CONOCIENDO A SAN JUAN DE LA CRUZ

Publicado en la Revista Teresa de Jesús

 

 

San Juan de la Cruz: padre y maestro de Santa Teresita

Emilio José Martínez González

Siempre fue fray Juan de la Cruz, mientras estuvo en el mundo, amigo y compañero de camino de sus hermanas, las carmelitas descalzas. Atraído a la reforma por la fundadora, Santa Teresa de Jesús, aprendió de ella y sus hermanas de Valladolid el modo de vida que la Madre quería imprimir al nuevo Carmelo. Podemos decir que fue casi un «novicio» más, de más tarde, la propia Teresa pediría su ayuda para acompañarla y ayudarla en la difícil tarea del priorato de La Encarnación:

Como confesor, contribuyó no poco a la tarea de hacer de aquel monasterio enorme una casa tranquila y fue muy pronto apreciado, y sus consejos solicitados de parte de las hermanas.

De allí saldría, preso, al convento de Toledo y, al escapar, son sus hermanas carmelitas las primeras en acogerle. Enviado a Andalucía, es en aquella tierra donde forja sus más estrechas y fructíferas relaciones con las monjas carmelitas, particularmente con Ana de Jesús quien, después de unos primeros recelos, descubriría en el Santo a un auténtico hermano espiritual, un alma gemela con la que compartir sus profundas experiencias de Dios. A ella dedicaría Juan de la Cruz su Cántico Espiritual.

Esta profunda y estrecha relación con sus hermanas, no llegó a su fin con la muerte. Si para ellas fue hermano y maestro en vida, continuó siendo Padre, a través de sus escritos, de aquellas a las que tanto había amado y por las que tanto había luchado en la tierra. También el Carmelo francés —que encuentra sus raíces en la acción fundadora de Ana de Jesús, precisamente—, se benefició de este magisterio, de esta influencia positiva.

Y entre las carmelitas francesas, una se sintió particularmente ligada a él y le supo maestro y luz para el camino: Santa Teresa del Niño Jesús.

El maestro y la discípula

Así titula el E José Vicente Rodríguez, ocd, una ponencia en la que analizaba el parentesco espiritual o la consanguinidad —como prefiere llamarla él— entre Santa Teresa de Lisieux y San Juan de la Cruz. Efectivamente, salvando gracias a su palabra escrita, la distancia de los siglos, Juan de la Cruz se convirtió en maestro y compañero de camino de quien, acogiendo su palabra, se transformó en discípula suya al estilo de aquellas carmelitas que, sobre todo en Andalucía. escucharon de sus labios, fresca y de palabra, la doctrina que luego plasmaría en sus libros.

Como bien muestra el P José Vicente en el artículo que recoge la ponencia citada («El maestro y la discípula. Teresa de Lisieux y San Juan de la Cruz», en: «Teresa de Lisieux. Profeta de Dios. Doctora de la Iglesia»), son muchos los testimonios que dan fe de esta vinculación entre ambos Santos.

Están, en primer lugar, los testimonios de quienes con ella vivieron, por ejemplo su hermana Celina, quien afirmaba que Teresa «amaba mucho a San Juan de la Cruz, porque había saboreado particularmente sus obras». E Inés de Jesús, Paulina, nos indica más concretamente en qué consistía ese «saborear»: «se aplicó también, durante su vida en el Carmelo, al estudio de la Biblia, de las obras de Santa Teresa y sobre todo las de San Juan de la Cruz». No se trata, por tanto, de una simple lectura devota o casi exigida por su condición de carmelita descalza, sino querida y profunda:

Teresa estudió, en la medida de sus posibilidades, naturalmente, al Santo Padre del Carmelo.

Pero también, y sobre todo, debemos escuchar de labios de la propia Teresa la declaración de su conocimiento de la doctrina sanjuanista: «i Cuántas luces he sacado de las obras de nuestro padre San Juan de la Cruz! A la edad de 17 y 18 años, no tenía otro alimento espiritual».

