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Isabel de la Trinidad

8.      “ALABANZA DE GLORIA POR LA ETERNIDAD”

Autor Pedro Sergio Antonio Donoso Brant


8.1   “Alabanza de Gloria.”

Sintiendo que el desenlace se aproximaba, sor Isabel pidió a su Madre Priora la dejara entrar en retiro la noche del 15 de agosto, para preparar su tránsito a la vida eterna. En una esquela que hizo llegar a una de sus hermanas, le anuncia que parte con Janua Coeli, (Puerta del Cielo) ora pro nobis, para esos días de oración y recogimiento. Escribe Isabel a sor Inés de Jesús Maria: “Laudem Gloriae” (Alabanza de gloria), entra esta noche en el Noviciado del cielo, para prepararse a recibir el hábito de gloria. Por eso siente la necesidad de encomendarse a las oraciones de su querida hermana Inés. “A los que Él  ha conocido de antemano -nos dice san Pablo-, también les ha destinado a ser semejanza de la imagen de su Hijo” (Rom 8,29) Este es el ideal que me he propuesto aprender: la semejanza, la identidad con mi Maestro adorado, el Crucificado por amor. Entonces podré cumplir el oficio de “Alabanza de gloria”, y entonar ya en este mundo el Sanctus eterno, en espera de ir a cantarlo en los atrios divinos de la Casa del Padre.” Y sigue luego: “Querida hermana, contemplemos siempre el divino Maestro. Que toda mirada de fe simple y amorosa nos separa de todo e interponga una nube entre nosotras y las cosas de este mundo. Somos demasiados grandes para ser comprendidas por las criaturas. Guardémoslo todo para El, solo para El. Así podremos cantar al Señor con David, acompañados de nuestra lira: Sólo para ti reservaré mi fuerza.” (Sal 58,10) (Misiva espiritual a Sor Inés de Jesús María, 15 de agosto de 1906)

En el transcurso de esas tardes y noches de silencio con Dios, en que sentía que su Maestro la encaminaba hacia su Calvario, fue cuando compuso, a pedido de su Madre Priora, el “Ultimo retiro de Laudem Gloriae” para decirle cómo concebía su oficio de “Alabanza de Gloria.”

8.2   Desde el palacio del dolor, y de la bienaventuranza. Hora 11

Hasta la última semana se la vio ir con muchas dificultades para el rezo de Laudes, y allí, hecha un ovillo en un rincón del coro, extraer hasta la última gota de su ser consumido. En la medida que se lo permitía su extremada debilidad, permaneció fiel hasta el fin a las menores observancias de su Orden. Con frecuencia, durante interminables insomnios, experimentaba en su cuerpo y en su alma un verdadero martirio. Con gran espíritu de fe se refugiaba entonces junto a su Priora, a la que llamaba su Sacerdote, encargado por Dios de consumar su sacrificio.

Escribe Isabel a su Madre Priora, Germana de Jesús: “Madre querida, Sacerdote amado. Su pequeña “Alabanza de gloria” no puede dormir. Sufre, su alma aunque angustiada, permanece en tanta paz…..su visita me ha traído esta paz del cielo. Su corazoncito necesita comunicárselo. Tiernamente agradecido, ruega y sufre sin cesar por vuestra reverencia. ¡Oh! Ayúdeme a escalar mi Calvario. Siento tan intensamente la eficacia de su sacerdocio sobre mi alma… La necesito tanto…..Madre mía, siento a mis “Tres” tan cerca de mí…..Me encuentro más abrumada por el peso de la felicidad que del dolor. Mi divino Esposo me ha recordado que ésta era mi morada y que no soy yo quien debe elegir mis sufrimientos. Por tanto, me sumerjo con El, temerosa y angustiada en la inmensidad del dolor. (Misiva espiritual a su Madre Priora, madre Germana de Jesús, octubre de 1906.)

