Dom Vital Lehodey
El Santo Abandono
3. Ejercicio del
Santo Abandono
4. EL
ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU
Artículo 1º.- La salud y la enfermedad
Se puede hacer un buen
uso de la salud y de la enfermedad, y se puede abusar de la una y de la otra.
La salud se recomienda
suficientemente por sí misma, sin que sea necesario afirmar que
favorece la oración, las piadosas lecturas, la ocupación no
interrumpida con Dios, que facilita el trabajo manual e intelectual, que hace
menos penoso el cumplimiento de nuestros deberes diarios. Es un precioso
beneficio del cielo del que nunca se hace caso sino después de haberlo
perdido. En tanto que se la posee, no siempre se pensará en
agradecerla a Dios que nos la concede; se experimentará quizá
más dificultad en someter el cuerpo al espíritu, en no
derramarse demasiado en los cuidados de la vida presente, en vivir tan sólo
para la eternidad que no parece cercana.
«La enfermedad como
la salud es un don de Dios. Nos lo envía para probar nuestra virtud o
corregirnos de nuestros defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o para
desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para desprendernos del
amor a las cosas de la tierra y de los placeres sensuales, para amortiguar el
ardor impetuoso y disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo;
para recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de destierro y que
el cielo es nuestra verdadera patria; para procurarnos, en fin, todas las
ventajas que se consiguen con esta prueba, cuando se acepta con gratitud como
un favor especial.» Bien santificada es, en efecto, «uno de los
tiempos más preciosos de la vida, y con frecuencia, en un día
de enfermedad soportada cual conviene, avanzaremos más en la virtud,
pagaremos más deudas a la justicia divina por nuestros pecados
pasados, atesoraremos más, nos haremos más agradables a Dios,
le procuraremos más gloria que en una semana o en un mes de salud. Mas
si el tiempo de enfermedad es tiempo precioso para nuestra salvación,
son muy pocos los que lo emplean útilmente, los que hacen producir a
sus enfermedades el valor que merecen». «Por mi parte -dice San
Alfonso, llamo al tiempo de enfermedades la piedra de toque de los espíritus;
pues entonces es cuando se descubre lo que vale la virtud del alma. Si
soporta esta prueba sin inquietud, sin deseos, obedeciendo a los
médicos y a sus Superiores, si se mantiene tranquila, resignada en la
voluntad de Dios, es señal de que hay en ella un gran fondo de virtud.
Mas, ¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos
cuidados que de los otros recibe, de sus sufrimientos que encuentra
insoportables, de la ineficacia de los remedios, de la ignorancia del
médico y que llega a veces hasta murmurar contra Dios mismo, como si
le tratase con demasiada dureza?»
¿Seremos del
número de los sabios, que no abundan, que no se preocupan ni de la
salud ni de la enfermedad, y que saben sacar de ambas todo el provecho
posible? O bien, ¿no llegaremos a convertir la salud en un escollo y
la enfermedad en causa de ruina? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios
lo sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que establecerse en una santa
indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea cual fuere. Es
la condición necesaria, para mantenernos siempre dispuestos a recibir
con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien enviarnos, la
plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.
Sin embargo, el abandono
no quita sino la preocupación; no dispensa en manera alguna de las
leyes de la prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado. Nuestra salud
puede ser más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella
necesitamos para desempeñar nuestras obligaciones. «No es, pues,
pecado sino virtud -dice San Alfonso tener de la misma un cuidado razonable,
encaminado al mejor servicio de Dios.» Aquí se han de temer dos
escollos: las muchas y las pocas precauciones. No tenemos derecho a
comprometer inútilmente nuestra salud por excesos o culpables imprudencias.
Mas, por el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado
en cuidar de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia
del amor propio se pasa fácilmente de lo necesario a lo
superfluo». Este segundo escollo es mucho más de temer que el
primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico contra los
sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no
piensa sino en la voluptuosidad; Hipócrates, en la salud; mi Maestro
me predica el desprecio de la una y de la otra y me enseña a perder,
si es necesario, la vida del cuerpo para salvar la del alma, y con esta
palabra condena la prudencia de la carne que se deja llevar hacia la
voluptuosidad, o que busca la salud más de lo necesario.
Santa Teresa compadece
amablemente a las personas preocupadas con exceso de su salud, que pudiendo
asistir al coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de hacerlo
«un día porque les duele la cabeza, otro porque les
dolió, y dos o tres días más por temor de que les
duela». La santa misma no evitó siempre este escollo,
según lo declara en su Vida: «Que no nos matarán estos
negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar para desconcertar el
alma; y el demonio ayuda mucho a hacerlos inhábiles. Cuando ve un poco
de temor no quiere él más para hacernos entender que todo nos
ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas nos hace temer
de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé; y yo no sé
qué mejor vista o salud podemos desear que perderla por tal causa. Como
soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni
de la salud, siempre estuve atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco.
Mas como quiso que entendiese este ardid del demonio, y como me ponía
delante el perder la salud, decía yo: "poco va en que me muera...
¡Sí! ¡El descanso! ... No he menester descanso, sino
cruz". Ansí otras cosas. Vi claro que en muy muchas, aunque yo de
hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio o flojedad
mía, que después que no estoy tan mirada y regalada tengo mucha
más salud».
Bien persuadidos de que
la santidad es el fin y la salud un medio accesorio, opongamos a todos los
artificios del enemigo la valiente respuesta de Gemma Galgani: «Primero
el alma, después el cuerpo»; y no olvidemos este importante aviso
de San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado de vuestra
salud corporal, pongáis en peligro la salud de vuestra alma, o por lo
menos la obra de vuestra santificación. Pensad que si los santos
hubieran como vos cuidado tanto de su salud, jamás se hubieran santificado.»
Cuando la enfermedad, la
debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido
exhalar quejas resignadas, formular deseos moderados y presentar
súplicas sumisas? Seguramente que sí.
San Francisco de Sales
consiente a su querido Teótimo repetir todas las lamentaciones de Job
y de Jeremías, con tal que lo más alto del espíritu se
conforme con el divino beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de
los que no cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a quienes
referir por menudo sus dolores, cuyo mal es siempre incomparable, mientras
que el de los otros no es nada. Jamás se le vio hacer personalmente el
quejumbroso: decía sencillamente su mal sin abultarlo con excesivos
lamentos, sin disminuirlo con engaños. Lo primero le parecía cobardía;
lo segundo, doblez.
«No os
prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros sufrimientos cuando son
graves. Mas poneros a gemir por un pequeño mal y querer que todos
vengan a lamentarse a vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los
males nos afligen con vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre de
ellos. Más perfecto es no quejarse de los dolores que se tienen, y lo
mejor es no pedir ni la salud ni la enfermedad, sino abandonarnos a la
voluntad de Dios, a fin de que El disponga de nosotros como le plazca. Si con
todo necesitamos solicitar nuestra curación, sea por lo menos con
resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo
convenga a la del alma; de otra suerte, nuestra oración sería
defectuosa y sin efectos, ya que el Señor no escucha las oraciones que
no se hagan con resignación.»
«Paréceme
-dice Santa Teresa- que es una grandísima imperfección quejarse
sin cesar de pequeños males. No hablo de los males de importancia,
como una fiebre violenta, por más que deseo que se soporten con
paciencia y moderación, sino que me refiero a esas ligeras
indisposiciones que se pueden sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a
los grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden ocultarse
por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se trate de verdaderas enfermedades,
deben declararse y sufrir que se nos asista con lo que fuere necesario»
En una palabra, los
doctores y los santos admiten quejas moderadas y oraciones sumisas; tan
sólo condenan el exceso y la falta de sumisión. Mas prefieren
inclinarse, como San Francisco de Sales, «hacia donde hay
señales más ciertas del divino beneplácito», y
decir con San Alfonso: «Señor, no deseo ni curar, ni estar
enfermo; quiero únicamente lo que Vos queréis». San
Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la curación a Nuestro
Señor como a quien nos la puede conceder, pero con esta
condición: si tal es su voluntad. Mas personalmente, jamás
oraba para ser librado de la enfermedad; era demasiada gracia para él,
decía; sufrir en su cuerpo a fin de que, como no hacía mucha
penitencia voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese
asimismo en el oficio de San Camilo de Lelis, que teniendo cinco enfermedades
largas y penosas, las llamaba «las misericordias del
Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser librado de
ellas.
