Caminando con Jesus Pedro Sergio
Antonio Donoso Brant |
¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO? EXTRAIDO DEL LIBRO EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA DE ANDRE FERMET Naturalmente que «sabemos»
quien es el Espíritu Santo: es la tercera persona de Además, quiérase o
no, se pregunta uno por qué razón el Espíritu es como menos conocido que el
Padre y que el Hijo. No cabe duda de que Jesús habló de él, pero mucho menos
que de su Padre (sobre todo en San Juan, la desproporción es flagrante). Sucede todo como si
el Espíritu fuera más misterioso, como si resultara más difícil
identificarle, «aislarle» por sí mismo y «denominarle». ¿Cómo se ha llegado
a las precisiones del Credo, de la teología y de los catecismos? Por supuesto, el
punto de partida obligado es el Nuevo Testamento, que es, también él, fruto
madurado en Iglesia, de una vida y de una experiencia que, poco a poco, han
ido cuajando en un lenguaje: digamos, por lo tanto, que si la identidad del
Espíritu y su divinidad no se encontraran ya en el Nuevo Testamento, por lo
menos en estado nativo (no elaborado), no tendríamos ninguna posibilidad de
descubrirlas después. O lo que es igual, la reflexión de los concilios y de
los teólogos no partió de cero, de una pura experiencia quiero decir. Aunque
las afirmaciones del Nuevo Testamento son del orden de la vida, de la acción,
de la exhortación pastoral (Pablo), de la misión y crecimiento de Este progresivo
«descubrimiento» de cada una de las personas de Pues cuando aun no
se confesaba la divinidad del Padre, era imprudente predicar abiertamente al
Hijo; y con anterioridad al reconocimiento de la divinidad del Hijo era
imprudente -¡estoy hablando con demasiada audacia! imponernos, para remate,
el Espíritu Santo. Era mas conveniente ir avanzando, de claridad en claridad,
hacia la luz de «Descubrimiento» del
Espíritu Santo, decimos. Pero, ¿de qué texto del Nuevo Testamento se parte?
Considero muy sorprendente la costumbre de San Pablo, en numerosos pasajes de
sus epístolas, de nombrar juntos -puede decirse que sin ningún precedente- al
Padre, o simplemente «Dios», o «el Padre de nuestro Señor Jesucristo»; al
Hijo, o «el Señor», o «el Señor Jesucristo»; y al Espíritu Santo. Costumbre
de nombrarlos en cualquier orden, pero asociados siempre en la obra de
nuestra salvación o/en lo que constituye nuestra vocación cristiana. Dos o
tres ejemplos nada más: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu (...). Un solo Señor, una
sola fe (...), un Dios y Padre de todos...» (Ef 4,4-6). «Hay diversidad de
carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el
mismo Dios que obra todo en todos» (1 Cor 12,4-6). «La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté
siempre con todos vosotros» (2 Cor 13,13). (Cf. también
Ga 4,6; 1 Cor 6,11; Rm 1,1-4; Rm 8,11; Ef 2,21-22).
