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AÑO LITURGICO CICLO B

EL ORIGEN DE LOS TEXTOS, ES DE LA FUNDACION GRATIS DATE www.gratisdate.org

Estimados amigos: Con mucho gusto les autorizamos a reproducir en sus páginas-web (Caminando con Jesus, Caminando con Maria y Misa Diaria), ….. Encomendemos al Señor mutuamente nuestro apostolado.

Cordial saludo en Cristo

+FGD

JULIO ALONSO AMPUERO, MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE EL AÑO LITÚRGICO

En cinco Cuadernos de Espiritualidad Bíblica ya el Autor nos ha ayudado a profundizar en la espiritualidad misma de las Sagradas Escrituras, estudiando importantes temas del Antiguo y del Nuevo Testamento. En esta ocasión, con escritos breves y concisos, nos introduce en la meditación de los textos sagrados meditados en el marco eclesial del Año litúrgico, que es precisamente donde hallan su máxima fuerza reveladora y santificante.

 

 

ADVIENTO Y NAVIDAD

Domingo I de Adviento Mc 13,33-37

Domingo II de Adviento Mc 1,1-8

Domingo III de Adviento La Buena Noticia

Domingo IV de Adviento Todo sucede en María

Natividad del Señor

Domingo de la Sagrada Familia Pertenencia exclusiva de Dios

Domingo II después de Navidad La luz verdadera

Epifanía del Señor

Bautismo del Señor Mc 1,6b-11

 

CUARESMA

Domingo I de Cuaresma Gen 9,8-15; 1Pe 3,18-22; Mc 1,12-15

Domingo II de Cuaresma Mc 9,1-9

Domingo III de Cuaresma Ex 20,1-17; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25

Domingo IV de Cuaresma 2Cron 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21

Domingo V de Cuaresma Jer 31,31-34; Heb 5,7-9; Jn 12,20-33

Domingo de Ramos Se despojó

Jueves Santo

Viernes Santo

Vigilia Pascual

Domingo de Resurrección Las hazañas del Señor

 

TIEMPO PASCUAL

Domingo II de Pascua Jn 20,19-31

Domingo III de Pascua Presencia de Dios que lo llena todo

Domingo IV de Pascua Hch 4,8-12; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18

Domingo V de Pascua Permaneced en Mí

Domingo VI de Pascua Permaneced en mi amor

Ascensión del Señor Actuaba con ellos

Domingo de Pentecostés Sed del Espíritu

Domingo de la Santísima Trinidad Familiaridad con Dios

Corpus Christi Mc 14,12-16.22-26

Sagrado Corazón de Jesús Lo que trasciende toda filosofía

 

TIEMPO ORDINARIO

II Domingo del Tiempo Ordinario

Domingo III del Tiempo Ordinario

Domingo IV del Tiempo Ordinario

Domingo V del Tiempo Ordinario

Domingo VI del Tiempo Ordinario

Domingo VII del Tiempo Ordinario Sin igual

Domingo VIII del Tiempo Ordinario Te desposaré

Domingo IX del Tiempo Ordinario El Señor del sábado

Domingo X del Tiempo Ordinario

XI Domingo del Tiempo Ordinario

XII Domingo del Tiempo Ordinario

XIII Domingo del Tiempo Ordinario

XIV Domingo del Tiempo Ordinario

XV Domingo del Tiempo Ordinario

XVI Domingo del Tiempo Ordinario

XVII Domingo del Tiempo Ordinario

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario Un pan que sacia

Domingo XIX del Tiempo Ordinario El don de la fe

XX Domingo del Tiempo Ordinario Hambre de Dios

Domingo XXI del Tiempo Ordinario Optar por Cristo

XXII Domingo del Tiempo Ordinario Mc 7,1-8. 14-15. 21-23

XXIII Domingo del Tiempo Ordinario Otra sordera y otra mudez

Domingo XXIV Tiempo Ordinario Mc 8,27-35

Domingo XXV del Tiempo Ordinario Mc 9,30-37

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario Mc 9,38-43.45.47-48

XXVII Domingo del Tiempo Ordinario Mc 10,2-16

XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario Mc 10,17-30

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario Mc 10,35-45

XXX Domingo del Tiempo Ordinario Mc 10,46-52

XXXI Domingo del Tiempo Ordinario Mc 12,28-34

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario Mc 12,38-44

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario Mc 13,24-32

Jesucristo, Rey del universo

 

 

ADVIENTO Y NAVIDAD

 

Sólo los dos primeros domingos de Adviento están tomados de Marcos. El tercero es de Juan (1,6-8.19-28: el Bautista como testigo de la luz) y el cuarto de Lucas (1,26-38: anunciación a María).

DOMINGO I DE ADVIENTO

Mc 13,33-37

El primer domingo está tomado del final del discurso escatológico. En consonancia con la orientación que tiene este domingo en los demás ciclos, el texto centra nuestra atención en la segunda venida de Cristo. La perícopa de Marcos subraya la incertidumbre del cuándo –«no sabéis cuándo es el momento»–, explicitada por la parábola del hombre que se ausenta. La consecuencia es la insistencia en la vigilancia –dos veces el imperativo «vigilad» «velad», al principio y al final del texto–, pues el Señor puede venir inesperadamente y encontrarnos dormidos. Finalmente, se subraya el carácter universal de esta llamada a la vigilancia: «lo digo a todos».

De mil maneras

Llama la atención en estos breves versículos el número de veces que se repite la palabra «velar», «vigilar». Esta vigilancia es base en que el Dueño de la casa va a venir y no sabemos cuándo.

Cristo viene a nosotros continuamente, de mil maneras, «en cada hombre y en cada acontecimiento» (Prefacio III de Adviento). El evangelio del domingo pasado nos subrayaba esta venida de Cristo en cada hombre necesitado; Cristo mismo suplica que le demos de beber, le visitemos... Estar vigilante significa tener la fe despierta para saber reconocer a este Cristo que mendiga nuestra ayuda y tener la caridad solícita y disponible para salir a su encuentro y atenderle en la persona de los pobres.

Además, Cristo viene en cada acontecimiento. Todo lo que nos sucede, agradable o desagradable, es una venida de Cristo, pues «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rom 8,28). Un rato agradable y un regalo recibido, pero también una enfermedad y un desprecio, son venida de Cristo. En todo lo que nos sucede Cristo nos visita. ¿Sabemos reconocerle con fe y recibirle con amor?

Pero la insistencia de Cristo en la vigilancia se refiere sobre todo a su última venida al final de los tiempos. Según el texto evangélico, lo contrario de vigilar es «estar dormido». El que espera a Cristo y está pendiente de su venida, ese está despierto, está en la realidad. En cambio, el que está de espaldas a esa última venida o vive olvidado de ella, ese está dormido, fuera de la realidad. Nadie más realista que el verdadero creyente. ¿Vivo esperando a Jesucristo?

¡Ojalá bajases!

Is 63, 16-17; 64,1.3-8

Isaías es el profeta del Adviento. En todo este tiempo santo somos conducidos de su mano. Él es el profeta de la esperanza.

«¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!» No se trata de un deseo utópico nuestro. El Señor quiere bajar. Ha bajado ya y quiere seguir bajando. Quiere entrar en nuestra vida. Él mismo pone en nuestros labios esta súplica. La única condición es que este deseo nuestro sea real e intenso, un deseo tan ardoroso que apague los demás deseos. Que el anhelo de la venida del Señor vuelva crepusculares todos los demás pensamientos.

«Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero». Al inicio del Adviento, que es también el inicio de un nuevo año litúrgico, no se nos podía dar una palabra más vigorosa ni esperanzadora. El Señor puede y quiere rehacernos por completo. A cada uno y a la Iglesia entera. Como un alfarero rehace un cacharro estropeado y lo convierte en uno totalmente nuevo, así el Señor con nosotros (Jer 12,1-6). Pero hacen falta dos condiciones por nuestra parte: que creamos sin límite en el poder de Dios y que nos dejemos hacer con absoluta docilidad como barro en manos del alfarero.

«Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él». El mayor pecado es no confiar y no esperar bastante del amor de Dios. Y el mayor reproche que Dios nos puede hacer es el mismo que a Moisés por dudar del poder y del amor de Dios: «¿Tan mezquina es la mano de Yahvé?» (Núm 11,23). Ante el nuevo año litúrgico el mayor pecado es no esperar nada o muy poco de un Dios infinitamente poderoso y amoroso que nos promete realizar maravillas. «Si tuvierais fe como un granito de mostaza...»

DOMINGO II DE ADVIENTO

Mc 1,1-8

El segundo domingo –también en consonancia con los otros ciclos– se centra en la figura de Juan el Bautista (Mc 1,1-8). Marcos subraya fuertemente su carácter de mensajero y precursor: es como una estrella fugaz que desaparece rápidamente, pues está en función de otro –como subraya el inicio de la perícopa: «Evangelio de Jesucristo»–. Su estilo recuerda al gran profeta Elías, que según la tradición judía debía preceder inmediatamente al Mesías (cfr. Mc 9,11-13). En el contexto del adviento, este texto orienta enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene como el «más fuerte» y como el que «bautiza con Espíritu Santo». La respuesta multitudinaria con que es acogida la llamada de Juan a la conversión es signo de cómo también nosotros hemos de ponernos decididamente en camino para acoger a Cristo con humildad y sin condiciones.

Conversión y austeridad

Juan Bautista nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Hoy sigue haciendo lo que hizo para preparar la primera venida de Cristo. Ante todo, nos pide conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su venida cambie muchas cosas en nuestra vida. Es la única manera de recibir a Cristo. Si esta Navidad pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo. Pero para ponerme en disposición de cambiar he de darme cuenta de que necesito a Cristo. En este nuevo Adviento, ¿siento necesidad de Cristo?

Juan Bautista se nos presenta como modelo de nuestro Adviento por su austeridad –vestido con piel de camello, alimentado de saltamontes...– Pues bien, para recibir a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad (Rom 13, 13-14). Mientras uno esté ahogado por el consumismo no puede experimentar la dicha de acoger a Cristo y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero. La abundancia y el lujo asfixian y matan toda vida cristiana.

Cristo viene para bautizar con Espíritu Santo. Esto quiere decir que el esperar a Cristo nos lleva a esperar al Espíritu Santo que él viene a comunicarnos, pues «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). Con el Adviento hemos inaugurado un camino que sólo culmina en Pentecostés. ¿Tengo ya desde ahora hambre y sed del Espíritu Santo?

Aquí está vuestro Dios

Is 40, 1-5. 9-11

«Consolad, consolad a mi pueblo...» La Iglesia nos anuncia la venida de Cristo. Y Él viene para traer el consuelo, la paz, el gozo. Ese consuelo íntimo y profundo que sólo Él puede dar y que nada ni nadie puede quitar. El consuelo en medio del dolor y del sufrimiento. Porque Jesús, el Hijo de Dios, no ha venido a quitarnos la cruz, sino a llevarla con nosotros, a sostenernos en el camino del Calvario, a infundirnos la alegría en medio del sufrimiento. ¡Y todo el mundo tiene tanta necesidad de este consuelo! Este mundo que Dios tanto ama y que sufre sin sentido.

«En el desierto preparadle un camino al Señor». Es preciso en este Adviento reconocer nuestro desierto, nuestra sequía, nuestra pobreza radical. Y ahí preparar camino al Señor. No disimular nuestra miseria. No consolarnos haciéndonos creer a nosotros mismos que no vamos mal del todo. Es preciso entrar en este nuevo año litúrgico sintiendo necesidad de Dios, con hambre y sed de justicia. Sólo el que así desea al Salvador verá la gloria de Dios, la salvación del Señor. Por eso dijo Jesús: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21,31).

«...Alza con fuerza la voz, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: aquí está vuestro Dios». La mejor señal de que recibimos al Salvador, es el deseo de gritar a todos que «¡hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Si de veras acogemos a Cristo y experimentamos la salvación que Él trae, no podemos permanecer callados. Nos convertimos en heraldos, en mensajeros, en profetas, en apóstoles. Y no por una obligación exterior, sino por necesidad interior: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (He 4,20).

DOMINGO III DE ADVIENTO

La Buena Noticia

Is 61,1-2.10-11

«Como el suelo echa sus brotes... así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos». La palabra de Dios escuchada como es y como se nos da, saca del individualismo y de las expectativas reducidas. La acción de Dios se asemeja a una tierra fértil que hace germinar con vigor plantas de todo tipo. Así Dios suscita la santidad –«justicia»– y, en consecuencia, provoca la alabanza gozosa y exultante –«los himnos»–. Y eso no para unos pocos, sino para «todos los pueblos». Éstos son los horizontes en que nos introduce la esperanza del Adviento. Pues la acción de Dios es fecunda e inagotable, genera vida.

«Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren». Si prestamos atención a los textos, ellos nos dirán quiénes somos o cómo estamos y a la vez qué estamos llamados a ser. Nos encontramos desgarrados, cautivos, prisioneros... Nos encontramos llenos de sufrimientos porque todavía no conocemos ni vivimos lo suficiente la buena noticia, el Evangelio... Pero es a los que así se encuentran a los que se les proclama la amnistía y la liberación de la esclavitud; se les anuncia la buena nueva y se les invita a dejarse vendar los corazones desgarrados... ¿Lo creo de veras? ¿Lo espero?

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Para todo esto viene Cristo, el Mesías, el Ungido. Nosotros también hemos sido ungidos. Somos cristianos. Hemos recibido el mismo Espíritu de Cristo. Y también somos enviados a dar la buena noticia a los que sufren, a vendar los corazones desgarrados... además de acoger la acción de Cristo en nosotros, a favor nuestro –o mejor, en la medida en que la acojamos–, prolongamos a Cristo y su acción en el mundo y a favor del mundo, dejándole que tome nuestra mente, nuestro corazón, nuestros labios, nuestras manos..., y los use a su gusto.

Testigo de la Luz

Jn 1,6-8.19-2

Juan Bautista es testigo de la luz. Nos ayuda a prepararnos a recibir a Cristo que viene como «luz del mundo» (Jn 9,5). Para acoger a Cristo hace falta mucha humildad, porque su luz va a hacernos descubrir que en nuestra vida hay muchas tinieblas; más aún, Él viene como luz para expulsar nuestras tinieblas. Si nos sentimos indigentes y necesitados, Cristo nos sana. Pero el que se cree ya bastante bueno y se encierra en su autosuficiencia y en su pretendida bondad, no puede acoger a Cristo: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9,39).

Juan Bautista es testigo de la luz. Y bien sabemos lo que le costó a él ser testigo de la luz y de la verdad. Pues bien, no podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a jugarnos todo por Él. Poner condiciones y cláusulas es en realidad rechazar a Cristo, pues las condiciones las pone sólo Él. Si queremos recibir a Cristo que viene como luz, hemos de estar dispuestos a convertirnos en testigos de la luz, hasta llegar al derramamiento de nuestra propia sangre, si es preciso, lo mismo que Juan. «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt10, 32-33).

Juan Bautista es testigo de la luz. Pero confiesa abiertamente que él no es la luz, que no es el Mesías. Él es pura referencia a Cristo; no se queda en sí mismo ni permite que los demás se queden en él. ¡Qué falta nos hace esta humildad de Juan, este desaparecer delante de Cristo, para que sólo Cristo se manifieste! Ojalá podamos decir con toda verdad, como Juan: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).

DOMINGO IV DE ADVIENTO

Todo sucede en María

2Sam 7,1-5.8-11.16; Lc1,26-38

«¿Eres tú quien me va a construir una casa...?» Por medio del profeta Natán, Dios rechaza el deseo de David de construirle una casa... Dios mismo se va a construir su propia casa: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Jesús será la verdadera Casa de Dios, el Templo de Dios (Jn 2,21), la Tienda del Encuentro de Dios con los hombres. En la carne del Verbo los hombres podrán contemplar definitivamente la gloria de Dios (Jn 1,14) que los salva y diviniza.

«Te daré una dinastía». A este David que quería construir una casa a Dios, Dios le anuncia que será Él más bien quien dé a David una casa, una dinastía. A este David que aspiraba a que un hijo suyo le sucediera en el trono, Dios le promete que de su descendencia nacerá el Mesías: a Jesús «Dios le dará el trono de David su padre, reinará... para siempre, y su reino no tendrá fin».

La iniciativa de Dios triunfa siempre. Dios desbarata los planes de los hombres. Y colma unas veces, desbarata otras y desborda siempre las expectativas de los hombres. ¿Qué maravillas no podremos esperar ante la inaudita noticia de la encarnación del Hijo de Dios?

«Hágase en mí según tu palabra». Todo sucede en María. En ella se realiza la encarnación. Por ella nos viene Cristo. Y esto es y será siempre así: por la acción del Espíritu Santo a través de la receptividad y absoluta docilidad de María Virgen.

¿Se trata de que Cristo nazca, viva y crezca en mí? Por obra del Espíritu en el seno de María. ¿Se trata de que Cristo nazca en quien no le posee o no le conoce? ¿Se trata de que Cristo sea de nuevo engendrado y dado a luz en este mundo tan necesitado por Él? Por gracia del Espíritu Santo a través de María Virgen. Es el camino que Él mismo ha querido y no hay otro.

Enteramente disponibles

Lc 1,26-38

A las puertas mismas de la Navidad y después de habérsenos presentado Juan Bautista, se nos propone a María como modelo para recibir a Cristo. Sobre todo, por su disponibilidad. Ante el anuncio del ángel, María manifiesta la disponibilidad de la esclava, de quien se ofrece a Dios totalmente, sin poner condiciones, sometiéndose perfectamente a sus planes. Si nosotros queremos recibir de veras a Cristo, no podemos tener otra actitud distinta de la suya. Cristo viene como «el Señor» y hemos de recibirle en completa sumisión, aceptando incondicionalmente su señorío sobre nosotros mismos, sino que «somos del Señor» (Rom 14,8).

Además, María acoge a Cristo por la fe. Frente a lo sorprendente de lo que se le anuncia, ella no duda; se fía de la palabra que se le dirige de parte de Dios: «para Dios nada hay imposible». Cree sin vacilar y en esto consiste su felicidad: «Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho de parte del Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Para recibir a Cristo hace falta una fe viva que nos haga creer que es capaz de sacarnos de nuestras debilidades y que puede y quiere transformar un mundo corrompido, ya que «ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). No hay motivo para la duda, pues lo que está en juego es «el poder del Altísimo».

Finalmente, lo primero que experimenta María es la alegría: «¡Alégrate!». Es la alegría de recibir al Salvador. También nosotros, si recibimos a Cristo, estamos llamados a experimentar esta alegría: una alegría que no tiene nada que ver con la que ofrece el consumismo de estos días, pues es incomparablemente más profunda, más duradera y más intensa.

 

NATIVIDAD DEL SEÑOR

Hemos visto su gloria

Mt 1,1-25; Lc 2,1-14.15-20; Jn 1,1-18

Grande es la riqueza de la liturgia de Navidad, con cuatro misas diferentes. He aquí una pincelada de cada uno de los cuatro evangelios.

«Jacob engendró a José, el esposo de María». La misa vespertina de la vigilia recoge la larga genealogía de Jesús. El Hijo de Dios ha asumido la historia de Israel y, en ella, la historia entera de la humanidad. En ella hay de todo, desde hombres piadosos hasta grandes pecadores. Así, Cristo ha redimido esta historia desde dentro, haciéndola suya.