Lejos de nosotros el
pensamiento de condenar al que ruega para obtener la curación o alivio
de sus males, con tal de que lo haga con sumisión. Nuestro
Señor ha curado a los enfermos que se apiñaban en torno suyo; y
con frecuencia recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no
dudarlo, hay en ello una magnífica demostración de fe y
confianza gloriosa en Dios, impresionante para el pueblo cristiano. Mas he
aquí otro enfermo despegado de sí mismo, tan unido a la
voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle, que se
limita a manifestar a su Padre celestial su rendimiento y su confianza, y sea
cual fuere la voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta con
cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra
tanto como los otros, y aún más, su fe, confianza, amor,
sumisión y humilde abnegación? Cada cual puede pensar y tener
sus preferencias y seguir su atractivo, pero en cuanto a nosotros, ninguna opinión
nos agrada tanto como la de San Francisco de Sales y de San Alfonso.
«Cuando se os
ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de Ginebra-,
oponedle los remedios que fueren posibles y según Dios (que los
religiosos que viven bajo un Superior reciban el tratamiento que se les
ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra manera seria
tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con
entera resignación el efecto que Dios quiera otorgar. Si es de su
agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis con humildad,
y si le place que el mal supere a los remedios, bendecidle con paciencia.
Porque es preciso aceptar no solamente el estar enfermos, sino también
el estar de la clase de enfermedad que Dios quiera, no haciendo
elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea,
por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la
aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el
corazón en vez de humillarle. Mas cuando se padece un mal sin honor, o
el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son nuestro mal,
¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la
modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! » Santa
Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es
preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas
veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de
cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi
deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos
heroicos». Conviene dar a conocer a los Superiores nuestras
enfermedades, pero inspirándonos en tan hermosa generosidad,
continuaremos llenando fielmente en la enfermedad las obligaciones que tan
sólo piden una buena voluntad, y en la medida que fuere posible, las
que exigen la salud. Y a fin de santificar nuestros males seguiremos este
prudente aviso de San Francisco de Sales: «Obedeced, tomad las
medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios, acordándonos
de la hiel que El tomó por nuestro amor. Desead curar para servirle,
no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a morir, si
así le place, para alabarle y gozar de El. Mirad con frecuencia con
vuestra vista interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado
de disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros
sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a
los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa alguna por El,
al precio que El ha sufrido por vos.»
Así hacía
la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta
años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera
inseparable, y ella la había acogido como a un amigo y a un
bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada que parecía a
punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-,
que se haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más!
» Un día que se le compadecía, exclamó: «
¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por
nosotros.» Comenzó después a cantar como si fuera una
joven de quince anos: «¿Cuándo te veré, oh bella
patria?»
Artículo 2º.- Las consecuencias de la
enfermedad
La prolongación de
la enfermedad, la incapacidad para muchas cosas que la acompañan o que
la siguen, agravan no poco las molestias que ocasiona: y todo esto ha de ser
objeto de un filial y confiado abandono.
Siendo «el
Altísimo quien ha creado los médicos y remedios», entra
en el orden de la Providencia que se recurra a ellos en la necesidad; los
seglares con una prudente moderación, y los religiosos según la
obediencia. Mas Dios tiene en su soberana mano el mal, el remedio y el
médico. «No son las hierbas y las cataplasmas, es vuestra
palabra, Señor, la que todo lo cura» Dios ha sanado en otro
tiempo, sanará ahora si le place, sin el menor socorro humano, como
cuando Nuestro Señor devolvía la salud con una palabra. El
sanó en otro tiempo, sana aún si le place, por medios
inofensivos mas sin valor curativo, por ejemplo: cuando Eliseo enviaba a
Naamán a bañarse siete veces en el Jordán, o
Jesús imponía las manos a los enfermos, o les untaba con un
poco de saliva. El ha sanado en otro tiempo, y sana aún si le place,
por medios al parecer contrarios, como cuando Jesús frotó con
lodo los ojos del ciego de nacimiento. Y a pesar de la ciencia de los
doctores, a pesar de la abnegación de los enfermos, a pesar de la
energía de los remedios, deja empeorar al que quiere, y todos terminan
por morir, así el sabio más famoso como el último de los
vivientes. Dios es, pues, el Dueño absoluto de la naturaleza, de la
salud y de la enfermedad. En El se ha de creer y no conviene tener como
Asá una confianza exagerada en los medios humanos, porque El les
otorga o niega el resultado según le place. Si, pues, a despecho de
los médicos y de las medicinas, el mal se prolonga y las enfermedades
subsisten, en preciso adorar con filial y humilde sumisión la
santísima voluntad de Dios. El Señor no ha permitido que el
médico acierte o que el remedio obre, quizá ha permitido aun
que los cuidados agraven el mal en lugar de curarlo. Nada de esto hace sino
con un designio paternal y para el bien de nuestra alma; a nosotros toca aprovecharnos
de ello.
La primera prueba es,
pues, la prolongación del mal. Lejos de nosotros las quejas, el
descorazonamiento, la murmuración y el pensamiento de culpar a los que
nos cuidan. Ellos han cumplido seguramente su deber con gran
abnegación y les debemos mucho reconocimiento. Si han merecido alguna
reprensión, Dios les pedirá cuentas de su falta; pero ha
querido servirse de ellos para mantenernos en la cruz, y será
necesario ver en esto mismo un designio de la divina Providencia. El error o
la habilidad, la negligencia o la abnegación, nada hay que no haya
sido previsto por Ella con toda claridad, nada que Ella no haya elegido, y a
ciencia cierta, nada que Ella no sepa utilizar para conducirnos a sus fines.
Por tanto, veamos sólo a Dios, creamos en su amor y bendigamos la
prueba como don de su mano paternal. A los que se quejan con sobrada
facilidad de la falta de cuidados, dice San Alfonso reprendiéndoles:
«Os compadezco, no por vuestros sufrimientos, sino por vuestra poca
paciencia; estáis en verdad doblemente enfermos, de espíritu y
de cuerpo. Se os olvida, pero vosotros sois los que olvidáis a
Jesucristo muriendo en la cruz, abandonado de todos por vuestro amor.
¿Para qué quejaros de éste o de aquél, cuando os
habríais de quejar de vosotros mismos por tener tan poco amor a
Jesucristo, y por consecuencia, mostrar tan poca confianza y
paciencia?» San José de Calasanz decía: «
Practíquese tan sólo la paciencia en las enfermedades, y las
quejas desaparecerán de la tierra.» Y Salvino: «Muchas
personas no llegarían jamás a la santidad, si disfrutasen de
buena salud.» De hecho, para no hablar sino de las mujeres que se
santificaron, leed su vida, y veréis a todas, o a casi todas, sujetas
a mil enfermedades. Santa Teresa no pasó durante cuarenta años
un solo día sin sufrir. Así el citado Salvino añade:
«Las personas consagradas al amor de Jesucristo están y quieren
estar enfermas.»
Las múltiples
impotencias debidas a la enfermedad son otra prueba muy crucificante. Con
más o menos frecuencia y extensión, no se puede como en tiempo
de salud observar toda la Regla, asistir al coro, comulgar, orar, hacer
penitencia, ser asiduo al trabajo, al estudio y a todos los deberes de su
cargo; y cuando el mal es tenaz, estas impotencias pueden durar largo tiempo.
A esto responde San Alfonso diciendo: «Dime, alma fiel, ¿por
qué deseas hacer estas cosas? ¿No es para agradar a Dios?
¿Qué buscas, pues, cuando sabes con certeza que el
beneplácito de Dios no es que hagas (como en otro tiempo), oraciones,
comuniones, penitencias, estudios, predicaciones u otras obras, sino soportar
con paciencia esta enfermedad y estos dolores que El te envía?
«Amigo mío, escribía San Juan de Ávila a un
sacerdote enfermo, no examináis lo que haríais estando sano,
sino contentaos con ser un buen enfermo todo el tiempo que a Dios pluguiere.
