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Isabel de la Trinidad

7.      UNA COMUNIÓN INCESANTE CON LA TRINIDAD

Autor Pedro Sergio Antonio Donoso Brant


7.1   Una comunión incesante con la Trinidad

El 21 de noviembre de 1904, sor Isabel escribe su clásica Elevación a la Santísima Trinidad, es el día de la renovación de votos religiosos. No lleva título y carece de firma. En un movimiento de gracia había compuesto de una sola vez, sin la menor corrección, su sublime elevación a la Trinidad, le quedaba subir a las últimas cimas del amor.

“¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga penetrar más en la profundidad de vuestro misterio. Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra morada amada y el lugar de vuestro reposo. Que no os deje allí jamás solo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración total, completamente entregada a vuestra acción creadora ¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para vuestro Corazón; quisiera cubriros de gloria amaros... hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y os pido os dignéis «revestirme de Vos mismo», identificad mi alma con todos los movimientos de la vuestra, sumergidme, invadidme, sustituidme, para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándoos, quiero hacerme dócil a vuestras enseñanzas, para aprenderlo todo de Vos. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero miraros siempre y permanecer bajo vuestra gran luz. ¡Oh, Astro amado!, fascinadme para que no pueda ya salir de vuestra irradiación. ¡Oh!, Fuego consumidor, Espíritu de Amor, descended a mí para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él una humanidad complementaria en la que renueve todo su Misterio. Y Vos, ¡oh Padre Eterno!, inclinaos hacia vuestra pequeña criatura, «cubridla con vuestra sombra”, no veáis en ella más que al “Amado en quien Vos habéis puesto todas vuestras complacencias”

¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Vos como una presa. Encerraos en mí para que yo me encierre en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas….”

Esta Elevación a la Santísima Trinidad revela toda la espiritualidad trinitaria de sor Isabel. Solo un alma que ha experimentado estas realidades, puede escribir una plegaria como esta.

7.2   «Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro...»

Contemplar a un alma orando, es sorprenderla en el momento de su más gran intimidad con Dios. La oración es la síntesis de un alma: según la oración tal es la vida. Sor Isabel de la Trinidad no ha escrito como su santa Madre Teresa de Jesús un tratado de oración, pero su sublime plegaria, nos revela el más rico testimonio sobre su manera completamente carmelitana de concebir la vida de oración: “una comunión incesante con la Trinidad.” Le escribe Isabel a una querida amiga sobre la oración; “Germanita querida, cuando te aconsejo la oración, no se trata de imponerse una cantidad de oraciones para rezarlas diariamente. Hablo más bien de esa elevación del alma hacia Dios a través de todas las cosas, que nos constituye en una especie de comunión ininterrumpida con la Santísima Trinidad, obrando con sencillez la luz de su mirada.” (Carta a la señorita Germana Gémeaux, febrero de 1905, Obras Completas, página 512)

Compuesta de un solo trazo, sin la menor enmienda, en un día en que el Carmelo entero renovaba sus votos, esta oración, ya célebre, es la síntesis de su vida interior. En ella aparecen perfectamente caracterizados todos los rasgos esenciales de su alma, la gran devoción de su vida: la Trinidad; la forma propia de su vida de oración: la adoración; su apasionada ternura por Cristo “amado hasta morir de amor”, amado en la cruz; finalmente, el rapto irresistible hacia los “Tres”, “su bienaventuranza, su todo, Soledad infinita en la que su alma se pierde”. “Oh Dios mío” -Su alma va directamente no a las perfecciones divinas, sino a la esencia, fuente de todos los atributos, al mismo Dios. “Trinidad” No el Dios de los filósofos y de los sabios sino el Dios de los cristianos y de los místicos: Padre, Verbo, Amor.

Sor Isabel de la Trinidad queda menos sorprendida de este aspecto íntimo del misterio en sí mismo, que preocupada de descubrir en él el término feliz y explícito de su vida de unión: “La Trinidad, he aquí nuestra morada, nuestro “hogar”, la casa paterna de la que no debemos salir nunca.” Había que oír con qué acento de ternura, con las manos sobre su corazón como sobre una presencia amada, hablaba de sus “Tres”: “¡Amo tanto ese misterio! Es un abismo en el que me pierdo.”

7.3   “Ayudadme a olvidarme enteramente”

Parece ser que el gran obstáculo  de toda alma contemplativa en general es su propio “yo”, “El amor propio no muere sino un cuarto de hora después que nosotros” decía sonriendo san Francisco de Sales, y los santos han librado sus más grandes combates contra sí mismos por la destrucción de ese “yo” tan tenaz. ¿Quién se extrañaría de su obstinada persistencia, aun en las más grandes almas, las más amadas por Dios, hasta el día en que plazca al Maestro por una gracia completamente gratuita liberarlas para siempre de ese “yo”?

