Dom Vital Lehodey El Santo Abandono 2. Fundamentos del
Santo Abandono 3.
CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA «La voluntad del
hombre es por extremo suspicaz, de suerte que por regla general sólo
se fía de sí mismo y teme siempre, por lo que atañe a si
propio, del poder y de la voluntad de otro. Lo que se posee de más
precioso, fortuna, honor, reputación, salud, la vida misma
jamás se deposita en manos de otro, a menos de tener una gran
confianza en él. Para el ejercicio de la caridad y del Santo Abandono,
es, pues, necesaria una plena confianza en Dios.» De donde se deduce
que no podrá hallarse el perfecto abandono de un modo habitual fuera
de la vida unitiva, porque sólo en ella la confianza en Dios llega a
su plenitud. «La
sabiduría del hombre es muy limitada en sus horizontes; su voluntad es
débil, mudable y sujeta a mil desfallecimientos y, por consiguiente,
en vez de tener confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos,
incluso de Dios, debiéramos suplicarle, importunarle para que se haga
su voluntad y no la nuestra, porque su voluntad es buena, buena en sí
misma, benéfica para nosotros, buena como lo es Dios y forzosamente
benéfica». ¿Quién es
aquel que vela sobre nosotros con amor y que dispone de nosotros por su
Providencia? Es el Dios bueno. Es bueno de manera tal, que es la bondad por
esencia y la caridad misma, y, en este sentido, «nadie es bueno sino
Dios». Santos ha habido que han participado maravillosamente de esta
bondad divina, y, sin embargo, los mejores de entre los hombres no han tenido
sino un riachuelo, un arroyo o a lo más un río de bondad,
mientras que Dios es el océano de bondad, una bondad inagotable y sin
límites. Después que haya derramado sobre nosotros beneficios
casi innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su expansión
ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad hasta lo
infinito para poder gastarla. A decir verdad, cuanto más da,
más se enriquece, pues consigue ser mejor conocido, amado y servido,
al menos por los corazones nobles. Es bueno para todos: «hace brillar
su sol sobre los buenos y los malos, hace caer la lluvia sobre los justos y
los pecadores». No se cansa de ser bueno, y a la multitud de nuestras
faltas opone «la multitud de sus misericordias» para conquistarnos
a fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es infinitamente
justo como es infinitamente bueno; mas, «en su misma vida no olvida la
misericordia». Este Dios tan bueno es
«nuestro Padre que está en los cielos». Como estima tanto
este título de Dios bueno y nos recuerda hasta la saciedad sus
misericordias, por lo mismo le gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan
grande y tan santo y nosotros tan pequeños y pecadores,
hubiéramos tenido miedo de El; para ganarse nuestra confianza y
nuestro afecto, no cesa de recordarnos en los libros santos, que El es
nuestro Padre y el Dios de las misericordias. «De El deriva toda
paternidad en el cielo y en la tierra», y ninguno es padre como nuestro
Padre de los Cielos. El es Padre por abnegación, madre por la ternura.
