BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD (1880-1906)

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.


 

 

1.    Introducción  1

2.    Primera infancia  1

3.    Muerte del padre  2

4.    Deseos del Carmelo y oposición materna  3

5.    La esperanza de realizar su deseo  5

6.    La entrada en el Carmelo  7

7.    El noviciado  8

8.    El cielo en la tierra  9

9.    Carmelita descalza para siempre  10

10.  Confianza y optimismo a pesar de las dificultades  11

11.  La elevación a la Trinidad  13

12.  La enfermedad y la muerte  14

13.  Sus escritos  14

 

1.    Introducción

Aunque para la mayoría sea una desconocida, en el mundo de la teología, la beata Isabel de la Trinidad (1880-1906) es la escritora más famosa de cuantas hablan de la espiritualidad trinitaria durante los últimos siglos. Discípula aventajada de san Pablo y de san Juan de la Cruz, es la autora de la oración trinitaria más extensa recogida en textos litúrgicos o en documentos del magisterio (Catecismo, 260). Aparentemente, su vida no tiene nada de relevante, pues no fue una escritora consagrada, ni publicó ningún libro en vida, ni fundó ningún convento o congregación. Sin embargo, su mensaje es de sorprendente profundidad y absolutamente necesario en nuestros días, pues nos enseña el camino de la interioridad, nos introduce en el núcleo de la fe cristiana y nos enseña a vivir la santidad en la vida cotidiana, también en medio del mundo, siendo dóciles a las mociones del Espíritu Santo.

2.    Primera infancia

Isabel Catez nació en un campamento militar de Francia, el 18 de julio de 1880. Su padre provenía de una familia campesina pobre y con muchos esfuerzos llegó a ser capitán del ejército. Su madre era hija única de otro capitán en una familia más acomodada. Ambos eran muy religiosos y ambos estaban acostumbrados a mandar. Una carta de su madre a su padre, que se encontraba de viaje, la retrata perfectamente: «No olvides mis consejos, come, no abuses de la cerveza ni de los cigarros, cuida tu salud y piensa en nosotros». ¡Cinco imperativos en línea y media! Isabel heredará el carácter fuerte e intrépido de sus progenitores y tendrá dificultades para entrar en el monasterio porque su madre (que la amaba sinceramente) quería decidir por ella.

La niña fue largamente deseada por sus padres, que tenían ya 48 y 34 años. El embarazo fue difícil y el parto aún más. Tras 36 horas de profundos sufrimientos, los médicos anuncian que el parto no se puede alargar más, que la criatura nacerá muerta y que quizás la madre también fallezca de un momento a otro. En medio de la noche, el padre levanta de la cama al capellán y le pide que celebre una misa por su mujer. Al finalizar la misma, nace Isabel, «muy guapa, muy vivaracha y llena de salud», como escribe su madre en una carta.

Desde muy pequeña es muy alegre y comunicativa, con aptitudes de líder, aunque también muy piadosa. Con solo dos años pone de rodillas a sus muñecas y reza con ellas. Al mismo tiempo se manifiesta colérica e indomable: «Es un puro diablo. Se arrastra sin parar y cada día necesita un par de pantalones. Además es una gran parlanchina», transmite su madre en otra carta. Sus rabietas se hicieron proverbiales: se enoja si no consigue algún capricho, grita, llora hasta no poder respirar, se le ponen los ojos rojos… Con solo dos años y medio vistieron a su muñeca preferida (a la que ella llamaba Jeannette) de Niño Jesús en la misa de Nochebuena del campamento militar, convencidos de que no la echaría de menos ni la reconocería, pero a mitad de la misa se dio cuenta de que el Niño que había en el altar era su muñeca disfrazada y se puso a reclamarla a gritos: «¡Cura malo, devuélveme a mi Jeannette!». Los padres tuvieron que abandonar el templo con ella en brazos, sin poder calmarla. Era tan lista y tenía tanto carácter que un sacerdote amigo de la familia decía siempre: «Esta niña será un ángel o un demonio. Solo el tiempo nos lo dirá». En 1883 nace su hermana Margarita, que tendrá un carácter dulce y tierno, todo lo opuesto de su hermana. Durante la infancia de Isabel, varias veces la amenazaron con internarla en un reformatorio, e incluso preparaban su maleta para amedrentarla, pero ni aún así conseguían doblegar su voluntad.

3.    Muerte del padre

Cuando tenía dos años murió su abuela. Cuando tenía seis, su querido abuelo, que vivía en su casa. Ocho meses después murió repentinamente su padre en brazos de Isabel. Su madre, su hermana y ella dejaron el campamento militar y se trasladaron a vivir a una casita frente al Carmelo de Dijon. Sin ser ricas, tienen una posición económica desahogada, por lo que las niñas reciben clases particulares de cultura general en casa y de música en el conservatorio. Isabel practicaba largas horas con una «voluntad de hierro» hasta perfeccionar cada partitura, por lo que llegó a ser una virtuosa del piano y ganó varios galardones. Compagina sus estudios con una intensa vida social: practica deportes, estudia idiomas, participa en la vida parroquial (catequesis, coro, actividades asistenciales con los hijos de las empleadas en la fábrica de tabaco), realiza numerosos viajes y excursiones al mar y a la montaña, frecuenta veladas y fiestas, etc.

Con solo 7 años es consciente de que debe reprimir sus ataques de ira y trabaja para controlar sus emociones, especialmente a partir de su primera confesión. Con 8 años escribe: «Querida mamaíta, al desearte un feliz año nuevo, quisiera prometerte que seré muy buena y muy obediente y que ya no volveré a hacerte enfadar, que ya no lloraré y que seré una niña modelo, para que estés contenta. Sé que no me vas a creer, pero voy a hacer todo lo posible para cumplir mis promesas» (Cta. 4). Por entonces confiesa al sacerdote su deseo de ser religiosa. La madre no se lo toma muy en serio, pero él sí. Solo un año después, escribe: «Ahora que ya soy mayor, voy a ser una niña dócil, paciente, obediente, estudiosa y que nunca se enfade. Como soy la mayor, tengo que dar ejemplo a mi hermanita. No le llevaré más la contraria. Como espero que pronto tendré la dicha de hacer mi primera Comunión, seré todavía más buena, porque pediré a Dios que me haga mejor» (Cta. 5). Sus propósitos se fueron convirtiendo en obras, especialmente durante los dos años que precedieron a la Primera Comunión, que recibió a los 11 años. De todas formas, cuando contaba 19 confiesa que seguía luchando por controlar su carácter: «Hoy he tenido la satisfacción de ofrecerle a Jesús varios sacrificios en mi defecto dominante, pero ¡cómo me ha costado! En esto conozco mi debilidad. Cuando me reprenden injustamente, me parece que siento hervir la sangre en mis venas y todo mi ser se rebela. Pero Jesús estaba conmigo, escuchaba su voz en lo hondo de mi corazón, y entonces me sentía dispuesta a soportarlo todo por su amor» (Diario espiritual, 1).

El día de su Primera Comunión lo vivió con una intensidad especial y lloró de alegría en la Iglesia. Por entonces no se podía tomar ningún alimento ni bebida desde la noche anterior. Al terminar la ceremonia, los niños eran acompañados a un salón donde recibían un desayuno festivo. Mientras iban de camino, dijo a una amiga: «No tengo hambre. Jesús me ha alimentado». Poco más tarde empieza a componer sus primeras poesías. En una de ellas confiesa que ya desde entonces aspiraba por darse totalmente al Señor:

Cuando Jesús fue aposentado en mí / y Dios tomó posesión de mi alma

[…] no aspiro sino a darle mi vida a Dios /a devolverle un poco de su amor (P 47).

