SALMOS

Catequesis del Papa Benedicto XVI

Salmo 120

Salmo 115

Salmo 122

Salmo 112

Salmo 110

Salmo 123


Salmo 120

Miércoles 4 de mayo de 2005

1. Como ya había anunciado el miércoles pasado, he decidido retomar en las catequesis el comentario a los salmos y cánticos que forman parte de las Vísperas, utilizando los textos preparados por mi predecesor, Juan Pablo II.

El Salmo 120 que hoy meditamos, forma parte de la colección de «cánticos de las ascensiones», es decir, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en el templo de Sión. Es un Salmo de confianza, pues en él resuena en seis ocasiones el verbo hebreo «shamar», «custodiar», «proteger». Dios, cuyo nombre se evoca repetidamente, aparece como el «guardián» siempre despierto, atento y lleno de atenciones, el centinela que vela por su pueblo para defenderlo de todo riesgo y peligro. El canto comienza con una mirada del orante dirigida hacia lo alto, «a los montes», es decir, las colinas sobre las que se alza Jerusalén: desde allí arriba viene la ayuda, pues allí vive el Señor en su templo santo (Cf. versículos 1-2). Ahora bien, los «montes» pueden hacer referencia también a los lugares en los que surgen los santuarios idólatras, las así llamadas «alturas», condenadas con frecuencia por el Antiguo Testamento (Cf. 1 Reyes 3,2; 2 Reyes 18,4). En este caso, se daría un contraste: mientras el peregrino avanza hacia Sión, sus ojos se fijan en los templos paganos, que constituyen una gran tentación. Pero su fe es firme y tiene una certeza: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Salmo 120, 2).

2. Esta confianza es ilustrada en el Salmo con la imagen del guardián y del centinela que, vigilan y protegen. Se alude también al pie que no resbala (Cf. versículo 3) en el camino de la vida y quizá al pastor que en la pausa nocturna vela por su grey sin dormirse (cfr v. 4). El pastor divino no descansa en el cuidado de su pueblo.

Aparece después otro símbolo, el de la «sombra», que implica la reanudación del viaje durante el día soleado (Cf. versículo 5). Viene a la mente la histórica marcha en el desierto del Sinaí, donde el Señor camina al frente de Israel «de día en columna de nube para guiarlos por el camino» (Éxodo 13, 21). En el Salterio con frecuencia se reza de este modo: «a la sombra de tus alas escóndeme...» (Salmo 16, 8; Cf. Salmo 90, 1).

3. Tras la vigilia y la sombra, aparece un tercer símbolo, el del Señor que «está a la derecha» de su fiel (Cf. Salmo 120,5). Es la posición del defensor, tanto militar como en un proceso: es la certeza de no quedar abandonados en el momento de la prueba, del asalto del mal, de la persecución. Al llegar a este punto, el salmista retoma la idea del viaje durante el día caliente en el que Dios nos protege del sol incandescente.

Pero al día le sigue la noche. En la antigüedad se creía que los rayos lunares también eran nocivos, causa de fiebre o de ceguera, o incluso de locura. Por este motivo, el Señor nos protege también en la noche (Cf. versículo 6).

El Salmo llega al final con una declaración sintética de confianza: Dios nos custodiará con amor en todo instante, guardando nuestra vida humana de todo mal (Cf. versículo 7). Cada una de nuestras actividades, resumida con los verbos extremos de «entrar» y «salir», se encuentra bajo la mirada vigilante del Señor, cada uno de nuestros actos y todo nuestro tiempo, «ahora y por siempre» (versículo 8).

4. Queremos comentar ahora esta última declaración de confianza con un testimonio espiritual de la antigua tradición cristiana. De hecho, en el «Epistolario» de Barsanufio de Gaza (fallecido hacia la mitad del siglo VI), asceta de gran fama, al que se dirigían monjes, eclesiásticos y laicos por la sabiduría de su discernimiento, se recuerda en varias ocasiones el versículo del Salmo: «El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma». De este modo, quería consolar a quienes compartían con él sus propias fatigas, las pruebas de la vida, los peligros, las desgracias.