«La gran alegría». La misa de medianoche está marcada por ese estallido de júbilo: ha nacido el Salvador. Un año más la Iglesia acoge con gozo esa «buena noticia» de labios de los ángeles, se deja sorprender y entusiasmar por ella y, de ese modo, se capacita para ser ella misma mensajera de esa gran alegría para todos los hombres.

«Fueron corriendo». La misa de la aurora está marcada por las prisas de los pastores para ver lo que el ángel anunció. Es la reacción ante la maravillosa noticia: nadie puede quedar indiferente. Menos aún después de ver a Jesús: «Se volvieron dando gloria y alabanza a Dios».

«Hemos contemplado su gloria». Tras la reacción inicial, la actitud contemplativa del evangelista Juan. Se trata de acoger la luz que irradia de la carne del Verbo. Y de acoger toda la abundancia de vida que de Él brota: «de su plenitud todos hemos recibido», «da poder para ser hijos de Dios»...

 

DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA

Pertenencia exclusiva de Dios

Lc 2,22-40

«Llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor». Jesús es ofrecido, consagrado a Dios. María y José saben que Jesús es santo (Lc 1,35), que ha sido consagrado por el Espíritu Santo. No necesita ser consagrado, pues ya está consagrado desde el momento mismo de su concepción. Sin embargo, realizan este pacto para ratificar públicamente que Jesús pertenece a Dios, que es pertenencia exclusiva del Padre y por consiguiente sólo a sus cosas se va a dedicar (Lc 2,49).

También nosotros estamos consagrados a Él por el bautismo. No es cuestión de que nos consagremos a Dios, sino de tomar conciencia de que ya lo estamos y que cuando no vivimos así, estamos profanando y degradando nuestra condición y nuestra dignidad de hijos de Dios.

«Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten». Ya desde el inicio Jesús es signo de contradicción. Lo fue durante toda su vida terrena y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. También durante este año litúrgico. El Señor se nos irá revelando y conviene tener presente que existe el peligro de que le rechacemos cuando sus planes y sus caminos no coincidan con los nuestros, cuando sus exigencias nos parezcan excesivas, cuando la cruz se presente en nuestra vida... Para que no rechacemos a Cristo necesitamos la actitud de Simón y de Ana, los pobres de Yahvé que lo esperan todo de Dios y que no le ponen condiciones. «¡Dichoso aquel que no se sienta escandalizado por mí!» (Mt 11,6).

Por otra parte, si Cristo se presenta ya desde el principio como signo de contradicción –que llegará a su culmen en la cruz–, esto nos debe hacer examinar cómo le manifestamos. No debe extrañarnos que el mundo nos odie por ser cristianos (Jn 15,19-20). Más bien debería sorprendernos que nuestra vida no choque ni provoque reacciones en un mundo totalmente pagano. ¿No será que hemos dejado de ser luz del mundo y sal de la tierra?

Modelo de toda familia

En estos versículos del evangelio de la infancia se nos presenta la familia de Nazaret como modelo de toda familia cristiana. En primer lugar, todo el episodio está marcado por el hecho de cumplir la ley del Señor –cinco veces aparece la expresión en estos pocos versículos–. San Lucas subraya cómo María y José cumplen con todo detalle lo que manda la ley santa; lejos de sentirse dispensados, se someten dócilmente a ella. De igual modo, no puede haber familia auténticamente cristiana si no está modelada toda ella, en todos sus planeamientos y detalles, según la ley de Dios, según sus mandamientos y su voluntad.

Por otra parte, para los israelitas, presentar el hijo primogénito en el santuario era reconocer que pertenecía a Dios (Ex 13,2). Más que nadie, Jesús pertenece a Dios, pues es el Hijo del Altísimo (Lc 1,32). Este gesto es muy iluminador para toda familia, que ha de recibir cada nuevo hijo como un don precioso de Dios, que es el verdadero Padre (Mt 23,9), y ha de saber ofrecerle de nuevo a Dios, sabiendo para toda la vida que en realidad ese hijo no les pertenece a ellos, sino a Dios; por lo cual han de educarle según la voluntad del Señor, no la suya propia, de manera que crezca en gracia y sabiduría.

En la vida de la familia de Nazaret también está presente la cruz. Jesús es signo de contradicción y a María una espada le traspasa el alma. ¡Qué consolador para una familia cristiana saber que José, María y Jesús han sufrido antes que ellos y más que ellos! También en esas situaciones de dificultad, de enfermedad, de persecución por sus convicciones y conducta cristiana, lo decisivo es saber que «la gracia de Dios les acompaña».

DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD

La luz verdadera

Jn 1,1-18

«La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre». Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Luz. «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). Sólo en Cristo cobra sentido la vida de todo hombre. Pues bien, cuando vemos a nuestro alrededor tantos hombres y mujeres destruidos, ¿cómo permanecer tranquilos habiendo venido el Redentor? ¿Qué estamos haciendo con la luz de Cristo, la que el mundo necesita, la única que redime?

Juan «venía como testigo para dar testimonio de la luz». ¡Qué hermosa expresión del ser cristiano! «No era él la luz, sino testigo de la luz». La Luz es Cristo y sólo Él. Pero el mundo necesita testigos de la Luz para creer en la Luz. Y a nosotros se nos ha dicho: «vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). El mundo necesita la luz de Cristo y nos necesita a nosotros como testigos de la luz. Necesita nuestra vida transfigurada por la luz de Cristo, luminosa con la luz que proviene de Él, reflejándole a Él en cada palabra, en cada gesto.

«Vino a su casa y los suyos no le recibieron». Ésta es la tragedia, la única tragedia: no recibir a Cristo, sofocar la luz. Una Navidad más los hombres pueden rechazar a Cristo. También nosotros podemos rechazarle. Si permanecemos en nuestra comodidad, si no nos arranca de nuestros esquemas, habremos rechazado a Cristo. «Los suyos no le recibieron». No le recibieron los que oficialmente pertenecían al pueblo de Dios, al Pueblo santo, al Pueblo de las promesas. Y podemos no recibirle nosotros que pertenecemos al nuevo pueblo de Dios, oficialmente cristianos. Es preciso renovar ahora, más que nunca, la actitud de conversión para que esta Navidad no pase ni pena ni gloria, para que Cristo venga a su Casa y pueda disponerlo todo a su gusto

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Rendirse ante Dios

Mt 2,1-12

El primer detalle que el evangelio de hoy sugiere es el enorme atractivo de Jesucristo. Apenas ha nacido y unos magos de países lejanos vienen a adorarlo. Ya desde el principio, sin haber hecho nada, Jesús comienza a brillar y a atraer. Es lo que después ocurrirá en su vida pública continuamente: «¿Quién es este?» (Mc 4,41). «Nunca hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). ¿Me siento yo atraído por Cristo? ¿Me fascina su grandeza y su poder? ¿Me deslumbra la hermosura de aquel que es «el más bello de los hombres» (Sal 45,3)?

Además, toda la escena gira en torno a la adoración. Los Magos se rinden ante Cristo y le adoran, reconociéndole como Rey –el oro– y como Dios –el incienso– y preanunciando el misterio de su muerte y resurrección –la mirra–. La adoración brota espontánea precisamente al reconocer la grandeza de Cristo y su soberanía, sobre todo, al descubrir su misterio insondable. En medio de un mundo que no sólo no adora a Cristo, sino que es indiferente ante Él y le rechaza, los cristianos estamos llamados más que nunca a vivir este sentido de adoración, de reverencia y admiración, esta actitud profundamente religiosa de quien se rinde ante el misterio de Dios.

Y, finalmente, aparece el símbolo de la luz. La estrella que conduce a los Magos hasta Cristo expresa de una manera gráfica lo que ha de ser la vida de todo cristiano: una luz que brillando en medio de las tinieblas de nuestro mundo ilumine «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,79), les conduzca a Cristo para que experimenten su atractivo y le adoren, y les muestre «una razón para vivir» (Fil 2,15-16).

 

BAUTISMO DEL SEÑOR

Mc 1,6b-11

En el tiempo de Navidad y Epifanía Marcos está casi totalmente ausente. Sabido es cómo –a diferencia de los otros evangelios – no contiene nada referente a los evangelios de la infancia. Sólo al final del Ciclo de Navidad –fiesta del Bautismo del Señor– volvemos a encontrar el evangelio de Marcos.

El bautismo de Jesús (Mc 1,6b-11) pone de relieve que Él es efectivamente el Mesías, el Ungido de Dios (cfr. Is 11,2; 42,1; 63,11-19), como ya se indicaba en el título del Evangelio (Mc 1,1). Los cielos –tanto tiempo cerrados– ahora se rasgan: en Jesús se ha restablecido la comunicación de Dios con los hombres y de los hombres con Dios; con Jesús, siervo de Yahvé e Hijo muy amado de Dios comienza una etapa nueva. Por lo demás, la perícopa incluye, además del relato del bautismo en sí –muy breve en Marcos–, el anuncio del Bautista de que Él bautizará con Espíritu Santo; con ello se pone de relieve que precisamente por ser el Mesías y estar lleno del Espíritu, Jesús puede bautizar –es decir, sumergir– en Espíritu a todos los le que aceptan.

En la benevolencia del Padre

En el relato del bautismo, Jesús aparece como el «Hijo amado» del Padre. Esta es su identidad y su misterio a la vez: este hombre es el Hijo único del Padre, Dios igual que Él. Toda la vida humana de Jesús es una vida filial; vive como Hijo y se siente amado por el Padre: «El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos» (Jn 3,35). También nosotros somos hijos de Dios por el bautismo. Pero nuestra vida cristiana no tendrá base sólida ni cobrará altura si no vivimos en la benevolencia del Padre y no experimentamos la alegría de ser hijos amados de Dios.

Jesús se manifiesta igualmente al inicio de su vida pública como ungido por el Espíritu Santo. Toda su existencia va a ser conducida por este Espíritu (Lc 4,1.4). Jesús es totalmente dócil a la acción del Espíritu Santo en Él y nos da su mismo Espíritu a nosotros. ¿Tengo conciencia de ser «templo del Espíritu Santo»? (1Cor 6,19) ¿Conozco al Espíritu Santo o soy como aquellos discípulos de Juan que ni siquiera sabían que existía el Espíritu Santo? (He 19,2). «Los que se dejan llevar por el Espíritu, esos son los hijos de Dios» (Rom 8,14): ¿me dejo guiar dócilmente por este Espíritu que mora en mí? ¿Experimento como Jesús «la alegría del Espíritu Santo»? (Lc 10,21). ¿Dejo que Él produzca en mí sus frutos? (Gal 5,22-23).

Siendo inocente y santo, al bautizarse Jesús pasa por un pecador; por eso Juan quiere impedírselo (Mt 3,14). Jesús inicia su vida pública con la humillación, lo mismo que había sido su infancia y seguirá siendo toda su vida hasta acabar en la suprema humillación de la cruz. Jesús vive en la humillación permanente; no sólo acepta la humillación, sino que Él mismo la elige. ¿Y yo?

 

CUARESMA

DOMINGO I DE CUARESMA

Gen 9,8-15; 1Pe 3,18-22; Mc 1,12-15

En el tiempo de Cuaresma se toman de Marcos los textos clásicos de los dos primeros domingos tentaciones y transfiguración. Los tres restantes son del Evangelio de san Juan: Jesús como nuevo templo (2,13-25), el amor de Dios al darnos a su Hijo (3,14-21) y Jesús como grano de trigo que muriendo es glorificado y da mucho fruto (12,20-33).

El primer domingo de Cuaresma (Mc 1,12-15) nos lleva a contemplar a Jesús tentado. En el lugar típico de la prueba –el desierto–, donde Israel había acabado renegando de Dios, Jesús acepta el combate contra Satanás, empujado por el Espíritu. El relato de Marcos –singularmente breve– presenta a Jesús como nuevo Adán que vence a aquel que venció al primero –es lo que evocan las imágenes de los animales salvajes y los ángeles a su servicio: cfr. Gen 2 y 3; Is 11,6-9). Por fin entra en la historia humana la victoria sobre el mal y el pecado, sobre Satanás en persona: el «fuerte» va a ser vencido por el «más fuerte» (Mc 3,22-30). Al añadir al relato de la tentación propiamente dicho el inicio de la predicación de Jesús, el evangelio de este domingo nos invita a entrar en la Cuaresma con decisión y firmeza: puesto que se ha cumplido el tiempo y ha llegado el Reino de Dios, es urgente y necesario convertirse y creer, es decir, acoger plenamente la soberanía de Dios en nuestra vida. Este será nuestro particular combate cuaresmal.

Fuerza para vencer

Hace todavía poco tiempo hemos celebrado la Navidad: el Hijo de Dios que se hace hombre, verdadero hombre. El evangelio de hoy le presenta «dejándose tentar por Satanás». Ciertamente «no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). Hombre de verdad, hasta el fondo, sin pecado. Al inicio de la Cuaresma (y siempre) necesitamos mirar a Cristo con este realismo. Uno como nosotros, uno de los nuestros, ha sido acosado por Satanás, pero ha salido victorioso. Cristo tentado y vencedor es luz, es ánimo, es fortaleza para nosotros.

Si Cristo no ha sido vencido, nosotros sí. Somos pecadores. Pero esta situación no es irremediable. La segunda lectura afirma: «Cristo murió por los pecados..., el inocente por los culpables». Ello significa que su combate ha sido en favor nuestro. Cristo sí que ha llegado hasta la sangre en su pelea contra el pecado (cfr. Heb 12,4). Y con su fuerza podemos vencer también nosotros. Apoyados en Él, unidos a Él, la Cuaresma nos invita a luchar decididamente contra el pecado que hay en nosotros y en el mundo.

En este contexto conviene hacer memoria de nuestro bautismo. La primera lectura nos habla del pacto sellado por Dios con toda la creación después del diluvio. Lo mismo que Noé y los suyos, también nosotros hemos sido salvados de la muerte a través de las aguas. Por medio del agua bautismal, en el arca que es la Iglesia, hemos pasado de la muerte a la vida. Y en el bautismo Dios ha sellado con cada uno ese pacto imborrable, esa alianza de amor por la cual se compromete a librarnos del Maligno. La salvación no está lejos de nosotros: por el bautismo tenemos ya en nosotros su germen. La Cuaresma es un tiempo para luchar contra el pecado, pero sabiendo que por el bautismo tenemos dentro de nosotros la fuerza para vencer. «El que está en vosotros es mayor que el que está en el mundo» (1Jn 4,4).

Venció y cambió la historia

Mc 1,12-15

Este texto de las tentaciones de Jesús nos habla en primer lugar del realismo de la encarnación. El Hijo de Dios no se ha hecho hombre «a medias», sino que ha asumido la existencia humana en toda su profundidad y con todas sus consecuencias, «en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). El cristiano que se siente acosado por la prueba y la tentación se sabe comprendido por Jesucristo, que –antes que él y de manera más intensa– ha pasado por esas situaciones.

Sin embargo, la novedad más gozosa de este hecho de las tentaciones de Jesús es que Él ha vencido. En todo semejante a nosotros, «excepto en el pecado». Todo seguiría igual si Cristo  hubiera sido tentado como nosotros, pero hubiera sido derrotado. Lo grandioso consiste en que Cristo, hombre como nosotros, ha vencido la tentación, el pecado y a Satanás. Y a partir de Él la historia ha cambiado de signo. En Cristo y con Cristo también nosotros vencemos la tentación y el pecado, pues Él «nos asocia siempre a su triunfo» (2Cor 2,14). Si por un hombre entró el pecado en el mundo, por otro hombre –Jesucristo– ha entrado la gracia y, con ella, la victoria sobre el pecado (cfr. Rom 5,12-21).

Por otra parte, las tentaciones hacen pensar en un Cristo que combate. San Marcos da mucha importancia al relato poniéndolo al inicio de la vida pública de Jesús, después del bautismo y antes de empezar a predicar y a hacer milagros, como para indicar que toda su vida va a ser un combate contra el mal y contra Satanás. Va «empujado por el Espíritu» a buscar a Satanás en su propio terreno para vencerle. Asimismo, la vida del cristiano no tiene nada de lánguida, anodina y superficial; tiene toda la seriedad de una lucha contra las fuerzas del mal, para la cual ha recibido armas más que suficientes (Ef 6,10-20).

DOMINGO II DE CUARESMA

Mc 9,1-9

El segundo domingo nos lleva a contemplar a Jesús transfigurado (Mc 9,2-9). Tras el doloroso y desconcertante primer anuncio de la pasión y la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz (8,31-38), se hace necesario alentar a los discípulos abatidos. Además de que la ley y los profetas –personificados en Moisés y Elías– manifiestan a Jesús como aquel en quien hallan su cumplimiento, es Dios mismo –simbolizado en la nube– quien le proclama su Hijo amado.

Por un instante se desvela el misterio de la cruz para volver a ocultarse de nuevo; más aún, para esconderse todavía más en el camino de la progresiva humillación hasta la muerte de cruz. Sólo entonces –«cuando resucite de entre los muertos»– será posible entender todo lo que encerraba el misterio de la transfiguración. En pleno camino cuaresmal de esfuerzo y sacrificio, también a nosotros –igual de torpes que los discípulos– se dirige la voz del Padre con un mandato único y preciso: «Escuchadle», es decir, fiaos de Él –de este Cristo que se ha transfigurado a vuestros ojos–, aunque os introduzca por caminos de cruz.

Gloria en la humillación

El relato de la transfiguración quiere mostrarnos la gloria oculta de Cristo. No es sólo que Cristo haya sufrido humillaciones ocasionales, sino que ha vivido humillado, pues «tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos» y «actuando como un hombre cualquiera» cuando en realidad era igual a Dios (Fil 2,6-8). El resplandor que aparece en la transfiguración debía ser normal en Jesús, pero se despoja voluntariamente de él. ¿No es este un aspecto de Cristo que debemos contemplar mucho nosotros, tan propensos a exaltarnos a nosotros mismos y buscar la gloria humana?

Más aún si consideramos que Jesús salva precisamente por la humillación. Este relato de la transfiguración está situado en el camino hacia la cruz, entre los dos primeros anuncios de la pasión (Mc 8,31 y 9,31). Jesús podía haber pedido al Padre doce legiones de ángeles (Mt 26,53), pero es en el colmo de la humillación –ser reprobado por las mismas autoridades religiosas de Israel, sufrir mucho, recibir desprecios y torturas, ser matado– donde va a llevar a cabo la redención. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Tampoco para nosotros hay otro camino si queremos ser fecundos y dar fruto.

En el camino hacia la pasión, Jesús nos es presentado como el Hijo amado del Padre, objeto de su amor y sus complacencias. La cruz y el sufrimiento no están en contradicción con ese amor del Padre. Al contrario, es en la cruz donde más se manifiesta ese amor; precisamente porque muere confiando en el Padre y en su amor, Jesús se revela en la cruz como el Hijo de Dios (Mc 15,39). De igual modo nosotros, al sufrir la cruz, no debemos sentirnos rechazados por Dios, sino –al contrario– especialmente amados.

El Hijo amado

En el relato de la transfiguración escuchamos la voz del Padre que nos dice: «Éste es mi Hijo amado». No es sólo un gesto de presentación, de manifestación de Cristo. Es el gesto del Padre que nos entrega a su Hijo, nos lo da para nuestra salvación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único...» (Jn 3,16). Este gesto de Dios Padre aparece simbolizado y prefigurado en el de Abraham, que toma a «su hijo único, al que quiere» y lo ofrece en sacrificio sobre un monte... La muerte de Cristo en el Calvario, que la Cuaresma nos prepara a celebrar, es la mayor manifestación del amor de Dios.

