LA LITURGIA DE LA IGLESIA

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

 

 

1. INTRODUCCIÓN. ¿QUÉ ES LA LITURGIA CRISTIANA?

2. BREVE HISTORIA Y DEFINICIÓN

3. LA VIDA COMO LITURGIA

4. EL ESPÍRITU SANTO EN LA COMUNIDAD LITÚRGICA

5. LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

6. EL ESPÍRITU SANTO Y LOS SACRAMENTOS

7. LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
 


 

1. INTRODUCCIÓN. ¿QUÉ ES LA LITURGIA CRISTIANA?

La liturgia nos habla de gratuidad: Dios nos ha salvado y nos salva gratuitamente y nosotros se lo queremos agradecer en una celebración también gratuita. Todos los pueblos y todas las religiones tienen celebraciones cultuales en las que ofrecen a Dios su tiempo y su vida por medio de símbolos: flores y perfumes, sacrificios, banquetes, bailes, momentos de silencio... Aunque algunas veces se busca algo a cambio, muchas otras se da por nada, como una cura religiosa del egoísmo innato. Pensemos en nuestras propias «liturgias» de cada día: un mantel en la mesa, una flor en el jarrón, una alfombra en el recibidor, un apretón de manos... gestos inútiles que hacen nuestra vida más «humana», no sólo instintiva. La liturgia cristiana cuenta con estos elementos y, al mismo tiempo, es mucho más, ya que en ella Cristo se nos ofrece y se une a nuestra ofrenda al Padre.

A primera vista, la Liturgia sería la parte externa, visible, del culto cristiano, regulada por medio de unas normas o rúbricas. Dejemos claro desde el principio que la Liturgia cristiana NO ES coreografía (las posturas y movimientos de los ministros sobre el altar, el ceremonial o ritualismo, mera cuestión estética), ni rubricismo (colección de leyes –rúbricas- que regulan las celebraciones), ni el culto natural que todas las religiones tributan a la Divinidad. La Liturgia cristiana se realiza por medio de ritos y de palabras, pero es mucho más que el conjunto de dichos actos humanos y su efectividad no le viene de lo que hacen los hombres, ni de si lo hacen bien o mal, sino de la presencia del Señor Jesús y de su Espíritu Santo en la Iglesia.

Quienes entienden la liturgia como el ordenamiento concreto del culto oficial, falsean la concepción auténticamente cristiana. Así, a las celebraciones que no están reguladas en un ritual las llaman «paraliturgias», tienen normas escrupulosas sobre cuántas sedes hay que colocar en el presbiterio, quién tiene que entonar los cantos y desde dónde, cómo hay que colocar el purificador en el cáliz y el misal en el altar, cuántas moniciones hay que realizar y en qué momentos... Confunden las legítimas sensibilidades estéticas (queriendo, además, imponer las propias como únicas válidas) con los contenidos de la liturgia, que son mucho más ricos.

Los sacramentos, liturgia de las horas, sacramentales y ejercicios piadosos que realiza la comunidad cristiana «en Espíritu y verdad» son acción de Cristo y del pueblo de Dios, por eso son medios con los que Dios santifica a los hombres y los hombres ofrecen un culto agradable a Dios. Es cierto que la Liturgia es celebración de la Iglesia y que, como tal, necesita de unas normas referenciales, pero no olvidemos que es el Espíritu Santo el que da valor a la Liturgia (a toda liturgia realizada con autenticidad, con sencillez de espíritu), no la obra de los hombres (perfecta repetición de fórmulas, estudio de todos los suplementos publicados, multiplicación de subsidios...). Además, «no se puede contraponer la oración interior, libre de todas las formas tradicionales, como piedad "subjetiva", a la liturgia como piedad "objetiva" de la Iglesia. Toda oración auténtica es oración de la Iglesia, y es la Iglesia misma la que ahí ora, porque es el Espíritu Santo que vive en ella el que, en cada alma, "intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8, 26). Precisamente esto es la oración "auténtica", "pues nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo" (1Cor, 12, 3). ¿Qué sería la oración de la Iglesia si no fuera la entrega de los grandes amadores a Dios, que es el Amor?» (Sta. Teresa Benedicta de la Cruz –Edith Stein-, Patrona de Europa).

