LA FE DE LOS CRISTIANOS

Comentario al Credo Apostólico

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


TEMARIO

1.Introducción. 1

2.El Credo «Apostólico». 2

3.El Credo «niceno-constantinopolitano». 3

4.Creo en Dios. 4

4.1Preguntas para la reflexión. 5

5.Creo en Dios Padre. 5

6.Creo en Dios Padre Todopoderoso. 6

7.Creador del cielo y de la tierra. 6

7.1Preguntas para la reflexión. 7

8.Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor 7

9.Fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. 8

10. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos. 9

11.Al tercer día resucitó de entre los muertos. 10

12. Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. 10

12.1 Preguntas para la reflexión. 11

13.Creo en el Espíritu Santo. 12

13.1Preguntas para la reflexión. 12

14.Creo en la Santa Iglesia Católica. 14

14.1Preguntas para la reflexión. 14

15.La comunión de los Santos. 14

16.El perdón de los pecados. 15

16.1Preguntas para la reflexión. 15

17.La resurrección de los muertos y la vida eterna. 15

17.1 Preguntas para la reflexión. 16

18.Amén. 16

 


 

1.    Introducción

El Papa Benedicto XVI ha convocado un «Año de la fe», que se celebrará del 11 de octubre de 2012 al 24 de noviembre de 2013, coincidiendo con el 50 aniversario del inicio del concilio Vaticano II y el 20 aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. En la carta apostólica que ha escrito con este motivo invita a todos los cristianos a profundizar en los contenidos de su fe, tal como están contenidos en el Credo. Confío en que este material pueda ser de ayuda para ese fin. Antes de estudiar cada una de las afirmaciones del Credo, podemos leer las principales afirmaciones del Papa en la carta Porta Fidei:

«La puerta de la fe», que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Este empieza con el bautismo, con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en Él. Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor: el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.

Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año. No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia.

2.    El Credo «Apostólico»

El «Credo de los Apóstoles» surgió en la Iglesia primitiva unido al rito del bautismo. A quien quería ser bautizado, se le hacían estas tres preguntas: «¿Crees en Dios Padre?», «¿Crees en Nuestro Señor Jesucristo?», «¿Crees en el Espíritu Santo?». El catecúmeno (así se llamaba el que se preparaba para recibir el bautismo) respondía por tres veces: «Sí, creo». Entonces era sumergido en el agua y recibía el bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).

Pronto, esas tres preguntas se completaron, formando un resumen de la fe cristiana, y quedaron así: «¿Crees en Dios, que es Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?», «¿Crees en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos?», «¿Crees en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna?».

Una vez recibido el bautismo, cuando los cristianos querían proclamar su fe solo tenían que recordar lo que habían confesado en su bautismo. Allí, en pocas palabras, están resumidos los principales contenidos de nuestra fe. Con el pasar del tiempo surgió la tradición de que las doce frases que componen el Credo habían sido compuestas por los Doce Apóstoles y, al ponerlas juntas, quedaron así:

1. Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

2. Creo en Jesucristo, el Hijo único de Dios.

3. Creo que Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y que nació de la Virgen María.

4. Creo que Jesús fue crucificado, muerto y sepultado y que descendió a los infiernos.

5. Creo que Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día.

6. Creo que Jesús subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre.

7. Creo que Jesús volverá para juzgar a los vivos y a los muertos.

8. Creo en el Espíritu Santo.

9. Creo en la Iglesia Católica y en la comunión de los santos.

10. Creo en el perdón de los pecados.

11. Creo en la resurrección de los muertos.

12. Creo en la vida eterna.

La formulación final del «Credo de los Apóstoles» es esta:

Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

«El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho» (Catecismo de la Iglesia Católica, 194).

3.    El Credo «niceno-constantinopolitano»

El Credo «largo», que normalmente se proclama en la celebración de la misa, se llama «Credo niceno-constantinopolitano», porque fue formulado durante los concilios ecuménicos de Nicea (año 325) y de Constantinopla (año 381) como respuesta de los creyentes a las primeras herejías, que falsificaban la fe cristiana.

Algunos no aceptaban la fe de la Iglesia en un Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Querían explicar el misterio de Dios con sus propias ideas. Entonces se reunieron los obispos de la Iglesia (esas reuniones generales se llamaron «concilios») y reafirmaron la fe que nos viene desde los Apóstoles, resumiéndola en el Credo. El Credo «niceno-constantinopolitano» es muy importante porque fue escrito cuando todos los cristianos estaban unidos, por lo que es la confesión de fe que compartimos los Católicos con los Ortodoxos y los Protestantes.