El mismo día de su Primera Comunión, su madre la llevó al Carmelo. Allí, la priora explicó a Isabel que su nombre significa «Casa de Dios». Ella quedó profundamente impresionada de ser la morada donde vive Dios. Esta certeza no la abandonará nunca a partir de este momento y su vida interior fue creciendo hasta una altura que nos sorprende.

4.    Deseos del Carmelo y oposición materna

A los 13 años confiesa a su madre que quiere ser carmelita descalza. Esta se opone y prohíbe a la muchacha hablar de ello y visitar a las monjas. Isabel no quiere disgustar a su madre y acepta, pero a los 14 años se siente movida a hacer un voto privado de virginidad. Exteriormente nadie lo notará, pero ella vivirá suspirando por el Carmelo, tal como vemos en sus poesías y en sus diarios. Por entonces escribe:

Jesús, estoy enamorada de ti / y deseo ser tu esposa cuanto antes.

Deseo sufrir contigo / y morir ya, para verte (P 4).

Y dos años después:

¿Por qué me haces –ay– languidecer? / Cuánto me gustaría ser tuya ya

y así vivir en soledad contigo / lejos incluso de los que amo con locura.

¿Por qué me haces –ay– languidecer / dilatando el cumplimiento de mis anhelos?

[…] Es el Carmelo donde Dios me llama / y mi alma vuela presto a su reclamo (P 29).

Isabel desearía entrar en el Carmelo para ser toda de Jesús, pero sabe aceptar la realidad tal como se presenta y opta por entregarse al Señor cada día, en cada momento, en medio de sus ocupaciones seculares, sin esperar a estar en el convento para vivir su vocación. Ella es carmelita en el mundo, vive toda su existencia orientada hacia la santidad en su propio estado y en su propia casa, haciendo lo que debe hacer con la mayor naturalidad y sin ruidos, esforzándose por vivir las virtudes humanas de una manera extraordinaria. Entre estas virtudes destacan su amabilidad con todos, su servicialidad, su inmensa alegría y humorismo, los finos detalles que tenía con su madre y su hermana y su sentido profundo de la amistad. Era admirada por su belleza y elegancia y querida por la finura de su trato. Todos los que la conocen insisten en que es «encantadora». En sus numerosas cartas cuenta sus partidos de tenis, sus largos paseos, las fiestas y bailes, los conciertos… sin faltar referencias a vestidos, peinados, moños ¡y pretendientes! Aparentemente, como una chica más de su edad y condición. Si no fuera por el testimonio de sus escritos, desconoceríamos lo que pasa en su corazón:

Mi corazón está siempre con Él / y día y noche piensa sin cesar

en ese celestial, divino Amigo / a quien su amor quisiera demostrar.

También se eleva a Él este deseo: / No morir, sino sufrir por largo tiempo,

sufrir por Dios, darle la propia vida / rogando por los pobres pecadores.

¡Estas son mis santas ambiciones! (P 43).

Especialmente en su Diario espiritual vemos sus reflexiones, sus sentimientos y sus progresos en ese tiempo. Ella vive en el mundo sin ser del mundo, con los ojos puestos en el Carmelo, pero aceptando con paz la imposibilidad de realizar su sueño de momento:

En todas las fiestas de María renuevo mi consagración a esta madre buena. Por eso, hoy me entregué a ella y me eché de nuevo en sus brazos. Con una confianza total, le he encomendado mi futuro y mi vocación. Como Jesús no me quiere aún para sí, que se haga su voluntad, pero que yo me santifique en el mundo. Que el mundo no me impida ir hacia Él, que no me dominen las futilidades de la tierra y que yo no me apegue a ellas. Soy la esposa de Jesús, estamos tan íntimamente unidos…, nada puede separarnos. […] ¡Cuánto deseo llevarle almas a mi Jesús! Daría mi vida por contribuir a salvar una sola de esas almas que Jesús tanto amó. ¡Quisiera darle a conocer, hacer que le amase toda la tierra! ¡Soy tan feliz de ser suya! Quisiera que el mundo entero se pusiese bajo ese yugo tan suave y bajo esa carga tan ligera (Diario 2 y 3).

También las poesías son un buen testimonio de su profunda vida interior y de su disposición a aceptar la voluntad de Dios en su vida ordinaria, a santificarse en su casa a pesar de que su deseo seguía siendo el de hacerse carmelita:

 

Yo tengo en tu divina Providencia / una fe y confianza inquebrantables.

Oh Jesús, llévame y tráeme, / yo me abandono entera a tu talante.

Cuando Tú me dijiste: «Ven a mí», / a tu voz respondí, Jesús Amante.

Desde entonces, mi Bien, ¡cuánto he llorado! / ¿No recuerdas, Señor, mis ansiedades?

 

¿No recuerdas, Jesús, mi santo celo / por responder a tu llamar constante,

por vivir solitaria en el Carmelo / y por mi frágil vida consagrarte?

Perdona mis momentos de impaciencia. / Seguro que he faltado en confiárteme,

pero mira, ¡me acucia tal deseo / de sufrir, dejar todo y entregarme!

 

Ya nunca sentiré más desaliento, / Jesús, te lo prometo, en adelante.

Me abandono a tu santa Providencia, / mi confianza opongo a todo lance.

Jesús, mi Salvador, Bondad suprema, / pese a mi ardor extremo en el combate,

solo a cumplir por siempre tus deseos / aspiro, mi Hermosura inigualable.

 

Jesús, en quien se funda mi esperanza, / si respuesta a tu voz no puedo darle,

¡quién me podrá impedir en este mundo / el entregarme a ti en tantos detalles...!

Jesús, divino Esposo, mi alma y vida, / ¡quién logrará tu amor arrebatarme!

Amarte y devolverte ese tu amor, / tal fue siempre el buen fin de mi coraje.

 

¡Cálmate ya, oh impaciencia mía! / Alma mía, tus santos ideales

abandona en su santa Providencia. / En verte así sufrir Dios se complace.

En este mundo, en este valle umbroso, / Jesús, Tú te has dignado reservarme

un lote dulce, una porción dichosa / que el mundo no podrá jamás quitarme.

 

Por la parte que Tú me has destinado, / oh mi Buen Dios, del corazón me sale

gritarte «muchas gracias» de por vida. / Sí, gracias mil, mi Amigo incomparable.

Ahora me abandono a ti, Jesús, / con una confianza que a Dios sabe.

¡Gloria a ti, oh divina Providencia, / gloria al Señor, por siempre confiable! (P 51).

 

Leyendo el Camino de Perfección de Sta. Teresa de Jesús comprende mejor su propia vida, se iluminan las gracias místicas que recibe, profundiza en el espíritu de oración y, sobre todo, comprende en qué consiste la verdadera «mortificación»: no en las penitencias externas, sino en la ofrenda a Dios de la propia voluntad, la disponibilidad absoluta, la victoria sobre el propio «yo»:

La madre Teresa dice cosas muy buenas sobre la oración y sobre la mortificación interior, esa mortificación a la que quiero llegar a toda costa con la ayuda de Dios. Como de momento no puedo imponerme grandes sufrimientos, al menos puedo inmolar mi voluntad en cada instante del día. […] Tengo que convencerme de que esa mortificación física y corporal no es más que un medio –un medio estupendo, por supuesto– para alcanzar la mortificación interior y el desprendimiento total de uno mismo. ¡Oh, Jesús, vida mía, mi amor, esposo mío, ayúdame Tú! Cueste lo que cueste, tengo que llegar a eso: a hacer siempre y en todo, lo contrario de mi voluntad. Maestro bueno, Jesús, amor supremo, yo te inmolo mi voluntad: que sea una sola cosa con la tuya. Sí, te lo prometo: me esforzaré todo lo que pueda por ser fiel a esa resolución que he tomado de renunciar siempre a mí misma (Diario 13 y 16).

