CELEBRACIONES DEL SEÑOR,
DE LA VIRGEN Y DE LOS SANTOS
1 DE ENERO. SANTA
MARÍA MADRE DE DIOS
2 DE FEBRERO.
PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
19 DE MARZO. SAN
JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA
25 DE MARZO.
ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR
24 DE JUNIO.
NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA
29 DE JUNIO. SAN
PEDRO Y SAN PABLO
25 DE JULIO. SANTIAGO
APÓSTOL
6 DE AGOSTO.
TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
15 DE AGOSTO.
ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA
14 DE SEPTIEMBRE.
EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
1 DE NOVIEMBRE.
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
2 DE NOVIEMBRE.
CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
8 DE DICIEMBRE. LA
INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA
1 DE ENERO. SANTA MARÍA MADRE DE DIOS
Nacido de mujer
Nm 6,22-27; Sal 66; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21
«Nacido de una mujer». El Hijo de Dios es
verdaderamente hombre porque ha nacido de María. Por eso María es Madre
de Dios. Y por eso ocupa un lugar central en la fe y en la espiritualidad cristianas. Para toda la eternidad
Jesús será el nacido de mujer, el hijo de María. Este es el designio
providencial de Dios. Ella es la colaboradora de Dios para entregar a su
Hijo al mundo. Y esto que realizó una vez por todos lo sigue realizando
en cada persona.
«Encontraron a María y a José y al niño». No podemos
separar lo que Dios ha unido. Ni María sin Jesús, ni Jesús sin María. Ni
ellos sin José. No se trata de lo que los hombres queramos pensar o
imaginar, sino de cómo Dios ha hecho las cosas en su plan de salvación.
Nuestra espiritualidad personal subjetiva ha de adecuarse a la
objetividad del proyecto de Dios.
«El Señor te bendiga y te proteja». La primera lectura
hace alusión a la circunstancia del inicio del año civil. Sólo podemos
comenzar una nueva etapa de nuestra vida y de la historia del mundo
implorando la bendición de Dios. Sólo apoyados en esta bendición podemos
mirar el futuro con esperanza. Sólo sostenidos por ella podremos afrontar
luchas y dificultades. Acojamos hoy y siempre esta bendición y procuremos
caminar en su presencia.
2 DE FEBRERO. PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
Nos presenta a su Hijo
Lc 2, 22-40
A los cuarenta días del nacimiento, Jesús es presentado
en el templo. El texto evangélico subraya que ello sucede para cumplir la
Ley de Moisés, que es asimismo la Ley del Señor. Es un detalle que
manifiesta el realismo de la encarnación del Hijo de Dios: hecho hombre,
se hace en todo igual a nosotros menos en el pecado, y actúa como uno de
tantos, como un hombre cualquiera, sometiéndose a las más mínimas
prescripciones de la Ley. Profunda obediencia y humildad del Hijo de
Dios.
La presentación significa también que Dios nos presenta
a su Hijo, como lo reflejan las palabras de Simeón: «Mis ojos han visto a
tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos». Dios Padre
nos manifiesta y da a conocer a su Hijo. Y nosotros, por la eficacia y la
gracia de la liturgia, podemos conocer y tener experiencia de Cristo. La
experiencia de ver, oír y tocar a Cristo (1 Jn 1,1) no es exclusiva de
los apóstoles. También a nosotros se nos concede hoy. Dios Padre nos
presenta a su Hijo para que también nuestros ojos vean al Salvador. La
única condición es que salgamos decididos al encuentro de Cristo.
María ofrece a su Hijo a Dios para significar que
pertenece. Todo primogénito es ofrecido a Dios porque la vida es de Dios
y viene de Él. Pero Jesús es el Primogénito de toda criatura y pertenece
a Dios más que nadie. Desde el principio de su vida humana, Cristo se
manifiesta con-sagrado, dedicado al Señor, y toda su existencia
testimoniará de mil maneras –viviendo para el Padre, agradándole en todo,
dedicándose a sus cosas...– esa total pertenencia al Padre.
