremitas latinos; la distancia es de una legua y media.

Otro documento de la misma época, Les sains pelerinages que l'en doit requerre en la Terre Sainte, añade este nuevo dato:

Cerca de la abadía de santa Margarita, en la ladera de la montaña del Carmelo, se encuentra un lugar muy bello y deleitoso donde viven los ermitaños latinos llamados “hermanos carmelitas”. Hay allí una hermosa iglesia de la Virgen; y existen allí por todas partes grandes plantaciones, regadas con el agua que mana de la misma montaña.

8.3 Emigraciones a Europa

En 1239 los cruzados fueron derrotados en Gaza. En 1244 Jerusalén cayó en manos de los egipcios. La situación en Tierra Santa era cada vez más complicada y algunos hermanos carmelitas comenzaron a regresar a Europa, estableciéndose en Chipre, Sicilia, Inglaterra y la Provenza. Inocencio IV publicó varias bulas pidiendo a los obispos europeos que los acogieran en sus diócesis, pero la supervivencia de estos hermanos carmelitas parecía tambalearse. En 1247 se convocó un Capítulo General en Aylesford, Inglaterra. Cada eremitorio envió a sus representantes, que redactaron unas Constituciones, eligieron un primer Prior General de la Orden y pidieron al Papa algunos cambios en su Regla, para adaptarse a la nueva situación europea. Aún no se convierten en Orden Mendicante, como los franciscanos o los dominicos, pero se les parecen. El Papa encomendó a dos dominicos que revisaran la Regla de san Alberto y respondió a la petición de los carmelitas el 1 de octubre de 1247, con la bula Quae honores Conditoris.

En la Regla corregida introduce –entre otras cosas– que los carmelitas pueden abrir casa en cualquier lugar que les ofrezcan (hasta entonces solo lo hacían en sitios desiertos, alejados de las poblaciones), profesan los tres votos (que se hacen obligatorios para todos los religiosos en esa época; hasta entonces solo se hacía el voto de obediencia al prior, lo demás estaba implícito, pero no entraba en la profesión religiosa), tienen que rezar juntos las horas el Oficio Divino (hasta entonces lo rezaba cada uno en su celda) y comer juntos (hasta entonces lo hacían solo en ocasiones muy especiales). La copia más antigua que hasta ahora se conoce de la Regla es la que se conserva en los archivos vaticanos, unida a esta bula, por lo que no es fácil reconstruir el texto anterior. Siempre que santa Teresa de Jesús y sus contemporáneos hablan de la «Regla Primitiva» se refieren a este escrito. En realidad era la segunda adaptación del documento de san Alberto, que ya no volvió a retocarse nunca más (las posteriores «mitigaciones» se añadieron como notas, pero sin corregir el texto).

En tiempos de una paz relativa, los carmelitas fundaron algunos conventos más en Tierra Santa (tenemos testimoniados los de Acre y Tiro en varios documentos de la época). Con la ayuda económica de los conventos europeos se decidieron a hacer una gran obra en el wadi. Una bula de Urbano IV, de 1263, informa que los carmelitas han emprendido la construcción de un monasterio de grandes proporciones (opus sumptuosum) en el lugar de sus orígenes, y concede indulgencias a quienes les ayuden. Los peregrinos posteriores hablan de sus restos. Las excavaciones arqueológicas han sacado a la luz varios elementos de esta construcción.

Sin embargo, en 1265 toda la costa de Palestina cayó en manos de los musulmanes, excepto el castillo cruzado de Athlit y la ciudad de Acre. Haifa también fue conquistada. Una bula de Clemente IV pide a los obispos de Europa que acojan benévolamente a los carmelitas que habían tenido que huir precipitadamente. La tregua de 1268 devolvió Haifa a los cristianos, por lo que algunos carmelitas regresaron al monasterio del wadi. Allí se mantuvieron hasta que Acre cayó definitivamente en manos de los musulmanes en 1291. Los carmelitas que no consiguieron huir a Europa fueron totalmente exterminados, aunque su memoria y los restos de sus edificios permanecieron en Palestina. En 1330, el dominico francés Humberto de Dijon realizó una peregrinación a Tierra Santa, que describió en su obra Liber peregrinationis. En ella afirma que visitó el convento del wadi y la capilla, que aún se conservaba en pie: «En el Monte Carmelo se encuentra una capilla bastante devota, erigida en honor de la Santa Virgen. De este monte y de esa capilla, como ellos mismos lo afirman, traen su origen y su nombre los hermanos carmelitas, llamados hermanos de santa María del Carmelo».