El conocimiento y la experiencia de este amor de Dios es el fundamento de nuestro camino cuaresmal. San Pablo prorrumpe lleno de admiración, de gozo y de confianza: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» Al darnos a su Hijo, Dios ha demostrado que está «por nosotros», a favor nuestro. Pues «si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» No podemos encontrar fundamento más sólido para nuestra confianza en la lucha contra el pecado y en el camino hacia nuestra propia transfiguración pascual.

Pero el gesto de Abraham no sólo simboliza el de Dios. Resume también nuestra actitud ante Dios. Abraham lo da todo, lo más querido, su hijo único, en quien tiene todas sus esperanzas. Lo da a Dios. Y al darlo parece que lo pierde. Sin embargo, realizado el sacrificio de su corazón, Dios le devuelve a su hijo, y precisamente en virtud de ese sacrificio –«por haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único»– Dios le bendice abundantemente dándole una descendencia «como las estrellas del cielo y como la arena de la playa». Los sacrificios que nos pide la cuaresma –y en general nuestra fidelidad al evangelio– no son muerte, son vida. Todo sacrificio realizado con verdadero espíritu cristiano nos eleva, nos santifica. Cada sacrificio es una puerta abierta por donde la gracia penetra de manera torrencial.

DOMINGO III DE CUARESMA

Ex 20,1-17; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25

El signo del templo

El evangelio nos presenta a Jesús como el nuevo templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres días. De este templo manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu (cfr. Jn 19,34). En este templo estamos llamados a morar, a permanecer (Jn 15,4), lo mismo que Él mora en el seno del Padre (Jn 1,18). De este templo formamos parte como piedras vivas (1Pe 2,5) por el bautismo. Este templo destruido y reconstruido es el signo que Dios nos da en esta cuaresma para que creamos en Él.

Jesús aparece también empleando la violencia. Este texto nos presenta un Jesús intransigente contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y amor hacia los pecadores (cfr. Jn 8,1-11) hasta dar la vida por ellos (Jn 15,13) es el que aquí contemplamos actuando enérgicamente contra el mal. El mismo y único Cristo. Nos corrobora así la postura que ya manifestaba en el primer domingo luchando contra Satanás. Jesús no pacta con el mal. Lo vemos devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe encendernos a nosotros en la lucha contra el mal. El mismo celo que debe devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia. El mismo celo que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del templo que somos nosotros mismos.

Pero la lucha contra el mal es sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al Bien que es Dios mismo. La cuaresma es una oportunidad de gracia para renovar nuestra vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el cumplimiento fiel de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos ha sacado de la esclavitud y nos ha hecho libres. Cumpliendo los mandamientos decimos «sí» a Dios. Cumpliendo los mandamientos reafirmamos la alianza, el pacto de amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo. Cumpliendo los mandamientos nos lanzamos por el camino que nos hace verdaderamente libres.

El celo de tu casa me devora

Jn 2,13-25

Nos encontramos en este texto de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar poco: la dureza de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras muchas veces en sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de tu casa me devora». A veces casi se llega a identificar el amor con la melosidad inofensiva. Y, sin embargo, la postura aparentemente violenta de Jesús es fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor llevado al extremo (cfr. Dt 4,24 y 2Cor 11,2). ¿No deberemos también nosotros ganar mucho en fortaleza en la lucha contra el mal en todas sus manifestaciones? Porque «el amor es fuerte como la muerte» (Ct. 8,6).

Jesús es fuerte para defender los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre con todas sus fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo, el lugar santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a Dios, también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu casa me devora».

La fortaleza de Cristo, por lo demás, no se ejerce contra los hombres, sino en favor de ellos, dejando que destruyan el templo de su cuerpo y reconstruyéndolo en tres días. «Tengo poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,18). De igual modo, el cristiano unido a Cristo es invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma... Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt 10,28-30).

DOMINGO IV DE CUARESMA

2Cron 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21

Mirar al Crucificado

Toda Cuaresma converge hacia el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con fe, con una mirada contemplativa y con un corazón contrito y humillado. Es el Crucificado quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor increíble, desconcertante.

Este amor es el que hace enloquecer a san Pablo. Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia. Es este amor gratuito, inmerecido, el que explica todo. Es este amor el que nos ha salvado, sacándonos literalmente de la muerte. Nos ha resucitado. Ha hecho de nosotros criaturas nuevas. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. Esta es la gracia que se nos regala.

A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte y al pueblo de Israel le llevaron al destierro. Entendemos que las expresiones de la primera lectura no son exageradas y se aplican a nosotros en toda su cruda y dolorosa realidad: hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles, hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras...

Que Dios es rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado y al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre.

Amor sin medida

Jn 3,14-21

Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo mirándola con fe podremos quedar limpios de nuestros pecados.

«Tanto amó...» Si algo debe calarnos profundamente es ese «tanto», esa medida sin media, del amor del Padre dándonos a su Hijo y del amor de Cristo entregándose por nosotros hasta el extremo (Jn 13,1), por cada uno (Gal 2,20). La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras ella e infunde la seguridad de saberse amados: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31-35).

«Tanto amó al mundo». Junto con la contemplación de este amor personal hemos de contemplar que Dios ama al mundo, el único que existe, tal como es, con todos sus males y pecados. Gracias a este amor más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en que se encuentre. Por el contrario –según las expresiones de san Juan–, el que no quiere creer en el crucificado ni en el amor del Padre que nos le entrega, ese ya está condenado, en la medida en que da la espalda al único que salva (cfr. He 4,12).

DOMINGO V DE CUARESMA

Jer 31,31-34; Heb 5,7-9; Jn 12,20-33

Cristo fue escuchado

La segunda lectura, aludiendo a la oración del huerto, afirma que Cristo «fue escuchado» por su Padre. Expresión paradójica, porque el Padre no le ahorró pasar por la muerte. Y, sin embargo, fue escuchado. La resurrección revelará hasta qué punto el Hijo ha sido escuchado. A este Cristo que había pedido: «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17,1), lo vemos ahora coronado de honor y gloria precisamente en virtud de su pasión y su cruz (Heb 2,9). Más aún, una vez resucitado, llevado a la perfección, «se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». A la luz de la Resurrección entendemos en toda su verdad que es el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto. Sí, efectivamente, en lo más hondo de su agonía el Hijo ha sido escuchado por el Padre.

Esto es iluminador también para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le escucha porque no le libera de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo tampoco le liberó de ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó. Dios escucha siempre. Lo que ocurre es que nosotros «no sabemos pedir lo que conviene» (Rom 8,26). Dios puede escucharnos permitiendo que permanezcamos en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos fuerza para resistir en la prueba. Nos escucha dándonos gracia para ser aquilatados y purificados. Nos escucha glorificándonos a través del sufrimiento. Nos escucha haciéndonos grano de trigo que muere para dar fruto abundante...

Todos los cristianos y santos de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo. Gracias a ella el príncipe de este mundo ha sido echado fuera. Gracias a ella hemos sido arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo. Gracias a ella Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva. Gracias a ella nuestros pecados han sido perdonados. Gracias a ella Dios ha creado en nosotros un corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación. Gracias a ella ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del Espíritu Santo...

La gloria de la Cruz

Jn 12,20-33

«Ahora es glorificado el Hijo del hombre». Jesús es «elevado sobre la tierra»: con esta expresión san Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo. Con ello expresa una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el patíbulo de la cruz, cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un derrotado y por un maldito (Gal 3,13), es en realidad cuando Jesús está venciendo. «Ahora el Príncipe de este mundo –Satanás– es arrojado fuera». En la cruz Jesús es Rey (Jn 19,19). Cuando Dios nos da la cruz es para glorificarnos.

«Si muere da mucho fruto». El cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión somos fruto nosotros. Millones y millones de hombres han recibido y recibirán vida eterna por esta entrega de Cristo. El sufrimiento con amor y por amor es fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender en nosotros el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo. «Os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure» (Jn 15,16).

«Atraeré a todos hacia mí». Cristo crucificado atrae irresistiblemente las miradas y los corazones. Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad. Mediante la cruz ha sido constituida fuente de vida para toda la humanidad. La cruz es expresión del amor del Padre a su Hijo: «Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). Por eso, Jesús no rehuye la cruz: «Para esto he venido».

DOMINGO DE RAMOS

Se despojó

Fil 2,6-11

El himno de la carta a los filipenses (segunda lectura de la misa del domingo de hoy) resume todo el misterio de Cristo que vamos a celebrar estos días de la Semana Santa.

«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Estas son las disposiciones más profundas del Hijo de Dios hecho hombre. Justamente lo contrario de Adán, que siendo una simple creatura quiso hacerse igual a Dios (Gén 3,5). Justamente lo contrario de nuestras tendencias egoístas, que nos llevan a enalte-cernos a nosotros mismos y a dominar a los demás (Mc 10,42). Pero Jesús se despojó. Prefirió recibir como don la gloria a la que tenía derecho por ser el Hijo. Prefirió hacerse esclavo de todos siendo el Señor de todos (Jn 13,12-14).

«Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Es preciso contemplar detenidamente esta tendencia de Cristo a la humillación. Lo de menos es el sufrimiento físico –aun siendo atroz–. Lo más impresionante es el sufrimiento moral, la humillación: Jesús es ajusticiado como culpable, pasa a los ojos de la gente como un malhechor. Más aún, pasa a los ojos de la gente piadosa como un maldito, uno que ha sido rechazado por Dios, pues dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3,13).

«Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre». Precisamente «por eso», por humillarse. Jesús no busca su gloria (Jn 8,50). No trataba de defenderse ni de justificarse. Lo deja todo en manos del Padre. El Padre se encargará de demostrar su inocencia. El Padre mismo le glorificará. He aquí el resultado de su humillación: el universo entero se le somete, toda la humanidad le reconoce como Señor. La soberbia de Adán –y la nuestra–, el querer ser como Dios, acaba en el absoluto fracaso. La humillación de Cristo acaba en su exaltación gloriosa. En Él, antes que en ningún otro, se cumplen sus propias palabras: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12).

Mc 11,1-10

En el pórtico de la Semana Santa el Domingo de Ramos presenta la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (Mc 11,1-11). El texto muestra a un Jesús que prevé y domina los acontecimientos totalmente, precisamente cuando encara directamente el camino de la pasión. Marcos, que había custodiado cuidadosamente en silencio la identidad de Jesús para evitar confusiones, manifiesta ahora a Jesús aclamado abiertamente como Mesías –«bendito el reino que llega, el de nuestro padre David»–. Sin embargo, no es un Mesías guerrero que aplasta a sus enemigos por la fuerza de las armas, sino el Mesías humilde que trae el gozo de la salvación el la debilidad –montado en un borrico: ver Zac 9,9–.

La Pasión

Mc 14-15

También en el domingo de Ramos de este ciclo B se proclama el relato de la Pasión según san Marcos (Mc 14-15). El evangelista no disimula los contrastes de un acontecimiento que resulta desconcertante: la cruz es escándalo (14,27) al tiempo que revela perfectamente al Hijo de Dios (15,39). Jesús ha aceptado plenamente el plan del Padre (14,21-41) en una obediencia absolutamente dócil y filial («Abba»: 14,36). En la escena central del relato –al ser interrogado por el Sumo Sacerdote– Jesús confiesa su verdadera identidad (14,61-62): es el Mesías, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre –es decir, el Juez escatológico–. A diferencia de Pedro, que reniega de Jesús para salvar su piel (14,66-72), Jesús confiesa en absoluta fidelidad, sabiendo que esta confesión le va a llevar a la cruz (14,63-64). Paradójicamente, en el momento de mayor humillación –cuando agoniza y expira– es cuando manifiesta plenamente quién es (15,39). Pero para conocerle y aceptarle como Hijo de Dios en el colmo de su humillación es necesaria la fe que se somete al misterio: frente a la reacción de los discípulos, que huyen abandonando a Jesús (14,50), la única actitud válida ante lo chocante y desconcertante de la Pasión es el acto de fe del centurión (15,39).

Misterio desconcertante

Frente al relato de la pasión, hemos de evitar ante todo la impresión de algo «sabido». Es preciso considerar, uno por uno, los indecibles sufrimientos de Cristo. En primer lugar, los sufrimientos físicos: latigazos, corona de espinas, crucifixión, desangramiento, sed, descoyuntamiento... Pero más todavía los interiores: humillación, burlas y desprecios, abandono de los discípulos y amigos, contradicciones, injusticia clamorosa... Basta pensar en nuestro propio sufrimiento ante cualquiera de estas situaciones. Pero lo más duro de todo, la sensación de abandono por parte del Padre; aunque Jesús sabía que el Padre estaba con Él, quiso experimentar en su alma ese abandono de Dios que siente el hombre pecador.

San Marcos nos sitúa ante la pasión como un misterio desconcertante. El que así sufre y es humillado es el mismo Hijo de Dios. Esto es algo que sobrepasa nuestra mente y choca contra nuestra lógica humana. Al considerar los sufrimientos de Cristo, hemos de evitar quedarnos en la mera conmoción sensible, contemplando en este hombre al Hijo eterno de Dios. Para ello es necesaria la fe del centurión (Mc 15,39), que nos hace entrar en el misterio, oscuro y luminoso a la vez.

La meditación de la pasión desde la fe arroja luz sobre nuestra vida de cada día. El sufrimiento no es una muralla, sino una puerta. Cristo no ha venido a eliminar nuestros sufrimientos, lo mismo que Él no ha bajado de la cruz cuando se lo pedían; ha venido a darles sentido, transfigurándolos en fuente de fecundidad y de gloria (Rom 8,17; 2Cor 4,10s; Fil 3,10s; 1Pe 4,13). Por eso, el cristiano no rehuye el sufrimiento ni se evade de él, sino que lo asume con fe; la prueba no destruye su confianza y su ánimo, sino las proporciona un fundamento más firme (Rom 5,3; St 1,2-4; Heb 12,7; He 5,41). Para quien ve la pasión con fe, la cruz deja de ser locura y escándalo y se convierte en sabiduría y fuerza (1Cor 1,22-25).

La Pasión según San Marcos

El relato de la Pasión ocupa en cada evangelio un lugar importante y extenso. Desde el principio, la Iglesia ha considerado la Pasión como una luz y un tesoro y ha proclamado estos hechos (Jn 21,24) como fuente y fundamento de su fe. Por un lado, la Pasión da a conocer quién es Cristo y atestigua su autenticidad divina; por otro, la Pasión ilumina la existencia de los hombres, llena de sufrimientos y dolores.

Desconcierto y fe

Al relatarnos la Pasión de Jesús, cada evangelista lo hace desde una perspectiva propia e insistiendo en determinados aspectos. San Marcos proclama la realización desconcertante del designio de Dios. Expone los hechos en su cruda realidad, con la vivacidad de un testigo. No disimula nada, más bien relata los contrastes: la cruz es escandalosa, al tiempo que revela al Hijo de Dios.

De hecho, ante una situación que es «escándalo» y «locura» (1Cor 1,23), la reacción de los discípulos es de desconcierto: «abandonándole huyeron todos» (14,50), según había predicho el mismo Jesús: «todos os vais a escandalizar» (14,27). Ante lo chocante de la Pasión, la única actitud válida es la del centurión (15,39): un acto de fe que se somete al misterio.

El prendimiento de Jesús

San Marcos narra los hechos con un estilo directo y brusco: «se presenta Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos» (14,43). Jesús es apresado. Una palabra suya subraya la anomalía de la situación: «como contra un salteador habéis venido a prenderme con espadas y palos» (14,48). Todos le abandonan y huyen. El evangelista subraya lo que la escena tiene de sorprendente. Sólo de paso se indica la clave que explica esta situación desconcertante: «es para que se cumplan las Escrituras» (14, 49).

Proceso judío

Después del prendimiento, Jesús es remitido a las autoridades de su pueblo. El evangelista indica cómo la orientación del interrogatorio está fijada desde el principio: buscan «dar muerte a Jesús» (14,55). Pero esta intención es contraria con los hechos: no encuentran ningún cargo verdadero contra Jesús. Finalmente, cuando el sumo sacerdote la pregunta si es el Mesías, el Hijo del Bendito, Jesús declara solemnemente que sí: el interrogatorio, en vez de establecer la culpabilidad de Jesús, revela su suprema dignidad.

Sin embargo, esta revelación de su verdadera personalidad no encuentra eco positivo; en vez de rendirle homenaje, le llaman blasfemo y reo de muerte (14,64), se burlan de Él (14,65), el más ardiente de sus discípulos le niega (14, 66-72), le atan como un malhechor para entregarlo a Pilato (15,1). Vistos desde el exterior, los hechos parecen contradecir la declaración solemne de Jesús.

Proceso romano

Al llamar a Jesús «rey de los judíos» (15,2.9.12), sus enemigos traspasan al plano político la dignidad del Mesías, lo cual deforma burdamente la declaración de Jesús (es Rey en otro sentido: Jn 18,33-38).

Ante Pilato, san Marcos sigue resaltando lo chocante: son los judíos quienes se encarnizan contra el Rey de los judíos (15,3-5), mientras que Él calla y no responde; por otro lado, es puesto en comparación con un sedicioso homicida (15,7) y condenado no habiendo cometido ningún crimen (15,14).

El Calvario: de las tinieblas brota la luz

El «Rey de los judíos» recibe un manto de púrpura, una corona y homenajes; pero la corona es de espinas y los homenajes son burlas y golpes (15,17-20). En la cruz es reconocido como «Rey de los judíos», pero los hechos contradicen esta dignidad: desnudez completa (15,24), humillación suprema –dos bandidos como asesores–, impotencia del ajusticiado que debe morir.

Todo son burlas, pues los hechos no cuadran con las pretensiones atribuidas a Jesús. Desde el punto de vista humano debería bajar de la cruz (15,30.32), escapando de la muerte y destruyendo a sus adversarios; de esa manera se podría creer en Él (15,32). El evangelista sabe que esta manera de ver las cosas es falsa, pero la deja expresar con toda su crudeza chocante sumergiéndonos así en la oscuridad del misterio.

 

SEMANA SANTA

 

JUEVES SANTO

Hasta el extremo

Ex 12,1-14; 1Cor 11,23-26; Jn 13,1-15

«Los amó hasta el extremo». Estas palabras son la clave para entender el triduo pascual, la pasión y muerte de Jesús, la eucaristía... Todo ello es expresión y realización de ese amor hasta el extremo que lo ha dado todo sin reservarse nada, que se ha hecho esclavo por nosotros. Es ese amor el que está presente en cada misa y en cada sagrario: ¿cómo es posible la rutina o el aburrimiento?, ¿cómo permanecer indiferente ante ese amor que sobrepasa toda medida?

«Es la Pascua, el Paso del Señor». En cada misa es Cristo mismo quien pasa junto a nosotros, quien desea entrar –si le dejamos– para quedarse con nosotros. Pasa Cristo para hacernos pasar con Él de este mundo al Padre. Si la vivo bien, cada misa me introduce más en Dios, en su seno y en su corazón. La misa me introduce en el cielo, aunque siga viviendo aún sobre la tierra.

«Haced esto en memoria». Estas palabras son el encargo de perpetuar la eucaristía en el tiempo y el espacio. Pero no sólo. Incluyen el mandato de vivir la misa, de hacer presente en nuestra vida todo lo que ella es y significa: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». La misa nos hace esclavos de nuestros hermanos y nos impulsa a amarlos hasta el extremo. «Él dio la vida por nosotros: también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16).

