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   Caminando con Jesus Pedro Sergio
  Antonio Donoso Brant  | 
 
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 ¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO? EXTRAIDO DEL LIBRO  EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA DE ANDRE FERMET Naturalmente que «sabemos»
  quien es el Espíritu Santo: es la tercera persona de  Además, quiérase o
  no, se pregunta uno por qué razón el Espíritu es como menos conocido que el
  Padre y que el Hijo. No cabe duda de que Jesús habló de él, pero mucho menos
  que de su Padre (sobre todo en San Juan, la desproporción es flagrante).  Sucede todo como si
  el Espíritu fuera más misterioso, como si resultara más difícil
  identificarle, «aislarle» por sí mismo y «denominarle». ¿Cómo se ha llegado
  a las precisiones del Credo, de la teología y de los catecismos? Por supuesto, el
  punto de partida obligado es el Nuevo Testamento, que es, también él, fruto
  madurado en Iglesia, de una vida y de una experiencia que, poco a poco, han
  ido cuajando en un lenguaje: digamos, por lo tanto, que si la identidad del
  Espíritu y su divinidad no se encontraran ya en el Nuevo Testamento, por lo
  menos en estado nativo (no elaborado), no tendríamos ninguna posibilidad de
  descubrirlas después. O lo que es igual, la reflexión de los concilios y de
  los teólogos no partió de cero, de una pura experiencia quiero decir. Aunque
  las afirmaciones del Nuevo Testamento son del orden de la vida, de la acción,
  de la exhortación pastoral (Pablo), de la misión y crecimiento de  Este progresivo
  «descubrimiento» de cada una de las personas de  Pues cuando aun no
  se confesaba la divinidad del Padre, era imprudente predicar abiertamente al
  Hijo; y con anterioridad al reconocimiento de la divinidad del Hijo era
  imprudente -¡estoy hablando con demasiada audacia! imponernos, para remate,
  el Espíritu Santo. Era mas conveniente ir avanzando, de claridad en claridad,
  hacia la luz de  «Descubrimiento» del
  Espíritu Santo, decimos. Pero, ¿de qué texto del Nuevo Testamento se parte?
  Considero muy sorprendente la costumbre de San Pablo, en numerosos pasajes de
  sus epístolas, de nombrar juntos -puede decirse que sin ningún precedente- al
  Padre, o simplemente «Dios», o «el Padre de nuestro Señor Jesucristo»; al
  Hijo, o «el Señor», o «el Señor Jesucristo»; y al Espíritu Santo. Costumbre
  de nombrarlos en cualquier orden, pero asociados siempre en la obra de
  nuestra salvación o/en lo que constituye nuestra vocación cristiana. Dos o
  tres ejemplos nada más: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu (...).  Un solo Señor, una
  sola fe (...), un Dios y Padre de todos...» (Ef 4,4-6). «Hay diversidad de
  carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el
  mismo Dios que obra todo en todos» (1 Cor 12,4-6). «La gracia de nuestro
  Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté
  siempre con todos vosotros» (2 Cor 13,13). (Cf. también
  Ga 4,6; 1 Cor 6,11; Rm 1,1-4; Rm 8,11; Ef 2,21-22).
