Dom Vital Lehodey
El Santo Abandono
3. Ejercicio del
Santo Abandono
6. DEL
ABANDONO EN LOS BIENES ESENCIALES ESPIRITUALES
Consideremos aquí
la vida espiritual en su parte esencial: 1º Su fin esencial, que es la
vida de la gloria. 2º Su esencia aquí abajo, que es la vida de la
gracia. 3º Su ejercicio esencial en este mundo, es decir, la
práctica de sus virtudes y la huida del pecado. 4º Sus medios
esenciales, que son la observancia de los preceptos, de nuestros votos y de
nuestras Reglas, etc. Todas estas cosas son necesarias a los adultos,
religiosos o seglares, cualquiera que sea la condición en que Dios los
ponga o el camino por donde los lleve. Son ellas el objeto propio de la
voluntad de Dios, significada, y, por tanto, son del dominio de la obediencia
y no del abandono. El abandono, sin embargo, hallará ocasiones de
ejercitarse aun en estas cosas.
Artículo 1º.- La vida de la gloria
«Dios nos ha
significado de tantos modos y por tantos medios su voluntad de que todos
fuésemos salvos, que nadie puede ignorarlo. Pues aunque no todos se salven,
no deja, sin embargo, esta voluntad de ser una voluntad verdadera, que obra
en nosotros según la condición de su naturaleza y de la
nuestra; porque la bondad de Dios le lleva a comunicamos liberalmente los
auxilios de su gracia, pero nos deja la libertad de valernos de estos medios
y salvarnos, o de despreciarlos y perdernos. Debemos, pues, querer nuestra
salud como Dios la quiere, para lo cual hemos de abrazar y querer las gracias
que Dios a tal fin nos dispensa, porque es necesario que nuestra voluntad
corresponda a la suya.» Así se expresa San Francisco de Sales,
al que nos complacemos en citar, para vindicar su doctrina del abuso que de
ella han hecho los quietistas. De este pasaje toma pie Bossuet para
establecer con mil pruebas en su apoyo, que comprendida como está la
salvación en primer término en la voluntad de Dios significada,
el piadoso Doctor de Ginebra no la hacía materia del abandono y que,
«si él extiende la santa indiferencia a todas las cosas»,
ha de entenderse con esto los acontecimientos que caen bajo el
beneplácito divino. Además, sería impiedad contra Dios y
crueldad para nosotros mismos hacernos indiferentes para la salvación
o la condenación.
Esta monstruosa
indiferencia era con todo muy querida de los quietistas, y condenaban el
deseo del cielo y despreciaban la esperanza: unos, porque este deseo es un
acto; otros, porque la perfección exige que se obre únicamente
por puro amor, y el puro amor excluye el temor, la esperanza y todo
interés propio. Tantos errores hay en esta doctrina como palabras
contiene. Para dejar obrar a Dios y tornarse dócil a la gracia, es
preciso suprimir lo que hubiera de defectuoso en nuestra actividad, mas no la
actividad misma, ya que ella es necesaria para corresponder a la gracia: A
Dios rogando y con el mazo dando, reza el refrán. El motivo del amor
es el más perfecto, pero los demás motivos sobrenaturales son
buenos y Dios mismo se complace en suscitarlos a las almas. La caridad anima
las virtudes, las gobierna y ennoblece, mas no las suprime; y como reina que
es, no va nunca sin todo su cortejo, ocupando ella el primer puesto y
siguiéndola la esperanza, pues ambas son necesarias y, lejos de
excluirse, viven en perfecta armonía. ¿Acaso no es propio del
amor tender a la unión? Y así, cuanto más se enciende el
amor, más intenso es el deseo de la unión, se piensa en el
Amado, deséase su presencia, su amistad, su intimidad y no acertamos a
separarnos de él. Cuando un alma fervorosa consiente de grado en no ir
al cielo sino algún tanto más tarde, es por el sólo
deseo de agradar a Dios abrazando su santa voluntad y de verle mejor, de
poseerle más perfectamente durante toda la eternidad. En definitiva,
¿no es la salvación el amor puro, siempre actual, invariable y
perfecto, mientras que la condenación es su extinción total y
definitiva?
