Pedro Sergio Antonio Donoso Brant CATEQUESIS
SOBRE EL ESPIRITU SANTO Juan
Pablo II |
CREO
EN EL ESPÍRITU SANTO LA PROMESA DE CRISTO
(CATEQUESIS 26-IV-89) EL
ESPÍRITU SANTO EN EL ORIGEN CRISTO (28-III-1990) EL
ESPÍRITU DE LA VERDAD (Catequesis
17-V-89) EL
ESPÍRITU SANTO, NUESTRO ABOGADO DEFENSOR EL
ESPÍRITU SANTO Y EL CRECIMIENTO EN GRACIA DE JESÚS (27.VI.90) LA
ENCARNACIÓN: OBRA DEL ESPÍRITU SANTO (4-IV-1990) RELACIÓN
PERSONAL DE DIOS CON MARÍA (18-IV-1990) EL
ESPÍRITU SANTO Y MARÍA (2-V-1990) JESUCRISTO
SE ENCARNA POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO (23-V-1990) EL
ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE LA SANTIDAD DE JESÚS (6-VI-1990) EL
ESPÍRITU SANTO EN LA VISITACIÓN (13-VI-1990) EL ESPÍRITU
SANTO Y LA PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO (20-VI-1990) EL
ESPÍRITU SANTO Y EL CRECIMIENTO EN GRACIA DE JESÚS (27-VI-1990) EL
ESPÍRITU SANTO ENTRE JESÚS Y MARÍA (4-VII-1990) EL
BAUTISMO DE JESÚS Y LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO (11-VII-1990) EL
ESPÍRITU SANTO Y LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL DESIERTO (18-VII-1990) EL
ESPÍRITU SANTO EN LA ORACIÓN Y PREDICACIÓN DE CRISTO (25-VII-1990) EL
ESPÍRITU SANTO EN EL MISTERIO DE LA CRUZ (1-VIII-1990) EL
ESPÍRITU SANTO EN LA RESURRECCIÓN DE CRISTO (8-VIII-1990) LA PROMESA DE
CRISTO (Catequesis 26-IV-89) 1. « Creo en el
Espíritu Santo». En el desarrollo de
una catequesis sistemática bajo la guía del Símbolo de los Apóstoles, después
de haber explicado los artículos sobre Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre
por nuestra salvación, hemos llegado a la profesión de fe en el Espíritu
Santo. Completado el ciclo cristológico, se abre el pneumatológico, que el
Símbolo de los Apóstoles expresa con una fórmula concisa: «Creo en el
Espíritu Santo». El llamado Símbolo
niceno-constantinopolitano desarrolla más ampliamente la fórmula del artículo
de fe: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del
Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y
gloria, y que habló por los profetas». 2. El Símbolo,
profesión de fe formulada por la Iglesia, nos remite a las fuentes bíblicas,
donde la verdad sobre el Espíritu Santo se presenta en el contexto de la
revelación de Dios Uno y Trino. Por tanto, la pneumatología de la Iglesia
está basada en la Sagrada Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento,
aunque, en cierta medida, hay preanuncios de ella en el Antiguo. La primera fuente a
la que podemos dirigirnos es un texto joaneo contenido en el «discurso de
despedida» de Cristo el día antes de la pasión y muerte en cruz. Jesús habla
de la venida del Espíritu Santo en conexión con la propia «partida»,
anunciando su venida (o descenso) sobre los Apóstoles. «Pero yo os digo la
verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré» (Jn 16, 7). El contenido de este
texto puede parecer paradójico. Jesús, que tiene que subrayar: «Pero yo os
digo la verdad», presenta la propia «partida» (y por tanto la pasión y muerte
en cruz) como un bien: «Os conviene que yo me vaya ...
». Pero enseguida explica en qué consiste el valor de su muerte: por ser una
muerte redentora, constituye la condición para que se cumpla el plan
salvífico de Dios que tendrá su coronación en la venida del Espíritu Santo;
constituye por ello la condición de todo lo que, con esta venida, se
verificará para los Apóstoles y para la Iglesia futura a medida que,
acogiendo el Espíritu, los hombres reciban la nueva vida. La venida del
Espíritu y todo lo que de ella se derivará en el mundo serán fruto de la
redención de Cristo. 3. Si la partida de
Jesús tiene lugar mediante la muerte en cruz, se comprende que el Evangelista
Juan haya podido ver, ya en esta muerte, la potencia y, por tanto, la gloria
del Crucificado: pero las palabras de Jesús implican también la Ascensión al
Padre como partida definitiva (cfr Jn 16,10), según lo que leemos en los
Hechos de los Apóstoles: «Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del
Padre el Espíritu Santo prometido» (Hch 2, 33). La venida del
Espíritu Santo sucede después de la Ascensión al cielo. La pasión y muerte
redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto. Jesucristo, Hijo del
hombre, en el culmen de su misión mesiánica, «recibe» del Padre el Espíritu
Santo en la plenitud en que este Espíritu debe ser «dado» a los Apóstoles y a
la Iglesia, para todos los tiempos. Jesús predijo: «Yo, cuando sea levantado
de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Es una clara indicación
de la universalidad de la redención, tanto en el sentido
extensivo de la salvación obrada para todos los hombres, cuanto en el
intensivo de totalidad de los bienes de gracia que se les han ofrecido. Pero
esta redención universal debe realizarse mediante el Espíritu Santo. 4. El Espíritu Santo
es el que «viene» después y en virtud de la «partida» de Cristo. Las palabras
de Jn 16, 7, expresan una relación de naturaleza causal. El Espíritu viene
mandado en virtud de la redención obrada por Cristo: «Cuando me vaya os lo
enviaré» (cfr Encíclica Dominum et vivificantem, S). Más aún, «según el
designio divino, la «partida» de Cristo es condición indispensable del
«envio» y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la
nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo» (Ibid., n. Si es verdad que
Jesucristo, mediante su «elevación» en la cruz, debe «atraer a todos hacia
sí» (cfr Jn 12, 32), a la luz de las palabras del Cenáculo entendemos que ese
«atraer» es actuado por Cristo glorioso mediante el envío del Espíritu Santo.
Precisamente por esto Cristo debe irse. La encarnación alcanza su eficacia
redentora mediante el Espíritu Santo. Cristo, al marcharse de este mundo, no
sólo deja su mensaje salvífico, sino que «da» el Espíritu Santo, al que está
ligada la eficacia del mensaje y de la misma redención en toda su plenitud. 5. El Espíritu Santo
presentado por Jesús especialmente en el discurso de despedida en el
Cenáculo, es evidente una Persona diversa de Él. « Yo pediré al Padre otro
Paráclito» Jn 14, 16). «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he
dicho (Jn 14, 2 6). Jesús habla del Espíritu Santo adoptando frecuentemente
el pronombre personal «Él»: «Él convencerá al mundo en lo referente al
pecado» (Jn 16, 8). «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará
hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). «Él me dará gloria» (Jn 16, 4). De
estos textos emerge la verdad del Espíritu Santo como Persona, y no sólo como
una potencia impersonal emanada de Cristo (cfr por ejemplo Lc 6, 19: «De Él
salía una fuerza»). Siendo una Persona, le pertenece un obrar propio, de
carácter personal. En efecto, Jesús, hablando del Espíritu Santo, dice a los
Apóstoles: «Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros
está» (Jn 14, 17). «Él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os
he dicho» (Jn 14, 26); «Dará testimonio de mí» (Jn 15, 26); «Os guiará a la
verdad completa», «Os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16, 13); Él «dará
gloria» a Cristo (Jn 16, 14), y «convencerá al mundo en lo referente al
pecado» (Jn 16, 8). El Apóstol Pablo, por su parte, afirma que el Espíritu
«clama» en nuestros corazones (Gal 4, 6), «distribuye» sus dones «a cada uno
en particular según su voluntad» (1 Cor 12, 6. El Espíritu Santo
revelado por Jesús es, por tanto, un ser personal (tercera Persona de la
Trinidad) con un obrar propio personal. Pero en el mismo «discurso de
despedida», Jesús muestra los vínculos que unen a la persona del Espíritu Santo
con el Padre y el Hijo: por ello el anuncio de la venida del Espíritu Santo
-en ese «discurso de despedida»-, es al mismo tiempo la definitiva revelación
de Dios como Trinidad. Efectivamente, Jesús dice a los Apóstoles: «Yo pediré
al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14,16): "el Espíritu de la
verdad, que procede del Padre" (Jn 15,26) "que el Padre enviará en
mi nombre" (Jn 14,26). El Espíritu Santo es, por tanto, una persona
distinta del Padre y del Hijo y, al mismo tiempo, unida íntimamente a ellos:
"procede"del Padre, el Padre "lo envía" en el nombre del
Hijo: y esto en consideración de la redención ,
realizada por el Hijo mediante la ofrenda de sí mismo en la cruz. Por ello
Jesucristo dice: "Si me voy os lo enviaré" (Jn 16,7). "El
Espíritu de verdad que procede del Padre" es anunciado por Cristo como
el Paráclito, que "yo os enviaré de junto al Padre" (Jn 15,26). 7. En el texto de
Juan, que refiere el discurso de Jesús en el Cenáculo, está contenida, por
tanto, la revelación de la acción salvífica de Dios como Trinidad. En la
Encíclica Dominum et vivificantem he escrito: "El Espíritu Santo,
consubstancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado),
del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas
(don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la
creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de
la salvación" (n. 10). En el Espíritu Santo se halla, pues, la
revelación de la profundidad de la Divinidad: el misterio de la Trinidad en
le que subsisten las Personas divinas, pero abierto al hombre para darle vida
y salvación. A ello se refiere San Pablo en la Primera carta a los Corintios,
cuando escribe: "El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de
Dios" (1Cor 2,10). EL ESPÍRITU SANTO EN EL ORIGEN CRISTO (28.III.90) 1. En las catequesis
anteriores hemos puesto de relieve que de toda la tradición
veterotestamentaria afloran referencias, indicios, alusiones a la realidad
del Espíritu divino, que parecen casi un preludio de la revelación del
Espíritu Santo como persona, como se tendrá en el Nuevo Testamento. En
realidad, sabemos que Dios inspiraba y guiaba a los autores sagrados de
Israel, preparando la revelación definitiva que realizaría plenamente Cristo
y que él entregaría a los Apóstoles para que la predicasen y difundiesen en
todo el mundo. En el Antiguo
Testamento existe, pues, una revelación inicial y progresiva, referente no
sólo al Espíritu Santo, sino también al Mesías-Hijo de Dios, a su acción
redentora y a su Reino. Esta revelación hace aparecer una distinción entre
Dios Padre, la eterna Sabiduría que procede de 'Él y el Espíritu potente y
benigno, con el que Dios actúa en el mundo desde la creación y guía la
historia según su designio de salvación. 2. Sin duda no se
trataba aún de una manifestación clara del misterio divino. Pero era
ciertamente una especie de propedéutica en la futura revelación, que Dios
mismo iba desarrollando en la fase de la Antigua Alianza mediante 'la Ley y
los Profetas' (Cfr. Mt 22, 40; Jn 1, 45) y la misma historia de Israel,
puesto que 'omnia in figura contingebant illis': 'todo esto les acontecía en
figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de
los tiempos' (1 Cor 10,11; 1 Pe 3, 21; Hb 9, 24). De hecho, en los
umbrales del Nuevo Testamento hallamos algunas personas como José, Zacarías,
Isabel, Ana, Simeón y sobre todo María, que (gracias a la iluminación
interior del Espíritu) saben descubrir el verdadero sentido del adviento de
Cristo al mundo. La referencia que los evangelistas Lucas y Mateo hacen al
Espíritu Santo, por estos piadosísimos representantes de la Antigua Alianza
(Cfr. Mt 1,18.20; Lc 1,15.35, 41.67; 2, 26.27), es la documentación de un
vinculo y, podemos decir, de un paso del Antiguo al Nuevo Testamento,
reconocido luego plenamente a la luz de la revelación de Cristo y después de
la experiencia de Pentecostés. Es significativo el hecho de que los Apóstoles
y Evangelistas empleen el término 'Espíritu Santo'
para hablar de la intervención de Dios tanto en la encarnación del Verbo como
en el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Merece destacar que en
ambos momentos, en el centro del cuadro descrito por Lucas está María, virgen
y madre, que concibe a Jesús por obra del Espíritu Santo (Cfr. Lc 1, 35; Mt
1, 18), y permanece en oración con los Apóstoles y los otros primeros
miembros de la Iglesia en espera del mismo Espíritu (Cfr. Hech 1,14). 3. Jesús mismo
ilustra el papel del Espíritu cuando aclara a los discípulos que sólo con su
ayuda será posible penetrar a fondo en el misterio de su persona y de su
misión: 'Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad
completa... él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a
vosotros' (Jn 16, 13.14). Así pues, el Espíritu Santo es el que hace captar
la grandeza de Cristo, y de este modo 'da gloria' al Salvador. Pero es
también el Espíritu el que hace descubrir el propio papel en la vida y en la
misión de Jesús. Es un punto de gran
interés sobre el cual deseo atraer vuestra atención con esta nueva serie de
catequesis. Si anteriormente
hemos ilustrado las maravillas del Espíritu Santo anunciadas por Jesús y
verificadas en pentecostés y en el primer camino de la Iglesia en la
historia, ha llegado el momento de subrayar que la primera y suprema
maravilla realizada por el Espíritu Santo es Cristo mismo. Y hacia esta
maravilla queremos dirigir ahora nuestra mirada. 4. En realidad,
hemos reflexionado ya sobre la persona, la vida y la misión de Cristo en las
catequesis cristológicas; pero ahora podemos reanudar sintéticamente ese
razonamiento en clave pneumatológica, es decir, a la luz de la obra realizada
por el Espíritu Santo en el Hijo de Dios hecho hombre. Tratándose del 'Hijo
de Dios', en la enseñanza catequística se habla de 'Él después de haber
considerado a 'Dios-Padre' y antes de hablar del Espíritu Santo, que 'procede
del Padre y del Hijo'. Por esto la Cristología precede a la Pneumatología. Y
es justo que sea así, porque también bajo el aspecto cronológico, la
revelación de Cristo en nuestro mundo ocurrió antes de la efusión del
Espíritu Santo, que formó a la Iglesia el día de Pentecostés. Más aún, dicha
efusión fue el fruto del ofrecimiento redentor de Cristo y la manifestación
del poder adquirido por el Hijo ya sentado a la derecha del Padre. 5. Y sin embargo,
parece imponerse como hacen observar justamente los orientales. una integración pneumatológica de la Cristología, por el
hecho de que el Espíritu Santo se halla en el origen mismo de Cristo como
Verbo encarnado venido al mundo 'por obra del Espíritu Santo', como dice el
Símbolo. Ha existido una
presencia suya decisiva en el cumplimiento del misterio de la Encarnación,
hasta el punto que, si queremos recoger y enunciar más completamente este
misterio, no nos basta decir que el Verbo se hizo carne: hay que subrayar
también (como ocurre en el Credo. el papel del Espíritu en la formación de la
humanidad del Hijo de Dios en el seno virginal de María. De esto hablaremos.