  A la vista está que no son textos teóricos, sino en cierto modo un atestado
  fundado en la experiencia: tal es la vida cristiana vivida bajo el signo
  conjunto del Padre, del Señor Jesús y del Espíritu de nuestro Dios. La
  teología ulterior, los concilios, no harán otra cosa que extraer las
  conclusiones de todo ello y vaciarlas en fórmulas más rigurosas.  Pero siempre tendrá
  interés la vuelta a estas fuentes primitivas y a esa sencillez de las
  experiencias originales, cuando nos parezca que dichas fórmulas están secas
  como flores de herbario. Con todo, es
  necesario mencionar otro texto, sin duda aislado pero de gran fuerza para
  cimentar la afirmación de la divinidad del Espíritu Santo. Se trata de Mt
  28,19: «Id, pues, y haced discípulos a todas las
  gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
  Los términos de esta fórmula, se deban al Señor Resucitado o sean más tardíos
  como estiman algunos exegetas, testifican una fe muy antigua, la de  Pues bien: en la
  mencionada fórmula de San Mateo, se nombra al Espíritu Santo en términos de
  perfecta igualdad con el Padre y el Hijo. No cabe desear una fórmula
  trinitaria ni más clara ni más breve, sobre todo estando unida como está al
  acto esencial que marca la conversión: el bautismo. Para resumir, de
  todo este sólido substrato del Nuevo Testamento arrancarán los primeros
  grandes teólogos, los Padres de  ¿POR QUÉ SE CONOCE TAN MAL AL ESPÍRITU SANTO? ¿A qué se debe, en
  el fondo, que sea tan difícil conocer al Espíritu Santo? Tiene que haber unas
  razones «objetivas» para esta dificultad. Pienso que la razón principal es
  que el Espíritu da la impresión de carecer de «rostro», de no ser una persona
  a la que se ve «enfrente». En efecto, hay frente a frente (uno frente a otro)
  en el caso Padre/Hijo; pero no lo hay en Padre/Espiritu,
  o en Hijo/Espiritu. Nunca ora Jesús dirigiéndose al
  Espíritu como a un «tú»; más bien parece que su oración se produce «bajo la
  moción del Espíritu». Testimonio de esto es el texto ya dictado de Lc 10,21:
  «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te bendigo,
  Padre...». Por lo que a nosotros se refiere, sucederá lo mismo: el Espíritu
  es el que, ante todo, ora en nosotros, es la fuente de nuestra verdadera
  oración; él es lo primero que pedimos al Padre y a Jesús para poder orar, más
  bien que aquel a quien directamente oramos (aunque se puede hacer). Digamos además con
  C. Moeller y luego con Urs
  von Balthasar, que el
  Espíritu es «el Revelante no revelado» Entiéndase por tal no el que habla
  para revelarse a sí mismo, sino el que «hace hablar» (habló por los
  profetas), el que hace escribir y escuchar y dar gracias. Y no por eso su
  papel es menos importante que el del Padre y el del Hijo; y no por eso se
  puede poner entre paréntesis al Espíritu sin que de ello se siga daño: siendo
  menos explícitamente conocido o reconocido, sin embargo la experiencia que de
  él se tiene es previa y fundamental; ya lo decíamos al principio: su acción
  íntima, discreta, nos permite reconocer, nombrar y orar al Padre, y nos da el
  confesar que Jesús es Señor. También puede
  intentarse la aproximación por medio de imágenes o símbolos, para intentar
  mostrar que este «misterio del Espíritu» es como normal. El Espíritu es la
  luz en que vivimos inmersos, alcanzamos nuestro pleno desarrollo y
  descubrimos al Padre, un poco en el sentido del Salmo 36,10: «En tu luz vemos
  la luz». Es la mirada misma con que divisamos al Padre y al Hijo y
  vislumbramos el misterio de Dios. Urs von Balthasar dirá de él: «No
  quiere ser visto, sino ser en nosotros el ojo que ve». Un cántico reciente intenta
  otra imagen: «Espíritu, tu nos recorres como la sangre». En fin, el Espíritu
  es en lo profundo de nosotros el amor que nos certifica que Dios ama, que nos
  ama a nosotros. Este es el verdadero sentido del versículo que nos es tan
  conocido: «EI amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5);
  «el amor que Dios nos tiene y no el amor que nosotros tenemos a Dios»,
  puntualiza la nota de la traducción ecuménica de  Tal es la dificultad
  con que tropezamos cuando tratamos de conocer al Espíritu Santo. Pero esta
  dificultad no debe detenernos, sino más bien estimularnos para avanzar más en
  este conocimiento, con respeto y audacia, hasta llegar a «denominar» al
  Espíritu Santo y trazar el perfil de su identidad propia. El Nuevo Testamento
  nos permite decir: el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo.
  Pero pienso que para denominarle de manera justa y plena, bastaría que le
  llamáramos «el Espíritu del Hijo», «el Espíritu de Jesús» ¿Por qué?
