CUARESMA
DOMINGO I
DE CUARESMA
Conversión
posible y necesaria
Rom
5,12-19
«Todos
pecaron». Al inicio mismo de la Cuaresma la Iglesia pone ante nuestros ojos
este hecho triste y desgraciado. La historia de Adán y Eva es nuestra
propia historia: la historia de un fracaso y de una frustración como
consecuencia del pecado. Por el pecado entró en el mundo la muerte. En el
fondo, todos los males provienen del pecado, del querer ser como dioses,
del deseo de construir un mundo sin Dios, al margen de Dios.
Por
eso la conversión es necesaria. Estamos tocados por el pecado, manchados,
contaminados... No podemos seguir viviendo como hasta ahora. Se hace
necesario un cambio radical de mente, de corazón y de obras. La conversión
es necesaria. O convertirse o morir. Y eso no sólo cada uno como individuo;
también nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestras instituciones,
la diócesis, la Iglesia entera... que han de ser continuamente reformadas
para adaptarse al plan de Dios, para ser fieles al evangelio. «Si no os
convertís, todos pereceréis de la misma manera». (Lc 13,5).
La
conversión es necesaria. Esta es la buena noticia que nos da la Iglesia,
que quiere sacarnos de nuestros pecados, de la mentira, de la muerte. Pero
además nos anuncia que donde Adán fracasó Cristo ha vencido (evangelio).
También Él ha sido tentado, pero el pecado no ha podido con Él: Satanás y
el pecado han sido derrotados. Más aún, la victoria de Cristo es también la
nuestra (segunda lectura). La conversión es posible. El pecado ya no es
irremediable. No podemos seguir excusándonos diciendo que somos débiles y
pecadores. La gracia de Cristo es más fuerte que el pecado. El pecado ya no
debe dominar en nosotros. Entramos en la Cuaresma para luchar y para
vencer; y no sólo nuestro pecado, sino también el de los demás; pero no con
nuestras solas fuerzas, sino con la fuerza y las armas de Cristo.
DOMINGO II DE CUARESMA
Sal de tu
tierra
Gén 12,1-4a; 2Tim 1,8b-10;
Mt 17,1-9
La
llamada a la conversión que la Iglesia nos ha dirigido en el primer
domingo, ahora se precisa más. La conversión sólo es posible mirando a
Cristo, dejándonos cautivar por su infinito atractivo: «Señor, ¡qué hermoso
es estar aquí!». Contemplando a Cristo también nosotros vamos siendo
transfigurados; recibiendo su luz vamos siendo transformados en una imagen
cada vez más perfecta del Señor (2 Cor 3,18).
«Nos
salvó y nos llamó a una vida santa» (segunda lectura). La conversión no es
poner algún parche o remiendo a los defectos más gruesos. Cristo quiere
hacernos santos. Y la conversión está en función de esta vida santa a la
que nos llama. Él no se conforma con menos. La conversión es continua,
hasta que quede perfectamente restaurada en nosotros la imagen de Dios,
hasta que Cristo sea plenamente formado en nosotros (Gal 4,19). Dejar de
lado la conversión es olvidar que hemos sido llamados a una vida santa y es
despreciar a Cristo que nos llama a ella.
«Sal
de la tierra» (primera lectura). También a nosotros se nos dirige esta
llamada, como a Abraham. Conversión significa salir de nosotros mismos,
romper con nuestra instalación y nuestras seguridades, dejar nuestros
egoísmos y comodidades... Llamada a la santidad significa ponernos en camino
hacia la tierra que el Señor nos mostrará, con entera disponibilidad a su
voluntad, a los planes que nos irá manifestando, para que nos lleve a donde
Él quiera, cuando y como Él quiera.
«Sal
de tu tierra» significa también «toma parte en los duros trabajos del
evangelio según las fuerzas que Dios te dé» (segunda lectura), es decir,
colabora con todas tus energías para que muchos otros reciban la buena
noticia de que pueden convertirse y ser santos. He ahí el profundo sentido
apostólico, evangelizador y misionero de la Cuaresma. El Señor nos ofrece,
como a Abraham: «De ti haré un gran pueblo». El Señor desea que demos fruto
abundante (Jn 15,16). Pero una vida mediocre es una vida estéril. De
nuestra conversión y santidad depende que nuestra vida sea fecunda.
DOMINGO III DE CUARESMA
Diálogo de
salvación
Jn
4,5-42
«Dame
de beber». Con sorpresa de los discípulos y de ella misma, Cristo inicia el
diálogo con la samaritana. Él toma la iniciativa. No tiene inconveniente en
mendigar de ella un poco de agua para entrar en diálogo. Cristo desea
ardientemente establecer este diálogo con cada uno de nosotros. El pecado
rompe este diálogo. El pecado no consiste ante todo en hacer el mal, sino
en romper este diálogo, dejar que se enfríe esta amistad. Por eso, el
primer fruto de la Cuaresma debe ser un diálogo renovado con Cristo, una
oración más viva, más consciente y personal, más abundante; un diálogo que
impregne toda nuestra vida.
«Si
conocieras el don de Dios...» Es admirable como Jesús va conduciendo el
diálogo con esta mujer pecadora, suscitando en ella el atractivo por lo
bello, por lo grande, por lo eterno. El que ha empezado pidiendo se revela
en seguida como el que ofrece y es capaz de dar lo infinito, lo divino.