Y sucesivamente trataremos de seguir la acción del Espíritu Santo en la vida
y en la misión de Cristo: en su infancia, en la inauguración de la vida
pública mediante el bautismo, en la permanencia en el desierto, en la
oración, en la predicación, en el sacrificio y, finalmente, en la
resurrección. 6. Del examen de los
textos evangélicos emerge una verdad esencial: no se puede comprender lo que
ha sido Cristo, y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu
Santo. Lo que significa que no sólo es necesaria la luz del Espíritu Santo
para penetrar en el misterio de Cristo, sino que se debe tener en cuenta el
influjo del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo y en toda la vida de
Cristo para explicar el Jesús del Evangelio. El Espíritu Santo ha dejado la
impronta de la propia personalidad divina en el rostro de Cristo. Por ello, toda
profundización del conocimiento de Cristo requiere también una profundización
del conocimiento del Espíritu Santo. 'Saber quién es Cristo' y 'saber quién
es el Espíritu': son dos exigencias unidas indisolublemente, que se influyen
mutuamente. Podemos añadir que también la relación del cristiano con Cristo
es solidaria con su relación con el Espíritu. Lo hace comprender la Carta a
los Efesios cuando dese los creyentes que sean 'fortalecidos' por el Espíritu
del padre en el hombre interior, para ser capaces de 'conocer el amor de
Cristo, que excede a todo conocimiento' (Cfr. Ef 3, 16.19). Esto significa
que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor .como ocurre en la
verdadera sabiduría cristiana. tenemos necesidad de
la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, maestro interior de verdad y
de vida. EL ESPÍRITU DE LA VERDAD
(Catequesis 17-V-89) 1. Hemos citado varias veces las palabras de
Jesús, que en el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles en el Cenáculo promete la venida del
Espíritu Santo como nuevo y definitivo defensor y consolador: «Yo pediré al
Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el
Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni
le conoce» (Jn 14, 16 - 7). Aquel «discurso de despedida», que se encuentra
en la narración solemne de la última Cena (cfr Jn 13, 2), es una fuente de
primera importancia para la pneumatología, es decir, para la disciplina
teológica que se refiere al Espíritu Santo.. Jesús habla de Él como del
Paráclito, que «procede» del Padre, y que el Padre «enviará» a los Apóstoles
y a la Iglesia «en nombre del Hijo», cuando el propio Hijo «se vaya», «a
costa» de su partida mediante el sacrificio de la cruz. Hemos de considerar
el hecho de que Jesús llama al Paráclito el «Espíritu de la verdad». También
en otros momentos lo ha llamado así (cfr Jn 15, 26; Jn 16, 13). 2. Tengamos presente
que en el mismo «discurso de despedida» Jesús, respondiendo a una pregunta
del Apóstol Tomás acerca de su identidad, afirma de sí mismo: «Yo soy el
camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). De esta doble referencia a la verdad
que Jesús hace para definir tanto a sí mismo como al Espíritu Santo, se
deduce que, si el Paráclito es llamado por Él «Espíritu de la verdad», esto
significa que el Espíritu Santo es quien después de la partida de Cristo,
mantendrá entre los discípulos la misma verdad, que Él ha anunciado y
revelado y, más aún, que es Él mismo. El Paráclito en efecto, es la verdad,
como lo es Cristo. Lo dirá Juan en su Primera carta: «El Espíritu es el que
da testimonio, porque el Espíritu es la verdad» (1 - Jn 5, 6). En la misma
Carta el Apóstol escribe también: «Nosotros somos de Dios. Quien conoce a
Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el
espíritu de la verdad y el espíritu del error 'spiritus erroris'» (1 Jn 4,
6). La misión del Hijo y la del Espíritu, Santo se encuentran, están ligadas
y se complementan recíprocamente en la afirmación de la verdad y en la
victoria sobre el error. Los campos de acción en que actúa son el espíritu
humano y la historia del mundo. La distinción entre la verdad y el error es
el primer momento de dicha actuación. 3. Permanecer en la
verdad y obrar en la verdad es el problema esencial para los Apóstoles y para
los discípulos de Cristo, tanto de los primeros tiempos como de todas
generaciones de la Iglesia a lo largo de los siglos. Desde este punto de
vista, el anuncio del Espíritu de la verdad tiene una importancia clave.
Jesús dice en el Cenáculo: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora
(todavía) no podéis con ello » (Jn 16, 12). Es verdad que la misión mesiánica
de Jesús duró poco, demasiado poco para revelar a los discípulos todos los
contenidos de la revelación. Y no sólo fue breve el tiempo a disposición,
sino que también resultaron limitadas la preparación y la inteligencia de los
oyentes. Varias veces se dice que los mismos Apóstoles «estaban
desconcertados en su interior» (cfr Mc 6, 52), y «no entendían» (cfr, por
ejemplo, Mc 8, 21), o bien entendían erróneamente las palabras y las obras de
Cristo (cfr, por ejemplo, Mt 16, 6-11 ). Así se explican en
toda la plenitud de su significado las palabras del Maestro: «Cuando venga...
el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). 4. La primera
confirmación de esta promesa de Jesús tendrá lugar en Pentecostés y en los
días sucesivos, como atestiguan los Hechos de los Apóstoles. Pero la promesa
no se refiere sólo a los Apóstoles y a sus inmediatos compañeros en la
evangelización, sino también a las futuras generaciones de discípulos y de
confesores de Cristo. El Evangelio, en efecto, está destinado a todas las
naciones y a las generaciones siempre nuevas, que se desarrollarán en el
contexto de las diversas culturas y del múltiple progreso de la civilización
humana. Mirando todo el arco de la historia Jesús dice: «El Espíritu de la
verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí». «Dará testimonio», es
decir, mostrará el verdadero sentido del Evangelio en el interior de la
Iglesia, para que ella lo anuncie de modo auténtico a todo el mundo. Siempre
y en todo lugar, incluso en la interminable sucesión de las cosas que cambian
desarrollándose en la vida de la humanidad, el «Espíritu de la verdad» guiará
a la Iglesia «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). 5. La relación entre
la revelación comunicada por el Espíritu Santo y la de Jesús es muy estrecha.
No se trata de una revelación diversa, heterogénea. Esto se puede argumentar
desde una peculiaridad del lenguaje que Jesús usa en su promesa: «El
Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo
enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). El
recordar es la función de la memoria. Recordando se vuelve a lo pasado, a lo
que se ha dicho y realizado, renovando así en la conciencia las cosas
pasadas, y casi haciéndolas revivir. Tratándose especialmente del Espíritu
Santo, Espíritu de una verdad cargada del poder divino, su misión no se agota
al recordar el pasado como tal: «recordando» las palabras, las obras y todo
el misterio salvífico de Cristo, el Espíritu de la verdad lo hace
continuamente presente en la Iglesia, de modo que revista una «actualidad»
siempre nueva en la comunidad de la salvación. Gracias a la acción del
Espíritu Santo, la Iglesia no sólo recuerda la verdad, sino que permanece y
vive en la verdad recibida de su Señor. También de este modo se cumplen las
palabras de Cristo: «Él (el Espíritu Santo) dará testimonio de mí» (Jn 15,
26). Este testimonio del Espíritu de la verdad se identifica así con la
presencia de Cristo siempre vivo, con la fuerza operante del Evangelio, con
la actuación creciente de la redención, con una continua ilustración de
verdad y de virtud. De este modo, el Espíritu "guía" a la Iglesia
"hasta la verdad completa". 6. Tal verdad está
presente, al menos de manera implícita, en el Evangelio. Lo que el Espíritu
Santo revelará ya lo dijo Cristo. Lo revela Él mismo cuando, hablando del
Espíritu Santo, subraya que "no hablará por su cuenta, sino que hablará
lo que oiga,... El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo
anunciará a vosotros" (Jn 16, 13-14). Cristo, glorificado por el
Espíritu de la verdad, es ante todo el mismo Cristo crucificado, despojado de
todo y casi "aniquilado" en su humanidad para la redención mundo.
Precisamente por obra del Espíritu Santo la "palabra de la cruz"
tenía que ser aceptada por los discípulos, a los cuales el mismo Maestro
había dicho: "Ahora (todavía) no podéis con ello" (Jn 16, 12). Se
presentaba, ante aquellos pobres hombres, la imagen de la cruz. Era necesaria
una acción profunda para hacer que sus mentes y sus corazones fuesen capaces
de descubrir la "gloria de la redención" que se había realizado
precisamente en la cruz. Era necesario una intervención divina para convencer
y transformar interiormente a cada uno de ellos, como preparación, sobre
todo, para el día de Pentecostés, y, posteriormente la misión apostólica en
el mundo. Y Jesús les advierte que el Espíritu que el Espíritu Santo "me
dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros".
Sólo el Espíritu que , según San Pablo (1 Cor 2,10)
"sondea las profundidades de Dios", conoce el misterio del
Hijo-Verbo en su relación filial con el Padre y en su relación redentora con
los hombres de todos los tiempos. Sólo El, el Espíritu de la verdad, puede
abrir las mentes y los corazones humanos haciéndolos capaces de aceptar el
inescrutable misterio de Dios y de su Hijo encarnado, crucificado y
resucitado, Jesucristo el Señor. 7. Jesús añade:
"El Espíritu de la verdad... os anunciará lo que ha de venir" (Jn
16,13). ¿Qué significa esta proyección profética y escatológica con la que
Jesús coloca bajo el radio de acción del Espíritu Santo el futuro de la
Iglesia, todo el camino histórico que ella está llamada a realizar a lo largo
de los siglos? Significa ir al encuentro de Cristo glorioso, hacia el que
tiende en virtud de la invocación suscitada por el Espíritu Santo: "¡Ven , Señor Jesús!" (Ap 22,17.20). El Espíritu
conduce a la Iglesia hacia un constante progreso en la comprensión de la
verdad, por su conservación por su aplicación a las cambiantes situaciones
históricas. Suscita y conduce el desarrollo de todo lo que contribuye al
conocimiento y a la difusión de esta verdad: en particular, la exégesis de la
Sagrada Escritura y la investigación teológica, que nunca se pueden separar
de la dirección del Espíritu de la verdad ni del Magisterio de la Iglesia, en
el que el Espíritu siempre está actuando. Todo acontece en la
fe y por la fe, bajo la acción del Espíritu, como he dicho en la Encíclica
Dominum et vivificantem: "El misterio de Cristo en su globalidad exige
la fe, ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del
misterio revelado. El "guiar hasta la verdad completa" se realiza,
pues, en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de verdad y
fruto de su acción en el hombre. El Espíritu debe ser en esto la guía suprema
del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve para los Apóstoles,
testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo
que Cristo "hizo y enseñó" y, especialmente, el anuncio de su cruz
y de su resurrección. En una perspectiva más amplia esto sirve también para
todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que
deberían aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante
en la historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido
definitivo de esa historia" 8. De este modo, el
"Espíritu de la verdad" continuamente anuncia los acontecimientos
futuros; continuamente muestra a la humanidad este futuro de Dios, que está
por encima y fuera de todo futuro "temporal"; y así llena de valor
eterno el futuro del mundo. Así el Espíritu convence al hombre, haciéndole
entender que, con todo lo que es, y tiene, y hace, está llamado por Dios en
Cristo a la salvación. Así, el "Paráclito", el Espíritu de la
verdad, es el verdadero "Consolador" del hombre. Así es el
verdadero Defensor y Abogado. Así es el verdadero Garante del Evangelio en la
historia: bajo su acción la buena nueva es siempre "la misma" y es
siempre "nueva"; y de modo siempre nuevo ilumina el camino del
hombre en la perspectiva del cielo con "palabras de vida eterna"
(Jn 6,68). EL ESPÍRITU SANTO, NUESTRO ABOGADO DEFENSOR 1. En la pasada
catequesis sobre el Espíritu Santo hemos partido del texto de Juan, tomado
del «discurso de despedida» de Jesús, que, constituye, en cierto modo, la
principal fuente, evangélica, de la pneumatología. Jesús anuncia la venida
del Espíritu Santo, Espíritu de la verdad, que «procede del Padre» (Jn 15,
26) y que será enviado por el Padre a los Apóstoles y a la Iglesia «en el
nombre» de Cristo, en virtud de la redención llevada a cabo en el sacrificio
de la cruz, según el eterno designio de salvación. Por la fuerza de este
sacrificio también el Hijo "envía" el Espíritu, anunciando que su
venida se efectuará como consecuencia y casi al precio de su propia partida
(cfr Jn 16, 17). Hay por tanto un vínculo establecido por el mismo Jesús,
entre su muerte- resurrección-ascensión y la efusión del Espíritu Santo,
entre Pascua y Pentecostés. Más aún, según el IV
Evangelio, el don del Espíritu Santo se concede la misma tarde de la
resurrección (cfr Jn 20, 22-25). Se puede decir que la herida del costado de
Cristo en la cruz abre el camino a la efusión del Espíritu Santo, que será un
signo y un fruto de la gloria obtenida con la pasión y muerte. El texto del
discurso de Jesús en el Cenáculo nos manifiesta también que Él llama al
Espíritu Santo el «Paráclito»: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito
para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 16). De forma análoga,
también leemos en otros textos: « ... el Paráclito,
el Espíritu Santo» (cfr Jn 14, 26; Jn 15, 26; Jn 6, 7). En vez de «Paráclito»
muchas traducciones emplean la palabra «Consolador»; ésta es aceptable,
aunque es necesario recurrir al original griego «Parakletos» para captar
plenamente el sentido de lo que Jesús dice del Espíritu Santo. 2. «Parakletos»
literalmente significa: «aquel que es invocado» (de para-kaléin, «llamar en
ayuda»); y, por tanto, «el defensor», «el abogado», además de «el mediador»,
que realiza la función de intercesor (intercessor). Es en este sentido de
«Abogado-Defensor», el que ahora nos interesa, sin ignorar que algunos Padres
de la Iglesia usan «Parakletos» en el sentido de «Consolador», especialmente en
relación a la acción del Espíritu Santo en lo referente a la Iglesia. Por
ahora fijamos nuestra atención y desarrollamos el aspecto del Espíritu Santo
como Parakletos-Abogado-Defensor. Este término nos permite captar también la
estrecha afinidad entre la acción de Cristo y la del Espíritu Santo, como
resulta de un ulterior análisis del texto de Juan. 3. Cuando Jesús en
el Cenáculo, la vigilia de su pasión, anuncia la venida del Espíritu Santo,
se expresa de la siguiente manera: «El Padre os dará otro Paráclito». Con
estas palabras se pone de relieve que el propio Cristo es el primer
Paráclito, y que la acción del Espíritu Santo será semejante a la que Él ha
realizado, constituyendo casi su prolongación. Jesucristo,
efectivamente, era el "defensor" y continua siendolo. El mismo Juan
lo dirá en su Primera carta: «Si alguno peca, tenemos a uno que abogue
(Parakletos) ante el Padre: a Jesucristo, el Justo » (1 Jn El abogado
(defensor) es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido
a los pecados cometidos, los defiende del castigo merecido por sus pecados,
los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es
precisamente lo que ha realizado Cristo. Y el Espíritu Santo es llamado «el
Paráclito», porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo
nos ha librado del pecado y de la muerte eterna. 4. El Paráclito será
«otro abogado-defensor» también por una segunda razón. Permaneciendo con los
discípulos de Cristo, Él los envolverá con su vigilante cuidado con virtud
omnipotente. «Yo pediré al Padre dice Jesús y os dará otro Paráclito para que
esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 16): «... mora con vosotros y en
vosotros está» (Jn 14, 17). Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha
hecho al ir al Padre: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo
que «se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). Sí, yendo al
Padre, dice: «Yo estoy con vosotros... hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20),
se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia tendrán que reencontrar
continuamente por medio del Espíritu Santo medio del Espíritu Santo medio del
Espíritu Santo aquella presencia del Verbo-Hijo, que durante su misión
terrena era "física" y visible en la humanidad asumida, pero que,
después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del
Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia
(«Él mora con vosotros y en vosotros está»: Jn 14, 17), hará presente a
Cristo invisible de modo estable, «hasta el fin del mundo». La unidad
trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la humanidad de Cristo,
asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la
potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación. 5. El Espíritu
Santo-Paráclito será el abogado defensor de los Apóstoles, y de todos
aquellos que, a lo largo de los siglos, serán en la Iglesia los herederos de
su testimonio y de su apostolado, especialmente en los, momentos difíciles
que comprometerán su responsabilidad hasta el heroísmo. Jesús lo predijo y
lo prometió: «os entregarán a los tribunales... seréis llevados ante
gobernadores y reyes... Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o
qué vais a hablar.. no
seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que
hablará en vosotros» (Mt 10, 17-20; análogamente Mc 13, 11; Lc 12, 12, dice:
«porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene
decir»). También en este
sentido tan concreto, el Espíritu Santo es el Paráclito-Abogado. Se encuentra
cerca de los Apóstoles, más aún, se les hace presente cuando ellos tienen que
confesar la verdad, motivarla y defenderla. Él mismo se convierte, entonces,
en su inspirador, Él mismo habla con sus palabras, y juntamente con ellos y
por medio de ellos da testimonio de Cristo y de su Evangelio. Ante los
acusadores Él llega a ser como el «Abogado» invisible de los acusados, por el
hecho de que actúa como su patrocinador, defensor, confortador. 6. Especialmente
durante las persecuciones contra los Apóstoles y contra los primeros
cristianos, y también en aquellas persecuciones de todos los siglos, se
verificarán las palabras que Jesús pronunció en el Cenáculo: «Cuando venga el
Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre..., Él dará testimonio de mí.
Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el
principio" (Jn 15, 26-27 ). La acción del
Espíritu Santo es "dar testimonio". Es una acción interior,
"inmanente", que se desarrolla en el corazón de los discípulos, los
cuales, después, dan testimonio de Cristo al exterior: Mediante aquella
presencia y aquella acción inmanente, se manifiesta y avanza en el mundo el
"trascendente"poder de la verdad de Cristo, que es el Verbo-Verdad
y Sabiduría. De Él deriva a los Apóstoles , mediante
el Espíritu, el poder de dar testimonio según su promesa: "Yo os daré
una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir
todos vuestros adversarios" ( Lc 21, 15). Esto viene sucediendo ya desde
el caso del primer mártir, Esteban, del que el autor de los Hechos de los
Apóstoles escribe que estaba "lleno del Espíritu Santo" (Hch 6, 5),
de modo que los adversarios "no podían resistir a la sabiduría y al
Espíritu con que hablaba" (Hch 6,10). También en los siglos sucesivos
los adversarios de la fe cristiana han continuado ensañandose contra los
anunciadores del Evangelio apagando a veces su voz en la sangre, sin llegar,
sin embargo, a sofocar la Verdad de la que eran portadores: ésta ha seguido
fortaleciéndose en el mundo con la fuerza del Espíritu Santo. 7. El Espíritu
Santo- Espíritu de la verdad, Paráclito- es aquel que, según la palabra de
Cristo, "convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente
a la justicia y en lo referente al juicio" (Jn 16,8). Es significativa
la explicación que Jesús mismo hace de estas palabras: pecado, justicia y
juicio. "Pecado" significa, sobre todo, la falta de fe que Jesús
encuentra entre "los suyos", es decir los de su pueblo, los cuales
llegaron incluso a condenarle a muerte en la cruz. Hablando después de la
"justicia", Jesús parece tener en mente aquella justicia
definitiva, que al Padre le hará ("... porque voy al Padre") en la
resurrección y en la ascensión al cielo. En este contexto, "juicio"
significa que el Espíritu de la verdad mostrará la culpa del
"mundo" al rechazar a Cristo, o, más generalmente, al volver la
espalda a Dios. Pero puesto que Cristo no ha venido al mundo para juzgarlo o
condenarlo, sino para salvarlo, en realidad también aquel "convencer
respecto al pecado" por parte del Espíritu de la verdad tiene que
entenderse como intervención orientada a la salvación del mundo, al bien
último de los hombres. El
"juicio" se refiere, sobre todo, al "príncipe de este
mundo", es decir, a Satanás. Él, en efecto, desde el principio, intenta
llevar la obra de la creación contra la alianza y la unión del hombre con
Dios: se opone conscientemente a la salvación. Por esto "ha sido ya
juzgado" desde el principio, como expliqué en la Encíclica Dominum et
vivificantem (n. 27). 8. Si el Espíritu
Santo Paráclito debe convencer al mundo precisamente de este
"juicio", sin duda lo tiene que hacer para continuar la obra de
Cristo que mira a la salvación universal (cfr Ibid.). Por tanto, podemos
concluir que en el dar testimonio de Cristo, el Paráclito es un asiduo
(aunque invisible) Abogado y Defensor de la obra de la salvación, y de todos
aquellos que se comprometen en esta obra. Y es también el Garante de la definitiva
victoria sobre el pecado y sobre el mundo sometido al pecado, para librarlo
del pecado e introducirlo en el camino de la salvación. EL ESPÍRITU SANTO Y EL CRECIMIENTO EN GRACIA DE JESÚS (27.VI.90) 3. La tradición patrística
y teológica nos da una mano para interpretar y explicar el texto de Lucas
sobre el 'crecimiento en gracia y en sabiduría' en relación con el Espíritu
Santo. Santo Tomás, hablando de la gracia, la llama repetidamente gratia
Spiritus Sancti (Cfr. S.Th. I-II, q. Se trata de la
gracia justificante y santificante, que hace volver al hombre a la amistad
con Dios, en el reino de los cielos (Cfr. I-II, q. Con todo, la
plenitud de gracia en Jesús era relativa a la edad: había siempre plenitud,
pero una plenitud creciente con el crecer de la edad. 4. Lo mismo se puede
decir de la sabiduría, que Cristo poseía desde el principio en la plenitud
consentida por la edad infantil. Al avanzar en años, esa plenitud crecía en
él en la medida correspondiente. Se trataba no sólo de una ciencia y
sabiduría humana en relación con las cosas divinas, que en Cristo era
infundida por Dios gracias a la comunicación del Verbo subsistente en su
humanidad, pero también y sobre todo de la sabiduría como don del Espíritu
Santo: el más alto de los dones, que 'son perfeccionamiento de las facultades
del alma, para disponerlas a la moción del Espíritu Santo. Ahora bien,
sabemos por el evangelio que el alma de Cristo era movida perfectísimamente
por el Espíritu Santo. En efecto, nos dice Lucas que 'Jesús, lleno de
Espíritu Santo, volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el
desierto' (Lc 4,1). Por consiguiente, se hallaban en Cristo los dones de la
manera más excelsa (III, q. 5. Seria conveniente
proseguir ilustrando el tema con las admirables páginas de Santo Tomás, así
como de otros teólogos que han investigado la sublime grandeza espiritual del
alma de Jesús, en la que habitaba y obraba de modo perfecto el Espíritu
Santo, ya en su infancia, y luego a lo largo de toda la época de su
desarrollo. Aquí sólo podemos señalar el estupendo ideal de santidad que
Jesús, con su vida, ofrece a todos, incluso a los niños y a los jóvenes,
llamados a 'crecer en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres',
como Lucas escribe del niño de Nazaret, y como el mismo evangelista escribirá
en los Hechos de los Apóstoles a propósito de la Iglesia primitiva, que 'crecía
en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo'
(Hech 9, 31). Es un magnifico paralelismo, más aún, una repetición, no sólo
linguística, sino también conceptual, del misterio de la gracia que Lucas
veía presente en Cristo y en la Iglesia como continuación de la vida y de la
misión del Verbo encarnado en la historia. De este crecimiento de la Iglesia
bajo el soplo del Espíritu Santo son participes y actores privilegiados los
numerosos niños que la historia y la hagiografía nos muestran como
particularmente iluminados por sus santos dones. También en nuestro tiempo la
Iglesia se alegra de saludarlos y proponerlos como imágenes límpidas del
joven Jesús, lleno de Espíritu Santo. LA ENCARNACIÓN: OBRA DEL ESPÍRITU SANTO (4.IV.90) 1. Todo el 'evento'
de Jesucristo se explica mediante la acción del Espíritu Santo, como se dijo
en la catequesis anterior. Por esto, una lectura correcta y profunda del
'evento' de Jesucristo (y de cada una de sus etapas) es para nosotros el
camino privilegiado para alcanzar el pleno conocimiento del Espíritu Santo.
La verdad sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad la leemos sobre
todo en la vida del Mesías: de Aquel que fue 'consagrado con el Espíritu'
(Cfr. Hech 10, 38). Es una verdad especialmente clara en algunos momentos de
la vida de Cristo, sobre los cuales reflexionaremos también en las catequesis
sucesivas. El primero de estos momentos es la misma Encarnación, es decir, la
venida al mundo del Verbo de Dios, que en la concepción asumió la naturaleza
humana y nació de María por obra del Espíritu Santo: 'Conceptus de Spiritu
Sancto, natus ex María Virgine', como decimos en el Símbolo de la fe. 2. Es el misterio
encerrado en el hecho del que nos habla el Evangelio en las dos redacciones
de Mateo y de Lucas, a las que acudimos como fuentes substancialmente
idénticas, pero a la vez complementarias. Si se atiende al orden cronológico
de los acontecimientos narrados se tendría que comenzar por Lucas; pero para
la finalidad de nuestra catequesis es oportuno tomar como punto de partida el
texto de Mateo, en el cual se da la explicación formal de la concepción y del
nacimiento de Jesús (quizá en relación con las primeras habladurías que
circulaban en los ambientes judíos hostiles). El Evangelista escribe: 'La
generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba
desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró en
cinta por obra del Espíritu Santo' (Mt 1, 18). El Evangelista añade que a José
le informó de este hecho un mensajero divino: 'El Ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas tomar contigo a
María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo ' (Mt
1,20). La intención de
Mateo es, por tanto, afirmar de modo inequivocable el origen divino de ese
hecho, que él atribuye a la intervención del Espíritu Santo. Ésta es la
explicación que hizo texto para las comunidades cristianas de los primeros
siglos, de las cuales provienen tanto los Evangelios como los símbolos de la
fe, las definiciones conciliares y las tradiciones de los Padres. A su vez, el texto
de Lucas nos ofrece una precisión sobre el momento y el modo en el que la
maternidad virginal de María tuvo origen por obra del Espíritu Santo (Cfr. Lc
1, 26)38). He aquí las palabras del mensajero, que narra Lucas: 'El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios' (Lc 1, 35). 3. Entre tanto notamos
que la sencillez, viveza y concisión con las que Mateo y Lucas refieren las
circunstancias concretas de la Encarnación del Verbo, de la que el prólogo
del IV Evangelio ofrecerá después una profundización teológica, nos hacen
descubrir qué lejos está nuestra fe del ámbito mitológico al que queda
reducido el concepto de un Dios que se ha hecho hombre, en ciertas
interpretaciones religiosas, incluso contemporáneas. Los textos evangélicos,
en su esencia, rebosan de verdad histórica por su dependencia directa o
indirecta de testimonios oculares y, sobre todo, de María, como de fuente
principal de la narración. Pero, al mismo tiempo, dejan trasparentar la
convicción de los Evangelistas y de las primeras
comunidades cristianas sobre la presencia de un misterio, o sea, de una
verdad revelada en aquel acontecimiento ocurrido 'por obra del Espíritu
Santo'. El misterio de una intervención divina en la Encarnación, como evento
real, literalmente verdadero, si bien no verificable por la experiencia
humana, más que en el 'signo' (Cfr. Lc 2, 12) de la humanidad, de la 'carne''
como dice Juan (1, 14), un signo ofrecido a los hombres humildes y
disponibles a la atracción de Dios. Los Evangelistas,
la lectura apostólica y postapostólica y la tradición cristiana nos presentan
la Encarnación como evento histórico y no como mito o como narración
simbólica. Un evento real, que en la 'plenitud de los tiempos' (Cfr. Gal 4,
4) actuó lo que en algunos mitos de la antigüedad podía presentirse como un
sueño o como el eco de una nostalgia, o quizá incluso de un presagio sobre
una comunión perfecta entre el hombre y Dios. Digamos sin dudar: la
Encarnación del Verbo y la intervención del Espíritu Santo, que los autores
de los Evangelios nos presentan como un hecho histórico a ellos contemporáneo,
son consiguientemente misterio, verdad revelada, objeto de fe. 4. Nótese la novedad
y originalidad del evento también en relación con las escrituras del Antiguo
Testamento, las cuales hablaban sólo de la venida del Espíritu (Santo) sobre
el futuro Mesías: 'Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus
raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh' (Is 11, 1.2); o
bien: 'El espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto que me ha
ungido Yahvéh' (Is 61,1). El Evangelio de Lucas habla, en cambio, de la
venida del Espíritu Santo sobre María, cuando se convierte en la Madre del
Mesías. De esta novedad forma parte también el hecho de que la venida del
Espíritu Santo esta vez atañe a una mujer, cuya especial participación en la
obra mesiánica de la salvación se pone de relieve. Resalta así al mismo
tiempo el papel de la Mujer en la Encarnación y el vinculo
entre la Mujer y el Espíritu Santo en la venida de Cristo. Es una luz
encendida también sobre el misterio de la Mujer, que se deberá investigar e
ilustrar cada vez más en la historia por lo que se refiere a María, pero
también en sus reflejos en la condición y misión de todas las mujeres. 5. Otra novedad de
la narración evangélica se capta en la confrontación con las narraciones de
los nacimientos milagrosos que nos transmite el Antiguo Testamento (Cfr., por
ejemplo, 1 Sm 1,4)20; Jue 13, 2-24). Esos nacimientos se producían por el
camino habitual de la procreación humana, aunque de modo insólito, y en su
anuncio no se hablaba del Espíritu Santo. En cambio, en la Anunciación de
María en Nazaret, por primera vez se dice que la concepción y el nacimiento
del Hijo de Dios como hijo suyo se realizará por
obra del Espíritu Santo. Se trata de concepción y nacimiento virginales, como
indica ya el texto de Lucas con la pregunta de María al ángel: '¿Cómo será
esto, puesto que no conozco varón?' (Lc 1,34). Con estas palabras María
afirma su virginidad, y no sólo como hecho, sino también, implícitamente,
como propósito. Se comprende mejor
esa intención de un don total de sí a Dios en la virginidad, si se ve en ella
un fruto de la acción del Espíritu Santo en María. Esto se puede percibir por
el saludo mismo que el ángel le dirige: 'Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo' (Lc 1, 28). El Evangelista también dirá del anciano Simeón que
'este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y
estaba en él el Espíritu Santo' (Lc 2, 25). Pero las palabras dirigidas a
María dicen mucho más: afirman que Ella estaba 'transformada por la gracia',
'establecida en la gracia'. Esta singular abundancia de gracia no puede ser
más que el fruto de una primera acción del Espíritu Santo como preparación al
misterio de la Encarnación. El Espíritu Santo hace que María esté
perfectamente preparada para ser la Madre del Hijo de Dios y que, en
consideración de esta divina maternidad, Ella sea y permanezca virgen. Es
otro elemento del misterio de la Encarnación que se trasluce del hecho
narrado por los evangelios. 6. Por lo que se
refiere a la decisión de María en favor de la virginidad nos damos cuenta
mejor que se debe a la acción del Espíritu Santo si consideramos que en la
tradición de la Antigua Alianza, en la que Ella vivió y se educó, la
aspiración de las 'hijas de Israel', incluso por lo que se refiere al culto y
a la Ley de Dios, se ponía más bien en el sentido de la maternidad, de forma
que la virginidad no era un ideal abrazado e incluso ni siquiera apreciado.
Israel estaba totalmente invadido del sentimiento de espera del Mesías, de forma
que la mujer estaba psicológicamente orientada hacia la maternidad incluso en
función del adviento mesiánico, la tendencia personal y étnica subía así al
nivel de la profecía que penetraba la historia de Israel, pueblo en el que la
espera mesiánica y la función generadora de la mujer estaban estrechamente
vinculadas. Así pues, el matrimonio tenía una perspectiva religiosa para las
'hijas de Israel'. Pero los caminos del
Señor eran diversos. El Espíritu Santo condujo a María precisamente por el
camino de la virginidad, por el cual Ella está en el origen del nuevo ideal
de consagración total (alma y cuerpo, sentimiento y voluntad, mente y
corazón) en el pueblo de Dios en la Nueva Alianza, según la invitación de
Jesús, 'por el Reino de los Cielos' (Mt 19, 12). De este nuevo ideal
evangélico hablé en la Encíclica Mulieris dignitatem (n. 20). 7. María, Madre del
Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, permanece como Virgen el insustituible
punto de referencia para la acción salvífica de Dios. Tampoco nuestros tiempos,
que parecen ir en otra dirección, pueden ofuscar la luz de la virginidad (el
celibato por el Reino de Dios) que el Espíritu Santo ha inscrito de modo tan
claro en el misterio de la Encarnación del Verbo. Aquel que, 'concebido del
Espíritu Santo, nació de María Virgen', debe su nacimiento y existencia
humana a aquella maternidad virginal que hizo de María el emblema viviente de
la dignidad de la mujer, la síntesis de las dos grandezas, humanamente
inconciliables .precisamente la maternidad y la virginidad. y como la certificación de la verdad de la Encarnación.