Este olvidarse de nuestro “yo”, no es fácil, no obstante, inmediatamente después de su primer pensamiento de adoración a la Trinidad, desde la segunda frase de su oración, sor Isabel entra en sí misma: “Ayudadme a olvidarme enteramente.” Después de tres años de vida religiosa, un obstáculo, hasta entonces insuperable, obstruye su vida espiritual: su propio “yo”. No ha llegado todavía a esa liberación soberana de las almas que se olvidan de sí mismas y cuyo oficio único consiste en amar. Pero Isabel, está dispuesta y ése será el trabajo de sus dos últimos años. Descubriendo su vida, entre su Diario Espiritual y sus cartas, nos damos cuenta que primero hay un período lento y trabajoso, en el transcurso de dieciocho meses de fidelidad oculta; luego es rápido, casi fulminante, cuando, a partir de la noche del domingo de Ramos, Dios arrojándose sobre ella como sobre una presa irá Él mismo a obrar en su cuerpo y en su alma su obra de destrucción y de consumación. Entonces se completará en ella la unión transformadora, no en el Tabor, sino, según su propio deseo, en la configuración con la imagen del Crucificado y “la conformidad con su muerte.”

7.4   “La conformidad con su muerte”

Quizás me estoy adelanto en comentar el paso de Isabel, pero esta es una la fase más sublime de su vida que tiene mucho por observar.

Desde hacía varios meses, sor Isabel de la Trinidad sentía una fatiga tal que, sin el auxilio de Dios, hubiera sucumbido. Antes de ser retirada del oficio de portera, cuando la llamaban necesitaba a veces un esfuerzo real para subir la primera grada de la escalera: estaba agotada. “Por la mañana, después del rezo de las horas menores, confesaba más tarde a su Priora, me sentía ya exhausta y me preguntaba cómo podría llegar a la noche. Después de Completas, mi falta de ánimo llegaba al colmo; y así sentí a veces la tentación de envidiar a una hermana dispensada del oficio de Maitines. Pasaba el tiempo del gran silencio en una verdadera agonía, y unía ésta a la del Divino Maestro, manteniéndome junto a Él, cerca de la reja del coro. Era un momento de puro sufrimiento, pero que me obtenía fuerzas para Maitines: tenía entonces cierta facilidad para aplicarme a Dios. Enseguida, volvía a encontrar mis impotencias y, sin ser notada, gracias a la oscuridad, volvía como podía a nuestra celda, apoyándome en la pared, con frecuencia.”(Recuerdos, p. 175. Edición de 1935)

Al principio de la Cuaresma de 1906, después del recreo de mediodía, habiendo sor Isabel abierto al azar, según su costumbre, su querido san Pablo, tropezó con el texto siguiente: “Lo que quiero, es reconocerlo a Él, la comunión con sus sufrimientos y la conformidad con su muerte.” (Flp 3,10.) Esta fórmula final la sobrecogió: La conformidad con su muerte. ¿No le anunciaba su próxima liberación? Así fue como en plena Cuaresma se declararon los síntomas de una grave enfermedad de estómago y, después de la fiesta de san José, sor Isabel de la Trinidad quedaba definitivamente instalada en la enfermería. Al ingresar comento Isabel que: “sabía yo que san José vendría a buscarme en este año, dijo alegremente, helo ya aquí.”

Al ingresar a la enfermería, se organizó una verdadera cruzada de oraciones, no obstante; el mal progresaba. Sor Isabel estaba en la coronación de la alegría. Aventajando todo juicio por las causas segundas, llamaba a esta misteriosa enfermedad: “la enfermedad del amor” y expresaba: “Es Él quien me trabaja y me consume, a Él me entrego, me abandono, feliz de antemano por todo lo que Él haga.” El Domingo de Ramos un síncope vino a agravar súbitamente su estado. Se hizo llamar a un sacerdote en la noche. Sor Isabel, con la mirada inflamada, las manos juntas, apretando sobre su pecho el hermoso Cristo de su profesión religiosa, repetía con arrobamiento: “¡Oh Amor, Amor, Amor!”. El sacerdote que le administraba los sacramentos declaraba: “He visto muchos enfermos, pero nunca he visto un espectáculo semejante.”

