SÍNTESIS DE LA EUCARISTÍA

JOSE MARIA IRABURU

 

EL ORIGEN DE LOS TEXTOS, ES DE LA FUNDACION GRATIS DATE www.gratisdate.org

Estimados amigos: Con mucho gusto les autorizamos a reproducir en sus páginas-web (Caminando con Jesus, Caminando con Maria y Misa Diaria), ….. Encomendemos al Señor mutuamente nuestro apostolado.

Cordial saludo en Cristo

+FGD

 

 

INDICE

(los números son de la edicion impresa)

 

Introducción

Centralidad de la eucaristía: fuente y cumbre, 3. -Ignorancia de la misa, 3. -Renovación litúrgica, 4. -Llamada a los asiduos de la misa, 5. -Llamada a los cristianos alejados de la eucaristía, 6.

1. Los sacrificios de la Antigua Alianza

Religiosidad natural del sacrificio, 9. -Religiosidad judía del sacrificio, 9. -Abraham y el sacrificio de su hijo Isaac, 10. -Sacrificio del cordero pascual, al salir de Egipto, 10. -Moisés, en el sacrificio del Sinaí, sella la Antigua Alianza, 11. -Elías, en el sacrificio del Carmelo, restaura la Alianza violada, 11. -Isaías y el cordero sacrificado para salvación de todos, 12. -Los múltiples sacrificios de Israel, 13. -Los profetas y el culto de Israel, 13.

2. El sacrificio de la Nueva Alianza

El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, 15. -La multiplicación de los panes, 16. -Jesucristo, entre Moisés y Elías, 16. -Se decide la muerte de Cristo, 16. -Jesús celebra la Pascua, 17. -Liturgia eucarística de la Palabra, 17. -Liturgia eucarística del Sacrificio, 17. -Institución de la eucaristía, 18. -La agonía de Getsemaní, 19. -La libre ofrenda de la Cruz, 20. -Resurrección de Cristo, 21. -El sacrificio de la Nueva Alianza, 21. -En el signo de la Cruz, 23. -Stabat Mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa, 25.

3. El misterio de la liturgia

Ascensión del Señor a los cielos, 26. -El pueblo cristiano sacerdotal, 27. -El sacerdote, ministro representante de Cristo, 28. -Lo sagrado cristiano, 29. -La disciplina sagrada de la sagrada liturgia, 30. -Que la mente concuerde con la voz, 30. -Y que la voz se oiga y entienda, 30.

4. La liturgia de la eucaristía

Nombres, 32. -Lugar de la celebración, 32. -Estructura fundamental de la misa, 33.

I. Ritos iniciales

Canto de entrada, 34. -Veneración del altar, 34. -La Trinidad y la Cruz, 34. -Amén, 35. -Saludo, 35. -Acto penitencial, 35. -Señor, ten piedad, 36. -Gloria a Dios, 37. -Oración colecta, 37.

II. Liturgia de la Palabra

Cristo, Palabra de Dios, 38. -Recibir del Padre el pan de la Palabra encarnada, 39. -La doble mesa del Señor, 39. -Lecturas en el ambón, 40. -El leccionario, 41. -Profeta, apóstol y evangelista, 41. -El Credo, 43. -La oración universal u oración de los fieles, 43.

III. Liturgia del Sacrificio

A. Preparación de los dones

El pan y el vino, 44. -Oraciones de presentación, 44. -Súplicas del sacerdote y del pueblo, 45. -Oración sobre las ofrendas, 45.

B. Plegaria eucarística

El ápice de toda la celebración, 45. -Las diversas plegarias eucarísticas, 46. -Prefacio, 47. -Santo-Hosanna, 47. -Invocación al Espíritu Santo (1ª), 48. -Relato-consagración, 49. -Memorial, 50. -Y ofrenda, 50. -Invocación al Espíritu Santo (2ª), 51. -Intercesiones, 52. -Ofrecer misas por los difuntos, 52. -Doxología final, 53.

C. La comunión

El Padrenuestro, 53. -La paz, 54. -La fracción del pan, 55. -Cordero de Dios, 55. -La comunión, 56. -Disposiciones exteriores para la comunión, 57. Disposiciones interiores para la comunión frecuente, 57. -La oración post-comunión, 59. -Comunión y santidad, 60. -Los santos y la comunión eucarística, 60.

IV. Rito de conclusión

Saludo y bendición, 63. -Despedida y misión, 63.

5. Fuente y cumbre

Eucaristía y vida cristiana, 64. -Eucaristía y vida sacramental, 65. -Eucaristía y Liturgia de las Horas, 65. -El Misal de los fieles, 65. -El culto de la eucaristía fuera de la misa, 66. -La eucaristía, «prenda de la gloria futura», 66. -María y la eucaristía, 67.

I Apéndice

Textos eucarísticos primitivos

La Doctrina de los doce apóstoles (Dídaque), 69. -San Justino, 70. -San Ireneo, 71. -Traditio apostolica, 71. -Orígenes, 72. -San Cipriano, 73. -Eusebio de Cesarea, 73. -San Atanasio, 74.

II Apéndice

Ordinario de la Misa

Siglas

Catecismo = Catecismo de la Iglesia Católica, 1992.

Código = Código de Derecho Canónico, 1983.

Dominicae Coenae = Carta de Juan Pablo II, 1980.

Denz = Enchiridion Symbolorum, Denzinger-Schönmetzer.

Eucharisticum mysterium = Instrucción S. C. Ritos, 1967.

MG = Patrologia graeca, J. P. Migne.

ML = Patrologia latina, J. P. Migne.

Mysterium fidei = encíclica de Pablo VI, 1965.

OGMR = Ordenación general del Misal Romano, 1969.

PE = Plegaria eucarística.

SC = Sacrosanctum Concilium, constitución del Vaticano II, 1963.

STh = Summa Theologica, Santo Tomás de Aquino.

Bibliografía

JUNGMANN, J.A., El sacrificio de la Misa, Madrid, BAC 68, 19593.

LECUYER, J., El sacrificio de la Nueva Alianza, Barcelona, Herder 1969.

PARDO, A., Liturgia de la eucaristía. Selección de documentos posconciliares, coedit. Libros de la Comunidad 1981.

RIVERA, J. - IRABURU, J. M., Síntesis de espiritualidad católica, Pamplona, Fundación GRATIS DATE 19944.

SAYÉS, J.A., La presencia real de Cristo en la eucaristía, Madrid, BAC 386, 1976. -El misterio eucarístico, ib. 482, 1986. -La eucaristía, Madrid, EDAPOR 1981.

SOLANO, J., Textos eucarísticos primitivos I-II, Madrid, BAC 88 y 118, 1978 y 1979.

SUSTAETA, J.M., Misal y eucaristía, Valencia, Fac. Teología, 1979.

VELADO GRAÑA, B., Vivamos la santa Misa, Madrid, BAC pop. 1986

 

 

Introducción

 

Centralidad de la eucaristía: fuente y cumbre

La Iglesia siempre ha comprendido que su centro vivificante está en la eucaristía, que hace presente a Cristo, continuamente, en el sacrificio pascual de la redención. En la santa misa, el mismo Autor de la gracia se manifiesta y se da a los fieles, santificándoles y comunicándoles su Espíritu. El Vaticano II afirma por eso con verdadera insistencia que la eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a; +CD 30f; PO 5bc, 6e; UR 6e). Ella es, secretamente, como decía Pablo VI, «el corazón» de la vida de la Iglesia (Mysterium fidei). Como la sangre fluye a todo el cuerpo desde el corazón, así del Corazón de Cristo en la eucaristía fluye la gracia a todos los miembros de su cuerpo.

«La celebración de la misa -afirma la Ordenación general del Misal Romano-, como acción de Cristo y del Pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia universal y local y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica en Cristo al mundo y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios. En ella, además, se recuerdan a lo largo del año los misterios de la redención de tal manera, que en cierto modo éstos se nos hacen presentes. Así pues, todas las demás acciones sagradas y cualesquiera obras de la vida cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se ordenan» (OGMR 1).

Ignorancia de la misa

Hay que reconocer, sin embargo, que, a pesar de esa centralidad indudable, son pocos los cristianos que tienen acerca de la eucaristía un conocimiento de fe suficiente.

Y esa ignorancia litúrgica viene de lejos. La Iglesia de nuestros padres y antepasados -que en tantas cosas, si somos humildes, se nos muestra ahora admirable-, padecía, sin embargo, notables ignorancias en materia de liturgia. Todavía hoy, los cristianos de mayor edad saben que, cuando eran niños o muchachos, era normal que durante la misa se rezara el rosario, o se hicieran desde el púlpito novenas y predicaciones morales, que sólo cesaban durante el tiempo de la consagración, para seguir después. Recuerdan también las misas de comunión general o aquellas especialmente solemnes, que se celebraban ante la Custodia expuesta. En alguna ocasión habrían visto cómo en una misma iglesia, en distintos altares laterales, varios sacerdotes solos celebraban diversas misas. O es posible que recuerden cómo su párroco, a primera hora del día, rezaba completo el Oficio Divino, para quedar ya libre de él durante toda la jornada...

¿Cómo pudo la Iglesia, incluso en excelentes cristianos, ir derivando en su vida litúrgica a situaciones tan anómalas? Son muchas y graves las causas, pero aquí sólamente señalaremos una. La capacidad de los fieles para comprender y participar activamente en los sagrados misterios va disminuyendo, más o menos desde el Renacimiento, a medida que va creciendo en la espiritualidad del Occidente cristiano un voluntarismo de corte semipelagiano. La clave de la santificación, entonces, no está tanto en la gratuidad de la liturgia sino en el esfuerzo de la ascética. Y en ésta es, durante los últimos siglos, donde centran su atención los autores espirituales.

Renovación litúrgica

En este sentido, la renovación litúrgica impulsada por el Vaticano II es un don inmenso del Espíritu Santo a la Iglesia actual. Es una gracia de cuya magnitud quizá no nos hemos dado cuenta todavía. Esta renovación, iniciada un siglo antes, no sólamente ha verificado los ritos litúrgicos en muchos aspectos, devolviéndoles su sencillez y su genuino sentido, sino que, sobre todo, ha impulsado la renovación espiritual litúrgica del mismo pueblo cristiano. En efecto, el concilio Vaticano II exhorta con insistencia a una renovada catequesis litúrgica -que, por otra parte, es imposible sin una simultánea catequesis bíblica (SC 41-46)-, especialmente en lo referente a la eucaristía.

Todos debemos ser muy conscientes de que la mejor formación espiritual cristiana está en aprender a participar plenamente de la eucaristía. En efecto,

«la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruídos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí» (SC 48).

Es honrado comprobar, sin embargo, que esta renovación de los fieles en temas litúrgicos no se ha producido sino muy escasamente. Todavía la mayor parte de los cristianos de hoy apenas entiende nada de lo que en la liturgia, concretamente en la eucaristía, se está celebrando. Los mayores -que ya venían, si vale la expresión, malformados-, porque apenas han recibido en estos decenios el complemento necesario de catequesis litúrgica que hubieran necesitado; y los más jóvenes, porque han tenido que sufrir catequesis escasamente religiosas, excesivamente éticas, muy poco capaces de revelar el mundo formidable de la gracia en la liturgia. Y así, unos y otros, aunque sean practicantes -para qué decir de los que no lo son-, entran con gran dificultad en las acciones sagradas de la misa; las siguen de lejos, con no pocas distracciones, tan devotamente como pueden, pero sin facilidad alguna para participar en ellas activa y conscientemente. Y no pocos sufren la mala conciencia de aburrirse durante la celebración de algo que saben tan santo...

Llamada a los asiduos de la misa

Los cristianos fieles conocen la eucaristía, ciertamente, entienden en la fe lo principal del misterio litúrgico: que allí está Cristo santificando más intensamente que en ningún otro momento. Y por eso acuden a la misa con devoción, y perseveran años y años en esa asistencia. Buscan a Cristo en la eucaristía con sincero corazón, y allí le encuentran. Esto es indudable.

Pero ellos mismos confiesan con frecuencia que tienen grandes dificultades habituales para seguir atentamente la misa, para participar en todos y cada uno de sus momentos sagrados con fácil y activa devoción... Muy pocos de ellos, si son padres, están en condiciones de «explicar a su hijo» la santa misa. No es raro, pues, que el hijo la vaya abandonando, y diga como excusa: «la misa no me dice nada». Y aún podría alegar: «¿Y cómo la podré entender, si nadie me la explica?» (Hch 8,31). Y el padre, a su vez podría decir: «¿Y cómo podré explicar a mi hijo lo que yo mismo apenas entiendo?»...

En la eucaristía, es evidente, debemos procurar que la mente esté atenta a las palabras y acciones de la celebración. Pero tantas veces esto no se da. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que, incluso en personas de buen espíritu, sea más frecuente en la misa la distracción que la atención? Si en la misa se dicen cosas tan grandiosas y bellas, tan formidables y estimulantes, y después de todo tan sencillas, ¿cómo es que tantos fieles no logran habitualmente decirlas, interior o vocalmente, con sincero y entusiasta corazón? ¿Por qué algo tan fácil resulta a tantos tan difícil?

Pues, sencillamente, porque muchos cristianos no entienden suficientemente el acto litúrgico en el que, con su mejor voluntad, están participando. No es que tengan el corazón «lejos del Señor», no. Muchas veces, en ese mismo momento, estarán pensando en Él, suplicándole y alabándole. Lo que ocurre es que, psicológicamente, viene a ser en la práctica imposible atender sin entender. No es posible mantener la atención en palabras y gestos cuya significación en gran parte se ignora.

El sacerdote, por ejemplo, dice: «Orad, hermanos»... Y el pueblo responde: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». ¿Por qué, tantas veces, esa respuesta tan hermosa viene dada por el pueblo sin atención ni intensidad? Pues porque muchos fieles apenas saben que la eucaristía es realmente el sacrificio de la Nueva Alianza; porque no son suficientemente conscientes de que la alabanza y glorificación de Dios es el fin primordial de la Iglesia; porque apenas saben que están en la eucaristía para procurar el bien de la santa Iglesia, y no solo el bien personal propio... Para ser más exactos: todo eso lo saben por la fe, pero, por falta de formación bíblica y litúrgica, no lo tienen actualizado mental y afectivamente de un modo suficiente.

Es, pues, conveniente y necesario hacer sobre tan grave tema un examen humilde de conciencia. ¿Será posible que un cristiano asiduo a la eucaristía emplee cientos y miles de horas en leer los diarios o en desentrañar las Instrucciones que acompañan a sus ordenadores y máquinas domésticas, o que van referidas a tantas otras actividades necesarias o supérfluas, y que apenas haya dedicado en su vida un tiempo para informarse acerca de los sagrados misterios de la eucaristía, que constituyen sin duda el centro vital de su existencia? Sí, será posible, es posible. ¿Espera, acaso, este cristiano progresar en la participación eucarística por la mera repetición de asistencias? La realidad defrauda, sin duda, esta esperanza. ¿O quizá espere ese progreso espiritual de una cierta ciencia infusa?

Anímense, pues, los cristianos a procurar un mayor conocimiento de la liturgia de la misa, para que puedan celebrar los sagrados misterios con mayor provecho y gozo, y la mente en ellos concuerde con su voz.

Llamada a los cristianos alejados de la eucaristía

La vida cristiana es una vida eclesial, que tiene su corazón en la eucaristía. No puede haber, pues, vida cristiana en un alejamiento habitual de la eucaristía, y por tanto, de la Iglesia. Por eso la Iglesia, que nunca da leyes que no sean estrictamente necesarias, dispone en su Código de vida comunitaria: «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa» (cn. 1247). Manda esto la Iglesia porque está convencida de que los fieles no pueden permanecer vivos en Cristo si se alejan de la eucaristía de modo habitual y voluntario. Desde el comienzo de la Iglesia los cristianos han sido siempre hombres que el domingo celebran la eucaristía. Y así seguirá siéndolo hasta el fin de los siglos. Recordemos aquí sólamente algunos testimonios documentales:

Siglo I.-Jesús murió en la cruz «para congregar en uno a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). Por eso los que habían creído «perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan [la eucaristía] y en la oración» (Hch 2,42). «Reunidos cada día del Señor [el domingo], partid el pan y dad gracias [celebrad la eucaristía]» (Dídaque 14).

Siglo II.-«Celebramos esta reunión general [eucarística] el día del sol [el domingo], pues es el día primero, en el que Dios creó el mundo, y en que Jesucristo resucitó de entre los muertos» (San Justino, I Apología 67).

Siglo III.-«En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros. Cristo es vuestra cabeza, siempre presente, que os reune; no os descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros. No dividáis su cuerpo, no os disperséis» (Didascalia II,59,1-3).

Es clara, pues, y constante desde el principio de la Iglesia, la convicción de que los cristianos, ante todo, hemos sido congregados como pueblo sacerdotal, para ofrecer a Dios la eucaristía, el sacrificio de la Nueva Alianza. En medio de una humanidad que da culto a la criatura y se olvida de su Creador, despreciándolo (+Rm 1,18-25), ésa es, como asegura San Pedro, nuestra identidad fundamental:

«vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo». Así pues, «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,5.9).

Sería vano excusarse de la asistencia a la eucaristía, alegando que, sin ella, puede vivirse la moral evangélica, que es lo más importante. Sí, hemos sido llamados los cristianos a una vida moral nueva, que sea en el mundo luz, sal y fermento. Es cierto. Pero recordemos sobre esto dos verdades fundamentales:

1º- La primera obligación moral del hombre es ésta: «al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo darás culto» (Mt 4,10).

Lo más injusto, lo más horrible, desde el punto de vista moral -peor que la mentira, la calumnia o el robo, el homicidio o el adulterio-, es que los hombres se olviden de su Creador, «no le glorifiquen ni le den gracias», y vengan así, aunque sea sólamente en la práctica, a «adorar a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,21.25). Y de esa miserable irreligiosidad, precisamente, es de donde vienen todos los demás pecados y males de la humanidad (1,24-32).

2º- La fe cristiana nos asegura que es la eucaristía la clave necesaria para toda transformación moral. Cree en lo que afirma Cristo: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). En la misa, no sólo el pan y el vino se convierten en el Cuerpo de Cristo, sino también la asamblea de los creyentes se va convirtiendo en Cuerpo místico de Cristo. Participando asiduamente en la eucaristía es precisamente como los discípulos de Jesús «nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).