María es verdadera madre de Jesús, pero sólo Dios es su padre, por obra del
Espíritu Santo. RELACIÓN PERSONAL DE
DIOS CON MARÍA (18.IV.90) 1. Ya hemos visto que
de una correcta y profunda lectura del 'acontecimiento' de la Encarnación
destaca, junto con la verdad sobre CristoHombre)Dios,
también la verdad sobre el Espíritu Santo. La verdad sobre Cristo y la verdad
sobre el Espíritu Santo constituyen el único misterio de la Encarnación, tal
como nos es revelado en el Nuevo Testamento y en especial
)como hecho histórico y biográfico) en la narración de Mateo y de
Lucas sobre la concepción y el nacimiento de Jesús. Lo reconocemos en la
profesión de fe en Cristo, eterno Hijo de Dios, cuando decimos que se hizo
hombre mediante la concepción y el nacimiento de María 'por obra del Espíritu
Santo'. Este misterio aflora
en la narración que el evangelista Lucas dedica a la anunciación de María,
como acontecimiento que tuvo lugar en el contexto de una profunda y sublime
relación personal entre Dios y María. La narración arroja luz también sobre
la relación personal que Dios quiere entablar con todo hombre. 2. Dios, que ha
creado y mantiene en vid todos los seres, según la naturaleza de cada uno, se
hace presente 'de un modo nuevo' a todo hombre que se abre y le acoge
recibiendo el don de la gracia por el cual puede conocerlo y amarlo
sobrenaturalmente, como Huésped del alma convertida en su templo santo (Cfr.
Santo Tomás, S.Th. I, q.8, a.3, ad 4; q.38, a. l; q.43, a.3). Pero Dios
realiza una presencia aún más alta y perfecta .y casi única. en la humanidad de Cristo, uniéndola a Sí en la persona
del eterno Verbo-Hijo(S.Th. I, q.8, a.3, ad 4; III, q.2, a.2). Se puede decir
que Dios realiza una unión y una presencia especial y privilegiada en María
en la Encarnación del Verbo, en la concepción y en el nacimiento de
Jesucristo, de quien sólo él es el padre. Es un misterio que se vislumbra
cuando se considera la Encarnación en su plenitud. 3. Volvamos a
reflexionar sobre la página de Lucas que describe y documenta una relación
personalísima de Dios con la Virgen, a la que su mensajero comunica la
llamada a ser la Madre del Mesías Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo.
Por una parte, Dios se comunica a María en la Trinidad de las Personas, que
un día Cristo dará a conocer más claramente en su unidad y distinción. El
ángel Gabriel, en efecto, le anuncia que por voluntad y gracia de Dios
concebirá y dará a luz a aquel que será reconocido como Hijo de Dios, y que
eso tendrá lugar por obra .es decir, en virtud. del
Espíritu Santo, que descendiendo sobre ella hará que se convierta en la Madre
humana de este Hijo. El término 'Espíritu Santo' resuena en el alma de María
como el nombre propio de una Persona: esto constituye una 'novedad' en
relación con la tradición de Israel y los escritos del Antiguo Testamento, y
es un adelanto de revelación para ella, que es admitida a una percepción, por
lo menos oscura, del misterio trinitario. 4. En particular, el
Espíritu Santo, tal como se nos da conocer en las palabras de Lucas, reflejo
del descubrimiento que de El hizo María, aparece como Aquel que, en cierto
sentido, 'supera la distancia' entre Dios y el hombre. Es la Persona en la
que Dios se acerca al hombre en su humanidad para 'donarse' a él en la propia
divinidad, y realizar en el hombre (en todo hombre) un nuevo modo de unión y
de presencia (Cfr. Santo Tomás, S.Th. I, q.43, a.3). María es privilegiada en
este descubrimiento por razón de la presencia divina y de la unión con Dios
que se da en su maternidad. En efecto, con vistas a esa altísima vocación, se
le concede la especial gracia que el ángel le reconoce en su saludo (Cfr. Lc
1, 28). Y todo es obra del Espíritu Santo, principio de la gracia en todo
hombre. En María el Espíritu
Santo desciende y obra (hablando cronológicamente) ya antes de la
Encarnación, es decir, desde el momento de su inmaculada concepción. Pero
esto tiene lugar en orden a Cristo, su Hijo, en el ámbito supra.temporal del misterio
de la Encarnación. La concepción inmaculada constituye para ella, de forma
anticipada, la participación en los beneficios de la Encarnación y de la
Redención, como culmen y plenitud del 'don de sí' que Dios hace al hombre. Y
esto se realiza por obra del Espíritu Santo. En efecto, el ángel dice a
María: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de
Dios' (Lc 1, 35). 5. En la página de
Lucas, entre otras estupendas verdades, se encuentra el hecho de que Dios
espera un acto de consentimiento de parte de la Virgen de Nazaret. En los
libros del Antiguo Testamento que refieren nacimientos en circunstancias
extraordinarias, se trata de padres que por su edad no podían ya engendrar la
descendencia deseada. Desde el caso de Isaac, nacido en la avanzada vejez de
Abrahán y de Sara, se llega a los umbrales del Nuevo Testamento con Juan
Bautista, nacido de Zacarías e Isabel, que también se encontraban en edad
avanzada. En la Anunciación a
María sucede algo totalmente diverso. María se ha entregado completamente a
Dios en la virginidad. Para convertirse en la Madre del Hijo de Dios, no ha
de hacer más que lo que se le pide: dar su consentimiento a lo que el
Espíritu Santo obrará en ella con su poder divino. Por eso la
Encarnación, obra del Espíritu Santo, incluye un acto de libre voluntad de
parte de María, ser humano. Un ser humano (María) responde consciente y
libremente a la acción de Dios: acoge el poder del Espíritu Santo. 6. Al pedir a María
una respuesta consciente y libre, Dios respeta en ella y, más aún, lleva a la
máxima expresión la 'dignidad de la causalidad' que Él mismo da a todos los
seres y especialmente al ser humano. Y, por otra parte, la hermosa respuesta
de María: 'He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra' (Lc
1, 38) es ya, en sí misma, un fruto de la acción del Espíritu Santo en ella:
en su voluntad, en su corazón. Es una respuesta dada por la gracia y en la
gracia, que viene del Espíritu Santo. Pero no por esto deja de ser la
auténtica expresión de su libertad de creatura humana, un acto consciente de
libre voluntad. La acción interior del Espíritu Santo va orientada a hacer
que la respuesta de María -y de todo ser humano llamado por Dios- sea
precisamente la que debe ser, y exprese del modo más completo posible la
madurez personal de una conciencia iluminada y piadosa, que sabe donarse sin
reserva. Esta es la madurez del amor. El Espíritu Santo, donándose a la
voluntad humana como Amor (increado), hace que en el sujeto nazca y se
desarrolle el amor creado que, como expresión de la voluntad humana,
constituye al mismo tiempo la plenitud espiritual de la persona. María da
esta respuesta de amor de modo perfecto, y se convierte, por eso, en el tipo
luminoso de la relación personal entre Dios y todo hombre. 7. El
'acontecimiento' de Nazaret, descrito por Lucas en el evangelio de la
anunciación, es, por consiguiente, una imagen perfecta )y,
podemos decir, el 'modelo') de la relación Dios-Hombre. Dios quiere que, en
todo hombre, esta relación se funde en el don del Espíritu Santo, pero
también en una madurez personal. En los umbrales de la Nueva Alianza, el
Espíritu Santo hace a María un don de inmensa grandeza espiritual y obtiene
de ella un acto de adhesión y de obediencia en el amor, que es ejemplar para
todos aquellos que son llamados a la fe y al seguimiento de Cristo, ahora que
'la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros' (Jn 1, 14). Después
de la misión terrena de Jesús y después de Pentecostés, en toda la Iglesia
del futuro se repetirá para cada hombre la llamada, el 'don de sí' de parte
de Dios, la acción del Espíritu Santo, que prolongan el acontecimiento de
Nazaret, el misterio de la Encarnación. Y siempre será necesario que el
hombre responda a la vocación y al don de Dios con aquella madurez personal
que se ilumina con el 'fiat' de la Virgen de Nazaret durante la Anunciación. EL ESPÍRITU SANTO Y MARÍA (2.V.90) 1. La revelación del
Espíritu Santo en la Anunciación está unida al misterio de la Encarnación del
Hijo de Dios y de la maternidad divina de María. Vemos así que, en el
evangelio de San Lucas, el ángel dice a la Virgen: 'El Espíritu Santo vendrá
sobre ti' (Lc 1, 35). Es también la acción del Espíritu Santo lo que suscita
en Ella la respuesta, en la que se manifiesta un acto consciente de la
libertad humana: 'Hágase en mi según tu palabra' (Lc 1, 38). Por eso, en la
anunciación se encuentra el perfecto 'modelo' de lo que es la relación
personal Dios-hombre. Ya en el Antiguo
Testamento esta relación presenta una característica particular. Nace en el
terreno de la Alianza de Dios con el pueblo elegido (Israel). Y esta alianza en
los textos proféticos se expresa con un simbolismo nupcial: es presentada
como un vinculo nupcial entre Dios y la humanidad.
Es preciso recordar este hecho para comprender en su profundidad y belleza la
realidad de la Encarnación del Hijo como una particular plenitud de la acción
del Espíritu Santo. 2. Según el profeta
Jeremías, Dios dice a su pueblo: 'Con amor eterno te he amado: por eso he
reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada, virgen de
Israel' (Jer 31, 3-4). Desde el punto de vista histórico, hay que colocar
este texto en relación con la derrota de Israel y la deportación Siria, que
humilla al pueblo elegido, hasta el grado de creerse abandonado por su Dios.
Pero Dios lo anima, hablándole como padre o esposo a una joven amada. La
analogía esponsal se hace aún más clara y explícita en las palabras del
segundo Isaías, dirigidas, durante el tiempo del exilio en Babilonia, a
Jerusalén como a una esposa que no se mantenía fiel al Dios de la Alianza:
'Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahvéh Sebaot es su nombre... Como a mujer
abandonada y de contristado espíritu te llamó Yahvéh; y la mujer de la
juventud ¿es repudiada? .dice tu Dios.. Por un breve
instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de
furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he
compadecido .dice Yahvéh tu Redentor' (Is 54, 5.8). 3. En los textos
citados se subraya que el amor nupcial del Dios de la Alianza es 'eterno'.
Frente al pecado de la esposa, frente a la infidelidad del pueblo elegido,
Dios permite que se abatan sobre él experiencias dolorosas, pero a pesar de
ello le asegura, mediante los profetas, que su amor no cesa. él supera el mal del pecado, para dar de nuevo. El profeta
Oseas declara con un lenguaje aún más explícito: 'Yo te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en
compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvéh' (Os 2,
21.22). 4. Estos textos
extraordinarios de los profetas del Antiguo Testamento alcanzan su verdadero
cumplimiento en el misterio de la Encarnación. El amor nupcial de Dios hacia
Israel, pero también hacia todo hombre, se realiza en la Encarnación de una
manera que supera la medida de las expectativas del hombre. Lo descubrimos en
la página de la Anunciación, donde la Nueva Alianza se nos presenta como
Alianza nupcial de Dios con el hombre, de la divinidad con la humanidad. En
ese cuadro de alianza nupcial, la Virgen de Nazaret, María, es por excelencia
la 'virgen-Israel' de la profecía de Jeremías. Sobre ella se concentra
perfecta y definitivamente el amor nupcial de Dios, anunciado por los
profetas. Ella es también la virgen-esposa a la que se concede concebir y dar
a luz al Hijo de Dios: fruto particular del amor nupcial de Dios hacia la
humanidad, representada y casi comprendida en María. 5. El Espíritu
Santo, que desciende sobre María en la Anunciación, es quien, en la relación
trinitaria, expresa en su persona el amor nupcial de Dios, el amor 'eterno'
En aquel momento El es, de modo particular, el Dios-Esposo. En el misterio de
la Encarnación, en la concepción humana del Hijo de Dios, el Espíritu Santo
conserva la trascendencia divina. El texto de Lucas lo expresa de una manera
precisa. La naturaleza nupcial del amor de Dios tiene un carácter
completamente espiritual y sobrenatural. Lo que dirá Juan a propósito de los
creyentes en Cristo vale mucho más para el Hijo de Dios, que no fue concebido
en el seno de la Virgen 'ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que
nació de Dios' (Jn 1, 13). Pero sobre todo expresa la suprema unión del amor,
realizada entre Dios y un ser humano por obra del Espíritu Santo. 6. En este
esponsalicio divino con la humanidad María responde al anuncio del ángel con
el amor de una esposa, capaz de responder y adaptarse de modo perfecto a la
elección divina. Por todo ello, desde el tiempo de San Francisco de Asís, la
Iglesia llama a la Virgen 'esposa del Espíritu Santo'. Sólo este perfecto
amor nupcial, profundamente enraizado en su completa donación virginal a
Dios, podía hacer que María llegase a ser 'Madre de Dios' de modo consciente
y digno, en el misterio de la Encarnación. En la Encíclica
Redemptoris Mater, escribí: 'El Espíritu Santo ya ha descendido a Ella, que
se ha convertido en su esposa fiel en la a Anunciación acogiendo al Verbo de
Dios verdadero prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y
asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él, más aún,
abandonándose plenamente en Dios por medio de la obediencia de la fe , por la
que respondió al ángel: He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu
palabra ' (n. 26). María, con este acto
y gesto, totalmente diverso del de Eva, se convierte, en la historia
espiritual de la humanidad, en la nueva Esposa, la nueva Eva, la Madre de los
vivientes, como dirán con frecuencia los Doctores y Padres de la Iglesia.
Ella será el tipo y el modelo, en la Nueva Alianza, de la unión nupcial de
Espíritu Santo con los individuos y con toda la comunidad humana, mucho más
allá del ámbito del antiguo Israel: todos los individuos y todos los pueblos
estarán llamados a recibir el don y a beneficiarse de él en la nueva
comunidad de los creyentes que han recibido 'poder de hacerse hijos de Dios'
(Jn 1, 12) y en el bautismo han renacido 'del Espíritu' (Jn 3, 3) entrando a
formar parte de la familia de Dios. JESUCRISTO SE ENCARNA POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO (23.V.90) 1. En el Símbolo de
la Fe afirmamos que el Hijo, consubstancial al Padre, se ha hecho hombre por
obra del Espíritu Santo. En la Encíclica Dominum et vivificantem escribí que
'la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada
por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la
suprema gracia, la gracia de la unión, fuente de todas las demás gracias,
como explica santo Tomás (Cfr. S.Th. III, q.7, a.13)... A la plenitud de los
tiempos corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de
Dios uno y trino en el Espíritu Santo. Por obra del Espíritu Santo se realiza
el misterio de la unidad hipostática , esto es la
unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana de la divinidad con la
humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo' (n. 50;). 2. Se trata del
misterio de la Encarnación, a cuya revelación está ligada -al inicio de la
Nueva Alianza- la del Espíritu Santo. Lo hemos visto en anteriores
catequesis, que nos han permitido ilustrar esta verdad en sus diversos
aspectos, comenzando por la concepción virginal de Jesucristo, como leemos en
la página de Lucas sobre la Anunciación (Cfr. Lc. 1, 26, 38). Es difícil
explicar el origen de este texto sin pensar en una narración de María, única
que podía dar a conocer lo que había acontecido en Ella en el momento de la
concepción de Jesús. Las analogías que se han propuesto entre esta página y
las demás narraciones de la antigüedad, y especialmente de los escritos
vetero testamentarios, no se refieren nunca al punto más importante y
decisivo, a saber, el de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.
