Dom Vital Lehodey El Santo Abandono 4. Excelencias y
frutos del Santo Abandono 1.
EXCELENCIA DEL SANTO ABANDONO Lo que constituye la
excelencia del Santo Abandono, es la incompatible eficacia que posee para
remover todos los obstáculos que impiden la acción de la
gracia, para hacer practicar con perfección las más excelsas
virtudes, y para establecer el reinado absoluto de Dios sobre nuestra voluntad.
Evidentemente, la conformidad que viene de la esperanza, y más
aún, la resignación que nace del temor, no se elevan a iguales
alturas; tienen, sin embargo, su valor. Mas aquí hablamos de la
conformidad perfecta, confiada y filial que produce el santo amor. Es ésta ante todo
necesaria, y de un valor incomparable para obviar los obstáculos. Un
día después de Maitines, el bienaventurado Susón fue
arrebatado en éxtasis y parecióle ver un apuesto joven que
descendía del cielo a la tierra y le decía: «Tú
has frecuentado durante mucho tiempo las escuelas primarias, en ellas te has
ejercitado lo suficiente y ya estás maduro. Ven conmigo, que voy a
conducirte a la escuela mayor que existe.-¿Y cuál es esta tan
deseable escuela? Es aquella en que se enseña la ciencia de un
perfecto abandono de si mismo; es decir, en la que se enseña al hombre
a renunciarse de tal suerte que, sean cualesquiera las circunstancias en que
el divino beneplácito se manifieste, se aplique tan sólo a
permanecer siempre el mismo y tranquilo, renunciándose en la medida
que permita la debilidad humana.» Hacía ya varios años
que el bienaventurado se ejercitaba en la virtud como un valeroso asceta;
infligía a su cuerpo un martirio cuyo sólo relato nos
estremece; llegada era ya la época de los éxtasis, Dios, sin
embargo, le llamó a una escuela más elevada,
¿tenía de ello necesidad? Vuelto en sí después de
la visión, permanecía silencioso y pensaba en lo que se le
acaba de decir: «Examínate interiormente, concluyó, y
podrás observar que aún tienes mucho espíritu propio,
verás que con todas las mortificaciones que haces, no llegas
todavía a soportar la contradicción exterior. Te pareces a una
liebre oculta en un matorral, que al ruido de una hoja se espanta. Tú
también te espantas de las penas que te sobrevienen, palideces a la
vista de tus contradicciones, huyes cuando temes sucumbir, cuando debieras
presentarte te escondes, te consideras feliz cuando eres alabado, y cuando te
reprenden te entristeces. No hay duda que necesitas ir a una escuela
superior.» He aquí, pues, un alma que marchaba decididamente por
el camino de la santidad; no obstante, quedaba aún no poco de humano
en ella, más de lo que podía suponer. ¡Cuántas
otras, que no la igualan en méritos, tendrán como ella necesidad
de que un ángel venga a mostrarles el mal y a enseñarles a
aplicar el remedio! Sabemos en principio que
el mal consiste en buscarse desordenadamente a sí mismos, y por
consiguiente, en el orgullo y la sensualidad que resumen sus tan variadas
formas. Mas, en realidad, estamos muy lejos de conocernos, y con frecuencia
este mundo de pasiones, de debilidades, de perversas tendencias que bulle en
nosotros, permanecería cubierto con un espeso velo y no
llamaría nuestra atención, si la Providencia no viniera a
abrirnos los ojos en tiempo oportuno por medio de una saludable
humillación, o mediante unas pruebas sabiamente apropiadas. Entonces
descórrese el velo, y comenzarnos a ver lo que se nos ocultaba hasta
este día, y que otros por desgracia habían tal vez tenido con
sobrada frecuencia ocasión de comprobar. Mas nos acontece que, una vez
conocido el mal, no sabemos remediarlo. Nos inclinamos a
perdonamos, empero la Providencia no tendrá esta cruel indulgencia.