El proceso de transformación que llevó a los ermitaños carmelitas emigrados a Europa a convertirse en Orden Mendicante no estuvo exento de tensiones. Una facción importante del grupo consideró el capítulo de 1247 como una auténtica traición. En 1266 consiguieron elegir como General a uno de ellos: Nicolás Gálico («el Francés»). Este escribió en 1271 un librillo titulado Flecha de fuego (Ignea Sagitta), en el que se lamenta del camino que había tomado la Orden, demasiado ocupada –a su parecer– en el apostolado urbano, y hace una llamada para regresar a la pureza de la Regla de san Alberto, entendida como vida puramente eremítica. No debió tener mucho éxito, porque las fundaciones posteriores se hacen siempre en ciudades y no se conserva ninguna copia antigua de su obra. Solo una del s. XV y referencias en textos a partir del s. XVII, lo que hace pensar que no fue muy difundida.

9.                      Fijación escrita de las tradiciones carmelitanas

Los capítulos generales se reunían cada tres años para nombrar a los responsables directos del gobierno de la Orden y legislar sobre los temas relativos a la vida de los religiosos, adaptando la Regla a las circunstancias cambiantes. Esos decretos se llamaban «Normas» o «Constituciones». Las Constituciones más antiguas que conservamos son las del Capítulo General que tuvo lugar en 1281 en Londres. Su Rubrica Prima recoge las tradiciones sobre el profeta Elías y los orígenes de la Orden:

Algunos hermanos nuevos en la Orden no saben cómo responder con verdad a los que preguntan de quiénes y cómo tuvo origen nuestra Orden. Nosotros deseamos responderles en los términos siguientes: Afirmamos, dando testimonio de la verdad, que desde los tiempos de los profetas Elías y Eliseo, vivieron en el Monte Carmelo algunos Santos Padres, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, a quienes la contemplación de las cosas celestiales les llevó a la soledad de aquella montaña, y allí perseveraron en penitencia y santas obras junto a la fuente de Elías, en manera digna de alabanza y en santa penitencia. Y nosotros, sus seguidores, servimos al Señor en diversas partes del mundo.

La información es bastante escueta, aunque suficiente. Habla de tres etapas en la vida religiosa del Carmelo. En primer lugar están los profetas Elías y Eliseo, precursores y modelos. Después vienen los Santos Padres que vivieron en oración, siguiendo su ejemplo. Por último se encuentran los hermanos carmelitas («nosotros»), que se consideran los herederos espirituales de los profetas y de aquellos santos varones. Las Constituciones de 1294 y 1324 repiten el texto sin ningún cambio.

Con el tiempo esta sucesión sencilla (Elías y Eliseo, Santos Padres del Antiguo y del Nuevo Testamento, nosotros) fue desarrollándose en obras cada vez más completas, a manera de las hagadot hebreas, de las que ya hemos hablado. En ellas se cuenta cómo Samuel fue el fundador de los «hermanos profetas» o «escuelas de los profetas», presentes en varios lugares de la Tierra Santa. Elías los unificó y convirtió en un movimientos de consagrados (un preanuncio de las Órdenes religiosas). La Virgen Inmaculada se apareció a Elías en la nubecilla que subió del mar sobre el Carmelo, por lo que él construyó una capilla en su honor (el más antiguo templo mariano del mundo, levantado 850 años antes de su nacimiento). Posteriormente Elías recibió en el Horeb el mandato divino de fundar una Orden religiosa y la promesa de que perduraría hasta el final de los tiempos. Ya hemos visto que Eliseo, al despedirse de Elías, pidió a su maestro «dos tercios de su espíritu». La versión latina de la Biblia lo traducía por «su doble espíritu». Esto dio lugar a una abundante literatura sobre el doble espíritu de Elías (contemplativo y misionero), que él legó a Eliseo y a sus sucesores, los carmelitas.

Los autores antiguos confeccionaron las listas de los sucesivos Generales desde Elías hasta Juan Bautista y desde el precursor hasta los tiempos de los cruzados. Los esenios habrían sido los carmelitas del Antiguo Testamento. La Sagrada Familia habría subido frecuentemente a participar en el culto de los ermitaños del Carmelo, que habrían sido llamados a Jerusalén por la Virgen antes de su muerte. En el testamento les dejó en herencia la casa de Nazaret y la de Jerusalén, que ella había recibido de su madre (la actual iglesia de santa Ana, cerca de la explanada del templo, donde ella nació). Los carmelitas habrían permanecido en Jerusalén hasta Pentecostés y serían las cinco mil personas que se unieron a los Apóstoles al inicio de la predicación del Evangelio. Algunos viajaron con san Marcos a Egipto, otros con Santiago a España, estableciendo grupos de consagrados en cada nación donde se establecía la Iglesia.