Si es su voluntad lo que de veras buscáis, ¿qué os
importa estar enfermo o sano?» Es incumbencia de Dios aplicarnos,
según su beneplácito, a las obras de salud o a las de enfermedad.
A nosotros toca ver en todo su santa voluntad, amarla, adorarla puesto que
ella es siempre la única regla suprema. Hagamos, pues, en la salud las
obras de la salud, en la enfermedad, las de la enfermedad según que
están determinadas por nuestras observancias. Dios nos pide esto y no
quiere otra cosa. ¿Por qué turbarse obrando de este modo? La
inquietud mostraría que no hemos entendido nuestro deber, o que nos
dejamos prender de los artificios del demonio.
Pero, diréis, el
mal, prolongándose, mi impide cumplir los deberes de mi cargo, y
¿qué va a suceder? Sucederá lo que Dios quiera.
¿No tiene el derecho de disponer de nosotros en esto como en todas las
cosas? Todo el tiempo que vuestros Superiores, debidamente advertidos,
juzguen conveniente manteneros en el empleo, llenadle lo mejor que podáis
y conservaos en paz. De vuestra parte todo va bien, con tal de que
hagáis la voluntad de Dios, que tiene mil medios de suplir lo que
hacéis si es tal su beneplácito. Elige obreros según
entiende que debe hacerlo, les da los medios que quiere, deja a San Pablo
consumirse en el fondo de una prisión durante dos años, en
tiempo en que la Iglesia naciente tenía mayor necesidad del
Apóstol.
Por lo menos, dirá
alguno, si yo pudiera orar como antes, esto me consolaría en mi
impotencia. Mas, responde San Alfonso de Ligorio, «no hay mejor manera
de servir a Dios que abrazar con alegría su santa voluntad. Lo que
glorifica al Señor no son nuestras obras, sino nuestra
resignación y la conformidad de nuestra voluntad con su beneplácito».
Por eso decía San Francisco de Sales que se da más gloria a
Dios en una hora de sufrimiento con filial sumisión que en muchos
días de trabajo con menos amor. Quejándose a él un
enfermo de no poder entregarse a la oración que seria sus delicias y
su fuerza, le dijo: «No os entristezcáis, pues recibir los
golpes de la Providencia no es menor bien que meditar; es mejor estar en la
cruz con el Salvador que mirarle solamente.» Por lo demás un
alma generosa persevera fiel a sus prácticas diarias en cuanto le sea
posible; y para llenar su tarea acostumbrada le basta por lo regular
distribuir bien el tiempo, simplificar su oración y adaptarla a su
estado actual. «Para un alma que ama -dice Santa Teresa- la verdadera
oración durante la enfermedad consiste en ofrecer a Dios lo que sufre,
en acordarse de El, en conformarse con su santísima voluntad y en mil
actos de este género que se presentan; no se precisan grandes
esfuerzos para entrar en este trato íntimo.» Y San Alfonso
añade: «No digamos a Dios sino esta palabra: Fiat voluntas tua;
repitámosla desde lo íntimo del corazón, cien veces,
mil, siempre. Agradaremos más a Dios con esta sola palabra que con
todas las mortificaciones y devociones posibles.»
Diréis, en fin,
que el malestar, las enfermedades, os hacen inútil, que sois una carga
para la Comunidad, que la escandalizáis no guardando las observancias.
Con seguridad que un enfermo se sacrifica cuanto puede; evita ocasionar
demasiados gastos, reclamar cuidados superfluos, parecer exigente,
difícil para hacerse servir; los cuidados que se le prodigan sabe
pagarlos con el agradecimiento y la docilidad. Es Nuestro Señor a
quien se honra en su persona, y El se esfuerza en parecérsele. Ansioso
de adelantar siempre y de no perder el beneficio de tanta cruz, tiene sin
cesar presente a Dios y a su eternidad; observa generosamente lo que puede de
su Regla, compensando lo que le es imposible con la abnegación, la
humildad y el Santo Abandono. Sin él pensarlo, este enfermo edifica,
es una bendición para cuantos le rodean. Mas en definitiva, es la
voluntad divina y no la suya la que pone sobre sus espaldas la cruz de un mal
pasajero o de prolongadas enfermedades. De éstas, es él quien
lleva la parte más pesada, quedando algo también para el
enfermero, el superior y la Comunidad. ¿Y no tiene Dios derecho a servirse
de nosotros como de otro cualquiera para pedir un sacrificio a nuestros
hermanos, e imponerles un deber? Los que nos cuidan sabrán, con la
gracia de Dios, abandonarse como nosotros a la Providencia, y llenar para con
nosotros las obligaciones que Ella les señale. Nuestra misión
es aceptar pacientemente la humillación y sentir que somos una carga;
lo es también aligerar la de nuestros hermanos con nuestro
espíritu verdaderamente religioso. Deber nuestro es imitar a aquella
religiosa que no pudiendo explicar su enfermedad, sufría al ver que no
era útil, pero aceptaba con humildad el beneplácito de Dios y
se consolaba pensando que le quedaban tres grandes medios de hacer el bien:
la oración, el ejemplo y el perfecto cumplimiento de sus Reglas. Un
buen enfermo no es inútil sino en apariencia; en realidad puede
él hacerse de gran valor si quiere, porque lo que sobre todo aprovecha
a la Comunidad, no son los brazos para los trabajos pesados, ni la
inteligencia para los empleos elevados; es la virtud, son las almas
santamente ávidas de progresar en la santidad y perfección,
verdaderos contemplativos y verdaderos penitentes; de nosotros depende ser
así, con la divina gracia, en la enfermedad como en la salud, aunque
por medios diferentes. Dios estará satisfecho, y la Comunidad no
podrá menos de estarlo; y si alguno que otro, a pesar de nuestra buena
voluntad, nos juzga con algo de severidad, no habrá
desedificación ninguna por nuestra parte; sólo nos resta
recibir humildemente la prueba de no ser comprendidos hasta el día en
que Dios nos justifique.
Nuestro austero San
Bernardo era de naturaleza extremadamente tierna y delicada; escuchó
más a su generosidad que a sus fuerzas, de suerte que casi al
principio de su vida religiosa enfermó y siempre anduvo así.
Cuando se presentó al Obispo de Chalons para recibir la
bendición abacial, estaba del todo extenuado y parecía un
moribundo. Púsose por obediencia en manos de un practicante, que
acabó de ponerle peor, haciéndole servir platos que un hombre
robusto y acosado de hambre apenas hubiera querido tocar. El santo tomaba
todo con indiferencia y todo lo hallaba igualmente bueno. Una estrechura de
garganta que casi no le permitía pasar más que líquidos,
el estómago muy delicado y el vientre en estado deplorable, eran sus tres
dolencias permanentes. A éstos venían accidentalmente a
reunirse otros males. Con frecuencia devolvía los alimentos como los
había tomado, y lo poco que de ellos conservaba sólo servia
para torturarle. A pesar de tantos sufrimientos como le extenuaban, maceraba
su cuerpo con severos ayunos, con vigilias prolongadas, con los más
duros trabajos. Considerábase siempre como un principiante, y
decía que le hacía falta la regularidad de un novicio, la
severidad de la Orden y el rigor de la disciplina. Sin embargo, hubo de
adoptar un régimen que su estómago pudiese soportar, sin perder
lo más mínimo el espíritu de sacrificio y la pobreza.
