EL PENSAMIENTO DEL SANTO PADRE

JUAN PABLO II

Edición Nº 5

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

 

Catequesis de Su Santidad Juan Pablo II

17 de julio de 1985

 

LOS HOMBRES DE CIENCIA Y DE DIOS

 

Es opinión bastante difundida que los hombres de ciencia son generalmente agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay de verdad en esta opinión?

 

Los extraordinarios progresos realizados por la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido a veces a creer que la ciencia sea capaz de dar respuesta por sí sola a todos los interrogantes del hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han deducido de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios. La confianza en la ciencia habría suplantado a la fe.

 

Entre ciencia y fe -se ha dicho- es necesario hacer una elección: o se cree en una o se abraza la otra. Quien persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene ya necesidad de Dios; y viceversa, quien quiere creer en Dios, no puede ser un científico serio, porque entre ciencia y fe hay un contraste irreducible.

 

2. El Concilio Vaticano II ha expresado una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium et Spes se afirma: 'La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser' (Gaudium et Spes, 36).

 

De hecho se puede observar que siempre han existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en el contexto de su humana experiencia han creído positiva y benéficamente en Dios. Una encuesta de hace cincuenta años, realizada con 398 científicos entre los más ilustres, puso de relieve que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y 367 creyentes (cfr. A.Eymieu, la part des croyants dans les progres de la science, 6ª ed., Perrin,1935, pág. 274).

 

3. Todavía más interesante y proficuo es darse cuenta de por qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no sólo conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica rigurosamente realizada con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia de Dios.

 

De las consideraciones que acompañan a menudo como un diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el entrecruzamiento de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación, en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo rigor, deja siempre espacio a ulteriores preguntas en un proceso sin fin, que descubre en la realidad una inmensidad, una armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o mediante los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de algo o de Alguien capaz de satisfacer necesidades interiores, que el mismo refinado progreso científico, lejos de suprimir, acrecienta.

 

4. Mirándolo bien, el paso a la afirmación religiosa no viene por si en fuerza del método científico experimental, sino en fuerza de principios filosóficos elementales, cuales el de causalidad, finalidad, razón suficiente, que un científico, como hombre, ejercita en el contacto diario con la vida y con la realidad que estudia. Más aún, la condición de centinela del mundo moderno, que entrevé el primero la enorme complejidad y al mismo tiempo la maravillosa armonía de la realidad, hace del científico un testigo privilegiado de la plausibilidad del dato religioso, un hombre capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia, lejos de dañar la autonomía y los fines de la investigación, la estimula por el contrario a superarse continuamente, en una experiencia de autotranscendencia relativa del misterio humano.

 

Si luego se considera que hoy los dilatados horizontes de la investigación, sobre todo en lo que se refiere a las fuentes mismas de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso recto de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez con mayor frecuencia se manifieste en los científicos la petición de criterios morales seguros, capaces de sustraer al hombre de todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios, podrá fundar un orden moral en el que la dignidad del hombre, de todo hombre, sea tutelada y promovida de manera estable?

 

Ciertamente la religión cristiana, si no puede considerar razonables ciertas confesiones de ateísmo o de agnosticismo en nombre de la ciencia, sin embargo, es igualmente firme el no acoger afirmaciones sobre Dios que provengan de formas no rigurosamente atentas a los procesos racionales.

 

5. A este punto seria muy hermoso hacer escuchar de algún modo las razones por las que no pocos científicos afirman positivamente la existencia de Dios y ver qué relación personal con Dios, con el hombre y con los grandes problemas y valores supremos de la vida los sostienen. Cómo a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora, el sereno despego de las cosas, el sentido social del descubrimiento, la pureza de corazón son poderosos factores que les abren un mundo de significados que no pueden ser desatendidos por quienquiera que proceda con igual lealtad y amor hacia la verdad.

 

Baste aquí la referencia a un científico italiano, Enrico Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: 'Cuando digo a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años luz de lejanía. Y, sin embargo, los protones, los electrones, los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos a los que están en este micrófono. La identidad excluye la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable. Por tanto, hay una causa, fuera del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha dado al ser, ser así. Y esto es Dios.

'El ser, hablo científicamente, que ha dado a las cosas la causa de ser idénticas a mil millones de años-luz de distancia, existe. Y partículas idénticas en el universo tenemos 10 elevadas a la 85ª potencia... ¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo fuera Francisco de Asís proclamaría: "Oh galaxias de los cielos inmensos, alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! "Oh átomos, protones, electrones! "Oh canto de los pájaros, rumor de las hojas, silbar del viento, cantad a través de las manos del hombre y como plegaria, el himno que llega hasta Dios!' (Atti del II Congreso Catechistico Internazionale, Roma, 20-25 septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).

 

Fuente: Vatican.va

 

 

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