2ª SEMANA DE ADVIENTO
Domingo
Entrada: Con
gran gozo iniciamos esta celebración cantando, «Pueblo de Sión; mira al
Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír su voz gloriosa
en la alegría de vuestro corazón» (Is 30, 19.30).
En la oración colecta
(Gelasiano) invocamos al Señor y le pedimos a él que es todopoderoso y rico
en misericordia que, cuando salimos animosos al encuentro de su Hijo, no
permita que lo impidan los afanes del mundo, y que nos guíe hasta Él con
sabiduría divina, para que podamos participar plenamente del esplendor de
su gloria.
En seguida (ofertorio,
Gregoriano), pedimos que los ruegos y ofrendas de nuestra pobreza conmuevan
al Señor y, al vernos desvalidos y sin méritos propios, acuda compasivo en nuestra
ayuda. En la comunión cantamos: «Levántate, Jerusalén; ponte sobre
la cumbre y mira la alegría que te va a traer tu Dios» (Bar 5, 5; 4, 36). Y
pedimos después al Señor (postcomunión, Gregoriano) que, alimentados
con la Eucaristía por la comunión de su sacramento, nos dé sabiduría para
sopesar los bienes de la tierra amando intensamente los del cielo.
Ciclo A
El Adviento es tiempo fuerte de
revisión de vida y conducta, al menos en la medida en que nuestro vivir cotidiano
se encuentre tarado por el rechazo del influjo regenerante y santificador
de Jesucristo. Como trasfondo litúrgico, la Historia de la Salvación nos
actualiza en la expectación mesiánica provocada y alentada por los profetas
y encauzada por el Bautista, para llevar al pueblo de Dios a un encuentro
responsable con Cristo.
–Isaías 11,1-10: Con equidad dará sentencia al pobre.
Los vaticinios mesiánicos del profeta Isaías proclaman las dos líneas características
de la semblanza del Emmanuel: su ascendencia davídica según la carne y su
condición salvadora de Mesías. Su identidad humana con nosotros y su
capacidad divina para transformar nuestras vidas. Toda la historia del
pueblo elegido es un tiempo de espera en el cumplimiento de las promesas
divinas. Los profetas hicieron todo lo posible para conducir a Israel al
verdadero camino de la salvación.
La lectura nos muestra hoy
nuestras propias responsabilidades. Cristo ha venido históricamente una vez
para siempre, pero hemos de esperar para que llegue a nosotros y a todo el
mundo el Reino de Dios. El creyente tiene, o ha de tener, un empeño
categórico: hacer venir a Cristo más perfectamente a sí y al mundo, con una
presencia más dinámica, dada por el Espíritu Santo en el Bautismo. Hemos de
dejarnos guiar por Él para realizar, con el rey mesiánico, el plan de
salvación en cada uno de nosotros y en los demás.
–Con el Salmo 71 cantamos: «Que en sus
días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Dios mío, confía tu
juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con
justicia, a tus humildes con rectitud. Él librará al pobre que clamaba, al
afligido que no tenía protector. Él se apiadará del pobre y del indigente y
salvará la vida de los pobres». Todos somos pobres ante el Señor.
–Romanos 15,4-9: Cristo salvó a todos los hombres.
En los designios divinos Cristo, del que todos los hombres necesitan para
ser salvados, es el gran Reconciliador. San Pablo llama al amor la «ley de
Cristo» (Gál 6,2) o «la plenitud de la ley» (Rm 13,10; Gál 5,14). La
importancia del amor cristiano es tal que no puede absolutamente ser
llamado una virtud; sería como vaciar de su sentido verdadero al amor de
Dios mismo o de su Hijo hacia nosotros.
Para San Pablo, el ejemplo de
Cristo, que para salvarnos se hace obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz (Flp 2, 8), ha de ser estímulo y acicate para que nosotros hagamos lo
mismo por la salvación de los hermanos. El Adviento, tiempo de espera, debe
incitar a todos los cristianos a una profunda reflexión sobre nuestra
responsabilidad en la salvación de los hombres alejados de Dios.
–Mateo 3,1-12: Haced penitencia, porque se acerca el
Reino de los cielos. A una presencia de Cristo más intensa en nosotros solo
es posible llegar por una renovación radical de nuestro ser interior y de
nuestra conducta exterior. Comenta San Agustín:
«Reciba, pues, cada uno con
prudencia las amonestaciones del preceptor, para no desaprovechar el tiempo
de la misericordia del Salvador que se otorga en esta época de perdón para
el género humano. Al hombre se le perdona para que se convierta y no haya
nadie a quien condenar. Dios verá cuándo ha de llegar el fin del mundo;
ahora, por de pronto, es el tiempo de la fe» (Sermón 109, 1).
La conversión supone que nos
hemos desviado. Hemos de cambiar de actitud, de mentalidad. Testigos de la
necesidad que todo hombre tiene de Cristo, nuestra conducta ha de ser tal
que vaya abriendo los corazones al misterio de Cristo Salvador.
Ciclo B
Para la sagrada Liturgia, Sión
representa a Jerusalén, a la nueva Jerusalén de la Iglesia, a la
Jerusalén de la eterna claridad en el cielo. Significa también el reinado
de Dios en las almas cristianas. «Preparad el camino del Señor», allanad,
reparad las calles, tenedlo todo a punto para el gran momento en el que el
Rey divino, Cristo, el Señor, quiera entrar en la ciudad, en las almas.
Durante el Adviento debemos vivir más conscientes, profunda y fielmente
unidos a la comunidad de la Iglesia. Debemos ser una sola alma. Debemos
tener todos un solo corazón, una sola fe, una sola esperanza, un solo amor,
una sola oración, un solo sacrificio.
–Isaías 40,1-5.9-11: Preparadle un camino al Señor. En
su designio de salvación Dios pone todo su amor; llega hasta enviarnos a su
propio Hijo, el Salvador. Pero la voluntad personal y colectiva de los
hombres habrá de poner toda la sinceridad de su conversión, que los haga
disponibles para Cristo.