En la tierra nada hay comparable al corazón de una madre por el olvido
de sí, el afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira
tanta confianza y abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa infinitamente para
nosotros a la mejor de las madres. «¿Puede una madre olvidar a
su hijo, y no apiadarse del fruto de sus entrañas?, pues aunque se
olvidara, yo no me olvidaré de vosotros» «El que ha amado
al mundo hasta el extremo de darle su Hijo unigénito»,
¿qué nos podrá negar? Sabe mejor que nosotros lo que
necesitamos para el cuerpo y para el alma; quiere ser rogado, tan sólo
nos echará en cara el no haber suplicado bastante, y no dará
una piedra a su hijo que le pide pan. Si es preciso que se muestre severo
para impedir que corramos a nuestra perdición, su corazón es
quien arma su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno,
enjugará nuestras lágrimas y derramará el bálsamo
sobre la herida. Creamos en el amor de Dios para con nosotros y no dudemos
jamás del corazón de nuestro Padre. Es nuestro Redentor, que
vela sobre nosotros; es más que un hermano, más que un amigo
incomparable, es el médico de nuestras almas, nuestro Salvador por
voluntad propia. Ha venido a «salvar el mundo de sus pecados»,
curar las dolencias espirituales, traernos «la vida y una vida
más abundante», «encender sobre la tierra el fuego del
cielo». Salvarnos, he aquí su misión; salir bien en esta
misión, he aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá El
no sentir interés por nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones,
su cuerpo surcado de heridas, su alma llena de dolor, el calvario y el altar,
todo nos muestra que ha hecho por nosotros locuras de amor. «¡Nos
ha adquirido a tan alto precio! » ¿Cómo no le hemos de
ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener confianza, si
no en este dulce Salvador, sin el cual estaríamos perdidos? Por otra
parte, ¿no es Él el Esposo de nuestras almas? Abnegado, tierno
y misericordioso para con cada una, ama con marcada dilección a
aquellas que todo lo han dejado por adherirse sólo a El. Tiene sus
delicias en verlas cerca de su tabernáculo y vivir con ellas en la
más dulce intimidad. «Cuando os
hallareis en la aflicción -dice el P. de la Colombière-,
considerad que el autor de ella es Aquel mismo que ha querido pasar toda su
vida en los dolores, para con ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel
cuyo ángel está siempre a nuestro lado vigilando por orden suya
sobre todos nuestros caminos; Aquel que ruega sin cesar sobre nuestros
altares y se sacrifica mil veces al día en favor nuestro; Aquel que
viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la Eucaristía;
Aquel para quien no existe otro placer que unirse a nosotros. -Mas me hiere
cruelmente, deja caer su pesada mano sobre mí. -¿Qué
podéis temer de una mano que ha sido agujereada, que se ha dejado atar
a la cruz por nosotros? -Me parece andar por un camino erizado de espinas.
-Pero si no hay otro para ir al cielo, ¿preferirías perecer
siempre antes que sufrir durante unos momentos? ¿No es éste el
mismo camino que El ha seguido antes de vosotros y por vosotros?
¿Podréis encontrar una espina que El no haya enrojecido con su
sangre? -Me ofrece un cáliz lleno de amargura. -Sí, pero
recordad que es vuestro Redentor quien os lo presenta. Amándoos como
os ama, ¿podría resolverse a trataros con rigor, si no hubiera
para ello una utilidad extraordinaria o una urgente necesidad?». Siendo como es bueno y
santo, no obra sobre nosotros sino con los fines más nobles y
beneficiosos. «Su objeto es y será indefectiblemente uno»:
la gloria de Dios. «El Señor ha hecho todas las cosas para
sí mismo», nos dice la Escritura, y no hemos de lamentamos por
esto, pues esta gloria no es otra cosa que la alegría de darnos la
eterna felicidad... Teniendo el universo por fin la glorificación de
Dios mediante la beatificación de la criatura racional, síguese
que en un plan secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la
tierra, es la Iglesia católica, pues ella es la madre de la
Salvación. Todas las cosas terrestres, todas, hasta las persecuciones,
están hechas o permitidas por Dios para el mayor bien de la Iglesia...
Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras al bien de los
elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se identifica con la
salvación eterna del hombre, de lo cual hemos de concluir que en un
tercer plano, el término invariable de las evoluciones y revoluciones
de aquí abajo, no es otro que la llegada de los elegidos a su eterno
destino; tanto es así, que tal vez nos sea dado ver en el cielo
países enteros, removidos por la salvación de un grupo de
elegidos... ¿No es cosa loable ver a Dios gobernar al mundo con el
único fin de hacer seres felices y regocijarse en ellos? La voluntad de Dios es,
por tanto, la santificación de las almas. No existe un solo segundo
en que, en un punto cualquiera del universo, se le pueda sorprender ocupado
en otra cosa. He aquí la razón de todos estos acontecimientos
grandes y pequeños que agitan en diversos sentidos las naciones, las
familias. la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy
enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me proporciona este
encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me hace chocar contra esta piedra
y me entrega a esta tentación. Todos estos procedimientos los
determina su amor, su deseo de mi mayor bien. ¿Con qué confianza
y docilidad no debiéramos dejarnos hacer y corresponder si
comprendiéramos mejor sus misericordiosos caminos? Tanto más,
cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal bondad un poder
infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en efecto, el fin particular
de cada alma, el grado de gloria a que la destina en el cielo, la medida de
santidad que la tiene preparada. Para llegar al término y a la
perfección sabe qué caminos ha de seguir, por cuáles
pruebas ha de atravesar, qué humillaciones ha de sufrir. En estos mil
acontecimientos de que estará formada la trama de su existencia, la
Providencia es la que tiene el hilo y lo dirige todo al fin propuesto. Del
lado de Dios que lo dispone nada viene que no sea luz, sabiduría,
gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente poderoso, puede
todo cuanto quiere. El es el dueño, tiene en su poder la vida y la
muerte, conduce a las puertas del sepulcro y saca de él. Hay en
nosotros sombras y claridades, tiempo de paz y tiempo de aflicción;
hay bienes y males; todo viene de El, no hay absolutamente nada de que su
voluntad no sea dueña soberana. Hace todo según su libre
consejo, y si una vez ha decretado salvar a Israel, nadie hay que pueda
oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle variar sus designios; contra
el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni profundidad de
consejos. Bien es verdad que
dispone de los seres racionales respetando su libre albedrío. Pueden,
pues, oponer su voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque. Mas en
realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son conocidas
desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al determinar sus planes; halla
en los recursos infinitos de su omnipotente Sabiduría la mayor
facilidad para cambiar los obstáculos en medios, a fin de hacer servir
a nuestro bien las maquinaciones que el infierno y los hombres traman para
perdernos. «Lo que yo he resuelto, dice el Señor en
Isaías, permanecerá estable, mi voluntad se cumplirá en
todas las cosas». Obrad como queráis, es necesario que la
voluntad de Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro
libre albedrío, reservándose el dar a cada uno según sus
obras; mas todos los medios que podáis emplear para eludir sus
designios, El sabrá hacerlos servir para el cumplimiento de estos
mismos. «Entonces, ¿qué podemos temer?,
¿qué no debemos esperar siendo hijos de un Padre tan rico en
bondad para amarnos y en voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los
medios convenientes a este fin y tan moderado para aplicarlos, tan bueno para
querer, tan perspicaz para ordenar, tan prudente para ejecutar?» RESPUESTA A ALGUNAS
OBJECIONES «Los pensamientos
de Dios no son nuestros pensamientos; tanto como el cielo se eleva sobre la
tierra, los caminos del Señor superan a los nuestros». De
ahí surgen un sinnúmero de malas inteligencias entre la
Providencia y el hombre que no sea muy rico en fe y abnegación.
Señalaremos cuatro. 1º La Providencia se
mantiene en la sombra para dar lugar a nuestra fe, y nosotros
querríamos ver. Dios se oculta tras las causas segundas, y cuanto
más se muestran éstas más se oculta El. Sin El nada
podrían aquéllas; ni aun existirían; lo sabemos, y con
todo, en vez de elevarnos hasta El, cometemos la injusticia de pararnos en el
hecho exterior, agradable o molesto, más o menos envuelto en el
misterio. Evita manifestarnos el fin particular que persigue, los caminos por
donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de tener una ciega
confianza en Dios, querríamos saber, casi osaríamos pedirle
explicaciones. ¿Acaso un niño se inquieta por saber
adónde le conduce su madre, por que escoge este camino en vez del
otro? Por ventura, ¿no llega el enfermo incluso a confiar su salud, su
vida, la integridad de sus miembros al médico, al cirujano? Es un
hombre como nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a causa de su
abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No
deberíamos tener infinitamente más confianza en Dios,
médico omnipotente, Salvador incomparable? Al menos, cuando todo es
sombrío en derredor nuestro y ni aun sabemos por dónde andamos,
quisiéramos un rayo de luz. ¡Oh, si supiéramos siquiera
darnos cuenta que la gracia es quien obra y que todo va bien! Pero
ordinariamente no se dará uno cuenta del trabajo del divino decorador
antes de que esté terminado. Dios quiere que nos contentemos con la
simple fe y que confiemos en El, con corazón tranquilo, en plena
oscuridad. ¡Primera causa de la pena! 2º La Providencia
tiene distintas miras que nosotros, ya sobre el fin que se propone, ya sobre
los medios destinados a su consecución. En tanto no nos hayamos despojado
por completo del amor desordenado a las cosas de la tierra, querríamos
encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él por
camino de rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que
está en razón, a la estima de gentes de bien, al afecto de los
suyos, a los consuelos de la piedad, a la tranquilidad interior, etc., y que