Todos los ermitaños y monjes cristianos de los primeros siglos después de Cristo fueron seguidores de Elías, por lo que también fueron carmelitas. En tiempos antiguos, Juan, Patriarca de Jerusalén, habría dado una Regla a los carmelitas griegos. Cuando los ermitaños latinos se les unieron en tiempo de las cruzadas, Aymerico, Patriarca de Antioquia, habría intervenido para solucionar las fricciones entre los dos grupos, poniendo como prior a su pariente san Bertoldo (primer prior general latino de la Orden). Su sucesor, san Brocardo, sería el destinatario de la Regla de san Alberto. San Luis de Francia, que en su expedición a Tierra Santa visitó el Carmelo, quedó admirado de la vida de sus moradores, por lo que habría llevado consigo a Europa los primeros carmelitas y las imágenes más antiguas de la Virgen del Carmen.

El documento fundamental en la fijación de esas tradiciones fue el Libro de la institución de los primeros monjes, escrito por el carmelita español Felipe Ribot († 1391). En el prólogo afirma que los 10 libros de que consta su obra son recopilación de textos antiguos. Identifica los dos primeros con la Regla escrita en el s. IV por Juan, obispo de Jerusalén, aunque hoy se sabe que fueron obra del mismo Ribot, reelaborando tradiciones anteriores. Dice así:

El profeta de Dios Elías fue el primero de todos los monjes que han existido y en él tuvo principio la santa y gloriosa institución monacal. Con el ansia que sentía por la divina contemplación y el vehemente deseo de adelantar en la virtud, se marchó lejos de las ciudades y, despojándose de todos los intereses terrenos y mundanos, se propuso empezar a vivir la vida eremítica, religiosa y profética, consagrándose a ella como ningún otro hasta entonces lo había hecho, y con la inspiración e impulso del Espíritu Santo comenzó a vivirla y la instituyó. […] Elías fue el primero de todos los hombres que, deliberadamente, empezó a vivir la vida monástica y eremítica, y estableció sucesores suyos que continuaran perpetuamente viviéndola. Y para ser el padre de todos los monjes, eligió por discípulos algunos santos varones […]. Los enseñó a profetizar, o sea, a cantar las alabanzas de Dios con himnos y salmos acompañándose por instrumentos musicales. […] Se retiró con sus discípulos al Monte Carmelo y empezó enseguida a formarlos en la vida monástica, como el Señor se la había enseñado a él. […] Ya en vida del profeta Elías de tal manera llegó a extenderse el instituto de los hijos de los profetas, que tanto en los desiertos como en los suburbios de las ciudades se constituyeron centros o grupos de monjes siendo necesario que, además de Elías, algunos de sus más destacados discípulos estuviesen al frente dirigiéndolos y gobernándolos. Los monjes llamaban a estos que los presidían y dirigían Padres suyos y ellos se llamaban Hijos de los Profetas.

Los posteriores escritores de la Orden siguieron desarrollando esas tradiciones. El teólogo humanista Arnoldo Bostio, o.carm. (+1499) escribió una preciosa alabanza de Elías, pidiendo a los carmelitas que lo imitaran:

Varón evangélico antes del Evangelio, apostólico antes del tiempo de los Apóstoles, despreciador del mundo y de todas las cosas perecederas, apasionado seguidor de lo eterno, primer virgen, monje y eremita, resplandor de costumbres, regla de virtudes, heraldo de la Virgen sagrada. Que con la institución de la virginal castidad antecedió por mucho tiempo al Cordero sin mancha a donde quiera que hubiera de ir.

Y el fecundo escritor, teólogo e historiador Juan Bautista Lezana, o.carm. (+1659) escribió este epitafio en alabanza del profeta:

