CONOCIENDO A SAN JUAN DE LA CRUZ

Publicado en la Revista Teresa de Jesús

 

 

¿Cómo y quién era Dios para San Juan de la Cruz?

José Vicente Rodríguez

SE ha escrito no poco acerca de Dios en San Juan de la Cruz, es decir, la doctrina sobre Dios en las obras de Juan de la Cruz. Aquí y ahora se me pide que escriba sobre el Dios de San Juan de la Cruz. No sobre su doctrina universal sobre Dios, sino sobre el Dios del propio santo. No es tan fácil separar una cosa de otra, porque en los escritos sanjuanistas hay un caudal inmenso de la experiencia propia del autor, aunque disimulado por la modestia del dulce santo. Trataré de todos modos de responder a la pregunta que se me ha hecho: ¿Cómo y Quién era Dios para San Juan de la Cruz, para su persona?

Comenzamos con una escena adorable. En cierta ocasión durante la recreación conventual en Granada, fray Juan preguntó al hermano Francisco, muy inocente y sencillo. Díganos, hermano Francisco ¿Qué cosa será Dios? (BMC 23, 479-480).

El buen hermano se arrascó la cabeza y contestó. «Padre nuestro, Dios es lo que él se quiere)>. Fray Juan captó la profundidad de aquella respuesta inocente y la añadió a las verdades que tenía archivadas sobre Dios, y habló largo y tendido de la independencia de Dios, de su libertad soberana, de su generosidad, no sólo para su gloria sino para nuestro bien. Recogemos a continuación algunos de los rasgos más salientes del Dios en que vivía y se movía Juan de la Cruz.

Un Dios liberal y comunicativo

Juan de la Cruz trata con este Dios tan libre y tan liberal, reconociendo que una de las principales condiciones de Dios es precisamente la liberalidad (3S 20, 2), que consiste en distribuir generosamente sus bienes sin esperar recompensa.

Este Dios tan liberal era para él alguien que irrumpía fuertemente en su alma y en su cuerpo, en toda su persona. Aunque era tan reservado sobre su trato íntimo con Dios declaró confidencialmente a una de las grandes carmelitas descalzas, Ana de San Alberto: «Yo, hija, traigo siempre mi alma dentro de la Santísima Trinidad, y allí quiere mi Señor Jesucristo que yo la traiga» (BMC 13, p,4O2) y aseguraba que «en compañía de aquel misterio de las tres Divinas Personas le iba muy bien a su alma». Otras veces decía: «Traeme nuestro Señor de manera que no lo puede sufrir este flaco natural, y así anda el asnulo muy molido» (ibíd.,); y decía también: «Oh, qué gran moledor es nuestro Señor! Cómo se sabe apoderar de esta bestezuela cuando él es servido!». En fuerza de estas grandes comunicaciones divinas se le oyó decir a quien le presionaba para que le revelase lo que le había pasado en una celebración eucarística: «Grandes bienes ha comunicado Dios a este pecador; con tanta majestad se ha comunicado a mi alma, que no podía acabar la misa y por esta causa algunas veces temo de ponerme a decir misa».

Un Dios, cuya generosidad hay que reconocer y defender

Conociendo fray Juan por experiencia estas altas manifestaciones de parte de Dios, no nos extraña que arremeta duramente contra quienes ponen en duda, o niegan las comunicaciones de Dios o creen que no son, en definitiva, más de lo que se puede alcanzar con nuestro entendimiento. (Ll B 1, 15-16). En este caso está hablando de su experiencia personal. Y sale a defender los fueros de Dios, que puede hacer lo que él quiera y cuando quiera, y replica: «Pero a todos éstos yo respondo». No es corriente en Juan de la Cruz usar el pronombre personal con esa contundencia y responde desde su ciencia y experiencia blindándose primero con cinco textos bíblicos inapelables para desembarcar en el texto de la promesa “que si alguno le amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él” Jn 14, 23).

Un Dios al que tutea con amor filial

Este trato con Dios tan exquisito y profundo engendraba irremediablemente en Juan de la Cruz unos diálogos llenos de confianza, un tipo de oración filial de altos quilates invocando a Dios como Dios y deleite mío le confiesa que se quiere emplear en dichos de luz y amor de ti, por amor de ti. Se sabe enriquecido con el carisma de pronunciar esa clase de dichos, y lo va a hacer para no tener la doble responsabilidad de no poseer las virtudes correspondientes a ese don de Dios y de silenciar y enterrar esos dichos.