La formulación definitiva dice así:

Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.

Creo en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

«El Símbolo de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 195).

4.    Creo en Dios

En primer lugar, la fe cristiana no consiste en saber de memoria unas verdades, sino en relacionarse personalmente con Dios. Los cristianos no creemos «en algo» sino «en Alguien». Dios no es una idea, sino una persona que viene a nuestro encuentro y que quiere establecer una relación de amistad con los hombres. De ahí la importancia de la oración, que es la manifestación más profunda de la fe, así como su alimento. Creer en Dios significa confiar en Él, escuchar su Palabra, aceptar sus enseñanzas, intentar vivir como Él nos pide.

El Papa Benedicto XVI, al inicio de su encíclica sobre el amor, afirma con rotundidad: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con una Persona» (Deus Charitas est, 1). Por lo tanto, la fe surge del encuentro personal con Dios, de la experiencia de su amor y de su perdón.

¿Qué podemos saber sobre Dios? Las religiones dicen cosas distintas sobre Él. Al fin y al cabo son palabras de los hombres, siempre imperfectas. Pero Dios, ¿ha hablado a los hombres? En ese caso no estaríamos hablando de las enseñanzas de los hombres sobre Dios sino de las enseñanzas de Dios para los hombres.

La Carta a los hebreos dice: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas» (Heb 1,1). Las manifestaciones de Dios y sus enseñanzas a lo largo de la historia de Israel se recogen en el Antiguo Testamento. El texto anterior continúa diciendo: «En esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,2). La manifestación de Dios en Jesucristo y sus enseñanzas se recogen en el Nuevo Testamento. La unión de estas dos partes de la revelación de Dios (el Antiguo y el Nuevo Testamento) forma la Biblia o Sagrada Escritura, que es la Palabra de Dios dicha a los hombres con palabras humanas.

La Biblia dice que Dios ha tenido una paciencia infinita con los hombres, porque nos ama como un padre a sus hijos. Ya antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, poco a poco, se fue revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva. Finalmente, en Cristo se nos ha dado del todo. Los cristianos creemos que «cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Gal 4,4). En su infinita misericordia, Dios nos ha hablado; y no por medio de mensajeros, sino por su Hijo, que se ha hecho uno de nosotros y ha usado nuestro lenguaje para que podamos entenderle. Ha entrado en nuestra historia y se ha dirigido a nosotros para explicarnos quién es Él, qué espera de los hombres y quiénes somos nosotros mismos. El cristianismo surge porque Dios ha hablado a los hombres. La fe es la respuesta de los hombres a Dios que se revela.

Si en Cristo es Dios mismo el que nos habla, no podemos quedarnos indiferentes ante su Palabra, porque Él espera una respuesta de nosotros. Ante nosotros se presentan la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la felicidad y la insatisfacción. Es necesario hacer opciones: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1Jn 5,12). Así de sencillo y de contundente: Jesús no es un personaje como los demás, una opción entre otras, sino la presencia de Dios-con-nosotros. Si lo acogemos, tenemos la Vida eterna y la Verdad de Dios, si lo rechazamos nos quedamos con nuestra pequeña vida mortal y con nuestras verdades a medias.

«La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura» (Catecismo de la Iglesia Católica, 150).

4.1Preguntas para la reflexión

El profeta Isaías dice «Te llamo por tu nombre» (Is 43,1). Que conoce «mi nombre» significa que conoce mi identidad, mis características personales, mi historia. ¿Soy consciente de que Dios me ha creado por amor y me ama con un amor personal?

La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela. San Pablo dice: «Sé de quién me he fiado» (2Tim 1,12). Dios está cerca de mí y se interesa por todas mis cosas ¿Confío plenamente en Dios? ¿Vivo la fe como una relación amorosa con Dios?

Desde el día de mi bautismo, Dios habita en mi corazón, ¿me relaciono con Él en la oración?

El ambiente social contemporáneo no nos ayuda a vivir la fe. ¿Me formo para conocer mejor los contenidos de mi fe? ¿Doy testimonio de mi fe cristiana en mi familia, ambiente de estudio o trabajo, etc.?

