Pascua de resurrección

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

 

1. Introducción.

La Pascua es el fundamento de toda la vida cristiana y su celebración es el núcleo de todo el año litúrgico, así como de la vida de la Iglesia. La muerte, resurrección y glorificación de Cristo constituyen el «misterio pascual», que no agota todo el misterio de Cristo, pero es su núcleo, que, por un lado, resume e interpreta toda la historia de Jesús y, por otro, fundamenta y anticipa la vida de gracia de la Iglesia y de cada cristiano.

2. La Pascua prejudía.

En su origen, la Pascua era una celebración de pastores trashumantes, seminómadas. De hecho, se tenía al inicio de la Primavera, en el momento de cambiar de los pastos de invierno (en los valles, lugares más cálidos) a los de verano (en las montañas, único lugar de aquellos áridos parajes donde crece algo verde en esas fechas). El mismo nombre de la fiesta significa precisamente «paso» de un lugar a otro. Las ovejas estaban recién paridas, por lo que las crías podían morir durante la marcha, a causa del calor. Por eso, los rebaños se desplazaban de noche, aprovechando la luna llena para tener una buena visión. Los antiguos pensaban que los desiertos eran la morada de los demonios. Por eso, antes de partir, sacrificaban un cordero, ofreciéndoselo como tributo, y mojaban sus tiendas con la sangre del animal, para que se viera que ellos habían cumplido su parte. Se acompañaba la carne con verduras amargas silvestres, que dan sabor en ausencia de sal, y con panes sin fermentar, típicos de los beduinos.

3. La Pascua histórica del Éxodo.

La Biblia dice que los descendientes de los patriarcas, sometidos a esclavitud en Egipto, querían celebrar la fiesta pascual, al llegar el plenilunio de primavera, como habían hecho sus antepasados cuando vivían en el desierto. Por eso, Moisés y Aarón piden al faraón: «Deja partir a mi pueblo, para que celebre una fiesta en mi honor en el desierto […] Déjanos ir tres días al desierto, a realizar el sacrificio a YHWH, nuestro Dios» (Ex 5,1.3). La narración de las plagas va unida a la negativa del faraón, permisos parciales y sucesivas rectificaciones, que concluyen con la orden final: «Id a dar culto a YHWH, según vuestra petición» (Ex 12,31). Con la salida de Egipto, la Pascua adquirió un significado nuevo.

4. La Pascua de Israel.

Durante una fiesta de Pascua, Israel hizo experiencia de la bondad de Dios, que le libró de la esclavitud de Egipto. A partir de entonces, la Pascua ya no es el «paso» de los pastos de invierno a los de verano, sino el «paso» del Señor, que ha estado grande y ha hecho «pasar» a los israelitas de la servidumbre a la libertad (cf. Ex 12). También fueron interpretados de manera diversa el sacrificio del animal, la sangre, las verduras amargas y los panes ázimos. La Pascua se convirtió en un memorial que debe celebrarse generación tras generación: «Este día será para vosotros un memorial, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las generaciones» (Ex 12,14). Es natural que, generación tras generación, se profundizara su significado y se enriqueciera su celebración. La Pascua no era un acontecimiento cualquiera; era la celebración de los orígenes del pueblo, la ocasión de renovar la Alianza con Dios y de confesar la fe en su providencia: Por caminos maravillosos, Dios llevó a su pueblo de la tristeza al gozo, de la oscuridad a la luz, de la esclavitud a la libertad. En cada cena pascual, Israel reafirma su propia identidad como pueblo de la Alianza, creado por Dios para ser testigo ante el mundo de su poder y de su misericordia. El Dios que lo sacó de la esclavitud y lo constituyó como pueblo, estará a su lado para siempre.

5. Teología judía sobre la Pascua.

La pregunta retórica de Moisés, «cuando os pregunten vuestros hijos: “¿Qué significa para vosotros este rito?”», entró a formar parte de la celebración pascual. El deseo de dar una respuesta cada vez más profunda llevó a una reflexión rica y abundante. En el poema de las cuatro noches se unen la creación, la elección de Abrahán, la salida de Egipto y la futura manifestación del Mesías: «Cuatro son las noches escritas en el Libro de las Memorias. La primera noche: cuando se apareció Yahvé sobre el mundo para crearlo […] La noche segunda: cuando Yahvé se apareció a Abraham […] La tercera noche: cuando Yahvé se apareció a los egipcios a media noche […] La Cuarta Noche: cuando llegue el mundo a su fin para ser redimido […] Esta es la noche de la Pascua […] reservada y fijada para la redención de todas las generaciones de Israel». Estos son los principales acontecimientos celebrados en la Pascua, aunque no los únicos. De alguna manera, todas las grandes intervenciones de Dios, desde la creación hasta la redención final, se ponen en relación con la Pascua. Por su parte, los judíos contemporáneos siguen actualizando la Pascua con nuevas intervenciones de Dios a favor del pueblo (la persecución nazi, el levantamiento del Gueto de Varsovia, la creación del estado de Israel...).