2. BREVE HISTORIA Y DEFINICIÓN

La palabra griega leitourgía indicaba, en principio, la iniciativa tomada libremente por uno o varios individuos a favor de la colectividad (armar un barco, excavar un pozo, preparar una fiesta...). Con el pasar del tiempo, al ir haciéndose más complejas las relaciones interpersonales en la polis, se empezó a llamar «liturgia» a los servicios que todo ciudadano estaba obligado a realizar en favor de la colectividad: pagar impuestos, alistarse en el ejército, participar en los sacrificios en honor de los dioses protectores de la ciudad... Como no había separación entre vida civil y vida religiosa, los cultos se consideraban actos públicos, oficiales. En sociedades teocráticas, el servicio más importante que se podía ofrecer a la comunidad era el culto a los dioses (las ofrendas para impetrar la lluvia, una buena cosecha, el éxito de una campaña militar...). El término liturgia terminó designando aquellas concretas acciones de culto que los individuos o sus representantes tenían que realizar en los templos o en otros lugares determinados, en ocasiones bien definidas (inicio de la recolección, nacimiento de un hijo, antes de emprender un viaje...).

En la Biblia griega (los LXX), se llama liturgia al servicio religioso regulado por el Pentateuco, que los levitas ofrecían a YHWH en la tienda del encuentro o en el Templo. Al culto privado se le llama latría o dulía. El N.T. no quiere vincular el culto cristiano al sacerdocio levítico, sino a la persona de Cristo, por lo que no usa el término liturgia (a excepción de Hch 13, 2). San Pablo llega a afirmar que la liturgia que tenemos que ofrecer a Dios es la propia vida. La palabra volverá a aparecer más tarde, cuando se consumó la separación entre cristianismo y judaísmo y no quedaba posibilidad de confusión. Los Santos Padres la usan con frecuencia para referirse a todas las formas del culto cristiano. Con el pasar del tiempo, en Oriente se usará únicamente para nombrar la celebración eucarística y en Occidente desaparecerá por completo, traduciéndose por ministerium, munus u otros similares.

Cuando en el s. XVI, los humanistas empezaron a estudiar los rituales antiguos para renovar las celebraciones, según mandato del Concilio de Trento, se denominaron «liturgias» a los documentos que iban apareciendo en las bibliotecas, primero, y a las normas dadas por la Santa Sede sobre la manera de realizar el culto, después (las rúbricas). Se comenzó a hablar de liturgia romana, galicana, mozárabe, oriental..., refiriéndose a la ritualidad ceremonial y las rúbricas que la regulan. Así ha permanecido hasta el movimiento litúrgico de principios del s. XX, en que volvió a recuperar el sentido de la celebración de la Iglesia que, unida a Cristo, ofrece culto al Padre y acoge gozosa la gracia que Dios le otorga. Culto eminentemente cristiano, porque es la continuación en el tiempo del culto que Cristo ofreció al Padre en su vida mortal y porque es el culto del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza.

Pío XII, en la Mediator Dei (1947), dice: «La Sagrada liturgia es la continuación del ejercicio sacerdotal de Cristo... el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre, como cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por Él al Eterno Padre. Es el culto completo del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros». Subraya el aspecto ascensional, el culto de la Iglesia, por Cristo al Padre.

El Vaticano II completa la definición, poniendo de relieve, junto a la dimensión cultual, el aspecto santificador de la misma: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor, y por él tributa culto al Padre Eterno. Por consiguiente, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia... Es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así, el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Sacrosanctum Concilium, 7). En la liturgia, Cristo continúa su obra de salvación: anuncia su Palabra, ofrece su perdón, nos hace hijos de su Padre, nos concede su Espíritu. El culto es nuestra respuesta a la acción salvífica del Señor. No podríamos dar un culto agradable a Dios si antes Él no nos hubiera santificado.

Hoy podríamos definir la liturgia como «la celebración cristiana de la fe, usando gestos y palabras, por medio de los cuáles Dios santifica a los creyentes y éstos ofrecen culto a Dios». Si lo queremos de una manera más académica, podemos hablar de «una acción sagrada a través de la cual, con un rito, en la Iglesia y mediante la Iglesia, se ejerce y continúa la obra sacerdotal de Cristo, es decir, la santificación de los hombres y la glorificación de Dios». Es un rito: gestos y palabras. Acciones sagradas, porque en ellas Cristo realiza nuestra redención, la salvación de los hombres. Los gestos y palabras cumplen lo que anuncian. Su eficacia les viene de Cristo mismo, que actúa en la Iglesia, continuando su obra salvadora.

Por lo tanto, en la liturgia de la Iglesia se da un doble proceso:

1. Katábasis. Dios desciende a nosotros, nos habla y nos santifica. Es la dimensión salvífica (soteriológica). Lo que Dios hace a favor nuestro.