5.    Creo en Dios Padre

Jesús nos ha revelado que Dios es un Padre amoroso, siempre dispuesto a acogernos y a perdonarnos cuando nos volvemos a Él. En su oración siempre se dirige a Dios llamándole «Padre» (en los evangelios le da ese título 130 veces). Se relaciona con Dios como un niño con su padre, lleno de confianza (porque sabe que su Padre quiere siempre lo mejor para nosotros), al mismo tiempo que siempre dispuesto a obedecerle (porque sabe que su Padre conoce bien qué es lo mejor para nosotros).

Jesús llamaba a Dios «Abba», que en arameo significa «papá» o «papaíto» y era la expresión con la que los niños pequeños llamaban a su padre de la tierra. Para Jesús, «Abba» no un título cualquiera, sino una experiencia de vida. Indica que Dios es su Padre y que Él es el Hijo de Dios. Jesús se comprende a sí mismo en total dependencia de Dios y como total apertura a Dios, por eso dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4,34). Todos los enviados de Dios anunciaban el mensaje que habían recibido, daban testimonio de lo que habían «oído», pero el testimonio del Hijo es el más perfecto, porque Él anuncia lo que ha «visto» desde el principio: «A Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer. […] La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 1,18; 14,24).

Las cosas importantes que los cristianos sabemos sobre Dios, las conocemos porque nos las ha revelado Jesucristo. Él es el Hijo único y eterno de Dios que, al llegar la plenitud de los tiempos, se hizo carne en el vientre de la Virgen María. Y una de las cosas más hermosas que Él nos ha revelado es que Dios es nuestro Padre y que nos ama apasionadamente, que quiere nuestra salvación y que siempre está dispuesto a perdonarnos cuando se lo pedimos humildemente.

«Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad que indica más expresivamente la intimidad entre Dios y su criatura» (Catecismo de la Iglesia Católica, 239).

6.    Creo en Dios Padre Todopoderoso

Cuando afirmamos que Dios es «Todopoderoso» queremos decir que «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Él ha creado todo lo que existe de la nada y mantiene todo en su existencia. Pero a veces los hombres no comprendemos el actuar de Dios, por eso la Biblia dice: «Mis planes no son vuestros planes, mis caminos no son vuestros caminos» (Is 55,8).

Dios dirige el mundo y mi vida de un modo misterioso hacia su plenitud, por caminos que solo Él conoce. Es lo que llamamos la «Divina Providencia». Él influye tanto en grandes acontecimientos (la salida de Israel de Egipto y la entrada en la tierra prometida) como en cosas muy sencillas (pone un buen sentimiento en mi corazón o me manifiesta su ternura), sin que por ello quede recortada nuestra libertad. De hecho, el hombre puede rechazar (y muchas veces rechaza) la voluntad de Dios.

Pero, si Dios lo puede todo, ¿por qué no impide el mal? Por un lado, debemos recordar que Dios creó un mundo bueno, pero que aún está evolucionando hacia su plenitud; por lo que el «mal físico» (esto es, las catástrofes naturales o las minusvalías) forma parte de las limitaciones de un mundo que no comprendemos ni dominamos totalmente. Hay también otros «males morales» (guerras, violencias, asesinatos) que provienen del mal uso que los hombres hacemos de la libertad, que es un gran don que Dios nos ha dado y respeta. Jesucristo no nos ha explicado el misterio del mal, pero nos ha dicho que el mal no tendrá la última palabra en nuestra historia. De hecho, Dios transformó la muerte de Cristo (con la que los hombres le querían hacer un mal) en el bien más grande de la historia. Así también sacará bienes de los otros males en el momento oportuno, de la manera que solo Él sabe.

«Creemos que esa omnipotencia es universal, porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe puede descubrirla cuando "se manifiesta en la debilidad"» (Catecismo de la Iglesia Católica, 268).

7.    Creador del cielo y de la tierra

El mundo no es producto de la casualidad, sino que corresponde a un proyecto eterno de Dios que ha comenzado a realizarse en el momento oportuno, que se está realizando en cada momento y que llegará a plenitud al final de los tiempos. Las mismas leyes de la naturaleza y las ordenaciones naturales son fruto de la obra creadora de Dios.