6. La Pascua de Jesús.

Como buen judío, Jesús participó regularmente en la celebración de la Pascua. Precisamente durante unas fiestas pascuales, Jesucristo encontró la muerte y resucitó del sepulcro. A la luz de estos acontecimientos, los discípulos comprendieron el misterio de Cristo y se les abrió una nueva clave de lectura de toda la Escritura. Jesús mismo les invitó a tomar este camino, cuando dijo a los discípulos de Emaús: «¡Qué torpes sois para comprender, y qué cerrados estáis para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él» (Lc 24,25-27). En los evangelios, la cena de despedida, la muerte y la resurrección de Cristo tienen lugar en un contexto pascual. Para los cuatro evangelistas, la Pascua de Jesús consistió en la ofrenda que Él hizo de sí mismo. Juan subraya su entrega real en la Cruz y los sinópticos su entrega sacramental en la Eucaristía. Los primeros cristianos asumieron la teología judía sobre la Pascua y vieron su plena realización en la muerte de Cristo que, antes de entregar su espíritu, exclamó «todo se ha cumplido» (Jn 19,30).

7. La Pascua de los cristianos.

Al igual que los evangelistas, San Pablo también identificó a Cristo con el cordero pascual, cuando escribió a los cristianos de Corinto: «Suprimid la levadura vieja y sed masa nueva, como panes pascuales que sois, porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1Cor 7,7). Este texto puso las bases para una aplicación de la Pascua de Cristo a la vida de los cristianos, ya que dice que éstos son los panes que se comían en la cena pascual, como Cristo es el cordero al que acompañaban. La reflexión patrística siempre consideró la muerte y resurrección de Cristo como el centro de toda la historia de la salvación, y subrayó la relación entre este misterio y la celebración de los sacramentos, especialmente el bautismo y la eucaristía. Además, San Pablo presenta el bautismo como una participación en la muerte de Cristo; lo que nos asegura que también compartiremos su resurrección (Rom 6,3-5).

8. La celebración anual de la Pascua.

Al principio, los cristianos sólo tenían una celebración litúrgica: el domingo. En la Eucaristía vivían el encuentro con Cristo resucitado y hacían memoria de toda su obra de salvación, en la espera de su venida gloriosa al final de los tiempos (cf. 1Cor 11,26). No es fácil determinar la fecha en que la Iglesia comenzó a tener una celebración anual de la Pascua del Señor, aunque debió ser muy pronto. Los primeros testimonios escritos son del s. II, pero algunos retrasan su celebración a los orígenes del cristianismo. De hecho, en la Epistula Apostolorum, se recoge un diálogo en que los apóstoles preguntan al Señor si deben seguir celebrando la Pascua después de su muerte, a lo que Él responde que sí. Parece que ésta sería la respuesta del autor a una polémica sobre la legitimidad de una Pascua cristiana.

9. La controversia «cuatordecimana».

Pronto se planteó un problema sobre el día exacto en que debía celebrarse la Pascua. El año 195, el obispo Polícrates de Éfeso se dirigió al Papa Víctor para dirimir la cuestión. Él dice que las comunidades de Asia menor, desde época apostólica, terminaban los ayunos de preparación con la primera luna llena de primavera, el 15 de Nisán, independientemente del día de la semana en que cayera. La tarde anterior celebraban la Pascua cristiana, que coincidía con la Pesah judía. En el resto de las Iglesias, los ayunos se daban por terminados el sábado siguiente, y la Pascua se celebraba siempre en la noche del sábado al domingo. El Papa Víctor quería apartar a Polícrates de la comunión católica, si no cambiaba la fecha. Pero San Ireneo de Lión le recordó que la misma cuestión se había planteado ya hacia el año 150, entre San Policarpo de Esmirna (que fue su maestro) y el Papa Aniceto de Roma. Ambos mantuvieron la concordia, aunque no llegaron a ningún acuerdo. Lentamente, las iglesias de Asia menor fueron asumiendo la costumbre de celebrar la Pascua el domingo siguiente al 14 de Nisán, y el problema quedó superado.