Israel es un pueblo en camino.
Esto aparece en toda la Sagrada Escritura, sobre todo en la primera lectura
de hoy, de un modo claro y preciso: de un estado de esclavitud hay que
pasar a otro de liberación y de paz. La Iglesia vive ese mismo misterio,
como nos lo ha recordado el Concilio Vaticano II. Es heredera de las
prerrogativas de Israel. Pueblo en camino, Israel estaba dirigido hacia el
cumplimiento de una esperanza salvífica. Pueblo en camino, la Iglesia está
dirigida hacia el cumplimiento de una comunión total con Cristo; y por eso
vive una espiritualidad de esperanza, esto es, de íntima unión con Dios en
Cristo, que vive en su Iglesia. De ahí la impronta escatológica: la
aspiración continua a la plenitud de la Jerusalén celeste.
–Salmo 84: Esperamos a Cristo y el cumplimiento de su
acción salvífica en nosotros. «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos
tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su
pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria
habitará en nuestra tierra… La justicia marchará ante Él, la salvación
seguirá sus pasos».
–1 Pedro 3,8-14: Esperamos un cielo nuevo y una tierra
nueva. El tiempo significa solo una amorosa espera por parte de Dios,
que quiere que todos los hombres lleguen a estar en actitud de salvación
cuando el Señor venga. El vocabulario usado es típicamente
escatológico-apocalíptico. El sentido de las palabras y de las imágenes en
las que predomina el fuego, parece ser éste: la acción definitiva de Dios,
su vuelta escatológica, exige una purificación interior que, al mismo
tiempo, destruye lo que está mal y exalta el bien de la salvación.
Hay que «saber esperar», como
diría el Beato Rafael Arnaiz. Tenemos que colaborar con la gracia de Dios.
El Señor viene a la Sión del Nuevo Testamento, al reino divino de la Santa
Iglesia, al cual somos llamados también nosotros. Aquí, en la Santa
Iglesia: lo encuentro, lo veo, lo oigo, lo toco. Aquí me da él la
salvación, el perdón de mis pecados, la gracia, la vida. Cristo –su salvación
y redención– se ha dado a los hombres en su Santa Iglesia. Cuanto más nos
identifiquemos con la comunidad de fe, de oración, de sacrificio, de dolor,
de apostolado, que es la Iglesia, más hondamente participaremos de la
redención y salvación divinas.
–Marcos 1,1-8: Preparadle el camino al Señor. Juan
fue el heraldo de Cristo. Toda su vida fue un grito de alerta contra
nuestra inconsciencia y nuestra irresponsabilidad. ¡Preparad los caminos
del Señor… reformad vuestras vidas! ¡Abrid vuestro corazón al Corazón
sacratísimo del Redentor!
La Iglesia, llamándonos así en
la liturgia, prolonga la predicación del Bautista, y como dice San Gregorio
Magno, prepara los caminos al Señor que viene:
«Todo el que predica la fe
recta y las buenas obras ¿qué hace, sino preparar el camino del Señor para
que venga al corazón de los oyentes, penetrándolos con la fuerza de la
gracia, ilustrándolos con la luz de la verdad, para que, enderezadas así
las sendas que han de conducir a Dios, se engendren en el alma santos
pensamientos?» (Homilía 20 sobre el Evangelio).
El concilio Vaticano II fue en
su día, y sigue siendo, para toda la Iglesia una renovada tensión de
Adviento, una auténtica renovación profunda por la conversión evangélica:
«La Iglesia, que encierra en su seno pecadores, siendo al mismo tiempo
santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la
penitencia y de la renovación» (Lumen Gentium 8).
Pero anterior a la renovación
de las estructuras es la renovación de las personas: esa profunda conversión
integral en la interioridad del hombre sin Cristo, que le abre a la
verdadera cristificación, a la intimidad transformante con Cristo. Asó lo
enseñó explícitamente Pablo VI en su encíclica Ecclesiam suam
(6-VIII-1964):
«La reforma no puede afectar ni
a la concepción esencial ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia…
No podemos acusar de infidelidad a nuestra querida y santa Iglesia de Dios…
No nos fascine el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía
carismática…, introduciendo arbitrarios ensueños de artificiosas
renovaciones en el esquema constitutivo de la Iglesia… Es necesario evitar
otro peligro, que el deseo de reforma podría engendrar… en quienes piensan
que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus maneras de
proceder a los mundanos» (41-43).
Ser heraldos de Cristo para
quienes no lo conocen ni lo aman. ¡Ése es nuestro ineludible deber de
Adviento!
Ciclo C
La liturgia de este Domingo nos
recuerda que nuestra meta es siempre Cristo, la gran promesa de la
salvación hecha por el Padre para todos los hombres de todos los tiempos. Y
que el camino que nos conduce hasta Cristo es también de iniciativa divina.
Los grandes profetas de Dios no han tenido otra misión en la Historia de la
Salvación que preparar ese camino bajo la luz esplendorosa de la
Revelación, es decir, abriendo las conciencias a la Palabra de Dios,
renovadora de los corazones para el misterio de Cristo.
–Bar 5,1-9: Dios mostrará su esplendor sobre Jerusalén.
El profeta Baruc anunció la salvación mesiánica como un retorno gozoso a la
patria por los caminos de la justicia y de la piedad, de la humilde
esperanza y de la rectitud del corazón, preparados por el mismo Señor que
nos redime.
Ha pasado la hora del duelo y
de la tristeza, y por ello Jerusalén debe adornarse con sus mejores
ornamentos de gloria. Es la hora de la glorificación de sus hijos, de su
retorno triunfal. Jerusalén va a ser en adelante como una reina majestuosa,
aureolada por la gloria de Dios… Es una idealización de los tiempos
mesiánicos. La justicia es la característica de la nueva teocracia
mesiánica; por eso el Mesías se ceñirá con el cinturón de la justicia. Y
esa justicia de los tiempos mesiánicos es fruto del conocimiento de Dios
que suscribirá una nueva alianza escrita en los corazones.