Por otra parte, recuerden también los cristianos alejados que es Cristo mismo quien nos convoca a la eucaristía con todo amor y con toda autoridad. Celebrarla a lo largo de los días y de los siglos es para nosotros un mandato del Señor, no un simple consejo:

«En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,53.56). Así pues, «tomad, comed mi cuerpo y bebed mi sangre. Haced esto en memoria mía» (+Mt 26,26-28; 1Cor 11,23-26).

Escuchemos, pues, la voz de Cristo y de la Iglesia, que desde el fondo de los siglos, hoy y siempre, nos está llamando a la participación asidua en la eucaristía. No despreciemos a Cristo, no menospreciemos la «doble mesa del Señor», en la que Él mismo nos alimenta primero con su Palabra, y en seguida con su propio Cuerpo.

Los alejados, al no asistir habitualmente a la eucaristía, se privan así del pan de la palabra divina y del pan del cuerpo de Cristo. «La palabra del Señor es para ellos algo sin valor: no sienten deseo alguno de ella» (Jer 6,10). Y el pan del cielo no les sabe a nada: «se nos quita el apetito de no ver más que maná» (Núm 11,6). Lo que ellos desean, según se ve, es la comida de Egipto: «carne y pescado, pepinos y melones, puerros, cebollas y ajos» (11,5).

Así las cosas, el Señor se queja con gran amargura, diciendo a sus hijos alejados: «Pasmáos, cielos, de esto, y horrorizáos sobremanera, palabra del Señor. Ya que es un doble crimen el que ha cometido mi pueblo: Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua» (Jer 2,12-13). «¡Ah! Mi pueblo está loco, me ha desconocido» (4,22).

Que en no pocas Iglesias locales descristianizadas un 50, un 80 % de los bautizados viva habitualmente alejado de la eucaristía es un espanto, es una inmensa ceguera, es algo que no es posible sin una inmensa y generalizada falsificación voluntarista del cristianismo. Por eso a todos los cristianos alejados les exhortamos, como el apóstol San Pablo, «con temor y temblor» (1Cor 2,3), y «con gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2Cor 2,4). «En el nombre de Cristo os suplicamos» (2Cor 5,20): «no os engañéis» (1Cor 6,9; 15,33; Gál 6,7), pensando que la eucaristía no os es necesaria, «no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). «Miremos los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como acostumbran algunos» (Heb 10,24-25).

Quiera Dios que las páginas que siguen sean una ayuda para los cristianos que «perseveran en oir la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan», y un estímulo también para aquellos cristianos que viven, que malviven, alejados de la eucaristía, donde Cristo se manifiesta y se comunica a sus fieles.

1

Los sacrificios de la Antigua Alianza

Religiosidad natural del sacrificio

Casi todas las religiones naturales, en unas u otras formas, han practicado sacrificios cultuales, y los han ofrecido mediante sacerdotes, hombres especialmente destinados a ese ministerio. En efecto, partiendo de que es connatural al hombre expresar su espíritu interior por medio de signos sensibles, Santo Tomás deduce que es natural que «el hombre use de ciertas cosas sensibles, que él ofrece a Dios como signo de la sujeción y del honor que le debe». Ahora bien, «siendo esto precisamente lo que se expresa en la idea de sacrificio, se sigue que la oblación de sacrificios pertenece al derecho natural» (STh II-II,85,1).

El sacrificio exterior-litúrgico es, pues, signo del sacrificio interior-espiritual, por el cual el hombre, él mismo, se entrega devotamente a su Creador, y sólo a Él, en alabanza y acción de gracias, en súplica de perdón y de favor (+85,2; III,82,4). Y suele implicar algún modo de alteración del bien ofrecido a Dios: perfume derramado, incienso quemado, animal sacrificado.

Pues bien, el sacrificio redentor de Jesucristo lleva a su plenitud, en la eucaristía de la Iglesia, una larga, muy larga, historia religiosa de la humanidad. Y en esto, como en otro lugar hemos escrito, conviene recordar que

«hay una continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla, elevarla, no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta la adoración cristiana "en espíritu y en verdad" (Jn 4,24)» (Rivera-Iraburu, Síntesis 92).

Religiosidad judía del sacrificio

La vida religiosa de Israel es organizada minuciosamente por el mismo Dios, Creador del cielo y de la tierra. Sabemos por la Escritura que Yavé instituye sacrificios cultuales y expiatorios, para fomentar por ellos en su Pueblo el espíritu de alabanza y de reparación por el pecado.

«El Señor habló a Moisés:... Éstas son las festividades del Señor en las que os reuniréis en asamblea litúrgica y ofreceréis al Señor oblaciones, holocaustos y ofrendas, sacrificios de comunión y libaciones, según corresponda a cada día. Además de los sábados del Señor, además de vuestros dones y cuantos sacrificios ofrezcáis al Señor, sea en cumplimiento de un voto o voluntariamente» (Lev 23,33.37-38).

Y en el Nuevo Testamento, la carta a los Hebreos nos enseña que todos estos múltiples sacrificios de la Antigua Alianza no eran sino una figura anticipadora del único sacrificio de Cristo, ofrecido en la Cruz. Recordemos, pues, ahora, aquellos antiguos sacrificios judíos, al menos los más significativos, para entender mejor el sacrificio único de la Nueva Alianza.

Abraham y el sacrificio de su hijo Isaac (Gén 22)

Hacia el año 1850 (a.C.), es decir, en los mismos comienzos de la historia de la salvación, «quiso Dios probar a Abraham», y le mandó ir a un monte, para que le ofreciera allí en holocausto a su unigénito amado, Isaac.

Sin dudarlo un momento, Abraham va con su hijo a un monte de Moriah indicado por Dios. Por el camino le dice Isaac: «Padre mío... Aquí llevamos fuego y leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». Respondió Abraham: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». Y cuando ya alzaba el cuchillo para sacrificar a su propio hijo, el ángel del Señor detuvo su mano.

Vemos, pues, ya, al comienzo mismo de la historia sagrada, cómo vincula Dios misteriosamente la salvación de los hombres al sacrificio de un «hijo unigénito», sustituido finalmente por un «cordero»...

Pero sigue la historia, y los hijos de Abraham, Isaac y Jacob, hacia 1700 (a.C.), se ven obligados por el hambre a abandonar Palestina, para emigrar como esclavos a Egipto, donde permanecerán durante varios siglos.

Sacrificio del cordero pascual, al salir de Egipto (Éx 12)

Hacia 1250 (a.C.), por fin, el fuerte brazo de Yavé va a intervenir en favor de su pueblo, dándole libertad y autonomía nacional, un culto y leyes propias, como conviene a la nación que está llamada en este mundo a ser el Pueblo de Dios.

Yavé da entonces a Moisés las órdenes necesarias. Cada grupo familiar debe tomar una res lanar, cordero o cabrito, «sin mácula, macho, de un año». Y el catorce del mes de Nisan, lo degollará en el crepúsculo vespertino. Su sangre marcará las puertas de los israelitas, para que así el ángel que va a exterminar a todos los primogénitos de Egipto pase de largo. Su carne, asada al fuego, será comida de prisa, ceñida la cintura, con el bastón en la mano, listos todos para salir de Egipto: «¡Es la Pascua de Yavé!». «Este día será para vosotros memorable, y lo festejaréis como fiesta en honor de Yavé; lo habéis de festejar en vuestras sucesivas generaciones como institución perpetua».

Moisés cumple estas órdenes, y manda a su pueblo: «¡Inmolad la Pascua!... Habéis de observar esta ordenanza como institución perpetua para ti y tus hijos. Y cuando hayáis llegado al país que Yavé os va a dar, conforme su promesa, y observéis este rito, si vuestros hijos os preguntán: "¿Qué significa tal rito para vosotros?", responderéis: "Es el sacrificio de la Pascua en honor de Yavé"».

Después de cuatrocientos treinta años de esclavitud y exilio, el sacrificio del Cordero pascual, seguido inmediatamente del paso del Mar Rojo (Éx 14), significa, pues, para Israel su propio nacimiento como Pueblo de Dios, y será celebrado cada año en las familias judías como memorial permanente de aquella liberación primera.

Moisés, en el sacrificio del Sinaí, sella la Antigua Alianza (Éx 24)

Poco después, al sur de la península arábiga, Yavé, por medio de Moisés, en el marco formidable del monte Sinaí, va a establecer solemnemente la Alianza con su pueblo elegido:

«Escribió Moisés todas las palabras de Yavé y, levantándose temprano por la mañana, construyó al pie de la montaña un altar con doce piedras, por las doce tribus de Israel». Sobre él se «inmolaron toros en holocausto, víctimas pacíficas a Yavé». Moisés, entonces, «tomó el libro de la alianza, y se lo leyó al pueblo, que respondió: "Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y obedeceremos". Tomó después la sangre y la esparció sobre el pueblo, diciendo: "Ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé sobre todos estos preceptos"».

Así pues, en esta gran ceremonia litúrgica, una vez celebrada la liturgia de la palabra, se realiza la liturgia del sacrificio, y en la sangre derramada viene a sellarse la Alianza Antigua de amor mutuo que une a Yavé con su Pueblo.

Posteriormente, ya en la tierra de Canán, vivirá Israel bajo la autoridad de Jueces (1220 a.C.) y de Reyes (1030 a.C.). Después de Saúl, reinará el gran David (1010 a.C.), cuyo hijo Salomón construirá el Templo, un lugar estable y grandioso, en lo alto del monte Sión, destinado al culto de Yavé... Así van pasando los siglos, y mientras el Señor, en su bondad misericordiosa, permanece siempre fiel a la Alianza, son muchas las veces en que Israel, su pueblo, su esposa, la quebranta miserablemente.

Elías, en el sacrificio del Carmelo, restaura la Alianza violada (1Re 16-18)

Una de las más horribles infidelidades de Israel se produce hacia el año 850 (a.C.), cuando, después de Basá y de sus malvados sucesores, reina sobre Israel el rey Ajab: «Él hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían precedido». Después de casarse con Jezabel, hija del rey de Sidón, comienza a dar culto a Baal, y alza en su honor altares idolátricos, fomentando en Israel su culto. Jezabel, por su parte, hace cuanto puede para eliminar a todos los profetas de Yavé... El principal de ellos, Elías, ha de huir y esconderse, hasta el día que el Señor quiera.

En efecto, llega el día en que el profeta Elías consigue que Ajab reuna al pueblo de Israel en el monte Carmelo, que, a la altura de Nazaret, se alza sobre el Mediterráneo. Él es el único profeta de Yavé, y a la asamblea decisiva acuden cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Ha llegado el momento de plantear claramente al pueblo: «¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros claudicando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal, id tras él». Sin embargo, a tan clara pregunta, «el pueblo no respondió nada».

Acude entonces Elías a una espectacular prueba de Dios. Preparen los profetas de Baal el sacrificio de un buey, y Elías preparará otro. Invoquen unos y otro el fuego divino para el holocausto. «El Dios que respondiere con el fuego, ése sea Dios». Esto sí convence al pueblo, que aprueba: «Eso está muy bien».

Los profetas de Baal, de la mañana al mediodía, se desgañitan llamando a su Dios, saltando según sus ritos, sangrándose con lancetas. Todo inútil. Elías ironiza: «Gritad más fuerte; es dios, pero quizá esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o quizá esté de viaje»...

«Entonces Elías dijo a todo el pueblo: Acercáos». Y tomando «doce piedras, según el número de las tribus de los hijos de Jacob, alzó con ellas un altar al nombre de Yavé». Hizo cavar en torno al altar una gran zanja, que mandó llenar de agua. Y después clamó: «"Yavé, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel... Respóndeme, para que todo este pueblo conozca que tú, oh Yavé, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón". Bajó entonces fuego de Yavé, que consumió el holocausto y la leña,las piedras y el polvo, y aún las aguas que había en la zanja. Viendo esto el pueblo, cayeron todos sobre sus rostros y dijeron: "¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!"».

Así fue como el gran profeta Elías, en la sangre de aquel sacrificio del monte Carmelo, restauró entre Yavé y su Pueblo la Alianza quebrantada.

Isaías y el cordero sacrificado para salvación de todos

Entre los años 746 y 701 (a.C.) suscita Dios la altísima misión profética de Isaías. La segunda parte de su libro (40-55), contiene los Cantos del Siervo de Yavé, al parecer compuestos por los años 550-538 (a.C.). Pues bien, en esta profecía grandiosa, que se cumplirá en Jesucristo, se anuncia que Dios, en la plenitud de los tiempos mesiánicos, dispondrá el sacrificio de un cordero redentor.

«He aquí a mi siervo, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la Ley a las naciones... Yo te he formado y te he puesto por Alianza para mi pueblo, y para luz de las gentes»... (42,1.6). «Tú eres mi siervo, en ti seré glorificado» (49,3).

«He aquí que mi Siervo prosperará, será engrandecido y ensalzado, puesto muy alto... Se admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca, al ver lo que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído» (52,13-15).

«No hay en él apariencia ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada.

«Pero fue él, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros.

«Maltratado y afligido, no abrió la boca como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, cuando era arrancado de la tierra de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo...

«Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días, y en sus manos prosperará la obra de Yavé... El Justo, mi siervo, justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín: por haberse entregado a la muerte, y haber sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores» (53,2-12).

Los múltiples sacrificios de Israel

Hemos evocado hasta aquí aquellas principales figuras de la Antigua Alianza, que anuncian y anticipan el sacrificio único y definitivo de la Alianza Nueva. Añadiremos todavía algunos datos más sobre los ritos sacrificiales de Israel.

En Israel, como en otros pueblos, el sacrificio es una acción ritual por la que se ofrece a Dios algún bien creado, privándose de él en todo o en parte, para expiar por el pecado (Miq 6,6-7), para eliminar la culpa y la impureza (Lev 14,4-7.52; 16,21-25; Dt 21,1-9), para expresar devoción y adoración, y para ganarse, en fin, el favor y la protección de Dios. En efecto, no conviene que las criaturas se acerquen a su Creador si no es en actitud de perfecta sumisión y agradecimiento. Es el mismo Dios quien así lo manda: «No te presentarás ante mí con las manos vacías» (Ex 23,15; 34,20).

Antes de seguir adelante, es importante advertir aquí que los israelitas -a diferencia de babilonios, egipcios y otros pueblos antiguos-, protegidos por la Palabra divina, nunca creyeron que la Divinidad necesitase ser alimentada con los sacrificios y libaciones rituales. Yavé, en efecto, dice a su pueblo: «Las fieras de la selva son mías, tengo a mano cuanto se agita en los campos. Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena es mío» (Sal 50,8-13). No es Dios quien «necesita» los sacrificios rituales; es el hombre el que está necesitado de hacerlos, para, ofreciendo al Señor parte de los dones de Él recibidos, afirmar así su propio corazón en la sumisión y en el amor, y expiar por tantos abusos cometidos en las criaturas, con desprecio de su Creador. La misma verdad inculcará San Pablo a los atenienses, tan apegados a la veneración de sus templos: «siendo Señor del cielo y de la tierra, él no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch 17,24-25).

El pueblo de Israel ofrece, pues, al Señor de sus propios bienes, de sus medios de sustento, y hace sobre todo víctimas animales de sus propios ganados. Ofrece también pan, vino, aceite u otros alimentos, o incluso oro y plata (Núm 7,31-50). Hace oblación de las primicias de los frutos del campo o de los ganados. Y según la condición nómada o sedentaria del pueblo, cambian, lógicamente, las ofrendas presentadas al Señor.

En estos sacrificios la víctima puede ser ofrecida totalmente, como en el caso del holocausto o sacrificio total. Pero otras veces se ofrece sólo una parte de la víctima, la grasa, los riñones, y sobre todo la sangre, es decir, lo que es tenido como fundamento de la vida (Lev 3; 17,10-14), y el resto es consumido en un banquete sacrificial (Dt 12,23-27). También en ocasiones se hace aspersión de la sangre victimal sobre el altar y el pueblo (Ex 24,3-8)

Los profetas y el culto de Israel

La legislación sacerdotal y las prescripciones rabínicas configuran al paso de los siglos, particularmente acerca del culto ofrecido en el Templo, un mundo ritual sumamente minucioso, en cuyos detalles no entraremos. Se multiplican más y más los sacrificios de purificación o de expiación, de acción de gracias o de reparación, matutinos o vespertinos, etc. Y el pueblo judío, perdido a veces entre las exterioridades rabínicas, no pocas veces no tiene escrúpulos de conciencia para unir a esas prácticas rituales externas una vida moral indigna, desleal, injusta, como si la salvación viniera de la eficacia mágica de ciertas prácticas rituales reiteradas, y no estuviera más bien reservada para -como suele decirse en la Biblia- «los que aman al Señor y cumplen sus mandatos» (+Sir 2,15-16; Dan 9,4; Sal 118; +Jn 14,15; 15,10). El sacrificio exterior, entonces, es algo completamente vacío, pues no va unido al sacrificio interior, es decir, a la ofrenda personal.

Contra esa ignominia claman una y otra vez los profetas de Israel. En efecto, el mismo Yavé que ha suscitado esos ritos cultuales, suscita también profetas y autores sapienciales que con su enseñanza purifican al pueblo de esos errores gravísimos, como también purifican los ritos judíos de toda adherencia idolátrica bastarda (Is 1,10-16; 29,13; Jer 7, 4-23; Ez 16,16-19; Os 4,8-18; 8,4-6.11-13; Am 5,21-27; Miq 6,6-8).

((Es falso, sin embargo, afirmar que los profetas de Israel condenasen el culto y los sacrificios. Los profetas, lo mismo que los salmistas (Sal 39,7-11; 68,31-32), reverencian el culto del Templo (Is 30,29), y se duelen de que los desterrados se vean privados de él (Os 9,4-6).))

Así pues, cuando Jesucristo condena toda exterioridad religiosa que esté vacía de verdad interior, hace suya, esta tradición profética: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,79 = Is 29,13). «Prefiero la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios al holocausto» (Mt 9,13 = Os 6,6). «Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones» (Mt 21,13 = Jer 7,7-11).

2 El sacrificio de la Nueva Alianza

En la plenitud de los tiempos, después de treinta años de vida oculta, nuestro Señor Jesucristo -el Mesías de Dios (Lc 9,20), el Hijo del Altísimo, el Santo (Lc 1, 31-35), nacido de mujer (Gál 4,4), nacido de una virgen (Is 7,14; Lc 1,34), enviado de Dios (Jn 3,17), esplendor de la gloria del Padre (Heb 1,3), anterior a Abraham (Jn 8,58), Primogénito de toda criatura (Col 1,15), Principio y fin de todo (Ap 22,13), santo Siervo de Dios (Hch 4,30), Consolador de Israel (Lc 2,25), Príncipe y Salvador (Hch 5,31), Cristo, Dios bendito por los siglos (Rm 9,5)-, durante tres años, predicó el Evangelio a los hombres como Profeta de Dios (Lc 7,16), mostrándose entre ellos poderoso en obras y palabras (24,19).