19 DE MARZO. SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN
MARÍA
Padre de todos nosotros
2Sam 7,4-16; Sal 88; Rm 4,13-22; Lc 2,41-51
«Un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas». Para
resaltar la concepción virginal de Jesús hay muchos reparos en llamar a
san José padre de Jesús. Sin embargo, sin haberle engendrado físicamente,
es realmente padre. Paternidad espiritual no quiere decir ficticia o
irreal. José ha influido decisivamente en la educación humana del Hijo de
Dios. Y su paternidad se prolonga en la Iglesia y en cada miembro del
Cuerpo de Cristo alcanzando unas dimensiones inimaginables.
«¿No sabíais
que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» Y sin embargo la paternidad
de José no es determinante: remite a la paternidad de Dios, la única
fontal y fundante. Estas palabras se dirigen también a María, que sí ha
engendrado físicamente a Jesús. Y es que toda paternidad y maternidad
tiene carácter sacramental: tienen el sentido de ser signo e instrumento
de la paternidad de Dios. Por eso, han de ser vividas con absoluta
desapropiación, intentando transparentar el amor de Dios y canalizar su
acción.
«Te hago padre de muchos pueblos». Como Abraham y más
que él, José ha sido el hombre de la fe. Ha vivido de la fe, esperando
contra toda esperanza, a veces en total oscuridad. Y esa fe ha sido
inmensamente fecunda. La fe ha ensanchado interiormente a José, le ha
dilatado haciéndole capaz de una paternidad universal en el tiempo y en
el espacio.
25 DE MARZO. ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR
La señal de Dios
Is 7,10-14; Sal 39; Hb 10,4-10; Lc 1,26-38
«El Señor, por su cuenta, os dará una señal». La
encarnación del Hijo de Dios es una iniciativa divina. Por ella, Dios
–que nunca ha dejado de ser «Emmanuel», o sea, «Dios con nosotros»– se
hace máximamente presente y cercano. Sin dejar de ser Dios, se hace uno
de nosotros y camina a nuestro lado. Esta es la señal que Dios da: no una
señal estruendosa, sino discreta y sencilla, pues el Hijo de Dios entra
en el mundo descendiendo suave e imperceptiblemente, como el rocío sobre
el vellón.
«Aquí estoy para hacer tu voluntad». Desde el momento
de la encarnación hay una voluntad humana –la del Hijo de Dios– en total
sintonía y obediencia a la voluntad del Padre. De ese modo redime la
desobediencia de Adán y rescata a la humanidad entera que se encontraba a
la deriva. Y así no sólo facilita el acercamiento de Dios, sino que hace
posible una humanidad nueva.
«Aquí está la esclava del Señor». En este misterio
tiene un papel central María. Hay una maravillosa sintonía entre la
obediencia del Hijo y la de la Madre. Gracias a esta doble obediencia se
cumplen los planes del Padre y se realiza la salvación del mundo. Porque
el «aquí estoy» de Jesús y María no es sólo obediencia: es
disponibilidad, ofrenda, donación libre y entera al amor del Padre y a
sus planes de salvación.
24 DE JUNIO. NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA
El último de los profetas
El nacimiento de Juan fue motivo de alegría para
muchos, porque era el precursor del Salvador. ¿Soy yo motivo de alegría
para la gente que me ve o me conoce?. Viéndome
vivir y actuar, ¿se sienten un poco más cerca de Dios?.
Ante mi manera de plantear las cosas, ¿experimentan el gozo de la
salvación, de Cristo Salvador que se acerca a ellos? ¿o,
por el contrario paso sin pena ni gloria?
Juan ha pasado toda su vida señalando al Cordero que
quita los pecados del mundo. Todo él es una pura referencia a Cristo:
cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, su ser entero... Su vida
no se explica ni se entiende sin Cristo. ¿Y nosotros?.
A veces pienso que si no fuéramos cristianos seguiríamos pensando igual,
haciendo las mismas cosas, planteando todo de la misma manera, deseando
las mismas cosas, temiendo las mismas cosas... ¿Qué influjo real tiene
Cristo en mi vida?
Juan Bautista es el último de los profetas. También él,
como todos los profetas, ha sido perseguido por dar testimonio de la
verdad, es decir, de Cristo. Esa es la marca de todos los profetas del
Antiguo Testamento y, por supuesto, del gran Profeta, Cristo, que murió
por ser fiel a la Verdad del Padre. También nosotros somos por el
bautismo profetas: ¿por qué no nos persiguen?