Elogio para fiar a la puerta del paraíso terrenal: Aquí vive, oh mortal, aquel celeste celador de la honra divina: Elías, el de doble espíritu, perfecto en la pureza, rico en virtudes, pobrísimo en bienes terrenos, gran amigo de Dios, enemigo del diablo, amable con los buenos, terrible para los impíos, nacido antes de Cristo conversó con Cristo, reservado después de Cristo contra el Anticristo; Patriarca eximio, Profeta celebérrimo, Sacerdote grande, Monje, Padre de los Monjes, siempre casto, Fénix singular, futuro apóstol de Cristo, Mártir, Precursor, Capitán, valiente defensor, heraldo de la verdad, ardientemente religioso, maduro sin quebranto, anciano sin vejez, mortal sin morir, nutrido sin alimento, de una longevidad sin achaques y –¡cosa admirable!– de una vida santísima que no se ha de extinguir hasta la consumación de los siglos. Quien flageló a los tiranos, dio muerte a los sacrílegos, cerró con su palabra las nubes y las abrió de nuevo, ungió Reyes e instituyó Profetas defensores; su nacimiento fue anunciado por los ángeles, alimentado en Carit, saludado en Horeb, donde, en medio de fragorosa tempestad y conmoción de los montes, cubriéndose con su palio el rostro, vio en cuanto era capaz, a Dios, el cual se le manifestó en el suave céfiro.

Estas tradiciones piadosas se fueron transmitiendo de generación en generación sin recibir ninguna oposición crítica. De hecho fueron asumidas también por escritores de fuera de la Orden y están recogidas en varios documentos papales. A partir de 1643 los bolandistas (jesuitas que se propusieron recoger y examinar críticamente toda la literatura hagiográfica existente hasta el s. XVII) publicaron un santoral cristiano, aplicando métodos histórico-críticos a las tradiciones. Cuando afirmaron que la opinión de los carmelitas sobre la antigüedad de su Orden carecía de una base documental sólida se formó una violenta polémica, que involucró a las principales universidades de la época. El Papa tuvo que intervenir, prohibiendo que los contendientes se siguieran atacando. En 1727 se colocó una gran imagen del profeta Elías en el interior de la Basílica Vaticana con la siguiente inscripción (redactada personalmente por el Papa Benedicto XIII), que se conserva hasta el presente: «Universus Ordo Carmelitarum fundatori suo sancto Eliae prophetae erexit»; es decir: «Toda la Orden Carmelitana [calzados y descalzos] [erigió este monumento] a su fundador, el profeta san Elías». De momento, las tradiciones carmelitanas habían encontrado una solemne aprobación. Para comunicarlo a todas las provincias de la Orden, el procurador general de los carmelitas de la antigua observancia redactó una carta en la que decía: «Ha llegado el tiempo en que, aun cuando los carmelitas callen, las piedras y los mármoles hablarán y dirán que el profeta Elías es el Padre y Fundador de los carmelitas».

La duda sobre la historicidad de estas tradiciones no se volvió a plantear desde la época de los bolandistas hasta la segunda mitad del s. XX. En el postconcilio lo hizo con tanta fuerza, que las fiestas de Elías y Eliseo llegaron a desaparecer de los calendarios carmelitanos y sus figuras, así como los otros temas hasta ahora señalados, desaparecieron de los programas de formación de los novicios y estudiantes, despachados como leyendas sin fundamento. (Yo mismo no he recibido ni una sola hora de clase sobre estos temas durante mis años de formación. Me he acercado a ellos posteriormente, por el deseo de profundizar en la espiritualidad carmelitana). Hoy la sensatez ha regresado a nuestra Orden, que está dispuesta a recuperar el inmenso patrimonio espiritual y cultural que nos legaron los mayores y que tan alegremente se había despreciado en los últimos decenios del pasado siglo. La figura profética de Elías y su mensaje siguen siendo actuales. Si los primeros carmelitas lo tuvieron por modelo de consagración, no hay motivo para que los actuales lo abandonen. Su «doble espíritu» del que ya hemos tratado, manifestado en los lemas «Vive Dios, en cuya presencia estoy» y «Me consumo de celo por la causa del Señor Dios Todopoderoso» impulsan a todo el Carmelo a buscar la continua presencia de Dios y a trabajar sin descanso por el Reino.

Por poner una comparación, ninguno de los actuales institutos de agustinos fue fundado por el santo de Hipona, pero le tienen por padre e inspirador. Lo mismo pasa con las varias familias masculinas y femeninas que viven la espiritualidad del beato Carlos de Foucould o de santa Teresita de Lisieux o las congregaciones misioneras franciscanas surgidas en el siglo XIX. Todos estos grupos no han sido materialmente fundados por los personajes a los que se refieren en sus títulos, pero se sienten herederos del carisma que aquellos han transmitido con sus vidas y sus escritos. Lo mismo sucede con los carmelitas, que no fueron fundados directamente por san Elías, pero desde sus orígenes se sintieron influenciados por el ejemplo del profeta. Por eso la referencia a su persona ha marcado la historia y la espiritualidad de la Orden a lo largo de los siglos. Es lo que algunos autores ya afirmaban desde antiguo, como el beato Juan Soreth, o.carm. († 1471) en su Exposición de la Regla: «Nosotros somos los Hijos de los Profetas, no según la carne, sino por la imitación de sus obras. El Redentor decía a los judíos que se gloriaban de proceder de Abrahán: “Haced las obras de Abrahán”. Así hoy se debe decir a los carmelitas: “Haced las obras de Elías”». También Juan Tritemio, o.s.b. († 1516) decía: «Elías, aunque no sea él quien les haya dado una Regla escrita, con todo ha sido el ejemplo y el modelo de la santa vida de los carmelitas».