El libro del Génesis presenta poéticamente la obra de Dios, que hizo todo en seis días y el séptimo descansó. Así indica que todas las cosas son buenas y corresponden a un proyecto amoroso que se va realizando en el tiempo y que llegará a plenitud cuando todo entre en su descanso, cuando lleguemos a la perfecta comunión de amor con Dios, para la que hemos sido creados. El ser humano también está llamado a trabajar durante su vida mortal, transformando la creación para ganarse el alimento. El descanso semanal le ayuda a recordar que Dios es el único creador y los hombres son solo colaboradores. Por eso el hombre interrumpe su trabajo, para dar gracias a Dios por el don de la vida y por todas las cosas hermosas que ha creado.

«Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría. Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 295).

7.1Preguntas para la reflexión

Dios es mi Padre amoroso. ¿He interiorizado lo que significa que soy hijo de Dios? ¿Me siento mirado por Él? ¿Me relaciono con Él en la oración?

Si Dios es nuestro Padre, los hombres son mis hermanos. ¿Respeto a todos los hombres, sin discriminar a nadie? ¿Cómo trato a los demás: familia, amigos, compañeros de estudios o de trabajo, desconocidos?

La creación es hermosa porque refleja la belleza de Dios. ¿Contemplo la obra de Dios y le doy gracias por la naturaleza? ¿Respeto la obra que Dios ha creado?

Oración del beato Carlos de Foucould:

Padre, me pongo en tus manos,

haz de mí lo que quieras,

sea lo que sea, te doy las gracias.

Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo,

con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas.

No deseo nada más.

Te confío ni alma,

te la doy con todo el amor del que soy capaz.

Porque te amo y necesito darme sin medida,

ponerme en tus manos

porque eres mi Padre.

8.    Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor

Jesucristo es «el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), que fue enviado por el Padre al mundo para que «todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). De hecho, su nombre significa en hebreo «Dios salva» o «Salvador». Por eso dice san Pedro: «Bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que puedan salvarse» (Hch 4,12). Él es «verdadero Dios y verdadero hombre» y podemos conocerle a partir de lo que cuentan sobre Él los «evangelios» (palabra griega que significa «buena noticia»). Pero Jesús no es un personaje del pasado, del que solo podemos saber a partir de lo que recogen los libros. Él sigue vivo y podemos conocerle especialmente cuando nos relacionamos con Él en la oración y cuando vivimos como Él nos enseñó.

Cuando hablamos de «Jesucristo» tenemos que recordar que este nombre es el fruto de resumir la confesión de fe cristiana, que dice: «Jesús es el Cristo». La palabra griega «Cristo» es la traducción de la palabra hebrea «Mesías», que en español significa «Ungido» o «Consagrado». Los profetas del Antiguo Testamento anunciaron que Dios enviaría a su «Mesías» para salvar a los hombres y establecer con ellos una alianza definitiva y eterna. Jesús ha sido «enviado» por Dios con una misión específica: «Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

Cuando llamamos «Señor» a Jesús estamos confesando que Él es Dios. En el Antiguo Testamento, cada vez que aparece el nombre de Dios (Yavé), los judíos no lo pronuncian por respeto, sino que dicen «Señor» (Adonai). Santo Tomás exclamó ante Jesús resucitado: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28) y Jesús dijo: «Vosotros me llamáis “Maestro” y “Señor” y decís bien, porque lo soy» (Jn 13,13). Si lo confesamos como nuestro «Señor» significa que nos fiamos de Él y tenemos que obedecerle, viviendo como Él nos enseñó.

«Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús porque Él es de "condición divina" y porque el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria» (Catecismo de la Iglesia Católica, 449).

9.    Fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María

«Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Gal 4,4). El Hijo eterno de Dios se hizo hombre verdadero al encarnarse en el seno de la Virgen María: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Jesús no es el fruto de la evolución de los hombres, sino un regalo de Dios; no es un superhombre que ha alcanzado la iluminación y nos habla de Dios. Jesús es el eterno Hijo de Dios que se ha hecho verdaderamente hombre, es verdaderamente «Dios-con-nosotros» (Mt 1,23).

Cuando el ángel Gabriel preguntó a María si aceptaba ser la madre del Mesías, ella le contestó: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). Esa expresión significa: «¿Cómo será eso, pues no he tenido relaciones con ningún varón?». El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35). «Aunque la Iglesia, desde sus orígenes, ha sufrido burlas a causa de su fe en la virginidad de María, siempre ha creído que se trata de una virginidad real y no meramente simbólica» (Youcat, 80).