«Hasta ahora dice el ángel al bienaventurado Susón- eres
tú quien te azotabas por tus propias manos, cesabas cuando
querías, y tenias compasión de ti mismo. Al presente quiero
librarte de ti mismo y entregarte, sin que nadie te defienda, en manos de
extraños que te azotarán. -No lo harán sino en la medida
que yo se lo permita, mas te parecerán despiadados. Asistirás
al desmoronamiento de tu reputación, estarás expuesto al
desprecio de algunos hombres ciegos, y sufrirás más de esta
parte que por las heridas hechas en otro tiempo con tus instrumentos de
penitencia.» En otro tiempo
hallábamos compensaciones y la Providencia nos las va a quitar. Veamos
lo que aconteció al beato Susón: Tenía consolaciones
humanas, y el ángel le dice: «Cuando te entregabas a tus
ejercicios de mortificación eras grande, eras admirado, ahora
serás abatido, serás aniquilado.» Gozaba sobre todo de
las consolaciones divinas, y el ángel añadió:
«Hasta ahora sólo has sido un niño mimado, has nadado en
la dulzura celestial, como nada el pez en el mar. En adelante quiero
retirarte todo esto, quiero que seas privado de ello y que sufras con esta
privación, que seas abandonado de Dios y de los hombres.» No siempre damos los
golpes donde debiéramos; mas la Providencia, que ve con más
exactitud, ataca al mal en su raíz. El beato Susón tenía
un carácter muy afectuoso, y no parecía preocuparse de ello.
«Aunque acabas de imponerte una cruel tortura, díjole el
ángel, aún te queda por divina permisión un natural
tierno y amante; te acontecerá que allí donde pensabas
encontrar un amor particular y la fidelidad, sólo hallarás
infidelidad, grandes sufrimientos y grandes penas. Serán tan numerosas
tus pruebas que los hombres que te aman, por poco que sea, se
compadecerán de ti.» Nuestro mal es sobre todo el orgullo. Ahora
bien, «para infligirnos algún castigo por ello -dice el Padre
Piny- ¿búscanse de ordinario las ocasiones de
humillación y de desprecio? ¿No se cree hacer bastante
condenándose a dar alguna limosna, o a practicar austeridades que
mortifican el cuerpo y no el orgullo del espíritu? Dios, que se
propone no tan sólo castigar, sino más aún curar, obra
mucho más sabiamente. Hácenos expiar este pecado por lo que es
más contrario a nuestra presunción y a nuestra vanidad, por los
desprecios, las humillaciones, las repugnancias, las confusiones, y desde
luego por la penitencia más penosa para nuestra naturaleza soberbia, y
la más opuesta a nuestras inclinaciones.» Finalmente, el gran mal
es el juicio propio y la voluntad propia; no hay pecado ni
imperfección que no venga de esta fuente emponzoñada.
¿Cuántos son los que saben remontarse hasta este principio de
todo desorden? Con sobrada frecuencia, ¿no es el juicio propio quien
tiene la pretensión de asignar el remedio, y la propia voluntad la que
vela sobre su aplicación, cuando por el contrario, es el propio juicio
y la voluntad propia lo que debiéramos de sacrificar sin misericordia
y por encima de todo? La Providencia vendrá a corregir estos errores o
esta debilidad. « ¡Ah!, mostradme, Señor, de antemano mis
penas para que las conozca», decía el beato Susón; y Dios
le responde: «No, es preferible que no sepas nada.» En efecto,
quiere mantenernos en una disposición constante para doblegar nuestro
juicio e inmolar nuestra voluntad. Va, pues, a ocultarnos cuidadosamente sus
intenciones, y muy frecuentemente irá contra nuestras previsiones y
nuestras ideas; se opondrá directamente a nuestros gustos y a nuestras
repugnancias. Si queremos prestar un poco de atención, observaremos
que nunca Dios obra al azar: como verdadero Salvador, a la manera de
médico tan enérgico como sabio y discreto, lleva el fuego y el
hierro ora aquí, ora allá, por todas partes donde su ojo
práctico vea faltas que expiar, defectos que corregir, un punto
débil que fortificar. A pesar de los lamentos de la naturaleza,
continuará El haciéndolo con misericordioso rigor por todo el
tiempo que juzgue oportuno, para acabar de curarnos y para colmarnos de sus
bienes. «La voluntad propia -dice el Padre Piny-, lo que hay de
más tierno y querido en el hombre, pónese así en tortura
y en el estado más violento, pues se le obliga a sufrir lo que no
querría y lo contrario de lo que querría.» Quiere Dios
vencerla y disciplinarla, y he aquí la razón de que ciertas
almas se hallen «reducidas a ser casi de continuo lo que no hubieran
querido ser, ora en las profundas tinieblas durante la oración en lugar
de las luces que eran de su gusto, pero que iban a servir para alimentar su
propia voluntad; ora en las tristezas e inoportunos fastidios, en castigo de