Esto constituye, en verdad, una novedad absoluta Es verdad que en la
página paralela de Mateo leemos: 'Todo esto sucedió para que se cumpliese el
oráculo del Señor por medio del profeta: ved que la virgen concebirá y dará a
luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel' (Mt 1, 22.23). Pero, el
cumplimiento supera las expectativas. Es decir, el evento comprende elementos
nuevos, que no habían sido manifestados en la profecía. Así, en el caso que
nos interesa, el oráculo de Isaías sobre la virgen que concebirá (Cfr. Is
7,14) permanecía incompleto y, por tanto, susceptible de diversas
interpretaciones. El evento de la Encarnación lo 'cumple' con una perfección
que era imprevisible: una concepción realmente virginal es realizada por obra
del Espíritu Santo, y el Hijo dado a luz, en consecuencia, es verdaderamente
'Dios con nosotros'. No se trata sólo de una alianza con Dios, sino de la
presencia real de Dios en medio de los hombres, en virtud de la Encarnación
del Hijo eterno de Dios: una novedad absoluta. 3. La concepción
virginal, por lo tanto, forma parte integrante del misterio de la
Encarnación. El cuerpo de Jesús, concebido de modo virginal por María,
pertenece a la persona del Verbo eterno de Dios. Precisamente esto es lo que
realiza el Espíritu Santo al bajar sobre la Virgen de Nazaret. él hace que el hombre (el Hijo del hombre) concebido por
Ella sea el verdadero Hijo de Dios, engendrado eternamente por el Padre,
consustancial al Padre, de quien el eterno Padre es el único Padre. Aun naciendo
como hombre de María Virgen, sigue siendo el Hijo del mismo Padre por quien
es engendrado eternamente. De esta forma la virginidad de María pone de
relieve, de modo particular, el hecho de que el Hijo, concebido de Ella por
obra del Espíritu Santo, es el Hijo de Dios. Sólo Dios es su Padre. La
iconografía tradicional, que representa a María con el niño Jesús entre los
brazos y no representa a José junto a Ella, constituye un silencioso pero
insistente testimonio de su maternidad virginal y, por eso mismo, de la
divinidad del Hijo. En consecuencia, esta imagen podría muy bien llamarse el
icono de la divinidad de Cristo. La encontramos y fines del siglo II en un
fresco de las catacumbas romanas y, sucesivamente, en innumerables
reproducciones. En particular, es representada con toques de arte y de fe tan
eficaces por los iconos bizantinos y rusos que se remontan a las fuentes más
genuinas de la fe: los evangelios y la tradición primitiva de la Iglesia. 4. Lucas refiere las
palabras del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús por obra del Espíritu
Santo: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá
con su sombra' (Lc 1, 35). El Espíritu del que habla el evangelista es el
Espíritu 'que da vida'. No se trata sólo de aquel 'soplo de vida' que es la
característica de los seres vivos, sino también de la Vida propia de Dios
mismo: la vida divina. El Espíritu Santo que está en Dios como soplo de Amor,
Don absoluto (no creado) de las divinas Personas, en la Encarnación del Verbo
obra como soplo de este Amor para el hombre: para el mismo Jesús, para la
naturaleza humana y para toda humanidad. En este soplo se expresa el amor del
Padre, que amó tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito (Cfr. Jn 3,16).
En el Hijo reside la plenitud del don de la vida divina para la humanidad. En la Encarnación
del Hijo-Verbo se manifiesta, por tanto, de modo particular el Espíritu Santo
como aquel 'que da vida'. 5. Es lo que en la
Encíclica Dominum et vivificantem llamé: 'una especial plenitud de la
comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo' (n. 50). Es el
significado más profundo de la 'unión hipostática', fórmula que refleja el
pensamiento de los Concilios y de los Padres acerca del misterio de la
Encarnación y, por tanto acerca de los conceptos de naturaleza y de persona,
elaborados y usados sobre la base de la experiencia de la distinción entre
naturaleza y sujeto, que todo hombre percibe en sí mismo. La idea de persona
nunca había sido tan netamente determinada y definida como sucedió gracias a
los Concilios, después de que los Apóstoles y los evangelistas dieron a
conocer el acontecimiento y el misterio de la Encarnación del Verbo 'por obra
del Espíritu Santo" . 6. En consecuencia,
se puede decir que en la Encarnación el Espíritu Santo pone también las bases
de una nueva antropología, que se ilumina en la grandeza de la naturaleza
humana tal cual resplandece en Cristo. En Él, en efecto, alcanza el vértice
más alto de la unión con Dios, 'habiendo sido concebido por obra del Espíritu
Santo de forma tal que un mismo sujeto fuese hijo de Dios y del hombre'
(Santo Tomás, S.Th. III, q.2, a.12, ad 3). No era posible al hombre ascender
más arriba de este vértice, así como tampoco es posible al pensamiento humano
concebir una unión más profunda con la divinidad. EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE LA SANTIDAD DE JESÚS (6.VI.90) 1. 'El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios' (Lc 1, 35).
Como sabemos, estas palabras del ángel, dirigidas a María en la Anunciación
en Nazaret, se refieren al misterio de la Encarnación del Hijo-Verbo por obra
del Espíritu Santo, es decir, a una verdad central de es nuestra fe, sobre la
que nos hemos detenido en las catequesis anteriores. Por obra del Espíritu
Santo .dijimos. se realiza la 'unión hipostática':
el Hijo, consubstancial al Padre, toma de la Virgen María la naturaleza
humana por la cual se hace verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios.
La unión de la divinidad y de la humanidad en la única Persona del
Verbo-Hijo, es decir, la 'unión hispotática' (hypostasis significa persona),
es la obra más grande del Espíritu Santo en la historia de la salvación. A
pesar de que toda la Trinidad es su causa, el Evangelio y los Santos Padres
la atribuyen al Espíritu Santo, porque es la obra suprema del Amor divino,
realizada en la absoluta gratuidad de la gracia, para comunidad a la
humanidad la plenitud de la santificación en Cristo: efectos todos ellos
atribuidos al Espíritu Santo (Cfr. Santo Tomás, S. Th. III, q. 2. Las palabras
dirigidas a María en la Anunciación indican que el Espíritu Santo es la
fuente de la santidad del Hijo que nacerá de Ella. En el momento en que el
Verbo eterno se hace hombre, tiene lugar en la naturaleza asumida una
singular plenitud de santidad humana que supera la de cualquier otro santo,
no sólo de la Antigua Alianza, sino también de la Nueva. Esta santidad del
Hijo de Dios como hombre, como Hijo de María santidad fontal, que tiene su
origen en la unión hipostática es obra del Espíritu Santo, que seguirá
actuando en Cristo hasta coronar su propia obra maestra en el misterio
pascual. 3. Esa santidad es
fruto de una singular 'consagración' de la que Cristo mismo dirá
explícitamente, disputando con los que lo escuchaban: 'a aquel a quien el
Padre ha santificado y enviado al mundo ¿cómo le decís que blasfema por haber
dicho: Yo soy Hijo de Dios?' (Jn 10, 36). Aquella 'consagración', es decir, 'santificación'
está vinculada con la venida al mundo del Hijo de Dios. Como el Padre manda a
su Hijo al mundo por obra del Espíritu Santo (el mensajero dice a José: 'Lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo': Mt l, 20), así El 'consagra' a
este Hijo en su humanidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu, que es el
artífice de la santificación de todos los hombres, es, sobre todo, el
artífice de la santificación del Hombre concebido y nacido de María, así como
de la de su purísima Madre. Desde el primer momento de la concepción, este
Hombre, que es el Hijo de Dios, recibe del Espíritu Santo una extraordinaria
plenitud de santidad, en una medida correspondiente a la dignidad de su
Persona divina (Cfr. Santo Tomás, S.Th. III, q. 7, aa. 1, 9.11). 4. Esta santificación
alcanza a toda la humanidad del Hijo de Dios, a su alma ya su cuerpo, como
pone de manifiesto el evangelista Juan, el cual parece que quiere subrayar el
aspecto corporal de la Encarnación: 'la Palabra se hizo carne' (Jn 1, 14).
Por obra del Espíritu Santo es superada, en la Encarnación del Verbo, aquella
concupiscencia de la que habla el Apóstol Pablo en la carta a los Romanos
(Cfr. Rom 7, 7.25) y que desgarra interiormente al hombre. De ella
precisamente libera la 'ley del Espíritu' (Rom 8, 2), de forma que quien vive
del Espíritu camina también según el Espíritu (Cfr. Gal 5, 25). El fruto de
la acción del Espíritu Santo es la santidad de toda la humanidad de Cristo.
El cuerpo humano del Hijo de María participa plenamente en esta santidad con
un dinamismo de crecimiento que tiene su culmen en el misterio pascual.
Gracias a él, el cuerpo de Jesús, que el Apóstol define 'carne semejante a la
del pecado' (Rom 8, 3), alcanza la santidad perfecta del cuerpo del
Resucitado (Cfr. Rom 1, 4). Así tendrá inicio un nuevo destino del cuerpo
humano y de 'todo cuerpo' en el mundo creado por Dios y llamado, incluso en
su materialidad, a participar en los beneficios de la Redención (Cfr. Santo
Tomás, S.Th. III, q. 5. En este punto es
preciso añadir que el cuerpo, que por obra del Espíritu Santo pertenece desde
el primer momento de la concepción a la humanidad del Hijo de Dios, deberá
llegar a ser en la Eucaristía el alimento espiritual de los hombres.
Jesucristo, al anunciar la institución de este admirable sacramento,
subrayará que en él su carne (bajo la especie del pan) podrá convertirse en
alimento de los hombres gracias a la acción del Espíritu Santo que da vida.
Son muy significativas, al respecto, las palabras que pronuncia en las
cercanías de Cafarnaún: 'El Espíritu es el que da vida; la carne (sin el
Espíritu) no sirve para nada' (Jn 6, 63). Si Cristo dejó a los hombres su
carne como alimento espiritual, al mismo tiempo nos quiso enseñar aquella
condición de 'consagración' y de santidad que, por obra del Espíritu Santo,
era y es una prerrogativa también de su Cuerpo en el misterio de la
Encarnación y de la Eucaristía. 6. El evangelista
Lucas, tal vez haciéndose eco de las confidencias de María, nos dice que,
como hijo del hombre, 'Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia
ante Dios y ante los hombres' (Lc 2, 52; Cfr. Lc 2, 40). De modo análogo, se
puede también hablar del 'crecimiento' en la santidad en el sentido de una
cada vez más completa manifestación y actuación de aquella fundamental
plenitud de santidad con que Jesús vino al mundo: El momento en que se da
conocer de modo particular la 'consagración' del Hijo en el Espíritu Santo,
con vistas a su misión, es el inicio de la actividad mesiánica de Jesús de
Nazaret: 'El Espíritu del Señor sobre mi, porque me ha ungido... y me ha
enviado' (Lc 4, 18). En esta actividad se
manifiesta aquella santidad que un día Simón Pedro sentirá la necesidad de
confesar con las palabras: 'Aléjate de mi, Señor, que soy un hombre pecador'
(Lc 5, 8). Lo mismo sucede en otro momento: 'Nosotros creemos y sabemos que
'Tú eres el Santo de Dios' (Jn 6, 69). 7. Por tanto, el
misterio realidad de la Encarnación señala el ingreso en el mundo de una
nueva santidad. Es la santidad de la persona divina del Verbo, del Hijo que,
en la unión hipostática con la humanidad, llena y consagra toda la realidad
del Hijo de María: alma y cuerpo. Por obra del Espíritu Santo, la santidad
del Hijo del hombro constituye el principio y la fuente perdurable de la
santidad en la historia del hombre y del mundo. EL ESPÍRITU SANTO EN LA VISITACIÓN (13.VI.9) 1. La verdad acerca
del Espíritu Santo aparece claramente en los textos evangélicos que describen
algunos momentos de la vida y de la misión de Cristo. Ya nos hemos detenido a
reflexionar sobre la concepción virginal y sobre el nacimiento de Jesús por
obra del Espíritu Santo Hay otras páginas en el 'evangelio de la infancia' en
las que conviene fijar nuestra atención, porque en ellas se pone de relieve de
modo especial la acción del Espíritu Santo. Una de estas es
seguramente la página en que el evangelista Lucas narra la visita de María a
Isabel Leemos que 'en aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud
a la región montañosa, a una ciudad de Judá' (Lc 1, 39). Por lo general se
cree que se trata de la localidad de Ain-Karim, a 2. Gracias a esa
comunión de espíritu se explica por qué el evangelista Lucas se apresura a
poner de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos
futuras madres: María 'entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió
que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su
seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo' (Lc 1, 40.41). Esta acción del
Espíritu Santo, experimentada por Isabel de modo particularmente profundo en
el momento del encuentro con María, está en relación con el misterioso
destino del hijo que lleva en su seno. Ya el padre del niño, Zacarías, al
recibir el anuncio del nacimiento de su hijo durante su servicio sacerdotal
en el templo, escuchó que el ángel le decía: 'Estará lleno de Espíritu Santo
ya desde el seno de su madre' (Lc 1, 15). En el momento de la visitación,
cuando María cruza el umbral de la casa de Isabel (y juntamente con ella lo
cruza también Aquel que ya es el 'fruto de su seno'), Isabel experimenta de
modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua
en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla. 3. En efecto, según
el evangelio de Lucas, Isabel, 'exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú
entre las mujeres, y bendito el fruto de tu seno, y "de dónde a mi que
la madre de mi Señor venga a mi? Porque apenas llegó
a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. Feliz la
que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del
Señor!' (Lc 1, 42.45). En pocas líneas el
evangelista nos da conocer el estremecimiento de Isabel, el salto de gozo del
niño en su seno, la intuición, al menos confusa, de la identidad mesiánica
del niño que María lleva en su seno, y el reconocimiento de la fe de María en
la revelación que le hizo el Señor. Lucas usa desde esta página el titulo
divino de 'Señor' no sólo para hablar de Dios que revela y promete ('Las
palabras del Señor'), sino también del hijo de María, Jesús, a quien el Nuevo
Testamento atribuye ese titulo sobre todo una vez resucitado (Cfr. Hech 2,
36; Flp 2,11). Aquí él debe aún nacer. Pero Isabel, igual que María, percibe
su grandeza mesiánica. 4. Eso significa que
Isabel, 'llena de Espíritu Santo', es introducida en las profundidades del
misterio de la venida del Mesías. El Espíritu Santo obra en ella esta
particular iluminación, que encuentra expresión en el saludo dirigido a
María. Isabel habla como si hubiese sido partícipe y testigo de la
Anunciación en Nazaret. Define con sus palabras la esencia misma del misterio
que en aquel momento se realizó en María. Al decir '¿de dónde a mi que la
madre de mi Señor venga a mi?', llama 'mi Señor' al niño que María (desde
hacia poco) lleva en su seno. Y además proclama a María misma 'bendita entre
las mujeres', y añade: 'Feliz la que ha creído', como queriendo aludir a la
actitud y al comportamiento de la esclava del Señor, que responde al ángel
con su 'fiat': 'Hágase en mi según tu palabra' (Lc 1, 38). 5. El texto de Lucas
manifiesta su convicción de que tanto en María como en Isabel actúa el
Espíritu Santo, que las ilumina e inspira. Así como el Espíritu hizo percibir
a María el misterio de la maternidad mesiánica realizada en la virginidad, de
la misma manera da Isabel la capacidad de descubrir a Aquel que María lleva
en su seno y lo que María está llamada a ser en la economía de la salvación:
la 'Madre del Señor'. Y le da el transporte interior que la impulsa a
proclamar ese descubrimiento 'con gran voz' (Lc 1, 42), con aquel entusiasmo
y aquella alegría que son también fruto del Espíritu Santo. La madre del
futuro predicador y bautizador del Jordán atribuye ese gozo al niño que desde
hace seis meses lleva en su seno: 'saltó de gozo el niño en mi seno'. Pero
tanto el hijo como la madre se encuentran unidos en una especie de simbiosis
espiritual, por la que el júbilo del niño casi contagia a la que lo concibió,
e Isabel lanza aquel grito con el que expresa el gozo que la une a su hijo en
lo más intimo, como atestigua Lucas. 6. Siempre según la
narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el
Magnificat, en el que también ella expresa su alegría: 'Mi espíritu se alegra
en Dios mi salvador' (Lc 1, 47). Educado como estaba en el culto de la
palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada
Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su
alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (<cfr. 1 Sm 2, 1.10) y
de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los
sentimientos de la 'hija de Sión', que en ella encontraba la más alta
realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las
confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre estas
confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en
aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba
del Espíritu Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la 'plenitud
de los tiempos' (Gal 4, 4), inaugurada en el misterio de la encarnación del
Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: 'El
fruto del Espíritu es amor, alegría, paz' (Gal 5, 22) EL ESPÍRITU SANTO Y LA PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO (20.VI.90) 1. Según el
evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la infancia de
Jesús, la revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación
y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores
catequesis, sino también en la Presentación del niño Jesús en el templo (Cfr.