2. Anábasis. Nosotros ascendemos a Dios y Él acoge con agrado nuestro culto. Es la dimensión de glorificación a Dios (latréutica). Lo que nosotros obramos en honor de Dios.

El Espíritu Santo hace posible esta doble dimensión de la liturgia: Él se nos da como don y él hace válido nuestro culto (espiritual y agradable a Dios). En la liturgia se refleja la obra misma de Dios: El Padre, por Cristo, en el Espíritu, crea todas las cosas (movimiento descendente) y en el Espíritu Santo, por Cristo, somos llevados al Padre. Este es el camino de la deificación (theosis) de la que tanto hablan los Padres de la Iglesia. El Espíritu Santo, por el que Dios realizó la creación, la encarnación y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, hace posible hoy la llegada de la salvación de Dios a los hombres concretos. Este mismo Espíritu eleva nuestra plegaria, nuestra vida y a nosotros mismos a Dios, haciéndonos agradables a sus ojos. Él hace que estas dos dimensiones no sean dos realidades independientes: la santificación de los hombres y la glorificación de Dios no van cada una por su lado, sino que la glorificación de Dios se da en la santificación de los hombres. Quienes se dejan guiar por el Espíritu reciben la justificación y reconocen a Dios como su único Señor. San Ireneo lo expresa hermosamente al decir: «La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la contemplación de Dios».

La Epíclesis (invocación al Espíritu Santo) consacratoria y la doxología (glorificación) con que concluye la Plegaria Eucarística nos ilustran lo que estamos diciendo: «Te pedimos, Padre, que envíes tu Espíritu Santo para que este pan y este vino se transformen en el Cuerpo y en la Sangre de tu Hijo». El Padre envía su Espíritu para que el Hijo tome «Carne» en las especies eucarísticas (el mismo proceso que en la Encarnación). Sólo entonces podemos repetir el mismo proceso, pero a la inversa: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos». Ahora, la Iglesia, (el Cuerpo de su Hijo, la prolongación de su Carne en el tiempo) asciende por Cristo en el Espíritu al Padre. Por Cristo, que es la única puerta y el único camino que nos lleva al Padre. No podemos pensar que nuestra oración pudiera interesar a Dios por nuestros propios méritos, pues no somos nada en su presencia, pero por Cristo, gracias a Él, nuestra alabanza le es agradable. Con Cristo, ya que Él mismo ha querido unirse a nosotros para rezar, enseñándonos a llamar «Padre nuestro» a «su» Padre y nos ha prometido que, cuando nos reunimos en su nombre, Él está en medio de nosotros. Y en Cristo. Injertados en él como los sarmientos en la vid, como miembros de su Cuerpo. Cuando nosotros oramos, ora su Cuerpo, indisolublemente unido a Él, que es la cabeza.

La Liturgia es el cauce ordinario (aunque no el único) por el que entramos en contacto con la salvación de Dios y con su Revelación. La vida cristiana se nutre, madura y perfecciona a través de la participación en la Liturgia de la Iglesia. El culto público de la Iglesia se realiza especialmente en la Eucaristía, en los demás sacramentos y en la oración del Oficio Divino con las distintas celebraciones a lo largo del año litúrgico.

La liturgia tiene una triple dimensión: Al mismo tiempo es memorial, presencia y profecía. Memorial de acciones salvíficas realizadas en el pasado, actualización de la salvación obrada por aquéllas y anticipación de su futura posesión perfecta.

3. LA VIDA COMO LITURGIA

Al purificar el Templo de Jerusalén, Jesús termina con una manera de relacionarse con Dios a base de repetir ritos invariables, con palabras establecidas, en lugares fijos. El Templo era el signo de la unicidad de Dios, de la unidad del pueblo, al mismo tiempo que signo de distinción frente a los extranjeros, que no podían acceder a su interior. Para alcanzar la comunión con Dios, en el Templo se realizaban los sacrificios (animales matados sobre el altar, en parte allí quemados y en parte comidos por los oferentes; de ahí los puestos) y se ofrecían los diezmos y tributos (sin embargo, no se admitían monedas extranjeras, consideradas impuras; sólo las propias del Templo, que no tenían validez legal fuera de allí; de ahí la presencia de los cambistas).

Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc 11,16). Tirando por el suelo las ofrendas, está acabando con un sistema, con una manera de relacionarse con Dios. Ha llegado el tiempo en que el culto no será sólo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto en el que todos pueden participar. De hecho, la justificación que Jesús da a su actuar es el de que la casa de Dios ha de ser «casa de oración para todos los pueblos» (Mc 11,17). En el evangelio de San Juan lo justifica con una cita de Zacarías, que nos habla de los tiempos mesiánicos y del culto que entonces se ofrecerá a Dios: «volcó las mesas de los mercaderes y les dijo: "No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado"» (Jn 2, 15-16). El texto del profeta que Jesús utiliza para justificar su acción es profundamente significativo: «Los cascabeles de los caballos llevarán escrito "consagrado a YHWH". Las ollas del Templo serán tan sagradas como las copas que se usan para esparcir la sangre ante el altar. Y en Jerusalén y Judá cualquier olla estará consagrada a YHWH de los ejércitos; de tal modo que si alguien quiere ofrecer un sacrificio, podrá usarlas y cocer en ellas la carne ofrecida. Aquel día ya no habrá mercaderes en la Casa de YHWH» (Zac 14, 20-21). Con la purificación del Templo y el uso de esta cita, el Señor nos indica que ha llegado el tiempo de ofrecer a Dios el «culto en espíritu y verdad» que el Padre quiere (Jn 4, 23). Un culto no ligado a los montes Sión ni Garizín ni a los ritos que allí se realizaban, sino a la vida de los que se dejan guiar por el Espíritu del Señor.

La existencia íntegra del creyente en el mundo, vivida en fidelidad al Espíritu de Cristo, puede llegar a convertirse en «culto espiritual», en culto perfecto y definitivo: «os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1ss). Pablo invita a un culto nuevo: la liturgia de la vida, en la que los distintos carismas y ministerios se ponen al servicio de la comunidad. Su mismo ministerio es presentado en clave litúrgica: «Os escribo por la misión que Dios me ha dado al enviarme como liturgo de Cristo Jesús entre los paganos para anunciarles la Buena Noticia» (Rm 15, 16). San Pedro nos dice que somos «piedras vivas con las que se construye el templo espiritual destinado al culto perfecto, en el que se ofrecen sacrificios espirituales y agradables a Dios por Cristo Jesús» (1Pe 2, 5). Nuestra vida será un culto agradable a Dios si nos dejamos guiar por el Espíritu. No puede haber contradicción entre culto y vida, ya que nuestra vida se convierte en una ofrenda agradable a Dios y los actos concretos de culto son la continua toma de conciencia de este misterio.

4. EL ESPÍRITU SANTO EN LA COMUNIDAD LITÚRGICA

La asamblea que se reúne para celebrar la Liturgia es una comunidad mesiánica, es decir, ungida por Cristo con el Espíritu Santo, para que participe de su triple dimensión profética, sacerdotal y real, como Él mismo fue ungido por el Espíritu Santo con poder (Hch 10, 38). San Pablo nos dice que «Aquel que nos confirma en Cristo y nos da la crismación de Dios, nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestro corazón las arras del Espíritu» (2Cor 1, 21-22) y en otro texto «habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa... No entristezcáis al Espíritu Santo con el que habéis sido sellados» (Ef 1, 13; 4, 30). De modo que todos los miembros de la comunidad cristiana son profetas, sacerdotes y reyes, por esa «crismación recibida que permanece en vosotros» (1Jn 2, 27). Por lo tanto, todos estamos capacitados para realizar una liturgia agradable a Dios y todos somos miembros activos de la misma.

Nuestra asamblea será activa, dinámica, si acogemos los distintos carismas que el único Espíritu suscita (1Cor 12-14). Cuando la comunidad se reúne para la celebración litúrgica cada uno actúa según el carisma que el Espíritu le ha concedido. A través de los cantos, las artes que ayudan a manifestar la fe, los testimonios de la Palabra vivida, los ministerios que surgen y se desarrollan en la asamblea cultual, se hace presente el Espíritu. Gracias a esta participación diferenciada en distintos servicios y ministerios, pero unida por el mismo Espíritu que obra en todos, el grupo reunido deja de ser un público anónimo y se transforma en una comunidad armoniosamente estructurada, donde todos se complementan y enriquecen.

El Espíritu es libertad, y «donde está el Espíritu hay libertad». Él suscita carismas que ayudan a la comunidad a tomar conciencia de su gloriosa vocación, medios para que acojan la salvación que Dios quiere otorgarles y puedan ofrecer el culto agradable a Dios. Como no hay un único estilo artístico o arquitectónico que sirva para expresar la fe, no puede haber una única sensibilidad litúrgica en las fórmulas, en los ritos, en los cantos... Por la admirable condescendencia de Dios, el Espíritu se adapta a nuestras capacidades y suscita en cada época personas sensibles que ayuden a la comunidad a plasmar su fe y a vivir la liturgia (así interpreta el mismo libro primero de los Reyes los talentos que Dios concedió a los artistas para poder realizar el Templo de Jerusalén).

5. LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

Los Sacramentos son acciones de la Iglesia en las que se celebra la fe mediante signos (palabras y gestos) que cumplen lo que anuncian, por la acción del Espíritu Santo que Cristo envía desde el Padre. «Son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1131).

La palabra latina «sacramentum» es una traducción de la griega «mysterion», utilizada en la Escritura en referencia a la acción salvífica de Dios (mientras que «mysterium» y su plural «mysteria» se usaron en latín para los conocimientos y ritos ocultos paganos). Tertuliano es el primero que habló también de «sacramentos» al plural, para indicar los ritos que, en la vida de la Iglesia, hacen presente la salvación de Dios que se ha manifestado en Jesucristo. En el uso normal, «sacramentum» significaba un voto o juramento religioso, principalmente el juramento de fidelidad que los soldados hacían a su comandante, tomando como testigos y jueces a sus dioses. Tertuliano hizo uso de esta etimología para subrayar el compromiso de fidelidad a la Iglesia, por parte del cristiano que celebra los sacramentos. S. Agustín desarrolló el tema de los sacramentos como signos visibles de la gracia invisible, eficaces porque realizan lo que anuncian. Igual que el humo es signo del fuego y las palabras son signo de las ideas que queremos transmitir, los sacramentos son puertas materiales por donde se hacen presentes las realidades espirituales.

En los últimos años, la reflexión se ha enriquecido con los estudios bíblicos sobre los «ôt» proféticos, aquellos gestos que los enviados de Dios realizaban como signos eficaces ante el pueblo. Por ejemplo, Ajías dividió su manto en 12 trozos y entregó 10 a Jeroboán, para indicar que las tribus del Norte se separaban de la casa de Roboán, el hijo de Salomón (1Re 11, 29ss). Jeremías mete una faja de lino en el río hasta que se pudre para indicar las consecuencias que traerá al pueblo el separarse de su Señor (Jr 13, 1ss); rompe una vasija de barro en la plaza para indicar lo inexorable del exilio (Jr 19, 1ss). Ezequiel tiene que cortarse el pelo y la barba con una espada y dividirla en tres partes, quemando una, esparciendo otra en torno a la ciudad y lanzando otra a los cuatro vientos como signo de lo que ha de suceder a Jerusalén y al pueblo (Ez 5, 1ss). El amor de Oseas por Gomer y su triste matrimonio se convierte en imagen de lo que Dios hace y hará por su pueblo (Os 1, 2ss). Zacarías apacienta un rebaño, se deja engañar y rompe sus callados como denuncia de lo que hacen las autoridades de Israel y anuncio de lo que hará Dios (Zac 11, 4ss).

Jesús mismo realizó numerosos «ôt» que anunciaban un acontecimiento y lo anticipaban ritualmente. El envío de los demonios a los cerdos y de éstos al precipicio es anuncio e inicio de su victoria sobre el mal, el pecado y la muerte (Mc 5, 1ss). La maldición de la higuera estéril en relación con la purificación del Templo anuncia el final de una manera de dar culto a Dios e instaura otra nueva (Mc 11, 11ss). El Bautismo de Jesús, la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, la unción en Betania se sitúan en la misma línea. Por eso Juan llama a los milagros «signos» (semeion), porque nos envían a una realidad más profunda, escondida bajo el velo de los gestos y palabras de Jesús. Sin duda, el «ôt» más importante es la celebración de la Última Cena, en la que anticipa su entrega en la Cruz (1 Cor 11, 23-26).

El quehacer de la Iglesia en el mundo es continuación de la misión de Cristo. La Iglesia hace presente entre nosotros la obra redentora de Cristo y nos comunica su eficacia «aquí y ahora» por medio de la predicación de la Palabra de Dios y de la celebración de los Sacramentos. Lo que se anuncia en la Predicación, se cumple y celebra en los Sacramentos. Por la fuerza del Espíritu Santo, la Redención de Cristo, realizada de una vez para siempre, se hace acontecimiento histórico, concreto, para cada uno de nosotros en los Sacramentos. Como en su vida mortal el Hijo de Dios se hizo presente, visible y activo en la forma de su Humanidad; ahora, en la vida de la Iglesia, Cristo se hace presente, visible y activo en la forma de los Sacramentos. Esta presencia activa de Cristo en los Sacramentos reviste distintas modalidades, según la gracia peculiar de cada uno de ellos.