María aceptó colaborar con el plan de Dios, que siempre respeta nuestra libertad. Por eso, al ángel que le dijo que daría a luz al «Hijo del Altísimo», ella respondió: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ella tuvo que renovar su «sí» a Dios cada día, especialmente a los pies de la cruz. Por eso es la «peregrina de la fe», modelo para todos los creyentes.

«En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen substancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres» (Catecismo de la Iglesia Católica, 479-480).

10. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos

«Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo y pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Así resume san Pedro la vida de Jesús, que los evangelios cuentan con detalle: Jesús pasó por el mundo «haciendo el bien»: sanaba a los enfermos, perdonaba los pecados, anunciaba a todos el amor del Padre. A pesar de todo, las autoridades de la época lo acusaron de falso profeta y de blasfemo: «Tú, siendo hombre, te haces igual a Dios» (Jn 10,33). Aquí no hay motivaciones políticas, sino estrictamente religiosas: «Jesús colocó a su entorno ante una cuestión decisiva: o bien Él actuaba con poder divino, o bien era un impostor, un blasfemo, un infractor de la ley y debía rendir cuentas por ello» (Youcat 96).

A pesar de que los hombres entregaron a Jesús a la muerte, la Biblia nos dice que (aún sin saberlo) estaban cumpliendo con un misterioso plan divino: Jesús fue «entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto» (Hch 2,23). Jesús mismo lo explicó al hablar del buen pastor, que «da la vida por sus ovejas […]. Como buen pastor, yo doy la vida por mis ovejas […]. El Padre me ama porque yo doy la vida. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla» (Jn 10,11-18). Antes de su pasión, Jesús tuvo una enseñanza que ayuda a comprender lo que venimos diciendo: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús da su vida, como un grano de trigo, para que otros reciban vida. Nadie le quita la vida, Él la «entrega» voluntariamente. Por eso dice en la Última Cena: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros» (Lc 22,19). Por eso san Pablo exclama: «vivo en la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí» (Gal 2,20) y san Juan: «en esto consiste el amor de Dios, en que Él ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros» (1Jn 4,10; cf. 4,19).

San Pablo, reflexionando sobre la muerte de Cristo, afirma que «murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3). Que «murió según las Escrituras» significa que estaba cumpliendo un proyecto eterno de Dios, tal como se recoge en la Biblia. Que «murió por nuestros pecados» significa que la muerte de Cristo es la manifestación de un amor que nos desborda, ya que Él ha muerto por nosotros, para darnos el perdón y la vida eterna, tal como afirma san Pedro: «Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,23-24).

Cuando los primeros cristianos decían que Jesucristo «descendió a los infiernos» se referían en primer lugar a que Jesucristo murió de verdad, ya que llamaban «infiernos» al lugar de los muertos: Jesucristo ha asumido realmente nuestra naturaleza hasta las últimas consecuencias y también ha participado de la experiencia de la muerte. Además, los Padres de la Iglesia dicen que Cristo descendió al lugar de los muertos para anunciar la salvación también a todos los que habían muerto antes de su venida a la tierra, para abrirles las puertas de la salvación.

«El Misterio Pascual de la cruz y de la resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de "una vez por todas" por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 571).

11. Al tercer día resucitó de entre los muertos

Al morir Jesús, sus discípulos se dispersaron. Unos volvieron a Galilea o a sus lugares de origen y otros permanecieron escondidos en Jerusalén. Todos se encontraban confundidos, asustados, sin esperanza. Pero, poco a poco, salieron de sus escondites y comenzaron a dar testimonio de su fe por todo el mundo. Aunque fueron perseguidos, encarcelados y maltratados hasta la muerte, aunque se les prohibía hablar en el nombre de Jesús, ya nunca más tuvieron miedo. ¿Qué había pasado? Que Jesús resucitado les salió al encuentro y les dio el Espíritu Santo. Esta es la primera confesión de fe de los cristianos, tal como la formuló san Pedro el día de Pentecostés: A Jesús «lo matasteis, clavándolo a una cruz por mano de hombres inicuos. […] A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. […] Con toda seguridad conozca la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a Jesús» (Hch 2,23-32).