En una ocasión Barsanufio respondió a un monje que le pedía rezar por él y por sus compañeros incluyendo en su augurio este versículo: «Hijos míos amados, os abrazo en el Señor, suplicándole que os guarde de todo mal y que os dé la fuerza para soportar como a Job, la gracia como a José, la mansedumbre como a Moisés, el valor en los combates como a Josué, el hijo de Nun, el dominio de los pensamientos como a los jueces, el sometimiento de los enemigos como a los reyes David y Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Que os conceda la remisión de vuestros pecados con la curación del cuerpo como al paralítico. Que os salve de las olas como a Pedro, que os saque de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Que os guarde de todo mal, como a sus verdaderos hijos y os conceda lo que le pide vuestro corazón para el bien del alma y del cuerpo en su nombre. Amén» (Barsanufio y Juan de Gaza Epistolario», 194: «Collana di Testi Patristici», XCIII, Roma 1991, pp. 235-236).


Salmo 115

Miércoles 25 de mayo de 2005

1. El Salmo 115, con el que acabamos de rezar, siempre ha sido utilizado por la tradición cristiana, a partir de san Pablo que, citando la introducción, siguiendo la traducción griega de los Setenta, escribe a los cristianos de Corinto estas palabras: «teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2 Corintios 4, 13).

El apóstol se siente en acuerdo espiritual con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y de las debilidades humanas. Al escribir a los romanos, Pablo retomará el versículo 2 del salmo y trazará la contraposición entre la fidelidad de Dios y la incoherencia del hombre: «Que quede claro que Dios es veraz y todo hombre mentiroso» (Romanos 3, 4).

La tradición sucesiva transformará este canto en una celebración del martirio (Cf. Orígenes, «Esortazione al martirio», 18: «Testi di Spiritualità», Milano 1985, pp. 127-129) a causa de la mención de «la muerte de sus fieles» (Cf. Salmo 115, 15). O hará de él un texto eucarístico, considerando la referencia a «la copa de la salvación» que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (Cf. versículo 13). Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (Cf. 1 Corintios 10, 16), con la «copa de la Nueva Alianza» (Cf. 1 Corintios 11, 25; Lucas 22, 20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía.

2. El Salmo 115, en el original hebreo, forma parte de una sola composición junto al salmo precedente, el 114. Ambos, constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte.

En nuestro texto aparece la memoria de un pasado angustiante: el orante ha mantenido alta la llama de la fe, incluso cuando en sus labios surgía la amargura de la desesperación y de la infelicidad (Cf. Salmo 115,10). Alrededor se elevaba como una cortina helada de odio y de engaño, pues el prójimo se demostraba falso e infiel (Cf. versículo 11). Ahora, sin embargo, la súplica se transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel del torbellino oscuro de la mentira (Cf. versículo 12).

El orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (Cf. versículo 13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador.

3. De hecho, además de mencionarse el rito del sacrificio se hace referencia explícitamente a la asamblea de «de todo el pueblo», ante la cual el orante cumple su voto y testimonia su fe (Cf. versículo 14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (Cf. versículo 16).

El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava (ibídem), bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.

4. Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (Cf. versículos 17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida.

5. Concluimos nuestra reflexión encomendándonos a las palabras de san Basilio Magno que, en la Homilía sobre el Salmo 115, comenta la pregunta y la respuesta de este Salmo con estas palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo» (PG XXX, 109).


Salmo 122

Miércoles 15 de junio de 2005

Queridos hermanos:

Por desgracia, habéis sufrido bajo la lluvia. Esperemos que ahora el tiempo mejore.

1. De manera muy incisiva, Jesús afirma en el Evangelio que los ojos son un símbolo expresivo del yo profundo, un espejo del alma (cf. Mateo 6, 22-23). Pues bien, el Salmo 122, que se acaba de proclamar, se sintetiza en un intercambio de miradas: el fiel alza sus ojos al Señor y espera una reacción divina para percibir un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros elevamos un poco los ojos y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.

Con frecuencia, en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, que «observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Salmo 13, 2). El salmista, como hemos escuchado, recurre a una imagen, la del siervo y la de la esclava, que miran a su señor en espera de una decisión liberadora.