El reino del Mesías es ante
todo de un orden espiritual. «Desde Sión reverbera el esplendor de su
belleza»: el Señor hace su entrada en el divino reino de su Iglesia. Aquí vuelve
de nuevo a vivir su vida. La vida de la Iglesia es la vida de Cristo. El
que quiera participar de la vida de Cristo tiene que asimilar por los
sacramentos la vida de la Iglesia. Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que nosotros vivamos por Él (Jn
4,9). «En Él, en el Hijo de Dios, estaba la vida y la vida era la luz de
los hombres» (Jn 1, 4). Él vino y nos dio también a nosotros, los gentiles,
«la potestad de ser hijos de Dios» ¡Una nueva vida, una vida divina! Los
profetas, al prever los tiempos mesiánicos, se quedaron muy cortos. La
realidad es mucho mayor que lo que ellos previeron y anunciaron con
imágenes sublimes.
–El Salmo 125 canta
el gozo de esta salvación tan admirable: «El Señor ha estado grande con
nosotros y estamos alegres».
–Filipenses 1,4-6.8-11: Manteneos limpios e
irreprochables para el día de Cristo. El ideal de la perfección
cristiana y de la caridad creciente son las garantías evangélicas que nos
pueden llevar santos e irreprochables hasta el Día del Señor. ¡Hasta el
encuentro definitivo con el Corazón del Redentor! En el contexto del
Adviento hemos de subrayar en esta lectura la idea del crecimiento, del
desarrollo de la vida cristiana. Hemos de advertir como un deber imperioso
e improrrogable que es necesario desarrollar la propia vida cristiana hacia
formas más concretas y encarnando testimonios de los valores que ella
encierra. No podemos contentarnos con una actitud de mera observancia de
prácticas y preceptos. El cristiano no es solo un observante, sino también
y principalmente un testigo de la vida de Cristo en toda su plenitud desde
la Encarnación hasta su Ascensión a los cielos. Este tiempo litúrgico nos
ofrece la ocasión de una revisión del modo cómo somos testimonio cristiano
en medio del mundo.
–Lucas 3,1-6: Todos verán la salvación de Dios. Ni
el pesimismo enervante, ni la temeraria autosuficiencia, ni las conductas
tortuosas son senderos que nos llevan a Cristo. Solo la renovación interior
puede abrir nuestras vidas al mensaje del Evangelio y al Amor santificador
de Cristo. Si el Adviento ha introducido en la historia humana la Época
última y se identifica con ella, ha de ser por esto una actitud constante
de la vida cristiana. El creyente ha de sentirse siempre en estado
permanente de conversión. Oigamos a San León Magno:
«Demos gracias a Dios Padre por
medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con
que nos amó, se compadeció de nosotros y, estando muertos por el pecado,
nos resucitó a la vida de Cristo (Ef 2,5) para que fuésemos en Él una nueva
criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo
con sus acciones (Col 3,9) y renunciemos a las obras de la carne nosotros
que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo. Reconoce
¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (2 Pe
1,4) y no vuelvas a la antigua vileza con una vida depravada. Ten presente
que, arrancado al poder de las tinieblas (Col 1,13) se te ha trasladado al
reino y claridad de Dios. Por el
sacramento del bautismo te convertiste en templo del Espíritu Santo.
No ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas» (Homilía
1ª sobre la Natividad del Señor 3).
Para poder crecer en la caridad
y desarrollar el discernimiento (1ª lect.), para saber leer en los acontecimientos
de la historia (1ª y 3ª lect.) la
presencia salvífica de Dios, es menester que el creyente se abra
continuamente a Dios y a la historia.
De ahí la actualidad de la
predicación del Bautista como programa de apertura penitencial a Cristo y a
la gracia del Evangelio en cuantos buscan sinceramente los designios
divinos de la salvación cristocéntrica. Es nuestra vida íntegra la que
habrá de llevar a los demás hombres la autenticidad de nuestra fe y de
nuestra comunión con Cristo, el Señor, más allá del altar y del templo.
Hemos de ir por la vida abriendo a los hombres senderos para Cristo.
Lunes
En la entrada decimos
jubilosos con los profetas: «escuchad, pueblos, la palabra del Señor;
anunciadla en las islas remotas: mirad a nuestro Salvador que viene; no
temáis» (Jer 31,10; Is 33,4). En la oración colecta (Rótulus de
Rávena), pedimos al Señor que suban a su presencia nuestras plegarias y que
colme en sus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio
admirable de la Encarnación de su Hijo. En la comunión pedimos al
Señor que venga, que nos visite con su paz, para que nos alegremos en su
presencia de todo corazón (Sal 103,4-5).
–Isaías 35,1-10: Dios viene en persona y os salvará. El
profeta manifiesta el gozo por la restauración de Judá, signo y realización
histórica de la salvación. Es obra personal de Yavé. En ella revela su
poder, sus caminos, su misericordia. Cristo, perdonando el pecado y curando
a los enfermos se nos presenta como el auténtico Salvador y Redentor. La
salvación del hombre consiste en su transformación. Pero el hombre es
incapaz de transformarse por sí solo. Intenta, obtiene algo, aspira a ello
con sinceridad y con sufrimiento: pero la desproporción del hombre frente a
la propia salvación es radical.