El Viernes Santo estaban todas convencidas que Isabel iba a expirar. Pero la crisis pasó. En la mañana del Sábado Santo las enfermeras turbadas encontraron a sor Isabel de rodillas en su cama. No obstante la vuelta a la vida fue para ella casi una decepción. Así se lo escribirá a su querida amiga Germana; “En Domingo de Ramos por la noche sufrí una crisis muy grave. Creí que al fin había sonado mi hora de ir a las regiones infinitas para contemplar, sin velo esa Trinidad que fue ya mi morada en este mundo. En la quietud y silencio de esa noche, recibí la Extremaunción Unción y la visita de mi Divino Esposo. Me parecía que Él esperaba este momento para romper definitivamente mis ligaduras. ¡Oh hermanita mía, que días inefables he pasado en espera de la gran visión!” Carta a  Germana Gémeaux, mayo de 1906, Obras Completas, página 586)

Luego escribe una carta al canónigo Sr. Angles: A usted, que ha sido siempre mi confidente, sé que puedo decírselo. La perspectiva de ir contemplar su inefable belleza a Aquel a quien amo y de abismarme en la Trinidad, que fue ya mi cielo en la tierra, infunde una alegría inmensa en mi alma. ¡Oh cuanto me costaba volver de nuevo a la tierra! ¡Que ruin me parecía al despertar de mi hermoso sueño! Sólo en Dios todo es puro, bello y santo.” (Carta al canónigo Sr. Angles, mayo de 1906, Obras Completas, página 584.)

7.5   “Si Dios me ha devuelto un poco de vida, se dijo, no puede ser más que para su Gloria.”

Ese encuentro violento la había acercado al mundo invisible. Acostumbrada a vivir más alto, sor Isabel comprendió, desde el primer instante, el sentido providencial de esa enfermedad. En ella descubría la mano divina, “el amor demasiado grande” que la perseguía más que nunca. Inmediatamente se ajustó al plan divino. “Si Dios me ha devuelto un poco de vida, se dijo, no puede ser más que para su Gloria.” Dios quería establecerla en esa última cumbre de la montaña del Carmelo en donde, según el conocido gráfico de san Juan de la Cruz, “habita el honor y la gloria divina.”

Unos meses antes de su crisis durante una licencia de verano de 1905, en una conversación íntima con una hermana había encontrado en san Pablo su nombre de gracia definitivo: “Laudem Gloriae”, y todos los esfuerzos de su vida interior se dirigían desde entonces en ese sentido. Las cosas hubieran podido diferirse demasiado. Dios las precipitó. Sucede a menudo que Dios deja así que las almas avancen según su paso por los caminos divinos; luego, interviniendo de improviso, toma personalmente la dirección de su vida en los menores detalles; por fin, bajo el empuje de una gracia irresistible, las lleva hasta Él. Utiliza las causas segundas: una gran prueba que quebranta una vida, una enfermedad que parece conducir a la muerte; en realidad es la hora divina del Calvario que todo lo consume. Así sucedió para sor Isabel de la Trinidad: la crisis fulminante de la noche del domingo de Ramos y del Viernes Santo fue la señal de la liberación suprema, la entrada definitiva en la unión transformadora. A partir de ese momento sor Isabel de la Trinidad, ajena a todas las cosas de aquí abajo, vivió en esa unión con un alma de eternidad.

Las hermanas que más entraron en su intimidad declaraban que eso fue para ellas la revelación de una santa; “Se la sentía irse”; “no podía ya seguirla, era ya un ser del más allá.” La vieron avanzar por el camino del dolor “con la dignidad de una reina”, según la fórmula que empleaba un testigo, sin saber que era la expresión misma de sor Isabel.

Esto aparecía con evidencia a los ojos de todos. A medida que su ser físico iba a la destrucción, su alma, cada vez más feliz, aventajándose a sí misma, se olvidaba de sí. Un solo pensamiento la circundaba día y noche: la alabanza de gloria a la Trinidad. No tenía más que un deseo: agotar su vida en el servicio de las almas; y soñaba con “morir transformada en el Crucificado.” “Me debilito cada día más y reconozco que mi divino Esposo no tardará mucho en venir a buscarme. Estoy gustando y experimentando alegrías nuevas, las alegrías del dolor... Tengo la ilusión de verme transformada antes de morir en Cristo crucificado.” (Carta a  Germana Gémeaux, fines de octubre de 1906, Obras Completas, página 670).

7.6   “Toda alegría como una esposa al lado del divino Crucificado.”

Los últimos meses de esta alma esencialmente trinitaria estuvieron como perseguidos por el pensamiento del Crucificado, tan cierto es, según la observación de santa Teresa, que, aun en los estados místicos más elevados, el recuerdo de la Humanidad de Cristo no debe borrarse nunca. Aquél que es el término como Dios, sigue siendo, como hombre, el camino que a él conduce: el Calvario es el único camino de la Trinidad.

Al constante afán de la gloria de la Trinidad, que domina por cierto todo el interior del alma de sor Isabel, se mezcla pues íntimamente el espectáculo del Crucificado. Escribe Isabel al Sr: Angles: “Este es el pensamiento que me obsesiona y me fortalece mi alma en el dolor.  ¡Si viera que obra de destrucción siento realizarse todo mi ser! Se me ha abierto el camino del Calvario y soy feliz marchando por él como una esposa junto al divino Crucificado.”