Si bien la escena está ligada al mundo antiguo a sus estructuras sociales, la idea es clara y significativa: esta imagen tomada del mundo del antiguo Oriente quiere exaltar la adhesión del pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo al Señor.

2. El orante está en espera de que las manos divinas se muevan, pues actuarán según justicia, destruyendo el mal. Por este motivo, con frecuencia, en el Salterio el orante eleva sus ojos llenos de esperanza hacia el Señor: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque Él saca mis pies de la red» (Salmo 24, 15), mientras «se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios» (Salmo 68,4).

El Salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad: de hecho, el Salmo pasa de la primera persona del singular --«a ti levanto mis ojos»-- a la del plural «nuestros ojos» (Cf. versículos 1-3). Expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para difundir dones de justicia y de libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números: «ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números 6, 25-26).

3. La importancia de la mirada amorosa de Dios se revela en la segunda parte del salmo, caracterizada por la invocación: «Misericordia, Señor, misericordia»» (Salmo 122, 3). Continúa con el final de la primera parte, en el que se confirma la expectativa confiada, «esperando su misericordia» (versículo 2).

Los fieles tienen necesidad de una intervención de Dios porque se encuentran en una situación penosa, de desprecio y de vejaciones por parte de prepotentes. La imagen que utiliza ahora el salmista es la de la saciedad: «estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos» (versículos 3-4).

A la tradicional saciedad bíblica de comida y de años, considerada como signo de la bendición divina, se le opone ahora una intolerable saciedad constituida por una carga exorbitante de humillaciones. Y sabemos que hoy muchas naciones, muchos individuos están llenos de vejaciones, están demasiado saciados de las vejaciones de los satisfechos, del desprecio de los soberbios. Recemos por ellos y ayudemos a estos hermanos nuestros humillados.

Por este motivo, los justos han confiado su causa al Señor y no es indiferente a esos ojos implorantes, no ignora su invocación ni la nuestra, ni decepciona su esperanza.

4. Al final, dejemos espacio a la voz de san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, quien con el espíritu del salmista, da ritmo poético a la obra de Dios que nos llega a través de Jesús Salvador: «Cristo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si estás ardiendo de fiebre, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si tienes necesidad de ayuda, es fuerza; si tienes miedo de la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas comida, es alimento» («La virginidad« --«La verginità»--, 99: SAEMO, XIV/2, Milano-Roma 1989, p. 81).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Santo Padre ofreció esta síntesis en castellano:]

El Salmo de hoy, para exaltar la esperanza del oprimido, recurre a la imagen del esclavo que espera de su amo la liberación. El orante eleva sus ojos hacia el Señor con la esperanza de que revele toda su ternura y bondad derramando dones de justicia y libertad.

Los fieles, despreciados por los prepotentes e inmorales que, engreídos por su éxito y saciados por su bienestar, desafían a Dios violando los derechos de los débiles, tienen necesidad de una intervención divina. Confiando su causa al Señor, exclaman: «Piedad de nosotros». Y Él no permanece indiferente, no defrauda su esperanza.

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los sacerdotes de Guadalajara; a los de las parroquias de la Candelaria, de Martínez; de la Asunción, de Tlapacoyan; de la Piedad, de México; de la Asunción de Cárcer y de Cantalejo; también a los de Argentina, a los de la Asociación «Dulce Mar» de Madrid y del Liceo de Ourense. Confiad vuestras vidas al Señor. Él atiende siempre vuestras súplicas.


Salmo 112

Miércoles 18 de mayo de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de introducirnos en una breve interpretación del Salmo que se acaba de cantar, quisiera recordar que hoy es el cumpleaños de nuestro querido Papa Juan Pablo II. Habría cumplido 85 años y estamos seguros de que desde lo Alto nos ve y está con nosotros. En esta ocasión queremos dar profundamente gracias al Señor por el don de este Papa y queremos decir gracias al mismo Papa por todo lo que ha hecho y ha sufrido.