Solo Dios puede salvar,
transformar. Dios solo es invocado y esperado. Cuando «viene» todo cambia
en el hombre. Nace un hombre «nuevo» y muere lo que era «viejo». Lo
importante es que el hombre invoque y espere en Dios, haciendose disponible
a su palabra y a su gracia con ánimo, sin temor. Lo que el profeta Isaías
dice recurriendo a imágenes tan brillantes es precisamente esto: Allá donde
llega Dios, cambia la realidad: la vida en lugar de la muerte, el bien en
lugar del mal, la alegría en lugar del llanto. Un amor práctico y
desinteresado: he ahí el signo del Reino de Dios en medio de los hombres.
En Cristo ha aparecido
verdaderamente el reino de Dios sobre la tierra. Él es la misma
personificación del amor que salva y ayuda, que se entrega a los pobres,
que se humilla hasta los enfermos y los cura, que no retrocede hasta los
mismos leprosos y que domina a la muerte. Así viene Él constantemente a
nosotros. Él es a quien esperamos, a quien necesitamos. Él nos basta. Él solo.
En Él todo lo tenemos: el Camino, la Verdad y la Vida.
–Salmo 84: «Dios nos anuncia la paz y la salvación, que
están ya cerca». Este mensaje lo escucharon los deportados de Babilonia,
que ya habían expiado en el sufrimiento su infidelidad. Dios lo repite en
cuantos se convierten a Él de corazón. Por eso seguimos cantando nosotros
ese Salmo: Nuestro Dios viene y nos salvará. «Voy a escuchar lo que dice el
Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya
cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra. La misericordia
y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad
brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la
lluvia y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante Él, la
salvación seguirá sus pasos».
–Lucas 5,17-26: Hoy hemos visto cosas admirables. El
hecho de la curación del paralítico en Cafarnaún se emplea normalmente en
un sentido apologético. Es un texto clásico para mostrar la realidad
mesiánica de Cristo; su misma divinidad; la conciencia que tenía de ella.
La argumentación de Cristo es clara y eficaz.
Pero además del argumento
apologético se descubre también el significado salvífico. En Cristo Dios
pone su poder a disposición de la incapacidad del hombre. Nada se sustrae a
la eficacia de su acción divina. Cuerpo y alma, salud física y salud
espiritual, pecados y enfermedades, todo se pliega a su querer. El hombre
no puede salvarse por sí solo. Puede y debe encontrarse con Dios, que viene
a Él en Cristo. Le debe encontrar con fe y confianza, superando las
dificultades, incluso aquella de la muchedumbre que se interpone entre Él y
Dios.
Pero es Dios quien salva. Y
salva por amor y con amor. El infinito poder de Cristo es el poder del Amor
infinito. No hay salvación sin amor. Cristo se inclina sobre las miserias
humanas del cuerpo y, sobre todo, del alma. La salvación en sentido
cristiano está en el amor de Dios y del prójimo, en adorar y servir por
amor.
La cumbre teológica del relato
evangélico de hoy la encontramos en las palabras: «¿quién puede perdonar
los pecados sino Dios solo?» El milagro fue el sello de las palabras. El
poder de la Iglesia se apoya en Cristo. Los pecadores encuentran a Jesús en
su Iglesia, en el sacramento de la penitencia. Los saciados por sí mismos
lo rechazan. Creen no necesitarlo.
Martes
El Señor no solo desea que
creamos en su venida: «El Señor
vendrá y con Él todos sus santos; aquel día brillará una gran luz» (Za
15,5.7), sino también que la deseemos con ardor: «El juez justo premiará
con la corona merecida a todos los que tienen amor a su venida» (1 Tim 4,
8). La oración colecta (Rótulus de Rávena) pide al Señor, que ha
manifestado su salvación hasta los confines de la tierra, que nos conceda
esperar con alegría la gloria del nacimiento de su Hijo.
–Isaías 40,1-11: El Señor consolará a su pueblo. Dios
vendrá en persona a tomar posesión de su trono y a otorgar el perdón a su
pueblo. El destierro ha sido solo como un servicio purificador, exigido por
el pecado. Pero no se ha roto el pacto. Cumplida su misión, el servicio
termina. La vuelta es un prodigio continuado del Señor, como en el primer
Éxodo. Un heraldo anuncia la buena noticia.
La religión de la Biblia no
puede ser reducida a la melancolía porque afirma la condición pasajera de
todo. Hay en ella la certeza de una realidad que jamás vendrá a menos en la
Palabra de Dios. Su presencia salvífica en la historia humana le coloca
junto al hombre, para que éste comparta con Él la vida entera, sea liberado
así de la esclavitud de Babilonia, y guiado hacia la salvación de
Jerusalén. Dios es siempre fiel a sus promesas y nunca nos dejará solos.
Comenta San Agustín:
«Te vence, oh hombre, tu
concupiscencia; te vence porque te halló en mal estado; te halló en la
carne y por eso te venció. Emigra de ella… Aun viviendo en la carne, no
estés en la carne: “Toda carne es heno; en cambio la palabra de Dios
permanece eternamente” ( Is 40, 6-8). Sea el Señor tu refugio. Si te acosa
la concupiscencia, si te apura, si junta todas sus fuerzas contra ti,
habiéndose engrandecido por la prohibición de la ley, teniendo que sufrir a
un enemigo más poderoso, sea el Señor tu refugio, tu torre fortificada
frente al enemigo. No vivas en la carne, sino en el espíritu. ¿Qué es vivir
en el espíritu? Poner la esperanza en Dios… No te quedes en ti;
trasciéndete a ti mismo; coloca tu asiento en quien te hizo. La Santa
Iglesia es precursora. Ella nos conduce de la mano hasta Cristo, hasta el
Salvador, por medio de su fe, de su dogma, de su moral, de sus sacramentos,
de su liturgia y de su espíritu» (Sermones 288-289).
Penetrémonos todos del espíritu
de la Iglesia, de sus sentimientos, de su liturgia de Adviento. ¡Caminemos
guiados por su mano hacia Jesucristo!