Con ánimo increíble asistía con la Comunidad al coro, al
trabajo, a todo. Si había faenas que él no supiera ejecutar,
cavaba la tierra, cortaba leña, la llevaba sobre sus espaldas; y
cuando sus fuerzas le traicionaban, cogía las ocupaciones más
viles, a fin de compensar la fatiga con la humildad. Sólo la necesidad
era capaz de apartarle de los ayunos comunes. Fue, sin embargo, preciso
hacerlo, porque llegó tiempo en que, no pudiéndose sostener sin
gran trabajo en pie, permanecía casi de continuo sentado y muy rara
vez se movía. Lo que no podía hacer lo compensaba
dándose más a la oración, a las piadosas lecturas, al
estudio y a la composición; dábase por entero a sus religiosos
por la predicación y la dirección. Y cuando la Iglesia
tenía necesidad de sus servicios, olvidaba su estado de agotamiento,
afrontaba la fatiga de los viajes, resolvía los asuntos, predicaba sin
descanso y daba solución a todo. Volvía luego aún
más enfermo, pero también más hambriento de su amada
vida de penitencia y de contemplación. Tal existencia no era otra cosa
que una muerte continua y prolongada. «El Santo lo sentía, y sus
religiosos le suplicaban tomase algún alivio, pero ponía los
ojos en Jesús ensangrentado en la cruz, cubierto de llagas, y,
más dócil a la lección del amor que a los consejos de la
prudencia, hacía callar la voz de la ternura filial y saboreaba
más la amargura del cáliz.» ¿Pudo la enfermedad
impedirle ser un perfecto cisterciense más útil que ninguno a
su Comunidad y aun a la Iglesia entera?
Nuestra Beata Aleida hubo
de soportar durante toda su vida los más crueles sufrimientos y una
horrorosa lepra. Separada de sus hermanas a causa de este terrible mal,
sirvióse de ello para unirse a Dios con oración más
continua; gozábase en su dolorosa situación por amor de Cristo
su Esposo, en cuyas llagas acontecíale encontrar con frecuencia gozos
y una fuerza sobrenatural. Rica en dones celestiales, ilustre por sus
milagros, curó no pocos leprosos con la sola imposición de sus
manos. Había, pues, llegado a la cumbre, pero Nuestro Señor
quiso elevarla a mayor altura. ¿Qué hace? Prepárala un
acrecentamiento de sufrimientos con las correspondientes gracias, para
hacerla crecer en la paciencia. En la fiesta de San Bernabé,
parecía estar a las puertas de la muerte. Nuestro Señor le
anuncia que le queda un año de vida todavía y que durante este
tiempo había de soportar males más terribles que los anteriores,
por amor de su Amado Esposo. En efecto, su vista se apaga, sus manos se
contraen, la piel de la cabeza y de todo su cuerpo se cubre de
úlceras, de las que manan sin cesar gusanos y carne dañada.
Estos crueles tormentos súfrelos la bienaventurada con inalterable
paciencia, hasta que llegado de nuevo el día de San Bernabé,
exhala su purísima alma en las manos de Cristo, su Esposo.
Santa Gertrudis, que
floreció en Helfta, bajo las leyes de nuestra Orden, con Santa
Matilde, su maestra y amiga, tenía muy precaria salud. Por temporadas
que a veces eran largas, la enfermedad la obligaba a guardar cama. Sus
frecuentes insomnios, su ardor en la oración y sus raptos
causábanle tal fatiga que llegaba al agotamiento. Con frecuencia le
era, pues, imposible tomar parte en el Oficio divino, o bien no podía
asistir a él sino permaneciendo sentada. Estábala prohibido el
ayuno aun en la Cuaresma, y hasta durante la noche se la obligaba a tomar
algo para poder sostenerse, o cuando el Oficio era demasiado largo.
Humillábase al verse sometida a tales necesidades, quejábase de
no poder hacer las reverencias del coro, sentíase inclinada a rehusar
los alimentos que la ofrecían, y Nuestro Señor
enseñóla a recibir todo como venido de su mano, a servirse de
estos alivios para su adelantamiento espiritual. Una cosa la afligía,
y era fa molestia que causaba a sus compañeras,
¡servíanla éstas con tanto afecto...! Y ella, ¿no
les pagaba en justo retorno con sus incesantes oraciones, sus consejos
sobrenaturales y sus fraternales avisos? Felices enfermedades que la
procuraron entre otros bienes la dicha de vivir toda para Dios en la
contemplación, sin las que quizá no tendríamos sus
escritos llenos de unción tan penetrante.
Pudiéramos citar
otros muchos ejemplos tomados de la hagiografía de nuestra Orden, que
nos mostrarían cómo las enfermedades, lejos de ser
obstáculo que cierra el camino, son por el contrario un sendero que
lleva a la santidad. Los enfermos fervorosos caminan, corren, vuelan hacia el
blanco de sus deseos, según el grado de sus disposiciones. Los malos
enfermos no hacen lo mismo, pero hay que atribuirlo solamente a su falta de
valor y de sumisión.
Concluyamos con una
palabra del Padre Saint-Jure a propósito de la convalecencia.
«Es, dice, uno de los momentos más peligrosos de la vida, porque
se está constreñido, a pesar de conocerlo, a conceder algo a la
naturaleza, a tratarla con más suavidad con el fin de restablecer las
fuerzas, lo que hace que se emancipe y se relaje con facilidad; déjase
llevar por la gula, procúrase gustos bajo pretexto de necesidad,
entrégase a la ociosidad bajo el pretexto de debilidad, a la
negligencia en la oración y en los ejercicios de piedad por miedo de
fatigarse, a pasatiempos y recreaciones pueriles para descansar, como si el
cuidado de recobrar la salud diese libertad de ver, oír, o decir todo
lo que se ofrece. Y como el espíritu no está ocupado,
llénase fácilmente de mil pensamientos inútiles que le
distraen. Todos estos males acontecen a quien no vigila con cuidado sobre si
mismo.» Y sin embargo, la única máxima que debe seguirse
en la convalecencia, así como en la salud o en la enfermedad,
debería ser la de Gemma Galgani: «Primero, el alma,
después el cuerpo.»
Artículo 3º.- La vida o la muerte
Tarde o temprano hemos de
morir. Mas, ¿cuándo será y en qué condiciones?
Ignorantes estamos de todo esto. Dios, dueño absoluto de la vida y de
la muerte, se ha reservado el día y la hora; a nadie, por regla
general, comunica sus secretos, y muchos, aun entre los grandes santos, no lo
han conocido, o no lo conocieron sino tarde. Así se explica
cómo San Alfonso, treinta o cuarenta años antes de morir
hablaba ya de su muerte próxima. Feliz ignorancia que nos advierte que
estemos siempre dispuestos, y que estimula sin cesar nuestra actividad
espiritual. Hemos de aceptar esta incertidumbre con sumisión y hasta
con reconocimiento. Mas, ¿se ha de desear que la muerte venga en breve
plazo o que nos deje aún largo tiempo?
Numerosos motivos nos
autorizan a llamarla con nuestros deseos.
1º Los males de la
vida presente. Apenas nacido el hombre, comienza la muerte en él su
trabajo, y tiene que luchar sin tregua para librarse de sus asaltos, y a
pesar del alimento, del sueño y de los remedios, camina a pasos
agigantados hacia la tumba; su vida no es sino una muerte lenta y continua.
El trabajo y la fatiga, la intemperie y las estaciones, los achaques y las
enfermedades, las penas del corazón y del espíritu, los
cuidados y las preocupaciones, todo lleva a hacer de la tierra un valle de
lágrimas. A nuestras propias penas, vienen a unirse las de los
nuestros, y como si estos tantos males no bastasen, la malicia humana
esfuérzase en agravarlos sin medida: los hombres levántanse
contra los hombres; las familias, contra las familias; las naciones, contra las
naciones; no se sabe ya qué enredos inventar para hacer sufrir, ni
qué máquinas de guerra para mejor destrozarse. Suframos la
prueba todo el tiempo que Dios quiera, mas, ¿no es natural suspirar
por la muerte, cuya bienhechora mano enjugará nuestras lágrimas
y nos abrirá la encantadora morada, en donde no habrá ya
gemidos de ningún género, sino calma eterna, paz y reposo sin
fin?