  Sencillamente porque tenemos la encarnación, y porque Jesús es la
  manifestación (la revelación) última y suprema de la gloria, la sabiduría y
  el amor del Padre: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). «El
  Hijo es reflejo de su gloria (del Padre), impronta de su ser» (Hb 1,3).  Cuando la epístola
  de los Efesios habla del misterio, tiene presente «el misterio de Cristo», y
  «el misterio de Cristo ha sido revelado ahora por el Espíritu» (Ef 3,4-6).
  Por esta razón, mostrar cómo el Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús
  constituye la manera correcta de denominarle. Sin el Espíritu, en actividad
  en el secreto de los corazones, no sabríamos en realidad quién es Jesús. Pero
  recíprocamente, sólo por Jesús salió del incógnito el Espíritu si es licito expresarse así; y por medio de las obras realizadas
  por él en Jesús y en sus discípulos pudo manifestar quién era. EL ESPÍRITU DE JESÚS: UN ESPÍRITU «POR ENCIMA DE TODA SOSPECHA» Hagamos un alto
  prolongado en la denominación «el Espíritu de Jesús»: es muy ilustrativo para
  nuestra vida cristiana. Lo mismo que dijo Jesús «Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre», podía decir también: Quien me ve
  actuar a mi, ve actuar al Espíritu Santo; pues todo lo que yo hago lo inspira
  él de acuerdo con la voluntad de Padre. Así, pues, la vida y la forma de
  actuar de Jesús de Nazaret, el Hijo amado, enviado en misión por el Padre,
  enviado a los pobres para anunciarles una buena nueva y para dar a esta buena
  nueva un lugar, un cuerpo social visible (el Reino), esa vida y esa forma de
  actuar, serán la referencia obligada para entender tanto el misterio del
  Espíritu como, por otra parte, el misterio del Padre y finalmente el misterio
  de Dios en nuestras vidas y en la historia. Al Espíritu sólo se
  le puede denominar, con verdad y de forma que esté «por encima de toda
  sospecha», diciendo que es el Espíritu de Jesús de Nazaret. En efecto, creer
  que se es del Espíritu, sin tener por base de la propia forma de actuar la
  forma de actuar de Jesús de Nazaret, es exponerse a todo tipo de ilusiones.
  «Si no queremos agotarnos persiguiendo sueños inconscientes, se impone que
  demos un rodeo pasando por Jesús». Este «rodeo» -dado que lo sea, pues más
  bien es un recurso obligado- afianza fuertemente nuestras raíces y nuestra
  memoria cristiana contra todas las fantasías que pretendan construir un
  modelo idílico. Basta pensar en l as elucubraciones de quienes, tras una era
  de Dios-Padre y luego otra del Hijo, anunciaban la época del Espíritu Santo
  exclusivamente. Fue la teoría de las «tres edades», lanzada por el monje
  calabrés Joachim de Fiore,
  unos años anterior a Francisco de Asís, con todas las falsas esperanzas que
  esta teoría hizo concebir. Yves Congar,
  en el primer volumen de su obra Je crois en l'Esprit Saint, trata
  de demostrar, al hilo de la historia, los nefastos resultados de aquel
  movimiento pseudoespiritual (c. VII, p. 175 s.). El
  paso obligado por Jesús de Nazaret representa, por el contrario, el principio
  de realidad (y no de evasión) que exige que el Espíritu sea «valorado» sobre
  el patrón de las palabras y de la vida de Jesús. «El Espíritu Santo
  -nos hace saber Jesús en San Juan- nos recordará todo lo que yo os he dicho»
  (Jn 14,26). «El Espíritu rememora la objetividad histórica de Jesús. Si nos conforma
  con el Hijo no es según un orden imaginario, sino según la realidad (...).
  Jesús es la roca que sirve de cimiento a toda interpretación»  (Duguoc).
  «No basta con ir pregonando: El Espíritu, el Espíritu, para experimentar el
  Espíritu. El acceso al Espíritu es una aventura espiritual larga, poco
  locuaz, muchas veces inesperada.  Se entra en la vía
  del Espíritu no tomando un camino paralelo al de Jesús, sino entendiendo
  mejor el vinculo entre Jesús y el Espíritu» (Henri Bourgeois).