Es verdad que
Moisés pide ser borrado del libro de la vida, si Dios no perdona a su
pueblo; San Pablo desea ser anatema por sus hermanos; San Francisco de Sales
asegura que un alma heroicamente indiferente «preferiría el
infierno con la voluntad de Dios al Paraíso sin su divina voluntad; y
si, suponiendo lo imposible, supiera que su condenación seria
más agradable a Dios que su salvación, correría a su
condenación». En estos supuestos imposibles, los santos muestran
la grandeza, la vehemencia, los transportes de su caridad, que están,
sin embargo, a infinita distancia de una cruel indiferencia de poseer a Dios
o perderlo, de amarle u odiarle eternamente. Tan sólo quieren decir
que sufrirían con gusto, si el cumplimiento de la voluntad divina lo
precisara, todos los males del mundo y hasta los tormentos del infierno, pero
no el pecado; en todo lo cual demuestran lo que aman a Dios, y cuán
deseosos se hallan de agradarle haciendo todo lo que El quiere, y
glorificarle convirtiéndole almas. Santa Teresa del Niño
Jesús era el eco fiel de estos sentimientos cuando, «no sabiendo
cómo decir a Jesús que le amaba, que le quería ver por
todas partes servido y glorificado, exclamaba que gustosa consentiría
en verse sepultada en los abismos del infierno, porque El fuese amado
eternamente. Esto no podía glorificarle, ya que no desea sino nuestra
felicidad; pero cuando se ama, se experimenta la necesidad de decir mil
locuras». Tales protestas son muy verdaderas en San Pablo, en Moisés
y otros grandes santos; en las almas menos perfectas corren el riesgo de ser
una presuntuosa ilusión, un vano alimento de su amor propio.
En resumen, es necesario
querer positivamente lo que Dios manda; y como nada desea tan ardientemente
como nuestra dicha eterna, es necesario querer nuestra salvación de un
modo absoluto y por encima de todo. Aquí no cabe el abandono sino en
cuanto al tiempo más cercano o más lejano, como hemos dicho
tratando de la vida o de la muerte, y también en cuanto a los grados
de gracia y gloria que ahora vamos a explicar.
Artículo 2º.- La vida de la gracia
La vida de la gracia es
el germen cuya expansión es la vida de la gloria. La una pasa luchando
en la prueba, la otra triunfa en la felicidad; mas en realidad, es una sola y
misma vida sobrenatural y divina la que comienza aquí abajo y se
consuma en el cielo. Por otra parte, la vida de la gracia es la
condición indispensable de la vida de la gloria. y es la que determina
su medida. En consecuencia, hemos de desear tanto la una como la otra. Dios
quiere ante todo que aspiremos a ellas como a fin supremo de la existencia,
ya que trabaja exclusivamente por hacérnoslas alcanzar, y el demonio
por hacérnoslas perder. Las almas que plenamente han entendido la
importancia de su destino, no tienen otro objetivo en medio de los trabajos y
vicisitudes de esta vida, que conservar la vida de la gracia tan preciosa y
tan disputada, y de llevarla a su perfecto desenvolvimiento. Tocante, pues, a
la esencia de esta vida, no hay lugar al santo abandono, por ser la voluntad
claramente significada que las almas «tengan la vida y que la tengan en
abundancia».
Pero el abandono
hallará su puesto en lo que concierne al grado de la gracia, y por
ende al grado de las virtudes y al grado de la gloria eterna; pues,
según el Concilio de Trento, «recibimos la justicia en nosotros
en la medida que place al Espíritu Santo otorgárnosla, y en la
proporción que cada uno coopera a ella». La gracia, las virtudes
y la gloria dependen, por tanto, de Dios que da como El quiere, y del hombre
en cuanto que se prepara y corresponde.
