25 años de vida religiosa

Septiembre 2010

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

Esta semana se cumplen 25 años desde que comencé el Santo noviciado, con la ceremonia de vestición del hábito de la Virgen del Carmen. Fue en Úbeda, en la capilla levantada sobre la celda donde murió San Juan de la Cruz y en el espacio donde recibió su primer enterramiento. Yo tenía 18 años y había realizado el postulantado durante el curso anterior, en Valencia. Los aspirantes nos preparamos con unos días de ejercicios espirituales y ardíamos en deseos de entregarnos a Cristo sin reservas. El maestro de novicios era el P. José Fernández Marín, al que nunca podré agradecer suficientemente sus desvelos, su cercanía y su afecto. Cuando uno se encuentra con un maestro de novicios orante, fraterno, servicial, acogedor, sencillo y entregado, cree que eso es lo normal, porque no conoce otros para comparar, y no tiene la capacidad de comprender su valor extraordinario. Se necesita el paso del tiempo para poder apreciar su justo valor. Yo no puedo dejar de dar gracias a Dios por mi maestro de novicios, que tanto me ayudó a echar sólidos cimientos en el edificio de mi vida consagrada.

En el noviciado, teníamos encuentros de formación todas las mañanas, aunque lo verdaderamente importante era la práctica de la oración y la vida fraterna. Aprendíamos cantos para la liturgia, trabajábamos la huerta, limpiábamos la casa y enseñábamos el museo conventual a los turistas. El maestro nos recordaba que ya tendríamos tiempo de estudiar y de hacer apostolado. Ahora, lo importante era aprender a convivir con otros hermanos y construir una sólida relación de amistad con Cristo. Su ejemplo era un estímulo para nosotros. Y su trabajo no fue infecundo en mí, aunque tanto dejo aún que desear.

Durante el postulantado, leí las obras de Santa Teresa de Jesús y, durante el noviciado, las de San Juan de la Cruz. Más tarde he tenido la oportunidad de profundizar en sus escritos, así como en los de los otros grandes maestros del Carmelo: Santa Teresita, la Beata Isabel de la Trinidad, el Beato Francisco Palau, etc. Ellos me han enseñado a crecer en la intimidad divina y en el amor a la Iglesia. Ahora puedo comprender el significado espiritual de las palabras del profeta Jeremías: “Os traje a la tierra del Carmelo (la versión griega traduce “al Carmelo”, sin más) para que comieseis sus mejores frutos” (Jr 2,7). La doctrina de los Santos carmelitas son los frutos con los que el Señor me alimenta. El Carmelo no es sólo una Orden religiosa. Es mucho más: una gran familia y una espiritualidad, una manera de vivir nuestra relación con Dios y de estar en la Iglesia. En el Carmelo hay sitio para todos. No sólo para los Carmelitas. De una manera o de otra, toda la Iglesia se enriquece de su vida y de la doctrina de sus Santos. Como decía Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), los y las carmelitas están día y noche en la presencia del Señor “por todos”. De sus capillas brotan torrentes de gracias, sin que sus moradores sepan hacia dónde se dirigen y sin que quienes las reciben sepan de dónde provienen. De esta manera, se cumple la intuición de Santa Teresita de Lisieux: “En el corazón de la Iglesia, nuestra madre, debemos ser el amor”.

Ya he comentado otras veces que nuestra Orden surgió en el Monte Carmelo, en Tierra Santa. En hebreo, “Carmelo” significa “jardín de Dios, viña de Dios” y es símbolo de belleza y de estabilidad. Además, es el arquetipo de toda la historia de la salvación: recuerdo del jardín que Dios plantó para el hombre, al principio de los tiempos, y anticipo de la Jerusalén futura, que se manifestará en los días últimos. Mientras Adán vivió en comunión con Dios, pudo habitar en el jardín. A causa de su pecado, fue expulsado del jardín y sus frutos le fueron vedados. Los profetas dicen que, si el hombre obedece a Dios, el Carmelo (imagen del Paraíso) se llena de flores y frutos. Por el contrario, si el hombre se aleja de Dios, el Carmelo se seca y se vuelve estéril. Por eso, la Biblia anuncia en varias ocasiones la devastación del Carmelo, como consecuencia de los pecados de Israel: «Oíd cómo lloran amargamente […] La tierra está de luto, el Carmelo está pelado» (Is 33,9); «Por las maldades de su corazón […] el Carmelo se ha convertido en un desierto» (Jr 4,26); «Han destrozado mi viña y han pisoteado mi jardín, han convertido mi campo en un desierto» (Jr 12,10); «Ruge el Señor desde Sión; los campos de pastoreo están desolados y reseca la cumbre del Carmelo» (Am 1,2); «El Señor se venga de sus enemigos […] El Carmelo languidece» (Nah 1,4). La devastación del Carmelo es la mejor imagen para explicar las consecuencias del pecado.