29 DE JUNIO. SAN PEDRO Y SAN PABLO
En nombre de
Jesucristo
Hch 3,1-10; Sal 18; Gál 1,11-20; Jn 21,15-19
«No tengo plata ni oro». La fiesta de los apóstoles
Pedro y Pablo nos trae a la memoria los inicios de la Iglesia. Sin
medios, sin poder, en total debilidad, realizaron grandes cosas. ¿El
secreto? Precisamente su pobreza y su inmensa fe en Dios: «Te doy lo que
tengo: en nombre de Jesucristo nazareno echa a andar». Cristo, y sólo Él,
es la riqueza de la Iglesia, la fuerza de la Iglesia. Buscar apoyo,
fuerza y seguridad fuera de Él es condenarse al fracaso y a la
esterilidad.
«Se dignó revelar a su Hijo en mí». Lo que constituye
apóstoles a Pedro y a Pablo es esta revelación, este «conocimiento
interno», esta experiencia. No bastan los conocimientos externos, los
datos, la erudición. Sólo si Dios nos revela interiormente a su Hijo
podemos ser testigos convencidos y apóstoles audaces; de lo contrario,
nos limitaremos a repetir lo que otros dicen y nuestro mensaje sonará a
palabrería poco creíble...
«¿Me amas?»
Tanto Pedro como Pablo han vibrado con un amor tierno y apasionado a
Cristo. Apóstol no es el que sabe muchas cosas, sino el que ama a Cristo
apasionadamente, hasta el punto de estar dispuesto a perderlo todo por Él
(cf. Fil 3,8). Pedro y Pablo se desgastaron predicando el Evangelio, y al
final perdieron por Cristo la vida. Así plantaron la Iglesia. Y sólo así
puede seguir siendo edificada...
25 DE JULIO. SANTIAGO APÓSTOL
Creí, por eso hablé
Sal 125; 2Cor
4,7-15; Mt 20,20-28
«¡Oh Dios!, que
todos los pueblos te alaben». Esta respuesta al salmo responsorial
describe sin duda un rasgo esencial del alma del apóstol Santiago. Como
los demás apóstoles, se ha sentido impulsado por el deseo de que todos
los pueblos conozcan a Cristo y le glorifiquen. Y nosotros somos fruto de
ese deseo. Gracias al celo misionero de este apóstol, nosotros hemos
recibido el anuncio del evangelio ya desde el inicio mismo del
cristianismo. Gracias a él nuestro pueblo alaba a Dios.
Hoy, sin embargo, muchos de nuestros compatriotas no
experimentan la alegría de alabar a Dios, no conocen a Cristo ni su
evangelio. En nombre de Cristo, el Papa nos llama a una nueva
evangelización de los pueblos de España. Depende de nosotros el que
nuestros contemporáneos conozcan a Cristo. Depende de nuestro fervor
evangelizador el que las generaciones siguientes sean cristianas o no. Si
tenemos verdadera fe, evangelizaremos: «Creí, por eso hablé» (segunda
lectura). Si tenemos verdadero amor a Cristo y a los hermanos,
evangelizaremos: «Cuantos más reciban la gracia, mayor será el
agradecimiento para gloria de Dios».
«En toda ocasión y por todas partes llevamos en el
cuerpo la muerte de Jesús» (segunda lectura). Ciertamente Santiago murió
mártir. Pero su vida fue un martirio continuo. Si nos trajo el evangelio
a España fue a costa de grandes sacrificios. Como los demás apóstoles,
había decidido, a imitación de Cristo, hacerse esclavo de todos y dar su
vida en rescate por muchos (evangelio). ¿Será mucho pedirnos nuestra
entrega generosa y sacrificada ante la necesidad de tantos que a nuestro
alrededor no conocen a Cristo? ¿Será mucho pedirnos «gastarnos y
desgastarnos» ante la urgencia de la nueva evangelización?
6 DE AGOSTO. TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Contemplar la gloria de Cristo
Mt 17,1-9; Mc 9,1-9; Lc 9,28-36
La fiesta y el misterio de la transfiguración son una
llamada a la contemplación. Como el profeta, estamos llamados a «mirar y
ver». Como Pedro, estamos invitados a ser «testigos oculares de su
grandeza». Como Pedro, Santiago y Juan, somos atraídos a «ver la gloria»
de Cristo. La contemplación es esencial en la vida del cristiano. Sin
ella no hay verdadero conocimiento de Cristo. Sin ella no es posible ser
testigo.