A la vista está que no son textos teóricos, sino en cierto modo un atestado
fundado en la experiencia: tal es la vida cristiana vivida bajo el signo
conjunto del Padre, del Señor Jesús y del Espíritu de nuestro Dios. La
teología ulterior, los concilios, no harán otra cosa que extraer las
conclusiones de todo ello y vaciarlas en fórmulas más rigurosas. Pero siempre tendrá
interés la vuelta a estas fuentes primitivas y a esa sencillez de las
experiencias originales, cuando nos parezca que dichas fórmulas están secas
como flores de herbario. Con todo, es
necesario mencionar otro texto, sin duda aislado pero de gran fuerza para
cimentar la afirmación de la divinidad del Espíritu Santo. Se trata de Mt
28,19: «Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Los términos de esta fórmula, se deban al Señor Resucitado o sean más tardíos
como estiman algunos exegetas, testifican una fe muy antigua, la de Pues bien: en la
mencionada fórmula de San Mateo, se nombra al Espíritu Santo en términos de
perfecta igualdad con el Padre y el Hijo. No cabe desear una fórmula
trinitaria ni más clara ni más breve, sobre todo estando unida como está al
acto esencial que marca la conversión: el bautismo. Para resumir, de
todo este sólido substrato del Nuevo Testamento arrancarán los primeros
grandes teólogos, los Padres de ¿POR QUÉ SE CONOCE TAN MAL AL ESPÍRITU SANTO? ¿A qué se debe, en
el fondo, que sea tan difícil conocer al Espíritu Santo? Tiene que haber unas
razones «objetivas» para esta dificultad. Pienso que la razón principal es
que el Espíritu da la impresión de carecer de «rostro», de no ser una persona
a la que se ve «enfrente». En efecto, hay frente a frente (uno frente a otro)
en el caso Padre/Hijo; pero no lo hay en Padre/Espiritu,
o en Hijo/Espiritu. Nunca ora Jesús dirigiéndose al
Espíritu como a un «tú»; más bien parece que su oración se produce «bajo la
moción del Espíritu». Testimonio de esto es el texto ya dictado de Lc 10,21:
«Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te bendigo,
Padre...». Por lo que a nosotros se refiere, sucederá lo mismo: el Espíritu
es el que, ante todo, ora en nosotros, es la fuente de nuestra verdadera
oración; él es lo primero que pedimos al Padre y a Jesús para poder orar, más
bien que aquel a quien directamente oramos (aunque se puede hacer). Digamos además con
C. Moeller y luego con Urs
von Balthasar, que el
Espíritu es «el Revelante no revelado» Entiéndase por tal no el que habla
para revelarse a sí mismo, sino el que «hace hablar» (habló por los
profetas), el que hace escribir y escuchar y dar gracias. Y no por eso su
papel es menos importante que el del Padre y el del Hijo; y no por eso se
puede poner entre paréntesis al Espíritu sin que de ello se siga daño: siendo
menos explícitamente conocido o reconocido, sin embargo la experiencia que de
él se tiene es previa y fundamental; ya lo decíamos al principio: su acción
íntima, discreta, nos permite reconocer, nombrar y orar al Padre, y nos da el
confesar que Jesús es Señor. También puede
intentarse la aproximación por medio de imágenes o símbolos, para intentar
mostrar que este «misterio del Espíritu» es como normal. El Espíritu es la
luz en que vivimos inmersos, alcanzamos nuestro pleno desarrollo y
descubrimos al Padre, un poco en el sentido del Salmo 36,10: «En tu luz vemos
la luz». Es la mirada misma con que divisamos al Padre y al Hijo y
vislumbramos el misterio de Dios. Urs von Balthasar dirá de él: «No
quiere ser visto, sino ser en nosotros el ojo que ve». Un cántico reciente intenta
otra imagen: «Espíritu, tu nos recorres como la sangre». En fin, el Espíritu
es en lo profundo de nosotros el amor que nos certifica que Dios ama, que nos
ama a nosotros. Este es el verdadero sentido del versículo que nos es tan
conocido: «EI amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5);
«el amor que Dios nos tiene y no el amor que nosotros tenemos a Dios»,
puntualiza la nota de la traducción ecuménica de Tal es la dificultad
con que tropezamos cuando tratamos de conocer al Espíritu Santo. Pero esta
dificultad no debe detenernos, sino más bien estimularnos para avanzar más en
este conocimiento, con respeto y audacia, hasta llegar a «denominar» al
Espíritu Santo y trazar el perfil de su identidad propia. El Nuevo Testamento
nos permite decir: el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo.
Pero pienso que para denominarle de manera justa y plena, bastaría que le
llamáramos «el Espíritu del Hijo», «el Espíritu de Jesús» ¿Por qué?