Por el contrario, cuando el hombre se arrepiente de sus faltas, Dios envía la lluvia fecunda sobre el Carmelo, que vuelve a ser lugar de bendición para el creyente, como en los tiempos del profeta Elías (cf. 1Re 18,41ss). Los profetas anuncian el reverdecer del Carmelo y la transformación del desierto en un gran “Carmelo” (vergel, jardín de Dios), como imagen del perdón de Dios: «El Líbano se convertirá en Carmelo y el Carmelo será un bosque, los sordos oirán, los ciegos verán, los humildes se alegrarán con Yahvé y los pobres serán felices» (Is 29,17). Este Carmelo transfigurado por el poder de Dios, donde reinará la paz y la justicia, será el gran regalo de Dios en los tiempos mesiánicos: «El desierto se convertirá en un Carmelo y el Carmelo será un bosque. El derecho habitará en la soledad y la justicia en el Carmelo […] Mi pueblo descansará en la hermosura de la paz y de la confianza» (Is 32,15-18). Igual que la historia del Éxodo consistió en que Dios condujo a su pueblo desde la esclavitud de Egipto a la libertad en las tierras del Carmelo (Jr 2,7), el Exilio en Babilonia concluirá con el regreso de los desterrados a las tierras del Carmelo: «Haré volver a Israel a su pradera y pacerá hasta saciarse en el Carmelo» (Jr 50,19). Por último, en los días del Mesías, Jerusalén será renovada y embellecida con la gloria del Carmelo: «Se alegrará el desierto y la tierra árida, la estepa se regocijará y florecerá como un narciso, dará gritos de alegría, porque le darán la gloria del Líbano y la hermosura del Carmelo; y verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios» (Is 35,1ss).

Así, en el Carmelo se reúnen las tradiciones bíblicas sobre la Creación, el Éxodo, el Exilio, las promesas de los profetas… hasta la llegada del Mesías. A ejemplo de Elías y Eliseo, en sus grutas se reunían “los hijos de los profetas” para orar los Salmos, en la espera de la manifestación del Mesías (como los esenios de Qumram). La tradición cristiana conserva la memoria del paso de la Sagrada Familia por el Carmelo, en su viaje de regreso desde Egipto a Nazaret. En ese lugar se retiraron ermitaños cristianos desde el s. IV d.C. para vivir en obsequio de Jesucristo, imitando a la Virgen María, meditando de día y de noche en la Palabra de Dios. Allí nacimos los Carmelitas y en su cima conservamos nuestra casa madre: el santuario Stella Maris de la Virgen del Carmen y del profeta Elías.

En estos 25 años, he podido visitar el Monte Carmelo en distintas ocasiones y he guiado varias peregrinaciones (la última, este verano), alojándonos en el santuario de la Virgen del Carmen. Pero, lo que es más importante, he experimentado la vida interna del Carmelo: la intimidad con Dios y la comunión con los numerosos miembros de la familia carmelitana: frailes, monjas, religiosas de vida activa, consagrados en institutos seculares y laicos que se alimentan de su espiritualidad. También he sido testigo de la pobreza de la Orden y he hecho experiencia del desconcierto que, a veces, nos envuelve. He gozado por el Carmelo florecido en sus Santos y en tantos miembros generosos de esta gran familia. Y he sufrido por el Carmelo afeado y devastado por el pecado de algunos de sus componentes. Además, he comprendido que la vitalidad o el desfallecimiento del Carmelo influyen en la salud o decaimiento de toda la Iglesia. Pero, sobre todo, he experimentado que la belleza del Carmelo también depende de mi entrega y su fealdad también es fruto de mi falta de generosidad. A los 25 años del inicio de mi noviciado, renuevo mi deseo de servir a Cristo con corazón sincero en esta familia religiosa y le pido la gracia de amarle cada día más y mejor.

Santa Teresa de Jesús me dejó un programa de vida, que quiero tener siempre presente: «Algunas veces oigo decir sobre los principios de las Órdenes religiosas que, como eran los cimientos, hacía el Señor mayores mercedes a aquellos Santos nuestros pasados. Y es así, mas todos deberían recordar siempre que son cimiento de los que están por venir [...] Porque está claro que los que vienen no se acuerdan tanto de los que vivieron hace muchos años, como de los que ven ahora presentes. Malo sería que yo me excuse con que no viví en esos tiempos y no mire la diferencia que hay de mi vida y virtudes a la de aquellos a quienes Dios hacía tan grandes mercedes [...] Me pesa, Dios mío, ser tan ruin y servirte tan mal. Y sé que no me haces las mismas gracias que a los Santos pasados sólo por mi culpa. Señor, me da pena de mi vida cuando la comparo con la de ellos, y no lo puedo decir sin lágrimas. Veo que yo he perdido lo que ellos trabajaron, y que en ninguna manera me puedo quejar de ti, ni nadie debería hacerlo, sino que, quien viere que va cayendo en algo su Orden, procure ser piedra tal, con que se vuelva a levantar el edificio, que el Señor ayudará para ello» (Fundaciones 4,6-7).

Pido al Señor que llene de su paz y de su amor a todas las personas que Él ha puesto en mi camino a lo largo de estos años, a todos los que en este tiempo habéis entrado a formar parte de mi vida. Y os pido que me ayudéis a darle gracias por los 25 años transcurridos desde el inicio de mi noviciado. A Cristo, que se fió de mí y me llamó a su servicio, por pura gracia suya, sin méritos de mi parte, sean dadas la gloria y la alabanza por los siglos. Amén.

 

En este link se puede ver y oír al Padre Eduardo Sanz de Miguel en el Desierto de las Palma

http://www.carlosaltafulla.com/DEMOS/PiedrasVivas/

 

 

 

Caminando con Jesús

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds

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