Más tarde se le aclararán más las cosas cuando lea en S. Juan de la Cruz: «Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón» (Dichos 15). Lo que de verdad desea su corazón es la unión con Cristo, la transformación en Él. Para conseguirlo, está dispuesta a renunciar a sus otros deseos menores, a sus puntos de vista, a sus caprichos, a sus prisas, poniendo su vida y su futuro en manos de su Amado.

5.    La esperanza de realizar su deseo

Ni los ruegos del párroco, ni la intercesión de otras personas hacen cambiar de opinión a su madre. Finalmente, cuando contaba 19 años, su madre le dio permiso para frecuentar a las carmelitas y hacerse una de ellas al llegar a la mayoría de edad, que entonces se alcanzaba a los 21:

Margarita ha vuelto a hablar a mamá de mi vocación […]. Después de comer, mi pobre madre me habló del asunto y, cuando vio que mis ideas seguían siendo las mismas, derramó copiosas lágrimas y me dijo que cuando cumpliera los veintiún años no me impediría irme, que solo faltaban dos años, y que en conciencia no podía abandonar antes a mi hermana. […] Cuando las vi a las dos llorando por mí, también a mí se me inundaron los ojos de lágrimas. ¡Ay, Jesús mío!, tienes que ser precisamente Tú quien me llama y me sostiene, tengo que verte a ti tendiéndome los brazos por encima de estos dos seres tan queridos, para que no se me parta el corazón. Yo haría cualquier cosa por evitarles una sola lágrima, y soy yo quien se las hace derramar de esa manera… Lo sé, Maestro mío, Tú me quieres y me das fuerzas y valor. En medio de mis lágrimas, siento una paz y una dulzura infinitas. Sí, pronto podré ser tu esposa. Durante estos dos años me esforzaré aún más por ser una esposa menos indigna de ti, Amado mío (Diario 105).

Ese mismo día escribe una larga (112 versos) y emotiva poesía para dar gracias a la Virgen, a la que estaba haciendo una novena pidiéndole que consiguiera la autorización materna:

 

Oh, María, mi madre muy amada, / oh, Virgen, a quien tanto he invocado,

gracias, gracias, mi gozo es demasiado; ¡qué alegría me inunda el corazón! […]

Aún no he terminado mi novena, / madre mía, y ya he sido escuchada […]

Oh mi Amado, mi amor incomparable, / ¡único por quien vivo y a quien amo tanto!

¡Jesús, sí, quiero consolarte! / ¡Divino Esposo, temo estar soñando! […]

Seré tuya a la vuelta de dos años, / me cubriré con tu vestido santo.

Como respuesta a tu llamada urgente, / todo lo dejaré por el Carmelo (P 68).

En su primera visita a las Carmelitas, estas le entregan la Historia de un alma de la Hna. Teresita del Niño Jesús, fallecida dos años antes y con la que se sentirá profundamente identificada en su camino de amor, de confianza y de abandono. En sus Notas íntimas vemos con claridad sus sentimientos y deseos en estas fechas, en profunda comunión con Sta. Teresita, a la que citará continuamente en sus cartas hasta el final de su vida:

¡Jesús, Amado mío, qué dulce es amarte, ser tuya, tenerte por único Todo! Ahora que vienes todos los días a mi corazón, que nuestra unión sea más íntima todavía. Que mi vida sea una continua oración, un prolongado acto de amor. Que nada pueda distraerme de ti, ni los ruidos, ni las distracciones, nada ¿eh? ¡Cómo me gustaría, Maestro, vivir contigo en el silencio! Pero lo que me gusta, por encima de todo, es hacer tu voluntad. Y como Tú quieres que yo siga aún en el mundo, me someto de todo corazón por amor a ti. Te ofrezco la celda de mi corazón, para que sea tu pequeña Betania. Ven a descansar allí, te quiero tanto. […] Quiero cumplir con perfección tu voluntad y corresponder siempre a tu gracia. Deseo ser santa contigo y para ti, pero siento mi impotencia: se Tú mi santidad. […] Cada latido de mi corazón es un acto de amor. Jesús mío, mi Dios, ¡qué bueno es amarte y ser totalmente tuya! (Nota íntima 5).

A medida que se acerca su 21º cumpleaños, parece crecer la oposición de su madre a su entrada en el Carmelo. Isabel alcanza una madurez asombrosa y sabe vivir en plenitud su vocación cristiana en el mundo, aunque con el corazón en su amado Carmelo:

Si viera cómo sufro viendo a mi pobre mamá desconsolada a medida que se acerca mis veintiún años… Se deja influenciar mucho: un día me dice una cosa y al día siguiente, todo lo contrario […] Yo me entrego, me abandono en brazos de mi Amado divino y me quedo tranquila: sé de quién me he fiado. Él es todopoderoso, que lo disponga todo a su antojo. Yo solo quiero lo que Él quiere, solo deseo lo que Él desea, solo le pido una cosa: ¡Amarle con toda el alma, pero con un amor verdadero, fuerte y generoso! Durante estos días hemos estado muy ocupadas en un montón de cosas, y ahora vuelven a empezar las reuniones. Usted sabe lo poco que eso me gusta; pero, bueno, se lo ofrezco a Dios. Me parece que nada puede alejarnos de Él si obramos solo por Él, viviendo siempre en su sagrada presencia y bajo esa mirada divina que penetra hasta lo más íntimo del alma; incluso en medio del mundo se le puede escuchar en el silencio de un corazón que quiere ser solo suyo (Cta. 38).

A pesar de su dolor, encuentra fuerzas para consolar a una joven que se encuentra en una situación parecida a la suya. No decrecen sus deseos de hacerse carmelita, pero sabe que tiene que vivir el presente con intensidad, que no debe esperar a estar en el convento para ser toda de Jesús, que también en su casa y en medio de mil actividades puede alcanzar la plenitud del amor:

Jesús quiso, hace un año, que nuestras almas se encontrasen; Él fue quien nos unió tan íntimamente. ¡Ese es el secreto de nuestro profundo afecto! Hay algo muy íntimo entre nosotras. El viernes pasado se lo decía yo a nuestra madre, hablándole de ti. Querida hermanita, déjate cuidar, no seas imprudente, ¡hazlo por Él! ¡Qué bueno es nuestro Prometido, sí, qué bueno es! Y cuando nos prueba, parece, ¿no es cierto?, que está todavía más cerca y que la unión es más íntima. ¿Sabes?, nosotras somos sus víctimas, Él nos marca con el sello de la Cruz para que nos parezcamos más a Él. ¡Ah, cómo te ama, querida Margarita, a ti a quien se complace en ponerte en su Cruz! Hay trueques de amor que solo en ella pueden comprenderse... Voy a confiarte una cosa: ¿Sabes?, me parece que Él es nuestra Águila divina y nosotras somos las presas de su amor. Él nos coge, luego nos pone sobre sus alas y nos lleva muy lejos, muy alto, a esas regiones en las que al alma y al corazón les gusta perderse... ¡Sí, dejémonos coger, vayamos adonde Él quiera! Un día, nuestra Águila adorada nos hará entrar en esa patria por la que suspiran nuestros corazones. ¡Ay, qué felicidad, hermanita, qué bien estaremos allí! Pero mientras quiera dejarnos aquí en la tierra, amemos, amemos todo lo que podamos, vivamos de amor, queridísima hermanita (Cta. 41).