Puesto que todo esto
depende de la generosidad individual, es preciso orar, orar más, orar
mejor, corresponder a la acción divina con ánimo y
perseverancia, no omitir esfuerzo alguno para no quedar por debajo del grado
de virtud y de gloria que la Providencia nos ha destinado.
¿Cuál es la causa de que no seamos más santos?
¿Quién tiene la culpa de que tan sólo vegetemos como
plantas marchitas, en lugar de tener sobreabundancia de vida espiritual? La
gracia afluye a las almas generosas, se nos prodiga en el claustro, y
más aún se nos prodigaría y frutos más copiosos
produciría si supiéramos obtenerla mejor por la oración
y no contrariaría por nuestras infidelidades. No, no es la gracia la
que nos falta, nosotros somos los que faltamos a la gracia. No acusemos a
Dios de paliar nuestra negligencia, pues tenemos muy merecida esta
reflexión de San Francisco de Sales: «Jesús, el Amado de
nuestras almas, viene a nosotros y halla nuestros corazones llenos de deseos,
de afectos y de pequeños gustos. No es esto lo que El busca, sino que
querría hallarlos vacíos para hacerse dueño y
guía suyo. Verdad es que nos hemos apartado del pecado mortal y de
todo afecto pecaminoso, pero los pliegues de nuestro corazón
están llenos de mil bagatelas que le atan las manos, y le impiden
distribuimos las gracias que nos quiere otorgar. Hagamos, pues, lo que de
nosotros depende, y abandonémonos a la divina Providencia.»
A pesar de todo, Dios
permanece dueño de sus dones, y a nadie niega las gracias necesarias
para alcanzar el fin que se ha dignado asignarnos. Pero a unos concede
más, a otros menos, y con mucha frecuencia su mano abre con
sobreabundancia y profusión cuando El quiere y como a El le place. Por
eso Nuestro Señor, «con corazón verdaderamente filial,
previniendo a su Madre con las bendiciones de su dulzura la ha preservado de
todo pecado», y de tal suerte la ha santificado, que Ella es su
«única paloma, su toda perfecta sin igual». Con certeza se
afirma de San Juan Bautista y con probabilidad de Jeremías y de San
José, que la divina Providencia veló por ellos desde el seno de
su madre y los estableció en la perpetuidad de su amor. Los
Apóstoles elegidos para ser las columnas de la Iglesia fueron confirmados
en gracia el día de Pentecostés. Entre la multitud de los
santos no hay quizá dos que sean iguales, pues la Liturgia nos hace
decir en la fiesta de cada Confesor Pontífice: «No se
halló otro semejante a él.» La misma diversidad reina entre
los fieles, y ¿quién no ve que entre los cristianos los medios
de salvación son más numerosos y eficaces que entre los
infieles, y que entre los mismos cristianos hay pueblos y ciudades donde los
ministros de la Religión son de mayor capacidad y el ambiente
más ventajoso? La gracia riega el claustro más que el mundo, y
con frecuencia un monasterio mucho más que otro. Pero es preciso
guardarse bien de inquirir jamás por qué la Suprema
Sabiduría ha concedido tal gracia a uno con preferencia a otro, ni por
qué.
Ella hace abundar sus
favores más en una parte que en otra. «No, Teótimo, nunca
tengas esta curiosidad, porque contando todos con lo suficiente y hasta con
lo abundante para la salvación, ¿qué razón puede
nadie tener para lamentarse, si a Dios place distribuir sus gracias con mayor
abundancia a unos que a otros...? Es, pues, una impertinencia el
empeñarse en inquirir por qué San Pablo no ha tenido la gracia
de San Pedro, ni San Pedro la de San Pablo; por qué San Antonio no ha
sido San Atanasio, ni San Atanasio San Jerónimo. La Iglesia es un
jardín matizado de infinidad de flores; y así, conviene que las
haya de diversa extensión, de variados colores, de distintos olores y,
en suma, de diferentes perfecciones. Cada cual tiene su valor, su gracia y su
esmalte, y todas en conjunto forman una agradabilísima
perfección de hermosura. Además, no creamos jamás hallar
una razón más plausible de la voluntad de Dios que su misma
voluntad, la que es sobradamente razonable y aun la razón de todas las
razones, la regla de toda bondad, la ley de toda equidad.»
