Caminando con
Jesús Pedro
Sergio Antonio Donoso Brant |
JESÚS Y LOS
BIENES MATERIALES 1. POSTURA DE JESÚS ANTE
LAS COSAS MATERIALES. Las imágenes y
comparaciones de los lirios del prado, de los pájaros del cielo, del
sembrador y su relación con la tierra, de los pastores y el
rebaño, del grano y la era, del pan y la sal y el candelero, hacen
comprender que las cosas no le eran indiferentes, sino que en El había
simpatía por ellas. Cierto es que hay que prescindir
de las sentimentalidades de la leyenda y de la
"literatura" piadosa. Para entender correctamente su
relación con las cosas, hay que remontarse a la idea de la
creación divina en el Antiguo Testamento. Las cosas no son
"naturaleza" en el sentido de Jesús no solo se encuentra
en casa entre las cosas, sino que también se siente como su
Señor, porque su voluntad coincide con la del Padre. El es el enviado;
su voluntad no es privada, sino orientada enteramente a la misión. Por
eso en la obediencia precisamente a esa "misión", "le
ha sido dado todo poder en cielo y tierra"; un poder que es tan grande
como el del Padre el pensamiento queda suspenso, pero es propiamente lo que
quiere decir Jesús. Pero nunca sin el Padre, o contra El, en
obediencia a El: "Mi Padre actúa siempre, y yo actúo
también". (Jn. 5,17) La frase: "si tenéis fe como un
grano de mostaza, diréis a aquella montaña; Vete de aquí
a allá; y se irá" Mt. 17, 21), no sólo expresa un
caso límite para la fe de los que le siguen, sino también su
propia conciencia; sólo que en El no hay una "fe" en nuestro
sentido, sino más bien aquello que incita y hace posible nuestra fe, a
saber, el encontrarse esencialmente en la verdad y la voluntad del Padre. Por
eso le obedecen las cosas. En cuanto se toman los milagros
con el carácter que efectivamente tienen, se echa de ver que la
voluntad de Jesús tiene con las cosas un especial contacto de
realidad; pero ese contacto no procede de ninguna "fuerza" de
especie superior, sino de la obediencia; de su unidad con la voluntad del
Padre y la gran marcha de ¿Cómo percibe
Él el valor de las cosas, su utilidad, su alegría, su
preciosidad? Ante todo hay que dejar sentado
que Él no es insensible; de otro modo, no tendría sentido un
acontecimiento que exhala tan pura verdad como la tentación en el
desierto (Mt. 4, 1 y ss.). Los reinos del mundo
pueden ser usados como tentación sólo para aquel que siente su
esplendor. Jesús tampoco vive "ascéticamente"; lo
dice El mismo en relación con el modo de vida del Bautista. Le
reconoce a éste absolutamente, pero El por su parte vive de otra
manera, y le llaman por eso "un comilón y un borracho" (Mt.
11, 18, y ss.). Un relato como el de la boda de
Cana muestra cualquier cosa menos desprecio por las cosas; lo mismo que lo
contado también por San Juan sobre la unción con el precioso
bálsamo de nardo en Betania (Jn. 2, 1 y ss.;
12, 1 y ss.) Por otro lado. El mismo alude a su
carencia de hogar y propiedades (Mt. 8, 20; 19, 21). Jamás muestra una
atención especial por el valor de las cosas. Incluso, avisa de su
peligro; véase especialmente en sus palabras sobre los ricos, con los
vaticinios, en la comparación del ojo de la aguja, en la historia del
pobre Lázaro, y así sucesivamente. Se puede decir con toda
razón que El era perfectamente libre ante las cosas; y ello no por
superación y espiritualización, sino por su esencia. Las cosas,
para El, están sencillamente ahí, como parte del mundo de su
Padre. Las utiliza cuando viene a mano, y disfruta de ellas, sin hacer de
ello una ocupación especial. Las cosas para El no representan
un peligro, pero sí para los hombres. A éstos, sin embargo, no
les exige que prescindan de las cosas, como exigía toda
concepción del mundo ascética o dualista, sino que se liberen
de ellas. Esto se expresa especialmente en la historia del joven rico (Mt.