–Salmo 95. Los desterrados que vuelven de Babilonia a la
libertad de su patria cantaron: «Nuestro Dios llega con poder». Cantemos
también nosotros con ellos, pues se acerca nuestra liberación, que nos hará
pasar de una vida miserable a una vida más perfecta. Cantemos al Señor un
cántico nuevo, que con nosotros cante toda la tierra. Bendigamos el Nombre
del Señor, proclamemos día tras día su victoria. Contemos a todos los
pueblo su gloria, sus maravillas a todas las naciones. Digamos a todos los
pueblos: el Señor es Rey, un Rey que gobierna a los pueblos rectamente.
Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto contiene,
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque,
delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra. ¡Que todos nos
sometamos a su imperio!
–Mateo 18,12-14: El Señor no quiere que se pierda nadie.
Dios se ha revelado en el Antiguo Testamento como Padre de misericordia,
lleno de bondad y tardo a la cólera, que nos ama entrañablemente, que nos escucha
y perdona. Este Padre se nos ha revelado plenamente en su Hijo Jesucristo
como Amor que se alegra siempre que un pecador vuelve a Él, que busca la
oveja perdida. Comenta San Agustín:
«No juzguemos el pensamiento de los otros, al
contrario, presentemos a Dios nuestras preces, incluso por aquellos sobre
los que tenemos alguna duda. Quizá la novedad que supone comporte en Él
alguna duda; amad más intensamente al que duda, alejad con vuestro amor la
duda del corazón débil… Confiad a Dios su corazón por el que debéis orar.
Sabed que es abandonado por los malos y ha de ser recibido por los buenos.
Vuestro amor al hombre sea mayor que vuestro antiguo odio al error… Cristo
vino a llamar a los enfermos…, buscó la oveja perdida… He aquí cómo Cristo
vino a sanar a los enfermos: así supo vengarse de sus enemigos… Lo
encomendamos a vuestras oraciones, a vuestro amor, a vuestra amistad fiel.
Acoged su debilidad. Según como vayáis vosotros delante, así irá él detrás.
Enseñadle el buen camino» (Sermón
279,11).
Hemos de imitar a Cristo en la
solicitud por la oveja descarriada. Despreciar a uno que yerra, que va
equivocado, es la antítesis del cristianismo. Dar a todos y a cada uno la
certeza de ser buscado, es decir, amado, comprendido, defendido, es la
esencia del cristianismo. El Señor vino a salvar a los que estaban
perdidos; sigamos también nosotros su ejemplo.
Miércoles
Entrada:
«Ven, Señor, y no tardes. Ilumina lo que esconden las tinieblas y
manifiéstate a todos los pueblos» (Hb 2,3; 1Cor 4,5). En la comunión
halla respuesta la súplica anterior: «El Señor llega con poder e iluminará
los ojos de sus siervos» (Is 40,10).
En la colecta (Rótulus
de Rávena), al Señor que nos manda abrir el camino a Cristo, le pedimos que
no permita que desfallezcamos en nuestra debilidad los que esperamos la
llegada saludable de Aquel que viene a sanarnos de todos nuestros males.
–Isaías 40,25-31: El Señor todopoderoso da fuerza al
cansado. Yavé se enfrenta con los ídolos. Nada de lo que hay en el
mundo, por grande y sublime que sea, puede compararse con Yavé. Él lo ha
creado todo y lo conoce todo. No ignora nuestras situaciones concretas.
Todo lo ve, todo lo penetra. Para el que cree, la confianza en Dios no
carece de fundamento, no es una alienación que aparta al hombre de la tarea
terrena. Dios es la fuerza que continuamente, sin que nunca vaya a menos,
nos empuja.
Nuestro tiempo es tiempo de
gran prueba para el que tiene fe y confianza en Dios. Todo parece
contradecir las convicciones del creyente. Se exalta por doquier y exageradamente
el progreso de la técnica. Se ve ese progreso solamente como obra propia de
la inteligencia humana; pero, ¿quién da al hombre la inteligencia y quién
la mantiene activa? Sin embargo, muchos plantean el dilema falso: o Dios o
el hombre. Se aparta así el hombre de Dios y se entrega a idolillos.
Para quien cree ese dilema es
falso. De aceptarse, significaría la muerte del hombre, porque el hombre o
vive o muere con la vida o con la muerte de Dios. No se niega el progreso
humano. La Iglesia lo ha fomentado siempre. Ni tampoco se niega el campo
de autonomía del hombre. Pero sí se
afirma que el hombre sin Dios queda indescifrable, sin sentido.
Pues bien, hoy y siempre la
liturgia de Adviento nos recuerda que ha de realizarse en nuestra alma la
obra del amor de Dios, que salva, que ayuda y sana. ¡Abrámonos a su acción
bienhechora! ¡Solo Él puede salvarnos totalmente!
–El Salmo 102 nos hace contemplar la grandeza de Dios frente a
nuestra debilidad, que, no obstante todo el progreso humano, conocemos por
la constante experiencia de nuestras limitaciones. Reconozcamos que el
poder salvador de Dios no es solo para el justo. Él no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y que viva. Él viene a buscar lo que estaba
perdido:
«Bendice, alma mía, al Señor y
todo mi ser a su santo Nombre; bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus
beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él
rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos
trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas».
–Mateo 11,28-30: Venid a mí todos los que
estás agotados. El Señor ofrece paz y sosiego a las personas que está
oprimidas por muchas causas. El Maestro bueno opone a esta carga su yugo,
hecho de mansedumbre, humildad y amor. Comenta San Agustín:
«Las cargas propias que cada
uno lleva son los pecados. A los hombres que llevan cargas tan pesadas y
detestables, y que bajo ellas sudan en vano, les dice el Señor: “Venid a Mí
todos”… ¿Cómo alivia a los cargados de pecado, sino mediante el perdón de
los mismos? El orador se
dirige al mundo entero, desde la especie de tribuna de su autoridad
excelsa, y exclama: “Escucha, género humano, escuchad, hijos de Adán; oye,
raza que te fatigas en vano. Veo vuestro sudor, ved mi don. Sé que estáis
fatigados y agobiados y, lo que es peor, que lleváis sobre vuestros hombros
pesos dañinos; y, todavía peor, que pedís no que se os quiten esos pesos,
sino que os añadan otros… Concedo el perdón de los pecados pasados, haré
desaparecer lo que oprimía vuestros ojos, sanaré lo que dañó vuestros
hombros. Llevad mi yugo. Ya que para tu mal te había subyugado la ambición,
que para tu salud te subyugue la caridad… Esos pesos son alas para volar.
