LA SEMANA SANTA

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

  

 

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La misa Crismal. Se puede celebrar en la mañana del Jueves Santo o en un día cercano. En ella se consagra el Crisma, se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y los presbíteros renuevan sus promesas sacerdotales en presencia del obispo. Para facilitar la presencia del mayor número posible de sacerdotes, se suele anticipar a los días anteriores, ya que el jueves están todos ocupados en la preparación de los oficios de la tarde. Como excepción dentro del tiempo de Cuaresma, se canta el Gloria y los ornamentos litúrgicos son blancos. El prefacio expresa la relación entre Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y la vida y el ministerio de los presbíteros, colaboradores de ese único sacerdocio: Él «elige a hombres de este pueblo para que, por la imposición de manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos».

El Jueves Santo. En este día, las fuentes más antiguas solo describen el rito de reconciliación de los penitentes. A finales del s. IV, Egeria ya testimonia en Jerusalén una misa en el Martyrium (la basílica sobre el Gólgota) hacia las dos de la tarde. Al terminar, todos se dirigían a la capilla que había tras la cruz del atrio de la Anástasis (la basílica del Santo Sepulcro), donde se tenía otra misa sin lecturas, pero con comunión de todos los presentes (añadiendo que éste era el único día del año que se celebraba la Eucaristía en ese altar). Después de una cena ligera, todos se dirigían a la Eleona (la basílica del Monte de los Olivos), donde comenzaba hacia las siete de la tarde una vigilia en recuerdo de la agonía de Jesús, que duraba toda la noche y terminaba con una procesión hasta la Anástasis al alba del viernes. En el siglo V están testimoniadas en Roma tres misas: la de reconciliación de penitentes, la de consagración del crisma y la que conmemoraba la institución de la Eucaristía. Con el tiempo, las tres se fusionaron en una, celebrada por la mañana, en la que adquirieron gran importancia algunos elementos, como el lavatorio de los pies, la reserva del Santísimo en un monumentum (sepulcro), al que se añadieron flores, velas e incluso soldados romanos (como los que hicieron vela ante el sepulcro de Jesús) y el proceso de desnudar los altares (e incluso de lavarlos y ungirlos). En nuestros días, la misa vespertina de la Cena del Señor da inicio al Triduo pascual. En ella se conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo del amor fraterno.

Reserva y adoración de la Eucaristía. Como el Viernes Santo no se celebra la Eucaristía, desde tiempos antiguos, la Iglesia reserva el Santísimo para la comunión del día siguiente. Al principio se conservaban en la sacristía el pan y el vino consagrados, pero desde el s. XI los libros rituales romanos excluyen la reserva del vino y especifican que el traslado se haga procesionalmente a un lugar convenientemente preparado. La liturgia recomienda «una adoración prolongada en la noche del Santísimo Sacramento ante la reserva solemne».

El Viernes Santo. Durante los primeros siglos del cristianismo, la Pascua era la celebración conjunta de toda la historia de la salvación y de todo el misterio de Cristo, subrayando su pasión. Siguiendo a san Juan, la pasión era identificada con la glorificación de Cristo. Con el pasar del tiempo, se distinguirán ambos aspectos en celebraciones separadas. A finales del s. IV, la beata Egeria testimonia en Jerusalén una adoración de la cruz, que duraba toda la mañana, y una liturgia de la Palabra, con numerosas lecturas, que duraba toda la tarde. La adoración se extendió a las iglesias que poseían reliquias de la cruz, para terminar siendo una práctica general. También se dramatizó el rito, con el descubrimiento y ostentación de la cruz, acompañado de postraciones. La actual liturgia del Viernes Santo es el fruto de la síntesis de tradiciones diversas. Su estructura celebrativa consta de cuatro partes: la pasión proclamada (liturgia de la Palabra), la pasión invocada (oraciones solemnes), la pasión venerada (adoración de la cruz) y la pasión comulgada (comunión eucarística).

El Via Crucis. La Iglesia no solo celebra su fe con la liturgia. En concreto, el Viernes Santo, la manifiesta con varios ejercicios de piedad, como el Via Crucis, las procesiones de la Pasión y el recuerdo de los dolores de la Virgen María. El Papa dice que el Via Crucis consiste en «evocar con fe las etapas de la pasión de Cristo [… para] contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que marcó la cumbre de su misión terrena» (Discurso al finalizar el Via Crucis en el Coliseo, 21-03-2008).

El Sábado Santo. Desde los primeros siglos, el Sábado Santo, como el Viernes, fue día de ayuno «por la ausencia del Esposo». Cuando se generalizaron los bautismos en la Vigilia, se dedicó la mañana para ultimar la preparación de los catecúmenos. La celebración comenzaba con un exorcismo y seguía con el effetá, la unción prebautismal, la renuncia a Satanás y la confesión de Cristo. En la Iglesia antigua, el catecúmeno se volvía hacia occidente (símbolo del ocaso del sol y, por tanto, del pecado y de la muerte) y pronunciaba un triple “no”: al demonio, a sus pompas y al pecado. Después se volvía hacia oriente (símbolo del nuevo sol que surge, de la luz y de Cristo) y pronunciaba un triple “sí”: al Padre, al Hijo y al Espíritu santo.