19, 16 y ss,) A la pregunta de éste sobre
qué debía hacer para alcanzar la vida eterna, responde
Jesús: cumplir los mandamientos; y esto a su vez significa usar las
cosas justamente en obediencia a la voluntad de Dios. Con eso, todo
estaría en orden. Pero en cuanto despierta buena disposición a
más, Jesús confirma; entra incluso en el acuerdo del
"amor" con ella. No porque hay allí un hombre que quiere
soltarse de las cosas malas, sino porque tiende a mayor libertad y amor.
Entonces él le dice: "Vende todo lo que tienes y dáselo a
los pobres". Con eso Jesús no exige en absoluto que todos hayan
de ser pobres. Algunos han de serlo; a saber, aquellos que lo pueden
entender". Estos atestiguan entre los hombres la posibilidad de
liberarse de todo, y ayudan así,a
los que permanecen en el uso de las cosas, para alcanzar la libertad en el
uso. 2. COMO USO JESÚS LOS
BIENES MATERIALES. Jesús nace pobre, vive
pobre, muere pobre. Su pobreza no es teatral, pero la clasifica entre
aquellos que nadie protege y que, viviendo a merced de las circunstancias, se
encuentran de un día a otro expuestos a la peor miseria. Una medida
administrativa le hace nacer fuera del hogar de su familia, la
insignificancia de sus padres les cierra la puerta de un albergue lleno, y su
cuna es un comedero en un establo. Tal es la señal por la que le re
conocen los que le descubren, los primeros, y que son ellos también pobres:
"un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un
pesebre (Lc. 2, 12). Durante años, en Nazaret, es un trabajador como
los demás. Cuando se da a conocer entre los hombres, vive sin
afectación, sin tener nada, ni casa ni fortuna, subsiste a la vez de
limosna y del trabajo, en parte probablemente de la pesca de sus
discípulos, y en buena parte, en todo caso, de la generosidad de
algunas mujeres devotas que se unen a El lleva una dura existencia, conoce el
hambre, la sed, la fatiga, el azar de huéspedes acogedores y de
puertas que se cierran. Como no hace alarde de su pobreza.
Jesús no tiene complacencia en la miseria. Proclama bienaventurados a
los pobres, a los afligidos, a los hambrientos, pero no puede soportar ver
llorar a una madre por su hijo y multiplica los panes para impedir que el
gentío sufra hambre. No concede valor en sí a la
privación y a la desnudez, no exalta al pobre porque no tenga nada
sino porque es capaz de recibirlo todo. El mismo no tiene ningún
escrúpulo de ser invitado y tratado con largueza, a alojarse en casas
amigas, a rodearse El y los suyos de atentas dedicaciones. Muere sin dejar
nada, pero es amortajado en un suntuoso sepulcro. La pobreza no es para El un
reglamento a seguir a la letra, un programa imposible de modificar. Es fácil
pero total porque es su ser mismo. No se trata de buenas palabras;
esas palabras que San Juan ha meditado largamente traducen y explican un
comportamiento de todos los días, sensible en todos los Evangelios.