VIERNES SANTO

Mirar al Crucificado

Jn 18-19

«Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». Todo el relato de la pasión según san Juan –especialmente el prendimiento y el diálogo con Pilatos– manifiesta la soberanía y majestad de este Jesús que había dicho: «Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). Verdaderamente Jesús reina desde la cruz. Ahora se cumple lo que Él mismo había anunciado: «Yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La multitud inmensa de los redimidos es fruto de esta eficaz atracción del Crucificado.

«Está cumplido». Jesús ha llevado a cabo perfectamente la obra que el Padre le encomendó (Jn 17,4). Ha realizado el plan del padre, ha cumplido las Escrituras, nada ha quedado a medias. La redención es un hecho consumado y sólo falta que cada hombre acepte dejarse bañar por su sangre y acuda a beber el agua que brota de su costado abierto. En Cristo estamos salvados.

«Mirarán al que atravesaron». Si los que miraban la serpiente de bronce en el desierto quedaban curados (Nm 21,4-9), ¡cuánto más los que miran con fe al Hijo de Dios crucificado! (Jn 3,14-15). San Juan nos invita a esa mirada contemplativa llena de fe. Esta mirada de fe permite que se desencadene sobre nosotros el infinito amor salvador que se encuentra encerrado en el corazón del Redentor traspasado por nuestros pecados.

VIGILIA PASCUAL

Ha resucitado

Rm 6,3-11; Sal 117; Mt 28,1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-12

«HA RESUCITADO». Así, con mayúsculas, aparece en el Leccionario. Esta palabra es común a los tres sinópticos y aparece por tanto en los tres ciclos. Es la noticia. La Iglesia vive de ella. Millones de cristianos a lo largo de veinte siglos han vivido de ella. Es la noticia que ha cambiado la historia: el Crucificado vive, ha vencido la muerte y el mal. Es el grito que inunda esta noche santa como una luz potente que rasga las tinieblas. ¿En qué medida vivo yo de este anuncio? ¿En qué medida soy portavoz de esta noticia para los que aún no la conocen?

«Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios». La resurrección de Cristo es también la nuestra. Él no sólo ha destruido la muerte, sino también el pecado, que es la verdadera muerte y causa de ella. La resurrección de Cristo es capaz de levantarnos para hacernos llevar una vida de resucitados. Ya no somos esclavos del pecado. Podemos vivir desde ahora en la pertenencia a Dios, como Cristo. Podemos caminar en novedad de vida.

«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Las lecturas del A.T. son una síntesis de la historia de la salvación, que culmina en Cristo. El Resucitado es la clave de todo. Todo se ilumina desde Él. Sin Él, todo permanece confuso y sin sentido. ¿Le permito yo que ilumine mi vida? ¿Soy capaz de acoger la presencia del Resucitado para entender toda mi vida como historia de salvación?

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Las hazañas del Señor

Sal 117

«No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor». Podemos escuchar en labios de Jesús resucitado estas palabras del salmo responsorial. El Padre ha querido que pasase por la muerte. Pero ahora ya vive. Vive para siempre. Cristo resucitado es «el que vive» (Ap 1,18), el viviente por excelencia, el que posee la vida y la comunica a su alrededor.

Vive en su Iglesia. Y vive «para contar las hazañas del Señor». Desde el día de su resurrección proclama a los hombres, a sus discípulos, las maravillas que el Padre ha realizado con Él resucitándole. Cristo resucitado testimonia en su Iglesia la gloria que el Padre le ha dado, el gozo infinito que le inunda, el poder que ha recibido de su Padre constituyéndole Señor de todo y de todos. Para toda la eternidad Cristo es el Testigo más perfecto de las hazañas del Señor, del poder y del amor que el Padre ha derrochado en Él resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha (Ef 1,19-21).

«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». El despreciado, el humillado, el crucificado es ahora fundamento de todo. Cristo resucitado es y será para siempre el que da sentido a cada hombre, a cada sufrimiento, a cada esfuerzo, a la Historia entera. Sólo en Él la vida cobra consistencia y valor, pues «no se nos ha dado otro Nombre en el que podamos salvarnos» (He 4,12). Todo lo construido al margen de esta piedra angular se desmorona, se hunde. Ser cristiano es vivir cimentado en Cristo (Col 2,7), apoyado totalmente y exclusivamente en Él.

«Este es el día en que actuó el Señor». La resurrección de Cristo es la gran obra de Dios, la maravilla por excelencia. Mayor que la creación y que todos los prodigios realizados en la antigüedad. Hemos de aprender a admirarnos de ella. Hemos de aprender a gozarnos en ella: «sea nuestra alegría y nuestro gozo». La resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra alegría. «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente», pues es un acontecimiento humanamente inexplicable. Pero un acontecimiento que sigue presente y activo en la Iglesia, pues la resurrección de Cristo no ha cesado de dar fruto. Hoy sigue siendo el día en que el Señor actúa...

La gran noticia

Jn 20,1-9

Lo mismo que a las mujeres la mañana de Pascua, la Iglesia nos sorprende hoy con la gran noticia: el sepulcro está vacío. Cristo ha resucitado. El Señor está vivo. El mismo que colgó de la cruz el viernes santo. El mismo que fue encerrado en el sepulcro. ¿Soy capaz de dejarme entusiasmar con esta noticia?

«Vio y creyó». La resurrección de Cristo es el centro de nuestra fe. Nosotros no creemos en ideas, por bonitas que sean. Nuestra fe se basa en un acontecimiento: Cristo ha resucitado. Nuestra fe es adhesión a una persona viva, real, concreta: Cristo el Señor. Y la Pascua nos ofrece la posibilidad de un encuentro real con el Resucitado y de la experiencia de su presencia en nuestra vida.

Los discípulos corrían. Este apresuramiento significa mucho. Es, ante todo, el deseo de ver al Señor, a quien tanto aman. Es el deseo de comprobar con sus propios ojos que, efectivamente, el sepulcro está vacío, que la muerte ha sido vencida y no tiene la última palabra. Es el entusiasmo de quien sabe que la historia ha cambiado, que la vida tiene sentido. Es la alegría de quien tiene algo que decir, de quien quiere transmitir una gran noticia a los demás. La resurrección de Cristo no nos deja adormecidos. Es la noticia que nos sacude y nos pone en movimiento. Nos hace testigos y mensajeros del acontecimiento central de toda la historia de la humanidad.

 

TIEMPO PASCUAL

DOMINGO II DE PASCUA

Jn 20,19-31

Durante el tiempo pascual desaparece el evangelio de Marcos y sólo volvemos a encontrarlo en la solemnidad de la Ascensión del Señor (Mc 16,15-20). En realidad la ascensión-entronización queda narrada en un breve versículo (el 19). Sin embargo, es significativo que este hecho quede enmarcado entre el mandato misionero universal (vv. 15-18) y la constatación de su cumplimiento (v. 20): Cristo, el Señor glorificado, ejerce su señorío invisible en la acción visible de su Iglesia que evangeliza –«actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos»–.

¡Señor mío y Dios mío!

«Recibid el Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había prometido. «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18), ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37), se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo.

«Señor mío y Dios mío». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto»; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos (Lc 24,13ss). Y adoración, porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.

«Se llenaron de alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su promesa: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16,22). ¿Vivo mi relación con Cristo como la única fuente del gozo autentico y duradero?

DOMINGO III DE PASCUA

Presencia de Dios que lo llena todo

Lc 24,35-48

«Se presentó Jesús en medio de sus discípulos». Jesús resucitado está presente en medio de los suyos, en medio de su Iglesia. Está presente en los sacramentos: es Él quien bautiza, es Él quien perdona los pecados... Está presente de manera especial en la Eucaristía, entregándose por amor a cada uno con su poder infinito. Está presente en los hermanos, sobre todo en los más pobres y necesitados. Está presente en la autoridad de la Iglesia... La vida cristiana no consiste en vivir unas ideas, por bonitas que fueran. El cristiano vive de una presencia que lo llena todo: la presencia viva de Cristo resucitado. Y el tiempo de Pascua nos ofrece la gracia para captar más intensamente esta presencia, para acogerla sin condiciones, para vivir de ella.

«Creían ver un fantasma...» Aun creyendo en la Resurrección del Señor, pueden asaltarnos las mismas dudas que a los discípulos. Como a Jesús resucitado no le vemos, podemos tener la impresión de algo poco real, algo ilusorio, como si fuera un fantasma, una sombra. Pero también a nosotros nos repite: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona». Nos remite a las huellas de su pasión. Verdaderamente padeció, verdaderamente murió, verdaderamente ha resucitado. Es Él en persona. El mismo que recorrió los caminos de Palestina, que predicó, que curó a los enfermos... El Resucitado es real. Vive de veras. Y mantiene su realidad humana. El tiempo de Pascua conlleva la gracia para conocer con más hondura la belleza de la realidad humana del Señor a la vez que su grandeza divina.

«Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Sin Cristo la Biblia es un libro sellado, imposible de entender. Como a los primeros discípulos, también a nosotros Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender. Él es el Maestro que sigue explicándonos las Escrituras. Pero lo hace como Maestro interior, porque nos enseña e ilumina por dentro. Sólo podemos entender la Escritura si la leemos en presencia del Resucitado y a su luz. Sólo escuchándole a Él en la oración, sólo invocando su Espíritu, la Biblia deja de ser letra muerta y se nos ilumina como palabra de vida y salvación.

Soy yo en persona

Lc 24,35-48

«Soy yo en persona». También a nosotros, como a los discípulos del evangelio, pueden surgirnos dudas y pensar que Cristo es una idea, un fantasma, algo irreal. Pero Él nos asegura: «Soy yo mismo». No hay motivo para la duda o la turbación. Como entonces, también hoy Cristo se pone en medio de nosotros para infundirnos la certeza de su presencia. Más aún, quiere hacernos tener experiencia de ella al comer con nosotros. La eucaristía es contacto real con el Resucitado.

Las Escrituras iluminan el sentido de la pasión y muerte de Cristo. También a nosotros Cristo Resucitado nos remite y nos lleva a las Escrituras; ellas dan testimonio de Él, pues ellas contienen el plan eterno de Dios. Y lo mismo que ilumina los sufrimientos de Cristo, la Palabra de Dios nos da el sentido de todos los acontecimientos dolorosos y a primera vista negativos de nuestra existencia. Es necesario acudir a ella en busca de luz. Pero también pedir a Cristo que –como a los apóstoles– abra nuestra mente para comprender las Escrituras.

«Vosotros sois testigos». El encuentro con el Resucitado nos hace testigos, capaces de dar a conocer lo que hemos experimentado. Si de verdad nos hemos encontrado con el Resucitado, tendremos que repetir lo que los apóstoles: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (He 4,20). En cambio, si no tenemos experiencia de Cristo, nuestra palabra será trompeta que hace ruido pero es inútil; sonará a hueco.

DOMINGO IV DE PASCUA

Hch 4,8-12; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18

Amor que da la vida

«El Buen Pastor da la vida por las ovejas». Da la vida. No sólo la dio. La da continuamente. Jesús Resucitado permanece eternamente en la actitud que le llevó a la muerte. Ahora ya no muere. No puede morir. Pero el amor que le llevó a dar la vida es el mismo. Y eso continuamente. Instante tras instante Cristo es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, que da su vida por mí. Su amor «hasta el extremo», el que le llevó hasta la cruz, ha quedado eternizado mediante la resurrección. Su vida de resucitado es un acto continuo, perfecto y eficaz de amor a su Padre y de amor a los hombres, a cada uno de todos los hombres. Él mismo es el Amor que da la vida.

«Por su nombre se presenta éste sano ante vosotros». Su entrega es eficaz. Su amor es capaz de transformar. Al morir por nosotros nos sana. Al entregar su vida engendra vida. Es el nombre de Jesucristo nazareno el único capaz de salvar totalmente, definitivamente. La acción del Buen Pastor una vez resucitado se caracteriza por la fuerza, por la energía salvadora. La Resurrección pone de relieve que el amor del Buen Pastor no era inútil o estéril, sino muy eficaz. Las conversiones y sanaciones realizadas por medio de los Apóstoles lo atestiguan.

«¡Somos hijos de Dios!» También en esto se manifiesta la fuerza de la Resurrección. En su victoria, Cristo nos arrastra a vivir su misma vida de Hijo, su misma relación con el Padre. Somos hijos en el Hijo. En Cristo somos hijos de Dios. En la Vigilia Pascual hemos renovado las promesas de nuestro bautismo y el mejor fruto de la Pascua es un acrecentamiento de la vivencia de nuestro ser hijos de Dios.

Confianza plena

Jn 10,11-18

A la luz de la Pascua, el evangelio de hoy nos invita a contemplar al Resucitado como Buen Pastor. Cristo Resucitado continúa presente en su Iglesia, camina con nosotros. Conduce a su Pueblo: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Y como Buen Pastor es el Señor de la historia, que domina y dirige todos los acontecimientos: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Nuestra reacción no puede ser otra que la confianza plena: «El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 23).

Y es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas. La resurrección nos grita el valor y la eficacia de la sangre de Cristo que nos ha redimido. Nosotros somos fruto de la entrega de Cristo. A diferencia del asalariado, a Cristo le importan las ovejas, porque son suyas; por eso da la vida por ellas. Y ahora, ya resucitado y glorioso, sin derramamiento de sangre, Cristo vive en la misma actitud de entrega. Ahora le importamos todavía más, porque nos ha comprado con su sangre (Ap 5,9).

Más aún, Cristo Buen Pastor no sólo da la vida por nosotros, sino que nos enseña y nos impulsa también a nosotros a dar la vida. La resurrección nos habla con fuerza de que la vida se nos ha concedido para darla, de que vale la pena gastar la vida para que los demás tengan vida eterna, de que el que pierde su vida ese es el que de verdad la gana. Dando la vida colaboramos a que las ovejas que son de Cristo pero no están en su redil escuchen su voz de Buen Pastor, entren en su redil, se sientan amados por Él y experimenten que Él repara sus fuerzas y sacia su sed.

DOMINGO V DE PASCUA

Permaneced en Mí

Jn 15,1-8

«Permaneced en mí». Este mandamiento de algún modo resume toda la vida y actividad del cristiano. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo (Rom 6,5). Como la vida del sarmiento depende de su unión a la vid, la vida del cristiano depende de su unión a Cristo. Nuestra relación con Cristo no es a distancia. Vivimos en Él. Y Él vive en nosotros. Por eso Él mismo insiste: «Permaneced en mí». Esta unión continua con Cristo es la clave del crecimiento del cristiano y del fruto que pueda dar. Toda la vida viene de la vid y nada más que de la vid.

«Sin mí no podéis hacer nada». El que comprende de verdad estas palabras cambia por completo su modo de plantear las cosas. Cada acción realizada al margen de Cristo, cada momento vivido fuera de Él, cada palabra no inspirada por Él... están condenados a la esterilidad más absoluta. No sólo se pierde el cuándo se hacen cosas que no viniendo de Cristo no dan ningún fruto. Deberíamos tener horror a no dar fruto, a malgastar nuestra vida, a perder el tiempo.

«... Lo poda para que dé más fruto». Dios desea que demos fruto, y fruto abundante –Jn 15,16–. Para ello es necesario «permanecer en Cristo» mediante la fe viva, la caridad ardiente, la esperanza invencible, mediante los sacramentos y la oración continua, mediante la atención a Cristo y la docilidad a sus impulsos... Pero hay más. Como Dios nos ama y desea que demos mucho fruto, nos poda. Gracias a esta poda cae mucho ramaje inútil que estorba para dar fruto. El sufrimiento, las humillaciones, el fracaso, las dificultades, los desengaños... son muchas veces los instrumentos de que Dios se sirve para podarnos. Gracias a esta poda caen muchas apariencias, nos enraizamos más en Cristo y podemos dar más fruto.

Su misma vida

Jn 15,1-9

El misterio de Cristo y de su Resurrección es de una fecundidad inagotable. Los autores sagrados no encuentran palabras ni imágenes para expresarlo. No hemos de imaginar a Cristo fuera de nosotros. Gracias a su glorificación Él vive en nosotros y nosotros vivimos su misma vida. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo y vivimos su misma vida, lo mismo que los sarmientos tienen la misma vida que reciben de la vid.

Por eso, el mandato de Cristo es muy sencillo: «Permaneced en mí». La vida cristiana, aunque parezca compleja, es en realidad muy simple: se trata de permanecer unidos a Cristo continuamente. En san Juan, permanecer en Cristo supone vivir en gracia, pero no sólo; implica además una relación personal y una intimidad amorosa con Él cada vez más consciente y más continua.

Esto es de una importancia enorme. Y san Juan lo subraya con una lógica y una coherencia implacables: «Lo mismo que el sarmiento separado de la vid se seca y no tiene vida ni da fruto, vosotros separados de mí no podéis hacer nada». Es preciso aprender esta lección de una vez por todas. Nuestro fruto no depende de las cualidades humanas, sino de la unión con Cristo. Dios desea que demos fruto abundante –y en ello es glorificado, y para eso nos poda, para que llevemos más fruto–, pero nuestra fecundidad, nuestro dar fruto en la vida personal, en la Iglesia y en el mundo, está en proporción a nuestra santidad, a nuestra unión con el Señor Resucitado. Sin ella no haremos nada, ni daremos fruto abundante ni duradero; y si los hay, serán frutos aparentes, que se evaporan como la niebla mañanera.

DOMINGO VI DE PASCUA

Permaneced en mi amor

Jn 15,9-17

«Permaneced en mi amor». En esta Pascua Cristo nos ha manifestado más clara e intensamente su amor. Y ahora nos invita a permanecer bajo el influjo de este amor. En realidad podemos decir que toda la vida del cristiano se resume en dejarse amar por Dios. Dios nos amó primero. Nos entregó a su Hijo como víctima por nuestros pecados. Y el secreto del cristiano es descubrir este amor y permanecer en él, vivir de él. Sólo la certeza de ser amados por Dios puede sostener una vida. No sólo hemos sido amados, sino que somos amados continuamente, en toda circunstancia y situación. Y se trata de permanecer en su amor, de no salirnos de la órbita de ese amor que permanece amándonos siempre, que nos rodea, que nos acosa, que está siempre volcado sobre nosotros.

«Amaos unos a otros como yo». Sólo el que permanece en su amor puede amar a los demás como Él. El amor de Cristo transforma al que lo recibe. El que de veras acoge el amor de Cristo se hace capaz de amar a los demás. Pues el amor de Cristo es eficaz. Lo mismo que Él nos ama con el amor que recibe de su Padre, nosotros amamos a los demás con el amor que recibimos de Él. La caridad para con el prójimo es el signo más claro de la presencia de Cristo en nosotros y la demostración más palpable del poder del Resucitado.

«El que ama ha nacido de Dios». Dios infunde en nosotros su misma caridad. Por eso nuestro amor, si es auténtico, debe ser semejante al de Dios. Pero Dios ama dando la vida: el Padre nos da a su Hijo; Cristo se entrega a sí mismo, ambos nos comunican el Espíritu. La caridad no consiste tanto en dar cuanto en darse, en dar la propia vida por aquellos a quienes se ama; y eso hasta el final, hasta el extremo, como ha hecho Cristo y como quiere hacer también en nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El amor de Cristo es de este calibre. Y el amor a los demás que quiere producir en nosotros, también.

