Jueves 4 de febrero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Cada
año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera
revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año
quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia,
partiendo de la afirmación paulina: La justicia de Dios se ha manifestado
por la fe en Jesucristo (cf. Rm
3,21-22).
JUSTICIA: "DARE
CUIQUE SUUM"
Me
detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra
"justicia", que en el lenguaje común implica "dar a cada uno
lo suyo" - "dare cuique
suum", según la famosa expresión de Ulpiano,
un jurista romano del siglo III. Sin embargo,
esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste "lo
suyo" que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre
tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una
existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder
sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo
Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los
bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo
se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo
seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte
de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua
y de medicinas), pero la justicia "distributiva" no proporciona
al ser humano todo "lo suyo" que le corresponde. Este, además del
pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si "la
justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia
humana la que aparta al hombre del verdadero Dios" (De Civitate Dei, XIX, 21).
¿DE DÓNDE VIENE LA INJUSTICIA?
El
evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan
en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro:
"Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle;
sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que
sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del
corazón de los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7,15. 20-21).
Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en
la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de
identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las
ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que
la injusticia viene "de fuera", para que reine la justicia es
suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en
práctica. Esta manera de pensar advierte Jesús
es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces
exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se
encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce
amargamente el salmista: "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió
mi madre" (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso
profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el
prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro
de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo,
a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo,
consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de
Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino,
sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la
competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del
Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando
como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede
el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?
Justicia
y Sedaqad
En
el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre
la fe en el Dios que "levanta del polvo al desvalido" (Sal 113,7)
y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en
hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad
significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de
Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex
20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los
dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el
israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria
de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de
la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo.
Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero
en "escuchar el clamor" de su pueblo y "ha bajado para
librarle de la mano de los egipcios" (cf. Ex
3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se
le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si
4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el
esclavo (cf. Dt
15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de
esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el
origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un
"éxodo" más profundo que el que Dios obró con Moisés, una
liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el
poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?
CRISTO, JUSTICIA DE DIOS
El
anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre,
como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: "Ahora,
independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por
la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia
alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son
justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada
en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por
su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).
¿Cuál
es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la
gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás.
El hecho de que la "propiciación" tenga lugar en la
"sangre" de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre
los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios
que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la
"maldición" que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en
cambio la "bendición" que corresponde a Dios (cf.
Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una
objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y
el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada
uno no recibe de este modo lo contrario de "lo suyo"? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina,
profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo
el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la
justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto
que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser
plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa
precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir
y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios,
exigencia de su perdón y de su amistad.
Se
entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace
falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo
"mío", para darme gratuitamente lo "suyo". Esto sucede
especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias
a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia "más
grande", que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se
siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que
podía esperar.
Precisamente
por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a
contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo
necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la
justicia sea vivificada por el amor.
Queridos
hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que
este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de
caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos
los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento
del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos
sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.
Vaticano, 30 de octubre de 2009
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