2º Los peligros y
las faltas de la vida presente La tierra es un campo de batalla, en que nos
es preciso luchar día y noche contra un enemigo invisible que no
duerme, que no conoce ni la fatiga ni la compasión; enseñado
por experiencia sesenta veces secular, conoce demasiado cuál es
nuestro Lado flaco, y halla las más desconcertantes complicidades en
la plaza sitiada; y nosotros, que somos la debilidad misma y la inconstancia,
a pesar del poderoso auxilio de Dios, siempre hemos de temer un
desfallecimiento por nuestra parte. En este momento estamos en amistad con
Dios, y ¿lo estaremos más tarde? La perseverancia final es un
don de Dios, y quien hoy camina por los senderos de la santidad,
mañana quizá ande ya por los de la relajación y resbale
sobre la pendiente que conduce a los abismos. Aun suponiendo que nos libremos
de este supremo infortunio, es cierto al menos que nos quedaremos muy por
detrás de nuestros deseos, que caeremos en multitud de faltas ligeras,
y que sentiremos bullir en el fondo de nuestro corazón todo un mundo
de pasiones y de inclinaciones que nos causan miedo. Hoy, que juzgamos estar
preparados, ¿no es natural desear que la muerte venga pronto a poner
término a nuestras incesantes faltas y a nuestras continuas alarmas,
confirmándonos en la gracia?
Por otra parte, hemos de
vivir en medio de un siglo perverso en que se multiplican los pecados, y
crímenes, en que el vicio triunfa, la virtud es perseguida, la
Iglesia, tratada como enemiga, Dios, arrojado de todas partes. Y,
¿cómo no suspirar por la compañía de los santos,
en donde reina el Dios de la paz, en donde todo regocijará nuestros
ojos y nuestros corazones?
3º El deseo del cielo
y del amor de Dios. Hace mucho tiempo que hemos comprendido el vacío,
la ineficacia y la nada de la tierra con todos sus falsos bienes, y
abandonado el mundo, hemos corrido en busca de sólo Dios. A medida que
nuestra alma se despoja y purifica, hácese más vivo el deseo
del cielo, el amor divino más ardiente, casi impaciente: es Dios lo
que necesitamos, Dios visto, amado, poseído sin tardanza, sufrimos por
vivir sin El. Cierto que el Dios de nuestro corazón está allí,
muy cerca de nosotros, en la Santa Eucaristía pero le
querríamos sin velo. Déjase a veces encontrar en la
oración, mas no basta una unión fugitiva e incompleta,
necesitamos su eterna y perfecta posesión. Nuestro cuerpo se levanta
como los muros de una prisión entre el alma y su Amado; que caiga de
una vez, que deje de ocultarnos el único objeto de todos nuestros
afectos. ¿Cuándo se acabará, Señor, este
destierro? ¿Cuándo vendréis por mi?
¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos?
¿Cuándo me veré, Señor, con Vos?
¡Cómo se tarda ya esta hora! ¡Qué contento y
alegría será para mí, cuando me digan que llega ya!
Laetatus sum in his quae
dicta sunt mihi: ¡ir domum Domini ibimus: stantes erant pedes nostri in
atriis tuis, Jerusalem. «Me he alegrado desde que se me ha dicho:
Iremos a la casa del Señor y pronto nos hallaremos, oh
Jerusalén, en el recinto de tus murallas».
A semejanza de la Esposa
de los Cantares, el gran Apóstol languidecía de amor y
suspiraba por la disolución del cuerpo para estar con Cristo. Estaba
enfermo de amor, y en su impaciente ansia de gozar de su Amado, la menor
tardanza hacíasele una eternidad y llenaba su corazón de
tristeza. Tales eran los sentimientos de Santa Teresa del Niño
Jesús en su lecho de muerte. «¿Estáis resignada a
morir? ¡Oh, padre mío!, respondía ella, para vivir es
para lo que se necesita resignación; muriendo no experimento
más que alegría»
Hay, por tanto,
sólidas razones que nos hacen desear la muerte; las hay también
igualmente para desear la prolongación de nuestros días, y son
casi las mismas.
1º Los males de la
vida presente. Mediante la paciencia y el espíritu de fe, se
convierten en ocasión de mayores bienes; despegan de la tierra y hacen
suspirar por un mundo mejor; es un excelente purgatorio, una mina de virtudes
inagotable. Cuanto más abunden estos males, más rica
será la cosecha para el cielo. Si la malicia de los hombres viene a
mezclarse en ellos, ¿qué nos importa? Nosotros queremos ver
tras el instrumento no otra cosa que la Providencia, y como resultado de
todas nuestras pruebas, como adelantamiento espiritual, Dios glorificado,
muchas almas salvadas, el purgatorio rociado con sangre de Nuestro
Señor. En el cielo no habrá ya sufrimientos, es verdad; mas por
lo mismo no será posible dar, como aquí abajo, al divino
Maestro el testimonio de la prueba amorosamente aceptada.
2º Los peligros y
las faltas de la vida presente. Reconocemos sin dificultad que el sentimiento
del peligro mueve a desear vivamente el cielo; mas el combate no carece de
encantos para un alma valiente, ávida de conquistar la vida eterna, y
demostrar su amor y abnegación a su Rey amado. El es quien nos llama a
las armas, y ¿no estará con nosotros? El claustro es la
más segura trinchera, y gracias a la oración y a la vigilancia,
esperamos librar un buen combate y no quedar heridos de muerte. Hasta el
momento, nuestra victoria está muy lejos de ser completa; sin el
auxilio del tiempo, ¿cómo reparar nuestras derrotas, expiar
nuestras faltas, rescatar nuestra inutilidad, conquistar un rico
botín? Y ahora que Dios se encuentra atacado por todas partes, el
puesto de sus amados servidores, ¿no ha de ser combatir a su lado y
luchar por su causa? Así lo entendió aquella alma que
decía: «Tengo, bien lo sabéis, deseos de ver a Dios, pero
en estos tiempos de persecución le tengo mayor de padecer por El;
morir cuando las Esposas del Cordero están convocadas para la cumbre
del Calvario, no, no es éste mi ideal.»
3º El deseo del
cielo y el amor de Dios. Morir cuanto antes, es quizá lo más
seguro, y más pronto nos hallaríamos con nuestro Amado. Con
todo, si Dios prolonga nuestra vida, con tal de que nos lleve al puerto, le
bendeciremos eternamente por ello; por tanto, a cada paso podemos crecer en
gracia y por lo mismo obtener nuevos grados de gloria. En algunos años
podemos ganar cientos de miles, millones quizá; es decir:
añadir por cientos de miles y de millones nuevas energías a
nuestro poder de ver a Dios, de amarle y de poseerle. ¡ Qué
magnífico aumento de gloria para El, y de felicidad para nosotros
durante toda la eternidad! ¿Tenemos ya caudal suficiente? ¿No sería
de desear que aún se acrecentase? Si nuestro cielo se hace esperar,
puede embellecerse indefinidamente, y sería quizá con gran
perjuicio nuestro el que escuchara Dios nuestros apremiantes deseos.
4º Si acontece que
uno y otro se considera muy necesario a los que le rodean, es señal
inequívoca de divina voluntad, y por ende un motivo de moderar sus
deseos. San Martín de Tours, en su lecho de muerte, hállase en
una situación de este género; no teme morir, no rehúsa
vivir, se abandona a la misma Providencia. La misma perplejidad había
experimentado el gran Apóstol: «Para mí, la muerte es una
ganancia, escribe a los filipenses; pero si se prolonga mi vida, he de sacar
fruto de mi trabajo. Por dos partes me veo estrechado: deseo yerme desatado
del cuerpo y estar con Cristo, y eso sería mucho mejor; mas mi
permanencia en esta vida os es necesaria. No sé qué
escoger»
San Alfonso ensalza
indudablemente la perfecta conformidad con la voluntad divina, y con todo,
presenta sus argumentos en forma que lleva más a desear la muerte que
la vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez. A Santa
Teresa le parecía que sufrir era la única rezón de la
existencia: Señor, o morir o padecer. No puede soportar por más
tiempo el suplicio de verse sin Dios; sin embargo, aceptaría con
ánimo varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin del
mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. Su amiga
María Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba a
Dios prolongase su vida. Santa Teresa le manifestó un día el
ardor con que deseaba el cielo: «Yo, respondió aquélla,
lo deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de destierro puedo
dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria, pero en el cielo nada
podré ofrecerle.» Según el venerable P. la Puente
«estos dos deseos tan diferentes descansan sobre sólidos
fundamentos, mas el de María Díaz era mucho más
preferible, porque daba más a la gracia, única que puede
inspirar el amor de la cruz». San Francisco de Sales, en su
última enfermedad, permanece fiel a su máxima: nada desear,
nada pedir, nada rehusar. Instábasele a que rezase la oración
de San Martín moribundo: «Señor, si aún soy
necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo», y con humildad profunda
responde: «nada de esto haré; no soy necesario, ni útil, que
soy del todo inútil». San Felipe de Neri dijo lo mismo en
parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas palabras
del Obispo de Ginebra: «Tomo a mi cuidado el cuidado de vivir bien, y
el de mi muerte lo dejo a Dios». En una palabra, todos los santos han
practicado el perfecto abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida,
otros prefirieron no tener ningún deseo.