Como yo os he amado

Jn 15,9-17

«Yo os he elegido». Nuestra fe, nuestro ser cristiano, no depende primera ni principalmente de una opción que nosotros hayamos hecho. Ante todo, hemos sido elegidos, personalmente, con nombre y apellidos. Cristo se ha adelantado a lo que yo pudiera pensar o hacer, ha tomado la iniciativa, me ha elegido. Ahí está la clave de todo, ahí esta la raíz de nuestra identidad. Y es preciso dejarnos sorprender continuamente por esta elección de Dios, «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).

«Os llamo amigos». Cristo resucitado, vivo y presente, nos llama y nos atrae a su amistad. Ante todo, busca una intimidad mayor con cada uno de nosotros. Nos ha contado todos sus secretos, nos ha introducido en la intimidad del Padre. Y es una amistad que va en serio: la ha demostrado dando la vida por los que eran enemigos (Col 1,21-22) y convirtiéndolos en amigos. A la luz de la Pascua hemos de examinar si nuestra vida discurre por los cauces de la verdadera amistad e intimidad con Cristo o –por el contrario– todavía le vemos distante, lejano. Y si correspondemos a esta amistad con la fidelidad a sus mandamientos.

«Como yo os he amado». Quizá muchas veces meditamos en el amor al prójimo. Pero tal vez no meditamos tanto en la medida de ese amor, en ese «como yo». La medida del amor al hermano es dar la vida por él como Cristo la ha dado, gastar la vida por los demás día tras día. Mientras no lleguemos a eso hemos de considerarnos en déficit. El cristiano nunca se siente satisfecho como si ya hubiera hecho bastante. «El amor de Cristo nos apremia» (2Cor 5,14). Y lo maravilloso es que realmente podemos amar como Él porque este amor «ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Cristo resucitado, viviendo en nosotros nos capacita y nos impulsa a amar «como Él».

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Actuaba con ellos

Mc 16,15-20

El breve texto de san Marcos nos presenta de Jesús como un ser llevado «al cielo», es decir, al lugar propio de Dios, y un «sentarse» a la derecha de Dios. Efectivamente, el misterio de la ascensión significa que el que por nosotros tomó la condición de siervo, pasó por uno de tantos y se humilló hasta la muerte de cruz (Fil 2,6-10), ahora ha sido exaltado, enaltecido, constituido «Señor». Cristo en cuanto hombre se ha sentado en el trono de su Padre (Ap 3,21), ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18) y ha sido constituido Señor del Universo ante el que toda rodilla se dobla.

Sin embargo, ascensión no significa ausencia de Cristo. A renglón seguido de narrar la ascensión de Jesús, san Marcos subraya que «El Señor actuaba con ellos». Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue presente. Y lo manifiesta «cooperando» con la acción de los discípulos. En estas breves palabras queda resumido todo misterio de la Iglesia. Toda acción de la Iglesia –y de cada cristiano en ella– no es algo simplemente humano, sino acción de Cristo a través de ella. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza... Por tanto, todo nuestro empeño ha de ser buscar la sintonía con Cristo para que realice esa cooperación y nuestros actos sean también suyos y tengan un valor inmenso: «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún mayores» (Jn 14,22).

De ahí la importancia de los signos, que indica el evangelio. Los signos manifiestan que la Iglesia es más que palabras, es hechos. Mediante ellos se ve la acción del Señor. Ya no se tratará de coger serpientes en las manos, pero hay que preguntarnos cómo hoy nosotros podemos ser «milagro» –es decir, signo que se ve– para aquellos con los que vivimos.

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Sed del Espíritu

Jn 20,19-23

«Recibid el Espíritu Santo». El gran don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus promesas: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un Espíritu nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos del Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Os infundiré mi Espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,27).

«Sopló sobre ellos». Para recibir el Espíritu hemos de acercarnos a Cristo, pues es Él –y sólo Él– quien lo comunica. Él mismo había dicho: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es preciso acercarnos a Cristo en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para beber el Espíritu que mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo intenso e insaciable. De esta manera, Cristo no nos deja huérfanos (Jn 14,18), pues nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13), que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22).

«Como el Padre me envió, así os envío yo». Jesús afirma al inicio de su ministerio que ha sido «ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «Recibiréis la fuerza del Espíritu y seréis mis testigos» (He 1,8). Jesús nos hace partícipes de la misma misión de anunciar el evangelio que él ha recibido del Padre y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo. El Espíritu nada tiene que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad; es impulso que nos hace testigos enviados, apóstoles.

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Familiaridad con Dios

Mt 18,16-20

A muchos cristianos el misterio de la Trinidad les echa para atrás. Les parece demasiado complicado y prefieren dejarlo de lado. Y sin embargo las páginas del Nuevo Testamento nos hablan a cada paso de Cristo, del Padre y del Espíritu Santo. Ellos son el fundamento de toda nuestra vida cristiana.

Explicar el misterio de la Trinidad no es difícil, es imposible, precisamente porque es misterio. Pero lo mismo que un niño puede tener gran familiaridad con su padre aunque no sepa decir muchas cosas de él, nosotros podemos vivir también en una profunda familiaridad con el Padre, con Cristo, con el Espíritu y tener experiencia de estas Personas divinas. No sólo podemos: estamos llamados a ello en virtud de nuestro bautismo. No es un privilegio de algunos místicos.

Podemos conocer al Padre como Fuente y Origen de todo, Principio sin principio, fuente última y absoluta de la vida, no dependiendo de nadie. El Hijo es engendrado por el Padre, recibe de Él todo su ser: por eso es Hijo; pero el Padre se da totalmente: por eso el hijo es Dios, igual al Padre. Nada tiene el Hijo que no reciba del Padre; nada tiene el Padre que no comunique al Hijo. El ser del Hijo consiste en recibir todo del Padre y el Hijo vuelve al Padre en un movimiento eterno de amor, gratitud y donación. Y ese abrazo de amor entre el Padre y el Hijo es el Espíritu Santo.

«El Espíritu todo lo sondea, incluso lo profundo de Dios» (1Cor 2,10). El Espíritu nos da a conocer a Cristo y al Padre y nos pone en relación con ellos. Las Personas divinas viven como en un templo en el hombre que está en gracia. Estamos habitados por Dios. Somos templo suyo. Vivimos en el seno de la Trinidad. ¿Se puede imaginar mayor familiaridad? Todo nuestro cuidado consiste en permanecer en esta unión.

 

CORPUS CHRISTI

Mc 14,12-16.22-26

 El texto seleccionado incluye los preparativos para la cena, en que Jesús aparece –como en la entrada en Jerusalén– gobernando y dirigiendo los acontecimientos, y el relato de la institución de la Eucaristía, en el que Jesús realiza anticipadamente el gesto de donación de su propia vida que llevará a cabo al día siguiente en la cruz. La mención en el último versículo del camino hacia el monte de los Olivos apunta hacia lo trágicamente real de ese gesto.

Comer nuestra redención

«Esto es mi cuerpo...» Ante todo, la fiesta de hoy nos debe hacer cobrar una conciencia más intensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. El cuerpo significa la persona entera. Cristo está presente con su cuerpo glorioso, con su alma humana, con su personalidad divina. ¿Somos de veras conscientes de que en cada sagrario hay un hombre viviente, infinitamente más real que todos nosotros? ¿Qué me es más real, la presencia de las demás personas humanas o la presencia de Cristo en la Eucaristía? ¿Soy consciente de tener en el Sagrario a Dios con nosotros, a mi disposición, esperándome eternamente?

«...que se entrega por vosotros». Sin embargo, la presencia de Cristo en la Eucaristía no es inerte ni pasiva. Cristo vive apasionadamente en la Eucaristía su amor infinito por nosotros, su entrega sin límites por cada uno. El amor manifestado en la cruz perdura eternamente; no ha menguado; por el contrario, es ahora más intenso. Y se hace especialmente presente y eficaz en cada celebración de la Eucaristía. Y eso «por vosotros y por todos los hombres», por cada uno de todos los hombres, por los que fueron, son y serán.

«...para perdón de los pecados». Cristo sabe muy bien por quién y a quién se entrega; por hombres que son pecadores. Pero para esto ha venido precisamente, para quitar el pecado del mundo. Cristo en la Eucaristía anhela borrar nuestro pecado y hacernos santos. Para eso se ha entregado. Y para eso se queda en la eucaristía, para ser alimento de pecadores. Y nosotros necesitamos acudir con ansia y comer y beber nuestra redención.

SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Lo que trasciende toda filosofía

Os 11,16.3-4.8c-9; Is 12,2-6; Ef 3,8-12.14-19; Jn 19,31-37

«Mirarán al que atravesaron». Desde los apóstoles, todas las generaciones cristianas han descubierto el amor de Dios contemplando a Cristo crucificado. La cruz es la expresión mayor de este amor. Por eso también nosotros somos invitados antes que nada a mirar a Jesús. El apóstol Juan nos enseña este secreto y desea contagiarnos esta mirada contemplativa: para que entendamos hasta qué punto somos amados y aprendamos a amar de una manera semejante.

«Sacaréis aguas con gozo». La tradición cristiana ha entendido que la antigua profecía de Isaías se ha cumplido en Jesús. Al ser traspasado su costado, «salió sangre y agua». Jesús muerto y resucitado se convierte en manantial de vida y salvación. Derrama su Espíritu, su amor, su misma vida. Por eso, el creyente es invitado constantemente a acudir a Él para beber esa agua que sacia su sed y le purifica y para recibir la aspersión de su sangre que le regenera y le embriaga.

«Lo que trasciende toda filosofía». El cristianismo no es una ideología, un simple sistema de verdades y normas. Es una experiencia; consiste en haber encontrado el amor de Cristo y seguir ahondando constantemente en ese mar sin fondo ni riberas. La verdadera sabiduría del cristiano es ese conocimiento experiencial y creciente del amor de Jesús. A él acude sin cesar para beber y saciarse y poder volcarlo en abundancia sobre los demás hombres.

 

TIEMPO ORDINARIO

 

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Después de leer el domingo segundo Jn 1,35-42, que prolonga la manifestación de Jesús en la Epifanía y en la Fiesta del Bautismo, los domingos 3º al 9º presentan a un Jesús que comienza a revelarse mediante diversos signos pero encuentra inmediatamente la obstinación y el rechazo de las autoridades judías.

Manifestación de Dios

Todo el tiempo de Navidad, la liturgia subrayaba el aspecto de manifestación de Jesucristo. Pero en el tiempo de Epifanía se ha intensificado. El Hijo de Dios se ha manifestado al mundo y al mismo tiempo nos manifiesta al Padre. Y es esto lo que subraya la liturgia: una verdadera teofanía de la Trinidad. El cielo rasgado pone al descubierto el misterio de Dios. Jesús se revela como Hijo del Padre y Ungido del Espíritu. El Padre manifiesta su complacencia en el Hijo muy amado.

Más significativo todavía es que toda esta grandeza de Cristo se manifiesta en su humillación. A Jesús el bautismo no le hace Hijo de Dios, porque lo es desde toda la eternidad como Verbo, y como hombre desde el instante de su concepción. Al bautizarse se pone en situación de profunda humillación: pasa por un pecador más que busca purificación. Pero es precisamente en esa situación objetiva de humillación donde se revela lo más alto de su divinidad: un aspecto que no deberíamos olvidar del misterio de Navidad, que tiene consecuencias incalculables para nuestra vida. No brillamos más por el brillo humano o por el aplauso de los hombres, sino por participar del camino de humillación de Cristo.

En la celebración eucarística se hace presente para nosotros el misterio que celebramos. Tocamos el misterio y el misterio nos transforma. Si vivimos la liturgia, si la celebramos con fe profunda, va creciendo en nosotros el conocimiento de Dios, Él va irradiando en nosotros la luz de su gloria (2Co 4,6) y vamos siendo transformados en su imagen, vamos reflejando su gloria (2Co 3,18). Si de veras vivimos la liturgia, vamos siendo transfigurados, vamos siendo convertidos en teofanía también nosotros...

Una experiencia contagiosa

Jn 1,35-42

«Este es el Cordero de Dios». Todo empieza con un testimonio. La fe de los discípulos y el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y sobre todo con la vida.

«Venid y lo veréis». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por Jesús; sienten un fuerte atractivo por Él. Por eso le siguen. Jesús no les da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día entero y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«hacia las cuatro de la tarde»–. También nosotros somos invitados a hacer esta experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. Venid y lo veréis. «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).

«Lo llevó a Jesús». La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado con Cristo se convierte también él en testigo. Pero no pretende que los demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol: «Hemos encontrado al Mesías». Y lo llevó a Jesús.

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO

El domingo tercero (1,14-20) presenta la predicación inicial de Jesús y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús –«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que Jonás (1ª lectura: Jon 3,1-5.10) son enviados a convertir a los hombres a Cristo: «convertíos y creed».

Hambre de eternidad

1Cor 7,29-31

«El momento es apremiante». Después de haber celebrado la venida del Hijo de Dios a este mundo, esta frase se entiende mejor. Después del nacimiento de Cristo nada puede ser igual. Él lo ha transformado todo, la razón de ser de todo, el único punto de referencia válido para todo.

La frase de san Pablo «el momento es apremiante» está en dependencia de la del mismo Jesús en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo, se ha acercado el Reino de Dios». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra existencia un todo de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente mayor de lo que imaginamos...

«La apariencia de este mundo se termina». Sería lamentable que siguiéramos viviendo de apariencias, de mentiras... La Navidad debe haber dejado en nosotros una sed incontenible de realidad, de vivir en la verdad. No sigamos engañándonos a nosotros mismos. Llamemos las cosas por su nombre. No sigamos viviendo como si lo real fuera lo de aquí abajo. Al contrario, lo de aquí es pasajero, muy pasajero.

Lo real es eterno, lo definitivo. Cristo ha venido para que nuestra vida tenga un valor y un peso de eternidad. Hemos de tener hambre de eternidad. Hemos de saber vivir de lo eterno. «Somos ciudadanos del cielo» (Fil 3,20), «aspiremos a los bienes del Cielo (Col 3,1-2). Este es también el sentido de la llamada del Señor en el evangelio: «Convertíos, creed la Buena Nueva, está cerca el Reino de Dios.

Venid conmigo

Mc 1,14-20

«Se ha cumplido el tiempo». Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). Con la venida de Cristo estamos en la plenitud de los tiempos. El Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla. Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «Cuántos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron». Pero la presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por eso, Jesús añade a continuación: «Convertíos». La presencia de Cristo exige una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo necesario para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se establezca en nosotros.

«Creed la Buena nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». La presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una buena noticia. La llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia? Cada vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación? ¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda, me advierte o me aconseja?

«Venid conmigo». Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él, seguirle. San Marcos nos presenta al principio del todo, la llamada de Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros; sin embargo, ellos le siguen «inmediatamente», dejando todo, incluso el trabajo y el propio padre. La conversión que pide Jesús al principio del evangelio de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo!

DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO

El cuarto domingo nos sitúa ante la fascinación irresistible de la palabra de Jesús (1,21-28). Es una palabra como la de Yahvé: eficaz, que «dice y hace»; tiene, sobre todo, poder y autoridad, que se manifiesta expulsando a los demonios con la sola palabra. Por eso no es sólo un profeta, sino el profeta que habla en nombre de Dios hasta el punto de que Dios pide cuentas al que no le escucha (1ª lectura: Dt 18,15-20). Demuestra así con los hechos que es real su proclamación de que ha llegado el Reino de Dios (1,15).

Un corazón poseído por Cristo

1Cor 7,32-35

El texto de la primera carta a los corintios en la segunda lectura de hoy es uno de esos que choca a primera vista, porque da la impresión de que san Pablo no valorase el matrimonio. Sin embargo no hay tal, porque en el mismo capítulo indica que «cada cual tiene de Dios su gracia particular» (7,7), unos el celibato y otros el matrimonio, e insiste en que cada uno debe santificarse en el estado al que Dios le ha llamado (7,17), casado o célibe.

Supuesto eso, hace una llamada especial al celibato como un estado de especial consagración. Y da las razones: el célibe se preocupa exclusivamente de los asuntos del Señor, busca únicamente contentar el Señor, vive consagrado a Él en cuerpo y alma, se dedica al trato con Él con corazón indiviso.

Con ello traza las líneas maestras de esta preciosa vocación dentro de la Iglesia. Resaltar el celibato no quiere decir despreciar el matrimonio. Pero la Iglesia siempre ha apreciado como un don singular de Cristo la virginidad consagrada a Él. La virginidad testimonia belleza de un corazón poseído sólo por Cristo Esposo. Manifiesta al mundo el infinito atractivo de Cristo, el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45,3), y la inmensa dicha de pertenecer sólo a Él. Grita el que quiera entender que Cristo basta, que Cristo sacia plenamente los más profundos anhelos del corazón humano.

Por lo demás, la vocación a la virginidad o al celibato no es una cuestión privada. Existe en la Iglesia y para la Iglesia. Es un don de Cristo a su Esposa la Iglesia. El testimonio de los célibes debe recordar a los que tienen mujer que vivan como si no la tuvieran (7,29), que la apariencia de este mundo pasa (7,31) y que en el mundo futuro ni ellos ni ellas se casarán (Lc 20,34-35). El celibato debe testimoniar palpablemente que Cristo se quiere dar del todo a todos. Por ello el Papa puede afirmar que los esposos «tienen derecho» a esperar de las personas vírgenes el testimonio de la fidelidad plena a su vocación (FC 16).

Asombro y admiración

Mc 1,21-28

«Cállate y sal de él». Los evangelistas tienen mucho interés en presentar a Jesús curando endemoniados y expulsando demonios. Quieren resaltar el dominio de Jesús sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte; pero sobre todo ponen de relieve que Jesús ha vencido a Satanás, que –directa o indirectamente– es la causa de todo mal. Ningún mal tiene poder sobre el cristiano adherido a Cristo, pues todo está sometido a Cristo: «¡Veía a Satanás caer como un rayo!» (Lc 10,18). Frente al mal en todas sus manifestaciones, Dios es el Dios de la vida. «Si echo los demonios con el dedo de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20). Y también al discípulo de Cristo se someten incluso los demonios (Mc 16,17).

«Quedaban asombrados». Con breves pinceladas, san Marcos nos pinta el poder de Jesús. Desde el principio de su evangelio pretende presentarnos la grandeza de Cristo, que produce asombro a su paso en todo lo que hace y dice. Y la Iglesia nos presenta a Cristo para que también nosotros quedemos admirados. Pero para admirar a Cristo, hace falta antes que nada mirarle y tratarle. Y es sobre todo en la oración y en la meditación del evangelio donde vamos conociendo a Jesús. Por lo demás, también la vida del cristiano de-be producir asombro y admiración. Mi vi-da, ¿produce asombro con la novedad del evangelio o pasa sin pena ni gloria?

«Enseñaba con autoridad». Jesús no da opiniones. Enseña la verdad eterna de Dios. Por eso habla con seguridad. Y, sobre todo, su palabra tiene poder para realizar lo que dice. Si escuchamos la palabra de Cristo con fe, esa palabra nos transforma, nos purifica, crea vida en nosotros, porque «es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb 4,12).

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO

El domingo quinto  nos lleva a contemplar a un Jesús que salva a todo el hombre –curación de enfermos en su cuerpo y sanación de endemoniados en su espíritu– y a todos los hombres –las multitudes que acuden a Él–. De ese modo levanta de su postración y abatimiento –a la suegra de Pedro «la cogió de la mano y la levantó»– a los hombres que bajo el peso del mal ven pasar sus días como un soplo y consumirse sin dicha y sin esperanza –personificados en Job 7,1-4.6-7–.