Jesús no se pertenece, y uno de los signos de ese desposeimiento es su
manera de vivir en el tiempo, de emplear el tiempo. Unas de las formas de riqueza es
"tener tiempo ante sí", de poder disponer a su antojo de los
momentos que vienen, de emplearlos a su gusto y dedicar al ocio lo que uno
desea, de elegir el instante en que place obrar. No disponer de su tiempo,
sentirse de la mañana a la noche controlado por la sirena del taller,
el ritmo de la cadena, los horarios de transportes y almacenes, de levantarse
y de comer, es una de las formas crueles de la des posesión de
sí que sufre hoy el hombre. Poder desplazar sus horas de trabajo,
aunque sean más numerosas y más cargadas que las de otros, hoy
es lujo de los privilegiados. En una civilización diferente, y que a
menudo más que la nuestra conocía el precio del ocio,
Jesús ve toda su existencia absorbida y despojada de si misma. No
absorbida por la prosecución de planes grandiosos, sino despojada por
las exigencias del instante inmediato, por la necesidad de otros No tiene un
instante que le pertenezca y de que disponga a su fantasía. Apenas
llega a alguna parte, acuden a Él, llevando lisiados y enfermos. De la
mañana a la noche tiene que hablar, curar, escuchar, explicarse,
defenderse, hasta el punto de que le sucede "no tener tiempo ni para
comer" (Mc. 6, 31). Después de puesto el sol todavía le
traen enfermos, y por la mañana, al ser de día, tras horas de
oración solitaria durante la noche, ya ha abandonado la ciudad, porque
"es necesario que vaya a otra parte" (Mc. 1, 32-38). Una vez, una
sola vez, el Evangelio señala su intención de tomarse un poco
de descanso, pero es para aliviar a sus discípulos, agobiados, y el
proyecto cambia bruscamente al encontrarse Jesús frente al
gentío y la desgracia (Mc. 6,31). Ejemplo típico: el
único tiempo libre que Jesús entrevé se le escapa porque
su tiempo no le pertenece, pues está enteramente consagrado al Padre y
a su obra. Y la oración no es, en esa vida devorada por la tarea
presente, un momento de libertad y de olvido, una diversión en el
sueño. Es, por el contrario, el tiempo en que Jesús se
concentra todo entero, reúne sus fuerzas para obtener del Padre la
fecundidad de su trabajo y que venga el Reino de Dios. Limitado en su tiempo, y no
pudiendo distraerse un momento, Jesús sin embargo, no .está
nunca forzado o empujado. Pobre de tiempo, nunca, sin embargo, es avaro de
él. Un signo habitual de riqueza es el de estar o parecer muy ocupado.
El rico, o aquel que quiere serlo, cuentan los minutos que se le escapan como
otras tantas ganancias que se desvanecen. Jesús no parece jamás
impaciente, con prisa de acabar. Señal de su dominio sobre Sí
mismo, señal, sobre todo, de su total dedicación a los
demás. Su tiempo, no es más precioso que el de aquellos
desgraciados que le asedian; su tiempo en verdad no es de El, sino de
aquellos que le necesitan. Su muerte revela su pobreza. Al
pie de la cruz su madre, algunas mujeres, no tienen para consolarle
más que sus lágrimas. Sus discípulos le han dejado, o
renegado, o traicionado. Jamás habían esperado sus enemigos "un
triunfo tan completo. Ni un movimiento a su favor en la ciudad, ni una
protesta. Dios, de quien se pretende Hijo, muestra bien por su silencio de,
qué lado está la verdad; le ha dejado hacer milagros durante un
tiempo, pero a la hora decisiva le ha abandonado. Impostura o ilusión,
poco importa, está claro esa tarde que Dios no está con El. Le
bastaría soltarle de la cruz, todo el mundo se habría
convencido y sus jueces los primeros habrían aplaudido esa victoria
inesperada. Pero ahora todo ha terminado, Dios se calla hasta el final,
Jesús ha muerto en la miseria total, no solamente en la pobreza del
que muere sin dejar nada, sino del que muere como un fracasado, en el
instante en que aparece la verdad, la nulidad de la empresa que ha lanzado. Pero Jesús resucita,
él Hijo de Dios entra en su gloria y todo, 'pensamos, va a cambiar.