Los discípulos no cuentan cómo sucedió la resurrección, porque ellos no estaban allí en aquel momento preciso. Lo que testimonian es que Jesús resucitó durante la noche, mientras ellos estaban escondidos y asustados (cf. Jn 20,19), y se hizo presente en sus vidas, transformándolas. No fueron ellos los que le buscaron. Es Él quien tomó la iniciativa y se manifestó a las mujeres, a algunos discípulos, a los Doce... juntos y por separado, haciéndoles comprender que Él ha vencido a la muerte y ahora vive para siempre: «Los discípulos, que antes habían perdido toda esperanza, llegaron a creer en la resurrección de Jesús porque lo vieron de formas diferentes después de su muerte, hablaron con Él y experimentaron que estaba vivo» (Youcat 105).

«La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial"» (Catecismo de la Iglesia Católica, 646).

12. Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos

Jesucristo resucitado se manifestó de muchas maneras a los discípulos durante cuarenta días. Acabado ese tiempo, Jesús entró definitivamente en la gloria de Dios. Como a la derecha del rey se sentaba el príncipe heredero, se dice que Jesús «se ha sentado a la derecha del Padre» para indicar que comparte su poder y su gloria. Desde entonces ya no está en la tierra de forma visible, aunque está realmente presente de otras maneras: «Su cercanía se puede experimentar sobre todo en la Palabra de Dios, en la recepción de los sacramentos, en la atención a los pobres y allí “donde dos o más se reúnen en su nombre” (Mt 18,20)» (Youcat 110).

El Hijo de Dios se hizo hombre al nacer de la Virgen María. Cuando, después de su vida pública, muerte y resurrección, sube al cielo, lleva consigo nuestra humanidad y nos abre el camino de la vida eterna. Él mismo había dicho: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

Al final de los tiempos, Cristo llevará a plenitud su obra salvadora. Como Él respeta nuestra libertad, si hemos creído en su Palabra y hemos intentado ponerla en práctica, escucharemos de sus labios las palabras más dulces que se puedan imaginar: «Venid, benditos de mi Padre a heredar el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo» (Mt 25,34). En esos momentos, Dios mismo «secará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). Por desgracia, con nuestra elecciones equivocadas podemos echar a perder nuestra vida, aunque siempre podemos arrepentirnos y recibir el perdón de Dios, ya que Él «no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión» (2Pe 3,9). Jesucristo anuncia el amor de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4), pero también insiste en la responsabilidad de nuestros actos. Al final, «los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (Jn 5,29).

«El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia. Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia» (Catecismo de la Iglesia Católica, 681-682).

12.1 Preguntas para la reflexión

A lo largo del año, la Iglesia celebra los distintos misterios de la vida de Cristo, desde su encarnación y nacimiento hasta su muerte y resurrección. ¿Participo activamente en la misa dominical? ¿Conozco la estructura fundamental del año litúrgico?

Navidad es el tiempo de la celebración de la encarnación y nacimiento de Cristo. ¿Cómo la vivo? ¿Qué es lo más importante para mí en esas fechas?

Semana Santa y Pascua es el tiempo de la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. ¿Cómo vivo esos días? ¿Qué recuerdo de la Vigilia Pascual, que es la celebración más importante de todo el año?

María es la madre de Jesús y nuestra madre. ¿Me pongo en manos de Dios como hizo la Virgen María? ¿Cuál es la advocación mariana más querida en tu localidad? ¿Cuándo se celebra su fiesta? ¿Qué haces tú para honrarla?

Oración de Lope de Vega:

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta, cubierto de rocío,

pasas las noches del invierno oscuras?

 

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

 

¡Cuántas veces el ángel me decía:

«Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

 

¡Y cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

¿Estoy dispuesto a abrir a Cristo las puertas de mi corazón hoy mismo?

13. Creo en el Espíritu Santo

En el Antiguo Testamento, el Padre revela algo de su propia identidad, hablando en primera persona: «Yo» no quiero la muerte del pecador... Lo mismo hace el Hijo en el Nuevo Testamento: «Yo» soy el camino... El Espíritu Santo está presente en la Sagrada Escritura desde el principio (Gen 1,2) hasta el final (Ap 22,17), pero nunca ha hablado con el pronombre personal «Yo». Por eso solo podemos conocerlo a partir de sus obras. Es como el viento: no lo vemos, pero sí que sentimos que nos mueve las ropas y el pelo y lo escuchamos cuando mueve las ramas de los árboles.