Las vacilaciones de su madre hacen crecer su sufrimiento, que se convierte en instrumento de purificación y de identificación con Cristo: «¡Cuánto sufro, Dios mío! Pero acepto seguir en este estado todo el tiempo que a ti te plazca, pues este feliz sufrimiento purifica mi alma que Tú quieres unir más íntimamente a ti. Más, más aún, todo el tiempo que quieras, pero sosténme Tú, pues soy muy débil. Tú ya sabes que Tú, y solo Tú, eres el único a quien amo, el único a quien vivo encadenada… Amor, ¡qué bueno es poder darte algo yo a ti, que tanto me has regalado!» (Nota íntima 11). A pesar de todo, su presencia exterior sigue siendo la de una joven alegre y educada, sin que nada haga sospechar su dolor. Isabel se mantiene firme en su vocación y, apenas cumple 21 años, hace comprender a su madre que su decisión es firme y que ya nada se puede oponer a la realización de su deseo. Escribe numerosas cartas de despedida a sus conocidos y, finalmente, el 2 de agosto de 1901 entra en el arca santa del Carmelo, tan largamente deseada.

6.    La entrada en el Carmelo

El Carmelo de Dijon fue fundado en 1605 por Ana de Jesús, unas de las compañeras de santa Teresa de Jesús y heredera de su espíritu. A pesar de la feroz persecución religiosa que se vivía en Francia, al entrar como postulante, Isabel encuentra en la comunidad un ambiente de fervor, de generosa entrega al Señor, de abundancia de vocaciones. Las hermanas ya la conocían, e Isabel se integra rápidamente y se adapta con facilidad a su nueva vida. La separación de sus seres queridos ha sido difícil, pero ella se siente más unida a ellos que nunca. En su primera carta desde el Carmelo, escribe: «Tal vez te preguntes cómo puedo sentir tanta felicidad, si para entrar en esta querida soledad he dejado a los que amaba. Pero, mira, en Dios lo tengo todo. A su lado vuelvo a encontrar a todos los que he dejado» (Cta. 84). Estaba tan centrada que, solo unos días después, la comunidad de Dijon envía unas fotos con una carta a la de Lisieux. En ella podemos leer: «Ha entrado una postulante hace tres días, deseosa del Carmelo desde los siete años. Es Sor Isabel de la Trinidad, que llegará a ser una santa, pues tiene ya unas disposiciones extraordinarias». El canónigo Anglés, amigo de la familia, escribe a su madre, que no paraba de llorar: «Se lo digo totalmente convencido: su hija es una santa, su hija es un ángel… No llore por ella, pues se encuentra en su elemento». Su hermana también escribe palabras parecidas en una carta dirigida a su antigua institutriz: «Esa es precisamente la vida que ella necesitaba. Su unión con Dios es tan grande, que las monjas que viven con ella dicen que no habría podido sobrevivir en la tierra». A los pocos días de entrar, Isabel escribe una emotiva carta a su madre, que se encontraba descansando en los Alpes de la tensión que supuso la entrada de Isabel en el convento. En ella la hace partícipe de su inmensa alegría:

Mamaíta querida: Te envío todo mi corazón como ramillete para tu santo. ¿Verdad que no nos hemos separado y que sientes muy bien a tu hijita muy cerca de su querida mamá? Si vieses cuánto hablo de ti con mi Amado... ¡Creo que tienes que notarlo! Me alegra mucho que comulgues con más frecuencia. Ahí, mamaíta, encontrarás fuerzas. ¡Es tan hermoso pensar que después de la comunión tenemos a todo el cielo en nuestra alma, excepto por la visión beatífica! Tu carta, o mejor vuestras cartas, me han hecho tan feliz... Quizás me haya alegrado demasiado, pero Dios, que tiene un corazón tan tierno, me entiende perfectamente y creo que no está en absoluto enfadado conmigo. […] Disfrutad mucho de ese hermoso país [estaban descansando en Suiza], que la naturaleza nos lleva a Dios. ¡Cómo me gustaban esas montañas! Me hablaban de Él. Pero, mirad, queridas mías, los horizontes del Carmelo son aún mucho más hermosos: ¡son el Infinito...! En Dios, yo tengo todos los valles, todos los lagos, todos los paisajes. Dadle gracias a diario en mi nombre: mi porción es demasiado hermosa y mi corazón se derrite de gratitud y de amor. No tengáis celos, os quiero tanto... Le pido que se adueñe de vosotras como se ha adueñado de mí. […] Mamá querida, me imagino que estarás contenta con esta carta tan larga. Para concluir, duermo como un lirón, tengo un apetito excelente, la comida es muy refrescante y apropiada para mi temperamento. ¡Qué feliz soy, mamaíta! Gracias una vez más por haberme entregado a Dios. Te estrecho contra mi corazón y te abrazo junto a Jesús, que sonríe al vernos. Tu Sabel (Cta. 87).

Sus numerosas cartas de esta época cuentan su felicidad profunda, con todos los detalles propios de la nueva vida que ha abrazado: horarios, comidas, mobiliario, recreaciones, recuerdos, anécdotas… pero –por encima de todo– testimonian su profundo enamoramiento del Señor y su vida de intimidad con Él: «Todo es delicioso en el Carmelo. Se encuentra a Dios lo mismo en la colada que en la oración. No hay más que Él en todas partes. Se le vive, se le respira. Si vieras lo feliz que soy… Mi horizonte se ensancha cada día más» (Cta. 89). Escribe, también, diversas poesías piadosas para cantar con las hermanas en las recreaciones de los días de fiesta.

7.    El noviciado

Tras los felices meses del postulantado, tomó hábito el 8 de diciembre. Ese mismo día escribe una poesía para ser cantada con música tradicional. En ella expresa sus deseos, su amor a Jesús, su ideal trinitario y su confianza en las hermanas de su comunidad, a las que manifiesta un gran cariño:

 

Oh, permitidme en este hermoso día / entonar del Amor las maravillas.

El Amor que me ha hecho prisionera / a fin de consumirme toda entera.

Por fin, heme aquí ya su prometida, / con este humilde traje revestida.

Envuelta en la blancura de esta capa, / seguir quiero al Cordero por doquier.

 

Ambos nos encontramos muy dichosos / y henos aquí, marchando en compañía

del Padre Dios a la eterna mansión, / su morada de paz y de candor.

¡Qué bien se está en la santa Trinidad! / Todo es en ella luz y caridad.

Oh, Cristo, que en tus brazos me has tomado, / tenme así, de ellos no quiero bajar.

 

Entre los tres deseo plantar mi tienda, / soy pequeña, muy poco embarazosa,

no imponiendo cansancio a mi Cordero / para llevarme a lo alto de los cielos.

Mi alma, llena, no puede decir más. / En mis labios expiran ya las «gracias».

Aceptad, pues, oh madre de vuestra hija / solo una candorosa gratitud.

 

Sobre tus alas siempre llévame / al país del amor, buen ángel mío.

Condúceme ante el Padre en su paraíso / de claridad y beatitud perenne.

Todas vosotras, que en mi corazón / sois ya desde hace mucho mis hermanas,

Dejad que os siga esta jovencita / y haréis de ella una santa carmelita.

 

Seguro, un día en la ciudad del cielo / volverá a reunirse este Carmelo;

bajo la capa blanca de María / allí estaremos todas reunidas.

Siempre siguiendo al místico Cordero, / su melifluo canto entonaremos

y así podremos siempre contemplar / la luz de tu inmutable Trinidad (P 74).