Los Sacramentos son acciones de Cristo y de la Iglesia, mediante los cuales se fortifica y se celebra la fe y se comunica a los creyentes el mayor de los bienes que pueden recibir sobre la tierra: la Gracia de Dios para la vida eterna. Como la Iglesia, los Sacramentos han sido instituidos por Cristo; Él es el que nos comunica la Gracia por medio de ellos. Por el Bautismo, como vida nueva de los hijos de Dios; por la Confirmación, como plenitud de la filiación y dones del Espíritu Santo; por la Penitencia, como perdón y restauración de la Gracia perdida; por la Eucaristía, como alimento y prenda de resurrección; por el Matrimonio, como fortaleza para el amor conyugal; por el Orden, como oficio sacerdotal para servir al pueblo de Dios; por la Unción de los enfermos, como alivio en la enfermedad y purificación definitiva de los pecados.

Hasta hace poco tiempo, la doctrina sobre los Sacramentos se separaba de la Liturgia, reducida a la mera legislación sobre la administración de los mismos. Hoy la reflexión dogmática y litúrgica caminan juntas. La Teología es el esfuerzo de la fe por entenderse a sí misma en vista de una profesión de fe cada vez más personal y auténtica. La Liturgia es la celebración de la misma fe, en la que ésta se transmite y fortalece. Liturgia y Teología se unen en su común referencia a la fe de la Iglesia, de la que nacen y a la que sirven. Sin embargo, no podemos identificar la Liturgia con cada una de las fórmulas rituales con las que se celebran o han celebrado los actos de culto y los Sacramentos. Los ritos y sus fórmulas pueden cambiar con el pasar del tiempo, pero no la gracia que transmiten ni las verdades que confiesan, en cuanto celebración eclesial del misterio de Cristo. A pesar de todo, debemos estudiar cuidadosamente y amar dichos ritos y fórmulas con los que la Iglesia celebra hoy su fe, por medio de los cuales recibe la Gracia y ofrece un culto agradable a Dios.

Los Sacramentales (consagraciones, bendiciones, exorcismos...), llamados por algunos Sacramentos menores, son también celebraciones de la Iglesia en las que se utilizan cosas materiales, gestos corporales y palabras para significar realidades sobrenaturales. En ellos se nos aumenta la Gracia si son recibidos con buena disposición. Jesucristo bendijo a los niños, impuso las manos sobre los apóstoles, lavó los pies a sus discípulos... Durante siglos, éstos y otros gestos fueron considerados Sacramentos. A partir del s. XII se fue generalizando la lista de los 7 grandes Sacramentos y a los otros se les empezó a aplicar el nombre de Sacramentales.

6. EL ESPÍRITU SANTO Y LOS SACRAMENTOS

San Ireneo repite continuamente: «El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de Dios». Esta expresión, con pequeñas variantes, la encontramos en todos los Padres: «Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios», «El hombre llega a ser por la gracia aquello que Dios es por naturaleza». Al explicarla, ellos mismos la traducen como «La Palabra se ha hecho carne para que podamos recibir el Espíritu Santo... Dios se ha hecho portador de la carne para que nosotros podamos ser portadores del Espíritu» (San Atanasio), «Éste fue el fin y la disposición de toda la obra salvadora de Cristo, que los fieles recibieran el Espíritu Santo» (San Simeón el Teólogo) u otras parecidas. Estas ideas nos resuenan como un eco a los que estamos familiarizados con la enseñanza de San Juan de la Cruz, tan cercano en su pensamiento a los Padres antiguos. Cristo no sólo nos ha enseñado el camino de la salvación y de la vida, sino que nos ha dado la salvación y la vida. Su salvación y su vida se nos da de una manera concreta, aquí y ahora, en los sacramentos, precisamente por la acción del Espíritu Santo.

Ciertamente, en Cristo los hombres somos salvados y nos unimos para formar un solo Cuerpo. Pero no debemos olvidar que en esa unidad se conserva la multiplicidad de los seres humanos, a los que el Espíritu Santo otorga los dones que necesitan y en los que el Espíritu Santo actúa de manera concreta, histórica, la salvación que Cristo realizó una vez para siempre. Los teólogos orientales subrayan una triple acción divina en la Iglesia:

- El Padre siempre está al origen de todo, como el que envía al Hijo y al Espíritu para que realicen su eterno proyecto de salvación.