Contemplar a Cristo es un don. No es fruto de nuestros
esfuerzos y razonamientos. Es Cristo mismo quien resplandece, quien hace
brillar su gloria, quien se da a conocer. Es Dios mismo quien irradia su
luz en nuestros corazones para iluminarnos con el conocimiento de la
gloria de Dios que está en el rostro de Cristo (2Cor 4,6). A nosotros nos
toca acoger esa luz en fe y oración.
La versión de san Lucas indica que Jesús se transfiguró
«mientras oraba». Con ello sugiere que también nosotros somos
transfigurados mediante la oración. En ella penetra en nosotros la gloria
de Cristo que nos purifica y nos hace luminosos. En muchos santos su vida
transfigurada se transparentaba incluso en su rostro, lleno de belleza
sobrenatural. El que ora refleja el rostro de Cristo; quien no ora sólo
se refleja a sí mismo.
15 DE AGOSTO. ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA
María, victoria de Cristo
1 Cor 15,54-57; Lc 11,27-28
«Ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro
Dios». La fiesta de hoy resalta el triunfo de María. O mejor, el triunfo
de Dios en ella. Jesús había comenzado su predicación diciendo: «El reino
de Dios está aquí». Pues bien, en la Virgen de Nazaret se cumplen las
palabras del Apocalipsis : en ella Dios reina
totalmente; el influjo de Dios ha alcanzado incluso a su cuerpo, que
queda inundado por la gloria de Dios. En ella Dios ha vencido
definitivamente el mal, el pecado, la muerte. Por eso esta fiesta es
también motivo de esperanza para nosotros: el triunfo de María es prenda
de nuestro propio triunfo total y definitivo.
«Por Cristo
todos volverán a la vida». Toda la acción vivificadora de Dios se realiza
«por Cristo, con Él y en Él». El triunfo de María testimonia esta
solidaridad con Cristo, esta unión profunda con Él. Unida a todo su
misterio, unida a su cruz y a su sufrimiento, partícipe de su
humillación, es también arrastrada por Él en su victoria. Igual para
nosotros: la garantía de nuestro triunfo es la unión con Cristo, y sólo
ella, pues no podemos vencer el mal, el pecado y la muerte por nuestras
propias fuerzas. «Si morimos con Él, viviremos con Él. Si sufrimos con Él,
reinaremos con Él» (2 Tim 2,11-12).
«Dichosa tú
que has creído». La asunción de María testimonia igualmente el alcance de
su fe. Testimonia que su fe no ha quedado sin fruto, que «los que confían
en el Señor no quedan defraudados» (Dan 3,40). Un día se confió al Señor;
durante toda su vida mantuvo esta entrega en la oscuridad de la fe; y
ahora contemplamos el resultado de su confianza. El Señor no ha fallado
nunca ni fallará jamás. Sí, dichosa tú, porque te has fiado de Él.
14 DE SEPTIEMBRE. EXALTACIÓN DE LA SANTA
CRUZ
La fuerza de la cruz
Nm 21,4-9; Fil 2,6-11; Jn 3,13-17
Para los cristianos la cruz es un símbolo frecuente.
Más aún, es nuestro signo de identidad. Sin embargo, esto es algo paradójico,
Para los romanos era instrumento de suplicio; más aún, de humillación,
pues en ella morían los esclavos condenados. Y para los judíos era signo
de maldición: «Maldito todo el que sea colgado en un madero» (Gal 3,13;
Dt 21,23).
¿Qué ha ocurrido para que la maldición se trastoque en
bendición? ¿A qué se debe que la humillación sea lugar de exaltación? El
Hijo de Dios se ha dejado clavar en ella. En el patíbulo de la cruz se ha
volcado tal torrente de amor («tanto amó Dios al mundo…») que ella será hasta
el fin de los tiempos instrumento y causa de redención para todo hombre.
En la cruz Jesús está venciendo al maligno. En ella se
destruye todo el pecado del mundo. Desde ella el Hijo de Dios atrae a
todo hombre con la fuerza de su amor infinito. Por eso, lo que nos
corresponde es mirar a Jesús crucificado y dejarnos mirar por El; creer
en El para tener vida eterna; dejarnos amar por El para ser sanados;
acoger el torrente de salvación brota de su cruz.