En consecuencia, un alma
que practica bien el santo abandono, deja a Dios la determinación del
grado de santidad que ha de alcanzar en la tierra, de las gracias
extraordinarias de que esta santidad pueda estar acompañada
aquí abajo y de la gloria con que ha de ser coronada en el cielo. Si
Nuestro Señor eleva en poco tiempo a alguno de sus amigos a la
más alta perfección, si les prodiga señalados favores,
luces sorprendentes, sentimientos elevadísimos de devoción, no por
esto siente celos, sino que, muy al contrario, se regocija de todo esto por
Dios y por las almas. En lugar de dar cabida a la tristeza malsana o a los
deseos vanos, mantiénese firme en el abandono; y con esto, el grado de
gloria a que aspira es precisamente el que Dios le ha destinado. Mas hace cuanto
de sí depende con ánimo y perseverancia, a fin de no quedarse
en plano inferior a ese grado de santidad, que es el objeto de todos sus
deseos.
Artículo 3º.- La práctica de las virtudes
Dios no deifica la
sustancia de nuestra alma por la gracia santificante, y nuestras facultades
por las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, sino para
hacernos producir actos sobrenaturales, como se planta un árbol frutal
para que nos dé frutos. Si nuestro Señor nos ha dado el
precepto y el ejemplo, si nos intima sus amenazas y sus promesas, si nos
prodiga sus gracias exteriores e interiores, es tan sólo para hacernos
practicar la virtud, que huyamos del pecado y consigamos la vida eterna.
Porque la práctica de las virtudes es el único camino de
salvación y de perfección para los adultos, es también
el fin próximo de la vida espiritual, es un ejercicio esencial, que
unas veces es obligatorio y otras voluntario, es, en fin, la tarea que Dios
asigna a nuestra actividad y ha de ser también el trabajo de toda la
vida, pues las virtudes son numerosas, complejas e indefinidamente
perfectibles.
Como la práctica
de las virtudes pertenece, dice Bossuet, «a la voluntad significada, es
decir, al expreso mandamiento de Dios, no hay en ella abandono ni
indiferencia que practicar, y sería impiedad abandonarse a no adquirir
virtudes o estar indiferente para tenerlas». Y San Francisco de Sales
se expresa en idénticos términos: «Dios nos ha ordenado
-dice- hacer cuanto podamos por adquirir las virtudes; así es que no
olvidemos nada a fin de salir bien en esta santa empresa»; y
añade en otra parte que podemos desearías y pedirlas, y hasta
es más, lo debemos hacer de un modo absoluto y sin condición
alguna.
Puesto que la
práctica de las virtudes pertenece a la voluntad de Dios significada,
debemos consagramos a ellas según los principios de la ascética
cristiana, con la gracia desde luego, mas por propia determinación y
sin esperar a que Dios, mediante las disposiciones de su Providencia, nos
coloque en condiciones de hacerlo y nos declare de nuevo su voluntad, puesto
que nos es ya suficientemente conocida, y esto basta. Labor nuestra es
suscitar las ocasiones y utilizar las que nos ofrecen nuestras santas Reglas
y los acontecimientos, pudiendo, además, multiplicar los actos de virtud
sin ocasiones exteriores. No hay, pues, lugar al abandono en cuanto a la
esencia de esta práctica, pero tendrá lugar en muchas cosas,
como el grado, la manera y ciertos medios.