¡Ay de mí si no evangelizo!

1Cor 9,16-19.22-23

 «¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!». Estas palabras de san Pablo son para todos. Anunciar el evangelio es un deber, una obligación que incumbe a todo cristiano. Todo bautizado es hecho profeta para proclamar ante el mundo las hazañas maravillosas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz admirable. Todo cristiano es un apóstol, un enviado de Cristo en el mundo. Para anunciar el evangelio no hace falta subir a un púlpito. Podemos hablar de Cristo en casa y por la calle, a los vecinos y a los compañeros de trabajo, con nuestra palabra y con nuestra vida. ¡Pero es necesario que lo hagamos! No podemos seguir pensando que es tarea sólo de los sacerdotes. ¿Cómo puede creer la gente sin que alguien les hable de Cristo? (Rom 10,14). Esta es la maravillosa y sublime misión que nos encarga el Señor.

«Me he hecho todo a todos para ganar, como sea, a algunos». ¡Admirable testimonio de san Pablo! Hacerse todo a todos significa renunciar a sus costumbres, a sus gustos, a sus formas... Y todo para que se salven, para llevarles al evangelio. Exactamente lo que hizo el mismo Cristo, que se despojó de su rango y se hizo uno de nosotros para hablarnos al modo humano, con palabras y gestos que pudiéramos entender. A la luz de esto, nunca podemos decir que hemos hecho bastante para llevar a los demás a Cristo. Un rasgo esencial del evangelizador es este amor ardiente a los hombres que le lleva a despojarse de sí mismo para darles a Cristo.

«...Sin usar el derecho que me da la predicación de esta Buena Noticia». San Pablo reconoce que el que predica tiene derecho a vivir el evangelio (v. 14). Sin embargo, gustosamente ha renunciado a este derecho, no recibiendo nada de los corintios y trabajando con sus propias manos, «para no crear obstáculo alguno al evangelio» (v. 12). El que anuncia el evangelio debe dar testimonio de absoluto desinterés, renunciando incluso a lo justo y a lo necesario. Sólo así podrá ser testigo creíble de una palabra que anuncia el amor gratuito de Dios. Sin ello el anuncio del evangelio no puede dar fruto. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8-10).

Todos te buscan

Mc 1,29-39

«Todos te buscan». Estas palabras de los discípulos centran la atención en la persona de Jesús. «¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Jesús es la «luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). «En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). Todo hombre ha sido creado para Cristo y todo hombre –aun sin saberlo– busca a Cristo; incluso el que le rechaza, en el fondo necesita a Cristo. Su búsqueda de alegría, de bien, de justicia, es búsqueda de Cristo, el único que puede colmar todos los anhelos del corazón humano. Y el cristiano debe estar cierto de ello para presentar sin temor Cristo a los hombres con obras y palabras.

Es enormemente bello en los evangelios el misterio de la oración de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre vive una continua y profunda intimidad con el Padre. A través de su conciencia humana Jesús se sabe intensamente amado por el Padre. Y su oración es una de las expresiones más hermosas de su conciencia filial. Se sabe recibiéndolo todo del Padre y a Él lo devuelve todo en una entrega perfecta de amor agradecido.

San Marcos nos presenta a Jesús realizando curaciones. De esta manera se expresa mejor que con palabras su poder de salvar del pecado (Mc 2,9-11). Con este evangelio la Iglesia quiere afianzar nuestra fe en este Jesús que es capaz de sanar a un mundo –el nuestro– y a unos hombres –nuestros hermanos y nosotros mismos– profundamente enfermos. Cristo puede hacerlo; la única condición para hacer el milagro es nuestra fe: «¿Crees que puedo hacerlo?» (Mt 9,28).

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

El domingo sexto nos encara con otro acto sumamente revelador de Jesús (1,40-45). Al leproso, que estaba totalmente marginado de la sociedad humana y de la comunidad religiosa (1ª lectura: Lev 13,1-2.44-46), Jesús no sólo no le rechaza, sino que se acerca a él y le toca: de ese modo el que era impuro queda purificado, sanado y reintegrado a la normalidad al ser tocado por el Santo de Dios. Aunque Jesús le impone silencio, el gozo de la salvación es demasiado grande como para seguir callado.

Todo para gloria de Dios

1Cor 10,31-11,1

«Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». El cristiano, consagrado por el bautismo, puede y debe ver todo santamente. El valor de lo que hacemos no está en lo externo, sino en cómo lo hacemos. Cristo en los treinta años de su vida oculta no hizo cosas grandes o vistosas; vivió con un corazón lleno de amor a su Padre y a los hombres las cosas pequeñas e insignificantes. Y esos actos tenían un valor infinito y estaban redimiendo al mundo. Lo mismo nosotros: la vida cotidiana, sencilla y corriente, puede tener un inmenso valor. No esperemos a hacer cosas grandes. Hagamos grande lo pequeño. Todo puede ser orientado a la gloria de Dios. Todo: la comida, la bebida, cualquier cosa que hagamos... Cristo ha asumido todo lo humano y nada debe quedar fuera de la órbita del Señor.

 «No deis motivo de escándalo...» Esta advertencia de san Pablo es también para nosotros. Incluso sin quererlo positivamente, sin darnos cuenta, podemos estar poniendo estorbos para que otros se acerquen a Cristo. Escándalo es todo lo que sirve de tropiezo al hermano o le frena en su entrega al Señor. Nuestra palabra poco evangélica, nuestra conducta mediocre o incoherente, son escándalo para el hermano por el que Cristo murió. Y las palabras de Cristo sobre el escándalo son terribles: «¡Ay del que escandaliza! Más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Mt 18,6).

 «Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo». Sólo la imitación de Cristo no escandaliza. Al contrario, estimula en el camino del evangelio. Cuando vemos a alguien seguir el ejemplo de Cristo, comprobamos que su palabra se puede cumplir y ese ejemplo aviva nuestra esperanza. En cambio, decir una cosa y hacer otra es escandaloso, porque es dar a entender con nuestras obras que el evangelio no se puede cumplir o que estas cosas están bien para decirlas pero no para vivirlas...

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO

Sin igual

Mc 2,1-12

«Llegaron cuatro llevando un paralítico». El gesto de estos cuatro personajes anónimos resulta precioso e iluminador para nosotros. El paralítico –por definición– no se puede mover por sí mismo. Pero estos hombres le colocan ante Jesús. Y «viendo Jesús la fe que tenían» realiza el milagro. Hay en nuestro mundo y a nuestro alrededor muchos paralíticos por la incredulidad o por el pecado. A nosotros nos toca ponerlos a los pies de Jesús con una fe inmensa. Lo demás es cosa de Jesús. El evangelio no dice si ese hombre tenía fe en Jesús o sólo se dejó llevar. Lo que sí afirma es la fe de aquellos cuatro que arranca el milagro a Jesús. ¿Presentamos a las personas al Señor? ¿Con qué fe lo hacemos?

«Para que veáis...» Jesús realiza la curación, pero deja claro que lo que le interesa es sobre todo la sanación interior. Dios quiere el bien entero del hombre, cuerpo y alma. Nosotros, en cambio, con demasiada frecuencia sólo buscamos el bien corporal. Sin embargo, hay enfermedades físicas que son ocasión de un bien espiritual enorme y de la santificación de muchas personas; mientras la enfermedad espiritual puede llevar –aun con perfecta salud física– a la condenación eterna...

«Nunca hemos visto una cosa igual». Las acciones de Jesús producen asombro y admiración. Los que contemplaron este prodigio «daban gloria a Dios». ¿Sé descubrir las acciones de Cristo? ¿Me alegro de ellas? ¿Me admiro? Más aún, ¿tengo fe para esperar cosas grandes, como aquellos cuatro del evangelio de hoy?

DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Te desposaré

Mc 2,18-22

«Te desposaré». A la pregunta de los discípulos de Juan de por qué los discípulos de Jesús no ayunan, este responde que ello no es posible mientras el novio está con ellos. Palabras aparentemente misteriosas, pero que muestran con claridad que Jesús se revela como el Esposo. Él ha venido a desposar consigo a cada hombre y a cada mujer, a unirse a ellos de una manera insospechada, con una intimidad inimaginable. Las palabras del profeta Oseas –1ª lectura– no eran pura metáfora. Tú existes para ser desposado por Cristo. Y ahí reside la plenitud de tu vida.

«A vino nuevo, odres nuevos». La pregunta de los fariseos muestra que están anclados en el orden antiguo de las cosas. Les preocupaba si ayuno sí o ayuno no. Pero Jesús ha inaugurado una época nueva. Ahora todo está en función de Él. El ayuno tiene sentido no por sí mismo, sino en función de Cristo; y lo mismo todas las demás tareas, relaciones, cosas, etc. La novedad es Cristo, el único absoluto es Cristo. Y hay que cambiar la mentalidad y los esquemas, y las mismas estructuras, para acoger este vino nuevo. Nada tiene sentido o valor fuera o al margen de Cristo. «Todo ha sido creado por Él y para Él y todo se mantiene en Él» (Col 1,16-17).

«Cuando sea arrebatado el Esposo, entonces ayunarán». El verdadero ayuno cristiano es participación en la pasión y en los sufrimientos de Cristo. Es hacerse uno con Jesús crucificado, compartir su suerte. Desposados con Cristo, hechos consortes suyos, corremos la misma suerte: padecemos con Él para ser también glorificados con Él (Rom 8,17).

DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO

El Señor del sábado

Mc 2,23-3,6

«El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». En el relato de la creación vemos que Dios crea todo y lo pone al servicio del hombre (Gén 1,26-30). En efecto, «el hombre es la única criatura que Dios ha amado por sí misma» (Gaudium et Spes, 24). Por eso no puede ser instrumentalizado para ningún fin. Las normas, los planes, las tareas... todo, absolutamente todo, debe estar al servicio del hombre, y no al revés. Utilizar a las personas es degradarlas, es rebajarlas de la dignidad en que Dios los ha constituido.

«El Hijo del hombre es Señor también del sábado». Cristo es el centro de todo. Todo tiene sentido y valor en función de Él. «Todo fue creado por Él y para Él y todo se mantiene en Él» (Col 1,16-17). Cada cosa, cada práctica, cada tarea... vale en tanto en cuanto nos lleva a Cristo; y si nos aparta de Él, ha de ser eliminada. Esto vale para todo, incluidas las prácticas religiosas, que sólo tienen valor en función de Cristo. Él es el único Absoluto.

«Dolido de su obstinación». A Jesús le importa el bien del hombre. Por eso le duele la cerrazón de los fariseos. Por eso proclama la verdad y actúa en consecuencia, aunque ello conduzca a que decidan matarlo. Jesús explica sus razones, pero no se empeña en convencer. Al que está cerrado a la verdad de nada le sirven los argumentos más claros y contundentes...

DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO

El domingo décimo da un nuevo paso en la autorrevelación de Jesús (3,20-35). A pesar de que es rechazado por sus parientes, que consideran que no está en sus cabales, y por los escribas, que le consideran poseído por Belcebú, Jesús se proclama como el «más fuerte» que vence y expulsa al «fuerte»; con él cambia de signo la historia de los hombres, que había estado marcada por la victoria primitiva del Maligno (1ª lectura: Gen 3,9-15); al cumplirse en él el primer anuncio de salvación, establece en su persona el Reino de Dios. Pero es necesario aceptarle por la fe: frente a los que se obstinan en rechazarle, que acaban pecando contra el Espíritu Santo, la actitud correcta es la de los que cumpliendo la voluntad de Dios forman en torno a Él la nueva familia de los hijos de Dios.

El Señor sana lo incurable

Sal 129

El Salmo 129 es un salmo penitencial. Como respuesta a la lectura de Gen 3,9-15 expresa ante todo el desastre que el pecado ha producido en el corazón del hombre y en todas las realidades humanas. El pecado ha dejado al hombre hundido –«desde lo hondo a ti grito»–. El pecado abruma al hombre como una mancha imborrable, como una herida incurable, como una deuda impagable. Es que todo pecado es una victoria de la serpiente, de Satanás, padre de la mentira y homicida (Jn 8,44). De ahí el grito angustiado del salmista: «si llevas cuenta de las culpas, ¿quién podrá resistir?»

Sin embargo, desde la experiencia de culpa, el salmo se abre a la esperanza, a la confianza ilimitada. Pero una confianza que no se apoya en absoluto sobre los propios méritos, sino exclusivamente en Dios, en el Dios que perdona y rescata del pecado. Él es capaz de limpiar lo que parecía imborrable, de sanar lo que parecía incurable y de saldar lo que parecía impagable.

Este salmo nos enseña a orar en la verdad. No disimula ni justifica la propia culpa. Pero desde lo trágico e irremediable del pecado nos traslada a la plena confianza en el Dios misericordioso que infunde paz y sosiego porque incluso el pecado tiene remedio. Y por otra parte nos saca de nuestro individualismo para reconocer que todos los hombres son pecadores y necesitan también del perdón de Dios; dejándonos arrastrar en nuestra oración por su movimiento, el salmo nos ensancha, haciéndonos pedir perdón para todos –«Él redimirá a Israel [es decir, al pueblo entero] de todos sus delitos»–, con una esperanza, con un deseo confiado tal que se convierte en impaciencia –«mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora»–.

XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dadas las dificultades con que tropieza su palabra y su actuación, Jesús se ve obligado a explicar que la fuerza del Reino de Dios es imparable. El domingo undécimo nos presenta las parábolas de la semilla que crece por sí sola y del grano de mostaza (4,26-34). La primera insiste en el dinamismo del Reino de Dios: la semilla depositada en tierra tiene vigor para crecer; a pesar de las dificultades, Dios mismo está actuando y su acción es invencible. La segunda pone más de relieve el resultado impresionante a que ha dado lugar una semilla insignificante. Una vez más queda de relieve que en la persona de Jesús se cumplen las profecías (1ª lectura: Ez 17,22-24).

Echar raíces en Dios

Sal 91

El Salmo 91 es un canto de acción de gracias al Altísimo por su providencia, por sus obras magnificas y sus profundos designios, por su misericordia y fidelidad. Por tanto, quiere ante todo estimular en nosotros la gratitud –«es bueno dar gracias a Señor»–. Muchos salmos insisten en dar gracias a Dios, pero para agradecer es preciso descubrir que recibamos, reconocer que todo nos viene de Dios, que todo es gracia.

En el contexto de la liturgia de este domingo, el salmo –del que sólo se incluyen unos pocos versículos– agradece sobre todo la vitalidad y la pujanza que Dios comunica al justo. ¿La razón? Está «plantado en la casa del Señor». Muchas veces la Biblia utiliza esta imagen para indicar lo que supone vivir en Dios. El hombre que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, que está siempre frondoso y no deja de dar fruto; en cambio, el que confía en sí mismo es como un cardo en el desierto, totalmente seco y estéril (Jer 17,5-8).

Las imágenes hablan por sí solas. Dios es la fuente de la vida y sólo el que vive en Dios tiene vida. Toda la vitalidad personal –el estar «lozano y frondoso»– y toda la fecundidad –el dar fruto– dependen de estar o no «plantados en la Casa del Señor». Y ello, a pesar de las dificultades, a pesar de la sequía del entorno, a pesar de la vejez... A la luz del evangelio de hoy, este salmo ha de acrecentar en nosotros el deseo de echar raíces en Dios para germinar, ir creciendo, dar fruto abundante... Por los demás, así testimoniaremos que «el Señor es justo», que en Él no hay maldad y hace florecer incluso los árboles secos (1ª Lectura).

XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

En el evangelio de Marcos todo habla de Jesús. El domingo duodécimo nos lleva a presenciar un nuevo signo, la tempestad calmada (4,35-40), en el que Jesús manifiesta su soberanía absoluta ante los elementos naturales, poniéndose así al nivel del Creador (1ª lectura: Job 38,1.8-11). Ante esta grandeza soberana, no basta la admiración; es necesaria la fe viva en Él que ahuyenta el temor ante las dificultades.

El Señor de lo imposible

Sal 106

El Salmo 106 es un himno de acción de gracias del pueblo entero a su Dios, que con su amor y su poder les ha redimido de todas sus angustias cuando han clamado a Él. Al experimentar su salvación y su ayuda, el pueblo desborda en alabanza.

El trozo que se lee en la liturgia de hoy expresa un peligro particularmente grave: en medio de unas aguas tormentosas, los navegantes han sentido al vivo su impotencia para escapar; en esta situación humanamente angustiosa y desesperada –«de nada les valía su pericia»–, han gritado a Dios, que ha transformado el viento tormentoso en suave brisa y así, de forma inesperada, les ha conducido al ansiado puerto, manifestando su misericordia y su acción maravillosa. Imágenes éstas que reflejan toda situación límite del que se encuentra en una dificultad que le supera totalmente.

En el contexto de las lecturas de hoy, el salmo está cantando la grandeza y el poder de Cristo, Señor de la Creación, que calma la tempestad. Muchos Santos Padres han visto en la barca una imagen de la Iglesia, que avanza en medio de las dificultades y tempestades del mundo; a veces puede dar la impresión de que va a naufragar, y se hundirá totalmente si contase con su sola pericia humana. Sólo la certeza de que Cristo está en ella y la conduce –aunque a veces parezca dormir– le da la seguridad de salir triunfante de las olas amenazantes y de toda tempestad, y de poder llegar al puerto definitivo. Ante las dificultades que parecen insalvables, se trata de mantener la confianza en el Cristo invisible, que domina la situación porque es el Señor de lo imposible.

XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

El domingo decimotercero nos encara a un doble signo de Jesús que le revela como el Dios de la vida (1ª lectura: Sab 1,13-15; 2,23-25); al vencer el poder del diablo, Jesús vence el poder de la muerte, que se debe a su influjo. La curación de la hemorroisa, considerada legalmente impura (Lev 15,19-30) y debilitada en la raíz de su ser –pues «la sangre es la vida»: Dt 12,23–, revela a Jesús como el que devuelve la salud plena y la vida digna. Más aún, resucitando a la hija de Jairo testimonia que ni siquiera la frontera de la muerte es inaccesible a su poder. La hemorroisa y Jairo resaltan una vez más la importancia de la fe, capaz de obrar milagros –«tu fe te ha curado»; «basta que tengas fe»–.

El Dios de la vida

Sal 29

El Salmo 29 es la acción de gracias de un hombre que ha sido librado de una enfermedad muy grave. Es todo él un canto exultante al Dios de la vida, con tanta mayor alegría cuanto que el salmista ha tocado la muerte y ha sido literalmente sacado de la fosa y del abismo.

Sin embargo, somos nosotros, cristianos, los que podemos rezar este salmo con pleno sentido. Un israelita sabía que si era librado de la muerte ello sucedía sólo de forma momentánea, porque al final sucumbía inexorablemente en sus garras. A la luz del evangelio de hoy, este salmo es un canto a Jesucristo, el Dios de la vida, el Dios que nos resucitará. Si es verdad que Dios no nos ahorra la muerte –como no se la ahorró al propio Cristo–, nuestro destino es la vida eterna, incluida la resurrección de nuestro cuerpo, en una dicha que nos saciará por toda la eternidad.