Terminada la prueba, las cosas van a tomar su curso normal. Este es el punto
en que la sabiduría humana se encuentra verdaderamente superada,
confundida por la fuerza de Dios. Que Jesús nazca, viva y muera en la
pobreza, cierta penetración humana puede presentir cierta naturalidad
y grandeza. La vanidad de la riqueza, la tontería o la bajeza que
produce tan frecuentemente en sus fieles hace tiempo que el hombre tiene conciencia
de ello, y muchas culturas, cuando no están totalmente corrompidas,
conocen la grandeza del miserable suplicante. Jesús resucita en la gloria
de su Padre, y esta gloria llena el cielo y la tierra. Todas las riquezas de
la creación son de El; invulnerable al dolor, al desfallecimiento y a
la muerte, posee al mismo tiempo por todas partes el universo entero, dispone
del porvenir, hasta la consumación de los siglos. Reuniendo a sus
discípulos en una alta montaña, que evoca aquella donde
Satanás le había hecho contemplar los reinos de la tierra, toma
por su cuenta la afirmación engañosa del diablo: "Me ha
sido concedido todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt.28, 18; cf.
Lc. 4,6). Sin embargo, ese poder no es el de la riqueza. Jesús
resucitado no aporta a los suyos ni la fortuna ni menos la menor mejora de su
género de vida. Por una paradoja que desconcierta nuestra ingenuidad,
de la afirmación "Todo poder me ha sido dado" saca la
conclusión cuya lógica nos parece extraña:
"Marchad, pues, y en todas las naciones haced discípulos..."
Les previene también que su existencia reproducirá exactamente
la que han llevado en su seguimiento, mientras vivió en medio de
ellos, en el polvo de los caminos, la incertidumbre de la acogida, a merced
de la indiferencia o de la hostilidad, cargado de un mensaje temible, sin
medios humanos para imponerse. ¿Es esto todo lo que Cristo resucitado
aporta a los suyos? Hay algo más extraño
quizá;¿Jesús mismo ha llegado a
ser rico? De las riquezas de la tierra es natural que prescinda, ahora que
toda la creación está a su disposición. Pero esa pobreza
más profunda ¿Que le distinguía ese modo de depender de
los hombres, de los acontecimientos, de la conducción del Padre, no sé
encuentra idéntica después de la resurrección?
¿Qué ha cambiado en El? Resucitado debía, a nuestro
parecer, imponer su presencia en Jerusalén y conquistar a aquellos que
ante ayer le desafiaban a descender de la cruz. Serían los primeros en
aclamarle, y su resurrección sería realmente un triunfo.
Sería mucho más que un triunfo personal, el cambio de una
ciudad entera, de un pueblo, la conversión de Israel, el triunfo de
Dios. Sin embargo el triunfo de Jesús se reduce a algunas apariciones
con testigos preparados.
Jerusalén queda dividida, en parte removida, pero en el fondo hostil y
con frecuencia perseguidora, y la conversión del pueblo judío,
simplemente iniciada no es hoy todavía para el cristiano más
que una esperanza cierta, vivida en la pobreza de la espera. Jesús resucitado no se
impone más que Jesús mortal, y permanece el Hijo que recibe
todo de su Padre, "que se eleva a su Padre" (Jn. 20, 17), que
envía a los suyos "la promesa del Padre" (Act. 1, 4). Y que
les confía" en el tiempo fijado por la sola autoridad del
Padre" (Act. 1,7). El Cristo resucitado sigue siendo el Cristo pobre de
Belén y del Calvario. Aquel que ha elegido por amigos a los pobres y
pequeños, y que tiene con ellos, ahora que ha entrado en la gloria, la
misma confianza familiar, la misma humanidad sencilla. Los suyos son siempre los pobres,
y en ellos permanece presente para nosotros después que ya no es
visible: los pobres, los enfermos, los prisioneros, los que durante su vida
componían sus contornos habituales y que permanecen hasta el fin de
los siglos su prolongación personal. El Cristo resucitado es siempre
el pobre, el dejado porque nos embaraza y abandonamos al borde del camino. Bibliografía y fuentes Caminando con Jesús Congregación para el Clero de |