Por dicha nuestra, no
estamos obligados a hacer una elección y a formar peticiones en
consecuencia, puesto que se trata de asuntos cuya decisión se ha
reservado Dios. De igual modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás
condiciones de nuestra muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a
Dios nuestros deseos, o de dejarle el cuidado de ordenarlo todo según
su beneplácito, en conformidad con sus intereses, que son
también los nuestros.
Mas hemos de pedir con
instancia la gracia de recibir los Sacramentos en pleno conocimiento, y de
tener en nuestros últimos momentos las oraciones de la Comunidad; pues
entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas ayudas que utilizar.
Sin embargo, si nosotros nos hallamos realmente dispuestos, esta
petición, por justa que sea, ha de quedar subordinada al
beneplácito divino. Nuestro Padre San Bernardo, ausente a causa del
servicio de la Iglesia, escribía a sus religiosos:
«¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que mi
vida entera transcurra en el dolor y mis años en los gemidos?
Valdría más morir, pero morir en medio de mis hermanos, de mis
hijos, de mis amados. La muerte en estas condiciones es más dulce y
más segura. Y hasta va en ello vuestra bondad, Señor;
concededme este consuelo antes que abandone para siempre este mundo. No soy
digno de llevar el nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar los
ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de
acompañar con sus plegarias a su alma al reposo de los
bienaventurados, si Vos la juzgáis digna de él, y de enterrar
sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes compartió la
pobreza. Esto, Señor, si he hallado gracia en vuestros ojos, deseo de
todo corazón alcanzar por las oraciones y méritos de mis
hermanos. Sin embargo, hágase vuestra voluntad y no la mía,
pues no quiero vivir ni morir para mí.» Santa Gertrudis, cuando
caminaba por una pendiente abrupta, resbaló y fue rodando hasta el
valle. Sus compañeras la preguntaron si no había temido morir
sin Sacramentos, y la santa respondió: «Mucho deseo no estar
privada de los auxilios de la Religión en mi última hora, pero
aún deseo mucho más lo que Dios quiere, persuadida como estoy
de que la mejor disposición que se puede tener para morir bien es
someterse a la voluntad de Dios.»
Finalmente, lo esencial
es una santa muerte preparada por una vida santa, ya que de esto depende la
eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de
manera absoluta. Esperando el día señalado por la Providencia,
sea nuestro cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso para la
eternidad el tiempo que Ella nos deja; y cuando nuestro fin parezca próximo,
sea nuestra única preocupación conformar y aun uniformar
nuestra voluntad con la de Dios, ya en la muerte, ya en todas las
circunstancias, hasta las más humillantes, pues nada es más
capaz de hacerla santa y apacible.
Artículo 4º.- La desigual distribución de
los dones naturales
Es necesario que cada
cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le
haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido
tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos
personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad. Este aviso es
de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos
defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. Y
será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto
que por ahí ataca el demonio a gran número de almas:
incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que
son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos
sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una
necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de
malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el
desaliento.
Tenemos el deber de
conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de
contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en
que nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más
hábiles, más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos
menos dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o de
espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un miembro
estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia
tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos
de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni
envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre
se ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan
bueno y rico como hubiera deseado. ¿Estaba Dios obligado a otorgarnos
un espíritu más elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No
podía habernos criado en condiciones aún menos favorables, o
dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado?
Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a
este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los
bienes que el Señor se ha dignado concedernos.
En la distribución
de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a
nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es
Dueño absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos
más y a otros menos, perteneciendo, por otra parte, a su
sabiduría que cada cual reciba según la misión que
determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de
tamaño, espesor y forma en relación con la obra que se propone
ejecutar; de igual manera Dios nos distribuye el espíritu y los
talentos en conformidad con los designios que sobre nosotros tiene para su
servicio, y la medida de gloria que de ellos quiere sacar.» A cada uno
exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana impone; nos
destina además un empleo particular en su casa: a unos el sacerdocio o
la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual condición; y
en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de gracia. Busca
ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único
objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros
no hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de
glorificarle por nuestra santificación.
Porque,
«¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más
talento, con una salud más robusta, con un exterior más
agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay,
para quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido
ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad
y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos a
precipitarse en mil infamias? ¿ Cuántos, por el contrario,
deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura,
los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran
condenado? No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho
talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». Tal vez se
nos ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para
desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales
pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con razón el
P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para muchos y muy importante
para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos
naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha
otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar
plantados en lugares elevados, pues en los valles se encontrarían
más abrigados. Una memoria prodigiosa que lo retiene todo, un
espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una rara
erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven
frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en
ocasión de ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma
bastante infatuada de sus méritos, que desea ser colocada en el
candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta
trabaja por perderlos. ¿Qué seria de nosotros si
tuviésemos mayores talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de
ello, ¿hay partido más prudente que el de confiarle nuestra
suerte y entregarnos a El?
¿No está
permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a
condición de que se haga con intención recta y humilde
sumisión. En otra parte hemos hablado de las riquezas y de la salud;
dejemos a un lado la hermosura, que el Espíritu Santo llama yana y
engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay
ciertos dones que parecen particularmente preciosos y deseables, como una
fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto, corazón
generoso, voluntad firme. Es, pues, legitimo pedirlos. El bienaventurado
Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad para
aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina,
«no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»;
según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el
lugar del que todos debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal
cual es».
En realidad, lo
importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar
los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y
cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. Que hayamos
recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa,
será preciso presentar el capital junto con los intereses. El
recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea
más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos.
Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta
enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los
empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros,
a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos
de los criados están fijos en las manos de sus señores»,
así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a
Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda;
porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a
nuestro fin, y sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá,
pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre
será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible
en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente.
Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun
insignificante, Dios hará maravillas. «Creedme -decía San
Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe
hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para
confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no
es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho
con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos
de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por
mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado
prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre
mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de
él había multitud de otros más sabios, y con más
dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de
Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero.
¿Quién
hará servir mejor los dones naturales a su santificación?
Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido
por la fe, el más humilde y el más obediente. ¿No se han
visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones,
dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con
menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque
vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? Cierta religiosa deploraba
un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su
«nulidad», y sufría más que de costumbre al
sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo
sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud.
¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que
soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas».
«¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San
Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el
más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre
viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un
Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo,
corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin
letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro
Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray
Buenaventura y los más hábiles teólogos.»
Artículo 5º.- Los empleos
El que es dueño de
sí mismo, busca una ocupación en armonía con sus gustos
y aptitudes, y ha de seguir en todo las reglas de la prudencia cristiana. En
nuestros Monasterios no podemos hacer la elección por nosotros mismos;
es la obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto de la
Comunidad o a desempeñar tal o cual empleo, tal cargo espiritual. En
esto habrá, pues, materia de abandono y convendrá seguir la
célebre máxima del piadoso Obispo de Ginebra: nada pedir, nada
rehusar, y por ende, nada desear, si no es el hacer del mejor modo posible la
voluntad de Dios; nada temer, si no es hacer nuestra propia voluntad porque
esto entraña el doble escollo de exponernos a los peligros buscando
los empleos, o de faltar a la obediencia rehusándolos.
¿No será
más prudente no desear ni pedir nada, sino conservarnos en santa
indiferencia, a causa de la incertidumbre en que nos hallamos? No sabemos, en
efecto, si es más conforme al divino beneplácito, más
ventajoso para nuestra alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo
particular. En este último caso nos libramos de muchos peligros y
responsabilidades, tenemos completa libertad para entregarnos a Dios solo,
para consagrarnos sin reserva a las dulces y santas ocupaciones de
María, al gobierno de este pequeño reino que está dentro
de nosotros. Mas esto no es pura holganza, sino rudo trabajo.