En otra misiva le escribe a su Madre Priora: “Mi Sacerdote amado, su pequeña hostia sufre muchísimo, muchísimo. Es una especie de agonía física. Se siente tan extenuada que quisiera gritar. Pero el Ser, que es la plenitud de amor, la visita, la  acompaña, le hace vivir en intimidad con El dándole a entender que mientras la deje permanecer en el mundo, le ofrecerá el dolor. (Octubre de 1906, hora 11)

8.3   Una belleza tan rara, tan divina

Oímos una y otra vez al salmista cantar: “eres tú, mi fortaleza, y, por tu nombre, me guías y diriges” (Sal 31,49),”Dios es para nosotros refugio y fortaleza, un socorro en la angustia” (Sal 46,2), “¡Mi refugio y fortaleza, mi Dios, en quien confío!”  (Sal 91,2). Isabel, en medio de los más agudos sufrimientos, su confianza en Dios es tan inmensa que no era posible en ella sorprenderla en la menor flaqueza. Era algo que llamaba fuertemente la atención; nunca dejó de sonreír. Durante esas últimas semanas de verdadero martirio, el don de Fortaleza se manifiesta en ella de manera considerable, incluso, con un comportamiento notable. Se sabe que un día le preguntaron si sufría mucho; hizo un gesto como para indicar que le despedazaban las entrañas: se contrajo su rostro; luego, terminado el gesto, volvió a su serenidad apacible.

Así fue como en este estado de agotamiento la volvió a ver por última vez el Padre Vallée el 15 de octubre de 1906. En efecto, el P. Vallée quedó muy impresionado por el aspecto físico y que le comunicaba “una belleza tan rara, tan divina.”  Así fue como la exhortó a elevarse, con su supremo esfuerzo, hasta el amor que supera el dolor. Muy consolada con esa última visita del Padre, subió a las alturas entrevistas. Esos estados superiores de unión transformadora en el Calvario, no se parecen ya más a nada de lo que pasa en la tierra.

Luego el 29 de octubre, aprovechando una leve mejoría, pudo bajar al locutorio cerca de su familia. Le habían llevado sus sobrinas, “esos dos hermosos lirios blanquísimos”, a quienes su madre había hecho arrodillar junto a la reja. Sor Isabel, levantando el gran Cristo de la profesión, las bendijo.

En el momento de la despedida tuvo la fuerza de murmurar a su Madre: “Mamá, cuando la hermana tornera te haga saber que he acabado de sufrir, te pondrás de rodillas diciendo: Dios mío, vos me la habéis dado, vos me la quitáis; bendito sea vuestro santo nombre.” Y así fue que cuando la Sra. de Catez, avisada por la hermana tornera, se trasladó al locutorio en el que estaba expuesta su hija muerta, profirió un grito de dolor. Entonces, una amiga que la acompañaba le dijo: “Acordaos de lo que os dijo Isabel.” La valiente madre lo recordó, y cayendo de rodillas murmuró: “Dios mío, vos me la habéis dado, vos me la quitáis; bendito sea vuestro santo nombre”.

8.4   “Creo que ha llegado el día tan ardientemente  deseado de mi encuentro con el Esposo”

Siendo ya el 30 de octubre, sor Isabel de la Trinidad no podía ya salir de la enfermería, su estado de salud era grave. Por el atardecer, un gran temblor la sacudía en su cama; por la noche, el cielo estuvo otra vez a punto de abrirse; había que apurarse. A partir del 31 de octubre por la mañana le fue renovada la gracia de los últimos sacramentos. Entonces la Iglesia cantaba las primeras Vísperas de la festividad de Todos los Santos.

Es así, como no pudiendo ya escribir, sor Isabel dictó un último mensaje: “Creo que ha llegado el día tan ardientemente  deseado de mi encuentro con el Esposo únicamente amado, adorado. Espero encontrarme esta noche entre esa gran muchedumbre (Ap 7,9) que san Juan vio ante el  trono del Cordero, sirviéndole noche y día en su templo (Ap 7,15). Le ofrezco una cita en ese hermoso y último capítulo del Apocalipsis que conduce al alma por encima de la tierra, hasta la visión donde voy a perderme eternamente.” (Carta la Sra. Hallo, noviembre de 1906, Obras Completas página 689)

Al día siguiente, a mediodía, tocaron todas las campanas de la ciudad. “¡Oh!, Madre mía, -exclamó- esas campanas me dilatan; tocan para la partida de Laudem Gloriae. Van a hacerme morir de alegría esas campanas. Vámonos.” Y sus brazos se extendían hacia el cielo. Luego, el día de Todos los Santos, hacia las 10 de la mañana, pareció haber llegado la hora suprema. La comunidad se reunió en la enfermería para rezar las oraciones de los agonizantes. Sor Isabel de la Trinidad salió de su estado de postración, se aseguró de la presencia de todas las hermanas y pidió perdón. Luego, a pedido dejó escapar las frases siguientes:

“Todo pasa... En el atardecer de la vida, sólo el amor permanece... Hay que hacerlo todo por amor... Hay que olvidarse de sí mismo sin cesar: ¡le gusta tanto a Dios que uno se olvide! ¡Ah, sí siempre lo hubiera yo hecho!” Seguidamente comenzaron nueve días de dolorosa agonía. Acostada en su cama como en un altar, con los ojos cerrados, la vida toda recogida en el fondo del alma, la santa víctima oraba. Cuando intentaban consolarla de no recibir ya la santa hostia, decía: “Lo encuentro en la cruz, es allí donde Él me da la vida.”

8.5   “Oh Amor, Amor, agota toda mi sustancia para gloria tuya; que se vierta gota a gota por tu Iglesia.”

Fuertes y violentos dolores cerebrales hicieron temer una congestión; se le aplicó con incesantes atenciones de hielo que se derretía instantáneamente. Su cerebro parecía abrasado; la palabra se hacía casi imperceptible revelando una unión divina consumada. Su rostro, pálido y desfigurado, revestía a veces de modo sorprendente los rasgos dolorosos de la Santa Faz. Se hubiera dicho un Cristo en cruz. Tres semanas antes había revelado a su Priora: “Si mi Maestro me diera a elegir entre un éxtasis y la muerte en el abandono del Calvario, elegiría esta última para asemejarme a Él.” Su Maestro la había escuchado plenamente: era la extenuación del Calvario tanto en lo interior como en lo exterior. Después de una crisis violenta se la había oído exclamar: “Oh Amor, Amor, agota toda mi sustancia para gloria tuya; que se vierta gota a gota por tu Iglesia.”

La antevíspera de su muerte, el médico le confesó la extremada debilidad de su pulso; entró ella en gozo y tuvo la fuerza de decir: “Dentro de dos días estaré en el seno de mis “Tres”. Es la Virgen, ese ser todo luminoso, quien me tomará de la mano para llevarme al cielo.” El doctor, incrédulo, se extrañaba de semejante alegría. Sor Isabel le habló de la adopción divina, del gran misterio del Amor inclinado sobre nosotros... Estos últimos esfuerzos acabaron de agotarla. Pudo oírsela murmurar aún, con voz encantadora: “Voy a la Luz, al Amor, a la Vida.” Fueron éstas sus últimas palabras inteligibles.

El viernes 9 de noviembre a las 5:45 hr., se volvió del lado derecho y echó la cabeza hacia atrás; se le iluminó el rostro; sus bellos ojos, cerrados y casi apagados desde hacía ocho días, se abrieron y se detuvieron, con admirable expresión, algo arriba de su Priora arrodillada junto a la cama. Estaba hermosa como un ángel. Las hermanas que a su alrededor rezaban las oraciones de los agonizantes no se cansaban de contemplarla. Luego, sin que hubiesen podido sorprender su último suspiro, advirtieron que sor Isabel no vivía ya. Era por la mañana de la festividad de la Dedicación, una de sus más queridas fiestas. Mientras en el coro, en presencia de sus restos, las hermanas cantaban las alabanzas de la Casa de Dios «Beata pacis visio», Sor Isabel ya en la inmutable visión de paz y los esplendores de la Jerusalén celestial, cuyo pensamiento había dominado sus últimos días, estaba mezclada con la muchedumbre de los Bienaventurados que tienen una palma en sus manos y dicen sin descanso día y noche: Santo, Santo, Santo, el Señor Omnipotente, que era, que es, que será por los siglos de los siglos. Con ellos, adorando y arrojando su corona, recompensa de su martirio de amor, no cesaba de repetir ante el Trono del Cordero: “Dignus es, Domine.” Digno sois, Señor, de recibir honor, poder, sabiduría, fortaleza y divinidad” (Ap 5).

Ante la Faz de la Santísima Trinidad, sor Isabel se había vuelto “Alabanza de Gloria por la eternidad.”

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant


Fuentes y Bibliografía

-        LA DOCTRINA ESPIRITUAL DE SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, M.M. PHILIPON, O.P.

-        OBRAS COMPLETAS, EDITORIAL MONTECARMELO


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