Para él Dios era tan generoso y él se sentía obligado frente al dador de esos tesoros de ponerlos a disposición de los demás. Me lo imagino como al profeta Jeremías cuando dice: «Había en mi corazón algo así como fuego ardiente {..1 y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía» (Jer 20, 9).

En el texto de los dichos de luz y amor aparece muy clara la relación mutua entre Dios como padre y fray Juan como hijo. La delata el pronombre personal yo, mí, me (nn.32, 33, 46, 52, 109,110; 123, 130, etc.) siempre en relación con el conocimiento de Dios, la adhesión a su voluntad, la ejemplaridad de Dios en perdonar, caminar siempre con Dios, la dulzura de la presencia de Dios y el ruego de no ser abandonado por el Señor «porque soy desperdiciadora de mi alma».

Pero donde aparece más clara la primera persona, la del compositor del texto es en Oración de alma enamorada, con el yo explícito dos veces, con ocho verbos en primera persona, con el predominio del diálogo entablado con Dios a través de verbos y más verbos en segunda persona, en un tuteo admirable en una combinación de gerundio, imperativo, futuro, etc., y el acompañamiento de mis, míos, con una profusión increíble de al menos veinticuatro elementos de éstos.

A través de este vehículo gramatical podemos perfilar el tipo de oración de esta alma enamorada de Dios con el que .dialoga, con el que conversa desde el terreno de la gratuidad más plena de Dios que reconoce y ante la que se prosterna, reconociendo en Dios ese atributo principalísimo (Me permito citar lo que publique en Sal Terrae, marzo 2007: aprendiendo a orar con San Juan de la Cruz).

Un Dios providente

La confianza en Dios que manifiesta en Oración de alma enamorada, la vivía y exigía fray Juan en la vida concreta de sus comunidades. Las estrecheces económicas en que se veían metidos, era para él el ámbito más propicio para ejercitar la fe y la esperanza confiada en un Dios providente. Aquí sí que Juan de la Cruz era maestro y guía inmejorable. Los ecónomos de sus conventos son los que nos cuentan sus peleas con Juan de la Cruz, Prior, para que les dejara salir a buscar algo que comer para el convento. Después de haberse salido con la suya con tozudez y permisión condescendiente de fray Juan, terminaban por confesar que la oración confiada de fray Juan valía más que todas sus andanzas . Y fray Juan lloraba de emoción y agradecimiento cuando no teniendo nada que llevarse a la boca siempre aparecía Dios con su mano providente y socorría a sus comunidades.

Por eso decía con gracia a quienes de sus frailes veía demasiado preocupados por las cosas materiales: «Frailes descalzos no han de ser frailes de trazas sino frailes de espera en Dios» y también «lo demás, como su Majestad dice, nos serás añadido (Mt 6, 33), pues no ha de olvidarse de ti el que tiene cuidado de las bestias» (Cautelas n.7).

Un Dios-Eucaristía por el que se moría de hambre y sed

El gran poema que bien sé yo la fonte que mana y corre...., compuesto en la cárcel de Toledo, es de lo más autobiográfico en el que nos desvela fray Juan su hambre y sed de Dios. Nueve meses sin poder acercarse a la Eucaristía ni celebrar el misterio abrieron el alma del encarcelado y saltaron sus versos anhelantes hacia la fonte, que era su Dios:

Aquesta eterna fonte está escondida

En este vivo pan por darnos vida aunque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo en este pan de vida

 yo la veo, aunque es de noche.

Esta fonte no era sino Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo encerrados en su alma y comunicándose a ella en trasformación de gloria.

Un Dios que le ha ido acrisolando y esmerando

Fray Juan había observado que «los que se crían en regalo huyen con tristeza de toda cosa áspera y oféndense de la cruz, en que están los deleites del espíritu» (1N 7, 4). A él le había pasado lo contrario y por eso amaba tanto la cruz. Ya desde su tierna infancia cayó sobre él la prueba de la orfandad, de la pobreza, del éxodo, etc., y le sobrevinieron otras grandes pruebas y sufrimientos. De su cárcel toledana y de su destino sucesivo hablará él como de una ballena que le tragó y le vomitó en un extraño puerto. Y, enjuiciando la conducta divina hacia él, dice:

«Dios lo hizo bien; pues, en fin, es lima el desamparo, y para gran luz padecer tinieblas» (l. Carta).