Y una vez proclamada la Palabra divina, consumó su obra salvadora con el sacrificio de su vida. Primero la Palabra, después el Sacrificio.

El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo

En cuanto Jesús inicia su misión pública entre los hombres, Juan el Bautista, su precursor, le señala con su mano y le confiesa repetidas veces con su boca: «ése es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). Él es el que tiene poder para vencer el pecado de los hombres, Él va a ser verdaderamente nuestro Salvador.

Jesucristo, por su parte, es plenamente consciente de su condición de Cordero de Dios, destinado al sacrificio pascual, para la gloria del Padre y la salvación de los hombres. Si Juan Bautista, siendo sólo un hombre, en cuanto lo ve, reconoce en él «el Cordero» dispuesto por Dios para el definitivo sacrificio purificador del mundo, ¿no iba el mismo Cristo a ser consciente de su propia vocación? Porque Cristo conoce el designio del Padre, anunciado en las Escrituras, por eso se reafirma siempre en la misión redentora que le es propia, y por eso rechaza inmediatamente -como sucede en las tentaciones diabólicas del desierto- toda tentación de mesianismos triunfalistas.

Por otra parte Jesús, en varias ocasiones, avanzando serenamente hacia la cruz, meta de su vida temporal, predice su Pasión a los discípulos: «Entonces comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser entregado a la muerte, y resucitar al tercer día» (Mt 16,21; +17,22-23; 20,17-19). «Ellos no entendieron nada de esto, y estas palabras quedaron veladas. No entendieron lo que había dicho» (Lc 18,34). Era para ellos inconcebible que su Maestro, capaz de resucitar muertos, pudiera ser maltratado y llevado violentamente a la muerte.

En estas ocasiones, y en muchas otras, el Señor se muestra siempre consciente de que va acercándose hacia una muerte sacrificial y redentora. Él es el Pastor bueno, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Él es «el grano de trigo que cae en tierra, muere, y consigue mucho fruto» (12,24). Y por eso asegura: «levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (12,32; +8,28)...

La multiplicación de los panes

En el tercer año, probablemente, de su vida pública, nuestro Señor Jesucristo, estando con miles de hombres en un monte, junto al lago de Tiberíades, poco antes de la Pascua judía, realiza una prodigiosa multiplicación de los panes y de los peces (Jn 6,1-15).

Más tarde, regresó a Cafarnaúm, y allí predicó, anunciando la eucaristía, sobre el pan de vida, un alimento infinitamente superior al maná que Moisés dio al pueblo en el desierto: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida... El que me come vivirá por mí» (6,48-59).

Muchos se escandalizaron de estas palabras, que consideraron increíbles. Y «desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían». Pero los Doce permanecieron con Él, diciendo: «Señor ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (6,60-69).

Jesucristo, entre Moisés y Elías

También, seguramente, en el año tercero de su ministerio público, Jesús, un día que se fue al monte con Pedro, Santiago y Juan, «mientras oraba», se transfiguró completamente, como si «la plenitud de la divinidad, que en él habitaba corporalmente» (Col 2,9), y que normalmente quedaba velada por su humanidad sagrada, fuese ahora revelada por esa misma humanidad santísima (Mt 17,1-13; Mc 9,2-13; Lc 9,28-36).

Extasiados los tres apóstoles, vieron de pronto que «se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Él». «Ellos también aparecían resplandecientes, y hablaban de su muerte, que había de tener lugar en Jerusalén». Y al punto salió de la nube la voz del Padre, garantizando a Jesús: «Éste es mi hijo, el predilecto: escuchadle».

Jesús, antes de sellar con su sangre una Alianza Nueva y definitiva, recibe así ante sus tres íntimos discípulos el testimonio de Moisés, el mediador de la Antigua Alianza, y de Elías, el que la restauró. Uno y otro cumplieron su misión sobre un altar de doce piedras, con sangre de animales sacrificados; y Jesús, en la última Cena, lo hará también sobre la mesa de los doce apóstoles, pero esta vez con su propia sangre. Por tanto, el mayor de los patriarcas, Moisés, y el principal de los profetas, Elías, dan testimonio de Jesús. Todo el misterio pascual de Cristo es, pues, un pleno cumplimiento de «la Ley y los profetas» (+Mt 5,17; 7,12; 11,13; 22,40).

Se decide la muerte de Cristo

La resurrección de Lázaro, ocurrida en Betania, a las puertas de Jerusalén, y poco antes de la Pascua, exaspera totalmente el odio que hacia Cristo se había ido formando, sobre todo entre las personas más influyentes de Jerusalén.

«¿Qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros?... ¿No comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo?... Profetizó así [Caifás] que Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo, sino para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos. Desde aquel día tomaron la resolución de matarle. Jesús, pues, ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11, 45-54).

Jesús celebra la Pascua

Los sucesos van a precipitarse poco después: la unción de Jesús en Betania, su entrada triunfal en Jerusalén, el pacto de Judas con el Sanedrín y, finalmente, en el Cenáculo, la celebración de la Pascua judía. En ella, hasta el último momento, observa Cristo con los doce -«conviene que cumplamos toda justicia» (Mt 3,15)- cuanto Moisés había prescrito en este rito, instituído como memorial perpetuo:

«Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con sus apóstoles. Y les dijo: He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la comeré hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y tomando una copa, dio gracias y dijo: Tomadla y repartidla entre vosotros. Pues os digo que no beberé ya del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios» (Lc 22,14-28).

Liturgia eucarística de la Palabra

Gracias al apóstol Juan (Jn 13-17), conocemos al detalle el Sermón de la Cena, esa grandiosa Liturgia de la Palabra, en la que Jesucristo revela plenamente la caridad divina trinitaria, proclamando con máxima elocuencia la Ley evangélica: el amor a Dios y el amor a los hombres.

-Amor a Dios: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (14,31), «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Jesucristo entiende la cruz como la plena revelación de su amor al Padre; como la proclamación plena del primer mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al Padre, y así hay que obedecerle; hasta dar la vida por su gloria».

-Amor a los hombres: «Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin extremadamente los amó» (Jn 13,1). Y les dijo: «Amáos los unos a los otros, como yo os he amado» (13,34). «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (15,13). El Señor entiende, pues, su cruz como la plena proclamación del segundo mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al prójimo, hasta dar la vida por su bien».

Liturgia eucarística del Sacrificio

Cuatro relatos nos han llegado sobre la celebración primera del sacrificio de la Nueva Alianza, es decir, sobre la institución de la eucaristía. Los dos primeros, de Mateo y Marcos, son muy semejantes, y expresan la tradición litúrgica judía, de Jerusalén, llevada por Pedro a Roma. Los dos segundos testimonios representan más bien la tradición litúrgica de Antioquía, difundida en sus correrías apostólicas por Pablo y Lucas.

-Mateo 26,26-28. «Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dió, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre, del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de los pecados».

-Marcos 14,22-24. «Mientras comían, tomó pan y bendiciéndolo, lo partió, se lo dió y dijo: Tomad, éste es mi cuerpo. Tomando el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo: Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos».

-Lucas 22,19-20. «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dió, diciendo: Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Éste caliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».

-San Pablo, 1 Corintios 11,23-26. «Yo he recibido del Señor lo que os he transmitido; que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga».

Nótese que el relato de San Pablo, que se presenta explícitamente como «recibido del Señor», fue escrito en fecha muy temprana, hacia el año 55, y que a su vez refleja una tradición eucarística anterior.

Institución de la Eucaristía

Según esto, en la Cena del jueves realiza el Señor la entrega sacrificial de su cuerpo y de su sangre -«mi cuerpo entregado», «mi sangre derramada»-, anticipando ya, en la forma litúrgica del pan y del vino, la entrega física de su cuerpo y de su sangre, la que se cumplirá el viernes en la cruz.

-La acción ritual. Conforme a la tradición judía del rito pascual, el Señor «toma», «da gracias» a Dios (bendice), «parte» el pan y lo «reparte» entre los discípulos. Son gestos también apuntados en la multiplicación de los panes (Jn 6,11) o en las apariciones de Cristo resucitado (Emaús, Lc 24,30; pesca milagrosa, Jn 21,13).

-Cordero pascual nuevo. «Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado» (1Cor 5,7), para la salvación de todos. Hemos sido, pues, rescatados «no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha, ya conocido antes de la creación del mundo, y manifestado al fin de los tiempos por amor vuestro» (1Pe 1,18-20). San Juan en el Apocalipsis menciona veintiocho veces a Cristo como Cordero. Y es justamente «el Cordero degollado» el que preside la grandiosa liturgia celestial (Ap 5,6.12).

-La Nueva Alianza. En la Cena-Cruz-Eucaristía establece Cristo una Alianza Nueva entre Dios y los hombres. Y esta vez la Alianza no es sellada con sangre de animales sacrificados en honor de Dios, sino en la propia sangre de Jesús: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre». La alianza del monte Sinaí queda definitivamente superada por la alianza del monte Calvario (+Ex 24,1-8; Heb 9,1-10,18).

«La eucaristía aparece al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo pueblo de Dios, liberado ahora por la pascua de Cristo y fundado sobre la sangre de la Nueva Alianza» (Sayés, El misterio eucarístico 107). La Cena pascual de Moisés marca el nacimiento de Israel como pueblo libre. La Cena pascual de Cristo funda permanentemente a la Iglesia, el nuevo Israel.

-Memorial perpetuo. Como la Pascua judía, la cristiana se establece como un memorial a perpetuidad: «haced esto en memoria mía». En la eucaristía, por tanto, la Iglesia ha de actualizar hasta el fin de los siglos el sacrificio de la cruz, y ha de hacerlo empleando en su liturgia la misma forma decidida por el Señor en la última Cena.

-Presencia real de Cristo. En la eucaristía el pan y el vino se convierten realmente en el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Ya no hay pan: «esto es mi cuerpo que se entrega»; ya no hay vino: «ésta es mi sangre que se derrama». Se trata, pues, de una presencia real, verdadera y substancial de Cristo.

-Pan vivo bajado del cielo. Y es una presencia que debe ser recibida como alimento de vida eterna: «Tomad y comed, mi carne es verdadera comida»; «tomad y bebed, mi sangre es verdadera bebida».

-Sacrificio de la Nueva Alianza. La Cena-Cruz-Eucaristía, por tanto, es un sacrificio: el sacrificio de la Nueva Alianza, que tiene a Cristo como Sacerdote y como Víctima. En efecto, «Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio... Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados» (Heb 10,12.14). Volveremos sobre esto una vez que hayamos contemplado la Pasión.

La agonía en Getsemaní

Jesús, en el Huerto de los Olivos, baja hasta el último fondo posible de la angustia humana (Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46). «Pavor y angustia» (Mc), «sudor de sangre» (Lc), desamparo de los tres amigos más íntimos, que se duermen; consuelo de un ángel; refugio absoluto en la oración: «pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»...

¿Es la muerte atroz e ignominiosa, que se le viene encima, «el cáliz» que Cristo pide al Padre que pase, si es posible? No parece creíble. El Señor se encarna y entra en la raza humana precisamente para morir por nosotros y darnos vida. Desea ardientemente ser inmolado, como Cordero pascual que, quitando el pecado del mundo, salva a los hombres, amándolos con amor extremo. Él no se echa atrás, ni en forma condicional de humilde súplica, ni siquiera en la agonía de Getsemaní o del Calvario. Por el contrario, cuando se acerca la tentación y le asalta -«¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?»-, él responde inmediatamente: «¡para esto he venido yo a esta hora!» (Jn 12,27). Y cuando Pedro rechaza la pasión de Jesús, anunciada por éste: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda», Cristo reacciona con terrible dureza: «Apártate de mí, Satanás, que me sirves de escándalo» (Mt 16,21-23).

No. El «cáliz» que abruma a Jesús es el conocimiento de los pecados, con sus terribles consecuencias, que a pesar del Evangelio y de la Cruz, van a darse en el mundo: ese océano de mentiras y maldades en el que tantos hombres van a ahogarse, paganos o bautizados, por rechazar su Palabra y por menospreciar su Sangre en los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Más aún, la pasión del Salvador es causada principalmente por el pecado de los malos cristianos que, despreciando el magisterio apostólico, falsificarán o silenciarán su Palabra; avergonzándose de su Evangelio, buscarán salvación, si es que la buscan, por otro camino; endureciendo sus corazones por la soberbia, despreciarán los sacramentos, y sobre todo la eucaristía, profanándola o alejándose de ella... En definitiva, es la posible reprobación final de pecadores lo que angustia al Señor, y le lleva a una tristeza de muerte.

Como bien señala la madre María de Jesús de Agreda, «a este dolor llamó Su Majestad cáliz». Y en esa angustia sin fondo pedía el Salvador a su Padre que, «siendo ya inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se perdiese»... Y eso es lo que, con lágrimas y sudor de sangre, Cristo suplica al Padre insistentemente, en una «como altercación y contienda entre la humanidad santísima de Cristo y la divinidad» (Mística Ciudad de Dios, 1212-1215).

La libre ofrenda de la Cruz

Importa mucho entender que en la cruz se entrega Cristo a la muerte libre y voluntariamente. Otras ocasiones hubo en que quisieron prender a Jesús, pero no lo consiguieron, «porque no había llegado su hora» (Jn 7,30; 8,20). Así, por ejemplo, en Nazaret, cuando querían despeñarle, pero él, «atravesando por medio de ellos, se fue» (Lc 4,30). Ahora, en cambio, «ha llegado su hora, la de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Y los evangelistas, al narrar el Prendimiento, ponen especial cuidado en atestiguar la libertad y la voluntariedad de la entrega que Cristo hace de sí mismo.

-Cristo Sacerdote se acerca serenamente al altar de la cruz. En el Huerto, recuperado por la oración de su estado espiritual agónico, sale ya sereno, plenamente consciente, al encuentro de los que vienen a prenderlo: conocía ciertamente que era Judas quien iba a entregarle (Jn 13,26), y «sabía todo lo que iba a sucederle» (18,4).

-Hasta en el prendimiento manifiesta Cristo su poder irresistible. Sin esconderse, Él mismo se presenta: «Yo soy [el que buscáis]». Y al manifestar su identidad, todos caen en tierra (Jn 18,5-6). Ese yo soy [ego eimi] en su labios es equivalente al yo soy de Yavé en los libros antiguos de la Escritura. Y Juan se ha dado cuenta de este misterio (+Jn 8,58; 13,19; 18,5). Los enemigos de Cristo caen en tierra, se postran ante él en homenaje forzado, impuesto milagrosamente por Jesús, que, antes de padecer, muestra así un destello de su poder divino y manifiesta claramente que su entrega a la muerte es perfectamente libre.

-Jesús impide que le defiendan. Detiene toda acción violenta de quien intenta protegerle con la espada, y cura la oreja herida de Malco, el siervo del Pontífice (Jn 18,10-11). No se resiste, pudiendo hacerlo. Y explica por qué no lo hace: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53).

-Jesús no opone resistencia. Él sabe bien, y lo afirma, que hubiera podido pedir y conseguir del Padre «doce legiones de ángeles» que le defendieran; pero quiere que se cumpla la providencia del Padre. Él, que había enseñado «no resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra» (Mt 5,39-41), practica ahora su propia doctrina.

-Jesús calla. «Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores» (Is 53,7). En los pasos tenebrosos que preceden a su pasión -interrogatorios, bofetadas, azotes, burlas-, «Jesús callaba» (ante Caifás, Mt 26,63; Pilatos, 27,14; Herodes, Lc 23,9; Pilatos, Jn 19,9).

-Se entrega libremente a la muerte. Es, pues, un dato fundamental para entender la Pasión de Cristo conocer la perfecta y libre voluntad con que realiza su entrega sacrificial a la muerte: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10,17-18). Jesucristo es el Señor, también en Getsemaní y en el Calvario, por insondable que sea entonces su humillación y abatimiento.

-La cruz es providencia amorosa del Padre, anunciada desde el fondo de los siglos. Quiso Dios permitir en su providencia la atrocidad extrema de la cruz para que en ella, finalmente, se revelara «el amor extremo» de Cristo a los suyos (Jn 13,1), pues, ciertamente, es en la cruz «cuando se produce la epifanía de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4). No fue, pues, la cruz un accidente lamentable, ni un fracaso de los planes de Dios. Cristo, convencido de lo contrario, se entrega a la cruz, con toda obediencia y sin resistencia alguna, para que «se cumplan las Escrituras», es decir, para se realice la voluntad providente del Padre (Mt 26,53-54.56), que es así como ha dispuesto restaurar su gloria y procurar la salvación de los hombres.

La ofrenda sacrificial que Cristo hace de sí mismo produce un estremecimiento en todo el universo, como si éste intuyera su propia liberación, ya definitivamente decretada. Se rasga el velo del Templo de arriba a abajo, y, eclipsado el sol, se obscurece toda la tierra; las piedras se parten, se abren sepulcros, y hay muertos que resucitan y se aparecen a los vivos; la muchedumbre se vuelve del Calvario golpeándose el pecho; el centurión y los suyos no pueden menos de reconocer: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt 27,51-53; Mc 15,38; Lc 23,44-45).

Resurrección de Cristo

Los relatos de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de sus apariciones (Mt 28,120; Mc 16,1-20; Lc 24; Jn 2021) ponen de relieve la desesperanza en que los discípulos quedaron hundidos tras los sucesos del Calvario. Se resisten, después, a creer en la realidad de la resurrección de Cristo, y éste hubo de «reprenderles por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que lo habían visto resucitado de entre los muertos» (Mc 16,14). Es el acontecimiento de la Resurrección lo que despierta y fundamenta la fe de los apóstoles. Por eso, cuando se aparece a los Once, para acabar de convencerles, come delante de ellos un trozo de pez asado (Lc 24,42).

Y otras muchas veces come con ellos (Emaús, Lc 24,30; pesca milagrosa, Jn 21,12-13), apareciéndoseles «durante cuarenta días, y hablándoles del reino de Dios» (Hch 1,3). Pues bien, ese comer de Cristo con los discípulos les impresionó especialísimamente. En ello ven probada una y otra vez tanto la realidad del Resucitado, como la familiaridad íntima que con ellos tiene. Y así Pedro dirá en un discurso importante, asegurando las apariciones de Cristo: nosotros somos los «testigos de antemano elegidos por Dios, nosotros, que comimos y bebimos con Él después de su resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41). La alegría pascual que caracterizaba esas comidas, de posible condición eucarística, con el Resucitado, es la alegría actual de la eucaristía cristiana.