- El Hijo encarnado realizó la salvación (redención, unificación, recreación) de la naturaleza humana con su encarnación, ministerio, muerte y resurrección.

- El Espíritu Santo se dirige a las personas concretas para que cada uno según sus capacidades reciba la plenitud de la gracia y se transforme en colaborador consciente de Dios, iniciando un proceso personal de apropiación de la salvación de Cristo, de divinización (theosis); actuando por medio de las «acciones sagradas» o «mysteria».

La epíclesis (de Kalein -invocar- el nombre divino y epi -sobre-) es componente esencial de toda «acción sagrada». El que está al frente de la asamblea dirige, en nombre de la comunidad, la súplica al Espíritu Santo para que los gestos y palabras que se van a realizar tengan eficacia (como en los «ôt» de los profetas antiguos). El que es la fuerza iluminadora de la Iglesia y el que la lleva a plenitud, hace que se actualicen los grandes misterios que conmemoramos y que se realice un nuevo Pentecostés en cada «mysteria», para que la imagen de Dios se pueda reflejar en la Iglesia. Efectivamente, así como Dios es Unidad en la Trinidad de personas, el único acontecimiento salvador se hace presente en la multitud de los cristianos. Así, este Espíritu que hace eficaces los sacramentos, produce, al mismo tiempo, la unidad de los fieles con Dios y entre sí, realizando la «Koinonía» entre los fieles, como en Pentecostés, que el único fuego se posó en lenguas distintas sobre los que estaban reunidos en un mismo lugar (Hch 2, 1ss).

«Aquí todo se concentra en una palabra: la epíclesis; esta oración que el sacerdote en comunión con el pueblo de Dios pronuncia en el centro de toda acción sacramental, para implorar del Padre que envíe su Espíritu sobre la materia del sacramento y sobre todos los fieles, para integrarlos -materia y fieles-, en el sôma pneumatikon, el cuerpo espiritual del resucitado: de ningún modo desmaterializado, sino copiosamente vivificado y vivificante, divinizado y divinizante» (Olivier Clément).

7. LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA

«La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11), porque en los demás sacramentos se nos ofrece la gracia de Cristo, pero en éste es Cristo mismo el que se nos entrega. En ella, Dios nos sigue dando la salvación (dimensión descendente de la liturgia) y nosotros ofrecemos a Dios el culto perfecto y a Él más agradable: su propio Hijo (dimensión ascendente).

El Señor dijo a los discípulos: «a vosotros no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 15,15). En la Eucaristía nos dejó la máxima expresión de su amistad. San Pablo explicará la celebración de la Cena como verdadera «comunión con el Cuerpo y la sangre de Cristo» (1 Cor 10,16), como participación de su misma vida. El rito eucarístico de la Cena ha conservado acciones y palabras de Jesús que más tarde aparecerán llenas de significado y nos revelan la actitud de Jesús ante su muerte: Él mismo ofrece su vida en el momento definitivo. No se somete pasivamente a ella ni la acepta como un paso necesario hacia su triunfo pleno. Jesús se entrega en conformidad con el plan amoroso de Dios, del que su muerte forma parte; dejando a Dios la última palabra.

En la Sagrada Escritura se da tanta importancia a la Eucaristía, que su institución se nos narra 4 veces: Marcos 14, 22-25; Mateo 26, 26-29; Lucas 22, 15-20 y 1ª Corintios 11, 23-25. Otros textos también nos hablen de ella: 1Cor 10, 16-17; 11, 26ss; Hech 2, 42.46; 20, 7.11; Jn 6, 51-58, etc. El texto de S. Pablo es el más antiguo. Él escribe desde Éfeso su carta a los de Corinto, en Enero del año 56. Les recuerda lo que ya les había enseñado en su primera estancia allí (en el año 50), que es lo mismo que enseñaba en las otras comunidades por él fundadas y que él, a su vez, aprendió en el momento de su conversión (año 40) como tradición firmemente guardada como proveniente del Señor. El contexto es el de una impresionante reprimenda por las divisiones de la Comunidad y por los abusos que se producían al celebrar la Eucaristía. Después de denunciar los fallos les recuerda lo esencial, que es lo que deben recordar para celebrarla con el estilo y sentido originales. Acerquémonos a su enseñanza.

«El Señor, la noche en que iba a ser entregado». Se recogen las circunstancias y el momento del origen exacto de la institución, subrayando cómo en medio de la noche más absoluta, en que los amigos traicionaron y abandonaron al Maestro y los enemigos se ensañaron con él, por medio de su acción prodigiosa quedó superada toda oscuridad.

