DOMINGO IV DE CUARESMA

El ciego de nacimiento

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

La liturgia del domingo anterior, al hablar de la samaritana, recordaba que todos estamos sedientos de felicidad, aunque a veces la buscamos en lugares equivocados. Hoy da un paso más, y dice que estamos ciegos, incapaces de encontrarla, si Cristo no nos ilumina. El ciego es imagen del hombre que desea ver, pero alcanzarlo no está en sus manos.

El relato (Jn 9,1-41). Los discípulos preguntan a Jesús si la enfermedad del ciego estaba causada por algún pecado personal o por los pecados de sus padres. Sus contemporáneos pensaban que Dios premiaba a los buenos con salud y riqueza y castigaba a los malos con pobreza y enfermedades, pero Jesús les dice que su ceguera no es consecuencia del pecado. Al curar al ciego, da una enseñanza importante: «Yo soy la luz del mundo». San Juan la profundiza cuando afirma: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió» (Jn 1,1ss). El mismo evangelista explica el motivo del rechazo: «Prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz» (Jn 3,19-21). Por eso, dice el Papa: «El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en Él a nuestro único Salvador» (Mensaje para la Cuaresma, 2011).

Como sucedió con la samaritana, en el ciego se produce un progresivo descubrimiento de la identidad de Jesús: Lo llama sucesivamente «ese hombre», «un profeta», «un enviado de Dios», para terminar postrándose ante Él, aunque esto le conlleve persecuciones y ser expulsado de la sinagoga. En los fariseos, por el contrario, se da un endurecimiento también creciente, por lo que Jesús los llama ciegos, ya que se niegan a comprender; es decir, no quieren ver. Nos encontramos con un fuerte contraste: por un lado, el ciego se abre progresivamente a la luz del sol y a la luz de la fe; por otro, los que pueden ver se cierran a la luz de Cristo y entran en una oscuridad cada vez mayor. Esto indica que hay que hacer opciones ante Jesús: «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). Éste es el juicio del mundo, en el que cada uno se salva o condena por su actitud ante Cristo. Él es la luz. El que no lo acepta permanece en la oscuridad. Dios no puede mostrarnos un amor mayor que dándonos a Cristo. Quien lo rechaza, porque detesta la luz, se condena a sí mismo.

El barro y la piscina. Mezclando tierra y saliva, Jesús hace barro, aludiendo a la creación del hombre (cf. Gn 2,7). Como Adán fue formado con barro de la tierra y sobre él Dios sopló su Espíritu, para convertirlo en ser vivo; Jesús aplicó el barro a los ojos del ciego, para darle la vida de la fe. A continuación, le dijo: «Ve a la piscina de Siloé – que significa «enviado» – y lávate». El nombre de la piscina es importante. Por eso el evangelista lo traduce del hebreo, para que todos sus lectores lo puedan entender: «Siloé, que significa el Enviado». No estamos ante una simple aclaración filológica. El «Enviado» es Jesús. El mismo que, una vez resucitado, enviará a sus apóstoles, para que continúen su obra: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Por eso, la Iglesia lava a los catecúmenos en el agua del Enviado, que es Jesús, para que sus ojos se abran a la vida de la fe y puedan nacer de nuevo.

Catequesis bautismal. Como el sirio Naamán fue sanado de la lepra al lavarse en el Jordán (2Re 5), el ciego es liberado de la oscuridad al lavarse en la piscina. El agua que cura la lepra y la ceguera es anuncio de la que brotará del costado de Cristo, llenará la piscina del bautismo y traerá la salvación a los creyentes. Los primeros cristianos llamaban al bautismo photismós, que significa «iluminación». A esta «iluminación» interior, que se recibe en el bautismo, hacen referencia los textos del día: «[Cristo] se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el bautismo, transformándolos en hijos». Por eso, san Pablo pide a los que han sido iluminados que lo demuestren: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz […] sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas» (Ef 5,8). Para conseguirlo, pedimos a Dios: «ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia». Solo entonces podremos ver «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar que Dios podía tener preparado para los que lo aman» (1Cor 2,9).

Nota histórica. Este domingo es llamado  de Laetare, por la antífona de entrada de la misa: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella…». Como el domingo de Gaudete (tercero de Adviento), los templos se adornan con flores, se entonan cantos festivos, acompañados de instrumentos y los ornamentos sacerdotales son de color rosado. En Roma, la misa estacional se celebraba en la basílica de la «santa Cruz de Jerusalén», donde se ofrecían flores a la reliquia de la Cruz. Al menos desde el s. XI, la ofrenda consistió en una rosa de oro, ungida con crisma y perfumes. El domingo de Gaudete el Papa la regalaba a quien se había distinguido en la defensa de la Iglesia. En nuestros días la ofrece a algunos santuarios marianos de especial significado (Lourdes, Fátima, Guadalupe, Loreto, Aparecida…)

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

Teresianum

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P. EDO. SANZ DE MIGUEL, OCD.

 

 

Caminando con Jesús

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds

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