El sacrificio de la Nueva Alianza

-Sacrificio. Jesús entiende su muerte como un sacrificio de expiación, por el cual, estableciendo una Alianza Nueva, con plena libertad, «entrega su vida» -su cuerpo, su sangre- para el rescate de todos los hombres (+Catecismo 1362-1372, 1544-1545). De sus palabras y actos se deriva claramente su conciencia de ser el Cordero de Dios, que con su sacrificio pascual quita el pecado del mundo. Que así lo entendió Jesús nos consta por los evangelios, pero también porque así lo entendieron sus apóstoles.

La enseñanza de San Pablo es en esto muy explícita: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios de suave aroma» (Ef 5,2; +Rm 3,25). Es el amor, en efecto, lo que le lleva al sacrificio: «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Gál 2,20). Y por eso ahora «en Él tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados» (Ef 1,7; +Col 1,20). Por tanto, «nuestro Cordero pascual, Cristo, ya ha sido inmolado» (1Cor 5,7; igual doctrina en 1Pe 1,2.9; 3,18).

San Juan, por su parte, ve en Cristo crucificado el Cordero pascual definitivo, el que con su muerte sacrificial «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.37). Según disponía la antigua ley mosaica sobre el Cordero pascual, ninguno de sus huesos fue quebrado en la cruz (19,37 = Ex 12,46). Los fieles son, pues, «los que lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (Ap 7,14), es decir, «los que han vencido por la sangre del Cordero» (12,11). Y ese Cordero degollado, ahora, para siempre, preside ante el Padre la liturgia celestial (5,6.9.12). Así pues, el sacrificio de la vida humana de Jesús gana en la cruz la salvación para todos: «él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2,2).

-Sacrificio único y definitivo. La carta a los Hebreos, por su parte, contempla a Cristo como sumo Sacerdote, y su muerte, como el sacrificio único y supremo, en el que se establece la Nueva Alianza. En este precioso documento, anterior quizá al año 70, puede verse el primer tratado de cristología. Y en él se enseña que los antiguos sacrificios judíos -aunque establecidos por Dios, como figuras anunciadoras de la plenitud mesiánica- «nunca podían quitar los pecados», por mucho que se reiterasen (10,11), y que por eso mismo estaban llamados a desaparecer «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18). Ahora, en cambio, en la plenitud de los tiempos, en la Alianza Nueva, nos ha sido dado Jesucristo, el Sacerdote santo, inocente e inmaculado (7,26-28), que siendo plenamente divino (1,1-2; 3,6) y perfectamente humano (2,11-17; 4,15; 5,8), es capaz de ofrecer una sola vez un sacrificio único, el del Calvario (9,26-28), de grandiosa y total eficacia para santificar a los creyentes (7,16-24; 9; 10,10.14).

-Sacrificio de expiación y redención. Cristo nos ha redimido con su propia sangre, sufriendo en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados. «Traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados, el castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). De este modo nuestro Salvador ha vencido en la humanidad el pecado y la muerte, y la ha liberado de la sujeción al Demonio.

«Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y no imputándole sus delitos» (2Cor 5,19). En efecto, nosotros estábamos «muertos a causa de nuestros pecados», pero Cristo nos ha hecho «revivir con él, perdonando todas nuestros delitos, y cancelando el acta de condenación que nos era contraria, la ha quitado de en medio, clavándola en la cruz. Así fue como despojó a los principados y potestades, y los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz» (Col 2,13-15). En la cruz, efectivamente, Cristo «ha destruido por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14), y «haciéndose Sacerdote misericordioso y fiel», de este modo misterioso e inefable, «ha expiado los pecados del pueblo» (2,17).

-Sacrificio de acción de gracias. Ahora nosotros, «rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19), tenemos un ministerio litúrgico de alegría infinita, que iniciamos en la eucaristía de este mundo, para continuarlo eternamente en el cielo, cantando la gloria de nuestro Redentor bendito:

«Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida. Por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria» (Prefacio I pascual).

((Los protestantes primeros -Lutero, Zuinglio, Calvino-, reconociendo el carácter sacrificial de la cruz, niegan que la misa sea un sacrificio, porque ignoran que la eucaristía no es sino el mismo misterio de la cruz. Partiendo de ese gran error, abominan de la misa, como si fuera una superstición horrible, y del sacerdocio católico. Una de las dos o tres ideas fundamentales de la Reforma protestante es, sin duda, la extinción del sacrificio eucarístico y del sacerdocio católico.))

En el signo de la Cruz

Todo el Evangelio tiene su clave en «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18). Por eso el Apóstol no presume de saber de nada, sino de «Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2). Según ya vimos, es en la cruz donde se escribe con sangre la ley divina fundamental: cómo hay que amar a Dios y cómo hay que amar al prójimo.

Pero en la cruz se nos revela también el amor inmenso que Dios nos tiene. Es en la cruz donde se produce la suprema epifanía de Dios, que «es amor» (1Jn 4,8). Mirando a la cruz, que preside nuestras iglesias y que honra con su signo sagrado todo lo cristiano, es como nos sabemos hijos «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12). Pues, aunque sea un misterio insondable, la cruz sucedió «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). No fue, como ya vimos, un accidente imprevisto, ni un fracaso: fue un «mandato del Padre» (Jn 14,31), obedecido por el Hijo hasta la muerte (Flp 2,8). Todo lo relacionado con la cruz del Hijo de Dios es, sin duda, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1Cor 1,23-24). La cruz es, en efecto, la locura del amor de Dios hacia los hombres.

«La verdad es que apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, pudiera ser que muriera alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,7-8). El Padre, en efecto, «no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (8,32). Este asombro de San Pablo es el mismo de San Juan: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10).

Los Padres de la Iglesia no apartan sus ojos de la cruz de Cristo, actualizada siempre en la eucaristía, y no se cansan de cantar su gloria en sus escritos y predicaciones. Ningún otro aspecto de la fe es tratado por ellos con tanta frecuencia, con tanto gozo y amor. Y no hacen en eso sino prolongar la predicación de los apóstoles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Este espíritu de los Padres, es el que ha animado a los santos de todos los tiempos. Así San Juan Crisóstomo:

«La cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo, la protección de los santos, la luz de todo el orbe» (MG 49,396).

La cruz, aún más que la resurrección, revela que Dios es amor, y manifiesta inequívocamente el amor que nos ha tenido Dios. Esto es lo que hace de la cruz la clave indiscutible del cristianismo. La resurrección gloriosa expresa de modo formidable la divinidad de Jesucristo, su victoria sobre la muerte y el demonio, el pecado y el mundo. Pero la cruz, la sagrada y bendita cruz, es la revelación suprema de Dios, que es amor, y la prueba máxima del amor que Dios nos tiene. La misericordia de Dios con los pecadores, la solicitud paternal de su providencia, la locura del amor divino, la misteriosa naturaleza íntima del mismo Dios, se revelan ante todo y sobre todo en la cruz de Cristo, esa cruz que se actualiza en el sacrificio litúrgico de la misa. «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó [en Belén, y aún más, en el Calvario] su Unigénito Hijo» (Jn 3,16).

San Agustín exclama en sus Confesiones:

«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que "no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos pecadores" [Rm 8,32]! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo "no hizo alarde de ser igual a ti, sino que se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz" [+Flp 2,6]! Siendo como era el único libre entre los muertos, "tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarla" [+Jn 10,18]. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos...

«Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; pero tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos" [1Cor 5,75].

«He aquí, pues, Señor, que arrojo ya en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda "contemplar las maravillas de tu voluntad" [Sal 118,18]. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, "en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" [Col 2,3], me redimió con su sangre. "No me opriman los insolentes" [Sal 118,122], porque yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo, y aunque pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. "Y alabarán al Señor los que le buscan" [Sal 21,27]» (Confesiones X,43,69-70).

La cruz del Señor, actualizada cada día en la eucaristía, es el sello de garantía de todo lo cristiano. Lo que no está marcado por su gloriosa huella es sin duda una falsificación del cristianismo. No es posible ser discípulo de Cristo, no es posible seguirle, sin tomar cada día la cruz (Lc 14,27). El verdadero camino evangélico, que lleva a la vida y a la alegría, es un camino estrecho, que pasa por una puerta angosta (Mt 7,13-14).

La Iglesia que «no se avergüenza del Evangelio» (+Rm 1,16; 2Tim 1,8) es la que se gloría siempre en la cruz de Cristo (Gál 6,14), y no en otras cosas. Es la que en su fe, predicación y espiritualidad permanece fielmente centrada en la Cruz sagrada, de donde procede toda salvación, honor y gracia. En tal Iglesia no se requieren grandes explicaciones sobre la eucaristía. Pocas palabras bastan para introducir en el misterio de su liturgia. Por el contrario, allí donde prevalezcan «los enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18), allí donde se va dejando de lado la Pasión redentora, para centrar la atención de los cristianos en temas «más positivos», la eucaristía resulta ininteligible. Y entonces, de poco le servirán al pueblo cristiano las explicaciones sobre la liturgia eucarística, por minuciosas y pedagógicas que sean. Alejado de la Cruz, el pueblo ha ido perdiendo la inteligencia de la fe.

Stabat Mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa

No hemos de terminar esta breve evocación de la Pasión sin decir que en el mismo centro del Misterio Pascual está la Virgen María: «junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (Jn 19,25). Ella se une tan indeciblemente a Cristo por el amor, que durante la Pasión puede decirse que es insultada, tentada por el demonio, abandonada por los discípulos, azotada y despreciada, y que, como su Hijo, ella también sufre pavor y angustia, pensando sobre todo en la posible suerte de los réprobos. Finalmente, la lanza del soldado, más que a Cristo, ya muerto e impasible, la atraviesa a ella, que está viva, aunque medio muerta por la pena.

Se han cumplido, pues, aquellas palabras proféticas que Simeón, con el niño Jesús en sus brazos, «dijo a María, su madre: Mira, éste está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para señal de contradicción; mientras que a ti una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34-35).

La pasión de la Virgen María es, pues, parte integrante del Misterio Pascual y, por tanto, de la santa misa, que lo actualiza bajo los velos de la liturgia (+Catecismo 964).

3 EL MISTERIO DE LA LITURGIA

Ascensión del Señor a los cielos

Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos. Había salido del Padre para venir al mundo, y ahora deja el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Y a los discípulos les es dado «ver» cómo Jesús se va del mundo y asciende al cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana.

Y así dice San Pablo: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23); y también: «mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2 Cor 5,6-8). Por eso, hasta entonces, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).

Ahora bien, no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Y esta presencia activa y misteriosa se produce sobre todo en los ritos litúrgicos. En efecto, ascendido a los cielos, Jesucristo, sacerdote eterno, «vive siempre para interceder por nosotros» (+Heb 7,25).

La verdadera naturaleza de la liturgia cristiana nos viene, pues, definida en tres afirmaciones básicas del Vaticano II.

1. La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo».

«En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7c). En la liturgia, la finalidad doxológica, por la que se glorifica a Dios (doxa, gloria), y la soteriológica, que procura al hombre la salvación (sotería), van siempre expresamente unidas.

2. La liturgia de la Iglesia visible es una participación de la liturgia celestial.

«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos» (SC 8). Esta doctrina es la clave misma de la carta a los Hebreos, y sin ella no puede entenderse la liturgia cristiana: «El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (Heb 8,1-2).

3. La liturgia terrena es, pues, presencia eficacísima en este mundo del Cristo glorioso.

En efecto, «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, aquel mismo que prometió: «donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC 7a). A partir de la presencia de Jesús, que está en los cielos, han de entenderse todos estos modos eclesiales de hacerse realmente presente entre nosotros.

El pueblo cristiano sacerdotal

Todo el pueblo cristiano es sacerdotal. La comunidad reunida en torno a Cristo forma «una estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). También en el Apocalipsis los cristianos, especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote.

Así Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas» (STh III,63,3).

Pues bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Concretamente, cualquier acción litúrgica, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (Mysterium fidei; +LG 26a).

Y por otra parte la misma vida cristiana ha de ser toda ella una liturgia permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (1 Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía: acción de gracias, «siempre y en todo lugar» (Prefacios). Si en la misa le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (PE III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:

La limosna es una «liturgia» (2 Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, realizar cualquier actividad, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1 Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18); es decir, «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).

Así pues, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio tanto en su vida, como en el culto litúrgico, aunque en éste no todos participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo.

El sacerdote, ministro representante de Cristo

Todo el pueblo cristiano es sacerdotal, pues tiene por cabeza a Cristo Sacerdote, y está destinado a promover la gloria de Dios y la salvación de los hombres, haciendo de sus propias vidas una ofrenda permanente. Pero quiso el Señor instituir un «especial sacramento [el del Orden] con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (Vat.II, PO 2c). La gracia propia del sacramento les da un nuevo ser, que les hace posible un nuevo obrar. En adelante, estos cristianos constituidos sacerdotes-ministros, han de vivir, siempre y en todo lugar, el ministerio de la representación de Cristo entre sus hermanos. Sacerdos alter Christus.

En efecto, el Vaticano II nos enseña que «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).

Con más fuerza expresiva aún el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema del sacerdocio, afirma estas realidades de la fe: «Entre los diversos carismas y servicios, únicamente el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su esencia, y no solo por grado, es el que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles. En efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y, sobre todo, celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios... El sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo en su vida personal, sino también social» (II,4).

Que el sacerdote representa a Cristo en la eucaristía, y que obra en su persona, en su nombre, es algo cierto en la fe. Las oraciones eucarísticas presidenciales, las que reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con su Cuerpo al Padre» (+SC 84). En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo el que enseña y predica a su pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la liturgia sacrificial dice «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Es Él quien saluda al pueblo, quien lo bendice, quien, al final de la misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el sacerdote es símbolo litúrgico de Jesucristo; no tanto del Cristo histórico, sino del Cristo resucitado y celestial, que sentado a la derecha del Padre, como Sacerdote de la Nueva Alianza, «vive siempre para interceder» por nosotros (Heb 7,25).

Por eso, la vivencia plena de la eucaristía exige una facilidad para reconocer a Cristo en el sacerdote. Apenas es posible entender bien en la fe la eucaristía, y participar de ella, si en la práctica se ignora este aspecto del misterio. En efecto, el ministro sacerdote en la misa visibiliza la presencia y la acción invisible del único sacerdote, Jesucristo. Y, por supuesto, el ministerio del sacerdote visible no debe velar, sino revelar esa presencia invisible del Sacerdote eterno.

((Si no se ve a Cristo en el sacerdote, la misa resulta en buena parte ininteligible, y será inevitable que en su celebración se incurra en prácticas erróneas -sobre todo si el mismo sacerdote vive escasamente este misterio de la fe-. Podemos apreciar esto con algunos ejemplos. El presbítero en la sede representa a Cristo, que preside la asamblea eucarística, sentado a la derecha de Dios Padre: una banquetilla, que hace de sede, proclama la ignorancia de esta realidad de la fe. El Domingo de Ramos los fieles en la procesión aclaman a Cristo, representado por el sacerdote celebrante, que entra en el templo -en Jerusalén-, para ofrecer el sacrificio, y le acompañan con palmas: si el sacerdote lleva también su palma no parece que tenga muy clara conciencia de que en esa procesión de los ramos él está simbolizando a Cristo. Ignora igualmente el sacerdote esa representación misteriosa de Cristo cuando, modificando los saludos y bendiciones, dice en la misa: «El Señor esté con nosotros», la bendición de Dios «descienda sobre nosotros», «Vayamos en paz». En realidad, actuando no en cuanto ministro representante de Cristo-cabeza, sino como un miembro más de Cristo, oculta al Señor, a quien debería visibilizar en esos actos ministeriales.

Se podrían multiplicar los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la misma comprobación: la fe en el ministerio de la representación litúrgica de Cristo está hoy con frecuencia escasamente actualizada, incluso entre los mismos sacerdotes. El igualitarismo de la mentalidad vigente es, sin duda, uno de los condicionantes ambientales que explican ese oscurecimiento de un aspecto de la fe.))

Lo sagrado cristiano

En la esfera litúrgica es frecuente el uso de la categoría de «sagrado». Pero ¿qué es lo sagrado en la Iglesia? En un sentido amplio, toda la Iglesia es sagrada, pues es «sacramento universal de salvación» (LG 48b, AG 1a). Sin embargo, el lenguaje tradicional suele hablar más bien de sagradas Escrituras, lugares sagrados, sagrados cánones conciliares, sagrados pastores, etc., y por supuesto, sagrada liturgia. En efecto, en Cristo, en su Cuerpo místico, que es la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos, acciones- que han sido especialmente elegidas y consagradas por Dios en orden a su glorificación y a la santificación de los hombres.

Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue teniendo una sacralidad especial, que le permite realizar con eficacia ciertas funciones santificantes. De Dios no se dice que sea sagrado, sino que es Santo. Lo sagrado, en efecto, es siempre criatura. Jesucristo, en cambio, es a un tiempo el Santo y el sagrado por excelencia. En efecto, la humanidad sagrada de Cristo, el Ungido de Dios, es la fuente de toda sacralidad cristiana.

La disciplina sagrada de la sagrada liturgia

La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar las formas concretas de la sagrada liturgia, porque ellas son la expresión más importante del misterio de la fe. El concilio Vaticano II, por ejemplo, ateniéndose a esta verdad, da normas sobre imágenes y templos, cantos y ritos (SC 22), y por eso mismo, previendo las arbitrariedades posibles de orgullosos o ignorantes, ordena «que nadie, aunque sea sacerdote, añade, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (22,3).

Lo sagrado es un lenguaje, verbal o fáctico, que establece y expresa la comunión espiritual unánime de los fieles. Pero un lenguaje, si es arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. Por eso los ritos sagrados implican repetición tradicional, serenamente previsible. En este sentido, los fieles tienen derecho a participar en la eucaristía de la Iglesia católica -no en la de Don Fulano-. Y para que puedan participar más profundamente en los ritos litúrgicos, «los ministros no sólo han de desempeñar su función rectamente, según las normas de las leyes litúrgicas, sino actuar de tal modo que inculquen el sentido de lo sagrado» (Eucharisticum mysterium 20).