10.                 La regla de san Alberto

10.1 Una «norma de vida» bíblica

La Regla Carmelitana es la más breve entre las Reglas religiosas de la Iglesia. Consiste, casi exclusivamente, en una sabia concatenación de citas de la Biblia. Se centra más en la justificación espiritual de la vocación carmelitana y en los medios necesarios para desarrollarla, que en las normas legales que deben regular las relaciones de un grupo concreto. Ya hemos indicado anteriormente que, hablando con propiedad, san Alberto no redacta una Regla (aunque, con el tiempo, su documento llegue a serlo). Respondiendo a la petición de los ermitaños latinos, redacta una «norma de vida» (vitae formula), usando una terminología propia de la época para estos documentos que regulaban la vida de grupos de consagrados que no eran exactamente monjes ni frailes. En ella recoge el propositum (que puede ser traducido tanto por la «motivación» como por la «finalidad») que debe guiar la vida de los consagrados y de todos los cristianos: «vivir en obsequio de Jesucristo y servirle fielmente con corazón puro y buena conciencia» (n. 2). Para que puedan cumplirlo en fidelidad a la propia vocación, da algunas normas prácticas (nn. 4-17) y añade algunas consideraciones doctrinales (nn. 18-23). En total, consta de 24 números de un solo párrafo de pocas líneas, algunos de una o dos. Los 2 primeros números son como un prólogo o introducción, los siguientes (muy pretenciosamente llamados «capítulos» en algunas ediciones) son el cuerpo doctrinal y legislativo y el último es el epílogo o recomendación final. (Hasta 1998 los o.c.d. la dividían en 21 números y los o.carm. en 18, más prólogo y epílogo. Ese año los consejos generales de ambas Órdenes aprobaron una nueva numeración que –por desgracia– aún no se ha generalizado).

La Regla de san Alberto invita a los religiosos a vivir con alegría sus votos de obediencia, castidad y pobreza (n. 4), a la práctica de la oración personal (n. 10) y comunitaria (n. 11 y 14), a la lectura de la Sagrada Escritura (nn. 7, 10 y 19), al cultivo de la soledad y del silencio interior y exterior (n. 21), a la laboriosidad (n. 20), al servicio humilde (nn. 22 y 23) y a la austeridad de vida (nn. 16 y 17). El número 10 es el corazón de toda la normativa: «Permanezca cada uno en su celda o junto a ella, meditando día y noche la ley del Señor y velando en oración, a no ser que deba dedicarse a otros justos quehaceres». Siguiendo el ejemplo del profeta Elías, el Carmelita debe esforzarse por vivir siempre en presencia de Dios, dejando que Él llene su mente y su corazón, relacionándose amorosamente con Él en la oración, dejándose instruir por su Palabra: «Fortaleced vuestros pechos con pensamientos santos […], de manera que améis al Señor vuestro Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas […]. La palabra de Dios habite en toda su riqueza en vuestra boca y en vuestros corazones. Y lo que debáis hacer, hacedlo conforme a la Palabra del Señor» (n. 19). El epílogo es una invitación a la generosidad personal, para ir más allá de la ley y no contentarse solo con cumplir lo establecido: «Si alguno está dispuesto a dar más, el Señor mismo, cuando vuelva, se lo recompensará. Hágase uso, sin embargo, del discernimiento, que es el que modera las virtudes» (n. 24).