¿Tendremos siempre la paciencia y el valor de aplicarnos a él
con perseverante energía? O quizá, ¿no iremos, como las
gentes desocupadas, a pasatiempos de fantasía, a ocuparnos de lo que
no nos incumbe? En todo caso, perdemos esas mil ocasiones de sacrificio y
abnegación que se encuentran en los empleos. Los cargos, por el
contrario, nos ofrecen abundante mies de renunciamiento y de cuidados y de
humillaciones. Su mismo nombre lo indica; son una carga y a veces bien pesada
para los que la toman en serio; y por esto facilitan la santificación
por el sacrificio. Los empleos espirituales tienen además una inmensa
ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir con frecuencia el pan
de la palabra, de estar en trato diario con almas excelentes y de obrar
siempre bien para predicar con el ejemplo. Pero también acarrean
tremendas responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes
beneficios, seremos nosotros quienes primeramente rendiremos cuenta al
Dueño. Por otra parte, ¿no es de temer que se absorba uno en
lo' temporal con detrimento de lo espiritual, que se descuide de sí
ocupándose de los otros, que tome pretexto de su cargo para olvidar
los deberes de Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un
medio de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza? En una palabra,
éstas y otras parecidas consideraciones han de hacernos muy
circunspectos en nuestros deseos, inclinándonos más bien a orar
de esta manera: «Dios mío, ¿será más
conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo pase por los cargos o que
permanezca sin empleo? Yo lo ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en
Vos pongo toda mi confianza; disponed de todo esto de manera más
favorable a nuestros intereses comunes, que a Vos me entrego.»
¿Quiere esto decir
que esté prohibido concebir un deseo y formularlo filialmente?
Seguramente que no; pues siendo una petición delicada, ha de mirarse
con atención. Como San Alfonso lo hace notar con mucha razón,
«si os gusta elegir, elegid siempre los cargos menos agradables».
San Francisco de Sales también ha dicho: «Si nos fuera dada la
elección, los empleos más deseables serían los
más abyectos, los más penosos, aquellos en que hay más
que hacer y más en que humillarse por Dios. » Aun en este caso,
el deseo parece muy sospechoso a nuestro piadoso Doctor.
«¿Sabéis por ventura, dice, si después de haber
deseado los empleos humildes tendréis la fuerza suficiente para
recibir bien las abyecciones que en ellos se encuentran, para sufrir sin
sublevaros los disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad?
En resumen, de creer al Santo, es preciso tener por tentación el deseo
de todos los cargos, cualesquiera que sean, y con mayor razón si son
honrosos. «En Cuanto a aquellos -dice el P. Rodríguez- que
desean puestos y oficios, o ministerios más altos,
pareciéndoles que en aquéllos harían más fruto en
las almas y más servicio a Dios, digo que se engañan mucho de
pensar que ese celo es del mayor servicio de Dios y del mayor bien de las
almas; no es sino celo de honra y estimación y de sus comodidades; y
por ser aquel oficio y ministerio más honroso y más conforme a
su gusto e inclinación, por eso lo desean... Y si yo fuese humilde
antes querría que el otro hiciese el oficio alto, porque tengo que
creer que lo hará mejor que yo y con más fruto y con menos
peligro de vanidad.» Concluyamos, pues, con San Francisco de Sales, que
será mejor no desear nada, sino abandonarnos por completo en las manos
de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin desear una cosa
más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos su divina
voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en religión, en donde
la obediencia es la que da valor a todos nuestros ejercicios.» Estemos
dispuestos a recibir los cargos que ella nos imponga; «sean honrosos o
abyectos yo los recibiré humildemente, sin replicar ni una sola
palabra si no fuere preguntado, de lo contrario, diré sencillamente la
verdad como lo siento». No es posible dar a Dios testimonio más
brillante de amor y de confianza que dejarle disponer de nosotros como El
quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus manos»; yo vivo
tranquilo en este pensamiento y no deseo preocuparme de otra cosa.
Cuando el Superior ha
hablado, es Dios quien ha hablado. Ya no se contenta El con declararnos su
beneplácito por los acontecimientos, nos significa también su
voluntad por boca de su representante. El Señor tenía ya sobre
nosotros derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos
contraído con El nuevas obligaciones, nos hemos entregado a la
Comunidad. El Superior está oficialmente encargado, en nombre de Dios
y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que hemos prometido; y ¿no
es uno de estos sagrados compromisos el de aceptar que el Superior disponga
de nosotros según nuestras santas leyes? ¿Que nos deje en
nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite, siempre cumple
con su misión, y nosotros hemos de ser fieles a nuestros compromisos.
Ora, consulta, reflexiona y decide en conformidad con su conciencia
inspirándose en nuestras Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede
disponer. De nadie depende, sino de Dios y de los superiores mayores; y por
tanto, no ha de pedirnos permiso, ni siquiera exponernos sus motivos de
obrar. Por otra parte, deber suyo es, no menos que interés suyo y
nuestro, procurar ante todo el bien de las almas. Además, Dios, que
nos asigna un empleo, pondrá su gracia a nuestra disposición,
porque no cabe abandono de su parte cuando, dejando a un lado nuestros gustos
y repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos quiere.
No tenemos derecho a
rechazar un empleo por modesto que sea; pues ninguno hay vil y despreciable
sino el orgullo y la falta de virtud. No hay oficio bajo en el servicio del
Altísimo; los menores trabajos son de un precio inestimable a sus
ojos, cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La
Santísima Virgen ha superado en mucho a los mismos Serafines, porque
ha realzado con las más santas disposiciones las ocupaciones
más sencillas. Por otra parte, la Comunidad es un cuerpo que necesita
de todo su organismo: necesita una cabeza y precisa también pies y
manos; ¿con qué derecho querríamos ser cabeza más
bien que pies, y ojos más bien que manos? Desde el momento que
nosotros despreciamos un empleo como inferior a nuestros méritos, nos
falta la humildad, y ¿no ha querido Dios ponernos precisamente en
situación de adquirirla? Y si nosotros le servimos con esforzado
ánimo en un oficio a propósito para huir el orgullo del
espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no es darle el
testimonio más brillante de nuestro amor y de nuestra abnegación?
No tenemos derecho de
rehusar un empleo porque nos parezca superior a nuestros méritos.
¡Extraña humildad la que paralizaría la obediencia y nos
haría olvidar nuestros compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser
juez de nuestras aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad
de elegimos, y nos deja únicamente la de obedecer.
Sin duda, motivo para
temer tendríamos si nosotros buscáramos los cargos y se nos
confiaran a fuerza de nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios
quien nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como
hemos dicho en el capítulo anterior, es El hábil obrero que
sabe ejecutar excelentes obras hasta con pobres instrumentos. Los talentos
son preciosos cuando están unidos a la virtud; mas Dios quiere sobre
todo que su instrumento sea flexible y dócil, es decir, humilde y
obediente, fuera de que Dios no nos exige el acierto, sino que pide se obre
lo mejor que se pueda, y con eso se da por satisfecho.
En fin, nosotros no
tenemos derecho a rechazar los empleos, alegando con sobrada facilidad el
peligro que en ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido dice San
Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo
a causa de las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al
entrar en religión se asume la obligación de prestar al
Monasterio todos los servicios posibles, mas si el temor de pecar pudiera
servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y entonces,
¿con quién contar para el servicio del Monasterio y la
administración de la Comunidad? Proponeos ejecutar el
beneplácito divino y no os faltará la ayuda de Dios.»
En una palabra,
«¿no es mejor dejar a Dios disponer de nosotros según sus
miras, atender al empleo que haya tenido a bien imponernos, recibirlo
humildemente sin replicar palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que
superen nuestras fuerzas o demasiado conformes con nuestras naturales
inclinaciones, o también peligrosos para nuestra salvación.