Si quitas a las aves el peso de las alas, no pueden volar… Toma, pues, las
alas de la paz; recibe las alas de la caridad. Ésta es la carga; así se
cumple la ley de Cristo» (Sermón 164, 4ss., en Hipona, el año
411).
Jueves
El canto de entrada lo
hacemos con el Salmo 118,151-152: «Tú, Señor, estás cerca y todos tus
mandatos son estables; hace tiempo comprendí tus preceptos, porque Tú
existes desde siempre». El programa de nuestra vida nos lo presenta la
antífona para la comunión: «Llevemos ahora una vida sobria, honrada
y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del
gran Dios» (Tit 2,12-13).
La oración colecta
(Gelasiano) pide al Señor que despierte nuestros corazones y que los mueva
a preparar los caminos de su Hijo, para que cuando venga podamos servirte
con una conciencia pura.
–Isaías 41,13-20: Yo soy tu Redentor, el Santo de Israel.
Los judíos en el destierro han sido como un gusano pisoteado por las naciones.
Pero Yavé lo defiende, lo lleva en la mano. Hace de Él un instrumento de
purificación para los enemigos de Dios: trillo que tritura, bieldo que
aventa. Yavé es su libertador. Él mismo será fuente para su pueblo
sediento. El mundo reconocerá el poder de Dios.
Esto se ha visto en los tiempos
mesiánicos. El Señor libera al hombre del hambre, de la miseria, de la
esclavitud, de la ignorancia y de las enfermedades, es uno de los anhelos
de la humanidad. El hombre incrédulo piensa que todo está en sus manos,
pero se equivoca, porque el egoísmo es el mayor enemigo de los males de
este mundo. El hombre egoísta solo piensa en su propio bienestar. Solo Dios
y los que lo aman pueden ser la salvación del mundo en todos los tiempos.
Dios es nuestro libertador, porque solo en Él se halla la solución de los
problemas humanos. Solo Él puede suscitar en los hombres sentimientos
humanitarios. De todos modos la raíz de todos los males es el pecado y solo
Dios puede perdonarlo.
Juan el Bautista envió una
embajada a Jesús para ver si Él era el Mesías. Jesús da la respuesta: «Los
ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos
oyen, los muertos resucitan, la alegre noticia es anunciada a los pobres»
Nosotros somos los ciegos, los paralíticos, los leprosos, los muertos.
Cristo ha venido y nos ha curado, nos ha resucitado a la vida de la gracia.
No tenemos necesidad de más Mesías ni de mesianismos. Cristo ha venido y
con Él la salvación de todo el mundo, un nuevo orden social que mitiga y
suprime la miseria humana.
–El Salmo 144 canta con gozo esta verdad: «El Señor es
clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Te ensalzaré,
Dios mío, mi Rey, bendecir tu nombre por siempre jamás. El Señor es bueno
con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. Por eso queremos que todas
las criaturas le den gracias, lo bendigan sus fieles, proclamen la gloria
de su reinado, que hablen de sus hazañas, explicando sus hazañas a los
hombres, la gloria y majestad de su reinado, porque su reinado es un
reinado perpetuo y su gobierno va de edad en edad». «De su plenitud todos
hemos recibido, gracia por gracia» (Jn 1,12. 16) «Sabemos que hemos sido
transplantados de la muerte a la vida» (1 Jn 3, 14). «Vivamos, pues, la
novedad de esta vida» (Rom 6,4), como
verdaderos hijos de Dios, participando de su naturaleza divina.
–Mateo 11,11-15: Ninguno más grande que Juan el
Bautista. El Antiguo Testamento tuvo la misión de preparar la venida
del Mesías. El último profeta fue el Bautista, que lo señaló con el dedo. Jesús de Nazaret es el que
inaugura la nueva era. Con Él hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios y
coherederos de su gloria. Pero,
hemos de luchar, ser comprometidos con entera radicalidad con lo que exige
esa nueva vida. Así lo expresa San León Magno:
«¿Cómo podrá tener parte en la
paz divina aquél a quien agrada lo que desagrada a Dios y el que desea
encontrar su placer en cosas que sabe ofenden a Dios? No es ésta la
disposición de los hijos de Dios, ni la nobleza recibida con su adopción...
Grande es el misterio encerrado en este beneficio, que Dios llame al hombre
hijo y el hombre llame a Dios Padre. Estos títulos hacen comprender y
conocer a quien se eleva a tal altura de amor... Nuestro Señor Jesucristo,
al nacer verdaderamente hombre, sin dejar de ser verdaderamente Dios, ha
realizado en sí mismo el origen de una nueva criatura, y en el modo de su
nacimiento ha dado a la humanidad un principio espiritual.