las alegrías inmoderadas que en otro tiempo habían ellas
gustado, o del apego que tenían a estos estados de
satisfacción; ora en las incertidumbres, y los escrúpulos
originados de la precipitación, a fin de que mueran a sí
mismas, aceptando la divina voluntad sobre ellas, a pesar de sus temores e
incertidumbres». El Santo Abandono
será, pues, el que acabará de purificar y de despegar nuestra
alma. El cumplimiento fiel de los deberes diarios, para los religiosos la
exacta observancia de nuestros votos y de nuestras Reglas, con nuestras
prácticas libres de virtud, habían causado al hombre viejo
derrotas sobre derrotas, heridas sobre heridas. Con todo, aún
viviría de no venir el Santo Abandono a darle, por decirlo así,
el golpe de gracia y arrojarlo en el sepulcro. Sin duda, que la obediencia
antes que todo continúa siendo necesaria, pues si ésta se
debilitase, la naturaleza recobraría sus fuerzas y no tardaría
en hacer desaparecer al Santo Abandono. Mas éste viene a
unir su acción poderosa a la de la obediencia, además de que
responde a nuestras necesidades personales, llevando así nuestra
penitencia a su última perfección. Otro tanto hace con la fe
confiada y el amor divino. Es él quien hace
que nuestra fe en la Providencia, nuestra confianza en Dios sean plenamente
prácticas universales, haciéndolas pasar de la
convicción del espíritu al afecto del corazón, y
aplicándolas alternativamente a las más diversas situaciones.
Sin él correrían riesgo de quedarse siempre incompletas, porque
hay cosas que apenas se aprenden sin haber pasado repetidas veces por la
prueba. Jesucristo ha dicho: « ¡Bienaventurados los pobres!
¡Bienaventurados los que padecen! ¡Bienaventurados los que se
mortifican! ¡ Bienaventurados los que son perseguidos, calumniados y
maldecidos por los hombres!» ¿Tienen esta fe absoluta y
práctica las personas que no pueden soportar la pobreza, el sufrimiento
y la persecución? «Preciso es declarar, o que no creen en el
Evangelio, o que sólo creen a medias. Por el contrario, aquél
cree todo cuanto encierra el Evangelio, que mira como una ventaja y como
favor divino en este mundo el ser pobre, estar enfermo, ser despreciado,
humillado y perseguido por los hombres». La advertencia es de San
Alfonso. Esta fe confiada y total
encuéntrase elevada a su más alto grado, dice el Padre Piny,
«por el abandono de todo cuanto somos y de todos nuestros intereses al
beneplácito divino. ¿No es tener una fe bien firme en la
justicia, en la santidad de Dios, el que nos baste en todo cuanto nos suceda,
un simple recuerdo de que tal es su voluntad, para que al momento digamos
Amén a todas sus determinaciones? No es posible tener mayor fe en la
bondad y el amor de Dios, que el recibir igualmente de su mano las cruces y
las alegrías, el mal y el bien; y en la firme persuasión de que
es un Dios que hace bien todo lo que hace, bendecir su nombre como otro Job,
tanto desde el polvo como desde el trono, así cuando nos colma de
honores y consolaciones como cuando nos cubre de llagas y humillaciones. No
hay mayor ni más viva fe que la de creer que Dios dirige siempre
admirablemente nuestros asuntos, cuando parece destruirnos y aniquilarnos,
cuando desbarata nuestros mejores planes, cuando nos expone a la calumnia,
cuando oscurece todas nuestras luces en la oración, cuando hace
agotarse todas nuestras sensibilidades y nuestros fervores por las arideces y
sequedades, destruye nuestra salud por las enfermedades y flaquezas, y nos
pone en la impotencia de obrar. Conservar en todos estos estados la
más firme confianza, aceptarlos a ciegas, ¿no es ejercitar la
fe más viva en el poder soberano y en la infinita bondad de
Dios?» Maravillosa fue la fe de Abraham en la terrible prueba que todos
sabemos. «No menos admirable es la fe del alma que va por el camino del
abandono a El, a fin de aniquilar su propia voluntad.» Destruye nuestro
apego a las alegrías por medio de la tristeza, a la estima por las
humillaciones y desprecios, a los gustos y a las sensibilidades por las
arideces y las sequedades, a las luces en la oración por las
oscuridades y las tinieblas; trabaja en destruir la precipitación
inmoderada por conseguir la perfección mediante dolorosos fracasos, la
excesiva actividad por las impotencias a que nos reduce, la propia voluntad
hasta en el negocio de la salvación por las incertidumbres en que nos
coloca acerca del particular. Si hay un camino en que se ejercite una fe
viva, una confianza a toda prueba, «es sin duda, el del abandono a la
divina voluntad, pues en él se cree lo que parece menos