se saboree tan poco la humillación, las contrariedades, la enfermedad,
la prueba en todas sus formas. Las consolaciones y el éxito se nos
presentan más o menos como la recompensa de la virtud, la sequedad y
la adversidad como el castigo del vicio; nos maravillamos de ver con
frecuencia prosperar al malo y sufrir al justo aquí abajo. Dios, por
el contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra, sino hacer
que lo merezcamos tan perfecto como sea posible. Si el pecador se obstina en
perderse, es necesario que reciba en el tiempo la recompensa de lo poquito
que hace bien. En cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el
cielo; lo esencial, mientras aquél llega, es que se purifiquen, que se
hagan ricos en méritos. ¡Es tan buena la prueba con este fin! No
escuchando sino a su austero y sapientísimo amor, Dios
trabajará por reproducir a Jesucristo en nosotros a fin de hacernos
reinar con Jesús glorificado. ¿Quién no conoce por lo demás
las bienaventuranzas anunciadas por el divino Maestro? Así, la cruz
será el presente que El ofrecerá a sus amigos con más
gusto. «Considera mi vida toda llena de sufrimientos -dijo a Santa
Teresa-, persuádete que aquel es más amado de mi Padre que recibe
mayores cruces; la medida de su amor es también la medida de las
cruces que envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi
predilección que deseando para vosotros lo que deseé par
mí mismo?» Lenguaje divino y sapientísimo, mas,
¡qué pocos lo entienden! Y ésta es la segunda causa de
las equivocaciones. 3º La Providencia
sacude recios golpes y la naturaleza se lamenta. Hierven nuestras pasiones,
el orgullo nos reduce, nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente
heridos por el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro
gangrenado. Estamos persuadidos de que no hay para nosotros remedio sino en
la amputación, mas no tenemos valor para hacerla con nuestras propias
manos. Dios, cuyo amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este doloroso
servicio. En consecuencia nos enviará contradicciones imprevistas,
abandonos, desprecios, humillaciones, la pérdida de nuestros bienes,
una enfermedad que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los que
liga y aprieta el miembro gangrenado, le hiere la parte más
conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar a lo vivo. La
naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha, porque este rudo tratamiento
es la curación, es la vida. Estos males que de fuera nos llegan, son
enviados para abatir lo que se subleva dentro, para poner límites a
nuestra libertad que se extravía y freno a nuestras pasiones que se
desbocan. He aquí por qué permite Dios se levanten por todas
partes obstáculos a nuestros designios, por qué nuestros
trabajos tendrán tantas espinas, por qué no gozaremos
jamás de la tranquilidad tan deseada y nuestros superiores
harán con frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto
tiene la naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos sinsabores; los
hombres, injusticias, y su carácter, tantas y tan inoportunas
desigualdades. A derecha e izquierda somos acometidos de mil oposiciones
diferentes, a fin de que nuestra voluntad, que es demasiado libre, así
probada, estrechada y fatigada por todas partes, se despoje al fin de
sí misma y no busque sino la sola voluntad de Dios. Mas ella se
resiste a morir, y ésta es la tercera causa de los disgustos. 4º La Providencia
emplea a veces medios desconcertantes. « Sus juicios son
incomprensibles»; no sabríamos penetrar sus motivos, ni atinar
con los caminos que escoge para ponerlos en ejecución. «Dios
comienza por reducir a la nada a los que encarga alguna empresa, y la muerte
es la vía ordinaria por la que conduce a la vida; nadie sabe por
dónde pasa.» Y, por otra parte, ¿cómo su acción
va a contribuir al bien de sus fieles? Nosotros no lo vemos y aun
frecuentemente creemos ver lo contrario. Mas adoremos la divina
Sabiduría que ha combinado perfectamente todas las cosas, estemos bien
persuadidos de que los mismos obstáculos le servirán de medios
y que llegará siempre a sacar de los males que permite el invariable
bien que se propone, es decir, los progresos de la Iglesia y de las almas
para la gloria de su Padre. En consecuencia, si
consideramos las cosas a la luz de Dios, llegaremos a la conclusión de
que muchas veces los males en este mundo no son males, los bienes no son
bienes, hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que
son un castigo. Citemos algunos ejemplos
entre mil, para poner estas verdades en todo su esplendor. Dios se compromete
a hacer de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las naciones
en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo de las
promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente que no:
mas quiere probar la fe de su servidor y a su tiempo detendrá el
brazo. Se propone someter a José la tierra de los Faraones, y comienza
por abandonarle a la malicia de sus hermanos; el pobre joven es arrojado a
una cisterna, conducido a Egipto, vendido como esclavo, después pasa
en la cárcel años enteros, todo parece perdido, y, sin embargo,
por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus gloriosos destinos.
Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su pueblo del yugo de
los madianitas, improvisa soldados que apenas serán uno contra cuatro.
En lugar de aumentar su número, el Señor despide a la mayor
parte, no conservando sino trescientos y, armándolos de trompetas, de
lámparas, con cántaros de barro, les conduce, ¿a
dónde, diremos, a la batalla o al matadero? Y con este
inverosímil ejército es pon el que asegura a su pueblo una
sorprendente y segura victoria. Mas dejemos el Antiguo Testamento. Después de las
ovaciones y de los ramos, Nuestro Señor es traicionado, prendido,
abandonado, negado, juzgado, condenado, abofeteado, azotado, crucificado y
pierde su reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a
su Hijo la herencia de las naciones? Triunfa el infierno y todo parece
perdido, no obstante, por ahí mismo nos viene la salvación.
Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo que es débil.
Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la conquista del
mundo; nada son, pero El está con ellos. Deja a la persecución
campear durante tres siglos, y, según su palabra profética,
aquélla apenas ha de cesar; renueva a la Iglesia en lugar de
destruirla y la sangre de los mártires es aún hoy día
semilla de cristianos. La impiedad de los filósofos, las argucias de
los heresiarcas se aprestan al asalto para extinguir las estrellas del cielo;
y con eso precisamente se hace la fe más explícita y más
luminosa. Los reyes y los pueblos bramarán contra el Señor y
contra su Cristo, que es, sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el
momento que El ha escogido, «el Hijo del carpintero, el Galileo»,
siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en un ataúd y
los citará a su tribunal. Mientras la tierra se agita en un sin fin de
revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta, indestructible y luminosa sobre
las ruinas de los tronos y de las nacionalidades. Quédanle medios
propios suyos, medios inverosímiles, que Dios escogerá para
salvar a un pueblo, conmover las muchedumbres, instituir familias religiosas. Hubo un tiempo en que
daba pena el reino de Francia; para arrancarlo de una pérdida total e
inminente, Dios va a suscitar no poderosas armas, sino una inocente
niña, una pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil
instrumento libra a Orleáns y conduce triunfalmente al Rey a Reims
para ser consagrado. En nuestros días conmueve países enteros a
la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote rural, y a
excepción de la santidad, hombre de menguado valer. Dios quería
nuestra Orden: suscita tres santos para fundarla y le prepara las más
abundantes bendiciones, y, sin embargo, la persecución que se
dejó caer sobre nuestros Padres en Molismo los siguió a Cister.