1º.- El grado de
virtud. «Este depende a la vez -dice el P. le Gaudier- del hombre y de
la gracia. Podemos, pues, y hasta debemos hacer los mayores esfuerzos para
aumentarlo sin cesar, contentándonos, sin embargo, con la medida que
pluguiere a la divina Bondad. Por esto, si observamos que nuestros progresos
disminuyen o se paralizan, si llegamos a omitir obras de virtud y aun a caer
positivamente en algún defecto, hemos de afligimos de haber faltado a
la gracia y por no haber correspondido a los deseos de Dios. Mas, ya que El
juzgó oportuno permitir esta caída o poner este limite a
nuestros progresos para procurar su gloria y nuestra humillación y
para castigar también nuestra negligencia, es de todo punto necesario
conformar nuestra voluntad a la suya.» Declaramos, sin embargo, con
este piadoso autor, que «si no subimos más alto, es por lo
regular debido a nuestra culpa: la gracia abunda en toda alma fiel, pero
nosotros no tenemos un ideal bastante elevado, y nos falta el valor y la
perseverancia».
2º.- Las maneras
defectuosas de practicar la virtud. Un orgullo secreto, la necesidad de
gozar, el miedo de sufrir, pueden en efecto mezclarse en ella. Pertenece a la
mortificación cristiana poner orden, mas la Providencia nos
proveerá gustosa de los medios para conseguirlo. Citemos algunos
ejemplos: Existe ante todo la manera egoísta de buscarnos a nosotros
mismos en las diversas consolaciones, en nuestros ejercicios de
devoción y hasta en el progreso de nuestras virtudes. Dios nos
gobernará en forma tal que nos quite poco a poco estos apegos, a fin
de que con mayor pureza y simplicidad no ansiemos sino el beneplácito
de su divina Majestad, y cultivemos en adelante las virtudes; «no ya
porque ellas nos son agradables, honrosas y a propósito para contentar
el amor que nos tenemos a nosotros mismos, sino porque son agradables a Dios,
útiles a su honor y destinadas a su gloria». De ahí el
que aun las almas más selectas sientan la aridez, atormentadas por mil
repugnancias y dificultades, quebrantadas y aniquiladas por el sentimiento de
su impotencia y de sus miserias. Dios quiere despojarlas del orgullo y de la
sensualidad, para que aprendan a no servirle sino a El sólo y por puro
espíritu de fe.
Existe también la
manera inquieta y apresurada. Muchas, luego que se han decidido a
perfeccionarse por la adquisición de las virtudes, querrían
poseerlas todas de un golpe; como si aspirar a la perfección bastara
para poseerlas sin trabajo. Dios exige que hagamos cuanto está de
nuestra parte por la fidelidad en conservar cada virtud según nuestra
condición y vocación. Nos quiere así acostumbrar a
tender a la perfección por grados con un corazón tranquilo. Por
lo que mira a llegar a ella más pronto o más tarde, pide que lo
dejemos a su Providencia; y suavemente nos conducirá, de suerte que
moderemos la impaciencia de nuestros deseos y nos conservemos en la humildad.