Que la mente concuerde con la voz

Hemos recordado brevemente la naturaleza misteriosa de lo sagrado y de la liturgia. Afirmemos ahora, antes de analizar la celebración de la eucaristía, el valor precioso de la oración vocal, y especialmente de la oración vocal litúrgica. Toda la liturgia, y concretamente la eucaristía, es una gran oración, una grandiosa oración vocal: himnos y colectas, salmos, responsorios, anáforas.

La oración vocal -como en otro lugar hemos escrito- «es el modo de orar más humilde, más fácil de enseñar y de aprender, más universalmente practicado en la historia de la Iglesia, y más válido en todas las edades espirituales... El cristiano, rezando las oraciones vocales de la Iglesia, procedentes de la Biblia, de la liturgia o de la tradición piadosa, abre su corazón al influjo del Espíritu Santo, que le configura así a Cristo orante. Se hace como niño, y se deja enseñar a orar» (Rivera- Iraburu, Síntesis 434).

El menosprecio de la oración vocal cierra en gran medida la puerta a la espiritualidad litúrgica. Por el contrario, tener devoción y afecto por las oraciones vocales facilita en gran medida la vida litúrgica, y concretamente la vivencia de la misa. En efecto, una de las maneras más sencillas y eficaces de participar en la eucaristía consiste simplemente en procurar «que la mente concuerde con la voz». Esta norma litúrgica del Vaticano II (SC 90) es sumamente tradicional, y la encontramos, por ejemplo, en Santo Tomás (STh II-II,83,13) o en Santa Teresa (Camino Perf. 25,3; 37,1). Digamos, pues, de corazón lo que decimos en la misa. Hagamos nuestro de verdad, con una continua atención e intención, todo lo que dice el sacerdote. No tenga que reprocharnos el Señor: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 7,6 = Is 29,13).

Y que la voz se oiga y entienda

El sacerdote que preside, dando a su recitación la claridad, entonación y velocidad convenientes, ha de pretender que los fieles asistentes a la celebración puedan con facilidad entender, atender y participar, haciendo suyo lo que él va diciendo. No está él haciendo una oración sólamente ordenada a su devoción privada, sino que está orando, en un ministerio sagrado, en el nombre de Cristo y de la Iglesia.

Y los fieles congregados, por supuesto, deben participar también activamente en aquellos cantos y respuestas, acciones y aclamaciones que les corresponden, poniendo el corazón en lo que dicen o hacen. En la Casa de Dios están en su casa, como hijos del Padre, hermanos de Cristo, unidos en un mismo Espíritu. No tienen, pues, que estar cohibidos. El respeto y la humildad con que se debe asistir a los sagrados misterios no debe llevarles a colocarse al fondo de la Iglesia, lo más lejos posible del altar, o a recitar lo que es su parte en voz casi inaudible, como si en cierto modo fueran espectadores distantes o intrusos ajenos a la celebración. Los cristianos no van a oir misa, sino a participar en ella. Éste es, grandiosamente, su derecho y su deber.

4 LA LITURGIA DE LA EUCARISTÍA

Nombres

Los nombres hoy más usuales para designar la actualización litúrgica del misterio pascual son: misa, eucaristía, cena del Señor, sacrificio de la Nueva Alianza, memorial de la Pascua, mesa del Señor, sagrados misterios... Otros nombres, muy antiguos y venerables, como synaxis, anáfora, sacrum, y especialmente fracción del pan (Hch 2,42), hoy han caído en desuso.

Lugar de la celebración

-El templo. La eucaristía se celebra normalmente en el templo, lugar de sacralidad muy intensa y patente. Y recordemos aquí que porque todo el mundo y todos sus lugares son de Dios, por eso precisamente los cristianos le consagramos públicamente a Él algunos lugares, los templos, que están edificados como Casa de Dios, es decir, como lugares privilegiados para orar, glorificar a Dios y santificar a los hombres. El Ritual de la dedicación de iglesias y de altares, renovado después del Vaticano II (1977), expresa estas realidades de la fe con preciosas lecturas y oraciones.

«Con razón, pues, desde muy antiguo, se llamó iglesia al edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para orar unida, para recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía. Por el hecho de ser un edificio visible, esta casa es un signo peculiar de la Iglesia peregrina en la tierra e imagen de la Iglesia celestial» (OGMR 257).

Ahora bien, dentro del templo, y en orden a la eucaristía, hay tres lugares fundamentales cuya significación hemos de conocer bien: el altar, la sede y el ambón.

-El altar. El altar es el lugar de Cristo-Víctima sacrificada. Su forma ha ido variando al paso de los siglos, conservando siempre como referencias fundamentales la mesa del Señor, en la que cena con sus discípulos, y el ara, significada a veces antiguamente por el sepulcro de un mártir, en la que se consuma el sacrificio del Calvario. En todo caso, la distribución espacial no sólo del presbiterio, sino de todo el templo, debe quedar centrada en el altar.

-El ambón. Es el lugar propio de Cristo-Palabra divina. Los fieles congregados reciben cuanto desde allí se proclama «no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como palabra divina» (1Tes 2,13). Ha de dársele, pues, una importancia semejante a la del altar.

En efecto, «la dignidad de la palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio... Conviene que en general este sitio sea un ambón estable, no un fascistol portátil... Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden también hacerse desde él la homilía y la oración universal de los fieles. Es menos conveniente que ocupen el ambón el comentarista, el cantor o el director del coro» (OGMR 272).

-La sede. Es el lugar de Cristo, Señor y Maestro, que está sentado a la derecha del Padre, y que preside la asamblea eucarística, haciéndose visible, en la fe, por el sacerdote. Cristo, en efecto, «está presente en la persona del ministro» (SC 7a). Por eso, lugar propio del sacerdote, presedente de la asamblea eclesial, es la sede, o si se quiere, la cátedra -de ahí viene el nombre de las catedrales-, desde la cual, en el nombre de Cristo, el obispo o el presbítero preside y predica, ora y bendice al pueblo.

((No parece, pues, que una silla normal o una banqueta sean los signos más adecuados de algo tan noble. Sería, por otra parte, en general, un error pretender que la liturgia de la Iglesia exprese la pobreza que Cristo vivió en Nazaret o en su ministerio público. Entonces sí, la sede sería una banqueta, el ambón un atril cualquiera, el altar y los manteles una mesa común de familia, etc. Pero aunque es verdad que la hermosura propia de la pobreza evangélica debe marcar, sin duda, los signos de la liturgia, éstos deben remitir eficazmente a las realidades celestiales. Y en este sentido, como el Vaticano II enseña, fiel a la tradición unánime de Oriente y Occidente, «la santa madre Iglesia siempre fue amiga de las bellas artes, y buscó constantemente su noble servicio y apoyó a los artistas, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de la realidades celestiales» (SC 122b).))

Estructura fundamental de la misa

La estructura fundamental de la eucaristía, desde el principio de la Iglesia, ha sido siempre la misma. Lo podremos comprobar, al final, en un breve apéndice histórico. Como en la última Cena, siempre la eucaristía ha celebrado primero una liturgia de la Palabra, seguida de una liturgia sacrificial, en la que el cuerpo de Cristo se entrega y su sangre se derrama; y este banquete, sacrificial y memorial, se ha terminado en la comunión.

Pues bien, aquí nosotros analizaremos la celebración eucarística en su forma actual, que ya halla antecedentes muy directos en la segunda mitad del siglo IV, cuando la Iglesia -tras la conversión de Constantino, obtenida ya la libertad cívica-, va dando a su liturgia, como a tantas otras cosas, formas comunitarias y públicas más perfectas.

Examinemos, pues, la misa en sus partes fundamentales:

-I. Ritos iniciales

-II. Liturgia de la Palabra

-III. Liturgia del Sacrificio: A. Preparación de los dones; B. plegaria eucarística; C. comunión.

-IV. Rito de conclusión.

I. Ritos iniciales

-Canto de entrada -Veneración del altar -La Trinidad y la Cruz -Saludo -Acto penitencial -Señor, ten piedad -Gloria a Dios -Oración colecta.

Canto de entrada

Ya en el siglo V, en Roma, se inicia la eucaristía con una procesión de entrada, acompañada por un canto. Hoy, como entonces, «el fin de este canto es abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido, y elevar sus pensamientos a la contemplación del misterio litúrgico o de la fiesta» (OGMR 25).

Nótese que en las celebraciones solemnes de la eucaristía puede haber tres procesiones hacia el altar: ésta, en la entrada; la que se realiza al ir a presentar los dones en el ofertorio; y la de la comunión.

Veneración del altar

El altar es, durante la celebración eucarística, el símbolo principal de Cristo. Del Señor dice la liturgia que es para nosotros «sacerdote, víctima y altar» (Pref. pascual V). Y evocando, al mismo tiempo, la última Cena, el altar es también, como dice San Pablo, «la mesa del Señor» (1Cor 10,21).

Por eso, ya desde el inicio de la misa, el altar es honrado con signos de suma veneración: «cuando han llegado al altar, el sacerdote y los ministros hacen la debida reverencia, es decir, inclinación profunda... El sacerdote sube al altar y lo venera con un beso. Luego, según la oportunidad, inciensa el altar rodeándolo completamente» (OGMR 84-85).

El pueblo cristiano debe unirse espiritualmente a éstos y a todos los gestos y acciones que el sacerdote, como presidente de la comunidad, realiza a lo largo de la misa. En ningún momento de la misa deben los fieles quedarse como espectadores distantes, no comprometidos con lo que el sacerdote dice o hace. El sacerdote, «obrando como en persona de Cristo cabeza» (PO 2c), encabeza en la eucaristía las acciones del Cuerpo de Cristo; pero el pueblo congregado, el cuerpo, en todo momento ha de unirse a las acciones de la cabeza. A todas.

La Trinidad y la Cruz

«En el nombre del Padre, + y del Hijo, y del Espíritu Santo». Con este formidable Nombre trinitario, infinitamente grandioso, por el que fue creado el mundo, y por el que nosotros nacimos en el bautismo a la vida divina, se inicia la celebración eucarística. Los cristianos, en efecto, somos los que «invocamos el nombre del Señor» (+Gén 4,26; Mc 9,3). Y lo hacemos ahora, trazando sobre nosotros el signo de la Cruz, de esa Cruz que va a actualizarse en la misa. No se puede empezar mejor.

El pueblo responde: «Amén». Y Dios quiera que esta respuesta -y todas las propias de la comunidad eclesial congregada- no sea un murmullo tímido, apenas formulado con la mente ausente, sino una voz firme y clara, que expresa con fuerza un espíritu unánime. Pero veamos el significado de esta palabra.

Amén

La palabra Amén es quizá la aclamación litúrgica principal de la liturgia cristiana. El término Amén procede de la Antiguo Alianza: «Los levitas alzarán la voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel... Y todo el pueblo responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; +1Crón 16,36; Neh 8,6). Según los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la verdad, así sea». Por ejemplo, las cuatro primeras partes del salterio terminan con esa expresión: «Bendito el Señor, Dios de Israel: Amén, amén» (Sal 40,14; +71,19; 88,53; 105,48).

Pues bien, en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la aclamación característica de la liturgia celestial (+Ap 3,14; 5,14; 7,11-12; 19,4), y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor expresivo (+1Cor 14,16; 2Cor 1,20). En efecto, el pueblo cristiano culmina la recitación del Credo o del Gloria con el término Amén, y con él responde también a las oraciones presidenciales que en la misa recita el sacerdote, concretamente a las tres oraciones variables -colecta, ofertorio y postcomunión- y especialmente a la doxología final solemnísima, con la que se concluye la gran plegaria eucarística. Y cuando el sacerdote en la comunión presenta la sagrada hostia, diciendo «El cuerpo de Cristo», el fiel responde Amén: «Sí, ésa es la verdad, ésa es la fe de la Iglesia».

Saludo

El Señor nos lo aseguró: «Donde dos o tres están congregados en mi Nombre, allí estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 18,19). Y esta presencia misteriosa del Resucitado entre los suyos se cumple especialmente en la asamblea eucarística. Por eso el saludo inicial del sacerdote, en sus diversas fórmulas, afirma y expresa esa maravillosa realidad:

-«El Señor esté con vosotros» (+Rut 2,4; 2Tes 3,16)... «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13)...

-«Y con tu espíritu».

«La finalidad de estos ritos [iniciales] es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunidad, y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar dignamente la eucaristía» (OGMR 24).

Acto penitencial

Moisés, antes de acercarse a la zarza ardiente, antes de entrar en la Presencia divina, ha de descalzarse, porque entra en una tierra sagrada (+Ex 3,5). Y nosotros, los cristianos, antes que nada, «para celebrar dignamente estos sagrados misterios», debemos solicitar de Dios primero el perdón de nuestras culpas. Hemos de tener clara conciencia de que, cuando vamos a entrar en la Presencia divina, cuando llevamos la ofrenda ante el altar (+Mt 5,23-25), debemos examinar previamente nuestra conciencia ante el Señor (1Cor 11,28), y pedir su perdón. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8).

Este acto penitencial, que puede realizarse según diversas fórmulas, ya estaba en uso a fines del siglo I, según el relato de la Didaqué: «Reunidos cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro» (14,1). Antiguamente, el acto penitencial era realizado sólamente por los ministros celebrantes. Y por primera vez este acto se hace comunitario en el Misal de Pablo VI. En las misas dominicales, especialmente en el tiempo pascual, puede convenir que la aspersión del agua bendita, evocando el bautismo, dé especial solemnidad a este rito penitencial.

-«Yo confieso, ante Dios todopoderoso»... A veces, con malevolencia, se acusa de pecadores a los cristianos piadosos, «a pesar de ir tanto a misa»... Pues bien, los que frecuentamos la eucaristía hemos de ser los más convencidos de esa condición nuestra de pecadores, que en la misa precisamente confesamos: «por mi gran culpa». Y por eso justamente, porque nos sabemos pecadores, por eso frecuentamos la eucaristía, y comenzamos su celebración con la más humilde petición de perdón a Dios, el único que puede quitarnos de la conciencia la mancha indeleble y tantas veces horrible de nuestros pecados. Y para recibir ese perdón, pedimos también «a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos», que intercedan por nosotros.

Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Esta hermosa fórmula litúrgica, que dice el sacerdote, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex opere operato propia del sacramento de la penitencia. Tiene más bien un sentido deprecativo, de tal modo que, por la mediación suplicante de la Iglesia y por los actos personales de quienes asisten a la eucaristía, perdona los pecados leves de cada día, guardando así a los fieles de caer en culpas más graves. Por lo demás, en otros momentos de la misa -el Gloria, el Padrenuestro, el No soy digno- se suplica también, y se obtiene, el perdón de Dios.

El Catecismo enseña que «la eucaristía no puede unirnos [más] a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados» (1393). «Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la eucaristía fortelece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (+Conc. Trento). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él» (1394). Así pues, «por la misma caridad que enciende en nosotros, la eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más dificil se nos hará romper con él por el pecado mortal. La eucaristía [sin embargo] no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia» (1395).

En este sentido, «nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada eucaristía, sin que haya precedido la confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay suficientes confesores, emita primero un acto de contrición perfecta» (Eucharisticum mysterium 35), antes de recibir el Pan de vida.

Señor, ten piedad

Con frecuencia los Evangelios nos muestran personas que invocan a Cristo, como Señor, solicitando su piedad: así la cananea, «Señor, Hijo de David, ten compasión de mí» (Mt 15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión de nosotros» (20,30-31) o aquellos diez leprosos (Lc 17,13).

En este sentido, los Kyrie eleison (Señor, ten piedad), pidiendo seis veces la piedad de Cristo, en cuanto Señor, son por una parte prolongación del acto penitencial precedente; pero por otra, son también proclamación gozosa de Cristo, como Señor del universo, y en este sentido vienen a ser prólogo del Gloria que sigue luego. En efecto, Cristo, por nosotros, se anonadó, obediente hasta la muerte de cruz, y ahora, después de su resurrección, «toda lengua ha de confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (+Flp 2,3-11).

Es muy antigua la inserción, en una u otra forma, de los Kyrie en la liturgia. Hacia el 390, la peregrina gallega Egeria, en su Diario de peregrinación, describe estas aclamaciones en la iglesia de la Resurrección, en Jerusalén, durante el oficio lucernario: «un diácono va leyendo las intenciones, y los niños que están allí, muy numerosos, responden siempre Kyrie eleison. Sus voces forman un eco interminable» (XXIV,4).

Gloria a Dios

El Gloria, la grandiosa doxología trinitaria, es un himno bellísimo de origen griego, que ya en el siglo IV pasó a Occidente. Constituye, sin duda, una de las composiciones líricas más hermosas de la liturgia cristiana.

«Es un antiquísimo y venerable himno con que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero, y le presenta sus súplicas... Se canta o se recita los domingos, fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas y en algunas peculiares celebraciones más solmenes» (OGMR 31).

Esta gran oración es rezada o cantada juntamente por el sacerdote y el pueblo. Su inspiración primera viene dada por el canto de los ángeles sobre el portal de Belén: Gloria a Dios, y paz a los hombres (Lc 2,14). Comienza este himno, claramente trinitario, por cantar con entusiasmo al Padre, «por tu inmensa gloria», acumulando reiterativamente fórmulas de extrema reverencia y devoción. Sigue cantando a Jesucristo, «Cordero de Dios, Hijo del Padre», de quien suplica tres veces piedad y misericordia. Y concluye invocando al Espíritu Santo, que vive «en la gloria de Dios Padre».

¿Podrá resignarse un cristiano a recitar habitualmente este himno tan grandioso con la mente ausente?...

Oración colecta

Para participar bien en la misa es fundamental que esté viva la convicción de que es Cristo glorioso el protagonista principal de las oraciones litúrgicas de la Iglesia. El sacerdote es en la misa quien pronuncia las oraciones, pero el orante principal, invisible y quizá inadvertido para tantos, «¡es el Señor!» (Jn 21,7). En efecto, la oración de la Iglesia en la eucaristía, lo mismo que en las Horas litúrgicas, es sin duda «la oración de Cristo con su cuerpo al Padre» (SC 84). Dichosos, pues, nosotros, que en la liturgia de la Iglesia podemos orar al Padre encabezados por el mismo Cristo. Así se cumple aquello de San Pablo: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; él mismo ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).

De las tres oraciones variables de la misa -colecta, ofertorio, postcomunión-, la colecta es la más solemne, y normalmente la más rica de contenido. Y de las tres, es la única que termina con una doxología trinitaria completa. El sacerdote la reza -como antiguamente todo el pueblo- con las manos extendidas, el gesto orante tradicional.