Lc 2, 22-38). Es éste el primero de una serie de acontecimientos en la vida
de Cristo en que se pone de manifiesto el misterio de la Encarnación junto
con la presencia operante del Espíritu Santo. 2. Escribe el
evangelista que 'cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos,
según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al
Señor' (Lc 2, 22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda
que lo acompañaba (Cfr. Lc 2, 24) como signo del rescate del pequeño
israelita, que así volví la vida de su familia y de su pueblo, estaba
prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua
Alianza (Cfr. Ex 13, 2. 12.13. 15; Lv 12, 6.8; Nm 18, 15) .
Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito
realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una
nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado
mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento
elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas
escribe: 'He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este
hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en
él el Espíritu Santo' (Lc 2, 25). La escena tiene lugar en la ciudad santa,
en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las
esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías. 3. Aquel hombre, que
esperaba (da consolación de Israel), es decir, el Mesías, había sido
preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con 'el
que había de venir'. En efecto, leemos que 'estaba en él el Espíritu Santo',
es decir, actuaba en él de modo habitual y 'le había sido revelado por el
Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del
Señor' (Lc 2, 26). Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena
de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo
con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es
inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José
llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, 'movido por el Espíritu'
(Lc 2, 27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el
encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo
movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer
en el niño Jesús, hijo de María, a Aquel que esperaba. 4. Lucas escribe que
'cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley
prescribía sobre él, (Simeón) le tomó en brazos y bendijo a Dios' (Lc 2,
27)28). En este punto el evangelista pone en boca de Simeón el 'Nunc dimittis',
cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la
hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo
que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a 'irse en paz',
abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo
encuentra su cumplimiento: 'Han visto mis ojos tu salvación, la que has
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y
gloria de tu pueblo Israel' (Lc 2, 30.32). Es un anuncio de la evangelización
universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero
por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos. 5. El Espíritu
Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos
los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus
promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta
realidad, de este misterio: es la 'profetisa Ana' que, desde su juventud,
tras haber quedado viuda, 'no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche
y día en ayunos y oraciones' (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer consagrad
Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y
de interpretar sus mandatos; en este sentido era 'profetisa' (Cfr. Ex 15, 20;
Jue 4, 4; 2 Re 22, 14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción
del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a
Dios como al hablar de Jesús: 'Como se presentase en aquella misma hora,
alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de
Jerusalén' (Lc 2, 38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida
por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús. 6. Las palabras
proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al
mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor
Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: 'Éste
está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de
contradicción .y a ti misma una espada te atravesará el alma'. a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones' (Lc 2, 34.35). No se puede menos de
pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de
Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es
especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros
sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la Madre,
asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo
entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada
la profecía al corazón de María, que será 'atravesado por una espada',
compartiendo los sufrimientos de su Hijo. 7. Las palabras,
inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el
contexto global del 'evangelio de la infancia de Jesús', descrito por Lucas,
porque colocan todo ese periodo de vida bajo la particular acción del
Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca
de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas
palabras: 'Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él'
(Lc 2, 33). Quien anota esos
hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los
Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu
Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en
compañía de María, después de la Ascensión del Señor al cielo, según la promesa
de Jesús mismo. La lectura del 'evangelio de la infancia de Jesús' ya es una
prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a
la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la
Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo. EL ESPÍRITU SANTO ENTRE JESÚS Y MARÍA (4.VII.90) 1. Una manifestación
de la gracia y de la sabiduría de Jesús, cuando era aún adolescente, se nos
ofrece en el episodio de la disputa de Jesús con los doctores en el templo,
que Lucas inserta entre los dos textos acerca del crecimiento de Jesús 'ante
Dios y ante los hombres'. En este pasaje tampoco se nombra al Espíritu Santo,
pero su acción parece traslucirse de cuanto sucede en aquella circunstancia.
En efecto, dice el evangelista que 'todos los que le oían estaban
estupefactos de su inteligencia y sus respuestas' (Lc 2, 47). Es la sorpresa
que produce el hallarse ante una sabiduría que viene de lo alto (Cfr. Sant.
3, 15, 17; Jn 3, 34), es decir, del Espíritu Santo. 2. También es
significativa la pregunta, dirigida por Jesús a sus padres que, después de
haberlo buscado durante tres días, lo habían encontrado en el templo en medio
de aquellos doctores. María se había quejado afectuosamente, diciéndole:
'Hijo, "por qué nos has hecho esto? Mira, tu
padre y yo, angustiados, te andábamos buscando'. Jesús respondió con otra
pregunta serena: '¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la
casa de mi Padre?' (Lc 2, 48.49). En aquel 'no sabíais' se puede tal vez
entrever una referencia a lo que Simeón había predicho a María durante la
presentación del niño Jesús en el templo, y que era la explicación de aquel
anticipo de la futura separación, de aquel primer golpe de espada para el
corazón de la madre. Se puede decir que las palabras del santo anciano
Simeón, inspiradas por el Espíritu Santo, resonaban en aquel momento sobre el
grupo reunido en el templo, donde habían sido pronunciadas doce años antes.
Pero en la respuesta de Jesús había también una manifestación de su
conciencia de ser 'el Hijo de Dios' (Cfr. Lc 1, 35) y de deber, por ello,
estar 'en la casa de su Padre', el templo para 'ocuparse de las cosas de su
Padre'(según otra posible traducción de la expresión evangélica). Así, Jesús
declaraba públicamente, quizá por primera vez, su vocación mesiánica y su
identidad divina. Eso sucedía en virtud de la ciencia y de la sabiduría que,
bajo el influjo del Espíritu Santo, se derramaron en su alma, unida al Verbo
de Dios. 3. Lucas hace notar
que María y José 'no entendieron sus palabras' (Lc 2,50). El asombro por lo
que habían visto y oído influía en aquella condición de oscuridad en que
permanecieron José y María. Pero es preciso tener en cuenta, más aún, que
ellos, incluida María, se hallaban ante el misterio de la Encarnación y de la
Redención que, a pesar de envolverlos, no por eso les resultaba comprensible.
También ellos se encontraban en el claroscuro de la fe. María era la primera
en la peregrinación de la fe (Cfr. Redemptoris Mater, nn. 12.19), era la más
iluminada, pero también la más sometida a la prueba en la aceptación del
misterio. A ella le tocaba aceptar el plan divino, adorado y meditado en el
silencio de su corazón. De hecho, Lucas añade: 'Su madre conservaba cuidadosamente
todas las cosas en su corazón' (Lc 2, 51). Así nos recuerda lo que había
escrito y propósito de las palabras de los pastores tras el nacimiento de
Jesús: 'Todos..., se maravillaban de lo que los pastores les decían. María,
por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón' (Lc
2,18.19). Aquí se escucha el eco de las confidencias de María; podríamos
decir, de su 'revelación' a Lucas y a la Iglesia primitiva, de la que nos ha
llegado el 'evangelio de la infancia y de la niñez de Jesús', que María había
tratado de entender, y sobre todo había creído y meditado en su corazón. Para
María la participación en el misterio no consistía sólo en una aceptación y
conservación pasiva. Ella realizaba un esfuerzo personal: 'meditaba', verbo que
en el original griego (symbállein) significa al pie de la letra juntar,
confrontar. María intentaba captar las conexiones de los acontecimientos y de
las palabras para aferrar, en la medida de sus posibilidades, su significado. 4. Aquella
meditación, aquella profundización interior, se realizaba bajo el influjo del
Espíritu Santo. María era la primera en beneficiarse de la luz que un día su
Jesús prometería a los discípulos: 'El Paráclito, el Espíritu Santo, que el
Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo
os he dicho' (Jn 14, 26). El Espíritu Santo, que hace entender a los
creyentes y a la Iglesia el significado y el valor de las palabras de Cristo,
ya obraba en María que, como madre del Verbo encarnado, era la 'Sedes
Sapientiae', la Esposa del Espíritu Santo, la portadora y la primera
mediadora del Evangelio sobre el origen de Jesús. 5. También en los
años sucesivos de Nazaret María recogía todo lo que se referí la persona y al
destino de su hijo, y reflexionaba silenciosamente sobre ello en su corazón.
Tal vez no podía hacerle confidencias a nadie; tal vez sólo le era posible
captar en algún momento el significado de ciertas palabras, de ciertas
miradas de su hijo. Pero el Espíritu Santo no cesaba de 'recordarle' en lo
más íntimo de su alma lo que había visto y escuchado. La memoria de María
estaba iluminada por la luz que venia de lo alto. Aquella luz está en el
origen de la narración de Lucas, como éste nos quiere dar a entender al
insistir en el hecho de que María conservaba y meditaba: Ella, bajo la acción
del Espíritu Santo, podía descubrir el significado superior de las palabras y
de los acontecimientos, mediante una reflexión que se esforzaba por 'juntarlo
todo'. 6. Por eso, María se
nos presenta como modelo para cuantos dejándose guiar por el Espíritu Santo,
acogen y conservan en su corazón )como una buena
semilla (Cfr. Mt 13, 23)) las palabras de la revelación, esforzándose por
comprenderlas lo más posible para penetrar en las profundidades del misterio
de Cristo. EL BAUTISMO DE JESÚS Y LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO (11.VII.90) 1. En la vida de Jesús)Mesías, es decir, de
Aquel que es consagrado con la unción del Espíritu Santo (Cfr. Lc 4, 18), hay
momentos de especial intensidad en los que el Espíritu Santo se manifiesta
íntimamente unido a la humanidad ya la misión de Cristo. Hemos visto que el
primero de estos momentos es el de la Encarnación, que se realiza mediante la
concepción y el nacimiento de Jesús de María Virgen por obra del Espíritu
Santo: 'Conceptus, de Spiritu Sancto, natus ex María Virgine', como proclama
el símbolo de la fe. Otro momento en que la presencia y la acción del
Espíritu Santo toman un particular relieve es el del bautismo de Jesús en el
Jordán. Lo veremos en la catequesis de hoy. 2. Todos los evangelistas nos han transmitido el acontecimiento (Mt 3,
13.17; Mc 1, 9.11; Lc 3, 21.22; Jn 1, 29.34). Leamos el texto de Marcos: 'Por
aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan
en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que
el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él' (Mc 1, 9.10). Jesús había ido
al Jordán desde Nazaret, donde había pasado los años de su vida 'escondida'
(Volveremos aún sobre este tema en la próxima catequesis). Antes de eso, él
había sido anunciado por Juan, que en el Jordán exhortaba al 'bautismo de
penitencia'. 'Y proclamaba: Detrás de mi viene el que es más fuerte que yo; y
yo no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os
he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo ' (Mc 1, 7.8).
Ya se estaba en los umbrales de la era mesiánica. Con la predicación
de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua
Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas
Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que
interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la
presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (Cfr.
Jn 1, 32; Gen 1, 2). él sabia y confesaba que era un
simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a 'bautizar
con Espíritu Santo'. 3. Por su parte, Jesús se preparaba en la oración para aquel momento,
de inmenso alcance en la historia de la salvación, en el que se había de
manifestar, aunque bajo signos representativos, el Espíritu Santo que procede
del Padre y del Hijo en el misterio trinitario, presente en la humanidad como
principio de vida divina. En efecto, leemos en Lucas: 'Mientras Jesús...
estaba en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo' (Lc
3, 21.22). El mismo evangelista narrará a continuación que un día Jesús,
enseñando a orar a los que lo seguían por los caminos de Palestina, dijo que
'el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan' (Lc 11,
13). él mismo en primer lugar pedía este Don
altísimo para poder cumplir su propia misión mesiánica; y durante el bautismo
en el Jordán había recibido una manifestación suya especialmente visible que
señalaba ante Juan y ante sus oyentes la 'investidura' mesiánica de Jesús de
Nazaret. El Bautista daba testimonio de él 'ante los ojos de Israel como
Mesías, es decir como Ungido con el Espíritu Santo' (Dominum et vivificantem,
n.19). La oración de Jesús, que en su Yo divino era el Hijo eterno de Dios,
pero que actuaba y oraba en la naturaleza humana, era escuchada por el Padre.
El mismo, un día, diría al Padre: 'Ya sabía yo que tú siempre me escuchas'
(Jn 11, 42). Esta conciencia vibró especialmente en El en aquel momento del
bautismo, que daba comienzo público a su misión redentora, como Juan intuyó y
proclamó. En efecto, él presentó a aquel que venía a 'bautizar en Espíritu
Santo' (Mt 3, 11) como 'el cordero de Dios que quita el pecado del mundo' (Jn
1, 29). 4. Lucas nos dice que durante el bautismo de Jesús en el Jordán 'se
abrió el cielo' (Lc 3, 21). En otro tiempo el profeta Isaías había dirigido a
Dios la invocación: '¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses!' (Is 63, 19).
Ahora Dios parecía responder a ese grito, escuchar esa oración, precisamente
en el momento del bautismo. Aquel 'abrirse' del cielo está ligado a la venida
del Espíritu Santo sobre Cristo en forma de paloma. Es un signo visible de
que la oración del profeta era escuchada, y de que su profecía se estaba
cumpliendo; ese signo venía acompañado por una voz del cielo: 'y se oyó una
voz que venia de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco ' (Mc
1, 11; Lc 3, 22). El signo toca, por tanto, la vista (con la paloma) y el
oído (con la voz) de los privilegiados beneficiarios de aquella
extraordinaria experiencia sobrenatural. Ante todo en el alma humana de
Cristo, pero también en las personas que se hallaban presentes en el Jordán,
toma forma la manifestación de la eterna 'complacencia' del Padre en el Hijo.
Así, en el bautismo de Jesús en el Jordán tiene lugar una teofanía cuyo
carácter trinitario queda mucho más subrayado aún en la narración de la
Anunciación. El 'abrirse el cielo' significa, en aquel momento, una
particular iniciativa de comunicación del Padre y del Espíritu Santo con la
tierra para la inauguración religiosa y casi 'ritual' de la misión mesiánica
del Verbo encarnado. 5. En el texto de Juan, el hecho que tuvo lugar en el bautismo de Jesús
es descrito por el mismo Bautista: 'Juan dio testimonio diciendo: He visto al
Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no
le conocía pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre
quien veas que baje el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza
con Espíritu Santo . Y yo le he visto y doy
testimonio de que éste es el Hijo de Dios' (Jn 1, 32.34). Eso significa que,
según el evangelista, el Bautista participó en aquella experiencia de la
teofanía trinitaria y se dio cuenta, al menos oscuramente, con la fe
mesiánica, del significado de aquellas palabras que el Padre había
pronunciado: 'Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco' .Por lo demás,
también en los demás evangelistas es significativo que el término 'hijo' se
encuentra usado en sustitución del término 'siervo' que se halla en el primer
canto de Isaías sobre el siervo del Señor 'He aquí mi siervo a quien yo
sostengo. mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él' (Is 42, 1). En su fe inspirada por Dios, y en
la de la comunidad cristiana primitiva, el 'siervo' se identificaba con el
Hijo de Dios (Cfr. Mt 12, 18; 16, 16), y el 'espíritu' que se le había
concedido era reconocido en su personalidad divina como Espíritu Santo.
Jesús, un día, la víspera de su Pasión, dirá a los Apóstoles que aquel mismo
Espíritu, que descendió sobre él en el bautismo, actuaría junto con él en la
realización de la redención: 'El (el Espíritu de verdad) me dará gloria,
porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros' (Jn 16, 14). 6. Es interesante, al respecto, un texto de San Ireneo de Lión (a.203)
que, comentando el bautismo en el Jordán, afirma: 'El Espíritu Santo había
prometido por medio de los profetas que en los últimos días se derramaría
sobre sus siervos y sus siervas, para que profetizaran. Por esto él descendió
sobre el Hijo de Dios, que se hizo hijo del hombre, acostumbrándose
juntamente con él a permanecer con el género humano, a 'descansar' en medio
de los hombres y a morar entre aquellos que han sido creados por Dios,
poniendo por obra en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de forma que
se transformen de "hombre viejo" en la novedad de Cristo' (Adversus
haer. III, 17, 1). El texto confirma que, desde los primeros siglos, la
Iglesia era consciente de la asociación entre Cristo y el Espíritu Santo en
la realización de la 'nueva creación'. 7. Una alusión, antes de concluir, al símbolo de la paloma que, con
ocasión del bautismo en el Jordán, aparece como signo del Espíritu Santo. La
paloma, en el simbolismo bautismal, va unida al agua y, según algunos Padres
de la Iglesia, evoca lo que sucedió al fin del diluvio, interpretado también
él como figura del bautismo cristiano. Leemos en el libro del Génesis: (Noé)
'volvió a soltar la paloma fuera del arca. La paloma vino al atardecer, y he
aquí que traía en el pico un ramo de olivo, por donde conoció Noé que habían
disminuido las aguas de encima de la tierra' (Gen 8, 10.11). El símbolo de la
paloma indica el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y la
renovación de la Alianza. Y es eso lo que halla su pleno cumplimiento en la
era mesiánica, por obra de Cristo redentor y del Espíritu Santo. EL ESPÍRITU SANTO Y LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL
DESIERTO (18.VII.90) 1. Al 'comienzo' de la misión mesiánica de Jesús vemos otro hecho
interesante y sugestivo, narrado por los evangelistas, que lo hacen depender
de la acción del Espíritu Santo: se trata de la experiencia del desierto.