Sencillamente porque tenemos la encarnación, y porque Jesús es la
manifestación (la revelación) última y suprema de la gloria, la sabiduría y
el amor del Padre: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). «El
Hijo es reflejo de su gloria (del Padre), impronta de su ser» (Hb 1,3). Cuando la epístola
de los Efesios habla del misterio, tiene presente «el misterio de Cristo», y
«el misterio de Cristo ha sido revelado ahora por el Espíritu» (Ef 3,4-6).
Por esta razón, mostrar cómo el Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús
constituye la manera correcta de denominarle. Sin el Espíritu, en actividad
en el secreto de los corazones, no sabríamos en realidad quién es Jesús. Pero
recíprocamente, sólo por Jesús salió del incógnito el Espíritu si es licito expresarse así; y por medio de las obras realizadas
por él en Jesús y en sus discípulos pudo manifestar quién era. EL ESPÍRITU DE JESÚS: UN ESPÍRITU «POR ENCIMA DE TODA SOSPECHA» Hagamos un alto
prolongado en la denominación «el Espíritu de Jesús»: es muy ilustrativo para
nuestra vida cristiana. Lo mismo que dijo Jesús «Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre», podía decir también: Quien me ve
actuar a mi, ve actuar al Espíritu Santo; pues todo lo que yo hago lo inspira
él de acuerdo con la voluntad de Padre. Así, pues, la vida y la forma de
actuar de Jesús de Nazaret, el Hijo amado, enviado en misión por el Padre,
enviado a los pobres para anunciarles una buena nueva y para dar a esta buena
nueva un lugar, un cuerpo social visible (el Reino), esa vida y esa forma de
actuar, serán la referencia obligada para entender tanto el misterio del
Espíritu como, por otra parte, el misterio del Padre y finalmente el misterio
de Dios en nuestras vidas y en la historia. Al Espíritu sólo se
le puede denominar, con verdad y de forma que esté «por encima de toda
sospecha», diciendo que es el Espíritu de Jesús de Nazaret. En efecto, creer
que se es del Espíritu, sin tener por base de la propia forma de actuar la
forma de actuar de Jesús de Nazaret, es exponerse a todo tipo de ilusiones.
«Si no queremos agotarnos persiguiendo sueños inconscientes, se impone que
demos un rodeo pasando por Jesús». Este «rodeo» -dado que lo sea, pues más
bien es un recurso obligado- afianza fuertemente nuestras raíces y nuestra
memoria cristiana contra todas las fantasías que pretendan construir un
modelo idílico. Basta pensar en l as elucubraciones de quienes, tras una era
de Dios-Padre y luego otra del Hijo, anunciaban la época del Espíritu Santo
exclusivamente. Fue la teoría de las «tres edades», lanzada por el monje
calabrés Joachim de Fiore,
unos años anterior a Francisco de Asís, con todas las falsas esperanzas que
esta teoría hizo concebir. Yves Congar,
en el primer volumen de su obra Je crois en l'Esprit Saint, trata
de demostrar, al hilo de la historia, los nefastos resultados de aquel
movimiento pseudoespiritual (c. VII, p. 175 s.). El
paso obligado por Jesús de Nazaret representa, por el contrario, el principio
de realidad (y no de evasión) que exige que el Espíritu sea «valorado» sobre
el patrón de las palabras y de la vida de Jesús. «El Espíritu Santo
-nos hace saber Jesús en San Juan- nos recordará todo lo que yo os he dicho»
(Jn 14,26). «El Espíritu rememora la objetividad histórica de Jesús. Si nos conforma
con el Hijo no es según un orden imaginario, sino según la realidad (...).
Jesús es la roca que sirve de cimiento a toda interpretación» (Duguoc).
«No basta con ir pregonando: El Espíritu, el Espíritu, para experimentar el
Espíritu. El acceso al Espíritu es una aventura espiritual larga, poco
locuaz, muchas veces inesperada. Se entra en la vía
del Espíritu no tomando un camino paralelo al de Jesús, sino entendiendo
mejor el vinculo entre Jesús y el Espíritu» (Henri Bourgeois).