La palabra collecta procede quizá de que esta oración se decía una vez que el pueblo se había reunido -colligere, reunir- para la misa. O quizá venga de que en esta oración el sacerdote resume, colecciona, las intenciones privadas de los fieles orantes. En todo caso, su origen en la eucaristía es muy antiguo.

Veamos una que puede servir como ejemplo:

/ «Oh Dios, fuente de todo bien, /escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda. / Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. -Amén».

La oración, llena de concisión, profundidad y belleza, se inicia / invocando al Padre celestial, y evocando normalmente alguno de sus principales atributos divinos. En seguida, apoyándose en la anterior premisa de alabanza, viene / la súplica, en plural, por supuesto. Y la oración concluye apoyándose en / la mediación salvífica de Cristo, el Hijo Salvador, y en el amor del Espíritu Santo. Ésa suele ser la forma general de todas estas oraciones.

Otros ejemplos. «Padre de bondad, que por la gracia de la adopción nos has hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por nuestro Señor, etc.» (dom. 13 T.O.). «Oh Dios, protector de los que en ti esperan, sin ti nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia, para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor, etc.» (dom. 17 T.O.).

Gran parte de las colectas tienen origen muy antiguo, y las más bellas proceden de la edad patrística. Vienen, pues, resonando en la Iglesia desde hace muchos siglos. Cada una suele ser una micro-catequesis implícita, y de ellas concretamente podría extraerse la más preciosa doctrina católica sobre la gracia.

¿Será posible, también, que muchas veces el pueblo conceda su Amén a oraciones tan grandiosas sin haberse enterado apenas de lo dicho por el sacerdote? Efectivamente. Y no sólo es posible, sino probable, si el sacerdote pronuncia deprisa y mal, y, sobre todo, si los fieles no hacen uso de un Misal manual que, antes o después de la misa, les facilite enterarse de las maravillosas oraciones y lecturas que en ella se hacen.

II. Liturgia de la Palabra

-Lecturas -Evangelio -Homilía -Credo -Oración de los fieles.

Cristo, Palabra de Dios

Nos asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla» (SC 7a). En efecto, «cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso, las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración» (OGMR 9).

«En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGMR 33).

Recibir del Padre el pan de la Palabra encarnada

En la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su palabra, que no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la palabra encontramos el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra palabra humana transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud de su palabra, nos comunica así su espíritu, el Espíritu Santo.

Siendo esto así, hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-pan, pues incluso del pan eucarístico es verdad aquello de que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).

En la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena de Nazaret, cuando Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad le escuchamos nosotros en la misa. Y con esa misma veracidad experimentamos también aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron los discípulos de Emaús: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).

Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el pan consagrado, también por gracia divina hemos de creer en la realidad de la presencia de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí que la presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial» (Mysterium fidei).

Cuando el ministro, pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios», no está queriendo afirmar sólamente que «Ésta fue la palabra de Dios», dicha hace veinte o más siglos, y ahora recordada piadosamente; sino que «Ésta es la palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está dirigiendo a sus hijos.

La doble mesa del Señor

En la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo segundo, lo prepara y lo fundamenta. Recordemos, por otra parte, que ése fue el orden que comprobamos ya en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la Cena del Señor, o en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc 24,13-32).

En este sentido, el Vaticano II, siguiendo antigua tradición, ve en la eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía» (PO 18; +DV 21; OGMR 8). En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo como palabra, y desde el altar se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la Palabra divina como por el Pan de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos vivifica en la eucaristía, comunicándonos su Espíritu.

Por eso San Agustín, refiriéndose no sólo a las lecturas sagradas sino a la misma predicación -«el que os oye, me oye» (Lc 10,16)-, decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39,2319). En la misma convicción estaba San Jerónimo cuando decía: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien come mi carne y bebe mi sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y sangre de Cristo» (ML 26,1259).

Lecturas en el ambón

El Vaticano II afirma que «la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (DV 21). En efecto, al Libro sagrado se presta en el ambón -como al símbolo de la presencia de Cristo Maestro- los mismos signos de veneración que se atribuyen al cuerpo de Cristo en el altar. Así, en las celebraciones solemnes, si el altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el ambón se besa, se inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia confiesa así con expresivos signos que ahí está Cristo, y que es Él mismo quien, a través del sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

((Un ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá tras la celebración, no es, como ya hemos visto, el signo que la Iglesia quiere para expresar el lugar de la Palabra divina en la misa. Tampoco parece apropiado confiar las lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que leen con dificultad. Si en algún caso puede ser esto conveniente, normalmente no es lo adecuado para simbolizar la presencia de Cristo que habla a su pueblo. La tradición de la Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lector como «un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29a; +Código 230; 231,1).))

Podemos recordar aquí aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la que se hace en Jerusalén, a la vuelta del exilio (538 a.C.), una solemne lectura del libro de la Ley. Sobre un estrado de madera, «Esdras abrió el Libro, viéndolo todos, y todo el pueblo estaba atento... Leía el libro de la Ley de Dios clara y distintamente, entendiendo el pueblo lo que se le leía» (Neh 8,3-8).

Otra anécdota significativa. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III, reflejaba bien la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector cuando instituye en tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a la prueba. En efecto, según comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de lector, ya que nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura; después de las sublimes palabras que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir al ambón después del potro; en éste quedó expuesto a la vista de la muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos» (Carta 38).

El leccionario

Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras en la primera parte de la celebración de la eucaristía. Al principio, los libros del Antiguo Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que éstos se iban escribiendo (+1Tes 5,27; Col 4,16).

Al paso de los siglos, se fueron formando leccionarios para ser usados en la eucaristía. El leccionario actual, formado según las instrucciones del Vaticano II (SC 51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues, distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la Biblia, y respeta normalmente el uso tradicional de ciertos libros en determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la lectura continua de la Escritura, según el leccionario del misal -y según también el leccionario del Oficio de Lectura-, nos permite leer la Palabra divina en el marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va actualizando los diversos misterios de la vida de Cristo.

Esta lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así como cada día la luz del sol va amaneciendo e iluminando las diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día, concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese día meditando y orando esas palabras de la sagrada Escritura que Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos decir: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).

Por otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma misa» (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase del Año litúrgico se están celebrando.

Profeta, apóstol y evangelista

Los días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando los domingos y otros días señalados hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el apóstol y el evangelista», como se dice en expresión muy antigua.

-El profeta, u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá creciendo hasta el Evangelio.

En efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de su propio ser» (Heb 1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de modo perfecto lo que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44; +25.27).

-El apóstol nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del Maestro: Juan, Pedro, Pablo...

-El salmo responsorial da una respuesta meditativa a la lectura -a la lectura primera, si hay dos-. La Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese salmo con una clara intención cristológica. Así es como fueron empleados los salmos frecuentemente en la predicación de los apóstoles (+Hch 1,20; 2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya en el siglo IV, en Roma, se usaba en la misa el salmo responsorial, como también el Aleluya -es decir, «alabad al Señor»-, que precede al Evangelio.

-El Evangelio es el momento más alto de la liturgia de la Palabra. Ante los fieles congregados en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio» (SC 33), y a veinte siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su palabra con la misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y gestos previstos están llenos de muy alta significación:

«Mientras se entona el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el incienso, lo pone en el incensario. Luego, con las manos juntas e inclinado ante el altar, dice en secreto el Purifica mi corazón [y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio]. Después toma el libro de los evangelios, y precedido por los ministros, que pueden llevar el incienso y los candeleros, se acerca al ambón. Llegado al ambón, el sacerdote abre el libro y dice: El Señor esté con vosotros, y en seguida: Lectura del santo Evangelio, haciendo la cruz sobre el libro con el pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho. Luego, si se utiliza el incienso, inciensa el libro. Después de la aclamación del pueblo [Gloria a ti, Señor] proclama el evangelio, y, una vez terminada la lectura, besa el libro, diciendo en secreto: Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados. Después de la lectura del evangelio se hace la aclamación del pueblo», Gloria a ti, Señor Jesús (OGMR 93-95).

-La homilía, que sigue a las lecturas de la Escritura, ya se hacía en la Sinagoga, como aquella que un sábado hizo Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el principio se practicó también en la liturgia eucarística cristiana, como hacia el año 153 testifica San Justino (I Apología 67). La homilía, que está reservada al sacerdote o al diácono (OGMR 61; Código 767,1), y que «se hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97), es el momento más alto en el ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente la promesa del Señor: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16).

«La homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la misa del día, teniendo siempre presente el misterio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes» (OGMR 41).

-Un silencio, meditativo y orante, puede seguir a las lecturas y a la predicación.

El Credo

El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.

Puede rezarse en su forma breve, que es el símbolo apostólico (del siglo III-IV), o en la fórmula más desarrollada, que procede de los Concilios niceno (325) y constan-tinopolitano (381).

La oración universal u oración de los fieles

La liturgia de la Palabra termina con la oración de los fieles, también llamada oración universal, que el sacerdote preside, iniciándola y concluyéndola, en el ambón o en la sede. Ya San Pablo ordena que se hagan oraciones por todos los hombres, y concretamente por los que gobiernan, pues «Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4). Y San Justino, hacia 153, describe en la eucaristía «plegarias comunes que con fervor hacemos por nosotros, por nuestros hermanos, y por todos los demás que se encuentran en cualquier lugar» (I Apología 67,4-5).

De este modo, «en la oración universal u oración de los fieles, el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que esta oración se haga, normalmente, en las misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren algunas necesitades y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo» (OGMR 45).

Al hacer la oración de los fieles, hemos de ser muy conscientes de que la eucaristía, la sangre de Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos los hombres, para el perdón de los pecados». La Iglesia, en efecto, es «sacramento universal de salvación», de tal modo que todos los hombres que alcanzan la salvación se salvan por la mediación de la Iglesia, que actúa sobre ellos inmediatamente -cuando son cristianos- o en una mediación a distancia, sólamente espiritual -cuando no son cristianos-. Es lo mismo que vemos en el evangelio, donde unas veces Cristo sanaba por contacto físico y otras veces a distancia. En todo caso, nadie sana de la enfermedad profunda del hombre, el pecado, si no es por la gracia de Cristo Salvador que, desde Pentecostés, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b), sin la que no hace nada.

Según esto, la Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la oración universal y el sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales y espirituales, e impidiendo su total ruina.

De esto tenían clara conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y tan mal situados en el mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se refleja, por ejemplo, en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo... La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres... El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló, y no es lícito desertar de él» (VI,1-10).

Pero a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). O si pedimos algo -por ejemplo, que termine el comunismo-, cuando Dios por fin nos concede que desaparezca de muchos países, fácilmente atribuímos el bien recibido a ciertas causas segundas -políticas, económicas, personales, etc.-, sin recordar que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo, las religiosas de clausura y los humildes feligreses de misa diaria contribuyen mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de prohombres y políticos que llenan las páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión. Aquellos humildes creyentes son los que más influjo tienen en la marcha del mundo. Basta un poquito de fe para creerlo así.

III. Liturgia del Sacrificio

A. Preparación de los dones. -B. Plegaria eucarística. -C. Rito de la comunión.

A. Preparación de los dones

-El pan y el vino -Oraciones de presentación -Súplicas -Lavabo -Oración sobre las ofrendas.

El pan y el vino

La acción litúrgica queda centrada desde ahora en el altar, al que se acerca el sacerdote. A él se llevan, en forma simple o procesional, el pan y el vino, y quizá también otros dones. En el pan y el vino, que se han de convertir en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, va actualizarse a un tiempo la Cena última y la Cruz del Calvario.

«Es conveniente que la participación de los fieles se manifieste en la presentación del pan y del vino para la celebración de la eucaristía, o de dones con los que se ayude a las necesidades de la Iglesia o de los pobres» (OGMR 101). Es éste, pues, el momento más propio, y más tradicional, para realizar la colecta entre los fieles.

Oraciones de presentación

El sacerdote toma primero la patena con el pan, «y con ambas manos la eleva un poco sobre el altar, mientras dice la fórmula correspondiente»; y lo mismo hace con el vino (OGMR 102). Las dos oraciones que el sacerdote pronuncia, en alta voz o en secreto, casi idénticas, son muy semejantes a las que empleaba Jesús en sus plegarias de bendición, siguiendo la tradición judía (berekáh; +Lc 10,21; Jn 11,41). Primero sobre el pan, y después sobre el vino, como lo hizo Cristo, el sacerdote dice:

Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan [vino], fruto de la tierra [vid] y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida [bebida de salvación]».

-«Bendito seas por siempre, Señor» (+Rm 9,5; 2Cor 11,31).

Súplicas del sacerdote y del pueblo

Después de presentar el pan y el vino, el sacerdote se inclina ante el altar orando en secreto:

Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro».

Ahora puede realizarse la incensación de las ofrendas, del altar, del celebrante y de todo el pueblo. En seguida, el sacerdote lava sus manos, procurando así su «purificación interior» (OGMR 52), y vuelto al centro del altar solicita la súplica de todos:

Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso».

El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia» (OGMR 107).

Las oraciones de los fieles, uniéndose a la de Cristo, se elevan aquí a Dios como el incienso (+Sal 140,2; Ap 5,8; 8,3-4). Y el pueblo asistente, uniéndose a Cristo víctima, se dispone a ofrecerse a Dios «en oblación y sacrificio de suave perfume» (+Ef 5,2).

Oración sobre las ofrendas

El rito de preparación al sacrificio concluye con una oración sacerdotal sobre las ofrendas. Es una de las tres oraciones propias de la misa que se celebra. La oración sobre las ofrendas suele ser muy hermosa, y expresa muchas veces la naturaleza mistérica de lo que se está celebrando. Valga un ejemplo:

«Acepta, Señor, estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un admirable intercambio, pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste, esperamos merecerte a ti mismo como premio. Por Jesucristo nuestro Señor» (29 dicm.).

B. Plegaria eucarística

-Prefacio -Santo -Invocación al Espíritu Santo (1ª) -Relato y consagración -Memorial y ofrenda -Invocación al Espíritu Santo (2ª) -Intercesiones -Doxología final.

El ápice de toda la celebración

La cima del sacrificio de la misa se da en la plegaria eucarística, que en el Occidente cristiano se llama canon, norma invariable, y en el Oriente anáfora, que significa llevar de nuevo hacia arriba. En ningún momento de la misa la distracción de los participantes vendrá a ser más lamentable. Es el momento de la suma atención sagrada.

«Ahora es cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a saber: la plegaria eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y de consagración. El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia Dios en oración y acción de gracias, y se le asocia en la oración, que él dirige, en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio» (OGMR 54).

Con los mismos gestos y palabras de la Cena, Cristo y la Iglesia realizan ahora el memorial que actualiza el misterio de la Cruz y de la Resurrección: misterio pascual, glorificación suma de Dios, fuente sobreabundante y permanente de redención para los hombres. Y al mismo tiempo, la plegaria eucarística, pronunciada exclusivamente por el sacerdote, es la oración suprema de la Iglesia, visiblemente congregada. La forma básica de esta gran oración es la berakáh de los judíos, que se recitaba en la liturgia familiar, en la sinagogal, y por supuesto en la Cena pascual: es el modo propio de la eulogía, bendición de Dios, y la eucharistía, acción de gracias, frecuentes en el Nuevo Testamento.

«La naturaleza de las intervenciones presidenciales exige que se pronuncien claramente y en voz alta, y que todos las escuchen atentamente. Por consiguiente, mientras interviene el sacerdote no se cante ni se rece otra cosa, y estén igualmente callados el órgano y cualquier otro instrumento musical» (OGMR 12). Por eso mismo, durante la plegaria eucarística, «no se permite recitar ninguna de sus partes a un ministro de grado inferior, a la asamblea o a cualquiera de los fieles» (S.C.Culto, instrucción 5-9-1970, 4).

Las diversas plegarias eucarísticas

En cualesquiera de sus variantes, la plegaria eucarística incluye siempre la acción de gracias, varias aclamaciones, la epíclesis o invocación del Espíritu Santo, la narración de la institución y la consagración, la anámnesis o memorial, la oblación de la víctima, las intercesiones varias y la suprema doxología final trinitaria (OGMR 55). Actualmente, el Misal romano presenta también cinco plegarias eucarísticas, y además de ellas existen tres para niños y dos de reconciliación.

I. Es el Canon Romano. Procede del siglo IV, y su forma queda ya casi fijada desde San Gregorio Magno (+604). Su uso se universaliza en la Iglesia por los siglos IX-XI, y llega casi intacto hasta nuestros días. Goza, pues, de especial honor en la tradición litúrgica.

II. Es una reelaboración de la anáfora de San Hipólito (+225), la más antigua que se conoce de Occidente. Sencilla y breve, sumamente venerable, es armoniosa y perfecta.

III. Esta plegaria, expresión de la tradición romana y gálica, fue compuesta después del Vaticano II, y el orden de sus partes, así como su conjunto, hace de ella una anáfora de proporciones ideales. En ella fijaremos ahora especialmente nuestro comentario.

IV. Procedente de la tradición litúrgica antioquena, es también una plegaria de composición actual. Con prefacio fijo y propio, es una pieza lírica muy bella, en la que se confiesa ampliamente la fe, contemplando, a partir de la creación, toda la obra de la redención.

V. En 1974 aprobó la Iglesia la plegaria eucarística preparada con ocasión del Sínodo de Suiza, adoptada posteriormente por varias Conferencias Episcopales, entre ellas la de España (1985). En lenguaje moderno, y con la estructura de la tradición romana, la plegaria, que tiene cuatro variantes, contempla sobre todo al Señor que camina con su Iglesia peregrina.

En el Apéndice II reproducimos, dispuestas en columnas, las cuatro plegarias eucarísticas principales. Después del Padrenuestro, son las más altas y bellas oraciones de la Iglesia. Conviene leerlas primero en vertical, para captar el ritmo y la armonía de cada una, y después en horizontal, descubriendo los paralelos que hay entre unas y otras.

Prefacio

En la misa «la acción de gracias se expresa, sobre todo, en el prefacio: [en éste] el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por alguno de sus aspectos particulares, según las variantes [hay casi un centenar de prefacios diversos] del día, fiesta o tiempo litúrgico» (OGMR 55a). Viene a ser así el prefacio el grandioso pórtico de entrada en la plegaria eucarística, que se recita o se canta antes (prae), o mejor, al comienzo de la acción (factum) eucarística. Consta de cuatro partes:

-El diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que ya desde el principio vincula al pueblo a la oración del sacerdote, y que al mismo tiempo levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1-2).

-«El Señor esté con vosotros. -Y con tu espíritu. -Levantemos el corazón. -Lo tenemos levantado hacia el Señor. -Demos gracias al Señor, nuestro Dios. -Es justo y necesario».