Leemos en el evangelio según San Marcos: 'A continuación (del bautismo), el
Espíritu le empuja al desierto' (Mc 1, 12). Además, Mateo (4, 1 ) y Lucas (4, 1) afirman que Jesús 'fue conducido por el
Espíritu al desierto'. Estos textos ofrecen puntos de reflexión que nos llevan
a una ulterior investigación sobre el misterio de la íntima unión de
Jesús-Mesías con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de la obra de la
redención. En primer lugar, una observación de carácter lingüístico: los verbos
usados por los evangelistas 'fue conducido' por Mateo y Lucas; ('empuja', por
Marcos) expresan una iniciativa especialmente enérgica por parte del Espíritu
Santo, iniciativa que se inserta en la lógica de la vida espiritual y en la
misma psicología de Jesús: acaba de recibir de Juan un 'bautismo de
penitencia', y por ello siente la necesidad de un período de reflexión y de
austeridad (aunque personalmente no tenia necesidad de penitencia, dado que
estaba 'lleno de gracia' y era 'santo' desde el momento de su concepción
(Cfr. Jn 1,14; Lc 1, 35): como preparación para su ministerio mesiánico. Su misión exige también vivir en medio de los hombres-pecadores, a
quienes ha sido enviado a evangelizar y salvar (Cfr. Santo Tomás, S. Th. III,
q. 2. El desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también
lugar de tentación y de lucha espiritual. Durante la peregrinación a través
del desierto, que se prolongó durante cuarenta años, el pueblo de Israel
había sufrido muchas tentaciones y había cedido (Cfr. Ex 32, 1.6; Nm 14, 1.4;
21, 4.5; 25, 1.3; Sal 78, 17; 1 Cor 10, 7.10). Jesús va al desierto, casi
remitiéndose a la experiencia histórica de su pueblo. Pero, a diferencia del
comportamiento de Israel, en el momento de inaugurar su actividad mesiánica,
es sobre todo dócil a la acción del Espíritu Santo, que le pide desde el
interior aquella definitiva preparación para el cumplimiento de su misión. Es
un periodo de soledad y de prueba espiritual, que supera con la ayuda de la
palabra de Dios y con la oración. En el espíritu de la tradición bíblica, y en la línea con la
psicología israelita, aquel número de 'cuarenta días' podía relacionarse
fácilmente con otros acontecimientos históricos, llenos de significado para
la historia de la salvación: los cuarenta días del diluvio (Cfr. Gen 7, 4.
17); los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte (Cfr. Ex 24, 18);
los cuarenta días de camino de Elías, alimentado con el pan prodigioso que le
había dado nueva fuerza (Cfr. 1 Re 19, 8). Según los evangelistas, Jesús,
bajo la moción del Espíritu Santo, se acomoda, en lo que se refiere a la
permanencia en el desierto, a este número tradicional y casi sagrado (Cfr. Mt
4, 1; Lc 4, 1). Lo mismo hará también en el período de las apariciones a los
Apóstoles tras la resurrección y la Ascensión al cielo (Cfr. Hech 1, 3). 3. Jesús, por tanto, es conducido al desierto con el fin de afrontar
las tentaciones de Satanás y para que pueda tener, a la vez, un contacto más
libre e íntimo con el Padre. Aquí conviene tener presente que los
evangelistas suelen presentarnos el desierto como el lugar donde reside
Satanás: baste recordar el pasaje de Lucas sobre el 'espíritu inmundo' que
'cuando sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de
reposo...' (Lc 11, 24); y en el pasaje que nos narra el episodio del
endemoniado de Gerasa que 'era empujado por el demonio al desierto' (Lc 8, 29) . En el caso de las tentaciones de Jesús, el ir al desierto es obra del
Espíritu Santo, y ante todo significa el inicio de una demostración (se
podría decir, incluso, de una nueva toma de conciencia) de la lucha que
deberá mantener hasta el final de su vida contra Satanás, artífice del
pecado. Venciendo sus tentaciones, manifiesta su propio poder salvífico sobre
el pecado y la llegada del reino de Dios, como dirá un día: 'Si por el
Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el
reino de Dios' (Mt 12, 28). También en este poder de Cristo sobre el mal y
sobre Satanás, también en esta 'llegada del reino de Dios' por obra de
Cristo, se da la revelación del Espíritu Santo. 4. Si observamos bien, en las tentaciones sufridas y vencidas por
Jesús durante la 'experiencia del desierto' se nota la oposición de Satanás
contra la llegada del reino de Dios al mundo humano, directa o indirectamente
expresada en los textos de los evangelistas. Las respuestas que da Jesús al
tentador desenmascaran las intenciones esenciales del 'padre de la mentira'
(Jn 8, 44), que trata de servirse, de modo perverso, de las palabras de la
Escritura para alcanzar sus objetivos. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la
misma palabra de Dios, aplicada correctamente. La narración de los evangelistas incluye, tal vez, alguna
reminiscencia y establece un paralelismo tanto con las análogas tentaciones
del pueblo de Israel en los cuarenta años de peregrinación por el desierto
(la búsqueda de alimento: cfr. Dt 8, 3; Ex 16; la pretensión de la protección
divina para satisfacerse a sí mismos: cfr. Dt 6, 16; Ex 17, 1.7; la
idolatría: cfr. Dt 6, 13; Ex 32, 1.6), como con diversos momentos de la vida
de Moisés. Pero se podría decir que el episodio entra específicamente en la
historia de Jesús por su lógica biográfica y teológica. Aun estando libre de
pecado, Jesús pudo conocer las seducciones externas del mal (Cfr. Mt 16, 23);
y era conveniente que fuese tentado para llegar a ser el Nuevo Adán, nuestro
guía, nuestro redentor clemente (Cfr. Mt 26, 36.46; Hb 2, 10.17.18; 4, 15; 5,
2. 7.9). En el fondo de todas las tentaciones estaba la perspectiva de un
mesianismo político y glorioso, como se había difundido y había penetrado en
el alma del pueblo de Israel. El diablo trata de inducir a Jesús coger esta
falsa perspectiva, porque es el enemigo del plan de Dios, de su ley, de su
economía de salvación, y por tanto de Cristo, como aparece claro por el
evangelio y los demás escritos del Nuevo Testamento (Cfr. Mt 13, 39; Jn 8,44;
13, 2; Hech 10, 38; Ef 6, 11; 1 Jn 3, 8, etc.). Si también Cristo cayese, el
imperio de Satanás, que se gloria de ser el amo del mundo (Lc 4, 5.6),
obtendría la victoria definitiva en la historia. Aquel momento de la lucha en
el desierto es, por consiguiente, decisivo. 5. Jesús es consciente de ser enviado por el Padre para hacer presente
el reino de Dios entre los hombres. Con ese fin acepta la tentación, tomando
su lugar entre los pecadores, como había hecho ya en el Jordán, para
servirles a todos de ejemplo (Cfr. San Agustín, De Trinitate, 4, 13). Pero,
por otra parte, en virtud de la 'unción' del Espíritu Santo, llega a las
mismas raíces del pecado y derrota al 'padre de la mentira' (Jn 8, 44). Por
eso, va voluntariamente al encuentro de la tentación desde el comienzo de su
ministerio, siguiendo el impulso del Espíritu Santo (Cfr. San Agustín, De
Trinitate, 13,13). Un día, dando cumplimiento a su obra, podrá proclamar: 'Ahora es el juicio
de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera' (Jn 12,
31). Y la víspera de su pasión repetirá una vez más: 'Llega el príncipe de
este mundo. En mi no tiene ningún poder' (Jn 14, 30); es más' 'el principe de
este mundo está (ya) juzgado' (Jn 16, 11); '¡Animo!, yo he vencido al mundo'
(Jn 16, 33). La lucha contra el 'padre de la mentira', que es el 'principe de
este mundo', iniciada en el desierto, alcanzará su culmen en el Gólgota: la
victoria se alcanzará por medio de la cruz del Redentor. 6. Estamos, por tanto, llamados a reconocer el valor integral del
desierto como lugar de una particular experiencia de Dios, como sucedió con
Moisés (Cfr. Ex 24, 18), con Elías (1 Re 19, 8), y sobre todo con Jesús que,
'conducido' por el Espíritu Santo, acepta realizar la misma experiencia: el
contacto con Dios Padre (Cfr. Os 2, 16) en lucha contra las potencias
opuestas a Dios. Su experiencia es ejemplar, y nos puede servir también como
lección sobre la necesidad de la penitencia, no para Jesús que estaba libre
de pecado, sino para todos nosotros. Jesús mismo un día alertará a sus
discípulos sobre la necesidad de la oración y del ayuno para echar a los
'espíritus inmundos' (Cfr. Mc 9, 29) y, en la tensión de la solitaria oración
de Getsemaní, recomendará a los Apóstoles presentes: 'Velad y orad, para que
no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil'
(Mc 14, 38). Seamos conscientes de que, amoldándonos a Cristo victorioso en
la experiencia del desierto, también nosotros tendremos un divino
confortador: el Espíritu Santo Paráclito, pues el mismo Cristo ha prometido
que 'recibirá de lo suyo' y nos lo dará (Cfr. Jn 16, 14): él, que condujo al
Mesías al desierto no sólo 'para ser tentado', sino también para que diera la
primera demostración de su poderosa victoria sobre el diablo y sobre su
reino, tomará de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre Satanás, su
primer artífice, para hacer participe de ella a todo el que sea tentado. EL ESPÍRITU SANTO EN LA ORACIÓN Y PREDICACIÓN DE CRISTO
(25.VII.90) 1. Tras la 'experiencia del desierto', Jesús comienza su actividad
mesiánica entre los hombres. Lucas escribe que 'una numerosa multitud afluía
para oírle y ser curados de sus enfermedades' (Lc 5, 15). Se trataba de
enseñar y evangelizar el reino de Dios, de elegir y dar la primera formación
a los Apóstoles, de curar a los enfermos y predicar en las sinagogas,
desplazándose de ciudad en ciudad (Cfr. Lc 4, 43.44): una actividad intensa,
acompañada de 'prodigios y señales' (Cfr. Hech 2, 22), que brotaba, en su
conjunto, de aquella 'unción' del Espíritu Santo de la que habla el
evangelista desde el inicio de la vida pública. La presencia del Espíritu
Santo .como presencia del Don. es constante, aunque
los evangelios sólo la mencionen en algunas ocasiones. Dado que tenia que evangelizar a los hombres para disponerlos a la
redención, Jesús había sido enviado para vivir en medio de ellos, y no en un
desierto o en otros lugares solitarios. Su lugar estaba en medio de la gente,
como observa Remigio de Auxerre (a.908), citado por Santo Tomás. Pero el
mismo doctor angélico advierte: 'El hecho de que Cristo, tras el ayuno en el
desierto, volviera a la vida normal tiene un motivo: es lo que conviene a la vida
de quien se dedica a comunicar a los demás el fruto de su contemplación,
compromiso que Cristo había tomado: a saber, primero consagrarse a la
oración, y luego bajar al nivel público de la acción, viviendo en medio de
los demás' (S.Th. III, q. 2. Aun estando inmerso entre la multitud, Jesús permanece
profundamente entregado a la oración. Lucas nos informa de que 'se retiraba a
los lugares solitarios, donde oraba' (Lc 5,16). Así se manifestaba, en obras
eminentemente religiosas la condición de permanente diálogo con el Padre, en
qué vivía. Sus 'ratos de oración' duraban a veces toda la noche (Lc 6, 12).
Los evangelistas destacan algunos de estos ratos, por ejemplo, la oración que
hizo antes de la transfiguración en el monte Tabor (Cfr. Lc 9, 29), y la que
realizó durante la agonía de Getsemaní, donde la cercanía y la unión filial
con el Padre en el Espíritu Santo alcanzan una expresión sublime en aquellas
palabras: '¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mi esta copa;
pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú' (Mc 14, 36). 3. Existe un caso en que el evangelista atribuye explícitamente al
Espíritu Santo la oración de Jesús, dejando traslucir el estado habitual de contemplación
de donde brotaba. Se trata del episodio, durante el viaje hacia Jerusalén, en
el que conversa con los discípulos, entre los que eligió a setenta y dos para
enviarlos a evangelizar a la gente de los sitios a donde él había de ir (Lc
10,1), tras haberlos instruido convenientemente. Al regreso de aquella
misión, los setenta y dos narran a Jesús lo que realizaron, incluida la
'sumisión' de los demonios en su nombre (Lc 10, 17). Y Jesús, después de
haberles asegurado que había visto a 'Satanás caer del cielo como un rayo'
(Lc 10, 18), se llenó de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal
ha sido tu beneplácito' (Lc 10, 21 ). 'Jesús (escribí en la encíclica Dominum et vivificantem) se alegra por
la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta
paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta
paternidad divina sobre los pequeños . Y el
evangelista califica todo esto como gozo en el Espíritu Santo
... Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo desde
fuera , desde lo alto, aquí proviene desde dentro , es decir, desde la
profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo,
unidos en el Espíritu Santo, Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y
de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y, por
tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de si
como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en él y que se derrama
en su corazón, penetra su mismo yo , inspira y
vivifica profundamente su acción. De aquí aquel gozarse en el Espíritu Santo
' (nn. 20.21). 4. Este texto de Lucas, junto al de Juan que recoge el discurso de
despedida en el Cenáculo (Cfr. Jn 13, 31; 14; 31), es especialmente
significativo y elocuente sobre la revelación del Espíritu Santo en la misión
mesiánica de Cristo. En la sinagoga de Nazaret Jesús había aplicado a Sí mismo la profecía
de Isaías que comienza con las palabras: 'El Espíritu del Señor sobre mí' (Lc
4,18). Aquel 'estar el Espíritu sobre él' se extendía a todo lo que él 'hacía
y enseñaba' (Hech 1, 1). En efecto, escribe Lucas que 'Jesús volvió (del
desierto)a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su
fama se extendió por toda la región. él iba
enseñando en sus sinagogas, alabado por todos' (Lc 4, 14.15). Aquella
enseñanza despertaba interés y asombro: 'Todos daban testimonio de él y
estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca' (Lc
4,22). Lo mismo se nos dice de los milagros y del singular poder de atracción
de su personalidad: toda la multitud de los que 'habían venido (de todas
partes) para oírle y ser curados de sus enfermedades, ...
procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos' (Lc 6,
17.19). ¿Cómo no reconocer en ello también una manifestación de la fuerza del
Espíritu Santo, concedido en plenitud a él como hombre, para animar sus
palabras y sus gestos? Y Jesús enseña pedir al Padre en la oración el don del
Espíritu, con la confianza de poder obtenerlo: 'Si, pues, vosotros..., sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan!' (Lc 11, 13). Y cuando predice a sus
discípulos que les espera la persecución, con cárceles e interrogatorios,
añade: 'No os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os
comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino
el Espíritu Santo' (Mc 13, 11). 'El Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo
momento lo que conviene decir' (Lc 12, 12). 5. Los evangelios sinópticos recogen otra afirmación de Jesús, en sus
instrucciones a los discípulos, que no puede dejar de impresionarnos. Se
refiere a la 'blasfemia contra el Espíritu Santo'. Dice: 'A todo el que diga
una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no se le perdonará' (Lc 12, 10; cfr. Mt 12, 32; Mc
3, 29). Estas palabras crean un problema de amplitud teológica y ética mayor
de lo que se pueda pensar considerando sólo la superficie del texto. 'La
blasfemia (de la que se trata) no consiste en el hecho de ofender con
palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de
aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo,
que actúa en virtud del sacrificio de la cruz... Si Jesús afirma que la
blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni
en la futura, es porque esta no remisión está unida como causa suya la no
penitencia es decir, al rechazo radical del convertirse... Ahora bien, la
blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que
reivindica un pretendido derecho de perseverar en el mal .en cualquier
pecado. y rechaza así la redención... (Ese pecado)
no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas
de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados' (Dominum et
vivificantem, 46). Se trata de una actitud exactamente opuesta a la condición
de docilidad y de comunión con el Padre en el que vive Jesús, tanto en su
oración como en sus obras, y que él enseña y recomienda al hombre como
actitud interior y como principio de acción. 6. En el conjunto de la predicación y de la acción de Jesucristo, que
brota de su unión con el Espíritu Santo)Amor, se contiene una inmensa riqueza
del corazón: 'Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis
descanso para vuestras almas' (Mt 11, 29), pero está presente, al mismo
tiempo, toda la firmeza de la verdad sobre el reino de Dios y, por
consiguiente, la insistente invitación divina a abrir el corazón, bajo la
acción del Espíritu Santo, para ser admitido en él y no ser excluidos de él. En todo ello se revela el 'poder del Espíritu Santo'; es más, se
manifiesta el Espíritu Santo mismo con su presencia y su acción de Paráclito,
que conforta y auxilia al hombre, y le confirma en la verdad divina,
derrotando al 'señor de este mundo ' . EL ESPÍRITU SANTO EN EL MISTERIO DE LA CRUZ (1.VIII.90) 1. En la encíclica Dominum et vivificantem, escribí: 'El Hijo de Dios,
Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al
Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad,
transformaría en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como
víctima de amor en la cruz. él solo ofreció este
sacrificio. Como único sacerdote: se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios (Hb
9, 14)' (n. 40). El sacrificio de la cruz es el culmen de una vida en la cual hemos
leído, siguiendo los textos del Evangelio, la verdad sobre el Espíritu Santo,
a partir del momento de la encarnación. Fue el tema de las catequesis anteriores, concentradas en los momentos
de la vida y de la misión de Cristo, en la cual la revelación del Espíritu
Santo es particularmente transparente. El tema de la catequesis de hoy es el
momento de la Cruz. 2. Fijemos la atención en las últimas palabras que pronunció Jesús en
su agonía en el Calvario. En el texto de Lucas se escribe: 'Padre, en tus
manos pongo mi espíritu' (Lc 23, 46). Aunque estas palabras, excepto la
invocación 'Padre', provienen del Salmo 30/31, sin embargo, en el contexto
del evangelio adquieren otro significado. El salmista rogaba a Dios que lo
salvase de la muerte; Jesús en la cruz, por el contrario, precisamente con
las palabras del salmista acepta la muerte, entregando su espíritu al Padre
(es decir, 'su vida'). El salmista se dirige a Dios como a liberador; Jesús encomienda (es
decir, entrega) su espíritu al Padre con la perspectiva de la resurrección.
Confía al Padre la plenitud de su humanidad, en la cual subsiste el Yo divino
del Hijo unido al Padre en el Espíritu Santo. Sin embargo, la presencia del
Espíritu Santo no se manifiesta de modo explícito en el texto de Lucas, como
sucederá en la carta a los Hebreos (9,14). 3. Antes de pasar a este otro texto, hay que considerar la formulación
un poco diversa de las palabras de Cristo moribundo en el evangelio de Juan.
Allí leemos: 'Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: 'Todo está cumplido'. E
inclinando la cabeza entregó el espíritu' (Jn 19, 30). El evangelista no pone
de relieve la 'entrega' (o 'encomienda') del espíritu al Padre. El amplio
contexto del evangelio de Juan, y especialmente las páginas dedicadas a la
muerte de Jesús en la cruz, parecen más bien indicar que en la muerte da
comienzo el envío del Espíritu Santo, como Don entregado en la marcha de
Cristo. Sin embargo, tampoco aquí se trata de una afirmación explícita. Aunque
no podemos ignorar la sorprendente vinculación que parece existir entre el
texto de Juan y la interpretación de la muerte de Cristo que se halla en la
carta a los Hebreos. El autor de esta última habla de la función ritual de
los sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, que servían para purificar al
pueblo de las culpas legales, y los compara con el sacrificio de la cruz, y
luego exclama: '¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno
se ofreció a Sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas
nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!' (Hb 9,14). Como escribí en la encíclica Dominum et vivificantem, 'en su humanidad
(Cristo) era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era sin tacha . Pero lo ofreció por el Espíritu Eterno
, lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial
en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el
sufrimiento en amor redentor' (núm. 40). El misterio de la asociación entre
el Mesías y el Espíritu Santo en la obra mesiánica, contenido en la página de
Lucas sobre la Anunciación de María, se vislumbra ahora en el pasaje de la
carta a los Hebreos. Aquí se manifiesta la profundidad de esta obra, que
llega a las 'conciencias' humanas para purificarlas y renovarlas por medio de
la gracia divina, mucho más allá de la superficie de la representación
ritual. 4. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del fuego del cielo
que quemaba las oblaciones que presentaban los hombres (Cfr. Lv 9, 24; 1 Cor
21,26; 2 Cor 7, 1). Así en el Levítico: 'Arderá el fuego sobre el altar sin
apagarse; el sacerdote lo alimentará con leña todas las mañanas, colocará
encima el holocausto' (6, 5). Ahora bien, sabemos que el antiguo holocausto
era figura del sacrificio de la cruz, el holocausto perfecto. 'Por analogía
se puede decir que el Espíritu Santo es el fuego del cielo que actúa en lo
más profundo del misterio de la cruz . Proviniendo
del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la
divina realidad de la comunión trinitaria' (Dominum et vivificantem, 41). Por esta razón podemos añadir que en el reflejo del misterio
trinitario se ve el pleno cumplimiento del anuncio de Juan Bautista en el
Jordán: 'Él (Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego' (Mt 3, 11). Si
ya en el Antiguo Testamento, del que se hacia eco el Bautista, el fuego
simbolizaba la intervención soberana de Dios que purificaba las conciencias
mediante su Espíritu (Cfr. Is 1, 25; Zac 13, 9; Mt 13, 2.3; Si 2, 5), ahora
la realidad supera las figuras en el sacrificio de la cruz, que es el
perfecto bautismo con el que Cristo mismo debía ser bautizado' (Cfr. Mc 10,
38), y al cual El, en su vida y en su misión terrena, tiende con todas sus
fuerzas, como él mismo dijo: He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y
¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser
bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se
cumplan' (Lc 12, 49.50). E! Espíritu Santo es el
'fuego' salvífico que da actuación a ese sacrificio. 5. En la carta a los Hebreos leemos también que Cristo, 'aun siendo
Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia' (5, 8). Al venir al mundo
dijo al Padre: 'He aquí que vengo a hacer tu voluntad' (Hb 10, 9). En el
sacrificio de la cruz se realiza plenamente esta obediencia: 'Si el pecado ha
engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado
recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo..., pero, a la
vez, desde lo hondo de este sufrimiento... el Espíritu saca una nueva
dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo
más hondo del misterio de la cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre
a participar en la vida, que está en Dios mismo' (Dominum et vivificantem, 41 ) . Por eso en las relaciones con Dios la humanidad tiene 'un Sumo
Sacerdote que (sabe) compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido
probado en todo igual a nosotros, excepto en el pecado' (Cfr. Hb 4, 15): en
este nuevo misterio de la mediación sacerdotal de Cristo ante el Padre, está
la intervención decisiva del 'Espíritu eterno', que es fuego de amor
infinito. 6. 'El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al
centro mismo del sacrificio que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la
tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del
amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el
sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio
él recibe el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después .él solo con
Dios Padre. puede darlo a los Apóstoles, a la
Iglesia y a la humanidad' (Dominum et vivificantem, 41 ) . Es, pues, justo ver en el sacrificio de la cruz el momento conclusivo
de la revelación del Espíritu Santo en la vida de Cristo. Es el momento)clave, en el cual halla su centro el acontecimiento de
Pentecostés y toda la irradiación que emanará de él al mundo. El mismo
'Espíritu eterno' operante en el misterio de la cruz aparecerá entonces en el
Cenáculo sobre las cabezas de los apóstoles bajo la forma de 'lenguas como de
fuego' para significar que penetraría gradualmente en las arterias de la
historia humana mediante el servicio apostólico de la Iglesia. Estamos
llamados a entrar también nosotros en el radio de acción de esta misteriosa
potencia salvífica que parte de la cruz y el Cenáculo, para ser atraídos, en
ella y por ella, a la comunión de la Trinidad. EL ESPÍRITU SANTO EN LA
RESURRECCIÓN DE CRISTO (8.VIII.90) 1. El Apóstol Pedro afirma en su primera carta: 'Cristo, para
llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los
injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu' (1 Pe 3, 13).
También el Apóstol Pablo afirma la misma verdad en la introducción a la carta
a los Romanos, donde se presenta como el anunciador del Evangelio de Dios
mismo. Y escribe: 'El Evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de
David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu
de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor
nuestro' (1, 3.4). A este respecto escribí en la encíclica Dominum et
vivificantem: 'Puede decirse, por consiguiente, que la elevación mesiánica de
Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la resurrección, en la cual
se revela también como Hijo de Dios lleno de poder ' (n. 24). Los estudiosos opinan que en este pasaje de la carta a los Romanos,
así como en el de la carta de Pedro (3, 13)4 6), se halla contenida una
profesión de fe anterior, recogida por los dos Apóstoles de la fuente viva de
la primera comunidad cristiana. En esa profesión de fe se encuentra, entre
otras, la afirmación según la cual el Espíritu Santo que actúa en la
resurrección es el 'Espíritu de santificación'. Por consiguiente, podemos
decir que Cristo, que en el momento de su concepción en el seno de María por
obra del Espíritu Santo ya era el Hijo de Dios, en la resurrección es
'constituido' fuente de vida y de santidad .'lleno
de poder de santificación'. por obra del mismo
Espíritu Santo. Así se revela en todo su significado el gesto que Jesús realiza la
misma tarde del día de la resurrección, 'el primer día de la semana', cuando,
al aparecerse a los Apóstoles, les muestra las manos y el costado, sopla
sobre ellos y les dice: 'Recibid el Espíritu Santo' (Jn 20, 22). En efecto, en su carta, relacionando la resurrección de Cristo con la
fe en la universal 'resurrección del cuerpo', el Apóstol establece la relación
entre Cristo y Adán en estos términos: 'Fue hecho el primer hombre, Adán,
alma viviente, el último Adán, espíritu que da vida' (15 45). Al afirmar que
Adán fue hecho 'alma viviente', Pablo cita el texto del Génesis según el cual
Adán fue hecho 'alma viviente' gracias al 'aliento de vida' que Dios 'insufló
en sus narices' (Gen 2, 7); después, Pablo sostiene que Jesucristo, como
hombre resucitado, supera a Adán, pues posee la plenitud del Espíritu Santo,
que debe dar vida al hombre de un modo nuevo para así convertirlo en un ser
espiritual. El hecho de que el nuevo Adán haya llegado a ser 'espíritu que da
vida' no significa que se identifique como persona con el Espíritu Santo que
'da la vida'(divina), sino que, al poseer como hombre la plenitud de este
Espíritu, lo da a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. Es 'espíritu
que da vida' por medio de su muerte y de su resurrección, es decir, por medio
del sacrificio ofrecido en la cruz. 3. El texto del Apóstol forma parte de la instrucción de Pablo sobre
el destino del cuerpo humano, del que es principio vital el alma (psyche en
griego, refesh en hebreo: cfr. Gen 2, 7). Es un principio natural; en el
momento de la muerte el cuerpo aparece abandonado por él. Ante el hecho de la
muerte se plantea, como problema de existencia antes que de reflexión
filosófica, el interrogante sobre la inmortalidad. Según el Apóstol, la resurrección de Cristo responde a este
interrogante con una certeza de fe. El cuerpo de Cristo, colmado de Espíritu
Santo en la resurrección, es la fuente de la nueva vida de los cuerpos
resucitados: 'Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual' (1
Cor 15, 44). El cuerpo 'natural' (es decir, animado por la psyche) está
destinado a desaparecer para dejar lugar al cuerpo 'espiritual', animado por
el pneuma, el Espíritu, que es principio de vida nueva ya durante la actual
vida mortal (Cfr. Rom 1,9; 5, 5), pero alcanzará su plena eficacia después de
la muerte. Entonces será autor de la resurrección del 'cuerpo natural' en toda
la realidad del 'cuerpo pneumático' mediante la unión con Cristo resucitado
(Cfr. Rom 1, 4; 8, 11), hombre celeste y 'Espíritu que da vida' (1 Cor 15,
45.49) La futura resurrección de los cuerpos está, por tanto, vinculada a su
espiritualización a semejanza del cuerpo de Cristo, vivificado por el poder
del Espíritu Santo. Ésta es la respuesta del Apóstol al interrogante que él
mismo se plantea: '¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la
vida?' (1 Cor 15, 35). ' ¡Necio! .exclama Pablo.. Lo
que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo
que v brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra
planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad... Así también en la
resurrección de los muertos: ... se siembra un cuerpo natural, resucita un
cuerpo espiritual' (1 Cor 15, 36.44). 4. Por tanto, según el Apóstol, la vida en Cristo es al mismo tiempo
la vida en el Espíritu Santo: 'Mas nosotros no estáis en la carne, sino en el
espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el
Espíritu de Cristo, no le pertenece (a Cristo)' (Rom 8, 9). La verdadera
libertad se halla en Cristo y en su Espíritu, 'porque la ley del Espíritu que
da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte'
(Rom 8, 2). La santificación en Cristo es al mismo tiempo la santificación en
el Espíritu Santo (Cfr., por ejemplo, 1 Cor 1, 2; Rom 15, 16) . Si Cristo ' intercede por nosotros ' (Rom 8, 34),
entonces también el Espíritu Santo 'intercede por nosotros con gemidos
inefables... Intercede a favor de los santos según Dios' (Rom 8, 6.27) . Como se puede deducir de estos textos paulinos, el Espíritu Santo, que
ha actuado en la resurrección de Cristo, ya infunde en el cristiano la nueva
vida, en la perspectiva escatológica de la futura resurrección. Existe una
continuidad entre la resurrección de Cristo, la vida nueva del cristiano
liberado del pecado y hecho participe del misterio pascual, y la futura
reconstrucción construcción de la unidad de cuerpo y alma en la resurrección
tras la muerte: el autor de todo el desarrollo de la vida nueva en Cristo es
el Espíritu Santo. 5. Se puede decir que la misión de Cristo alcanza realmente su culmen
en el misterio pascual, donde la estrecha relación entre la cristología y la
pneumatología se abre, ante la mirada del creyente y ante la investigación
del teólogo, al horizonte escatológico. Pero esta perspectiva incluye también
el plano eclesiológico: porque 'la Iglesia anuncia... al que da la vida: el
Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto,
aunque el cuerpo haya muerto y causa del pecado, el espíritu es vid causa de
la justicia ' (Rom 8,10) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en
nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene
de Dios mismo, en intima unión y humilde servicio al Espíritu' (Dominum et
vivificantem, 58). 6. En el centro de este servicio se encuentra la Eucaristía. Este
sacramento, en el que continúa y se renueva sin cesar el don redentor de
Cristo, contiene al mismo tiempo el poder vivificante del Espíritu Santo. La
Eucaristía es, por tanto, el sacramento en el que el Espíritu sigue obrando y
'revelándose' como principio vital del hombre en el tiempo y en la eternidad.
Es fuente de luz para la inteligencia y de fuerza para la conducta, según la
palabra de Jesús en Cafarnaún: 'El Espíritu es el que da vida... Las palabras
que os he dicho (acerca del pan bajado del cielo )
son espíritu y vida' (Jn 6, 63). |
Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant p.s.donoso@vtr.net |