10.2 A imagen de la primitiva comunidad de Jerusalén

El ideal que anima la Regla es la vivencia por parte de los ermitaños del Carmelo del estilo de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, tal como se describe en los Hechos de los Apóstoles. Como los primeros creyentes, los carmelitas quieren tener un solo corazón y una sola alma, compartiendo los bienes materiales y espirituales, teniéndolo todo en común (cf. Hch 4,32): «Ningún hermano diga que algo es suyo propio, sino que todo lo tendréis en común y a cada uno le será distribuido cuanto necesitare por mano del Prior, es decir, por el hermano por él designado para este menester, teniendo en cuenta la edad y las necesidades de cada cual» (n. 12). Las reuniones comunitarias sirven para afianzarse y ayudarse mutuamente en este proyecto: «Los domingos reuníos para tratar de la observancia en la vida común y del bien espiritual de las almas» (n. 15). Siguiendo las múltiples recomendaciones de la Biblia y ansiosos por la salvación de los fieles, deben ser acogedores «con los que vienen de fuera» (n. 9). Al principio eran los peregrinos que marchaban hacia Jerusalén y necesitaban alimentación, alojamiento o consejo. Más tarde fueron todos los fieles que pudieran necesitar ayuda material o espiritual.

Sin embargo, el legislador no olvida la forma de vida peculiar de los destinatarios de su Regla: ermitaños que buscan en el silencio del desierto y en la oración la unión personal con Cristo y la victoria sobre el enemigo. Por eso insiste en que cada uno tenga su celda propia, en que trabajen en silencio, en que huyan de la ociosidad. Israel recordó siempre su camino por el desierto como una etapa de especial intimidad con Dios (cf. Os 11,1; 13,4-5) y recordará con nostalgia aquellos tiempos como época de juventud y de noviazgo (cf. Os 2,17; Jer 2,2). Por eso la Regla propone de una manera solemne la ley fundamental del cristiano, haciéndose eco del Shemá Israel que Moisés enseñó en el desierto (Dt 6,4ss): «Amad al Señor vuestro Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y a vuestro prójimo como a vosotros mismos» (n. 19).

El desierto es el lugar de la intimidad con Dios y también es el lugar de la prueba, de la purificación, del combate. Israel sufrió variadas pruebas y tentaciones en su travesía por el desierto hacia la Tierra Prometida, y no siempre salió victorioso. La tradición judeocristiana ha interpretado siempre los acontecimientos del Éxodo como imagen de la vida de los creyentes, en camino por los desiertos del mundo, sometidos a pruebas diversas, pero con una conciencia clara de la meta de su caminar. Los carmelitas se han retirado al desierto como Moisés, como los profetas Elías y Eliseo, como Juan Bautista y Jesús, como los Santos Padres de los orígenes del cristianismo.

En el desierto, están dispuestos a enfrentarse a la prueba y a salir victoriosos. Así, la Regla recuerda que «la vida terrena del hombre es tiempo de tentación» (n. 18). Por eso, los carmelitas deben revestirse de la «armadura de Dios» para triunfar en su lucha personal contra el enemigo. La armadura consiste en una vida «fuerte en la fe» y «alegre en la esperanza», alimentada por el silencio, la oración, la meditación de la Biblia, la castidad, la laboriosidad, la sobriedad y la obediencia. En el contexto de las cruzadas, san Alberto pide a los ermitaños del Carmelo que empuñen unas armas espirituales para conquistar la Jerusalén del cielo, de la que la Jerusalén terrestre es solo imagen y promesa.

Además de la oración y de práctica de las virtudes, la Regla impone la abstinencia perpetua de carne y el ayuno durante seis meses: desde la exaltación de la Cruz (14 de septiembre) hasta Pascua de resurrección (en marzo-abril). Respecto a la abstinencia hay que recordar que en Oriente las aves no se consideraban carne (en los menús de sus restaurantes, todavía hoy distinguen entre «carne» y «pollo»). De hecho, la Regla permite criar algunos animales o aves «para el sustento» (n. 13) y hay testimonios escritos de que cuidaban gallinas y palomas (ya hemos visto que Gregorio IX en 1229 afirma que pueden poseer «una pequeña cantidad de provisiones y gallinas»). Además, se han encontrado numerosos huesos de aves en las excavaciones. Por otro lado, el wadi está situado junto al mar y Haifa era un pueblo de pescadores, por lo que la pesca era abundante y era la alimentación ordinaria de la población (junto a los cereales, legumbres y verduras).

La prohibición de comer carnes rojas se comprende muy bien en el contexto medieval, en el que la carne de cordero o de vacuno solo estaba al alcance de los ricos. La prohibición de comerla era una llamada a la austeridad de vida. Lo mismo se puede decir del ayuno. Los días de ayuno se hacía un almuerzo completo (de pan, legumbres, verduras y aves o pescado) y una cena ligera, de un solo plato, llamada «colación», porque mientras se cenaba se leía el libro de consejos espirituales Las colationes (es decir, las «conferencias») de Casiano. En una sociedad donde la mayoría de la población solo comía una vez al día, la prohibición de tomar otros alimentos entre horas durante la mayor parte del año era una invitación a la sencillez y a la esencialidad.