1. Ha resonado en su sencillez y belleza el Salmo 112, auténtica puerta de entrada a una pequeña colección de Salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada el «Halel egipcio». Es el aleluya, es decir, el canto de alabanza, que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel en su servicio libre al Señor en la tierra prometida (Cf. Salmo 113).

No es casualidad el que la tradición judía enlazara esta serie de salmos con la liturgia pascual. La celebración de aquel acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, era vista como un signo de la liberación del mal en la multiplicidad de sus manifestaciones.

El Salmo 112 es un breve himno en el que el original hebreo consta sólo de unas sesenta palabras, henchidas de sentimientos de confianza, de alabanza, de alegría.

2. La primera estrofa (Cf. Salmo 112, 1-3) exalta «el nombre del Señor» que, como se sabe, en el lenguaje bíblico indica a la misma persona de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.

En tres ocasiones, con insistencia apasionada, resuena «el nombre del Señor» en el centro de esta oración de adoración. Todo ser y todo el tiempo, «de la salida del sol hasta su ocaso», dice el salmista (versículo 3), se une en una única acción de gracias. Es como si una respiración incesante se elevara desde la tierra hacia el cielo para exaltar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

3. Precisamente a través de este movimiento hacia lo alto, el Salmo nos conduce al misterio divino. La segunda parte (Cf. versículos 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: el Señor «se eleva sobre todos los pueblos», «se eleva en su trono» y nadie puede estar a su nivel; incluso para ver los cielos «se abaja», pues «su gloria está sobre los cielos» (versículo 4).

La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrestres y a los celestiales. Sin embargo, sus ojos no son altaneros o distantes, como los de un frío emperador. El Señor, dice el salmista, «se abaja para mirar» (versículo 6).

4. De este modo, pasamos al último movimiento del Salmo (Cf. versículos 7-9), que cambia la atención para dirigirla de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud hacia nuestra pequeñez e indigencia, que nos llevaría a retraernos con temor. Señala directamente con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz a los últimos y miserables del mundo: «Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre» (v. 7).

Dios se inclina, por tanto, ante los necesitados y los que sufren para consolarles. Y esta expresión encuentra su significado último, su máximo realismo en el momento en el que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse como uno de nosotros, como uno de los pobres del mundo. Al pobre le confiere el honor más grande, el de «sentarlo con los príncipes»; sí entre «los príncipes de su pueblo» (versículo 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (Cf. versículo 9). Por tanto, el salmista alaba a un Dios sumamente diferente de nosotros en su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren.

Es fácil intuir en estos versículos finales del Salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el «Magnificat», el cántico de las decisiones de Dios que «ha puesto los ojos en la humildad de su esclava». Con más radicalidad que nuestro Salmo, María proclama que Dios «derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes» (Cf. Lucas 1,48.52; Cf. Salmo 112, 6-8).

5. Un «Himno vespertino» sumamente antiguo, conservado en las así llamadas «Constituciones de los Apóstoles» (VII,48), retoma y desarrolla el inicio gozoso de nuestro Salmo. Lo recordamos al terminar nuestra reflexión para ofrecer la relectura «cristiana» que la comunidad de los inicios hacía de los salmos:

«Alabad, niños, al Señor,

alabad el nombre del Señor.

Te alabamos, te cantamos, te bendecimos

Por tu inmensa gloria.

Señor rey, Padre de Cristo cordero inmaculado,

que quita el pecado del mundo.

A ti te corresponde la alabanza, el himno, la gloria,

a Dios Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo

por los siglos de los siglos.

Amén» (S. Pricoco - M. Simonetti, «La oración de los cristianos» --«La preghiera dei cristiani», Milán 2000, p. 97).


Salmo 110

Miércoles 8 de junio de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy sentimos un fuerte viento. El viento en la Sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del Salmo 110 que acabamos de escuchar. En este Salmo se encuentra un himno de alabanza y de acción de gracias al Señor por sus muchos beneficios que hacen referencia a sus atributos y a su obra de salvación: se habla de piedad, de clemencia, de justicia, de fuerza, de verdad, de rectitud, de fidelidad, de alianza, de maravillas memorables, incluso del alimento que ofrece y, al final, de su nombre glorioso, es decir, de su persona. La oración es, por tanto, contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.