Un teólogo protestante ha dado, creo yo, con la fórmula exacta y contundente:
«El Espíritu Santo es cristológico. No tiene
intención de hablar sino de uno sólo: de Jesucristo Desde el momento en que
al Espíritu Santo se le separa de Cristo y de su propio cometido de testigo,
se esconde y sólo se tiene de él un residuo, si no un falso Espíritu Santo.
El error en que con más frecuencia se ha incurrido, acerca de él es haber
olvidado su gravitación cristológica». (A. Maillot). El Espíritu Santo,
nuestra memoria cristiana, fiel y viviente Esta formulación es una nueva
manera, más concreta, de subrayar la misma afirmación que acabamos de hacer.
El Espíritu, que nos recuerda cuanto dijo Jesús, es nuestra memoria fiel.
Fiel porque no añade nada substancialmente nuevo al mensaje legado por Jesús:
Jesús es «la palabra definitiva de Dios», una palabra insuperable. Escuchemos
una vez más a Juan: «El Espíritu dará testimonio de mí» (15,26). «Recibirá de
lo mío y os lo comunicará a vosotros» (16,14). «No hablará por su cuenta,
sino que hablará lo que oiga» (16,13). Memoria fiel porque lo dice todo, para
asegurar sin menoscabo alguno la plena progresión del don de Dios en
Jesucristo. Tal es el sentido del siguiente versículo tan trinitario: «Todo
lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho (habla Jesús): Recibirá de lo
mío y os lo comunicará a vosotros» (16,15). Pero entonces, ¿el
Espíritu Santo es un simple «repetidor», un mero «eco»? No, porque es una
memoria viviente. El Espíritu restituye incesantemente a la palabra de Jesús
toda su novedad y su fuerza contundente. Crea en nosotros un «corazón nuevo»,
para que la acojamos, la meditemos y la interioricemos. Nos ayuda a descubrir
sus inagotables riquezas, hasta entonces inadvertidas para nosotros. Este es
sin duda el sentido del texto-faro: «Mucho podría deciros aún, pero ahora no
podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta
la verdad completa» (/Jn/16/12-13). Pues bien, ¿cuáles son esas cosas que los
discípulos no pueden soportar aún, algo así como los ojos no pueden aguantar
una luz demasiado viva? ¿Cuál es esa «verdad completa» que todavía están por descubrir? Sin duda, llegar a comprender la
muerte y resurrección de Jesús (¡buen paso el que hay que dar!): el porqué de
esa vida y esa muerte, así como su significado dentro del plan de Dios: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso...?» (Lc
24,27); la verdad definitiva acerca del misterio de su persona tan sólo
vislumbrado bajo la forma de una pregunta («¿Quién
es este hombre?»), pero puesto a plena claridad después de Pentecostés. Una memoria viviente
quiere decir, en el sentido amplio del término, la memoria de «el que vive»
(Ap 1,18). Por lo demás, en esta misma línea se debe entender el «Haced esto
en memoria mía». Sólo el Espíritu puede hacer que el memorial no sea un rito
vacío, un puro recuerdo; de ahí la revalorización de las «epiclesis» o
invocaciones al Espíritu, en las nuevas plegarias eucarísticas. Más adelante
volveremos a hablar de este tema: «la letra de los ritos sacramentales y el
Espíritu». Pero, ¿cómo no citar, ya desde ahora, este admirable texto de
Mons. Hazim? «Sin el Espíritu
Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el pasado, el Evangelio es letra
muerta, Memoria viviente
significa la conciliación entre un sólido arraigo y un impulso colmado de
esperanza: esperanza con un lastre de realismo, de lo contrario es mero
prurito de cambio, huida hacia el futuro al que se adorna ilusoriamente con
todos los méritos, mientras se devalúa y niega el pasado (y aquí se trata de