11.                 María, madre y hermosura del Carmelo

Desde finales del s. XII, los textos que hablan de los ermitaños latinos del Carmelo afirman que se reunían en una capilla situada en medio de las celdas y dedicada a la Virgen María, venerada como la «Señora del lugar» e invocada como Mater et decor Carmeli («Madre y hermosura del Carmelo»). De hecho, el nombre que se dieron a sí mismos es el de «Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo». Este título les causó varios problemas cuando los primeros carmelitas se trasladaron a Europa durante el s. XIII. En aquella sociedad feudal admitían que unos religiosos se consagraran a ser «oblatos», «siervos» o «esclavos» de la Virgen. Pero les parecía una falta de respeto que quisieran ser considerados sus «hermanos» y que pretendieran una intimidad con ella que a muchos les parecía irreverente. Por eso les insistieron en que cambiaran el nombre de la Orden.

Además, el Concilio IV de Letrán había prohibido en 1215 la creación de nuevas Órdenes religiosas. Numerosos obispos no aceptaban la presencia de los carmelitas en sus diócesis, alegando que pertenecían a una Orden nueva y desconocida. De nada servía que los carmelitas les recordaran sus orígenes en el Monte Carmelo y que su Regla había sido promulgada por el Patriarca de Jerusalén. A pesar de que los sucesivos Papas escribieron varias cartas de recomendación para los carmelitas, las persecuciones se sucedían en diversos, llegando en algunos casos a la prohibición de celebrar el culto público en sus iglesias y al desmantelamiento de sus pobres conventos. Muchos amigos de la Orden les sugerían que buscaran el patrocinio de algún señor feudal poderoso, al que ofrecieran su obediencia a cambio de protección, según las costumbres de la época; pero ellos se negaron, afirmando siempre que la única Señora a la que servían y que había de defenderlos era la Virgen María. Ella era la Señora del Carmelo y sus hermanos e hijos confiaban en su auxilio.

12.                 El escapulario

Por entonces la gente normal disponía de poca ropa. Normalmente solo tenía una túnica, que se protegía con una especie de bata o gran delantal durante los trabajos. A esta prenda protectora se llamaba «escapulario», porque caía desde las «escápulas» (los hombros) cubriendo el pecho y las espaldas. Los siervos de cada señor feudal llevaban estos escapularios de un determinado color y tamaño, con lo que se podían distinguir en las guerras, a la hora de pagar peajes por atravesar las tierras del señor o participar en el mercado, etc. Como los carmelitas se negaron a tener ningún señor que les protegiera en la tierra, adoptaron el hábito y el escapulario de color pardo, de la lana de oveja sin teñir, que es el que llevaban los pobres y desheredados. Mientras tanto, seguían confiando en el auxilio de María.

Cuenta la tradición que un general de la Orden, de origen inglés y de nombre Simón Stock, especialmente devoto de la Virgen, rezaba cada día para que acabaran las persecuciones con la siguiente oración: Flos Carmeli, Vitis Florigera, Splendor coeli, Virgo puerpera, Singularis,  Mater mitis, Sed viri nescia, Carmelitis sto Propitia, Stella maris. Que traducido al español dice: «Flor del Carmelo, Viña florida, Esplendor del cielo, Virgen singular. ¡Oh, Madre amable! Mujer sin mancilla, muéstrate propicia con los carmelitas, Estrella del mar».

Entonces sucedió el prodigio. Corría el año de 1251 y la Virgen María vino a su encuentro con el escapulario marrón en sus manos, el mismo que los religiosos habían escogido, porque no querían señores feudales que les protegieran, ya que sabían que la Virgen era su Señora. Y la Virgen le dijo: «Este escapulario es el signo de mi protección». A partir de entonces fueron cesando las persecuciones y el escapulario se convirtió en signo de consagración a María y de su protección continua.

En torno al escapulario se multiplicaron las tradiciones. La más importante es la de «la bula sabatina», que parte de un sueño del Papa Juan XXII, al que la Virgen del Carmen dijo que ella sacaría del purgatorio el sábado siguiente a su muerte a quienes fallezcan con el escapulario. Con este motivo se fundaron numerosas «cofradías de ánimas», que ofrecían misas por las almas del purgatorio en altares de la Virgen del Carmen. Muchos cuadros y relieves la representan con las almas del purgatorio a sus pies y con ángeles que sacan de las llamas a quienes están revestidos del escapulario. La archicofradía del Carmen llegó a ser la más extendida de toda la cristiandad, con sede en iglesias de todo el mundo. Hasta no hace mucho se necesitaba un permiso escrito del General de la Orden para que un sacerdote pudiera imponer el escapulario agregando, así, a los fieles a dicha archicofradía, que los Papas enriquecieron con numerosas indulgencias.