10. El cálculo de la fecha de Pascua.

Cuando ya había desaparecido la cuestión «cuatordecimana», surgió un nuevo problema: la manera de calcular la llegada de la primera luna llena de primavera. Al principio, los cristianos aceptaban los cálculos judíos y, a partir de ellos, regulaban su propia fecha. En cierto momento, los judíos adoptaron una nueva manera para fijar la fiesta, que no tenía en cuenta el equinoccio. Algunas comunidades cristianas los siguieron. Otros adoptaron cálculos astronómicos distintos, distanciándose de los judíos, por lo que las fechas no siempre coincidían. La cuestión no se solucionó hasta el concilio de Nicea, el año 325, en que los padres conciliares pidieron al obispo de Alejandría que se encargara cada año de hacer los cálculos pertinentes para determinar la fecha exacta de la Pascua y de las otras fiestas que dependen de ella. El Vaticano II afirmó que la Iglesia no sería contraria a una celebración anual de la Pascua en fecha fija, siempre que se fije en domingo.

11. Las celebraciones pascuales.

Como hemos visto, las primeras noticias que conservamos sobre la Pascua hacen referencia a la fecha en que se debían terminar los ayunos de preparación. Estos ayunos terminaron configurando el Triduo Pascual y la Semana Santa. Además, en torno al Triduo surgió un periodo de preparación (Cuaresma) y otro de prolongación (Pentecostés). Cuando se estableció definitivamente la celebración de la Pascua en domingo y se comenzó a subrayar la gloria de la resurrección de Cristo como contenido fundamental de la Pascua, de alguna manera se estaba dando origen a una división de la celebración del misterio pascual en distintas etapas: el ayuno del viernes y del sábado hacía referencia a la pasión y la vigilia pascual a la resurrección. Así, a finales del s. IV se habla ya del Triduo Santo de la pasión, sepultura y resurrección del Señor y se comenzaron a tener celebraciones litúrgicas separadas. Al mismo tiempo que se fue configurando un tiempo de preparación para la Pascua, surgió una prolongación de la misma en un periodo de alegría que duraba 50 días y fue llamado Pentecostés. En su origen, no era una fiesta de un día, sino el conjunto de cincuenta días de fiesta en honor de la resurrección, pero pronto adquirirán especial importancia la primera semana (con catequesis mistagógicas para los recién bautizados), el día final (que terminará asumiendo el nombre de Pentecostés. Los cincuenta días se llaman ahora Tiempo Pascual) y el cuarantésimo día (fiesta de la Ascensión). La liturgia no es sólo un recuerdo de acontecimientos pasados, sino que también los hace presentes sacramentalmente, al mismo tiempo que anticipa la vida eterna. Por eso, aprovechemos la Pascua para unirnos a Cristo, «entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25). Aunque cambien con el tiempo las formas de celebrar la Pascua, no cambian sus contenidos. En ella celebramos el infinito amor de Jesús, más fuerte que la muerte. A Él sean la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!

Jamás el bosque dio mejor tributo

en hoja, en flor y en fruto.

¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza

con un peso tan dulce en su corteza!

 

Cantemos la nobleza de esta guerra,

el triunfo de la sangre y del madero;

y un Redentor, que en trance de Cordero,

sacrificado en cruz, salvó la tierra.

 

Dolido mi Señor por el fracaso

de Adán, que mordió muerte en la manzana,

otro árbol señaló, de flor humana,

que reparase el daño paso a paso.

 

Y así dijo el Señor: "¡Vuelva la Vida,

y que el Amor redima la condena!"

La gracia está en el fondo de la pena,

y la salud naciendo de la herida.

 

¡Oh plenitud del tiempo consumado!

Del seno de Dios Padre en que vivía,

ved la Palabra entrando por María

en el misterio mismo del pecado.

 

¿Quién vio en más estrechez gloria más plena,

y a Dios como el menor de los humanos?

Llorando en el pesebre, pies y manos

le faja una doncella nazarena.

 

En plenitud de vida y de sendero,

dio el paso hacia la muerte porque él quiso.

Mirad de par en par el paraíso

abierto por la fuerza de un Cordero.

 

Vinagre y sed la boca, apenas gime;

y, al golpe de los clavos y la lanza,

un mar de sangre fluye, inunda, avanza

por tierra, mar y cielo, y los redime.

 

Ablándate, madero, tronco abrupto

de duro corazón y fibra inerte;

doblégate a este peso y esta muerte

que cuelga de tus ramas como un fruto.

 

Tú, solo entre los árboles, crecido

para tender a Cristo en tu regazo;

tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo

de Dios con los verdugos del Ungido.

 

Al Dios de los designios de la historia,

que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;

al que en la cruz devuelve la esperanza

de toda salvación, honor y gloria. Amén

 

    P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

 

Caminando con Jesus

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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