El Espíritu de Dios capacita a los hombres para que actúen como Él quiere, de manera que se realicen sus planes de salvación sobre el mundo. Dios lo derramó sobre Moisés y sobre los otros personajes que tenían que cumplir una misión importante a favor de Israel. También lo derramó sobre los profetas, para que pudieran hablar en su nombre. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y actuó siempre movido por el Espíritu Santo. Finalmente, el día de Pentecostés, san Pedro afirma que Jesús «ha derramado el Espíritu Santo sobre nosotros, como vosotros mismos veis y oís» (Hch 2,33). Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles superaron sus miedos y se pusieron en camino para anunciar el evangelio en el mundo entero.

Por el bautismo y la confirmación, el Espíritu «ha sido enviado a nuestros corazones» (Gal 4,6). Él hace de nosotros piedras vivas en la construcción de la Iglesia: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios... formando un templo santo en el Señor, por el que también vosotros estáis integrados en el edificio para ser, mediante el Espíritu, morada de Dios» (Ef 2,19-22). El Espíritu es el que suscita los carismas y ministerios para la construcción de la Iglesia y es el que actúa en los sacramentos, haciendo que nos transmitan la salvación de Dios.

«El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 731-732).

13.1Preguntas para la reflexión

El Espíritu Santo nos ayuda a pensar como Jesús, a sentir como Jesús, a amar como Jesús. ¿Me dejo guiar por el Espíritu Santo en mi vida de cada día? ¿Le pido ayuda para vivir como verdadero cristiano y para dar testimonio de mi fe ante el mundo?

Los 12 frutos del Espíritu Santo son: Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Mansedumbre, Bondad, Benignidad, Longanimidad, Fe, Modestia, Templanza y Castidad. ¿Los he experimentado alguna vez en mi vida? ¿He recibido ya la confirmación?

Oración al Espíritu Santo:

Ven, Espíritu Divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre,

don, en tus dones espléndido;

luz que ilumina las almas

fuente del mayor consuelo.

 

Ven, dulce huésped del alma,

descanso en nuestros esfuerzos,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas,

y reconforta en los duelos.

 

Llega hasta el fondo del alma

Divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del alma

Si Tú le faltas por dentro.

Mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento.

 

Riega la tierra en sequía.

Sana el corazón enfermo.

Lava las manchas. Infunde

calor de vida en mi hielo.

Doma al espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones

según la fe de tus siervos.

Por tu bondad y tu gracia

dale al esfuerzo su éxito.

Salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno. Amén.

14. Creo en la Santa Iglesia Católica

La palabra «Iglesia» viene del griego y significa «asamblea de convocados». Esta palabra indica que todos los hombres hemos sido llamados por el Señor para formar una sola comunidad en su nombre. La Biblia usa muchas imágenes para hablar de la Iglesia: a veces la presenta como Pueblo de Dios en camino hacia la patria prometida (el cielo), otras como Familia de Dios (en la que todos somos hijos del Padre, hermanos de Jesús y templos del espíritu santo), Cuerpo de Cristo (y Cristo es la cabeza), Esposa de Jesucristo (a la que Cristo ama intensamente).

La Iglesia fue preparada por Dios con las instituciones del antiguo Israel y anunciada por los profetas en el Antiguo Testamento. Cristo es el fundador de la Iglesia: Él anunció el evangelio y reunió en torno a sí una comunidad de creyentes, a la que entregó su Espíritu y los sacramentos. La Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica.

La Iglesia es Una porque solo existe un único Cristo que la ha fundado y que tiene un solo Cuerpo, una sola Esposa. Por desgracia, a lo largo de los siglos algunos grupos de cristianos se han separado de la comunión de la Iglesia. Jesucristo quiere la unidad de su cuerpo y todos tenemos que rezar y trabajar para que haya «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16).

La Iglesia es Santa porque es el Cuerpo de Cristo, que es Santo. Él actúa en ella con la fuerza del espíritu Santo para la salvación de los hombres. A pesar de todo, la Iglesia está compuesta de hombres pecadores, siempre necesitados de conversión y del perdón de Dios.

La Iglesia es Católica (palabra griega que significa «universal») porque está presente en el mundo entero, formada por hombres «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). También es Católica porque cuenta con todos los medios necesarios para cumplir su misión de salvar a los hombres (el don del Espíritu y los sacramentos).

La Iglesia es Apostólica porque está fundada sobre el testimonio de los Apóstoles (palabra griega que significa mensajeros, enviados) y es guiada por los sucesores de los Apóstoles, que son los obispos, en comunión con el Papa.

«La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque sin duda, fuera de su estructura visible, pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 870).

