«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb
10, 24)
Queridos hermanos y hermanas
La
Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el
corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo
propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos,
renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario.
Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el
silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este
año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico
tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para
estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte
de una perícopa en la que el escritor sagrado
exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el
perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se
despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al
Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes
«en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para
realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24).
Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es
importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la
comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v.
25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una
enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida
cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad
para con el hermano.
El
primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos,
mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el
Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros
del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta
providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en
nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc
6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los
Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo
Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación
invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos
los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de
los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria:
la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la
apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con
fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos
cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de
nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos
relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien
del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y
urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a
quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en
humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el
otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si
cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así
como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro
corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre
especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal
está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por
parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre
los pueblos» (Carta. enc. Populorum
progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La
atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los
aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber
perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar
con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el
bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida,
la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo
significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también
él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir
los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante
el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia
espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El
evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican
dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre.
En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un
rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían
despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese
hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro,
que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se
trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es
lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia
son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios
intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser
incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y
nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de
hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de
corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de
un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los
derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los
que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí
mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro
y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de
bienaventuranza.
El
«fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien
espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi
parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la
salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del
cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás,
pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual
para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y
en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas
no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por
la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos:
«Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio
todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr
9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un
pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética,
propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al
mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia
enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que
se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad
cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de
aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en
guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que
contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que
anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o
recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota
de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma:
«Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales,
corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también
tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo
impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia
de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso
«el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la
Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn
1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con
verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez
más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada
que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc
22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don
de la reciprocidad.
Este
ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir
la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva
escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad
individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto
ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y
morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol
Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el
bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio
«sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y
exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte
de la vida de la comunidad cristiana.
Los
discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una
comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo
cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación,
tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy
profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los
demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de
caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico
de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer
penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo
tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de
virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se
preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque
formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas
expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la
oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede
expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación
del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la
reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y
agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y
todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata
de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que
alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y
las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta
expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la
llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual,
a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y
fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad
animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del
alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr
4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha
dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en
el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a
la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef
4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra
exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y
de las buenas obras.
Lamentablemente,
siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu,
de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro
bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas
espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para
el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que,
en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas,
aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la
vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio
ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al
reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la
sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de
imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros
más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante
un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y
fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir
en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el
tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una
santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima
Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 3 de noviembre de 2011
BENEDICTUS PP. XVI
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