nuestro pasado cristiano). Pero «buscar al Espíritu Santo en la dirección de
nuestras raíces», no implica de ningún modo una actitud «retro» que se
complace en los recuerdos. Conclusión (parcial
y provisional): dentro del régimen cristiano, nunca se puede afirmar, de
manera directa y exclusiva, que se es del Espíritu, si no se pasa por Jesús
de Nazaret, imagen histórica del Dios invisible, mediante su vida terrena,
correctamente y honradamente leída, con la densidad de su humanidad y con sus
misteriosas profundidades: esta es la norma definitiva a la que el Espíritu
nos remitirá siempre. El Espíritu del Resucitado, que da la capacidad de
llamar a Jesús Señor y Cristo, nunca hace «olvidar» su vida terrena: «Al
glorificarle Dios (el Padre), no entregó al olvido, como si dijéramos, su
vida terrena para eternizar otra cosa distinta de ella, sino que aceptó (en
el sentido de salir fiador) esa vida y ese origen». A esto puede
añadirse también que de tal modo es el Espíritu el «Espíritu de Jesús», que a
partir de (Congar,
op cit., II, p. 268). En
este Cuerpo es donde se realiza nuestra adopción filial (Ef 1). El ser y la misión
de Jesús, conocidos gracias al Espíritu Llamar al Espíritu Santo «Espíritu de
Jesús» es afirmar también, de modo más preciso, que por él «descubre» Jesús
su ser y su propia misión. Sí, se trata verdaderamente de un descubrimiento
que hace el mismo Jesús, cosa que puede extrañar. Por eso me permito colocar
aquí, ya de entrada y como justificación de esta postura, la extensa cita de Congar que ofrezco a continuación. (El autor está
comentando la escena del Bautismo y el «Tú eres mi Hijo amado», de
/Mc/01/11). «El mismo Jesús
adquiere entonces conciencia plena de que él es 'Aquel a quien el Padre ha santificado
y enviado al mundo' (Jn 10,36). Abordamos aquí un punto delicado, y difícil
de poner en claro y de expresar: el del crecimiento, en la conciencia humana
de Jesús, de la conciencia que tuvo de su condición y su misión. El
acontecimiento de su bautismo, su encuentro con Juan Bautista, la venida del
Espíritu sobre él y Expliquemos este
texto preliminar, colocado aquí en atención a la claridad, y al que me adhiero
plenamente: a) El ser de Jesús. Jesús alcanza, en lo humano, clara conciencia
de su ser de Hijo por excelencia, por medio del Espíritu Santo. Y esto se
señala claramente en los evangelios cuando describen esos momentos
privilegiados, esa especie de claros y rompientes de luz en su vida terrena,
como son el Bautismo y Por el Espíritu
comprende humanamente Jesús su propia misión b) Desde el Bautismo, el «Tú
eres mi Hijo amado» va seguido de «En ti me complazco» (Mc 1,11). Y se trata
indudablemente «no de una arbitraria veleidad, sino de una elección con miras
a una misión», advierte la traducción ecuménica de Decir esto es,
evidentemente, señalar a Jesús como el profeta semejante a Moisés, al que
todo el mundo debe escuchar (cf. Hech 3,22). Está claro que no se nombra
expresamente al Espíritu Santo, pero la afinidad con la escena del Bautismo
es tan evidente, que se le puede descubrir en acción al ver al Padre hacerse
fiador del «profeta» Jesús. Por otra parte, para
convencerse de esto basta con volver a los acontecimientos que siguieron al
Bautismo. Cuando, en las tentaciones en el desierto, se trata de someter a Jesús
en su rechazo de una misión falseada con aspectos espectaculares, pero
absolutamente inútiles en orden a la verdadera salvación de los hombres, los
tres Sinópticos nombran al Espíritu Santo. Y entonces Lucas enlaza enseguida
con lo que puede denominarse la consagración mesiánica y profética de Jesús.