2. El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva no sólo del corazón del orante, sino también de toda la asamblea litúrgica (Cf. versículo 1). El objeto de esta oración, que comprende también el rito de acción de gracias, se expresa con la palabra «obras» (Cf. versículos 2.3.6.7). Indican las intervenciones salvadoras del Señor, manifestación de su «justicia» (Cf. versículo 3), término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.

Por tanto, el corazón del Salmo se transforma en un himno a la alianza (Cf. versículos 4-9), a ese lazo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y de gestos. De este modo dice que es «piadoso y clemente» (Cf. v. 4), siguiendo la estela de la gran proclamación del Sinaí: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6).

La piedad es la gracia divina que envuelve y transforma al fiel, mientras que la clemencia se expresa en el original hebreo con un término característico que hace referencia a las «entrañas» maternas del Señor, que son todavía más misericordiosas que las de una madre (Cf. Isaías 49, 15).

3. Este lazo de amor comprende el don fundamental del alimento y, por tanto, el de la vida (Cf. Salmo 110, 5) que, en la interpretación cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo: «Como alimento nos dio el pan bajado del cielo: si somos dignos, ¡alimentémonos! » («Breviarium in Psalmos», 110: PL XXVI, 1238-1239).

Luego está el don de la tierra, «la heredad de los gentiles» (Salmo 110, 6), que hace alusión al gran acontecimiento del Éxodo, cuando el Señor se revela como el Dios de la liberación. La síntesis central de este canto hay que buscarla, por tanto, en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como afirma lapidariamente el versículo 9: «ratificó para siempre su alianza».

 

4. El Salmo 110 queda sellado al final por la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su «nombre» santo y trascendente. Citando después un dicho sapiencial (Cf. Proverbios 1, 7; 9, 10; 15, 33), el salmista invita a todo fiel a cultivar el «temor del Señor» (Salmo 110, 10), inicio de la auténtica sabiduría. Bajo este término no se esconde el miedo y el terror, sino el respeto serio y sincero, que es fruto del amor, la adhesión genuina y operante al Dios liberador. Y, si la primera palabra del canto era la de acción de gracias, la última es de alabanza: como la justicia salvífica del Señor «dura para siempre» (versículo 3), de este modo la gratitud del orante no cesa, resuena en la oración que «dura por siempre» (versículo 10). Resumiendo, el Salmo nos invita al final a descubrir todo lo bueno que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también lo positivo, los muchos dones que recibimos, y así encontrar la gratitud, pues sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la liturgia de la acción de gracias, la Eucaristía.

5. Al concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial de los primeros siglos cristianos en el versículo final con su famosa declaración repetida en otros pasajes de la Biblia (Cf. Proverbios 1,7): «Primicia de la sabiduría es el temor del Señor» (Salmo 110,10).

El escritor cristiano Barsanufio de Gaza (activo en la primera mitad del siglo VI) lo comenta así: «¿Acaso el principio de sabiduría no es abstenerse de todo aquello que desagrada a Dios? Y, ¿cómo puede uno abstenerse si no es evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo lo que no hay que decir, o considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y que no vale nada?» («Epistolario», 234: «Collana di testi patristici», XCIII, Roma 1991, pp. 265-266).

Juan Cassiano, quien vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar, sin embargo, que «hay mucha diferencia entre el amor, al que no le falta nada y es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado "inicio de la sabiduría"; éste, al tener en cuenta la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos para alcanzar la plenitud del amor» («Conferencias a los monjes» --«Conferenze ai monaci»--, 2, 11, 13: «Collana di testi patristici», CLVI, Roma 2000, p. 29). De este modo, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, al temor servil que se da al inicio le sustituye un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo.


Salmo 123

Miércoles 22 de junio de 2005

1. Ante nosotros tenemos el Salmo 123, un cántico de acción de gracias entonado por toda la comunidad en oración que eleva a Dios la alabanza por el don de la liberación. El salmista proclama al inicio esta invitación: «Que lo diga Israel» (versículo 1), estimulando a todo el pueblo a elevar una acción de gracias viva y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de parte de las víctimas, éstas, con sus pocas fuerzas, no hubieran sido capaces de liberarse y sus adversarios, como monstruos, les hubieran descuartizado y triturado.