  Un teólogo protestante ha dado, creo yo, con la fórmula exacta y contundente:
  «El Espíritu Santo es cristológico. No tiene
  intención de hablar sino de uno sólo: de Jesucristo Desde el momento en que
  al Espíritu Santo se le separa de Cristo y de su propio cometido de testigo,
  se esconde y sólo se tiene de él un residuo, si no un falso Espíritu Santo.
  El error en que con más frecuencia se ha incurrido, acerca de él es haber
  olvidado su gravitación cristológica». (A. Maillot). El Espíritu Santo,
  nuestra memoria cristiana, fiel y viviente Esta formulación es una nueva
  manera, más concreta, de subrayar la misma afirmación que acabamos de hacer.
  El Espíritu, que nos recuerda cuanto dijo Jesús, es nuestra memoria fiel.
  Fiel porque no añade nada substancialmente nuevo al mensaje legado por Jesús:
  Jesús es «la palabra definitiva de Dios», una palabra insuperable. Escuchemos
  una vez más a Juan: «El Espíritu dará testimonio de mí» (15,26). «Recibirá de
  lo mío y os lo comunicará a vosotros» (16,14). «No hablará por su cuenta,
  sino que hablará lo que oiga» (16,13). Memoria fiel porque lo dice todo, para
  asegurar sin menoscabo alguno la plena progresión del don de Dios en
  Jesucristo. Tal es el sentido del siguiente versículo tan trinitario: «Todo
  lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho (habla Jesús): Recibirá de lo
  mío y os lo comunicará a vosotros» (16,15). Pero entonces, ¿el
  Espíritu Santo es un simple «repetidor», un mero «eco»? No, porque es una
  memoria viviente. El Espíritu restituye incesantemente a la palabra de Jesús
  toda su novedad y su fuerza contundente. Crea en nosotros un «corazón nuevo»,
  para que la acojamos, la meditemos y la interioricemos. Nos ayuda a descubrir
  sus inagotables riquezas, hasta entonces inadvertidas para nosotros. Este es
  sin duda el sentido del texto-faro: «Mucho podría deciros aún, pero ahora no
  podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta
  la verdad completa» (/Jn/16/12-13).  Pues bien, ¿cuáles son esas cosas que los
  discípulos no pueden soportar aún, algo así como los ojos no pueden aguantar
  una luz demasiado viva? ¿Cuál es esa «verdad completa» que todavía están por descubrir? Sin duda, llegar a comprender la
  muerte y resurrección de Jesús (¡buen paso el que hay que dar!): el porqué de
  esa vida y esa muerte, así como su significado dentro del plan de Dios: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso...?» (Lc
  24,27); la verdad definitiva acerca del misterio de su persona tan sólo
  vislumbrado bajo la forma de una pregunta («¿Quién
  es este hombre?»), pero puesto a plena claridad después de Pentecostés. Una memoria viviente
  quiere decir, en el sentido amplio del término, la memoria de «el que vive»
  (Ap 1,18). Por lo demás, en esta misma línea se debe entender el «Haced esto
  en memoria mía». Sólo el Espíritu puede hacer que el memorial no sea un rito
  vacío, un puro recuerdo; de ahí la revalorización de las «epiclesis» o
  invocaciones al Espíritu, en las nuevas plegarias eucarísticas.  Más adelante
  volveremos a hablar de este tema: «la letra de los ritos sacramentales y el
  Espíritu». Pero, ¿cómo no citar, ya desde ahora, este admirable texto de
  Mons. Hazim? «Sin el Espíritu
  Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el pasado, el Evangelio es letra
  muerta,  Memoria viviente
  significa la conciliación entre un sólido arraigo y un impulso colmado de
  esperanza: esperanza con un lastre de realismo, de lo contrario es mero
  prurito de cambio, huida hacia el futuro al que se adorna ilusoriamente con
  todos los méritos, mientras se devalúa y niega el pasado (y aquí se trata de