Frente a la persecución infame urdida contra él por alguien resentido también se dejaba en las manos de Dios y su reacción queda encarnada en este fragmento epistolar: «Ya sabe, hija, los trabajos que ahora se padecen. Dios lo permite para prueba de sus escogidos; «en silencio y esperanza será nuestra fortaleza»

(Is 30, 15). «Dios la guarde y haga santa. Encomiéndeme a Dios» (Carta 30).

En su diálogo con el Cristo de Segovia le había pedido padecer y ser despreciado por su amor, y estuvo años pidiendo al Señor tres cosas, la tercera de las cuales era, como declara su confesor y amigo Juan Evangelista, «que antes de su muerte tuviera y le diera Dios nuestro Señor muchos trabajos; y así fue, pues murió tan lleno de dolores y llagas de una gravísima enfermedad, que a todos los que le conocían movía a lástima» (BMC 24, 531).

Todo el trabajo, la acción santificadora en la que se afanó Juan de la Cruz y la fragua en la que le fue metiendo la mano de Dios para que se purificase como el oro en el crisol (Sab 3, 6: 2N 6.6) le sirvió justamente para apurarse y acrisolarse. También le aplicó el Señor el esmeril (CA 3.7) para esmerarlo, pulirlo y acicalarlo.

Final

Sus contemporáneos eran muy a aficionados a dar títulos y calificativos y así a Juan de la Cruz unos le llamaban «hacha encendida que da luz y calienta», otros, «grano de oro sin mezcla de tierra», otros, «divino sireno que con su canto adormecía las cosas del mundo levantándolas a Dios». Así la persona de Juan de la Cruz iba por el mundo evangelizando a su Dios.

Lo que aquí he recogido son algunas de las cosas que vivió Juan de la Cruz de cara a su Dios, algunas de las melodías que entonó este llamado también por los que le conocieron de cerca «jilguero de Dios». Estas son algunas de la cosas que como escriba docto en el reino de los cielos fue sacando de lo profundo de su ser este fray Juan llamado asimismo «archivo de Dios», por lo muchísimo que sabía de la vida de Dios, y que había experimentado como pocos. Dios para la persona de Juan de la Cruz fue ese Alguien en el que creía, en el que esperaba y a quien amaba ardientemente. Quien vivía y sentía de esta manera a su Dios no podía menos de morir diciendo: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu (Sal. 30, 6)., «quedando su rostro muy sereno y hermoso y alegre, que parecía estaba durmiendo, causando gozo y alegría el acompañarle y estar junto a su santo cuerpo» (BMC 14, 336; 25, 262- 263).

Es claro, como dejó dicho un gran filósofo: «Verdaderamente, la religión que se cree viva, aquellas en la que se crece, madura y muere, conforma al hombre con más fuerza que cualquiera otra condición, que ninguna otra influencia. Según como sea nuestro Dios así seremos nosotros. Nada es comparable con esta configuración religiosa del modo personal de ser» (J.L. L. Aranguren) Y uno de los testigos precisa que en aquel Juan de la Cruz tan pequeño y que no tenía «las partes que en el mundo llevan los ojos» se traslucía, sin embargo, «un no sé qué» que arrastraba los ojos tras de sí para mirarle como para oírle; y mirándole parecía se veía en él una majestad más que de hombre de la tierra; por lo cual se persuadió esta testigo era grande su santidad, y moraba Dios en él como en templo santo, y que eso causaba en el mismo humano, y le parecía era una alma de muy altas virtudes» (BMC 14, 182-183).

Juan de la Cruz era un santo macizado de virtudes humanas y divinas porque creía en un Dios liberal y comunicativo, providente, generosísimo, al que tuteaba con amor filial, que le hacía exclamar. “ Oh, qué bienes serán aquellos que gozaremos con la vista de la Santísima Trinidad!”.

 

 

Caminando con Jesús

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