14.1Preguntas para la reflexión

La Iglesia no son solo los sacerdotes. ¿Soy consciente de que formo parte de la Iglesia? ¿La amo? ¿ defenderla cuando la atacan?

15. La comunión de los Santos

La Iglesia es más grande de lo que podemos ver. De ella formamos parte todas las personas que hemos puesto nuestra confianza en Cristo, tanto los que estamos vivos como los que ya han muerto. Entre los difuntos, algunos han vivido en plenitud las virtudes cristianas y ya han alcanzado la plenitud de la vida eterna: son los Santos, que nos sirven de modelo en la vida y que interceden por nosotros ante el Señor. Santos y pecadores, cristianos vivos y difuntos estamos en comunión porque entre todos formamos la única Iglesia.

«Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones» (Catecismo de la Iglesia Católica, 962).

16. El perdón de los pecados

Jesús perdonó los pecados y encargó a la Iglesia que hiciera lo mismo: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,23). Mediante el ministerio del sacerdote, en el sacramento de la penitencia (o de la reconciliación, o de la confesión) verdaderamente se concede al pecador arrepentido el perdón de sus pecados y la bendición de Dios. Por eso dice san Pablo: «Nosotros hacemos de embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortase por medio de nosotros. Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5,20). La ley de la Iglesia pide a todos los cristianos que se confiesen al menos una vez al año, por Pascua de resurrección, pero es conveniente hacerlo más a menudo, para recibir la gracia de Dios y crecer en su amistad.

«El Bautismo es el primero y principal sacramento para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da el Espíritu Santo. Por voluntad de Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los bautizados y ella lo ejerce de forma habitual en el sacramento de la penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros» (Catecismo de la Iglesia Católica, 985-986).

16.1Preguntas para la reflexión

¿Recibo periódicamente el perdón de los pecados participando en el sacramento de la penitencia? Dios me ofrece siempre su perdón, ¿yo soy capaz de perdonar a los que me han ofendido?

17. La resurrección de los muertos y la vida eterna

Los cristianos creemos que la muerte no es el final de nuestra existencia. Dios nos ha dado la vida por amor y su amor es más fuerte que la muerte, por lo que no puede acabar nunca. Jesucristo mismo nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y la Iglesia ha confesado siempre que Cristo resucitado «es primicia de los que han muerto» (1Cor 15,20). Todos los que creemos en Él esperamos participar un día de su misma vida en el cielo, cuando seremos revestidos de un cuerpo glorioso como el suyo.

La formulación concreta del Credo de los Apóstoles dice: «Creo en la resurrección de la carne». En la Biblia, la «carne» no es una parte del hombre, sino el ser humano completo, con su identidad personal. De hecho, confesamos que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Que se hizo «carne» significa que se hizo hombre como nosotros, sometido a nuestras limitaciones. Cuando confesamos nuestra fe en la resurrección de la «carne» estamos afirmando que cada persona conservará su identidad personal después de la muerte, que su historia personal no se perderá, sino que Dios la asumirá, corrigiendo los errores y las faltas y llevando a plenitud las cosas buenas. Por eso podemos rezar a la Virgen María o a san José, porque conservan su identidad para siempre. Por eso podremos volver a encontrar a los seres queridos en la vida eterna. Habrán sido glorificados y llevados a plenitud, pero conservarán su identidad personal.

«Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día» (Catecismo de la Iglesia Católica, 989).

17.1 Preguntas para la reflexión

La muerte es la puerta hacia la vida eterna. En la esperanza de la vida eterna está la alegría del cristiano, que no tiene miedo de la muerte. ¿Has vivido de cerca la muerte de algún familiar o persona querida? ¿Oras por el eterno descanso de los difuntos?

18. Amén

Con la última palabra del Credo, afirmamos como verdadero todo lo que acabamos de confesar, y lo reconocemos como válido y seguro para nuestra vida. De hecho, «Amén» significa al mismo tiempo «Así es» y «Así sea». Es decir, creo que lo que he dicho es verdad (Así es) y suplico al Padre que lo realice en mi vida por su bondad (Así sea).

«El "Amén" final del Credo recoge y confirma su primera palabra: "Creo". Creer es decir "Amén" a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él, que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el "Amén" al "Creo" de la Profesión de fe de nuestro Bautismo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1064).

 

P. Eduardo Sanz de Miguel, o. c. d.


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