 

A pesar de los buenos inicios, el año del noviciado fue muy duro. Pasó por una experiencia de noche oscura de la fe. Se encontraba centrada y sabía lo que quería, pero el contraste entre su anterior vida burguesa y la pobreza del Carmelo era demasiado fuerte: no estaba acostumbrada al terrible frío del convento, le sentaban mal algunas comidas, echaba de menos a su familia y las horas dedicadas a tocar el piano, sufrió de escrúpulos, enfermó y, sobre todo, después de tantos años de oración intensa y fácil, vivió una etapa de aridez espiritual. Parecía como si Jesús se hubiera escondido. Fue una prueba tan grande que, la víspera de su profesión, la priora llamó a un sacerdote para que la ayudara a discernir si de verdad tenía vocación o si se había equivocado en su elección. En sus frecuentes cartas a la familia y a las amistades no transmite ningún dato que permita intuir su sufrimiento interior, que solo podemos conocer por el testimonio de su priora. Por el contrario, se dedica a consolar a los demás con paciencia y ternura. Dice que se puede ser feliz en medio del sufrimiento y de las contradicciones, pero no resulta fácil comprender que está hablando de su propia experiencia:

Tranquilízate. No creo que estés todavía loca, pero sí nerviosa e hipersensible, y cuando estás así haces sufrir también a los demás. ¡Ay, si yo pudiese enseñarte el secreto de la felicidad, como el Señor me lo ha enseñado a mí! Me dices que yo no tengo preocupaciones ni sufrimientos. Es cierto que soy muy feliz; pero si supieses qué feliz puede ser una persona, incluso cuando está contrariada… Hay que poner siempre los ojos en Dios. Al principio, hay que hacer esfuerzos cuando se siente que todo hierve dentro, pero poquito a poco, a base de paciencia y con Dios, se llega a conseguir. Tienes que construirte, igual que yo, una celdita dentro de tu alma. Piensa que Dios está allí y entra en ella de tanto en tanto. Cuando te sientas nerviosa y desdichada, métete en seguida allí dentro y cuéntaselo todo al Maestro. Si lo conocieras un poco, no te aburriría la oración. A mí me parece un descanso, un solaz: sencillamente nos vamos con Aquel a quien amamos, estamos a su lado como un niño en brazos de su madre, y dejamos hablar al corazón. Si supieses lo bien que nos comprende…” (Cta. 123).

A pesar de su juventud, en sus consejos y reflexiones demuestra una gran madurez, un profundo conocimiento del corazón humano:

El abandono, querida señora, nos lleva a Dios. Yo soy aún muy joven, pero creo que en ocasiones he sufrido mucho. Y entonces, cuando todo se enmarañaba, cuando el presente era muy doloroso y el futuro parecía aún más sombrío, cerraba los ojos y me abandonaba como un niño en los brazos del padre que está en el cielo. […] Nos miramos demasiado a nosotros mismos, queremos verlo y entenderlo todo, no tenemos suficiente confianza en quien nos rodea con su amor (Cta. 129).

8.    El cielo en la tierra

En sus cartas y en los demás escritos comienza a manifestar una idea en la que seguirá profundizando hasta el momento de su muerte. Isabel transmite el gozo de vivir ya un anticipo del cielo, viviendo en la intimidad con Dios. Ha descubierto que lo importante no es «sentir» a Dios, sino unirnos a Él por la fe y el amor: «Usted ya conoce mi nostalgia del cielo, una nostalgia que no mengua. Pero yo vivo ya ese cielo, porque lo llevo dentro de mí. Y en el Carmelo uno tiene la impresión de estar ya muy cerca de Él» (Cta. 111). «Creo que he encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día en que comprendí esto, todo se iluminó en mi interior» (Cta. 122). «La vida de una Carmelita consiste en vivir unida a Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Si Él no llenase nuestras celdas y nuestros claustros, ¡qué vacíos estarían! Pero nosotras le descubrimos en todas las cosas, pues le llevamos dentro, y nuestra vida es un cielo anticipado!» (Cta. 123). «En la montaña del Carmelo, sumergida en el silencio, en la soledad y en una oración que nunca acaba, pues se prolonga en todo lo que hace, la Carmelita vive ya como en el cielo: “solo de Dios”. El mismo Dios que un día será su felicidad y que la saciará en la gloria, se entrega ahora a ella. […] ¿No es esto el cielo en la tierra? Pues ese cielo, querida Germanita, tú lo llevas dentro de tu alma» (Cta. 133).

Al cumplirse un año de su entrada en el Carmelo, viviendo la noche oscura de la fe y con motivo del matrimonio de su hermana (esta vez su madre no se opuso, aunque Guita contaba solo 19 años), compone una profunda reflexión sobre lo que significa para ella su entrega a Cristo. En ella demuestra que ha asimilado toda la tradición espiritual del Carmelo y es capaz de reformularla con palabras nuevas:

¡Ser esposa de Cristo! Esto no es solo la expresión del más dulce de todos los sueños, es la expresión de todo un misterio de semejanza y de unión, es el nombre que pronuncia la Iglesia sobre nosotras en la mañana de nuestra consagración: Veni, Sponsa Christi. ¡Tenemos que vivir una vida de esposas! «Esposa»: todo lo que este nombre hace vislumbrar de amor dado y recibido, de intimidad, de fidelidad, de entrega total… Ser esposa es entregarse como Él se entregó, es inmolarse como Él, por Él, para Él… Es Cristo que se hace todo nuestro y nosotras que nos hacemos totalmente suyas… Ser esposa es tener todos los derechos sobre su corazón. Es vivir íntimamente unidos durante toda la vida. Es vivir con Él, siempre con Él. Es descansar de todo en Él y dejar que Él descanse de todo en nuestra alma… Es no saber otra cosa que amar: amar adorando, amar reparando, amar orando, pidiendo, olvidándose de una misma. Amar siempre y de todas las maneras. Ser esposa es tener los ojos puestos en sus ojos, el pensamiento fijo en Él, el corazón totalmente cautivo, totalmente invadido, como fuera de sí mismo y trasladado a Él, el alma llena de su alma, llena de su oración, y todo el ser cautivo y entregado… Es tener la mirada clavada siempre en su mirada, para sorprender la menor señal y el mínimo deseo; es penetrar en todas sus alegrías y compartir todas sus tristezas. Es ser fecunda, corredentora, engendrar almas a la gracia, multiplicar los hijos adoptivos del Padre, los redimidos por Cristo, los coherederos de su gloria. Ser esposa, esposa en el Carmelo, es tener el corazón inflamado de Elías, el corazón traspasado de Teresa, su «verdadera esposa», que arde en celo de su honor. Finalmente, ser tomada por esposa, por esposa mística, es haber cautivado de tal forma su corazón, que el Verbo, olvidando todas las distancias, se derrame en el alma como en el seno del padre y con el mismo éxtasis de infinito amor… Es el Padre, el Verbo y el Espíritu inundando el alma, deificándola y consumándola en la unidad por el amor. Es el matrimonio, la situación estable, porque es la unión indisoluble de las voluntades y de los corazones. Y Dios dice: Voy a hacerle una compañera semejante a Él, y serán los dos una sola cosa… (Nota íntima 13).

9.    Carmelita descalza para siempre

Superada la tormenta, el 11 de enero de 1903 pronuncia sus votos. Su primera carta es para sus tías, para agradecerles un regalo y hacerlas partícipes de su alegría: «¡Qué feliz soy! ¡Ya soy esposa de Cristo! Me gustaría hablarles de mi profesión, pero, ¿saben?, es algo tan divino, que las palabras de la tierra son incapaces de expresarlo. Yo había pasado ya días muy hermosos, pero ahora ni siquiera me atrevo ya a compararlos con aquél. Fue un día único, y creo que, si me encontrase delante del Señor, no sentiría una emoción mayor que la que viví. ¡Fue tan grande lo que ese día ocurrió entre Dios y mi alma!» (Cta. 154). Hasta el final de sus días vivirá en una profunda paz, sabiendo que pertenece por entero a Dios, abandonándose en sus manos, confiando en su misericordia. Por medio de sus cartas, comparte con sus seres queridos lo más hermoso de su vida carmelitana: su experiencia del Dios Amor, que es Trinidad, que la habita y en quien habita. También les hace partícipes de su progresiva identificación con Cristo, que hace de ella «una humanidad suplementaria» en la que se prolonga la encarnación del Hijo de Dios.