«¿Qué inteligencia podrá
comprender tan gran misterio, qué lengua narrar una gracia tan grande? La
injusticia se vuelve inocencia; la vejez, juventud; los extraños toman
parte en la adopción; y las gentes venidas de otros lugares entran en
posesión de la herencia. Desde este momento, los impíos se convierten en
justos; los avaros, en bienechores; los incontinentes, en castos; los
hombres terrestres, en hombres celestes (cf. 1 Cor 15, 49), ¿De
dónde viene un cambio tan grande sino del poder del Altísimo? El Hijo de
Dios ha venido a destruir las obras del diablo. Él se ha incorporado a
nosotros y a nosotros nos ha incorporado a Él, de modo que el descenso de
Dios al mundo de los hombres fue una elevación del hombre hasta el mundo de
Dios» (Homilía 7ª sobre la Natividad del Señor, 3 y 7)
La fe cristiana es un don de Dios, pero ella exige del hombre
una entrega, una elección. Los valores auténticamente humanos pueden
preparar al cristianismo, pero éste exige un salto más allá de la
humanidad. Quiere una decisión tomada delante de Cristo, aceptándolo como
modelo que transforma radicalmente la experiencia humana. Reducir la
religión cristiana a los límites de lo razonable, de lo «honesto» en el
sentido únicamente humano, es una tentación a la que se recurre con
frecuencia. Esto no significa que para ser buenos cristianos no se tenga
que ser ante todo razonables y honestos. Pero vivamos con Cristo una vida
nueva. Continuemos en nosotros la misma vida de Cristo. Seamos todos un
nuevo Cristo viviente. El verdadero cristiano es un sarmiento unido a la
Vid que es Cristo. Si nosotros no ponemos obstáculos, la vida de Cristo es
nuestra vida. Nos preparamos para la Navidad en que se ha de consumar
nuestra plena unión con Cristo
Viernes
«El Señor viene con esplendor a
visitar a su pueblo con la paz y comunicarle la vida eterna». Así cantamos
(entrada) al comienzo de esta celebración. Y del modo siguiente en
el momento de la comunión: «Aguardamos a un Salvador: El Señor
Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de
su condición gloriosa» (Flp 3, 20-21).
En la colecta
(Gelasiano) pedimos al Señor que su pueblo permanezca en vela aguardando la
venida de su Hijo, como el criado que espera la llegada de su amo, para
que, siguiendo las normas del Maestro, salgamos a su encuentro, cuando
llegue, con las lámparas encendidas.
–Isaías 48,17-19: ¡Si hubieras atendido a mis mandatos!
El destierro es para Israel una prueba de Dios, para que conozca sus
caminos, para que vea a dónde le lleva su infidelidad. Es también una
lección para nosotros. Todo pecado grave priva de la amistad con Dios, de
su unión. La infidelidad exige el destierro, símbolo de la lejanía de Dios.
Una vez más se nos amonesta que solo con Dios vienen al hombre todos los
bienes que desea: la paz, la justicia, la prosperidad…
Cierto que es un lenguaje
lejano a nosotros. Pero la advertencia tiene un valor perenne. Dios se
presenta como un Maestro, con sus mandamientos y preceptos. Dios se
presenta como Señor. El hombre moderno no siente la perversidad del pecado.
Lo considera como un comportamiento desviado a causa de condicionamientos
psicológicos y sociales que debe empeñarse en superar.
Pero el pecado, como dice San
Basilio «consiste en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha
dado para practicar el bien» (Regla monástica 2,1). «Puede decirse,
afirma San Agustín, que, en lo espiritual, hay tanta diferencia entre
justos y pecadores, como en lo material entre el cielo y la tierra» (Sermón
de la Montaña 2). Y Casiano: «Nada hay que reputar por malo como tal,
es decir, intrínsecamente, más que el pecado. Es lo único que nos separa de
Dios, que es el bien supremo y nos une al demonio, que es el mal por
antonomasia» (Colaciones 6).
No se puede construir la
conciencia humana sin un fundamento divino.
–Cristo es el Camino, la Verdad
y la Vida, quien lo sigue no caminará en las tinieblas. Por eso, para el
justo la ley del Señor es su gozo. Bien lo dice el Salmo1: «Dichoso el hombre que
no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del
Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de
la acequia: da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas y cuanto
emprende tiene un buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que
arrebata el viento, porque el Señor protege el camino de los justos, pero
el camino de los impíos acaba mal».
–Mateo 11,16-19: No hacen caso ni de Juan ni de Jesús.
Hay personas incapaces de ver al Señor. Son los eternos insatisfechos, los
intransigentes con los demás, los que solo ven lo negativo de los hombres,
los que siempre interpretan mal sus actos, los que se consideran superiores
a los demás. El Señor tuvo que enfrentarse con personas semejantes.
Por eso contra el Señor y
contra su mensaje de salvación se han dirigido en todos los tiempos las
acusaciones más diversas y contradictorias. También les sucede lo mismo a
aquellos que le siguen con amor verdadero. Comenta San Agustín:
«Aquí no se baila; pero no
obstante que no se baile, se leen las palabras del Evangelio: “Os hemos
cantado y no habéis bailado”. Se les reprocha, se les recrimina y se les
acusa por no haber bailado. ¡Lejos de nosotros el retornar aquella
insolencia! Escuchad cómo quiere la Sabiduría que lo entendamos. Canta
quien manda; baila quien cumple lo mandado. ¿Qué es bailar sino ajustar el
movimiento de los miembros a la música? ¿Cuál es nuestro cántico? No voy a
decirlo yo, para que no sea algo mío. Me va mejor ser administrador que
actor. Recito nuestro cántico: “No améis al mundo, ni a las cosas del
mundo”…(1 Jn 2,15).
«¡Qué cántico, hermanos míos!
Escuchasteis al cantor, oigamos a los bailarines: haced vosotros con la
buena ordenación de las costumbres lo que hacen los bailarines con el
movimiento de sus cuerpos. Hacedlo así en vuestro interior: que las
costumbres se ajusten a la música. Arrancad los malos deseos y plantad la
caridad» (Sermón 311, 4-8, en Cartago, año 405).
Sábado
En el canto de entrada
expresamos nuestros anhelos por la venida del Señor: «Despierta tu poder,
Señor, Tú que te sientas sobre querubines, y ven a salvarnos» (Sal 79,4.2).
En la comunión tenemos la respuesta: «Mira, llego en seguida, dice
el Señor, y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio
trabajo» (Ap 22, 12).