  nuestro pasado cristiano). Pero «buscar al Espíritu Santo en la dirección de
  nuestras raíces», no implica de ningún modo una actitud «retro» que se
  complace en los recuerdos. Conclusión (parcial
  y provisional): dentro del régimen cristiano, nunca se puede afirmar, de
  manera directa y exclusiva, que se es del Espíritu, si no se pasa por Jesús
  de Nazaret, imagen histórica del Dios invisible, mediante su vida terrena,
  correctamente y honradamente leída, con la densidad de su humanidad y con sus
  misteriosas profundidades: esta es la norma definitiva a la que el Espíritu
  nos remitirá siempre. El Espíritu del Resucitado, que da la capacidad de
  llamar a Jesús Señor y Cristo, nunca hace «olvidar» su vida terrena: «Al
  glorificarle Dios (el Padre), no entregó al olvido, como si dijéramos, su
  vida terrena para eternizar otra cosa distinta de ella, sino que aceptó (en
  el sentido de salir fiador) esa vida y ese origen». A esto puede
  añadirse también que de tal modo es el Espíritu el «Espíritu de Jesús», que a
  partir de  (Congar,
  op cit., II, p. 268). En
  este Cuerpo es donde se realiza nuestra adopción filial (Ef 1). El ser y la misión
  de Jesús, conocidos gracias al Espíritu Llamar al Espíritu Santo «Espíritu de
  Jesús» es afirmar también, de modo más preciso, que por él «descubre» Jesús
  su ser y su propia misión. Sí, se trata verdaderamente de un descubrimiento
  que hace el mismo Jesús, cosa que puede extrañar. Por eso me permito colocar
  aquí, ya de entrada y como justificación de esta postura, la extensa cita de Congar que ofrezco a continuación. (El autor está
  comentando la escena del Bautismo y el «Tú eres mi Hijo amado», de
  /Mc/01/11).  «El mismo Jesús
  adquiere entonces conciencia plena de que él es 'Aquel a quien el Padre ha santificado
  y enviado al mundo' (Jn 10,36). Abordamos aquí un punto delicado, y difícil
  de poner en claro y de expresar: el del crecimiento, en la conciencia humana
  de Jesús, de la conciencia que tuvo de su condición y su misión. El
  acontecimiento de su bautismo, su encuentro con Juan Bautista, la venida del
  Espíritu sobre él y  Expliquemos este
  texto preliminar, colocado aquí en atención a la claridad, y al que me adhiero
  plenamente: a) El ser de Jesús. Jesús alcanza, en lo humano, clara conciencia
  de su ser de Hijo por excelencia, por medio del Espíritu Santo. Y esto se
  señala claramente en los evangelios cuando describen esos momentos
  privilegiados, esa especie de claros y rompientes de luz en su vida terrena,
  como son el Bautismo y  Por el Espíritu
  comprende humanamente Jesús su propia misión b) Desde el Bautismo, el «Tú
  eres mi Hijo amado» va seguido de «En ti me complazco» (Mc 1,11). Y se trata
  indudablemente «no de una arbitraria veleidad, sino de una elección con miras
  a una misión», advierte la traducción ecuménica de  Decir esto es,
  evidentemente, señalar a Jesús como el profeta semejante a Moisés, al que
  todo el mundo debe escuchar (cf. Hech 3,22). Está claro que no se nombra
  expresamente al Espíritu Santo, pero la afinidad con la escena del Bautismo
  es tan evidente, que se le puede descubrir en acción al ver al Padre hacerse
  fiador del «profeta» Jesús. Por otra parte, para
  convencerse de esto basta con volver a los acontecimientos que siguieron al
  Bautismo. Cuando, en las tentaciones en el desierto, se trata de someter a Jesús
  en su rechazo de una misión falseada con aspectos espectaculares, pero
  absolutamente inútiles en orden a la verdadera salvación de los hombres, los
  tres Sinópticos nombran al Espíritu Santo. Y entonces Lucas enlaza enseguida
  con lo que puede denominarse la consagración mesiánica y profética de Jesús.