A lo largo de los siglos son innumerables los fieles que han llevado el escapulario como signo de su amor a María. También son numerosos los prodigios y conversiones que la Virgen ha realizado entre los que llevan con fe y devoción esta prenda tan humilde. Pío XII escribió: «La devoción al Escapulario ha hecho correr sobre el mundo un río inmenso de gracias espirituales y temporales». Y Pablo VI: «Entre las devociones y prácticas de amor a la Virgen María recomendadas por el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos, sobresalen el rosario mariano y el uso del escapulario del Carmen». Juan Pablo II lo llevaba siempre consigo y lo recomendó en muchas ocasiones, afirmando: «En el signo del escapulario se pone de relieve una síntesis eficaz de espiritualidad mariana que alimenta la vida de los creyentes, sensibilizándolos a la presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El escapulario es esencialmente un “hábito”. Quien lo recibe queda agregado a la Orden del Carmen, dedicado al servicio de la Virgen por el bien de la Iglesia y experimenta la presencia dulce y materna de María. ¡Yo también llevo sobre el corazón, desde hace mucho tiempo, el escapulario del Carmen!». Por su parte, Benedicto XVI ha afirmado: «El escapulario es un signo particular de la unión con Jesús y María. Para aquellos que lo llevan constituye un signo del abandono filial y de confianza en la protección de la Virgen Inmaculada. En nuestra batalla contra el mal, María, nuestra Madre, nos envuelve con su manto».

13.                 Bibliografía básica

El mejor estudio sobre el Monte Carmelo y los orígenes de los carmelitas sigue siendo el de Elías Friedman, o.c.d. El Monte Carmelo y los primeros carmelitas. Burgos 1985. (Traducción del inglés). A nivel divulgativo, la publicación más interesante y completa, con numerosas fotografías, es la obra en colaboración dirigida por Silvano Giordano, o.c.d. El Carmelo en Tierra Santa. Desde sus orígenes hasta nuestros días. Arenzano 1994. (Traducción del italiano). Para profundizar en la historia posterior se puede leer el libro de Joaquín Smet, o.carm. Los carmelitas. Historia de la Orden del Carmen, I. Los orígenes, En busca de la identidad. (B.A.C. 495) Madrid 1987. (Traducción del inglés). Para la historia del Carmelo Descalzo es muy útil el manual de Pedro Ortega, o.c.d. Historia del Carmelo Teresiano. Burgos 20103. También el volumen de Rodolfo Girardello (dir.) Le origini e la Regola del Carmelo. Roma Morena 1989.

Para los numerosos textos patrísticos sobre Elías y Eliseo hay que consultar las dos enormes compilaciones siguientes: Monastère Saint Élie (de Saint-Rèmi), Le Saint prophète Élie d’après les Pères de l’Église. Bellefontaine, 1992; y Monastère Saint Élie (de Saint-Rèmi), Le Saint prophète Élisée d’après les Pères de l’Église. Bellefontaine, 1993. Dos libros que tratan los temas bíblicos, históricos y espirituales relacionados con los dos grandes profetas son AA. VV. El profeta Elías, padre de los carmelitas. Burgos 1998. (Traducción del francés); y AA. VV. Eliseo o el Manto de Elías. Burgos, 2000. (Traducción del francés).

Aunque hay mucho publicado sobre la Regla, la obra más completa es el grueso volumen de Carlo Cicconetti, o. carm. La Regola del Carmelo. Origine, natura, significado. Roma 1973. Es también interesante la colección de artículos sobre temas relacionados con la Regla (de valor muy desigual) recogidos por Bruno Secondin, o.carm. en el libro Un proyecto de vida. La Regla del Carmelo Hoy. Madrid 1985. (Traducción del italiano, con un artículo añadido en la versión española sobre la Regla y Santa Teresa de Tomás Álvarez, o.c.d.). Así como el libro de Bruno Secondín, o.carm. y Luis Aróstegui Gamboa, o.c.d. Alle radici del Carmelo. Roma Morena 2005. (Fruto de un curso a carmelitas descalzas, por lo que desarrolla especialmente el lugar de la Regla en la consagración carmelitana femenina).

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


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