creíble: a saber, que Dios realiza nuestros negocios
destruyéndolos, que nos formará aniquilándonos, que nos
iluminará cegándonos, que nos unirá a El más
íntimamente dejándonos en la angustia; en una palabra, que nos
perfeccionará destruyendo nuestras inclinaciones y nuestra
voluntad.» Así, pues, la
práctica del Santo Abandono supone una fe viva, una confianza
sólida, a las que desenvuelve admirablemente, elevándolas a su
más alto grado. Otro tanto sucede con el
amor divino. El santo acrecentamiento, ante todo, mediante un despego
perfecto. «Cuando un corazón está lleno de tierra -dice
San Alfonso- el amor de Dios no encuentra en él lugar; y cuanto
más permanezca pegado a la tierra, menos reinará en él
el amor divino, porque Jesucristo quiere poseer todo nuestro corazón y
no toleraría ningún otro rival. En fin, el amor de Dios es un
amable ladrón que nos despoja de todas las cosas terrenas.»
Preciso es, pues, darlo todo para tenerlo todo. Da totum pro toto, dice
Tomás de Kempis. Este completo desasimiento tan necesario y tan
laborioso, no sólo habíanlo comenzado la humildad, la
obediencia y el renunciamiento, sino que lo llevaban bastante adelantado, y por
otra parte, no cejarán en su empeño. Sin embargo, según
dejamos indicado, tiene necesidad de que el Santo Abandono venga a sumar su
acción a la suya, para que el desasimiento llegue a su
perfección. El Santo Abandono es quien termina de hacer el
vacío en nuestra alma, invadiéndole proporcionalmente el amor
divino, y si no encuentra obstáculo, la llena, la gobierna, la
transforma, reina en ella como dueño. El Santo Abandono no
sólo prepara los caminos al amor divino, sino que «es él
mismo el acto más perfecto de amor de Dios que un alma pueda producir,
y vale más que mil ayunos y disciplinas. Porque quien da sus bienes
por medio de la limosna, su sangre con los azotes, su alimento con el ayuno,
da una parte de lo que tiene; el que da a Dios su voluntad se da a sí
mismo y da todo, de suerte que puede decir: Señor, soy pobre, mas os
doy todo cuando puedo; después que os he dado mi voluntad, nada me
queda que ofreceros.» Así habla San Alfonso. Es también el amor
más puro y más desinteresado. Numerosas son las almas que de
buen grado permanecen con Jesús hasta el partir del pan; muy raras las
que le siguen hasta las inmolaciones del Calvario. Fácil es amar a
Dios cuando se da entre las dulzuras, los ardores y los transportes. Es
más digno olvidarse de sí mismo y darse todo a Dios, hasta el
punto de poner su satisfacción en la de Dios, hacer de la voluntad de
Dios la suya propia, cuando precisamente aquélla se propone sin la
menor duda conducirnos en pos de Jesús crucificado. «Esta es dice
el Padre Piny- la manera más noble, más perfecta y más
pura de amar. Si se puede medir el amor que nosotros tenemos a Dios por la
grandeza de los sacrificios que estamos dispuestos a hacer por El,
¿qué amor puede ser más puro y más grande que el
de las almas que abandonan al divino beneplácito no tan sólo
sus bienes temporales, su reputación, su salud y su vida, sino hasta
el interior de su alma y su eternidad, para no querer en todo esto sino el
orden y la voluntad de Dios? ¿No pudiera decirse que su amor
está enteramente libre de todo propio interés, puesto que ellas
se ponen en este estado de víctimas, consintiendo en que Dios las
destruya en cualquier momento, y que haga un sacrificio continuo de la
voluntad de ellas a la suya?» Pudiéramos
añadir que un alma, ejercitándose en el Santo Abandono, se
forma al propio tiempo de la manera más acabada en todas las virtudes,
pues encuentra a cada paso ocasión de practicar tanto la humildad como
la obediencia, la paciencia o la pobreza, etc., y que el Santo Abandono eleva
unas y otras a su más alta perfección. Pruébalo
profusamente el Padre Piny; y para abreviar remitimos al lector a su precioso
opúsculo, bastándonos decir con San Francisco de Sales:
«El abandono es la virtud de las virtudes; es la flor y nata de la
caridad, el perfume de la humildad, el mérito, así parece, de
la paciencia, y el fruto de la perseverancia; grande es esta virtud y la
única digna de ser practicada por los hijos más queridos de
Dios.» Mas si el abandono
perfecciona las virtudes, perfecciona también la unión del alma
con Dios. Esta unión es aquí abajo la unión del
espíritu por la fe, la unión del corazón por el amor; es
más que nada la unión de la voluntad por la conformidad con la
voluntad divina. Es necesario que la obediencia la comience y no deje
jamás de continuarla; empero corresponde al Santo Abandono terminarla.