  Lucas 4,14-18 está plagado de la presencia del Espíritu. Consagración
  misionera que San Pedro recalca de manera inequívoca en casa de Cornelio:
  «Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después
  que Jesús predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el
  Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos
  los oprimidos por el Diablo» (Hech 10,37-38) La misma consagración consta en
  Mateo, pero desplazada en cuanto al tiempo (Mt 12,15-21 y no al comienzo de
  la misión), menos solemne y más neutra que en Lc 4, con una referencia a otro
  texto de Isaias, 42,1-4: «He aquí mi siervo a quien
  sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu
  sobre él...», texto que hace hincapié en los recursos modestos («no apagará
  la mecha humeante»), y en la universalidad de la misión («en su nombre
  pondrán las naciones su esperanza»). Volvamos al capítulo
  4 de Lucas, para precisar quiénes son los beneficiarios de esta misión a la
  que Jesús es conducido por el Espíritu: los beneficiarios son los pobres. Y
  no para ser objeto de una salvación abstracta, sino para su liberación (Lucas
  4,18 está bastante claro). Lo cual significa que, si no se tiene derecho a
  reducir esa salvación a una mera liberación social o política (para hablar en
  lenguaje actual), tampoco hay derecho alguno a atenuar el vigor realista de
  esa salvación. Por otra parte, dicha salvación-liberación empieza con unas
  acciones realizadas con carácter de continuidad: expulsa un demonio impuro
  (Lc 4,31 s.); a continuación del episodio que acabamos de mencionar, Mateo
  muestra paralelamente unos «demonios expulsados por el Espíritu de Dios» (Mt
  12,28): así, pues, los liberados y reintegrados son posesos, enfermos, gente
  rechazada. Finalmente,
  reparemos en que esa «buena nueva anunciada a los pobres» no está reservada
  exclusivamente a Israel, pues ese «año de gracia del Señor» (Lc 4,19) y esa
  salvación graciosa -gratuita- es para todos. La ira de los habitantes de
  Nazaret cuando Jesús les habla de los que fueron curados en Sidón y Siria (la
  viuda de Sarepta, Naamán; Lc 4,25-30), demuestra que habían entendido bien la
  «abolición de los privilegios». Tanto, que el episodio del centurión Cornelio
  que ya hemos mencionado y el furor de los circuncisos, a los que tanto
  trabajo le cuesta a Pedro apaciguar (Hech 10 y 11), están en línea con Lucas
  4,25-30: la salvación-liberación ya no es «¡sólo
  para nosotros!».  PARALELAMENTE SON INCORPORADOS A ELLA TODOS LOS DEMÁS. El Espíritu es el
  que, también a nosotros, nos confiere nuestra identidad de hijos y nuestra
  misión Con nosotros sucede otro tanto que con Jesús. Nuestra identidad de
  hijos y nuestra misión nos las confiere el Espíritu de Jesús, y ambas de
  forma inseparable. Así pues, la intimidad de nuestra relación con el Padre y
  el sentido de la oración y de la acción de gracias -así como el compromiso
  fraterno- son los componentes necesarios de toda experiencia cristiana
  autentica.  Además, viendo a Jesús
  animado por el Espíritu, hay que añadir que pretender hablar del Espíritu sin
  contenido, en cierto modo, sin experiencia de vida (al menos inicial) y sin
  voluntad de misión constituye una falta de honestidad. Para cerrar esta
  segunda parte, diría con gusto que si es en verdad Jesús el que se ha
  posesionado de nosotros, él será en nosotros: -fuerza de profecía, es decir,
  de contestación, de clamor y de desestabilización de los sistemas
  abusivamente establecidos en la injusticia y en la exclusión de los más
  débiles;-fuerza de propuesta orientada a establecer, aunque sólo sea en
  proporciones modestas y limitadas, un orden social nuevo (el Reino); -fuerza
  de testimonio y de entrega de sí; -espíritu de libertad que haga crujir las
  fronteras que limitan y rechace toda ideología y todo espíritu de sistema. En resumen, en el
  cristiano habrán de encontrarse siempre juntos, en virtud del Espíritu: el
  evangelio de Jesús llevado a la práctica, la oración, la acción de gracias y
  la misión o el amor que se entrega. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo
  gratis» (Mt 10,8).  ANDRE FERMET-EL
  ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA Sal Terrae. Col. ALCANCE 35 Santander-1985 Págs.
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   Pedro
  Sergio Antonio Donoso Brant  |