3º.- Algunos medios
de practicar la virtud. Dios se reserva el intervenir a su tiempo y como le
plazca, para allanar los obstáculos, suscitar las ocasiones y
facilitar el trabajo. Lo hace por cada acontecimiento de su
beneplácito, empleando a todos los hombres en los intereses de su
gloria, «pero a unos en la acción más que en el
sufrimiento, a otros por el martirio, las persecuciones, la
mortificación voluntaria, la enfermedad, etc. Nuestro papel consiste
en hacernos indiferentes a todas estas cosas y esperar el divino
beneplácito, y después, en abrazar su santa voluntad y
estrecharla con amor así que aparezca claramente». ¿Acaso
no es ella soberanamente sabia, paternal y saludable? Por otra parte, nadie
tiene derecho a pedir cuenta a Dios de por qué nos pone aquí o
por qué no nos conduce de otra manera. Mucho menos podemos exigir de
El algunas de esas intervenciones especiales, en que su acción
singularmente poderosa ilumina, abrasa, transforma las almas, o al menos las
hace realizar un sensible progreso en poco tiempo y como sin esfuerzo de su
parte. Santa Teresa en varios lugares de su Vida señala casos de este
género. Cuenta en particular cómo el primer rapto con que el
Señor la favoreció despególa súbitamente de
ciertas amistades muy inocentes, pero a las que estaba muy apegada, y
cómo después le era imposible entablar otras de las que no
fuere Dios el único lazo. Mas estas ascensiones rápidas, estas
iluminaciones súbitas, estas transformaciones sorprendentes no son
sino muy raras excepciones. Dios, habiéndonos dotado de inteligencia y
de voluntad libre, poniendo su gracia a nuestra disposición,
«nos ha dejado en manos de nuestro consejo»; y así a
nuestra actividad espiritual es a la que debemos exigir la práctica de
las virtudes. Sería harto temerario y hasta insensato quien, contando
con intervenciones extraordinarias de Dios, descuidase la iniciativa personal
y se durmiera en la pereza.
Artículo 4º.- La huida del pecado
«La vida del hombre
sobre la tierra es un combate». Día y noche los enemigos de
dentro y de fuera nos acechan con intento de robarnos el tesoro de nuestras
virtudes, y aun la vida de la gracia y de la gloria. Es preciso vigilar,
orar, luchar sin tregua, rechazar de continuo los asaltos del infierno,
descubrir sus artificios, tener a raya nuestras malas inclinaciones y
nuestras pasiones desarregladas, que están en inteligencia con
él; y si ha conseguido penetrar en nuestras filas por el pecado,
arrojarlo por la penitencia, reparar las consecuencias de nuestra falta,
prevenir una nueva ofensiva, preparar la final victoria mediante la
vigilancia y ánimo siempre alerta, y puesto que somos la debilidad
misma, hemos de llamar en nuestra ayuda a la omnipotencia de Dios. La lucha
es de absoluta necesidad y no debe terminar sino con la vida. El día
que cesemos de combatir, el pecado nos invadirá como un implacable
enemigo, y se precipitará sobre un país que ha cesado de
oponerle una resistencia victoriosa. Además, téngase en cuenta
lo que cuesta despegarse de todo y establecerse sólidamente en la
pureza del corazón y en la paz del alma, por lo que, una vez
adquirida, es preciso conservarla a todo trance.
«Nuestro
Señor no cesa de exhortar, prometer, amenazar, defender, mandar e
inspirar, a fin de apartar nuestra voluntad del pecado, en cuanto esto puede
hacerse sin quitarnos la libertad.» La voluntad divina nos ha sido
significada mil veces y bajo todas las formas, y ante una voluntad divina tan
claramente conocida en cosas de tan capital importancia, la indiferencia
sería criminal. Preciso es, pues, resolverse a luchar sin tregua ni
descanso y entrar en combate, sin esperar otra cosa que la gracia prometida a
la oración y a la fidelidad.
Sin duda, Dios pudiera
venir en nuestra ayuda por una de esas intervenciones poderosas que rinden al
alma y la cambian con pasmosa prontitud; y así es como Magdalena, la
pecadora escandalosa, se transforma en un momento y llega a ser
maravillosamente pura; así es como Pedro, después de su triple
negación, tropieza con la mirada de Jesús y comienza a derramar
lágrimas que jamás han de cesar; como el buen ladrón,
hasta entonces malhechor y blasfemo, realiza en el postrer momento una entera
conversión y recibe de boca del Salvador la más consoladora
seguridad; de esta manera es como los Apóstoles, antes tímidos e
imperfectos, son confirmados en gracia y colmados de un valor
intrépido el día de Pentecostés; como Saulo, el ardiente
perseguidor, cae postrado en el camino de Damasco y pronto quedará
convertido en un Apóstol no menos ardoroso. Dios pudiera sin dificultad
hacernos pasar en un instante del pecado o de la tibieza a las más
santas disposiciones, ya que en su poder están todas estas
maravillosas transformaciones, mas, como advierte San Francisco de Sales,
«son tan extraordinarias en la gracia, como la resurrección de
los cuerpos en la naturaleza; de suerte, que no hemos de
pretenderías». De igual manera, Dios pudiera calmar a las almas
a quienes ve en la turbación o en otras disposiciones penosas, y
hacerlo con una sola palabra suya, y establecerlas súbitamente en el
estado en que El las quiere. Hácelo algunas veces, pero no es
éste su método habitual. Prefiere que la
«purgación y curación ordinaria, sea de los cuerpos, sea
de los espíritus, no se haga sino poco a poco, progresivamente, paso a
paso y entre dificultades y gustos».