1 DE NOVIEMBRE. SOLEMNIDAD DE TODOS LOS
SANTOS
Santidad para todos
Ap 7,2-4.9-14; Sal 23; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12a
Hoy es una fiesta de inmenso gozo, pues celebramos a
todos los santos, que no son pocos, sino «una muchedumbre inmensa, que
nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas». Hemos de
dejarnos arrebatar por este espectáculo maravilloso que nos presenta el
libro del Apocalipsis: La multitud de santos, conocidos y desconocidos,
de todas las épocas, hermanos nuestros, que ya han alcanzado la plenitud
de hijos de Dios, que son semejantes a Dios porque le ven «tal cual es»,
que han recogido plenamente el fruto de haber vivido las bienaventuranzas
en la tierra.
Como siempre, la liturgia centra nuestra atención en
Cristo. Es a él a quien celebramos, pues toda esta multitud de santos son
fruto de la redención de Cristo, son los que «han lavado y blanqueado sus
mantos en la sangre del Cordero». Lejos de distraer de Cristo, los santos
nos hacen comprender mejor la grandeza del Redentor y la fecundidad de su
sangre. Por eso es a él a quien cantamos: «¡La
salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del
Cordero!»
Por eso, esta fiesta llena de gozo lo es también de
esperanza. Lo que Cristo ha hecho con ellos lo puede hacer y lo quiere
hacer también en nosotros. La santidad se ofrece a todos, porque la misma
sangre redentora que les ha lavado a ellos nos quiere lavar también a
nosotros. Por eso, pedimos a Dios para nosotros la abundancia de su
misericordia y su perdón. Contamos, además, con la intercesión y ayuda de
esta multitud de hermanos nuestros.
2 DE NOVIEMBRE. CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS
FIELES DIFUNTOS
De ti procede el perdón
La Iglesia dedica este día anual a orar por todos los
difuntos, del mismo modo que lo hace diariamente en todas las misas y en
la oración de vísperas. Con ello expresa que no olvida a ninguno de sus
hijos que ya han salido de este mundo. La Iglesia madre abraza a todos. Y
también cada uno de nosotros debe interesarse por todos los difuntos,
pues son hermanos nuestros. Orar por los difuntos es un precioso acto de
caridad.
Esta oración por los difuntos se apoya en nuestra fe en
la vida eterna y –más concretamente– en la Resurrección de Cristo. La
muerte no es el final. La vida perdura después de la muerte. Para Dios
todos están vivos y desea asociarlos a la resurrección de su Hijo en el
último día. Oramos para que sean arrastrados y poseídos por la victoria
del Señor sobre la muerte y el pecado.
Y se apoya esta oración en la misericordia de Dios. La
Iglesia sabe que todos somos pecadores y pecamos de hecho. Por eso no
esgrime ante Dios los méritos de sus hijos difuntos, sino los de Cristo.
Por eso implora humildemente para los difuntos el perdón, apoyada en el
amor misericordioso de Dios que se ha manifestado máximamente en la cruz
de Cristo.
8 DE DICIEMBRE. LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE
MARÍA
Llena de gracia
Lc 1,26-38
Celebrar la Inmaculada Concepción es celebrar el
triunfo de la gracia. Eva fue derrotada por el tentador y, desde
entonces, el pecado llenó la historia humana. Con María la gracia irrumpe
de nuevo con toda su fuerza: «donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia» (Rom 5,20). Inmaculada no significa sólo «sin pecado», sino
«llena de gracia». Más aún, éste es el nombre propio de María:
«La-llena-de-gracia».
Por eso la liturgia de hoy tiene un tono exultante,
como nos recuerda el salmo: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha
hecho maravillas». La plenitud de gracia que contemplamos en María es la
gran maravilla que Dios ha realizado y tenemos que admirarnos de esta
obra maestra de Dios. Hoy debemos dejarnos inundar por el gozo, ya que
con María a entrado en la historia la victoria de la gracia sobre el
pecado: «los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro
Dios».
En el contexto del Adviento, la celebración de la
Inmaculada nos centra más en la verdadera esperanza. Lo que María es
–llena de gracia– está llamada a serlo toda la Iglesia. Por ello, la
Inmaculada es signo de esperanza. La segunda lectura proclama «el que ha
inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante». No
esperamos algo utópico. Lo que esperamos es ya realidad en María. Con
ella se ha inaugurada la humanidad nueva.
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