Hemos de dejarnos invadir por los sentimientos de este salmo. ¿Hasta qué punto exulto de júbilo por haber sido librado de la muerte por Cristo? ¿En qué medida desbordo de gratitud porque mi destino no es la fosa? ¿Experimento el reconocimiento agradecido porque mi Señor no ha permitido que mi enemigo –Satanás– se ría de mí? La fe en la resurrección es algo esencial en la vida del cristiano. Pero es sobre todo en un mundo asediado por el tedio y la tristeza de la muerte cuando se hace más necesario nuestro testimonio gozoso y esperanzado de una fe inconmovible en Cristo resucitado y en nuestra propia resurrección. Si todo acabase con la muerte, la vida sería una aventura inútil.

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

El Evangelio del domingo decimocuarto (6,1-6) está en contraste brutal con los domingos anteriores. Después de los impresionantes signos realizados por Jesús vemos que Él es claramente rechazado. La rebeldía y la dureza de corazón (1ª lectura: Ez 2,2-5), la falta de fe de quien se queda a ras de tierra (Evangelio), impiden reconocer y aceptar los signos más evidentes. La reacción de los parientes y paisanos de Jesús es una advertencia del peligro que también nosotros corremos si no damos continuamente el salto de la fe.

Confianza total en Dios

Sal 122

El Salmo 122 es la súplica confiada de los pobres de Yahvé que experimentan el desprecio a su alrededor. Y manifiesta de manera muy elocuente la postura del que ora a Dios: una confianza total en su amor y en su poder y, a la vez, un absoluto respeto y reverencia ante la majestad de Dios.

En el contexto de la liturgia de hoy, el salmo se pone en labios de Cristo, que ante el desprecio de su propio pueblo, ante el rechazo de una gente rebelde y obstinada, se dirige a su Padre abandonándose a Él y dejando en sus manos todos sus cuidados. Muchas veces a lo largo de su vida terrena Jesús experimentó las burlas y sarcasmos, la oposición de los pecadores, y con mucha frecuencia debió levantar sus ojos y su corazón al Padre que está en los cielos.

También nosotros podemos hacer nuestro este salmo. Ante todo, nos enseña a orar con humildad, no exigiendo a Dios, sino acudiendo a Él cómo el esclavo que sabe que no tiene ningún derecho y que lo espera todo de la bondad de su Señor y le deja las manos libres para que actúe como quiera y cuando quiera. Por otra parte, frente a las dificultades, nos enseña a levantar los ojos a nuestro Padre esperando su socorro y su misericordia, de manera que podamos experimentar como san Pablo la certeza de su protección: «Te basta mi gracia», pues la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre.

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

En los domingos siguientes (15º-24º) la revelación que Jesús hace de sí mismo tropieza también con la ceguera y la incomprensión de sus mismos discípulos. Sólo al final, Pedro en nombre de ellos acaba reconociendo a Jesús como Mesías. A pesar de lo cual, aún quedará un largo recorrido en la maduración de la fe de ellos.

En el Evangelio del domingo decimoquinto (6,7-13) se nos presenta la misión de los Doce. Jesús los envía con su misma autoridad, de modo que, al igual que Él, predican la conversión, curan enfermos y echan demonios. El texto insiste en la necesidad de ir desprovistos de medios y seguridades; su única seguridad reside –lo mismo que la del profeta: (1ª lectura de Amós 7,12-15)– en el hecho de ir en nombre de Jesús. Esta es también una ley esencial para la eficacia de la misión de la Iglesia en todas las épocas y lugares.

Echad Demonios

Mc 6,7-13

Lo mismo que los Doce, todo cristiano es enviado a echar demonios. Cristo mismo nos capacita para ello, dándonos parte en su mismo poder. Y así toda la vida del cristiano, lo mismo que la de Cristo, es una lucha contra el mal en todas sus manifestaciones, no sólo en sí mismo, sino también en los demás y en el ambiente que le rodea. Precisamente para esto se ha manifestado Cristo, para deshacer las obras del Diablo (1Jn 3,8).

Y todo ello se realiza en pobreza. La eficacia del cristiano en el mundo no depende de los medios que posee. Todo lo contrario. Cuantos menos medios, más se manifiesta la fuerza de Dios, que es quien salva del mal. Cuanto más medios, tanto mayor es el peligro de apoyarse en ellos y no dar frutos de vida eterna. La historia de la Iglesia lo demuestra. Cuando la Iglesia ha carecido de todo ha sido fecunda. Cuando se ha apoyado en los medios materiales, en el prestigio humano, en las cualidades humanas, etc., ha dejado de serlo.

Finalmente, el texto de la carta a los Efesios nos sitúa en la razón de ser de nuestra vida en este mundo. Hemos sido creados para ser santos. Esa es la única tarea necesaria y urgente. Para  eso hemos nacido. Sólo si somos santos nuestra vida valdrá la pena. Y sólo si somos santos echaremos los demonios y el mal de nosotros mismos y del mundo.

XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

El domingo decimosexto nos presenta el encuentro de los apóstoles con Jesús al regreso de su misión (6,30-34). El descanso de las tareas apostólicas consiste en estar con Él disfrutando de su intimidad. Sin embargo, la caridad del Buen Pastor es la norma decisiva del actuar de Jesús; ante la presencia de una multitud «como ovejas sin pastor» Jesús se compadece e interrumpe el descanso antes incluso de comenzarlo. Frente a los malos pastores que dispersan a las ovejas porque buscan sin interés (1ª lectura: Jer 23,1-6), los discípulos de Jesús deben compartir la misma compasión y la misma solicitud del Maestro por la multitudes que están como ovejas sin pastor.

Tú vas conmigo

Sal 22

El Salmo 22 expresa con una fuerza poco común la sensación de paz y de dicha de quien se sabe cuidado por el Señor. El salmista hace alusión a los peligros, pero no como amenazas que acechan, sino como quien se siente libre de ellos en la presencia protectora de Dios.

También nosotros podemos dejarnos empapar por los sentimientos que este salmo manifiesta. Ante todo, la seguridad –«nada temo»– al saberse guiado por el Señor incluso en los momentos y situaciones en que no se ve la salida –las «cañadas oscuras»–. Junto a ella, el abandono de quien se sabe defendido con mano firme y con acierto, de quien se sabe cuidado con ternura en toda ocasión y circunstancia. Finalmente, la plenitud –«nada me falta»–, que se traduce en paz y dicha sosegadas. Pero todo ello brota de la certeza de que el Señor está presente –«Tú vas conmigo»– y nos cuida directamente. El que pierde esta conciencia de la presencia protectora del Señor es presa de todo tipo de temores y angustias.

El Buen Pastor es Jesucristo. En Él se realiza plenamente el salmo y la primera lectura. Él reúne a sus ovejas, las alimenta, las protege de todo mal; más aún, conoce y ama a cada una y da su vida por ellas. El evangelio de hoy nos le presenta sintiendo lástima por las multitudes que están como ovejas sin pastor; también a nosotros debe dolernos que, teniendo un pastor así, haya tanta gente que se siente perdida y abandonada porque no le conocen.

XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Los cinco domingos siguientes (17º-21º) abandonamos de nuevo a Marcos para leer el capítulo 6 de san Juan. No obstante, el enlace se produce de manera fácil, pues el texto de Juan narra el mismo hecho que venía inmediatamente a continuación en Marcos –la multiplicación de los panes–, aunque desarrollándolo en una amplia catequesis eucarística.

Todos te están aguardando

Sal 144

El Salmo 144 es un himno que canta a Dios como Señor del universo alabando su señorío y su poder, su bondad y providencia, su misericordia y amor con todos. Aunque se recuerdan sus obras, es a Él mismo a quien se canta, como autor de todas ellas.

Los versículos elegidos para salmo responsorial en la liturgia de hoy se fijan sobre todo en el cuidado providente de Dios, que da el alimento necesario y sacia de favores a todas sus criaturas. Es un aspecto del pastoreo de Dios que contemplábamos el domingo pasado. El salmo insiste en la totalidad –repite varias veces el adjetivo «todo»–: todas las acciones de Dios en todas las épocas están marcadas por este amor providente; y no sólo los hombres, sino todas las criaturas: nada ni nadie queda excluido. Por eso, «los ojos de todos te están aguardando». ¿También los nuestros? Y su providencia nunca se equivoca –«les das la comida a su tiempo»–, ya que «el Señor es bondadoso en todas sus acciones». También cuando en nuestra vida aparece el dolor.

Jesús se manifiesta en el evangelio de hoy alimentando a la multitud. Pero al pronunciar la acción de gracias y repartir el alimento perecedero, Jesús está ya apuntando al «alimento que permanece para vida eterna» (Jn 6,27). También este nos viene de su providencia amorosa, que, más que la salud del cuerpo, quiere la santidad de los que el Padre le han confiado. Por lo demás, nosotros estamos llamados a ser instrumentos de la providencia para nuestros hermanos los hombres, tanto en el alimento corporal como en el espiritual.

XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Un pan que sacia

Jn 6,24-35

Como los judíos, también nosotros nos quedamos con demasiada frecuencia en el alimento material. Pero Dios nos ofrece otro alimento. El pan que el Padre nos da es su propio Hijo; un pan bajado del cielo, pues es Dios como el Padre; un pan que perdura y comunica vida eterna, es decir, vida divina; un pan que es la carne de Jesucristo.

Y precisamente porque es divino es el único alimento capaz de saciarnos plenamente. Al fin y al cabo, las necesidades del cuerpo son pocas y fácilmente atendibles. Pero el verdadero hambre de todo hombre que viene a este mundo es más profunda. Es hambre de eternidad, hambre de santidad, hambre de Dios. Y esta hambre sólo la Eucaristía puede saciarla. Cristo se ha quedado en ella para darnos vida, de modo que nunca más sintamos hambre o sed.

A la luz de esto, hemos de examinar nuestra relación con Cristo Eucaristía. ¿Agradezco este alimento que el Padre me da? ¿Soy bastante consciente de mi indigencia, de mi pobreza? ¿Voy a la Eucaristía con hambre de Cristo? ¿Me acerco a Él como el único que puede saciar mi hambre? ¿Le busco como el pan bajado del cielo que contiene en sí todo deleite? ¿O busco saciarme y deleitarme en algo que no sea Él?

DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO

El don de la fe

Jn 6,41-52

«¿No es este el hijo de José?» Los judíos murmuraban de Jesús que se presentaba como «pan bajado del cielo». Se negaban a creer su palabra. No se fiaban de Él. Preferían permanecer encerrados en su razón, en su «experiencia», en sus sentidos... y en sus intereses. La fe exige de nosotros un salto, un abandono, una expropiación. La fe nos invita a ir siempre «más allá». La fe es «prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1).

«Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe es respuesta a esa atracción del Padre, a esa acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. La adhesión a Cristo es siempre respuesta a una acción previa de Dios en nosotros. Pero es necesario acogerla, secundarla. Por eso la fe es obediencia (Rom 1,5), es decir, sumisión a Dios, rendimiento, acatamiento. Y por eso la fe remata en adoración.

«Yo soy el pan de la vida». Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida; no sólo en la eucaristía, sino en todo momento. Y la fe nos permite «comulgar» –es decir, entrar en comunión con Cristo– en cualquier instante. La fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida. Por eso asevera Jesús: «Os lo aseguro, el que cree tiene vida eterna». Todo acto de fe acrecienta nuestra unión con Cristo y, por tanto, la vida.

XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Hambre de Dios

Jn 6,51-59

Dios Padre, que nos ha preparado el alimento, nos invita con insistencia a su banquete: «Venid a comer de mi pan» Dios desea colmarnos de Vida. Las fuerzas del cuerpo se agotan, la vida física decae, pero Cristo nos quiere dar otra vida: «el que come este pan vivirá para siempre». Sólo en la Eucaristía se contiene la vida verdadera y plena, la vida definitiva.

Además, sólo alimentándonos de la Eucaristía podemos tener experiencia de la bondad y ternura de Dios «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Pero, ¿cómo saborear esta bondad sin masticar la carne de Dios? Es increíble hasta dónde llega la intimidad que Cristo nos ofrece: hacerse uno con nosotros en la comunión, inundándonos con la dulzura y el fuego de su sangre vestida en la cruz.

Comer a Cristo es sembrar en nosotros la resurrección de nuestro propio cuerpo. Por eso, en la Eucaristía está todo: mientras «los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no carecen de nada». En comer a Cristo consiste la máxima sabiduría. Pero no comerle de cualquier forma, no con rutina o indiferencia, sino con ansia insaciables, con hambre de Dios, llorando de amor.

DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO

Optar por Cristo

Jn 6,61-70

«¿También vosotros queréis marcharos?» La fe es una opción libre, una decisión de seguir a Cristo y de entregarse a Él. Nada tiene que ver con la inercia o la rutina. Por eso, ante las críticas de «muchos discípulos», Jesús no rebaja el listón, sino que se reafirma en lo dicho y hasta parece extremar su postura. De este modo, empuja a realizar una elección: «O conmigo o contra mí» (Mt 12,30).

«Nosotros creemos». Las palabras de Pedro indican precisamente esa elección. Una decisión que implica toda la vida. Como en la primera lectura: «Serviremos al Señor» (Jos 24,15.18). Como en las promesas bautismales: «Renuncio a Satanás. Creo en Jesucristo». Es necesario optar. Y, después, mantener esa decisión, renovando la opción por Cristo cada día, y aun varias veces al día: en la oración, ante las dificultades, frente a las tentaciones...

«Creemos y sabemos». Creemos y por eso sabemos. La fe nos introduce en el verdadero conocimiento. No se trata de entender para luego creer, sino de creer para poder entender (San Agustín). La fe nos abre a la verdad de Dios, a la luz de Dios. La fe es fuente de certeza: «sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios».

 

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 7,1-8. 14-15. 21-23

En el domingo vigésimo segundo encontramos una nueva polémica de tipo legalista ritual con los escribas y fariseos. Esto da pie a Jesús para afirmar una de sus enseñanzas morales más importantes: frente al legalismo puramente externo, lo que importa es la interioridad del hombre. Una vez más la enseñanza de Jesús se presenta como noticia gozosa (evangelio) y profundamente liberadora. Más allá de la mera observancia casuística, es en el corazón del hombre –de donde brota lo bueno y lo malo– donde se da la verdadera batalla; es ahí, en el corazón, donde se realiza la auténtica adhesión a la voluntad santa y sabia de Dios (1ª lectura: Dt 4,1-2.6-8).

Cambiar el interior del hombre

El reproche de Jesús a los fariseos también nos afecta a nosotros. Los mandamientos de Dios son portadores de sabiduría y vida. Pero muchas veces hacemos más caso a otros criterios distintos de la Palabra de Dios. Incluso muchos refranes y dichos de la llamada «sabiduría popular» chocan con el evangelio. De esa manera despreciamos el evangelio y nos quedamos con unas palabras que sólo llevan muerte y mentira. Es necesario estar atentos para no aferrarnos a preceptos y tradiciones humanas contrarias a veces a la Palabra.

Uno de los aspectos más importantes de la Buena Nueva que Jesús ha traído es la interioridad. No basta la limpieza exterior, que puede ir unida a la suciedad interior. Cristo ha venido a cambiar el interior del hombre, a darnos un corazón nuevo. Cuando el corazón ha sido transformado por Cristo, también lo exterior es limpio y bueno. De lo contrario, todo esfuerzo por alcanzar obras buenas será inútil. ¿Hasta qué punto me creo esta capacidad de Cristo para renovar mi vida y deseo intensamente esta renovación?

Ser cristiano no consiste en «hacer» cosas distintas o mejores, sino en «ser» distinto y mejor, es decir, de otra calidad: la divina. El amor y el poder de Cristo se manifiestan en que no se conforma con un barniz superficial. Somos una «nueva creación» (2Cor 5,17), hemos sido hechos «hombres nuevos» (Ef 4,24) y por eso estamos llamados a vivir una «vida nueva» (Rom 6,4).

XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Otra sordera y otra mudez

Mc 7,31-37

He aquí un milagro que necesitamos que se repita abundantemente en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros. En el ritual del bautismo se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para poder proclamarla.

Los ya bautizados necesitamos que Cristo quebrante nuestra «sordera» para que su palabra cale de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no seleccionemos unas palabras y dejemos otras según nuestro gusto o convivencia. Cada vez que escuchamos el evangelio deberíamos darnos cuenta de que somos «sordos», y pedir a Cristo que nos espabile el oído, para ponernos ante Él en actitud incondicional.

Si es intolerable que seamos sordos al evangelio –o por lo menos a muchas de sus palabras– igualmente lo es que seamos «mudos» para proclamarlo. Y está bien de una Iglesia de «mudos», es decir, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirme.

Este doble milagro Cristo quiere, ciertamente, realizarlo en nosotros. Si curó al sordomudo es para hacernos creer que quiere curar otra «sordera» y otra «mudez» más profunda. La única condición es que nos reconozcamos «sordos» y «mudos», necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. En el relato de hoy, Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad, también nosotros veremos cosas grandes.

DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO

Mc 8,27-35

Con el domingo vigésimo cuarto (8,27-35) llegamos al final de la primera parte del evangelio de Marcos. Una vez reconocido como Mesías por Pedro, Jesús precisa de qué tipo de Mesías se trata: es el Siervo de Yahvé que se entrega en obediencia a los planes del Padre confiando totalmente en su protección (1ª lectura: Is 50,5-10). El discípulo no sólo debe confesar rectamente su fe a un Mesías crucificado y humillado, sino que debe seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por los senderos de la lógica satánica.

Una vez desvelado el destino de sufrimiento y muerte que le corresponde como Hijo del Hombre, Jesús emprende su camino hacia Jerusalén, lugar donde han de verificarse los hechos por Él mismo profetizados. A lo largo de este camino Jesús va manifestando más abierta y detalladamente su destino doloroso y el estilo que deben vivir sus seguidores. Los evangelios de los domingos 25º-30º se sitúan en este contexto.

Toma tu cruz

Ante el misterio de la cruz, Jesús no se echa atrás. Al contrario, se ofrece libre y voluntariamente, se adelanta ofrece la espalda a los que le golpean. En el evangelio de hoy aparece el primero de los tres anuncios de la pasión: Jesús sabe perfectamente a qué ha venido y no se resiste. ¿Acepto yo de buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella?

La raíz de esta actitud de firmeza y seguridad de Jesús es su plena y absoluta confianza en el Padre. «Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido». Si tenemos que reconocer que todavía la cruz nos echa para atrás es porque no hemos descubierto en ella la sabiduría y el amor del Padre. Jesús veía en ella la mano del Padre y por eso puede exclamar: «Sé que no quedaré avergonzado». Y esta confianza le lleva a clamar y a invocar al Padre en su auxilio.

Al fin y al cabo, nuestra cruz es más fácil: se trata de seguir la senda de Jesús, el camino que Él ya ha recorrido antes que nosotros y que ahora recorre con nosotros. Pero es necesario cargarla con firmeza. La cruz de Jesús supuso humillación y desprestigio público, y es imposible ser cristiano sin estar dispuesto a aceptar el desprecio de los hombres por causa de Cristo, por el hecho de ser cristiano. «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por el evangelio, la salvará».

 

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 9,30-37

El domingo vigésimo quinto presenta el segundo anuncio de la pasión (9,29-36). Víctima de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola presencia (1ª lectura: Sab 2,17-20), Jesús camina sin embargo consciente y libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados de quién es el más importante. Jesús aprovecha para recalcar que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último puesto, se hace siervo de los demás y acoge a los más débiles y pequeños.

Esclavo de todos

Segundo anuncio de la pasión. Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca y a su vez el Hijo se entregue libremente. Gracias a este acto de entrega todo hombre puede tener esperanza. El Redentor ha dado su vida para que tengamos vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé ha expiado nuestros pecados. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque Dios Padre le ha resucitado.