Dios juzga más
glorioso para nosotros y para El no salvarnos sin nosotros, o que nuestra
perdición dependa de nosotros. Si nos preservase, si nos convirtiese,
si nos transformase casi sin trabajo de nuestra parte, ¿dónde
estaría nuestro mérito? Por el contrario, dejándonos
más tiempo a nuestra propia determinación, exige de nosotros
mayores esfuerzos, pero nos ofrece con el honor y mérito una fuente de
incesantes progresos por la vigilancia, la oración, el combate, la
penitencia, la humildad, la mortificación cristiana.
Habiéndonos creado libres, nos gobierna libremente, juzgando
preferible sacar bien del mal, a costa de nuestra libertad. Quiere, pues, que
luchemos contra nuestras malas inclinaciones, nuestras pasiones desarregladas
y los enemigos de fuera. El, que nos ha trazado el camino, nos
ofrecerá su gracia, nos recompensará según nuestras
obras; pero nos deja obrar. Preciso es armarnos de valor para la lucha,
adorando a la divina Providencia en esta santa disposición, «en
la que brillan su sabiduría en regir las criaturas libres, su
liberalidad en recompensar a los buenos, su paciencia en soportar a los
malos, su poder para convertirlos, o por lo menos, para llamarlos al orden
por la justicia, y en fin, el bien de su gloria que El halla en todas las
cosas y es la que únicamente busca en todas ellas». Pero
obedezcamos al mismo tiempo a su voluntad significada, que nos ordena
aborrecer el pecado, evitarlo mediante la vigilancia, la oración y el
combate o repararlo por la penitencia.
Artículo 5º.- La observancia de los preceptos,
votos, Reglas, etc.
Expuesto ya lo
concerniente a la gloria eterna, a la vida de la gracia, a la práctica
de las virtudes y a la huida del pecado, agrupamos aquí en este mismo articulo
todas las restantes materias pertenecientes a la voluntad de Dios
significada, como son: los preceptos de Dios y de la Iglesia, los consejos
evangélicos, los deberes de estado, y por consiguiente para nuestros
religiosos, nuestros votos, nuestras Reglas y las órdenes de nuestros
Superiores; y por último, las inspiraciones de la gracia, los ejemplos
de Nuestro Señor y de los santos.
Ya que todo esto
pertenece a la voluntad de Dios significada, constituye el dominio propio de
la obediencia y no del abandono. Constituye, además, los medios que
nos asigna Dios para huir del pecado, cultivar las virtudes, vivir de la
gracia y tender a la gloria; y como El quiere el fin, quiere también
los medios y los tiene en grande estima. Impone los unos por vía de precepto,
o si no son obligatorios, llegan a serlo para nosotros por efecto de nuestra
profesión; los otros continúan siendo facultativos, pero es
Dios mismo quien nos lo propone, si bien es El quien nos incita por sus
promesas y nos atrae por su gracia para no descuidarlos. Así es como,
por ejemplo, nos induce, además de las oraciones y sacrificios
obligatoriamente tasados por nuestras Reglas, y mediante las condiciones
requeridas, a hacer algo más por nuestra buena voluntad, y nos mueve a
multiplicar los actos interiores de las virtudes, a seguir más de
cerca a los santos, a nuestro dulce y amado Salvador Jesús.