Entonces nada más conveniente (y a veces nada más necesario)
que dar a conocer a nuestros Superiores estas circunstancias que pueden
serles desconocidas, lo que ha de hacerse con toda humildad, dulzura y
sumisión que la Regla prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar
de nuestros respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su mandato
con amor, juzgando que esto nos es más útil, dispuestos por
otra parte a vigilar cuidadosamente sobre nosotros, confiando en la ayuda de
la gracia», y fieles en dar cuenta exacta de nuestro proceder.
Terminemos con una
observación capital del P. Rodríguez: «Lo que Dios mira y
estima en nosotros en esta vida, no es el personaje que representamos en esta
vida, no es el personaje que representamos en la Comunidad, uno de superior,
otro de predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen
cobro que cada uno da de su personaje; y así si el coadjutor hace bien
su oficio y representa mejor su personaje que el predicador o que el superior
el suyo, será más estimado delante de Dios y más
premiado y honrado. Por tanto, nadie tenga deseo de otro personaje ni de otro
talento, sino procure cada uno representar bien el personaje que le han dado,
y emplear bien el talento que ha recibido», de suerte que
glorifiquéis a Dios por vuestra santificación. Tendréis,
pues, vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la regularidad
común y la vida interior, sino cumplir vuestro cargo a la luz de la
Eternidad, bajo la mirada de Dios, de manteneros en una estricta obediencia y
humildad, y de aprovecharos de los deberes y dificultades del empleo para
adelantar en la virtud. He aquí lo esencial, lo único
necesario, y el beneficio de los beneficios.
Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad
Algunos empleos
espirituales o temporales, traen consigo el trabajo, la fatiga y los
cuidados; no es uno dueño de sí mismo, expuesto como se halla
continuamente a ser interrumpido por el primero que se presenta durante el
trabajo, la oración, las piadosas lecturas. Otros cargos, por el
contrario, sólo exigen una atención relativa y no imponen
apenas ni cuidados ni molestias, sucediendo lo propio, con mayor
razón, cuando no se tiene ningún empleo.
El reposo y la
tranquilidad facilitan en gran manera la observancia regular y la vida
interior, nos colocan en circunstancias favorables para cultivar a nuestras
anchas nuestra alma y conservarnos unidos a Dios durante el curso del
día. Mas pudiera suceder que nos apegáramos tan
desordenadamente, que con dificultad renunciáramos a ello cuando se
ponga por medio obligaciones del cargo y bien común. Este amor del
reposo y de la tranquilidad, tan legítimo en si, llega en tal caso a
ser excesivo; degenera en vulgar egoísmo, y no conoce el
desinterés ni el sacrificio, y por lo mismo que apaga la llama de la
verdadera caridad, nos hace inútiles para nosotros y para los
demás.
El trabajo y los cuidados,
las continuas molestias de ciertos cargos, nos proporcionan una inagotable
mina de sacrificio y de abnegación; es un perfecto calvario para quien
desea morir a si mismo, es una continua inmolación en provecho de
todos. Por el contrario, es muy fácil en este torbellino de los
negocios y cuidados descuidar su interior y sobrenaturalizar poco nuestras
acciones; y sin embargo, con un poco de trabajo es fácil purificar la
intención, elevar con frecuencia el alma a Dios y conservarse suficientemente
recogido. Nadie ha estado más ocupado que San Bernardo, Santa Teresa,
San Alfonso y tantos otros. Pregúntase cómo han podido hallar,
en medio de tantos trabajos y cuidados, oportunidad para componer libros de
valor tan inestimable, para consagrarse durante tanto tiempo a la
oración y ser perfectísimos contemplativos: sin embargo, lo
hicieron.
¿Qué
querrá Dios de nosotros? Aprovecharíamos más en la
agitación o en la tranquilidad? Sólo Dios lo sabe. Es, pues,
prudente establecernos en una santa indiferencia y estar dispuestos a todo
cuanto El quiera. Nosotros, como miembros de una Orden contemplativa, tenemos
desde luego derecho a desear la calma y la tranquilidad, a fin de vivir con
más facilidad en la intimidad del divino Maestro. San Pedro juzgaba
con razón que estaba bien en el Tabor; no deseaba abandonarlo, sino
vivir cerca siempre de su dulce Salvador y bajo la misma tienda. No
dejó, sin embargo, de añadir, y nosotros hemos de hacerlo
también con él: «Señor, si quieres.» Mas,
¿lo querrá? El Tabor no se encuentra aquí abajo de un
modo permanente. Necesitamos el Calvario y la crucifixión, y no
tenemos el derecho de elegir nuestras cruces y de impedir a Dios que nos
imponga otras. Si ha preferido imponernos aquellas que abundan en tal o cual
cargo, aceptémoslas con confianza; es la sabiduría infalible y
el más amante de los Padres, y ésta es la prueba que
necesitábamos para hacer morir en nosotros la naturaleza; pues otra
cruz, elegida por nosotros, no respondería seguramente como
ésta a nuestras necesidades.
En esto hay una mezcla de
beneplácito divino y voluntad significada. En cuanto de nosotros
dependa y lo podamos hacer sin faltar a ninguna de nuestras obligaciones,
hemos de amar, desear, buscar la calma y la tranquilidad, y por decirlo
así, crear en derredor nuestro una atmósfera de paz y de
recogimiento, pues es el espíritu de nuestra vocación. Mas si
es del agrado de Dios pedirnos un sacrificio y ponernos en el tráfago
de mil cuidados, no tenemos derecho a decirle que no; tratemos
únicamente de conservar aun entonces, en cuanto fuera posible, el
espíritu interior; el silencio y la unión divina; y cuando se
ofreciere un momento de calma, sepamos aprovecharla para internarnos
más en Dios.
Así lo
hacía nuestro Padre San Bernardo. Con frecuencia las órdenes
del Soberano Pontífice le imponen prolongadas ausencias y asuntos de
enorme fatiga, y vuelve a Claraval con una insaciable necesidad de permanecer
a solas con Dios. Con todo, su primer cuidado era dirigirse al noviciado para
ver a sus nuevos hijos y alimentarlos con la leche de su palabra.
Dábase en seguida a sus religiosos a fin de derramar en ellos sus
consuelos, tanto más abundantes, cuanto mayor era el tiempo que se
habían visto privados de ellos. Primero pensaba en los suyos, y después
en sí mismo. «La caridad -decía- no busca sus propios
intereses. Hace ya largo tiempo que ella me ha persuadido a preferir vuestro
provecho a todo cuanto amo.
Orar, leer, escribir,
meditar y demás ventajas de los ejercicios piadosos, todo lo he
reputado como una pérdida por amor vuestro. Soporto con paciencia
haber de dejar a Raquel por Lía; y no me pesa haber abandonado las
dulzuras de la contemplación, cuando me es dado observar que
después de nuestras pláticas el irascible se torna dulce; el
orgulloso, humilde; el pusilánime, esforzado, que los hijos
pequeños del Señor se sirvan de mí como quieran, con tal
que se salven. Si yo no perdono ningún trabajo por ellos, ellos me
perdonarán mis faltas, y mi descanso más apetecido será
saber que no temen importunarme en sus necesidades. Me prestaré a
satisfacer sus deseos cuanto me fuere posible; y mientras tuviere un soplo de
vida, serviré a mi Dios sirviéndolos a ellos con una caridad
sin fingimiento.»
San Francisco de Sales
hacía lo propio: «Si alguno, aun cuando fuere de los más
pequeños, se dirigía a él, tomaba el Santo la actitud de
un inferior ante su superior, sin rechazar a nadie, no rehusando hablar ni
escuchar y no dando la más pequeña muestra de disgusto, aunque
tuviere que perder un tiempo precioso escuchando frivolidades. Su sentencia
favorita era ésta: «Dios quiere esto de mí,
¿qué más necesito? En cuanto que ejecuto esta
acción no estoy obligado a ejecutar otra. Nuestro centro es la
voluntad de Dios, y fuera de El no hay sino turbación y
desasosiego.» Santa Juana de Chantal asegura que en la abrumadora
multitud de los negocios siempre se le veía unido a Dios, amando su
santa voluntad igualmente en todas las cosas, y por este medio, las cosas
amargas se le habían vuelto sabrosas.
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