Efectivamente, desde los comienzos de su vida religiosa —como confesará pocos meses antes de morir, el 27 de julio de 1897—, Teresa ha encontrado en San Juan de la Cruz alimento, doctrina y compañía. Son años difíciles para ella; años en los que ha de adaptarse a un mundo totalmente nuevo, hacer frente a la terrible enfermedad de su padre y afrontar, en medio de algunas dudas, un ambiente espiritual que le era adverso: ella, convencida de que no hay otra puerta en el corazón de Dios ni otra vía para el cristiano que el ejercicio del amor, se da de bruces con una espiritualidad oscura, centrada en la necesidad de reparar mediante el sacrificio las ofensas de los pecadores, venciendo así, además, la propia imperfección.

Sólo el amor da valor a las cosas

Gran parte de la validez de la experiencia de Santa Teresita reside en que se trata de una experiencia contrastada con la vida de cada día. En ella, con todos sus lances, luces y sombras, Dios le sale al encuentro como una presencia amorosa y sanadora.

En el Carmelo, Teresa confrontará sus deseos de santidad con las vías propuestas en su tiempo para alcanzarlo. Ella quiere recorrer únicamente el camino del amor, aun cuando acarree sufrimiento, pero en su tiempo no era extraño encontrar almas que, a causa de una imagen deformada de Dios, buscaban el dolor por el dolor, encontrando al sufrimiento un valor en sí mismo.

El providencial encuentro con el p. Alejo Prou, un franciscano que predica los ejercicios a las carmelitas entre el 7 y el 15 de octubre de 1891 la lanzará, definitivamente, por los mares de la confianza y del amor: «Yo sufría por aquel entonces grandes pruebas interiores de todo tipo (hasta llegar a preguntarme a veces si existía un cielo). Estaba decidida a no decirle nada acerca de mi estado interior, por no saber explicarme. Pero apenas entré en el confesionario, sentí que se dilataba mi alma. Apenas pronuncié unas pocas palabras, me sentí maravillosamente comprendida, incluso adivinada... Mi alma era como un libro abierto, en el que el Padre leía mejor incluso que yo misma... Me lanzó a velas desplegadas por los mares de la confianza y del amor, que tan fuertemente me atraían, pero por los que no me atrevía a navegar... Me dijo que mis faltas no desagradaban a Dios, y que, como representante suyo, me decía de su parte que Dios estaba muy contento de mí...

¡Qué feliz me sentí al escuchar esas consoladoras palabras...! Nunca había oído decir que hubiese faltas que no desagradaban a Dios. Esas palabras me llenaron de alegría y me ayudaron a soportar con paciencia el destierro de la vida... En el fondo del corazón yo sentía que eso era así, pues Dios es más tierno que una madre. ¿No estás tú siempre dispuesta, Madre querida, a perdonarme las pequeñas indelicadezas de que te hago objeto sin querer...? ¡Cuántas veces lo he visto por experiencia...! Ningún reproche me afectaba tanto como una sola de tus caricias. Soy de tal condición, que el miedo me hace retroceder, mientras que el amor no sólo me hace correr sino volar...» (Ms A 80v).

Santa Teresa del Niño Jesús se siente abrazada, asumida, comprendida en ese amor inmenso que es Dios Padre, que se ha revelado definitivamente tal en la persona de Jesucristo: por amor, Dios se ha hecho hombre en El en la Encarnación; por amor ha entregado su vida por nosotros y ha asumido la humillación patente en su Faz adorable; por amor permanece unido a la humanidad y a cada persona, está presente en la Iglesia en el sacramento de la Eucaristía.

Esta cercanía de Jesús es vivida y contemplada por Teresa con tal intensidad, que siente el amor de Dios revelado en Cristo como un amor sanador. Y es precisamente en este momento cuando Teresa encuentra refuerzo y consuelo en su Maestro, Juan de la Cruz.

Si nos situamos en el contexto en el que Santa Teresita afirma haber recibido innumerables luces de San Juan de la Cruz, que citábamos más arriba, podremos leer un poco antes: «Ahora no tengo ya ningún deseo, a no ser el de amar a Jesús con locura» (Ms A 82v). Es precisamente comentando esta idea, después de haber citado dos estrofas del Cántico (26 y 29) y la glosa «Sin arrimo y con arrimo», que Teresa reconoce el magisterio del Padre del Carmelo sobre su vida.