En consecuencia, para
cumplir todas estas cosas, al menos en lo que atañe a su
obligatoriedad, no hemos de esperar a que los acontecimientos nos declaren la
voluntad divina, o a que una moción especial del Espíritu Santo
nos incline a cumplirla, porque ya nos es bastante conocida y, además,
la gracia está a nuestra disposición. Por tanto, no tenemos
sino caminar por nuestra propia determinación, fijos constantemente
los ojos en los preceptos, en nuestras leyes monásticas y en las otras
señales de la divina voluntad, a fin de regular de acuerdo con ella
cada uno de nuestros pasos.
No hemos, sin embargo, de
adherirnos a todas estas cosas, sino en tanto que continúen siendo la
voluntad de Dios con respecto a nosotros. Si El deja de quererlas, nos es
preciso despegarnos de ellas para poner todo nuestro afecto en lo que El
quiere de presente, y no querer sino esto, porque algunos preceptos de Dios no
son tan inmutables que no puedan ser modificados por las circunstancias; y lo
propio sucede con los mandamientos de la Iglesia, como, por ejemplo: la
asistencia a la Misa, el ayuno y la abstinencia en caso de enfermedad. Con
mayor razón Dios podrá modificar algunas de nuestras
obligaciones monásticas, cambiando nuestro estado de salud u otras
circunstancias. Puede también, según le plazca, dejarnos o
retirarnos la facilidad de ejecutar tal o cual práctica de libre
elección. Es imposible a un solo hombre observar todos los consejos
evangélicos o imitar todas las obras exteriores de Nuestro
Señor y de los santos. Ha de hacerse una elección, que por lo
regular la deja Dios a nuestra iniciativa; sin embargo, hácela con
frecuencia El mismo, disponiendo de nosotros con su voluntad de
beneplácito, por cuya razón habrá en todo esto materia
más que suficiente para el Santo Abandono.
Dios asigna a cada uno el
lugar de combate, las armas y el servicio según la vocación que
nos da, o las circunstancias en que nos pone. En el siglo no se pueden
practicar las observancias del claustro, y la vida estrictamente
contemplativa no soporta el apostolado de fuera, ni la vida activa las
constantes ocupaciones de María. La indigencia en el mundo o la
pobreza en la vida religiosa impedirá hacer limosna, etc.; y en
nuestra misma vocación hay un dilatado horizonte abierto al divino
beneplácito. En virtud de éste, confía Dios los altos
cargos a uno, mientras deja al otro su puesto humilde, otorga la salud según
le place, y con ella la facilidad de guardar todas las observancias; mas,
cuando le parece, quita la fuerza y reduce a una impotencia total o parcial.
En resumen, no siendo
posible seguir nosotros solos todos los ejemplos de Nuestro Señor y de
los santos, ni todos los consejos evangélicos, con todo, hemos de
estimarlos en su justo valor, no despreciar nada de lo que ha llevado a las
almas a la perfección, sino seguir tan sólo aquellos consejos y
prácticas que se armonizan con nuestra condición y nuestra
vocación. Hemos de guardar esmeradamente las obligaciones comunes a
todos los cristianos y los deberes propios de nuestro estado,
adhiriéndonos de todo corazón a estos medios de
santificación como queridos por Dios, redoblando, si fuere necesario,
nuestros esfuerzos y el espíritu de fe para no aflojar en su
observancia. Mas, si las disposiciones del divino beneplácito nos
muestran que Dios no quiere ya de nosotros en la actualidad uno u otro de
estos medios, y si tal es el sentir de los encargados de dirigirnos,
desprendámonos de ellos, para no querer sino lo que Dios quiere de
nosotros al presente, y compensar así la pérdida de esta
práctica con un abandono filial al divino beneplácito.
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