-La elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre celestial. De este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística, dirige la oración de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la voluntad de Cristo: «Cuando oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (+Rm 8,15.26).

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref. PE II).

-La parte central, la más variable en sus contenidos, según días y fiestas, proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias, que giran siempre en torno a la creación y la redención:

«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen, fuera nuestro Salvador y Redentor.

«Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo» (ib.).

-El final del prefacio, que viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue, asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico celestial, haciendo de aquélla un eco de éste:

«Por eso, con los ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo» ...

Santo - Hosanna

El prefacio culmina en el sagrado trisagio -tres veces santo-, por el que, ya desde el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el llamado cántico de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el apóstol San Juan (Ap 4,8):

«Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria».

Santo es el nombre mismo de Dios, y más y antes que una cualidad moral de Dios, designa la misma calidad infinita del ser divino: sólo Él es el Santo (Lev 11,44), y al mismo tiempo es la única «fuente de toda santidad» (PE II).

El pueblo cristiano, en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este momento de la misa entra a actualizar su Pasión, las mismas aclamaciones que el pueblo judío le dirigió en Jerusalén, cuando entraba en la Ciudad sagrada para ofrecer el sacrificio de la Nueva Alianza. Hosanna, «sálvanos» (hôsîana, +Sal 117,25); bendito el que viene en el nombre del Señor (Mc 11,9-10).

«Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo».

El Prefacio, y concretamente el Santo, es una de las partes de la misa que más pide ser cantada.

A propósito de esto conviene recordar la norma litúrgica, no siempre observada: «En la selección de las partes [de la misa] que se deben cantar se comenzará por aquellas que por su naturaleza son de mayor importancia; en primer lugar, por aquellas que deben cantar el sacerdote o los ministros con respuestas del pueblo; se añadirán después, poco a poco, las que son propias sólo del pueblo o sólo del grupo de cantores» (Instrucción Musicam sacram 1967,7).

Invocación al Espíritu Santo (1ª)

En continuidad con el Santo, la plegaria eucarística reafirma la santidad de Dios, y prosigue con la epíclesis o invocación al Espíritu Santo:

«Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas... Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro» (III; +II).

El sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al Espíritu Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la Virgen María, descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la transubstanciación de estos dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos en cuerpo y sangre del mismo Cristo (+Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste para los orientales el momento de la transubstanciación, mientras que los latinos la vemos en las palabras mismas de Cristo, es decir, en el relato-memorial, «esto es mi cuerpo». En todo caso, siempre la liturgia ha unido, en Oriente y Occidente, el relato de la institución de la eucaristía y la invocación al Espíritu Santo.

Por otra parte, esa invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino que produzca el cuerpo de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo místico, que es la Iglesia:

«Para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III; +II y IV).

«Por obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la encarnación, se produce la transusbstanciación del pan en su mismo cuerpo sagrado, y se transforma la asamblea cristiana en Cuerpo místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues, el Espíritu Santo el que, de modo muy especial en la eucaristía, hace la Iglesia, y la «congrega en la unidad» (I).

Todos estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy explícitas. Si pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Es Cristo en la eucaristía el que une a todos los fieles en un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia.

Según todo esto, cada vez que los cristianos celebramos el sacrificio eucarístico, reafirmamos en la sangre de Cristo la Alianza que nos une con Dios, y que nos hace hijos suyos amados. Reafirmamos la Alianza con un sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el Carmelo.

Relato - consagración

Es el momento más sagrado de la misa, en el que se actualiza con toda verdad la Cena del Señor, su pasión redentora en la Cruz. El resto de la misa es el marco sagrado de este sagrado momento decisivo, en el que, «con las palabras y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última cena, cuando bajo las especies del pan y vino ofreció su cuerpo y sangre, y se lo dio a sus apóstoles en forma de comida y bebida, y les encargó perpetuar ese mismo misterio» (OGMR 55d).

«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada, tomó pan... tomó el cáliz lleno del fruto de la vid... Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos, para el perdón de los pecados»...

Por el ministerio del sacerdote cristiano, es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas, de infinita eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, que al mismo tiempo son de Cristo y de su esposa la Iglesia, el acontecimiento único del misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre»... Los cristianos en la eucaristía, lo mismo exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al sacrificio de la Cruz... Mysterium fidei!

Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares».

El sacerdote ostenta con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la sangre de Cristo, y hace una y otra vez la genuflexión, mientras los acólitos pueden incensar las sagradas especies veneradas. El pueblo cristiano adora primero en silencio, y puede decir jaculatorias como «¡Es el Señor!» (Jn 21,7), «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28); «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Y en seguida confiesa comunitariamente su fe y su devoción:

-«Éste es el sacramento de nuestra fe».

-«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas» (+1Cor 11,26). «Por tu cruz y tu resurrección nos has salvado, Señor».

Memorial

Después del relato-consagración, viene el memorial y la ofrenda, que van significativamente unidos en las cinco plegarias eucarísticas principales:

«Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III; +I, II, IV, V).

Memorial (anámnesis), pues, en primer lugar. Los cristianos, de oriente a occidente, obedecemos diariamente en la eucaristía aquella última voluntad de Cristo, «haced esto en memoria mía». Éste fue el mandato que nos dio el Señor claramente en la última Cena, es decir, «la víspera de su pasión» (I), «la noche en que iba a ser entregado» (III). Y nosotros podemos cumplir ese mandato, a muchos siglos de distancia y en muchos lugares, precisamente porque el sacerdocio de Cristo es eterno y celestial (Heb 4,14; 8,1):

«El sacrificio de Cristo se consuma en el santuario celeste; perdura en el momento de la consumación, porque la eternidad es una característica de la esfera celeste... Y si el sacrificio de Cristo perdura en el cielo, puede hacerse presente entre nosotros en la medida en que esa misma víctima y esa misma acción sacerdotal se hagan presentes en la eucaristía... En realidad, el sacerdote no pone otra acción, sino que participa de la eterna acción sacerdotal de Cristo en el cielo... Nada se repite, nada se multiplica; sólo se participa repetidamente bajo forma sacramental del único sacrificio de Cristo en la cruz, que perdura eternamente en el cielo. No se repite el sacrificio de Cristo, sino las múltiples participaciones de él» (Sayés, El misterio eucarístico 321-323).

De este modo la eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre vivo, que con sus latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia vivificante, que es la sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual "Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado" (1Cor 5,7)» (LG 3).

Y ofrenda

El memorial de la cruz es ofrenda de Cristo víctima: «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (I); «el pan de vida y el cáliz de salvación» (II); «el sacrificio vivo y santo» (III); «su cuerpo y su sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (IV); «esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre» (V).

En efecto, «la Iglesia, en este memorial, sobre todo la Iglesia aquí y ahora reunida, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la Víctima inmaculada. Y la Iglesia quiere que los fieles no sólo ofrezcan la Víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos y que de día en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo para todos» (OGMR 55f).

Cristo «quiso que nosotros fuésemos un sacrificio -dice San Agustín-; por lo tanto, toda la Ciudad redimida, es decir, la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza... Así es, pues, el sacrificio de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo. Esto lo celebra la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos muestra cómo ella misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad de Dios 10,6). Y Pablo VI: «La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa y toda entera se ofrece con él» (Mysterium fidei).

En conformidad con esto, adviértase, pues, que la ofrenda eucarística es hecha juntamente por el sacerdote y el pueblo, y no por el sacerdote solo:

«Te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (I); «te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III; +II y IV).

Por otra parte, en la ofrenda cultual que los hombres hacemos no podemos realmente dar a Dios sino lo que él previamente nos ha dado: la vida, la libertad, la salud... Por eso decimos, «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo» (I).

Podemos ahora por la oración hacernos ofrenda grata al Padre. Con la oración de María: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Con la oración de Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Con oraciones-ofrenda, como aquella de San Ignacio, tan perfecta:

«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234).

Invocación al Espíritu Santo (2ª)

La eucaristía, que es el mismo sacrificio de la cruz, tiene con él una diferencia fundamental. Si en la cruz Cristo se ofreció al Padre él solo, en el altar litúrgico se ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia. Por eso las plegarias eucarísticas piden tres cosas: -que Dios acepte el sacrificio que le ofrecemos hoy; -que por él seamos congregados en la unidad de la Iglesia; -y que así vengamos a ser víctimas ofrecidas con Cristo al Padre, por obra del Espíritu Santo, cuya acción aquí se implora.

-Súplica de aceptación de la ofrenda. «Mira con ojos de bondad esta ofrenda, y acéptala» (I); «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad» (III); «dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia»(IV)

-Unidad. «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y Sangre de Cristo» (II); «formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III); «congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo» (IV).

-Víctimas ofrecidas. Que «él nos transforme en ofrenda permanente» (III), y así «seamos en Cristo víctima viva para alabanza de su gloria» (IV)

La verdadera participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica, pues, decisivamente esta ofrenda victimal de los fieles. Según esto, los cristianos son en Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y se ofrecen continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la misa, y en el altar de su propia vida ordinaria, día a día. Ellos, pues, son en Cristo, por él y con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de Dios, sin condiciones y sin resistencia alguna, hasta la muerte, como Cristo, sacrifican (hacen-sagrada) toda su vida en un movimiento espiritual incesante, que en la eucaristía tiene siempre su origen y su impulso. Así es como la vida entera del cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico continuo, glorificador de Dios y redentor de los hombres, como lo quería el Apóstol: «os ruego, hermanos, que os ofrezcáis vuestros mismos como víctima viva, santa, grata a Dios: éste es el culto espiritual que debéis ofrecer» (Rm 12,1).

Intercesiones

Ya vimos, al hablar de la oración de los fieles, que la Iglesia en la eucaristía sostiene a la humanidad y al mundo entero en la misericordia de Dios, por la sangre de Cristo Redentor. Pues bien, las mismas plegarias eucarísticas incluyen una serie de oraciones por las que nos unimos a la Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Suelen ser llamadas intercesiones.

«Con ellas se da a entender que la eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus miembros, vivos y difuntos, miembros que han sido todos llamados a participar de la salvación y redención adquiridas por el cuerpo y la sangre de Cristo» (OGMR 55g).

En la plegaria eucarística III, por ejemplo, se invoca

-primero la ayuda del cielo, de la Virgen María y de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda»;

-en seguida se ruega por la tierra, pidiendo salvación y paz para «el mundo entero» y para «tu Iglesia, peregrina en la tierra», especialmente por el Papa y los Obispos, pero también, con una intención misionera, por «todos tus hijos dispersos por el mundo»;

-y finalmente se encomienda las almas del purgatorio a la bondad de Dios, es decir, se ofrece la eucaristía por «nuestros hermanos difuntos y cuantos murieron en tu amistad».

Así, la oración cristiana -que es infinitamente audaz, pues se confía a la misericordia de Dios- alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su caridad: «recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria».

Ofrecer misas por los difuntos

La caridad cristiana, si ha de ser católica, ha de ser universal, ha de interesarse, pues, por los vivos y por los difuntos, no sólo por los vivos. La Iglesia, nuestra Madre, que nos hace recordar diariamente a los difuntos, al menos, en la misa y en la última de las preces de vísperas, nos recomienda ofrecer misas en sufragio de nuestros hermanos difuntos. Es una gran obra de caridad hacia ellos, como lo enseña el Catecismo:

«El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos, "que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados" (Conc. Trento), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:

«"Oramos [en la anáfora] por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima... Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores..., presentamos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres" (S. Cirilo de Jerusalén [+386])» (Catecismo 1371; +1032, 1689).

Doxología final

La gran plegaria eucarística llega a su fin. El arco formidable, que se inició en el prefacio levantando los corazones hacia el Padre, culmina ahora solemnemente con la doxología final trinitaria. El sacerdote, elevando la Víctima sagrada, y sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades temporales, dice:

«Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».

Este acto, por sí solo, justifica la existencia de la Iglesia en el mundo: para eso precisamente ha sido congregado en Cristo el pueblo cristiano sacerdotal, para elevar en la eucaristía a Dios la máxima alabanza posible, y para atraer en ella en favor de toda la humanidad innumerable bienes materiales y espirituales. De este modo, es en la eucaristía donde la Iglesia se expresa y manifiesta totalmente.

El pueblo cristiano congregado hace suya la plegaria eucarística, y completa la gran doxología trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la misa.

((Adviértase aquí, por otra parte, que es el sacerdote, y no el pueblo, quien recita las doxologías que concluyen las oraciones presidenciales. Y esto tanto en la oración colecta -«Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina», etc.-, como en la plegaria eucarística -«Por Cristo, con Él y en Él», etc.-. Y que es el pueblo quien, siguiendo una tradición continua del Antiguo y del Nuevo Testamento, contesta con la aclamación del Amén.))

C. La comunión

-Padrenuestro -La paz -Fracción del pan -Cordero de Dios -Comunión -Oración de postcomunión.

La primera cumbre de la celebración eucarística es sin duda la consagración, en la que el pan y el vino se transforman en cuerpo entregado y sangre derramada del mismo Cristo, actualizando el sacrificio redentor. Y la segunda, ciertamente, es la comunión, en la que la Iglesia obedece el mandato de Cristo en su última Cena: «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre».

El Padrenuestro

El Padrenuestro es la más grande oración cristiana, la más grata al Padre y la que mejor expresa lo que el Espíritu Santo ora en nosotros (+Rm 8,15.26), pues es la oración que nos enseñó Jesús (Mt 5,23-24; Lc 11,2-4).

Por eso, en la misa, la oración dominical culmina en cierto modo la gran plegaria eucarística, y al mismo tiempo inicia el rito de la comunión. Comienza el Padrenuestro reiterando el Santo del prefacio -«santificado sea tu Nombre»-, asimila la actitud filial de Cristo, la Víctima pascual ofrecida -«hágase tu voluntad»-, y continúa pidiendo para la Iglesia la santidad y la unidad -«venga a nosotros tu reino»-. Pero también prepara a la comunión eucarística, pidiendo el pan necesario, material y espiritual -«danos hoy nuestro pan de cada día»-, implorando el perdón y la superación del mal -«perdona nuestras ofensas, líbranos del mal»-, y procurando la paz con los hermanos -«perdonamos a los que nos ofenden»-. No podemos, en efecto, unirnos al Señor, si estamos en pecado y si permanecemos separados de los hermanos (+Mt 6,14-15; 6,9-13; 18,35).

Merece la pena señalar aquí que, en la petición «líbranos del mal», la Iglesia entiende que «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios» (Catecismo 2851; +2850-2853). Ahora bien, en la última petición del Padrenuestro, «al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasado y futuros de los que él es autor o instigador» (2854).

El Padrenuestro, que es rezado en la misa por el sacerdote y el pueblo juntamente, es desarrollado sólo por el sacerdote con el embolismo que le sigue: «Líbranos de todos los males, Señor», en el que se pide la paz de Cristo y la protección de todo pecado y perturbación, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Y esta vez es el pueblo el que consuma la oración con una doxología, que es eco de la liturgia celestial: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor» (+Ap 1,6; 4,11; 5,13).

Conviene advertir que la renovación postconciliar de la liturgia ha restaurado la costumbre antigua, ya practicada por las primeras generaciones cristianas, de rezar tres veces cada día el Padrenuestro, concretamente en laudes, en misa y en vísperas. «Así habéis de orar tres veces al día» (Dídaque VIII,3).

La paz

Sabemos que Cristo resucitado, cuando se aparecía a los apóstoles, les saludaba dándoles la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad, la herencia que el Señor deja en la última Cena a sus discípulos es precisamente la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (14,27).

El pecado, separando al hombre de Dios, divide de tal modo la humanidad en partes contrapuestas, e introduce en cada persona tal cúmulo de tensas contradicciones y ansiedades, que aleja irremediablemente de la vida humana la paz. Por eso, en la Biblia la paz (salom), que implica, en cierto modo, todos los bienes, no se espera sino como don propio del Mesías salvador. Él será constituido «Príncipe de la paz: su soberanía será grande y traerá una paz sin fin para el trono de David y para su reino» (Is 9,5-6). Sólo él será capaz de devolver a la humanidad la paz perdida por el pecado (+Ez 34,25; Joel 4,17ss; Am 9,9-21).

Pues bien, Jesús es el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Los ángeles, en su nacimiento, anuncian que Jesús va a traer en la tierra «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz» (Rm 15,33), en la plenitud de los tiempos, «reconciliar por Él consigo, pacificando por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo» (Col 2,20). Y así él, nuestro Señor Jesucristo, quitando el pecado del mundo y comunicándonos su Espíritu, es el único que puede darnos la paz verdadera, la que es «fruto del espíritu» (Gál 5,22) y de la justificación por gracia (+Rm 5,1), la paz que ni el mundo ni la carne son capaces de dar, la paz perfecta, de origen celeste, la paz que ninguna vicisitud terrena será capaz de destruir en los fieles de Cristo.

El rito de la paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento de la eucaristía. El ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía en los siglos II-III. El sacerdote, en una oración que, esta vez, dirige al mismo «Señor Jesucristo», comienza pidiéndole para su Iglesia «la paz y la unidad» en una súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe [la fidelidad] de tu Iglesia». A continuación, representando al mismo Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en el cenáculo de la misa: «La paz del Señor esté siempre con vosotros».

Y puesto que la comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si permanecemos separados de nuestros hermanos, añade en seguida: «Daos fraternalmente la paz». De este modo, la asidua participación en la eucaristía va haciendo de los cristianos hombres de paz, pues en la misa reciben una y otra vez la paz de Cristo, y por eso mismo son cada vez más capaces de comunicar a los hermanos la paz que de Dios han recibido. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

La fracción del pan

Partir el pan en la mesa era un gesto tradicional que correspondía al padre de familia. Es un gesto propio de Cristo, y lo realiza varias veces estando con sus discípulos -al multiplicar los panes, en la Cena última, con los de Emaús, ya resucitado (Jn 6,11; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24; Jn 21,13)-: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dió a los discípulos. Por eso, la antigüedad cristiana, viendo en esta acción un símbolo profundo, dio a veces a toda la eucaristía el nombre de «fracción del pan». Y la liturgia ha conservado siempre este rito, durante el cual el sacerdote parte el pan consagrado, y antes de dejar caer en el cáliz una partícula de él, dice: «El cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna».

En todo caso, la significación más antigua de esta acción litúrgica está vinculada a aquellas palabras de San Pablo: «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17; +OGMR 56c). Es la común-comunión eucarística en el Pan partido lo que hace de nosotros un solo Cuerpo, el de Cristo, la Iglesia. Los que participamos de un mismo altar, somos uno solo, pues comemos y vivimos de un mismo Pan, y «hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13).