“El día dieciocho cumpliré veintiséis años. No sé si este año terminará en el tiempo o en la eternidad. Le pido como una hija a su Padre, que me consagre en la Santa Misa, como una Hostia de Alabanza para la gloria de Dios. Conságreme de tal modo que deje de ser yo y sea solamente Él, para que el Padre al verme me reconozca. Que me asemeje a Él en la muerte, que yo complete en mi carne lo que le falta a los sufrimientos de Jesucristo, por su cuerpo que es la Iglesia. Luego báñeme en la sangre de Cristo para participar de su fortaleza. Me siento tan pequeña, tan débil…”  (Carta al canónigo Sr Angles, julio de 1906, Obras Completas, página 616).

Así la vida espiritual de sor Isabel se reduce más y más a lo esencial: la transformación en Cristo por amor, una filial intimidad de casi todos los instantes con la Virgen, el sentido trinitario de su bautismo. Transportada al alma del Crucificado, el movimiento de su vida interior se vuelve pronto extremadamente simple: la gloria de la Trinidad... y nada más.

7.7   “En el cielo seré vuestro Ángel”

Ahora sor Isabel de la Trinidad ha llegado a esa unidad superior del alma de los santos que han alcanzado a Cristo plenamente. Todo lo demás entra en esa unidad o desaparece. En su alma todo se armoniza. Para ella, el “Palacio de la bienaventuranza o del dolor” es una misma cosa; el deseo del sufrimiento no excluye el del cielo, el cual la atrae cada vez más al contacto de esos últimos capítulos del Apocalipsis sobre la Jerusalén celestial, que constituyen su lectura de cabecera. Jamás se la vio tan divina y humana a la vez. Su ternura se manifiesta sobre todo con sus hermanas del claustro. “Nunca fue tan exuberante el corazón de Cristo como en el momento en que iba a separarse de los suyos. También yo, hermanita, nunca he sentido tanto la necesidad de cubriros con plegarias. Cuando mis sufrimientos se hacen más agudos, me siento de tal manera ungida a ofrecerlos por vos, que no puedo obrar de otra manera. ¿Tendríais particular necesidad de que así lo haga? ¿Os veríais en algún sufrimiento? Os doy todos los míos; podéis disponer de ellos plenamente. ¡Si supierais cuán feliz soy al pensar que mi Maestro va a venir a buscarme! ¡Qué ideal es la muerte para aquellos a quienes Dios ha preservado y que no han buscado las cosas visibles porque son pasajeras, sino las invisibles que son eternas!

Escribe Isabel a la señorita Clemencia: Querida hermanita. Es su Ángel que le envía hoy las últimas palabras que brotan de su corazón, antes de ir a Aquel que se fue ya su todo en la tierra…….sus últimas palabras; “En el cielo seré más que nunca su Ángel. Reconozco la necesidad tiene de protección, hermanita mía, en ese París donde tiene que desenvolverse su vida.

San Pablo dice que Dios nos eligió en Él, antes de la fundación del mundo para que seamos santos e inmaculados ante El, en el amor. (Ef 1,4) Con qué interés pediré al Señor que se cumpla en usted ese decreto de su voluntad. Para conseguirlo, escuche el consejo del Apóstol: Andad en Jesucristo, arraigados y edificados sobre Él, apoyados en la fe, creciendo más y más en Él. (Col 2, 6-7) Cuando contemple la belleza infinita en todo su esplendor pediré a Dios que le imprima en su alma para que sea ya en la tierra, donde todo se encuentra mancillado, belleza de su Belleza y luz de su Luz.

Adiós; dele gracias en mi nombre porque mí dicha es inmensa. Tiene una cita en la herencia de los Santos. (Col 1,12) Allí, donde en el coro de las Vírgenes, generación pura como la luz, cantaremos el Cántico nuevo al Cordero y el Sanctus eterno, inmersos en el esplendor de la Faz de divina. En aquel día, dice San Pablo, nos transformaremos en su imagen, cada vez con más gloria (2 Cor 3,18) Le abrazo con todo el amor de mi corazón. Seré su Ángel por toda la eternidad.” (Carta a Clemencia Blanc, octubre de 1906, Obras Completas, página 685)

En la noche del 2 de agosto de 1906, aniversario de su entrada al Carmelo, no pudiendo dormir, se instala cerca de la ventana y permanece allí en oración con su Maestro hasta casi medianoche. Pasó una noche divina: “El cielo era tan azul. Estaba tan sereno. Que silencio tan profundo se sentía en el convento. Mientras tanto examiné esos cinco años tan llenos de gracias” (Carta a su madre María Rolland, 2 de agosto de 1906, Obras Completas, página 633).

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant


Fuentes y Bibliografía

-        LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, M.M. PHILIPON, O.P.

-        OBRAS COMPLETAS, EDITORIAL MONTECARMELO


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