Lucas 4,14-18 está plagado de la presencia del Espíritu. Consagración
misionera que San Pedro recalca de manera inequívoca en casa de Cornelio:
«Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después
que Jesús predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el
Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos
los oprimidos por el Diablo» (Hech 10,37-38) La misma consagración consta en
Mateo, pero desplazada en cuanto al tiempo (Mt 12,15-21 y no al comienzo de
la misión), menos solemne y más neutra que en Lc 4, con una referencia a otro
texto de Isaias, 42,1-4: «He aquí mi siervo a quien
sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu
sobre él...», texto que hace hincapié en los recursos modestos («no apagará
la mecha humeante»), y en la universalidad de la misión («en su nombre
pondrán las naciones su esperanza»). Volvamos al capítulo
4 de Lucas, para precisar quiénes son los beneficiarios de esta misión a la
que Jesús es conducido por el Espíritu: los beneficiarios son los pobres. Y
no para ser objeto de una salvación abstracta, sino para su liberación (Lucas
4,18 está bastante claro). Lo cual significa que, si no se tiene derecho a
reducir esa salvación a una mera liberación social o política (para hablar en
lenguaje actual), tampoco hay derecho alguno a atenuar el vigor realista de
esa salvación. Por otra parte, dicha salvación-liberación empieza con unas
acciones realizadas con carácter de continuidad: expulsa un demonio impuro
(Lc 4,31 s.); a continuación del episodio que acabamos de mencionar, Mateo
muestra paralelamente unos «demonios expulsados por el Espíritu de Dios» (Mt
12,28): así, pues, los liberados y reintegrados son posesos, enfermos, gente
rechazada. Finalmente,
reparemos en que esa «buena nueva anunciada a los pobres» no está reservada
exclusivamente a Israel, pues ese «año de gracia del Señor» (Lc 4,19) y esa
salvación graciosa -gratuita- es para todos. La ira de los habitantes de
Nazaret cuando Jesús les habla de los que fueron curados en Sidón y Siria (la
viuda de Sarepta, Naamán; Lc 4,25-30), demuestra que habían entendido bien la
«abolición de los privilegios». Tanto, que el episodio del centurión Cornelio
que ya hemos mencionado y el furor de los circuncisos, a los que tanto
trabajo le cuesta a Pedro apaciguar (Hech 10 y 11), están en línea con Lucas
4,25-30: la salvación-liberación ya no es «¡sólo
para nosotros!». PARALELAMENTE SON INCORPORADOS A ELLA TODOS LOS DEMÁS. El Espíritu es el
que, también a nosotros, nos confiere nuestra identidad de hijos y nuestra
misión Con nosotros sucede otro tanto que con Jesús. Nuestra identidad de
hijos y nuestra misión nos las confiere el Espíritu de Jesús, y ambas de
forma inseparable. Así pues, la intimidad de nuestra relación con el Padre y
el sentido de la oración y de la acción de gracias -así como el compromiso
fraterno- son los componentes necesarios de toda experiencia cristiana
autentica. Además, viendo a Jesús
animado por el Espíritu, hay que añadir que pretender hablar del Espíritu sin
contenido, en cierto modo, sin experiencia de vida (al menos inicial) y sin
voluntad de misión constituye una falta de honestidad. Para cerrar esta
segunda parte, diría con gusto que si es en verdad Jesús el que se ha
posesionado de nosotros, él será en nosotros: -fuerza de profecía, es decir,
de contestación, de clamor y de desestabilización de los sistemas
abusivamente establecidos en la injusticia y en la exclusión de los más
débiles;-fuerza de propuesta orientada a establecer, aunque sólo sea en
proporciones modestas y limitadas, un orden social nuevo (el Reino); -fuerza
de testimonio y de entrega de sí; -espíritu de libertad que haga crujir las
fronteras que limitan y rechace toda ideología y todo espíritu de sistema. En resumen, en el
cristiano habrán de encontrarse siempre juntos, en virtud del Espíritu: el
evangelio de Jesús llevado a la práctica, la oración, la acción de gracias y
la misión o el amor que se entrega. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo
gratis» (Mt 10,8). ANDRE FERMET-EL
ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA Sal Terrae. Col. ALCANCE 35 Santander-1985 Págs.
67-87 |
Pedro
Sergio Antonio Donoso Brant |