En los años siguientes, Isabel lee con profusión a san Juan de la Cruz, en quien encuentra las palabras necesarias para explicar su propio proceso de unión transformante en Dios, el camino del matrimonio espiritual con Cristo y su participación en la vida de la Santísima Trinidad: «Estoy leyendo en nuestro bienaventurado Padre san Juan de la Cruz unas páginas muy hermosas sobre la transformación del alma en las tres divinas Personas. Señor Abate, ¡a qué abismo de gloria estamos llamados! Ahora comprendo el silencio, el recogimiento de los Santos, que ya no podían salir de su contemplación. Por eso Dios podía llevarlos a las cumbres divinas donde se consuma la “unidad” entre Él y el alma convertida en esposa en el sentido místico de esa palabra. Nuestro bienaventurado Padre dice que el Espíritu Santo la eleva a una altura tan admirable, que la hace capaz de producir en Dios la misma aspiración de amor que el Padre produce en el Hijo y el Hijo en el Padre, aspiración que no es otra que el mismo Espíritu Santo…» (Cta. 185). También se deleita en las cartas de san Pablo, con las que alimenta su oración y que cita abundantemente en sus escritos: «Leo las preciosas cartas de san Pablo, que son para mí una verdadera delicia» (Cta. 230). En ellas descubrirá la formulación de su vocación más profunda: «Ser alabanza de gloria de la Santísima Trinidad». Este será también su nombre nuevo, que Dios mismo le entrega y con el que se siente plenamente identificada: Laudem Gloriae.

10.  Confianza y optimismo a pesar de las dificultades

La situación religiosa en Francia empeoraba cada año. Las leyes «anticongregacionales» de 1901 comenzaron a ponerse en práctica desde 1902. Se cerraron las escuelas católicas (más de tres mil), se expulsó a los religiosos de sus conventos (más de veinte mil religiosos y cincuenta mil religiosas) y se confiscaron sus bienes, se promulgaron numerosas leyes para terminar con el espíritu cristiano de la sociedad, que afectaban al estudio de la religión católica, al descanso dominical, a la situación jurídica del matrimonio canónico, a los cementerios, etc. Numerosos Carmelos partieron al destierro y se establecieron en otros países. La comunidad de Dijon a la que pertenecía Isabel envió a Bélgica en 1903 sus muebles e incluso las imágenes de la iglesia, aunque finalmente las monjas no tuvieron que irse, pero sí que se vieron obligadas a cerrar su capilla al público desde 1903 hasta la muerte de sor Isabel, realizando el culto a puertas cerradas. Para colmo, el obispo de su diócesis estaba de acuerdo con las medidas del gobierno, enfrentado con el resto del episcopado francés y acusado de masón. La diócesis se encontraba en una situación dramática: los cristianos no permitían que el obispo confirmara a sus hijos, los seminaristas hicieron huelga en contra suya (entre ellos había un cuñado de su hermana, gran amigo de Isabel y destinatario de varias de sus cartas), la Santa Sede le pedía que presentara la renuncia (él terminó aceptando en 1904 y quedó la sede vacante durante casi dos años). La situación de la Iglesia universal no parecía ir mejor, ya que el mismo Papa se consideraba prisionero en el Vaticano. Como se puede comprender, no era fácil para una joven deseosa de entregarse al Señor, perseverar en esas circunstancias. De hecho, varias postulantes que entran en esos años abandonan pronto la clausura. Sin embargo, ninguna de las religiosas profesas perdió su fervor ni traicionó su vocación. Al contrario, se reafirmaron en el valor de su unión personal con Cristo como el mejor medio para salvar a su país y a la Iglesia. Incluso soñaban con el martirio para poder ofrecer a Cristo un testimonio definitivo de su amor por Él.

Sor Isabel comparte plenamente los ideales de sus hermanas de comunidad. En sus cartas encontramos algunos ecos de esta situación, aunque no pierde tiempo en reflexiones amargas, ni permite que los acontecimientos le roben la paz. Son solo pinceladas en medio de textos que hablan ampliamente del amor que la desborda: «¡Cómo me gusta vivir estos tiempos de persecución! ¡Qué santos deberíamos ser! Pida para mí esa santidad de la que estoy tan sedienta. Sí, quisiera amar como los santos, como los mártires» (Cta. 91). «Tranquiliza a mamá. Hay, sí, varios Carmelos que se marchan, pero nosotras nos quedamos. Nuestra reverenda madre está tramitando la autorización… ¡Qué bueno es amarle! Este es nuestro oficio en el Carmelo, ¡ya ves qué hermoso!» (Cta. 93). «El futuro es muy sombrío. ¿No sientes necesidad de amar mucho para reparar, para consolar al Maestro adorado? Hagamos para Él un lugar solitario en lo más íntimo de nuestras almas, y estémonos allí con Él, sin abandonarlo nunca […]. Esta celda interior nadie podrá quitárnosla nunca; por eso, ¿qué me importan las pruebas por las que tengamos que pasar? A mi único tesoro lo llevo dentro de mí. Todo lo demás es nada» (Cta. 160). «Dadle gracias por haber llamado al Carmelo a vuestra Isabelita para sufrir persecución. No sé lo que nos espera, y esa perspectiva de tener que sufrir por ser suya infunde en mi alma una gran felicidad. Amo mucho mi querida clausura, y a veces me he preguntado si no amaré demasiado esta querida celdita donde se está tan a gusto “a solas con Él solo”. Si un día Él me pide renunciar a ella, estoy dispuesta a seguirle a cualquier parte y mi alma dirá con san Pablo: “¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo?”. Dentro de mí hay una soledad en la que Él mora, ¡y ésa nadie me la puede arrebatar!» (Cta. 162).

Isabel está convencida de que su vida no le pertenece, es totalmente de Cristo y no permite que nada, por muy grave que sea, la aparte de la razón de su existencia: «Eso es la vida de una Carmelita: ser ante todo una contemplativa, otra María Magdalena a la que nada debe distraer del Único necesario» (Cta. 164). Incluso en medio de la persecución no cesa de dar gracias a Dios, porque su amor vale más que la vida: «Ya veo que también usted sufre persecución, ya que sus Padres Capuchinos han tenido que salir para el exilio […]. Querida señora, tenemos que darle gracias siempre, pase lo que pase, pues Dios es amor y solo sabe de amor. En el Carmelo reina la calma, la paz de Dios. Somos suyas y Él nos guarda […]. ¿Qué podemos temer? Podrán quitarnos nuestra querida clausura, en la que he encontrado tanta felicidad, podrán llevarnos a la cárcel o a la muerte. Le confieso que me sentiría muy feliz si me estuviera reservada esa dicha…» (Cta. 168). Ya aprendió a buscar solo la voluntad del Señor, más allá de todas las estructuras y mediaciones, cuando su madre no le permitía entrar en el Carmelo. Está segura de que nada la puede apartar de su vocación: ni las leyes laicistas, ni la posible persecución hasta la muerte, tal como había sucedido antes a sus hermanas las Carmelitas mártires de Compiègne. Vive totalmente en Dios y puede ver con una luz distinta las cosas de la tierra, valorando la poca consistencia que tiene todo lo que es temporal: «Jesús quiere que donde está Él estemos también nosotros, y no solo durante la eternidad, sino ya ahora en el tiempo, que es la eternidad ya comenzada y siempre en progreso. […] La Trinidad: he ahí nuestra morada, nuestro “hogar”, la casa paterna de donde nunca debemos irnos» (El cielo en la fe, 1 y 2).