Efectivamente, junto a las palabras del p. Alejo Prou, las enseñanzas de San Juan de la Cruz han reafirmado a Teresa en la seguridad de que sólo el amor tiene sentido, de que sólo él nos abre las puertas del corazón de Dios. No es necesario saber ninguna otra cosa y todo ganado puede perderse tranquila y pacíficamente ante la contemplación del amor.

El abandono, un concepto esencial en la doctrina espiritual de Santa Teresa del Niño Jesús, no está referido a una ascesis descamada ni a un espíritu de sacrificio meramente humano, sino que, en clave absolutamente evangélica, depende y encuentra su fundamento en el amor, de modo que se parece más a la renuncia de la madre o el padre que se sacrifican por los suyos que a la negación de sí mismo mediante la cual el héroe trata de alcanzar su objetivo.

El Santo de las nadas es así comprendido correctamente por Teresa como el Santo del Todo, el Santo del amor. No es la doctrina sanjuanista, y así la entiende Santa Teresita correctamente, predicación de un camino de soledad y desamparo, sino instrucción que enseña a orientar todas las potencias al único fin que realmente importa: el Amor que, brotando del corazón de Dios se manifiesta eminentemente en Cristo y nos dignifica, restaurando nuestra imagen dañada por el pecado, por la obra de la redención.

Como le confesó a María de la Trinidad, su novicia más querida, Teresa consideraba a Juan de la Cruz «el santo del amor por excelencia [...]. Y, de hecho, ella no veía en sus escritos —continúa María— sino su doctrina del amor llevada hasta el grado más sublime, mientras tantas almas se quedan bloqueadas en sus renuncias y en la muerte a la naturaleza y se asustan de todo eso. En realidad, el caminito de Santa Teresa del Niño Jesús no es otro que la vía estrecha y hay que hacerse muy pequeños para entrar por ella».

El testimonio del Maestro, así, se ve reforzado y autenticado por el testimonio de la discípula. En palabras sencillas y asequibles, Teresa traduce y hace vida su vida lo esencial de la doctrina sanjuanista y, comprendiendo a Juan de la Cruz más allá las interpretaciones erróneas que hacen de él un campeón de la ascética, nos le hace ver como en realidad es, como un cantor del amor divino.

Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia

Terminamos este breve artículo con una referencia que nos recuerda el p. Eulogio Pacho en sus «Estudios sanjuanistas».

Corría el año 1925, el de la canonización de Teresa del Niño Jesús, cuando el Papa Pío XI, que  ya la había proclamado «estrella de mi pontificado», hizo saber al Procurador General de la Orden que estaría dispuesto a hacer algún favor a la Orden que se preciaba de haber visto crecer en su seno una flor tan hermosa.

Entonces, después de consultarlo con el P General y la Madre Inés de Jesús, el Procurador hizo ver al Santo Padre que Teresa, en vida, había mostrado su agradecimiento a quien había sido su Maestro en la tierra: el Santo Padre Juan de la Cruz ¿No era justo, pues, que quien había instruido y acompañado a tan gran Santa a través de sus obras, fuera proclamado Doctor de la Iglesia?

Encantado con la idea, Pío XI aceleró un proceso que se encontraba en marcha, pero detenido ante la resistencia de algunos teólogos. Y así, gracias a la «intercesión» de la discípula, el maestro vio reconocida ante la Iglesia Universal su condición de Doctor en 1926.

Naturalmente que la doctrina sanjuanista reunía méritos sin duda más que suficientes, que hubieran sido reconocidos más tarde o más temprano. Pero resulta hermoso que fuera la «intervención» de quien confesó de él haber recibido tantas luces, la que diera el espaldarazo final a la declaración.

Como su Madre Santa Teresa, también Teresita había sabido ver en Juan de la Cruz a un «hombre celestial y divino» y, también como ella, nos recomendaría tratar y comunicar con él... «y verán qué aprovechadas están, y se hallarán muy adelante en todo lo que es espíritu y perfección; porque le ha dado nuestro Señor para esto particular gracia» (Santa Teresa de Jesús, carta a Ana de Jesús, XIXII/1578).

 

 

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