Y al mismo tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una vida distinta de los demás, resulta incómodo y su sola conducta es un reproche. También el cristiano en la medida en que es luz resulta molesto. Y por eso forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido. «Ay si todo el mundo habla bien de vosotros» (Lc 6,26).

Resulta bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto. La mayor contradicción con el evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.

XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 9,38-43.45.47-48

En el evangelio del domingo vigésimo sexto (9,37-42.44.46-47) encontramos recogidas varias sentencias sobre el seguimiento de Jesús. Hay que evitar la envidia y la actitud sectaria y monopolizadora (1ª lectura: Núm 11,25-29), dejando campo libre a la intervención gratuita y sorprendente de Dios. Particularmente tremenda es la amenaza para los que escandalizan, es decir, para los que son estorbo o tropiezo para los demás en su adhesión a Cristo y a su palabra. Finalmente, el seguimiento de Cristo debe ser incondicional: estando en juego el destino definitivo del hombre, es preciso estar dispuesto a tomar cualquier decisión que sea necesaria por dolorosa que resulte.

Ser tajantes

«Si tu mano te hace caer, córtatela». El evangelio es tajante. Y no porque sea duro. Nadie considera duro al médico que extirpa el cáncer. Más bien resultaría ridículo extirparlo sólo a medias. Lo que está en juego es si apreciamos la vida. El evangelio es tajante porque ama la vida, la vida eterna que Dios ha sembrado en nosotros, y por eso plantea guerra a muerte contra todo lo que mata o entorpece esa vida: «más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo». La cuestión decisiva es esta: ¿Amamos de verdad la Vida?

«Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que la encaja en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Tampoco aquí Jesús exagera. También aquí es el amor a la vida lo que está en juego, el bien de los hermanos. Sólo que escándalo no es sólo una acción especialmente llamativa. Todo lo que resulte un estorbo por la fe del hermano es escándalo. Toda mediocridad consentida y justificada es un escándalo, un tropiezo. Toda actitud de no hacer caso a la palabra de Dios es escándalo. Todo pecado, aún oculto, es escándalo.

«El que no está contra nosotros, está a favor nuestro». Otra tentación es la de creerse los únicos, los mejores. Sin embargo, todo el que se deje mover por Cristo, es de Cristo. Con cuanta facilidad se absolutizan métodos, medios, maneras de hacer las cosas, carismas particulares, grupos... Pero toda intransigencia es una forma de soberbia, aparte de una ceguera.

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 10,2-16

Todo aquello que configura la vida de cada persona no es ajeno al seguimiento de Cristo. Es lo que sucede con la realidad del matrimonio que encontramos en el evangelio del domingo vigésimo séptimo (10,2-16). En realidad, al rechazar el divorcio lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios (1ª lectura: Gen 2,18-24). Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había pensado y querido «al principio».

Una sola carne

La Buena Noticia que es el evangelio abarca a toda la existencia humana. También el matrimonio. Pero, como siempre, Cristo va a la raíz. No se trata de que el evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue «por la dureza de vuestros corazones», es decir, como mal menor por el pecado y sus consecuencias.

Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque viene a sanar al ser humano en su interior, viene a dar un corazón nuevo. Cristo viene a hacerlo nuevo. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad... todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso. Sólo unidos a Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.

«Carne» en sentido bíblico no se refiere sólo al cuerpo, sino a la persona entera bajo el aspecto corporal. Por tanto, «ser una sola carne» indica que los matrimonios han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones... Jesús insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente es fuente de sufrimiento. Pero, por lo dicho, se ve también que un matrimonio vive como divorciado, aunque no haya llegado al divorcio de hecho, si no existe una profunda unión de mente y corazón entre los esposos.

 

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 10,17-30

El evangelio del domingo vigésimo octavo (10,17-30) nos presenta a un hombre honrado y piadoso pero cuyo amor a las riquezas le lleva a rechazar a Cristo. La persona de Jesús es el bien absoluto que hay que estar dispuesto a preferir por encima de las riquezas, de la fama, del poder y de la salud (1ª lectura: Sab 7,7-11). En esto consiste la verdadera sabiduría: al que renuncia a todo por Cristo, en realidad con Él le vienen todos los bienes juntos; todo lo renunciado por Él se encuentra en Él centuplicado –con persecuciones– y además vida eterna. Pero es preciso tener sensatez para discernir y decisión para optar abiertamente por Él y para estar dispuesto a perder lo demás. Porque el que se aferra a sus miserables bienes y riquezas se cierra a sí mismo la entrada en el Reino de Dios.

¡Ay de vosotros los ricos!

Sin duda, una de las advertencias que más reiterada e insistentemente aparecen en la predicación de Jesús es la que encontramos en el evangelio de hoy: las riquezas constituyen un peligro. En pocos versículos hasta tres veces insiste Jesús en lo muy difícil que es que un rico se salve. Dios, en su infinito amor, llama al hombre entero a que le sirva y a que le pertenezca de manera total e indivisa. Ahora bien, las riquezas inducen a confiar en los bienes conseguidos y a olvidarse de Dios (Lc 12,16-20) y llevan a despreciar a los pobres que nos rodean (Lc 16,19ss). Las riquezas hacen a los hombres codiciosos, orgullosos y duros (Lc 16,14), «la seducción de las riquezas ahoga la palabra» de Dios (Mt 13,22); en conclusión, que el rico «atesora riquezas para sí, pero no es rico ante Dios» (Lc 12,21). La conclusión es clara: No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). De ahí la advertencia de Jesús: «Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24).

Conviene revisar hasta qué punto en este aspecto pensamos y actuamos según el evangelio. Pues no basta cumplir los mandamientos; al joven rico, que los ha cumplido desde pequeño, Jesús le dice: «Una cosa te falta». Ahora bien, Cristo no exige por exigir o por poner las cosas difíciles. Al contrario, movido de su inmenso amor quiere desengañar al hombre, abrirle los ojos, hacerle que viva en la verdad. Quiere que se apoye totalmente en Dios y no en riquezas pasajeras y engañosas. Quiere que su corazón se llene de la alegría de poseer a Dios. El joven rico se marchó «muy triste» al rechazar la invitación de Jesús a desprenderse. Por el contrario, el que, como Zaqueo, da la mitad de sus bienes a los pobres (Lc 19,1-10), experimenta la alegría de la salvación.

XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 10,35-45

El texto del domingo vigésimo noveno (10,35-45) es un ejemplo más del contraste entre la actitud de Jesús y la de los discípulos. Frente a la búsqueda de gloria humana por parte de los discípulos, Jesús aparece una vez más como el Siervo que da su vida en rescate por todos. Y su gloria consiste precisamente en justificar a una multitud inmensa «cargando con los crímenes de ellos» (1ª lectura: Is 53,10-11). Para moderar las ansias de grandeza de los discípulos Jesús ante todo exhibe su conducta y su estilo; más que muchas explicaciones, les pone ante los ojos el camino que él mismo sigue: del mismo modo, el que quiera ser realmente grande y primero no tiene otro camino que hacerse siervo y esclavo de todos. La actitud de Jesús es normativa para la comunidad cristiana. Ejercer la autoridad no es tiranizar, sino servir y dar la vida.

Servir y dar la vida

Como en tantos otros pasajes, Jesús corrige a sus discípulos sus ideas excesivamente terrenas, sobre todo en su afán de poder y dominio. Apuntados al seguimiento de Jesús, el Maestro, también nosotros hemos de dejarnos corregir en nuestra mentalidad no evangélica. La Iglesia, comunidad de los seguidores de Jesús, no es una sociedad o institución cualquiera: el estilo de Jesús es radicalmente distinto al del mundo.

Frente a las pretensiones de grandeza, de superioridad e incluso de dominio sobre los demás, Jesús propone el modelo de su propia vida: la única grandeza es la de servir. Esto es lo que Él ha hecho: El eterno e infinito Hijo de Dios se ha convertido voluntariamente en esclavo andrajoso –y hace falta entender todo el realismo de la palabra, lo que era un esclavo en tiempos de Jesús: alguien que no contaba, que no tenía ningún derecho, que vivía degradado y humillado–, en esclavo de todos, y ha ocupado en último lugar.

Pero Jesús no es sólo un esclavo, con todo lo que tiene de humillante; es el Siervo de Yahvé que ha cargado con todos los crímenes y pecados de la humanidad, que se ha hecho esclavo para liberar a los que eran esclavos del pecado. Su servicio no es insignificante. Su servicio consiste en dar la vida en rescate por todos. Y nosotros, apuntados a la escuela de Jesús, somos llamados a seguirle por el mismo camino: hacernos esclavos de todos y dar la vida en expiación por todos, para que todo hombre oprimido por el pecado llegue a ser realmente libre.

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 10,46-52

La ceguera de los discípulos –es decir, su incapacidad de entender y seguir a Jesús– requiere una intervención sanadora del propio Jesús. Es lo que aparece en el evangelio del domingo trigésimo (10,46-52). Bartimeo se convierte en modelo del verdadero discípulo que, reconociendo su ceguera, apela con una fe firme y perseverante a la misericordia de Jesús y, una vez curado, le sigue por el camino. Sólo curado de la ceguera e iluminado por Cristo se le puede seguir hasta Jerusalén y adentrarse con Él por la senda oscura de la luz. Así Bartimeo se convierte en signo de la multitud doliente de desterrados que por el camino de Jerusalén –por el camino de la cruz– es reconducida por Cristo a la casa del Padre (1ª lectura: Jer 31,7-9).

Tu fe te ha curado

Es de resaltar la insistencia de la súplica del ciego –repetida dos veces– y su intensidad –a voz en grito, y cuando intentan callarle grita aún más–, una súplica que nace de la conciencia de su indigencia –la ceguera– y sobre todo de la confianza cierta y segura en que Jesús puede curarle –de ahí la respuesta sorprendente de Jesús: «Tu fe te ha curado»–

En la manera de escribir, el evangelista está sugiriendo con fuerza que la falta de fe se identifica con la ceguera, lo mismo que la fe se identifica con recobrar la vista. El que creé en Cristo es el que ve las cosas como son en realidad, aunque sea ciego de nacimiento –o aunque sea inculto o torpe humanamente hablando–; en cambio, el que no cree está rematadamente ciego, aunque tenga la pretensión de ver e incluso alardee de ello (Jn 9,39).

Es significativa también la petición –«Ten piedad de mí»–, que tiene que resultarnos muy familiar, porque todos necesitamos de la misericordia de Cristo. Pero no menos significativo es el hecho de que esta compasión de Cristo no deja al hombre en su egoísmo, viviendo para sí. Se le devuelve la vista para seguir a Cristo. El que ha sido librado de su ceguera no puede continuar mirándose a sí mismo. Si de verdad se le han abierto los ojos, no puede por menos de quedar deslumbrado por Cristo, sólo puede tener ojos para Él y para seguirle por el camino con la mirada fija en Él.

XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 12,28-34

Los evangelios de los domingos 31º-33º nos presentan a Jesús ya en Jerusalén, donde se va a revelar como Juez y Señor del templo. Sin embargo, de esos capítulos llenos de polémicas sólo se toman dos textos con actitudes positivas, y por tanto modélicas para el discípulo.

El primero de ellos (domingo trigésimo primero) nos presenta a un escriba a quien Jesús declara que no está lejos del Reino de Dios (12,28-34). Obedeciendo a la voluntad de Dios revelada por Moisés (1ª lectura: Dt 6,2-6) sintoniza con lo nuclear del mensaje de Jesús. La esencia de éste une inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo. Y este doble amor constituye la base del culto verdadero y perfecto.

Con todo el corazón

«Amarás al Señor». Este es el mandamiento primero y principal. De nada servirá cumplir todos los demás mandamientos sin cumplir este. El amor al Señor da sentido y valor a cada mandamiento, a cada acto de fidelidad. Para esto hemos sido creados, para amar a Dios. Y sólo este amor da sentido a nuestra vida, sólo Él nos puede hacer felices, sólo Él hace que nos vaya bien. Pues el amor a Dios no es una simple obligación, sino una necesidad, una tendencia espontánea al experimentar que «Él nos amó primero» (1Jn 4,16).

«Con todo el ser». Precisamente porque el amor de Dios a nosotros ha sido y es sin medida (cfr. Ef 3,19), el nuestro para con él no puede ser a ratos o en parte. No importa que seamos poca cosa y limitados; la autenticidad de nuestro amor se manifiesta en que es total, en que no se reserve nada: todo nuestro tiempo, todas nuestras energías y capacidades, todos nuestro bienes... Al Dios que es único le corresponde la totalidad de nuestro ser.

«Como a ti mismo». No es difícil entender cómo ha de ser nuestro amor al prójimo. Basta observar cómo nos amamos a nosotros mismos... y comparar. Podemos y debemos amar al prójimo como a nosotros mismos porque forma parte de nosotros mismos, porque no nos es ajeno. «No hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Gracias a Cristo, el prójimo ha dejado de ser un extraño.

XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 12,38-44

El otro gesto lo encontramos el domingo trigésimo segundo (12,38-44). Una pobre viuda ha echado en el cepillo del templo «todo los que tenía para vivir», de manera semejante a lo que ya hiciera aquella viuda de Sarepta con el hombre de Dios (1ª lectura: 1Re 17,10-16). Al darlo todo se convierte en ejemplo concreto de cumplimiento del primer mandamiento, justamente en las antípodas del hombre rico, que permaneció aferrado a sus seguridades, y de los escribas, llenos de codicia y vanidad. Este gesto silencioso, realizado a la entrada del templo, pone de relieve cuál es la correcta disposición en el culto y en toda relación con Dios: en el Reino de Dios sólo cabe la lógica del don total.

Darlo todo

Este breve episodio de una pobre e insignificante viuda nos conduce de lleno al corazón del evangelio. En efecto, lo que Jesús alaba en ella no es la cantidad –tan exigua que no saca de ningún apuro), sino de su actitud: «Ha dado todo lo que tenía para vivir».

Nosotros la hubiéramos tachado de imprudente –se queda sin lo necesario para vivir–, pero Jesús la alaba. Lo cual quiere decir que nuestra prudencia suele ser poco sobrenatural. Tendemos a poseer porque en el fondo no contamos con Dios. Tenemos miedo de quedarnos sin nada, olvidando que en realidad Dios nos basta. Preferimos confiar en nuestras previsiones más que en el hecho de que Dios es providente (1ª lectura). Desatendemos la palabra de Jesús: el que quiera guardar su vida, la pierde; el que la pierde por Él es quién de verdad la gana (Mc 8,35). Y además, lo que tenemos no es nuestro: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7).

En el fondo, el mejor comentario a este evangelio que nos habla de totalidad son las conocidas palabras de San Juan de la Cruz: «Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada. Para venir a gustarlo todo, no quieras gustar algo en nada. Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada». Sólo posee a Dios el que lo da todo, el que se da del todo, pues Dios no se entrega al que se reserva algo. El que no está dispuesto a darlo todo aún no ha dado el primer paso en la vida cristiana.

XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Mc 13,24-32

Finalmente, el domingo trigésimo tercero, ya al final del tiempo Ordinario y del año litúrgico, nos propone un fragmento del discurso escatológico (13,24-32). Lo mismo que la primera lectura (Dan 12,1-3), el evangelio nos invita a fijar nuestra mirada en las realidades últimas, en la intervención decisiva de Dios en la historia de la humanidad. Lo que se afirma es la certeza de la venida gloriosa de Cristo para reunir a los elegidos que le han permanecido fieles en medio de las tribulaciones. Acerca del cuándo sucederá, Jesús subraya la ignorancia, pero garantiza el cumplimiento infalible de su palabra e invita a la vigilancia con la atención puesta en los signos que irán sucediendo. Este acontecimiento final y definitivo dará sentido a todo el caminar humano y a todas sus vicisitudes.

Está cerca

«Sabed que Él está cerca». El texto de hoy nos habla de la venida de Cristo al final de los tiempos. Las últimas semanas del año litúrgico nos encaran a ella. Nosotros tendemos a olvidarnos de ella, como si estuviéramos muy lejos, como si no fuera con nosotros. Sin embargo, la palabra de Dios considera las cosas de otra manera: «El tiempo es corto» y «la apariencia de este mundo pasa» (1Cor 7,29.31). El Señor está cerca y no podemos hacernos los desentendidos. El que se olvida de esta venida decisiva de Cristo para pedirnos cuentas es un necio (Lc 12,16-21).

«El día y la hora nadie lo sabe». Dios ha ocultado el momento y también este hecho forma parte de su plan infinitamente sabio y amoroso. No es para sorprendernos, como si buscase nuestra condenación. Lo que busca es que estemos vigilantes, atentos, «para que ese día no nos sorprenda como un ladrón» (1Tes 5,4). No se trata de temor, sino de amor. Es una espera hecha de deseo, incluso impaciente. El verdadero cristiano es el que «anhela su venida» (2Tim 4,8).

El hecho de que Cristo va a venir y de que «es necesario que nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo» (2Cor 5,10), nos ha de llevar a no vivir en las tinieblas, sino en la luz, a actuar de cara a Dios, en referencia al juicio de Dios, un juicio que es presente, pues «ante Dios estamos al descubierto» (2Cor 5,11); podremos engañar a los hombres, pero no a Dios, ya que Él «escruta los corazones» (Rom 8,27).

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

En el último domingo del tiempo Ordinario, solemnidad de Jesucristo Rey del universo, el evangelio de Marcos es sustituido una vez más por el de san Jn (18,33-37).

El Señor reina

Dan 7,13-14; Sal 92; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37

Es aleccionador que todo el año litúrgico desemboque en esta fiesta: al final Cristo lo será todo en todos. Cristo, a quien hemos contemplado humillado, despreciado, sufriente, lo vemos ahora vencedor; el sufrimiento fue pasajero, pero el triunfo y la gloria son definitivos: «Su poder es eterno, su reino no acabará». El mal, la muerte, el pecado han sido destruido por Él de una vez por todas y ya permanece para toda la eternidad no sólo glorificado, sino Dueño y Señor de todo. Nada escapa a su dominio absoluto de Rey del Universo. Y aunque el presente parezca tener fuerza aún el mal, es sólo en la medida en que Él lo permite, pues está bajo su control. «El Señor reina... así está firme el orbe y no vacila». Esta fe inconmovible en el señorío de Cristo es condición necesaria para una vida auténticamente cristiana.

Pero Cristo tiene una manera de reinar muy peculiar. No humilla, no pisotea. Al contrario, al que acoge su reinado le convierte en rey, le hace partícipe de su reinado. «Nos ha convertido en un reino». El que deja que Cristo reina en su vida es él mismo enaltecido, constituido señor sobre el mal y el pecado, sobre la muerte. El que acoge con fe a Cristo Rey no es dominado ni vencido por nada ni por nadie; aunque le quiten la vida del cuerpo, será siempre un vencedor (Ap 2,7).

El reino de Cristo no es de este mundo, sigue otra lógica. A ningún rey de este mundo se le ocurriría dejarse matar para reinar o para vencer. Pero Cristo reina en la cruz y precisamente en cuanto crucificado. Todo su influjo como Señor de la historia y Rey del Universo viene de la cruz. Es su sangre vertida por amor la que ha vencido el mal en todas sus manifestaciones.

 

 

 

 

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Pedro Sergio Antonio Donoso Brant

p.s.donoso@vtr.net