SOLEMNIDAD
DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA DEL MONTE CARMELO, (16 de Julio)
Fr.
Julio González C. OCD
La Solemnidad de Nuestra Señora del
Monte Carmelo es una de las celebraciones marianas más más queridas en el pueblo de Dios. Solo
mencionar su nombre nos traslada a Israel, tierra de las Sagradas Escrituras,
donde en el siglo XII un grupo de caballeros templarios comenzaron a venerar a
la Virgen María en una capilla dedicada en su honor en la cumbre del Carmelo.
De este pequeño grupo de hermanos ermitaños, reunidos junto a la fuente de
Elías, nació la Orden del Carmen, consagrada al culto de la Virgen María del Monte Carmelo, Madre del
Señor. La Biblia hace en diversas ocasiones referencias a la belleza natural
del Monte Carmelo (cfr. Is. 35,2; Cant. 7,6; Am.1, 2).
Hay otra belleza que también hay que considerar es a la experiencia de Dios a
través de la vida y el ministerio del profeta Elías (cfr.1Re 18,19-46). Toda
esa belleza culmina en María, la Madre
de Jesús: por su docilidad y servicio a la palabra de Dios, su callada contemplación
y fe que se hacen palabra de servicio en
su Magnificat. María posee en Sí, la gloria del
Líbano y el esplendor del Carmelo y del Sarón (cfr. Is.
35,2).
Lecturas
bíblicas
a.- 1Re. 18, 42-45: Una nubecilla sube del
mar.
La primera lectura pertenece al
llamado "ciclo de Elías", que narra la historia de este profeta que
dejó una impronta imborrable en la memoria del pueblo de Dios. Elías, es el
gran profeta de la fe y del celo por la gloria de Dios. En tiempo el pueblo
vivía una situación sincretismo religioso,
hasta llegar a venerar a Baal, un dios extranjero, al que atribuían la fecundidad,
que enviaba la lluvia y el rocío para fecundar
la tierra; les daba el trigo, el vino, y el aceite. El profeta Elías, quiere
demostrar que Yahvé tiene poder sobre la naturaleza, por ellos profetizó que no
habría lluvias hasta que él lo proclamara
(cfr. 1Re.17,1). Después de tres años de sequía y
gracias al ministerio de Elías el pueblo había regresado a la fe en el verdadero Dios, luego del sacrificio ofrecido
por Elías a Yahvé donde no quedaba duda de su poder sobre las fuerzas de la
naturaleza. Convertido el pueblo, Dios manda la lluvia de nuevo. Elías entonces
invita al rey Ajab a "comer y beber" (cfr. 1Re.18, 20-41). Por su
parte, el profeta sube a la cima del Carmelo y por siete veces manda a su criado a mirar el mar, mientras
Elías ora "postrado rostro en tierra con el rostro entre las
rodillas" (1Re. 18,42). A la séptima vez, el criado le dijo: "Sube
del mar una nube pequeña como la palma de una mano" (1 Re 18,44).
Finalmente aparece el signo que el profeta esperaba. Le basta una pequeña
nubecilla para intuir que Dios enviará la lluvia sobre la tierra, y así se lo
hace saber al rey que se marche antes que se impida la lluvia (cfr. 1Re.
18,44). En aquel momento, "el cielo se oscureció con nubes, sopló el
viento y cayó agua en abundancia" (1 Re 18,45). Elías entonces corre
delante del rey Ajab, para anunciar el fin de la sequía, victoria de la fe
sobre la idolatría y la casa del rey;
solamente la fe de Elías en Yahvé. Sólo el Dios de Israel, era el origen de la fecundidad y de la bendición sobre la
naturaleza. La tradición espiritual de la Orden del Carmelo ha interpretado este pasaje bíblico en relación
con María, Madre de Jesús. Aquella nubecilla, contemplada por Elías anuncio de
la lluvia, ha sido vista como un signo de María. Ella, la pequeña "sierva
del Señor" (Lc. 1,38), es también fecunda como la nubecilla del Carmelo,
con su fe en el plan salvífico de Dios
ha dado inicio a la etapa definitiva de
la historia de la salvación. En Ella, elegida desde siempre por Dios, es donde
el Verbo eterno, luz eterna y vida de Dios se hace carne, para ser morada de
Dios entre los hombres (Jn.1, 14).
b.-
Gal. 4, 4-7: Nacido de mujer.
El apóstol nos habla de la bajada del
Verbo de Dios en la historia humana, emergió como un hombre cualquiera,
asumiendo en sí las consecuencias de hacerse hombre: nació de mujer, nacido
bajo la ley. El Hijo de Dios se hace hombre integral en una situación histórica
muy concreta, haciéndose maldición por nosotros bajo la Ley de Moisés, de cuya
condición nos libró con su misterio pascual (cfr. Col.3, 13). Es el paso
crucial de la historia de la salvación, de una situación servil a la filiación
divina realizada en Cristo Jesús (Col. 3,28). Por esta razón el apóstol insiste
en este sumergirse de Cristo en la historia humana identificándose plenamente
con ella. Se trata de un sumergirse en la miseria que hay que salvar, la acción redentora de una fuerza
divina, conducción de todos los hombres a la salvación. Jesús se presenta como
el redentor que comparte la alienación de nacer bajo la Ley, de la que había
que salvar a la humanidad. Trae consigo la fuerza redentora del amor divino y
arrastra a toda la humanidad a que pueda salir de la esclavitud del pecado a la
gracia de la filiación divina. En María, el Mesías, el Hijo de Dios, llega a
ser verdadero hermano nuestro, compartiendo nuestra propia carne y sangre (Hb. 2,11-14), haciendo a todos los bautizados herederos de
la vida eterna.
c.-
Jn. 19, 25-27: He ahí a tu Madre.