Se obliga a San Roberto por obediencia a dejar su obra sin terminar. San
Alberico durante su gobierno y San Esteban durante algunos años apenas
reciben novicios. La muerte hace sus vacíos y una epidemia arrebata la
mitad de la pequeña Comunidad. Los supervivientes se preguntan, no sin
ansiedad, si llegarán a tener sucesores o si su obra va a desaparecer
con ellos. ¿ Querrá la Providencia divina destruir sus piadosos
designios? Todo lo contrario, quiere de este modo asegurarlos, pero a su
manera; propónese santificar a los fundadores, pone en vigor todos los
puntos de la Regla, establece sólidamente la observancia y la vida
interior. Una vez preparada la colmena, atraerá las abejas por
enjambres. Dios revela a la
venerable María Postel que ella ha de fundar, en medio de muchas
tribulaciones, una Comunidad que será la más numerosa de la
diócesis de Coutances. Durante treinta años se la verá
conducida por caminos oscuros, sometida a todo género de pruebas, contradicha
por los acontecimientos, probada por repetidos fracasos. ¿Olvida acaso
el Señor su promesa? Muy al contrario, así es como asegura su
perfecto cumplimiento, elevando a la fundadora a la más encumbrada
santidad, imprimiendo a la Congregación naciente el espíritu
que deberá siempre animarla. San Alfonso de Ligorio, ilustre Fundador
de los Redentoristas, se vio en sus últimos años indignamente
acusado ante el Sumo Pontífice por dos de los suyos; es condenado,
privado de su cargo de Superior General y hasta excluido del Instituto que le
debía su existencia. Animábase leyendo la vida de San
José de Calasanz, el Fundador de las Escuelas Pías, que fue
como él perseguido, expulsado de su Orden y cuyo Instituto fue
suprimido, y más tarde restablecido por la Santa Sede. Mas San Alfonso
predice: que Dios que ha querido la Congregación en el reino de
Nápoles, sabrá mantenerla en él, y que a ejemplo de
Lázaro saldrá de la tumba llena de vida, cuando él ya no
exista. «Dios ha permitido la dimisión -decía- para
multiplicar las casas en los Estados Pontificios.» Y de hecho, cuando
el santo anciano haya apurado hasta las heces el cáliz de las
humillaciones y de los dolores, cuando haya sufrido su martirio con la
más inalterable paciencia, el cisma, causa de este martirio,
cesará como por ensalmo; la Congregación, más
floreciente que nunca, extenderá sus ramas por todos los
países. Así, aquella horrorosa tempestad que parecía iba
a aniquilar el Instituto fue el medio elegido por Dios para propagarlo por el
mundo entero, a la vez que consumaba la santidad del Fundador. Y día
llegó en que los perseguidores del Santo fueron los más
empeñados, según su predicción, en pedir el fin del
cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de sus
maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de decepciones y de
remordimientos! Tratándose de la
santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre
austeros y a veces desconcertantes. Nuestro Padre San
Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios,
«su bienaventurada soledad es su única beatitud».
Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de pasar allí el
resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca una y otra vez
de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un mundo
que aborrece, en el tráfago de mil asuntos ajenos a su
perfección, contrarios a sus gustos de reposo en Dios. No puede ser todo para su
Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se inquieta. «Mi
vida -dice- es monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy la
quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje
por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal.
¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis
hermanos.» Dios no le escucha, por
lo menos en este sentido, y es preciso bendecirle por ello. Porque el santo
«aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos,
pone fin al cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en
medio de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una
soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a
su claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no
la quimera, sino la maravilla de su siglo. Abrumado por el peso de
los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y abdica al
Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en forma del
todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en
prisión. «Pedro -decíase a sí mismo entonces-,
tienes lo que tanto tiempo deseaste, la soledad, el silencio, la celda, la
clausura, las tinieblas en esta estrecha y bienaventurada prisión.
Bendice a Dios sin cesar, pues ha satisfecho los deseos de tu alma de una
manera más segura y agradable a sus ojos que la que tú
proyectabas. Quiere Dios ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero
de Loyola, herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido
su porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este
accidente mil veces feliz a la maravillosa conversión de la que
había de nacer la Compañía de Jesús. ¿No es así
como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La
muerte deja claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que
contábamos; relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras
intenciones y nuestros actos; se nos quita por este medio, al menos en parte,
la confianza de nuestros superiores, abundan las penas interiores, desaparece
nuestra salud, las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la
amenaza está siempre suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al
Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y
a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente más sabio
que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar nuestras
súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses,
prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por
completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor,
de abandono; de verdadera santidad. En resumen, jamás
pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin titubear en
la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los
cielos. Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan
presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige,
aceptemos de antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos
confiados a nuestro buen Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente
todo, se convertirá en bien de nuestra alma. El obstáculo de
los obstáculos, el único que puede hacer fracasar los amorosos
designios de Dios sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y
de sumisión, porque El no quiere violentar nuestra voluntad. Si
nosotros por nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de misericordia,
suya será en todo caso la última palabra en el tiempo de su
justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto a nosotros,
habremos perdido ese acrecentamiento de bien que El deseaba hacernos. |