En efecto, dice el Padre Piny, ¿puede darse unión más
completa con Dios, «que dejarle hacer, aceptando todo lo que El hace, y
consintiendo amorosamente en todas las destrucciones que le plazca hacer en
nosotros y de nosotros? Es querer todo lo que Dios quiere, no querer sino lo
que El quiere», y como El lo quiere: «es tener uniformidad con la
voluntad de Dios, es estar transformado en la divina voluntad, es estar unido
a todo lo que hay en Dios de más íntimo, quiero decir, su
corazón, a su beneplácito, a sus decretos impenetrables, a sus
juicios que, aunque ocultos, son siempre equitativos y justos».
¿Qué unión con Dios puede haber más estrecha e
inseparable? «En este sendero, ¿qué podría, en
efecto, separar al alma de Dios? No será ni la pobreza, ni las
persecuciones, ni la vida, ni la muerte, ni los acontecimientos sean cuales
fueren, puesto que, no queriendo nada fuera de la voluntad de Dios y
aceptándola en todo sin detenerse en consideraciones, halla siempre
cuanto desea en todo lo que la sucede, viendo en ello el cumplimiento del
divino beneplácito.» Ved, pues, lo que ante
todo hace recomendable al Santo Abandono; nada como él une nuestra
voluntad a la de Dios; y como esta divina voluntad es la regla y la medida de
todas las perfecciones, hasta el punto que nuestras voluntades no participan
de la perfección y de la santidad sino por su conformidad con la de
Dios, síguese que se llegará a ser tanto más virtuoso y
santo, cuanto mayor fuere la conformidad con esta adorable voluntad. Mejor
dicho, santo y perfecto es quien ha llegado a ver en todas las cosas la mano
y el beneplácito de Dios, y no tiene jamás otra regla que esa
voluntad. Cuando se ha llegado a esto, ¿qué resta por hacer
para ser aún más santo y más perfecto? Conformar cada
vez mejor nuestra voluntad a la de Dios, y según la enérgica
expresión de San Alfonso, «uniformarla» a la de Dios,
hasta el punto que «de dos voluntades no hagamos -por decirlo
así-, sino una; que no queramos sino lo que Dios quiere, y permanezca
sola su voluntad y no la nuestra. Aquí está la cumbre de la
perfección, y a ella debemos aspirar de continuo. La Santísima
Virgen no ha sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber
estado más perfectamente unida a la voluntad de Dios». Si queremos, pues,
escalar las cumbres de la vida interior, no hay mejor sendero que el del
Santo Abandono; ningún otro sabría conducirnos tan pronto ni
tan lejos. ¡No permita Dios que consintamos en rebajar la humildad, la
obediencia y el renunciamiento! Estas virtudes fundamentales son, junto con
la oración, el camino siempre necesario y seguro, fuera del cual se
busca en vano la virtud sólida y el abandono de buena ley.
Sigámosle con fidelidad hasta nuestro postrer momento. Mas cuando
hubiéramos llegado por este camino a la conformidad perfecta, amorosa
y filial, entonces habremos dado con el camino de la santidad. |