El evangelista Juan nos presenta a
María al pie de la Cruz de su Hijo, pero no está sola, la acompañan las
piadosas mujeres, los soldados y el discípulo que Jesús más amaba. Ellas
representan a los creyentes que vendrán con el futuro, los soldados, la increencia.
Nuevamente aparece la Madre de Jesús en escena, la primera fue en otras
circunstancias muy distintas, en las bodas en Caná de Galilea, es decir, al
comienzo y al final de la vida de Jesús. En ambas ocasiones la llama Mujer,
porque su intención es presentarla como la Mujer estrechamente unida al
Salvador para llevar a cabo la obra de la Redención. Es el Rostro de María que
se dibuja y descubre desde el comienzo en el Paraíso, hasta el final,
escatológico de la salvación (cfr. Gn.3,15;Ap.12). Las
palabras que el Hijo le dirige a la Madre, tienen más que un sentido de apoyo
en lo humano, establecen la maternidad espiritual de María sobre todos aquellos
por los cuales Jesús muere en la Cruz. Adquiere luz propia el sentido nuevo de
Mujer, con respecto a Juan el discípulo amado, que representa corporativamente
a todos los seguidores de Jesús. Esos serán los hermanos de Jesús, los
creyentes, que participan de su filiación divina. Si desde la predicación del
Evangelio saben que tienen un Padre, se agrega, ahora que además, poseen una
Madre espiritual. Si damos una mirada más profunda a este pasaje contemplamos
junto a la Cruz del Hijo a la incipiente comunidad, la Iglesia, representada
por la Madre, Juan, el discípulo amado y la Magdalena, la comunidad reconciliada.
María, es figura de Sión, que reúne y engendra a sus hijos, cumpliéndose la
palabra del profeta: “¿Quién oyó tal? ¿Quién vio cosa semejante? ¿Es dado a luz
un país en un solo día? ¿O nace un pueblo todo de una vez? Pues bien: Tuvo
dolores y dio a luz Sión a sus hijos” (Is.66,8).
Ahora, ya no es Jerusalén, la que recibe a los sus hijos que regresan del
exilio y los reúne en el templo, sino que al pie de la Cruz, está María, como
Madre de los hijos dispersos, convocados por Jesús, su Hijo (cfr. Jn.11, 52),
nuevo templo de la Nueva Alianza (cfr. Jn. 2,21). María, aparece como la nueva
Jerusalén, donde se cumple la reunión de todos sus hijos e hijas, que vienen de
lejos (cfr. Is.60, 4). Desde lo alto de la Cruz, Jesús se dirige a su Madre, le
dice: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (v. 26). A imagen de Jerusalén, que es
madre, María se convierte en Madre de todos los hijos de Dios, congregados en
Jesús, principio de la nueva humanidad. Luego Jesús se dirige a Juan, le dice:
“Ahí tienes a tu madre” (v.27). El apóstol se convierte en la imagen del
cristiano que sigue fielmente a Jesús hasta la Cruz, lo que hace que la
maternidad de María, adquiera su dimensión eclesial. El discípulo acoge a la
Madre de Jesús, como Madre suya, lo que viene a significar, todo su valor
existencial, su persona, su caudal humano y espiritual. Podemos vislumbrar que
entre las cosas propias del apóstol Juan, verdadera herencia, posee la elección
y amistad de Jesús (cfr. Jn.1, 35-42); el don de la paz (cfr. Jn.14, 27); el
don de la palabra de su Maestro (cfr. Jn. 17,8); el don del Espíritu Santo (cfr. Jn.20, 22). La Madre de
Jesús, su mayor tesoro como creyente, sin lugar a dudas. Cuando viven, Jesús y
María, su Hora, al pie de la Cruz, nace la familia de Jesús, ahí estaban su
Madre, sus hermanos y hermanas (cfr. Mc. 3,31-35).
Nuestra Orden Carmelitana Teresiana,
venera a María como modelo excelso de fe y oración contemplativa. Frailes,
Monjas de clausura y Seglares carmelitas y todos los que se asocian a nuestro
carisma la acogen como Madre, Hermana, Patrona, inspiración constante y segura
de fidelidad al soplo del Espíritu de su Hijo, en la obediencia al Evangelio.
S. Teresa de Jesús de Ávila, la propone a sus hijos e hijas como la que estuvo
siempre firme en la fe, llena de sabiduría, la que escucha y sirve a la Palabra
(cfr. 6M7,14; CAD 6,7). S. Juan de la Cruz, la celebra como la Mujer dócil,
movida siempre por viento recio del Espíritu Santo (3S 2,10). Consagrados a su
culto y su protección materna, su
auxilio en las adversidades se deja sentir, al entregarnos su gran signo: el
Santo Escapulario que con devoción llevamos sobre nuestro pecho, lo que nos
asegura su oración de Madre ante su Hijo, hasta alcanzar el ansiado puerto de
la salvación eterna.
Fr. Julio González C. OCD