Si bien se ha pensado en algún acontecimiento histórico particular, como el final del exilio de Babilonia, es más probable que el Salmo quiera ser un himno para agradecer intensamente al Señor por haber superado los peligros y para implorarle la liberación de todo mal.

2. Después de haber mencionado al inicio a unos «hombres» que asaltaban a los fieles y eran capaces de haberles «tragado vivos» (Cf. versículos 2-3), el canto tiene dos pasajes. En la primera parte, dominan las aguas arrolladoras, símbolo para la Biblia del caos devastador, del mal y de la muerte: «Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes» (versículos 4-5). El orante experimenta ahora la sensación de encontrarse en una playa, habiéndose salvado milagrosamente de la furia impetuosa del mar.

La vida del hombre está rodeada de emboscadas de los malvados que no sólo atentan contra su existencia, sino que quieren destruir también todos los valores humanos. Sin embargo, el Señor interviene en ayuda del justo y le salva, como canta el Salmo 17: «Él extiende su mano de lo alto para asirme, para sacarme de las profundas aguas; me libera de un enemigo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo… El Señor fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me salvó porque me amaba» (versículos 17-20).

3. En la segunda parte de nuestro canto de acción de gracias se pasa de la imagen marina a una escena de caza, típica de muchos salmos de súplica (Cf. Salmo 123, 6-8). Evoca una bestia que tiene entre sus fauces a su presa o una trampa de cazadores que captura a un pájaro. Pero la bendición expresada por el Salmo nos da a entender que el destino de los fieles, que era un destino de muerte, ha cambiado radicalmente gracias a una intervención salvadora: «Bendito el Señor, que no nos entregó en presa a sus dientes; hemos salvado la vida, como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió, y escapamos» (versículos 6-7).

La oración se convierte en este momento en un suspiro de alivio que surge de lo profundo del alma: incluso cuando se derrumban todas las esperanzas humanas, puede aparecer la potencia liberadora divina. El Salmo concluye con una profesión de fe, que desde hace siglos ha entrado en la liturgia cristiana como una premisa ideal de toda oración: «Adiutorium nostrum in nomine Domini, qui fecit caelum et terram - Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (versículo 8). El Omnipotente se pone en particular de parte de las víctimas y de los perseguidos «que están clamando a él día y noche» y «les hará justicia pronto» (Cf. Lucas 18,7-8).

4. San Agustín ofrece un comentario articulado a este salmo. En primer lugar, observa que este salmo propiamente lo cantan los «miembros de Cristo, que han alcanzado la felicidad». En particular, «lo han cantado los santos mártires, quienes habiendo salido de este mundo, están con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos esos mismos cuerpos que antes eran corruptibles. En su vida, sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad esos tormentos se transformarán en adornos de justicia».

Pero en un segundo momento el obispo de Hipona nos dice que también nosotros podemos cantar este salmo con esperanza. Declara: «También nosotros estamos animados por una esperanza segura cantaremos exultando. No son extraños para nosotros los cantores de este Salmo… Por tanto, cantemos todos con un solo corazón: tanto los santos que ya poseen la corona como nosotros, que con el afecto nos unimos a su corona. Juntos deseamos esa vida que aquí abajo no tenemos, pero que nunca podremos tener si antes no la hemos deseado».

San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica: «Los santos recuerdan los sufrimientos que afrontaron y desde el lugar de felicidad y de tranquilidad en el que se encuentran miran el camino recorrido; y, dado que hubiera sido difícil alcanzar la liberación si no hubiera intervenido para ayudarles la mano del Liberador, llenos de alegría, exclaman: "Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte". Así comienza su canto. No hablan ni siquiera de aquello de lo que se han librado por la alegría de su júbilo» (Comentario al Salmo 123, «Esposizione sul Salmo 123», 3: «Nuova Biblioteca Agostiniana», XXVIII, Roma 1977, p. 65).

 

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Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds

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