En la oración colecta
(Rótulus de Rávena), pedimos al Señor que amanezca en nuestros corazones su
Unigénito, resplandor de su gloria, para que su venida ahuyente las
tinieblas del pecado y nos transforme en hijos de la luz.
–Eccl. 48,1-4.9-11: Elías volverá de nuevo. El elogio
del profeta Elías en el libro de Sirac concluye con una alusión a su venida
al final de los tiempos para preparar los corazones de los hombres. En el
Nuevo Testamento se aplica esto a San Juan Bautista, que vino en el
espíritu y poder de Elías para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.
Acojamos, pues, su mensaje.
Un profeta semejante al fuego,
por la palabra ardiente como el horno encendido. De esta manera, por el
celo ardiente, es presentado Elías, el defensor de Yavé, el profeta de la
vida austera. Hablar de profetas y de profecías es hoy casi una moda, pero
no ciertamente en el sentido de vidente, sino en el sentido de testimonio.
En la Iglesia los profetas pueden ser incómodos, pero son siempre
necesarios. Dios los suscita, igual que a los apóstoles, para que ayuden a
la Iglesia en su camino.
Le ayudarán a condición de que
sean profetas auténticos, defensores de Dios, austeros, celosos, suscitados
por Dios, por cuyo honor han sido devorados por el celo. Atribuirse la
calificación de profetas, querer pasar por tales, es cosa fácil, una
tentación hoy bastante frecuente, sobre todo si se quiere evadir la
doctrina apostólica del Magisterio de la jerarquía eclesiástica y actuar
con resentimientos.
El verdadero profeta está
dominado por Dios. Y es tal su testimonio de vida que se halla pronto a
morir por el Evangelio, por su fe cristiana. Su vida es ejemplar en todo,
principalmente en la obediencia, en la humildad, en la caridad. Todo
profeta auténtico prepara el camino del Señor, procura hacer rectas sus
veredas, rellena los valles y allana la altivez, principalmente con su vida
santa.
–Con el Salmo 79 pedimos al Señor que nos
restaure, que brille su rostro y nos salve: «Pastor de Israel, Tú que guías
a José como a un rebaño, resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés. Dios
de los ejércitos, vuélvete; que brille tu rostro y nos salve. Mira desde el
cielo, fíjate, ven a visitar tu Viña, la cepa que tu diestra plantó y que
Tú hiciste vigorosa. Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que Tú fortaleciste.
No nos alejaremos de Ti; danos la vida para que invoquemos tu nombre».
Dios no nos abandona. Actuó por
medio de los profetas del Antiguo Testamento para preparar los caminos del
Mesías. Envió a un nuevo Elías en la
persona del Bautista. Él, el Pastor de Israel eterno, venga también ahora a
visitar a su Viña, su Iglesia, y proteja a su escogida, a su amada.
–Mateo 17,10-13: Elías ya ha venido, pero no le
reconocieron. En la tradición bíblica el profeta Elías había de venir.
Elías ya vino, dice el Señor y no lo reconocieron, sino que lo trataron a
su antojo. Así, también el Hijo del Hombre va a padecer en manos de ellos.
Cuando dijo esto el Señor, sus
discípulos entendieron que se refería a Juan el Bautista. Todo profeta es tal
en relación a Cristo. Le prepara el camino de la conciencia de los hombres
con su predicación y su testimonio de vida. Está dispuesto a desaparecer
cuando Él llegue. Ha de percatarse de que su misión está cumplida. Sobre
todo le imitará en su conducta. Como Cristo, y como los antiguos profetas
que lo anunciaron, el profeta de hoy y de todos los tiempos sabe que le
espera la incomprensión, el sufrimiento, tal vez la muerte.
Pero no se busca a sí mismo; no
se deja enredar por la soberbia sutil de sentirse «distinto» de los otros
y, por consiguiente, mejor que los demás. No exige reconocimientos, ni
honores. Acepta la dramaticidad de la fe y de su vocación. Está en paz con
su conciencia. No quiere ser dominador del prójimo, sino solo un testigo,
un colaborador, un servidor. Todos hemos de ser profetas si aceptamos las
profundas exigencias de nuestro bautismo. Ante todo y sobre todo, hemos de
lograr humildad, servicialidad, caridad y, en una palabra, santidad de
vida. San Juan Crisóstomo alaba así la tarea de San Juan Bautista:
«Es deber del buen servidor no
sólo el de no defraudar a su dueño la gloria que se le debe, sino también
el de rechazar los honores que quiera tributarle la multitud... San Juan
dijo “quien viene detrás de mí, en realidad me precede”, y “no soy digno de
desatar la correa de sus sandalias”, y “Él os bautizará con el Espíritu
Santo y el fuego”, y que había visto al Espíritu Santo descender en forma
de paloma y posarse sobre Él. Por último atestiguó que era el Hijo de Dios
y añadió “he ahí al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”...
«Como solo se preocupaba de
conducirlos a Cristo y hacerlos discípulos suyos, no lanzó un largo
discurso. San Juan sabía que, una vez que hubieran acogido sus palabras y
se hubieran convencido, no tendrían ya necesidad de su testimonio a favor
de Aquél... Cristo no habló; todo lo dijo San Juan... Juan, haciendo oficio
de amigo, tomó la diestra de la esposa, al conciliarle con sus palabras las
almas de los hombres. Y Él, tras haberles acogido, los ligó tan
estrechamente a sí mismo que ya no regresaron a aquél que se los había
confiado... Todos los demás profetas y apóstoles anunciaron a Cristo cuando
estaba ausente. Unos, antes de su Encarnación; otros, después de su
Ascensión. Sólo él lo anunció estando presente. Por eso también lo llamó
“amigo del esposo”, pues sólo él asistió a su boda» (Homilías sobre el
evangelio de S. Juan 16 y 18).

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