11.  La elevación a la Trinidad

Los tres últimos años de su vida, sor Isabel lleva a plenitud su vocación, hasta convertirse en un don de Dios para toda la Iglesia. Su voluntad está tan identificada con la de Dios, que nada la puede apartar de Él. Si su paz no proviene del mundo ni de las cosas del mundo, tampoco hay nada en el mundo que se la pueda quitar. Ni las alabanzas consiguen envanecerla, ni los sufrimientos turban su espíritu. Vive totalmente olvidada de sí y centrada en la vida de amor de la Santísima Trinidad. Por medio de su correspondencia siembra consuelo y esperanza en cuantos la conocen. En 1904 redacta su escrito más famoso, la Elevación a la Santísima Trinidad.

1.    Comienza con una invocación al Dios trinitario, eterno e inmutable, anterior al tiempo y trascendente al tiempo, que nos quiere introducir en su misterio.

2.    Continúa hablando con Cristo, Verbo encarnado por amor. Quizás nosotros habríamos empezado dirigiéndonos al Padre, origen de todo; pero ella es fiel a la revelación bíblica y sabe que lo que conocemos de Dios es porque Cristo nos lo ha revelado. Como fiel hija de santa Teresa de Jesús, sabe que todos los bienes nos han venido de la sacratísima humanidad de Cristo, por lo que es al primero que se dirige y al que dedica el párrafo más largo.

3.    Viene después el Espíritu, el que hizo posible la encarnación del Verbo en el vientre de María, al que pide que descienda sobre ella para que Jesús pueda prolongar su encarnación en ella, en su carne, en su humanidad, en su historia. Isabel intuye que podemos ser «encarnación» de Dios, prolongación de su presencia en el mundo, colaboradores suyos.

4.    Tal como hace la liturgia cristiana, se dirige «por Cristo, en el Espíritu, al Padre», al que pide que la cubra con su sombra (=con su Espíritu), como hizo con la Virgen María en la encarnación, para que el Hijo se haga presente en ella.

5.    Concluye como ha iniciado, dirigiéndose al Dios Trinidad, en el que quiere sumergirse, consciente de que Él habita en ella y de que ella habita en Él.

¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro! Ayúdame a olvidarme de todo para establecerme en ti, inmóvil y pacífica, como si mi alma ya estuviera en la eternidad. Que nada pueda alterar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi Inmutable, sino que cada minuto me introduzca más y más en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma; conviértela en tu cielo, en tu residencia amada, y en el lugar de tu descanso. Que no te deje nunca más solo, que esté enteramente en ti, despierta en mi fe, en plena adoración, entregada del todo a tu acción creadora.

¡Oh Cristo amado mío, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para tu corazón; te quisiera cubrir de gloria; te quisiera amar… hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia y te pido ser revestida de ti mismo, identificar mi alma con cada movimiento de la tuya, sumergirme en ti, ser invadida por ti, ser sustituida por ti para que mi vida no sea sino una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador, como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote; quiero que me enseñes para poderlo aprender todo de ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas mis impotencias, quiero fijar siempre la mirada en ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh Astro querido mío! Fascíname para que yo ya no pueda salir de tu esplendor.

¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor! Desciende sobre mí para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él una humanidad suplementaria en la que renueve todo su misterio.

Y tú, oh Padre, inclínate sobre esta pobre criatura tuya, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino a tu Hijo predilecto en quien tienes tus complacencias.

¡Oh mis Tres mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo! Me entrego a ti como víctima. Sumérgete en mí para que yo me pueda sumergir en ti hasta que vaya a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas.

Encontramos una confirmación y una exégesis de su oración en una carta escrita pocos días después, en la que vuelve a manifestar su deseo de ser «una humanidad suplementaria» en la que se prolongue el misterio de la encarnación del Verbo, de su presencia amorosa en el mundo, en medio de los hombres:

Dice san Agustín que “el amor, olvidándose de su propia dignidad, está sediento de ensalzar y engrandecer a la persona amada. Solo tiene una medida: no tener medida”. Yo pido al Señor que le colme a usted con esa medida sin medida, es decir, “conforme a la riqueza de su gloria”, y que el peso de su amor le arrastre hasta aquella feliz pérdida de la que habla el Apóstol cuando exclamaba: “Vivo yo, pero no soy yo: es Cristo quien vive en mí”. Este es el sueño de mi alma de Carmelita, y creo que este es también el de su alma de sacerdote. Y, sobre todo, ese es el sueño de Cristo, y a Él le pido que lo haga plena realidad en nuestras almas. Seamos para Él, en cierto modo, una humanidad suplementaria en la que Él pueda renovar todo su misterio. Yo le he pedido que se instale en mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. Y no acierto a decirle qué paz produce en mi alma pensar que Él suple mi impotencia y que, si caigo a cada momento que pasa, Él está allí para levantarme y para introducirme más en Él, en lo hondo de esa esencia divina en la que habitamos ya por la gracia y donde quisiera sepultarme a tal profundidad que nada pudiese hacerme ya salir. Ahí mi alma se encuentra con la suya y, al unísono con ella, hago silencio para adorar a este Dios que nos ha amado de manera tan divina. […] Seamos almas sacrificadas, es decir veraces en nuestro amor: “¡Me amó hasta entregarse por mí!” (Cta. 214).

12.  La enfermedad y la muerte

Desde 1903 tiene problemas de salud: le dolía el estómago y se cansaba mucho, aunque no le da demasiada importancia hasta que en 1905 parece que pierde todas las fuerzas, por lo que se ve obligada a abandonar sus oficios, dedicando algunos tiempos al reposo: «Nuestra madre [se refiere a la priora], que cuida a tu Sabel con un corazón verdaderamente maternal, se empeña en que salga al aire libre. Así que, en vez de trabajar en mi celdita, me instalo como un ermitaño en el lugar más solitario de nuestra enorme huerta y allí paso horas deliciosas. Toda la naturaleza me parece tan llena de Dios» (Cta. 236). Ella no lo sabía, pero padecía la enfermedad de Addison, entonces incurable. Los síntomas que se le manifestaron fueron las úlceras gástricas, nauseas, dolores de cabeza, agotamiento, insomnio y una progresiva debilidad que la llevó a la muerte en 1906. Sor Isabel vivió su enfermedad como el verdadero culmen de su identificación con Cristo, como prolongación de su pasión redentora, como prolongación de su sacrificio de amor al Padre por toda la humanidad.

13.  Sus escritos

Postrada por el dolor en la enfermería del monasterio, encuentra fuerza para escribir sus mejores «tratados» espirituales: El cielo en la fe (julio de 1906), los Últimos Ejercicios Espirituales (agosto de 1906), La grandeza de nuestra vocación (septiembre de 1906) y Déjate amar (octubre de 1906), además de numerosas cartas (conservamos 76, muchas de ellas dictadas, porque ya no tenía fuerza para escribir) y de algunas poesías (conservamos 26). Sus últimas palabras fueron: «Me voy a la luz, al amor, a la vida».