Estos ritos fueron eliminados al desaparecer el bautismo de adultos. Con el pasar del tiempo, la vigilia nocturna se fue adelantando, hasta terminar celebrándose a primera hora de la mañana, dándose las extrañas paradojas de que los textos seguían hablando de la noche y la Cuaresma terminaba a mediodía del Sábado Santo (llamado Sábado de Gloria), que es cuando se hacían tocar las campanas y se tiraban los aleluyas (estampas con grabados y versos escritos) desde el campanario. Por la tarde tenían lugar los estrenos teatrales y, en España, comenzaba la temporada de los toros. Con la reforma iniciada por Pío XII (1951-1955) y culminada después del Vaticano II (1969-1970), el Sábado Santo queda configurado como día de oración y silencio.

La «hora» de la Madre. Si el Viernes es la «hora» de Cristo, a la que toda su existencia se encaminaba, el Sábado es la «hora» de María, en que la fe y la esperanza de la Iglesia se recogen en su corazón de Madre, como recuerda la Congregación para el Culto Divino: «En María, conforme a la enseñanza de la tradición, está como concentrado todo el cuerpo de la Iglesia […] es imagen de la Iglesia Virgen que vela junto a la tumba de su Esposo, en espera de celebrar su resurrección». Por eso, recomienda una celebración mariana en la mañana del Sábado Santo, como se hace cada año en la basílica romana de santa María la Mayor.

El Domingo de resurrección. Los judíos terminaban su cena pascual a media noche. Quizás para diferenciarse de ellos, los primeros cristianos la iniciaban entonces y la prolongaban hasta el amanecer del domingo. La Didascalía de los apóstoles describe cuatro momentos: el ayuno previo, una gran liturgia de la Palabra, la celebración eucarística y un banquete: «Ayunad los días de Pascua, a partir del día décimo […] Pasad toda la noche en vela, rezando y orando, leyendo los profetas, el evangelio y los salmos […] Ofreced después vuestro sacrificio. Alegraos entonces y comed». Pronto se añadieron los ritos bautismales, que llegaron a ser su característica más distintiva. El Papa recuerda que, en la Vigilia, se celebraba el bautismo de la siguiente manera: «El bautizando era desvestido realmente de sus ropas. Descendía en la fuente bautismal y se le sumergía tres veces; era un símbolo de la muerte que expresa toda la radicalidad de dicho despojo y del cambio de vestiduras […]. Luego, al salir de las aguas bautismales, los neófitos eran revestidos de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una vela encendida como signo de la vida nueva en la luz, que Dios mismo había encendido en ellos» (Homilía, 03-04-2010).

Cuando desaparecieron los bautismos de adultos, la vigilia pascual se fue adelantando, hasta trasladarse a la mañana del sábado. La reforma litúrgica del s. XX comenzó con la reinstauración de la vigilia pascual en 1951. Es decir, por el corazón y el núcleo inicial del año litúrgico. Hoy consta de cuatro partes: la liturgia de la luz (con la bendición del fuego y del cirio, del que se encienden la velas de los fieles, y el canto del exultet); la liturgia de la Palabra (que recorre las principales etapas de la historia de la salvación: creación, sacrificio de Abrahán, paso del Mar Rojo, promesas de los profetas, resurrección de Cristo y bautismo de los cristianos); la liturgia bautismal (con la bendición del agua, renovación de las promesas bautismales de todos los presentes y bautismo de los candidatos) y la liturgia eucarística (comunión con Cristo resucitado, que actualiza su sacrificio pascual).

Tradiciones pascuales. Teniendo la Pascua tanta importancia teológica y litúrgica, es natural que el pueblo cristiano la haya enriquecido con numerosas tradiciones. En España, Hispano América y en algunos lugares de Italia es muy común comenzar el día con la «procesión del encuentro». Un grupo de fieles sale de un templo con la imagen de Jesús resucitado. Otro grupo parte de otro oratorio con la imagen de la Virgen, envuelta de un manto negro. Cuando se encuentran, se canta el Regina coeli, se retira el manto de luto de la Virgen y tienen lugar otras manifestaciones de alegría, como soltar palomas y tirar dulces a los niños. En muchos lugares se mantiene la antigua costumbre de bendecir la carne y los huevos (tradicionalmente vetados durante la Cuaresma) y de tener comidas festivas con alimentos especiales (longaniza de Pascua, torta de Pascua…). El día se suele concluir con las «vísperas bautismales», con procesión al baptisterio y renovación de las promesas del bautismo. En muchos lugares, los días siguientes se bendicen las casas o se sigue llevando con solemnidad el Santísimo a los enfermos, para el cumplimiento del «precepto pascual», ya que el IV Concilio de Letrán determinó en 1215 la obligación de la comunión de los cristianos al menos una vez al año, el día de Pascua. Eugenio IV, en 1440, extendió la posibilidad de cumplir el precepto desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo In Albis. Hoy se alarga a todo el ciclo pascual.


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
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P. EDO. SANZ DE MIGUEL, OCD.

 

 

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