«Tomó pan y dijo... Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros». El uso del verbo «entregar» («dídomai», «paradídomai») es más importante de lo que parece a primera vista. Basta que demos una ojeada a los numerosos textos en los que se usa. Los demás lo entregaron, creyendo que ellos guiaban la historia: Judas preguntó a los Sumos Sacerdotes: ¿Cuánto me entregáis si yo os lo entrego?... Le entregaron 30 monedas de plata... ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?... Lo entregó para que lo crucificaran, la noche en que iba a ser entregado... Sin embargo, es Él quien nos entrega voluntariamente su cuerpo, su ser débil, su misma vida, ya que tiene poder para entregarla y para recuperarla. En el momento de morir, Jesús entregó el Espíritu. Y San Pablo puede afirmar: «La vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».

«Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre». Se recuerda la conclusión del pacto del Sinaí (Ex 24) y el nuevo pacto que habían prometido los profetas (Jer 31, 31). Cuando la Carta a los Hebreos recuerde que sin derramamiento de sangre no hay alianza ni reconciliación, nos ayuda a comprender que Jesús está donándonos su propia vida, su propia muerte, en el sacramento de la cena. Lo que el Viernes se realizará en la Cruz, él lo quiere adelantar sacramentalmente en el Cenáculo.

«Haced esto en memoria mía». Lo repite el Señor después de repartir el pan y después de repartir la copa. Cristo pide a sus Apóstoles que sigan celebrando la Cena como memorial suyo. No se trata de un simple recuerdo, sino de una verdadera y real actualización y comunión en el ofrecimiento que el Señor hace de sí mismo. Los Apóstoles (la Iglesia) reciben un Ministerio que es participación y ha de ser reflejo de la misión de Cristo en la Tierra: Anuncio del Reino, Comunión de vida con el Padre y entre ellos, Servicio generoso a todos los hombres. Sólo obedeciendo a un mandato del Señor podemos entender que la primera comunidad pudiera hablar de comer carne y beber sangre, cuando eran ideas que les horrorizaban y que sirvieron a muchos judíos para motivo de burla y desprecio. Después de tantos siglos de cristianismo, la Iglesia sigue conservando la celebración eucarística como el más precioso de sus tesoros.

En ella confluyen las instituciones del A.T.: La Alianza llega a su cumplimiento en esta «sangre de la Alianza derramada» (Mc, Mt, cf. Ex 24, 8); la Profecía culmina en el «cáliz de la Nueva Alianza» (Lc, Pablo, cf. Jr 31, 31); la teología martirial (Macabeos) y vicaria (Deuteroisaías) desemboca en la promesa de la entrega «por muchos» (Mc 14, 24); y las ideas profundamente unidas de banquete y sacrificio (Ex 24, 8.11) son asumidas en la relación entre el pan y el vino, con la superación de la contradicción carne-sangre y espíritu-vida.

No importa que la tradición litúrgica jerosolimitana (recogida en las narraciones de Mateo y Marcos) sea la más antigua o que lo sea la antioquena (recogida por Lucas y Pablo); nos basta con el núcleo común, que hace referencia a la entrega, a la comunión, a la relación entre la muerte de Jesús y el establecimiento del Reino.

«¿Qué significan para nosotros el pan y el vino? El pan ha sido para muchos, durante milenios, alimento básico... Pan es o significa el alimento elemental del hombre. Es el alimento que mantiene nuestra vida día a día, que deshaciéndose nos rehace y nos permite hacer, que se transforma en parte nuestra o en energía vital. Si el pan es fruto del trabajo del hombre, el trabajo humano es fruto del pan... El pan es humilde y sencillo, no se da importancia; el pan se entrega sin presunción ni resistencia. En esta humildad generosa concentramos la expresión de nuestro agradecimiento a Dios. Diría que es la prosa de cada día. En cambio, el vino es la poesía, la propina, la fiesta. Pan y agua es lo indispensable: "Son esenciales para el hombre agua y pan y casa y vestido para cubrir la desnudez" (Eclo 29,28). A los furtivos se les ofrece lo urgente: "Al encuentro del sediento, sacad el agua... llevadles pan a los fugitivos" (Is 21,14). Pero cuando se agasaja o festeja a una persona, se le ofrece pan y vino, que equivale a convite, banquete... Si al fugitivo se le ofrece pan y agua, al vencedor, que vuelve de la batalla "Melquisedec, rey de Salén, le ofreció pan y vino" (Gn 14,28)». Luis Alonso Schökel (Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía, 64-65).

 

 

Caminando con Jesus

Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

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