El cielo en la fe es un tratado de 30 páginas escrito a petición de su hermana Margarita. Tiene la estructura de unos ejercicios espirituales de 10 días con dos meditaciones para cada jornada. No busca especulaciones doctrinales, sino que reflexiona, a partir de su experiencia personal, sobre lo que ella considera que es su vocación: «ser una alabanza de gloria». Lo escribe con la ilusión de que su hermana continúe en la tierra la misión que ella ha tenido hasta ahora y que continuará en el cielo:

Te dejo en herencia mi devoción a los Tres, al Amor. Vive con ellos allá dentro en el cielo de tu alma. El Padre te cubrirá con su sombra, interponiendo una especie de nube entre ti y las cosas de la tierra, para guardarte toda para Sí, y te comunicará su poder para que le ames con un amor tan fuerte como la muerte. El Verbo imprimirá en tu alma, como en un cristal, la imagen de su belleza, para que seas pura con su pureza y luminosa con su luz. El Espíritu Santo te transformará en lira misteriosa que, a su toque divino, entonará en silencio un magnífico canto al Amor. Entonces serás “Alabanza de su gloria”, lo que yo soñé con ser en la tierra. Tú me sustituirás. Yo seré Laudem gloriae ante el trono del Cordero, y tú Laudem Gloriae en el centro de tu alma. […] En el cielo o en la tierra, ¡vivamos en el Amor y para glorificar al Amor! (Cta. 269).

Recordemos que su hermana está casada y por entonces tiene ya dos hijos, por lo que podríamos definir este escrito como un tratadillo de espiritualidad laical. Veamos algunas líneas de la última meditación:

Una alabanza de gloria es un alma que mora en Dios y que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en las dulzuras de ese amor; que le ama independientemente de todos sus dones y aunque no hubiese recibido nada de Él; y que desea el bien al Objeto así amado. Pero, ¿cómo desear de verdad el bien a Dios y querer ese bien, si no es cumpliendo su voluntad, dado que esa voluntad todo lo ordena para su mayor gloria? Por tanto, esa alma debe entregarse totalmente, locamente, a hacer esa voluntad, hasta el punto de no querer sino lo que quiere Dios. […] Su cántico nunca se interrumpe, porque vive bajo la acción del Espíritu Santo que lo obra todo en ella. Y aunque no tenga siempre conciencia de ello, porque la debilidad de la naturaleza no le permite vivir con la mirada fija en Dios sin distraerse, esa alma está siempre cantando, está siempre adorando; por así decirlo, se ha transformado totalmente en alabanza y en amor, apasionada por la gloria de su Dios (Números 43 y 44).

Los Últimos Ejercicios Espirituales son una preparación para el momento definitivo del encuentro con Cristo. Isabel sabe que se muere y quiere estar bien dispuesta:

Esta noche Laudem Gloriae entra en el noviciado del cielo, para prepararse a recibir el hábito de la gloria y siente la necesidad de ir a encomendarse a su querida sor Inés. “A los que conoció de antemano –nos dice san Pablo–, Dios los predestinó también a ser imagen de su divino Hijo”. Esto es lo que yo voy a hacer que me enseñen: a ser imagen, a identificarme con mi Maestro adorado, el Crucificado por amor. Entonces podré cumplir mi oficio de ser alabanza de gloria y cantar ya el santus eterno… (Cta. 307).

La madre Germana le pide que ponga por escrito las gracias que Dios le comunique y sus pensamientos sobre la vocación a ser «Alabanza de gloria». Durante diez días, en las largas noches de insomnio, escribe 16 meditaciones en 115 páginas de un cuadernillo escolar. Sor Isabel sufre terriblemente, pero encuentra sentido a sus dolores cuando los une a los de Jesús, completando su pasión a favor de la Iglesia. María a los pies de la Cruz es su modelo y su consuelo. Acerquémonos a algunas líneas propuestas en la meditación del día séptimo:

“La noche a la noche se lo susurra” (Sal 18,3). ¡Qué consolador es esto! Mis limitaciones, mi desgana, mis oscuridades, hasta mis propios defectos pregonan la gloria del Eterno. Mis sufrimientos anímicos o corporales pregonan también la gloria de mi Maestro. Cantaba David: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” Así: “Alzaré la copa de la salvación” (Sal 115, 12-13). Si alzo ese cáliz enrojecido por la sangre de mi Maestro y, dándole gracias radiante de alegría, mezclo mi sangre con la de la Víctima sagrada, mi sangre adquirirá un valor casi infinito y podrá tributar al Padre una magnífica alabanza. Y entonces mi sufrimiento será un mensaje que transmitirá la gloria del eterno (Número 18).

La grandeza de nuestra vocación es la última de las muchas cartas que sor Isabel envía a su entrañable amiga Francisca Sourdon. Además es la última que escribe de su mano y la más larga. La escribió con lapicero en 12 páginas, a lo largo de varios días, intentando responder a las preguntas que le hacía su amiga sobre la humildad y el sufrimiento. Como en todos sus escritos, reflexiona desde su experiencia vital e ilumina su texto con sus vivencias cotidianas:

Siento una íntima y profunda alegría cuando pienso que Dios me ha elegido para asociarme a la pasión de su Cristo, y ese camino del Calvario, que voy subiendo día a día me parece más bien la ruta de la felicidad… ¿No has visto nunca esas estampas en las que se representa a la muerte segando con una guadaña? Pues bien, ésa es mi situación: me parece que siento cómo me va destruyendo a mí así… Para la naturaleza esto resulta a veces doloroso, y te aseguro que, si me quedase en eso, solo sentiría mi flaqueza ante el sufrimiento… Pero eso es solo la visión humana, e inmediatamente abro los ojos del alma a la luz de la fe y esa fe me dice que es el amor quien me está destruyendo, quien me está consumiendo lentamente, y entonces mi alegría es inmensa y me entrego a Él como víctima (número 7).

Déjate amar es una especie de testamento que sor Isabel escribió para su priora durante los últimos días de su vida. Lo escribió muy lentamente, en los pocos momentos en los que sus grandes dolores le permitían coger la pluma. Se lo entregó para que lo leyera ante su féretro, en un sobre lacrado, en el que había escrito: «Secretos para nuestra reverenda madre». Es un texto solemne, en el que sor Isabel se siente «portavoz de Dios» y transmite a la madre Germana lo que Dios le ha hecho comprender en la oración. La priora estaba preocupada porque no sabía si amaba a Dios lo suficiente. Sor Isabel le dice que lo primero y principal no es lo que ella haga, sino lo que Dios ha hecho por ella. Sus principales energías no deben dirigirse a hacer cosas por Dios, sino a dejarse amar por Él. Este amor recibido será la fuente de su propio amor, el que la capacite para poder responder al Amor:

Madre querida, yo quisiera decirle todo lo que usted ha sido para mí. Pero la hora es tan grave, tan solemne…, que no quiero perder el tiempo diciéndole cosas que creo que las empequeñecería si quisiera decirlas con palabras. Lo que va a hacer su hija es revelarle lo que siente, o, para decirlo con mayor verdad, lo que su Dios –en horas de profundo recogimiento y de trato unificador– le ha hecho comprender: “El Señor la ama enormemente”. […] Madre, “déjese amar más que estos”. Así quiere su Maestro que usted sea alabanza de gloria. Él se alegra de poder construir en usted, mediante Su amor, para Su gloria. Y quiere hacerlo Él solo, aunque usted no haga nada para merecer esa gracia, a no ser lo que sabe hacer la criatura: obras de pecado y de miseria… Él la ama así. Él la ama “más que a estos”. Él lo hará todo en usted y llegará hasta el final. Pues cuando Él ama a un alma hasta este punto y de esa manera, cuando la ama con un amor inmutable y creador, con un amor libre que todo lo transforma según su beneplácito, ¡entonces esa alma volará muy alto! […] En las horas en que lo único que sienta sea abatimiento y cansancio, aún le seguirá agradando si permanece fiel en creer que Él sigue actuando, que Él la ama a pesar de todo, e incluso más, porque su amor es libre y es así como quiere ser ensalzado en usted. Y entonces usted se dejará “amar más que estos” (números 1, 5 y 6).

 

P. Eduardo Sanz de Miguel, o. c. d.


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