Poco a poco se va dando a conocer a ella, para que al final termine
aceptándole como «el Salvador del mundo». El diálogo con Cristo –también
para nosotros– es siempre un diálogo de salvación, un diálogo que nos
dignifica y nos hace descubrir el sentido de nuestra vida, los horizontes
sin fin de una vocación eterna.
«En
aquel pueblo, muchos creyeron en Él por el testimonio que había dado la
mujer». El que nota que Cristo ha entrado en su vida y experimenta el gozo
de su salvación, él mismo hace que continúe para otros este diálogo de
salvación. Es lo que hace la samaritana: «Venid a ver... me ha dicho todo
lo que he hecho...» Su testimonio suscita en otros el atractivo por Cristo
y hace que entren en la órbita de Cristo. De esa manera acaban también
ellos experimentando la salvación: «Ya no creemos por lo que tú dices, pues
nosotros mismos hemos oído y sabemos...» ¿Será tan difícil que cada uno de
nosotros dé testimonio de lo que Cristo ha hecho en su vida?
DOMINGO IV DE CUARESMA
Era ciego y
ahora veo
Jn
9,1-41
En
nuestro camino cuaresmal la palabra de Dios nos hace entender hoy que ese
ciego del evangelio somos cada uno de nosotros. Ciegos de nacimiento. E
incapaces de curarnos nuestra propia ceguera. Hemos entrado en la Cuaresma
para ser iluminados por Cristo, para que Él sane nuestra ceguera. ¡Qué
poquito conocemos a Dios! ¡Qué poco entendemos sus planes! De Dios es más
lo que no sabemos que lo que sabemos. Somos incapaces de reconocer a
Cristo, que se acerca a nosotros bajo tantos disfraces. Nuestra fe es
demasiado corta. Pero Cristo quiere iluminarnos. El mejor fruto de Cuaresma
es que salgamos de ella con una fe acrecentada, más lúcida, más potente,
más en sintonía con el misterio de Dios y con sus planes, más capaz de
discernir la voluntad de Dios. Dios quiere «arrancarnos del dominio de las
tinieblas» (Col 1,13) para que vivamos en la luz de Cristo, iluminados por
su presencia.
Para
ello, la primera condición es reconocer que somos ciegos y dejar entrar
plenamente en nuestra vida a Cristo, que es «la luz del mundo». El hombre
ciego reconoce su ceguera y además de la vista física recibe la fe. Los
fariseos, en cambio, se creen lúcidos «nosotros sabemos» y rechazan a
Jesús, se cierran a la luz de la fe y quedan ciegos. La soberbia es el
mayor obstáculo para acoger a Cristo y ser iluminados. Por eso insiste la
Escritura: «Hijo mío, no te fíes de tu propia inteligencia... no te tengas
por sabio» (Prov 3, 5-7).
Esta
sanación es un testimonio potente del paso de Cristo por la vida de este
ciego. Él no sabe dar explicaciones de quién es Jesús cuando le preguntan
los fariseos. Simplemente confiesa: «sólo sé que era ciego y ahora veo».
Pero con ello está proclamando que Cristo es la luz del mundo. No se trata
de ideas, sino de un acontecimiento: estaba muerto y he vuelto a la vida,
era esclavo del pecado y he sido liberado. Esto ha de ser nuestra Cuaresma
y nuestra Pascua: el acontecimiento de Cristo que pasa por nuestra vida
sanando, iluminando, resucitando, comunicando vida nueva.
DOMINGO V DE CUARESMA
Ver la gloria
de Dios
Jn
11,1-45
«Señor, si hubieras estado aquí, no habría
muerto mi hermano». Idénticas palabras repiten las dos hermanas, cada una
por su cuenta. Palabras que son expresión de fe en Jesús, pero una fe muy
limitada, muy condicionada, muy a la medida humana. Creen que Jesús puede
curar un enfermo, pero no creen que puede
resucitar un muerto. ¿No es así también nuestra fe? Creemos «hasta cierto
punto». Y esta poca fe se manifiesta en expresiones de este tipo: «si las
circunstancias fueran favorables», «si el ambiente fuera mejor», «si
hubiese aprovechado aquella oportunidad». Ponemos condiciones al poder del
Señor. Y sin embargo su poder es incondicionado. «Para Dios nada hay
imposible» (Lc 1,37).
«Si crees verás la gloria de Dios». Frente
a esta fe tan recortada, el evangelio de hoy nos impulsa a una fe «a la
medida de Dios». Él quiere manifestar su grandeza divina, su poder
infinito, su gloria. Deliberadamente, Jesús tarda en acudir a la llamada de
Marta y Maria. Permite que Lázaro muera para resucitarle y manifestar de
manera más potente su gloria: «Esta enfermedad... servirá para la gloria de
Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». No hay situación
que no tenga remedio. Más aún, cuanto más difícil, más facilita que Cristo
«se luzca».
«Yo soy la resurrección y la vida». No
sólo «da» la resurrección, sino que Él mismo es la resurrección. Incluso si
permite el mal es para que más se manifieste lo que Él es y lo que es capaz
de realizar: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros... para que creáis».
Esta cuaresma tiene que significar para nosotros y para mucha gente una
auténtica resurrección a una vida nueva. Cristo es la resurrección, y lo
típico de su acción es hacer surgir la vida donde sólo había muerte. Cristo
puede y quiere resucitar al que está muerto por el pecado o por la carencia
de fe. Lo suyo es hacer cosas grandes, maravillas divinas. Y nosotros no
podemos conformarnos con menos. No tenemos derecho a dar a nadie por
perdido.
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