Cordero de Dios

A partir de los siglos VI y VII, durante la fracción del pan -que entonces, cuando no hay todavía hostias pequeñas, dura cierto tiempo-, el pueblo recita o canta el Cordero de Dios, repitiendo varias veces ese precioso título de Cristo, que ya en el Gloria ha sido proclamado.

Como ya vimos más arriba, la idea del Salvador como Cordero inmolado, ya desde el sacrificio de Isaac, pasando por la Pascua y por el Siervo de Yavé de que habla Isaías, está presente en la revelación divina hasta el Apocalipsis de San Juan, que contempla en el cielo el culto litúrgico que los ángeles y los santos ofrecen al Cordero-víctima, esposo de la Iglesia (Ap 5,6; 6,1; 7,10-17; 12,11; 13,8; 17,14; 19,7-9; 21,22). La misa es la Cena pascual del Cordero inmolado, y el rito de la fracción precede lógicamente al de la comunión.

Seguidamente el sacerdote, mostrando la hostia consagrada, dice aquello de Juan el Bautizador: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Y añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice en la liturgia celeste «una voz que sale del Trono, una voz como de gran muchedumbre, como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos:... "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero"» (+Ap 19,1-9). En efecto, dice el sacerdote: «Dichosos los invitados a la cena del Señor».

A ello responde el pueblo, recordando con toda oportunidad las palabras del centurión romano, que maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (+Mt 8,8-10). Seguidamente el sacerdote, o el diácono, distribuye la comunión: «El Cuerpo de Cristo». «Amén». Sí, así es realmente.

De suyo, corresponde distribuir la comunión a quienes en la eucaristía representan a Cristo y a los apóstoles. Es el Señor quien «tomó, partió y repartió» el Pan de vida. Y en la multiplicación milagrosa, por ejemplo, Cristo, «alzando los ojos al cielo, bendijo y partió los panes, y se los dió a los discípulos [los apóstoles], y éstos a la muchedumbre» (Mt 14,19). De ahí la tradición universal de la Iglesia de que sean los ministros sagrados -y cuando sea preciso, los laicos autorizados para ello-, quienes distribuyan la comunión eucarística (Código 910).

La comunión

La comunión sacramental es el encuentro espiritual más amoroso y profundo, más cierto y santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es una inefable unión espiritual con Jesucristo glorioso, y en este sentido, aunque se realice mediante el signo expresivo del pan, no implica, por supuesto, una digestión del cuerpo físico del Señor -ésta sería la interpretación cafarnaítica-.

Es notable, en todo caso, la gran sobriedad con que la tradición patrística e incluso los escritos de los santos tratan de este acto santísimo de la comunión. Y es que se trata, en el orden del amor y de la gracia, de un misterio inefable, de algo que apenas es capaz de expresar el lenguaje humano. Cristo se entrega en la comunión como alimento, como «pan vivo bajado del cielo», que va transformando en Él a quienes le reciben. A éstos, que en la comunión le acogen con fe y amor, les promete inmortalidad, abundancia de vida y resurrección futura. Más aún, les asegura una perfecta unión vital con Él: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Y así como yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57).

Los cristianos, comulgando el cuerpo victimal y glorioso de Cristo, se alimentan del pan de vida eterna dado con tanto amor por el Padre celestial, participan profundamente de la pasión y resurrección de Cristo, reafirman en sí mismos la Alianza de amor y mutua fidelidad que les une con Dios, reciben la medicina celestial del Padre, la única que puede sanarles de sus enfermedades espirituales, y ven acrecentada en sus corazones la presencia y la acción del Espíritu Santo, «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7).

Sólo Dios, que por medio de la oración actualiza en nosotros la fe y el amor, puede darnos la gracia de una disposición idónea para la excelsa comunión eucarística. Por eso la devoción privada ha creado muchas oraciones para antes de la comunión, y la misma liturgia en el ordinario de la misa ofrece al sacerdote dos, procedentes del repertorio medieval, que están dirigidas al mismo Cristo.

«Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti». O bien:

«Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable».

Disposiciones exteriores para la comunión

-El ayuno eucarístico, de antiquísima tradición, exige hoy «abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas» (Código 919,1).

-La Iglesia permite comulgar dos veces el mismo día, siempre que se participe en ambas misas (ib. 917).

-«La comunión tiene una expresión más plena, por razón del signo, cuando se hace bajo las dos especies» (OGMR 240). La Iglesia en Occidente, sólo por razones prácticas, reduce este uso a ocasiones señaladas (Eucharisticum mysterium 32), mientras que en Oriente es la forma habitual.

-Cuando se comulga dentro de la misa, y además con hostias consagradas en la misma misa, se expresa con mayor claridad que la comunión hace participar en el sacrificio mismo de Jesucristo (+Catecismo 1388).

-Sin embargo, cuando los fieles piden la comunión «con justa causa, se les debe administrar la comunión fuera de la misa» (Código 918).

Disposiciones interiores para la comunión frecuente

San Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas: «Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos muertos» (1Cor 11,27-29). Atribuye el Apóstol los peores males de la comunidad cristiana de Corinto a un uso abusivo de la comunión eucarística... Esto nos lleva a considerar el tema de la frecuencia y disposición espiritual que son convenientes para la comunión.

En la antigüedad cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas huellas documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión diaria. Los fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la voluntad expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la comunión sacramental el modo normal de consumar su participación en el sacrificio eucarístico. Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a disciplina penitencial se veían privados de ella. Pronto, sin embargo, incluso en el monacato naciente, este criterio tradicional se debilita en la práctica o se pone en duda por diversas causas. La doctrina de San Agustín y de Santo Tomás podrán mostrarnos autorizadamente el nuevo criterio.

Santo Tomás (+1274), tan respetuoso siempre con la tradición patrística y conciliar, examina la licitud de la comunión diaria, adivirtiendo que, por parte del sacramento, es claro que «es conveniente recibirlo todos los días, para recibir a diario su fruto». En cambio, por parte de quienes comulgan, «no es conveniente a todos acercarse diariamente al sacramento, sino sólo las veces que se encuentren preparados para ello. Conforme a esto se lee [en Genadio de Marsella, +500]: "Ni alabo ni critico el recibir todos los días la comunión eucarística"» (STh III,80,10). Y en ese mismo texto Santo Tomás precisa mejor su pensamiento cuando dice: «El amor enciende en nosotros el deseo de recibirlo, y del temor nace la humildad de reverenciarlo. Las dos cosas, tomarlo a diario y abstenerse alguna vez, son indicios de reverencia hacia la eucaristía. Por eso dice San Agustín [+430]: "Cada uno obre en esto según le dicte su fe piadosamente; pues no altercaron Zaqueo y el Centurión por recibir uno, gozoso, al Señor, y por decir el otro: No soy digno de que entres bajo mi techo. Los dos glorificaron al Salvador, aunque no de una misma manera" [ML 33,201]. Con todo, el amor y la esperanza, a los que siempre nos invita la Escritura, son preferibles al temor. Por eso, al decir Pedro "apártete de mí, Señor, que soy hombre pecador", responde Jesús: "No temas"» (ib. ad 3m).

Durante muchos siglos prevaleció en la Iglesia, incluso en los ambientes más fervorosos, la comunión poco frecuente, solo en algunas fiestas señaladas del Año litúrgico, o la comunión mensual o semanal, con el permiso del confesor. Y esta tendencia se acentuó aún más, hasta el error, con el Jansenismo. Por eso, sin duda, uno de los actos más importantes del Magisterio pontificio en la historia de la espiritualidad es el decreto de 20 de diciembre de 1905. En él San Pío X recomienda, bajo determinadas condiciones, la comunión frecuente y diaria, saliendo en contra de la posición jansenista.

«El deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado convite se cifra principalmente en que los fieles, unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren, y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí que el santo Concilio de Trento llama a la eucaristía «antídoto con que nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados mortales». Según esto:

«1. La comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.

«2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.

«3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...

«4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.

«5. Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención» (Denz 1981/3375 - 1990/3383).

Parece claro que en la grave cuestión de la comunión frecuente, la mayor tentación de error es hoy la actitud laxista, y no el rigorismo jansenista, siendo una y otro graves errores. Entre ambos extremos de error, la doctrina de la Iglesia católica, expresada en el decreto de San Pío X, permanece vigente. Hoy «la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días» (Catecismo 1389).

La oración post-comunión

«Cuando se ha terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato recogidos. O si se prefiere, puede también cantar toda la asamblea un himno, un salmo o algún otro canto de alabanza» (OGMR 56j). La práctica devocional de la Iglesia ha dado siempre una importancia muy notable a este tiempo de oración después de la comunión. Esa «conveniente acción de gracias», de que hablaba San Pío X, es un momento muy especial de gracia. Por eso es aconsejable realizarla fielmente, bien sea en ese momento de silencio, inmediato a la comunión, o bien después de finalizada la misa.

Es lo que la Iglesia recomienda: para que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración» (Eucharisticum mysterium 38).

Después de ese tiempo, más o menos largo, «en la oración después de la comunión, el sacerdote ruega para que se obtengan los frutos del misterio celebrado» (OGMR 56k). Estos frutos son incesantemente indicados y pedidos en las oraciones de postcomunión. En efecto, si hacemos una lectura seguida de postcomuniones de la misa, iremos conociendo claramente cuáles son los frutos normales de la participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia en esas oraciones, con toda confianza y eficacia, coincide precisamente con lo que el Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo propio de toda oración litúrgica, que realiza lo que pide.

Veamos, a modo de ejemplo, algunas peticiones incluidas en postcomuniones de domingos del Tiempo Ordinario: «te suplicamos la gracia de poder servirte llevando una vida según tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del cielo, permanezcamos unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos recibido tu gracia vivificadora, nos alegremos siempre de este don admirable que nos haces» (3). «Que el pan de vida eterna nos haga crecer continuamente en la fe verdadera» (4). «Concédenos vivir tan unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo» (5). «Busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera» (6). «Alcanzar un día la salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado en estos sacramentos» (7; intención frecuente: +20, 26, 30, 31). «Sane nuestras maldades y nos conduzca por el camino del bien» (10). «Que esta comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra unión contigo, realice la unidad de tu Iglesia» (11). «Condúcenos a perfección tan alta, que en todo sepamos agradarte» (21). «Fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida» (24). «Nos transformemos en lo que hemos recibido» (27). «Nos hagas participar de su naturaleza divina» (28). «Aumente la caridad en todos nosotros» (33). «No permitas que nos separemos de ti» (34). «Encontrar la salud del alma y del cuerpo en el sacramento que hemos recibido» (Trinidad).

Éstos y otros preciosos efectos que la Iglesia pide con audacia y confianza en la oración postcomunión -como también en la oración colecta y la del ofertorio- son los que la eucaristía causa de suyo en nosotros, si no ponemos impedimento a la acción de Cristo en ella (+Catecismo, frutos de la comunión: 1391-1398).

Comunión y santidad

«Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,53-54). La cosa es clara: la santificación cristiana tiene forma eucarística. Es así, al menos ordinariamente, como ha querido Cristo santificarnos. Y nosotros no podemos santificarnos según nuestros gustos o inclinaciones -es absurdo-, sino según Cristo ha dispuesto hacerlo, y nos lo ha dicho. Sólo él es «Santo y fuente de toda santidad» (PE II).

En realidad, no es posible nuestra santificación sin verdaderos milagros de la gracia. ¿Cómo, si no, podríamos librarnos de pecados, defectos o imperfecciones tan arraigados en nuestra personalidad? San Juan de la Cruz nos muestra claramente que la purificación activa del cristiano no puede alcanzar la perfecta santidad, «hasta que Dios lo hace en él, habiendose él pasivamente» (I Noche 7,5). Pues bien, aunque nosotros hemos de realizar actos al comulgar, sobre todo de fe y de amor -en cuanto ello nos sea posible-, lo cierto es que de la comunión puede decirse, más o menos, lo que el Doctor místico afirma de la contemplación: en ella «Dios es el agente y el alma es la paciente»; y el alma está «como el que recibe y como en quien se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace» (Llama 3,32).

La comunión eucarística es, pues, un momento privilegiado para esos milagros de la gracia que necesitamos. Cristo en ella, con todo el poder de su pasión gloriosa y de su resurrección admirable, nos concede ir muriendo a los pecados del hombre viejo, e ir renaciendo a las virtudes del hombre nuevo. Es en la eucaristía donde, por obra del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, y donde igualmente, por obra del Espíritu Santo, los hombres carnales se transforman en hombres espirituales, cada vez más configurados a Cristo.

Los santos y la comunión eucarística

Sólo los santos conocen y viven plenamente la vida cristiana. Y, concretamente, sólo los santos veneran como se debe el gran sacramento de la eucaristía. Por eso en esto, como en todo, nosotros hemos de tomarles como maestros. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, según declaran en el proceso de canonización sus compañeros, «omni die celebrabat missam cum lacrymis» (n.49), sobre todo a la hora de comulgar (n.15). Y también San Ignacio de Loyola lloraba con frecuencia en la misa (Diario espiritual 14). Nosotros, hombres de poca fe, no lloramos, pues apenas sabemos lo que hacemos cuando asistimos a la misa. Son los santos, realmente, los que entienden, en fe y amor, qué es lo que en la misa están haciendo, o mejor, qué está haciendo en ella la Trinidad santísima. Por eso han de ser ellos los que nos enseñen a celebrar el sacrificio eucarístico y a recibir en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo.

San Francisco de Asís, siendo diácono, pocos años antes de morir, escribe una Carta a los clérigos, en la que confiesa conmovedoramente toda la grandeza del ministerio eucarístico que desempeñan. Y en su Carta a toda la Orden reitera las mismas exhortaciones: «Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo el honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente [+Col 1,20]» (12-13). Él, personalmente, «ardía de amor en sus entrañas hacia el sacramento del cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y anonadado por el estupor al considerar tan estimable dignación y tan ardentísima caridad. Reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada día, a ser posible, una misa. Comulgaba muchísimas veces, y con tanta devoción, que infundía fervor a los presentes. Sintiendo especial reverencia por el Sacramento, digno de todo respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel sagrado fuego que ardía siempre en el altar de su corazón» (II Celano 201).

Es un dato cierto que los santos, muchas veces, han recibido precisamente en la comunión eucarística gracias especialísimas, decisivas en su vida.

Recordemos, por ejemplo, a Santa Teresa de Jesús. Ella, cuando no era costumbre, «cada día comulgaba, para lo cual la veía [esta testigo] prepararse con singular cuidado, y después de haber comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios» (Ana de los Angeles: Bibl. Míst. Carm. 9,563).

Las más altas gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual, fueron recibidas por Santa Teresa en la eucaristía. Ella misma afirma que fue en una comunión cuando llegó a ser con Cristo, en el matrimonio, «una sola carne»: «Un día, acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta conciencia 39; +VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la comunión resucitado, glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino Cristo vivo, y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con tran grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» (Vida 28,8).

Otros santos ha habido que vivían alimentándose sólamente con el Pan eucarístico, es decir, con el cuerpo de Cristo. En esos casos milagrosos ha querido Dios manifestarnos, en una forma extrema, hasta qué punto tiene Cristo capacidad en la eucaristía de «darnos vida y vida sobreabundante» (Jn 10,10).

El Beato Raimundo de Capua, dominico, que fue unos años director espiritual de Santa Catalina de Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi increíbles, poco a poco, pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la santa virgen recibía muchas veces devotamente la santa comunión, y cada vez obtenía de ella tanta gracia que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus inclinaciones, sólo por virtud del Espíritu Santo su alma y su cuerpo estaban igualmente nutridos. De esto puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro... Yo mismo he visto muchas veces aquel cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso de agua fría, que... sin ninguna dificultad se levantaba antes, caminaba más lejos y se afanaba más que los que la acompañaban y que estaban sanos; ella no conocía el cansancio... Al comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin comer, fray Tommaso, su confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y ella respondió: "Es tal la saciedad que me viene del Señor al recibir su venerabilísimo Sacramento, que no puedo de ninguna manera sentir deseo por comida alguna"» (Legenda Maior: Santa Catalina de Siena II,170-171).

El hambre de Cristo en la eucaristía era a veces en Santa Catalina torturante. Pero cuando comulgaba quedaba a veces absorta en Dios durante horas o días. Una vez «su confesor, que le había visto tan encendida de cara mientras le daba el Sacramento, le preguntó qué le había ocurrido, y ella le respondió: "Padre, cuando recibí de vuestras manos aquel inefable Sacramento, perdí la luz de los ojos y no vi nada más; más aún, lo que vi hizo tal presa en mí que empecé a considerar todas las cosas, no solamente las riquezas y los placeres del cuerpo, sino también cualquier consolación y deleite, aun los espirituales, semejantes a un estiércol repugnante. Por lo cual pedía y rogaba, a fin de que aquellos placeres también espirituales me fuesen quitados mientras pudiese conservar el amor de mi Dios. Le rogaba también que me quitase toda voluntad y me diera sólo la suya. Efectivamente, lo hizo así, porque me dio como respuesta: Aquí tienes, dulcísima hija mía, te doy mi voluntad"... Y así fue, porque, como lo vimos los que estábamos cerca de ella, a partir de aquel momento, en cualquier circunstancia, se contentó con todo y nunca se turbó» (ib. 190).

Los santos han cuidado mucho la preparación espiritual para comulgar, ayudándose para ello de la confesión sacramental, y encareciendo ésta tanto o mas que aquélla. En la Regla propia de santa Clara, por ejemplo, dispone la santa: «Confiésense al menos doce veces al año... y comulguen siete veces» (III,12.14). El laxismo actual en el uso de la eucaristía lleva a lo contrario, a comulgar muchas veces, no confesando sino muy de tarde en tarde.

Atengámonos al Magisterio apostólico y a la enseñanza de los santos en todo, pero muy especialmente en nuestra vida eucarística, tema grave y altísimo. Son los santos, expertos en el amor de Cristo, y especialísimamente la Virgen María, quienes podrán enseñarnos y ayudarnos a comulgar. Ellos son los que de verdad conocen y entienden la locura de amor realizada por Cristo, cuando él responde con la eucaristía a la petición de sus discípulos: «quédate con nosotros» (Lc 24,29). Así Santa Catalina:

«¡Oh hombre avaricioso! ¿Qué te ha dejado tu Dios? Te dejó a sí mismo, todo Dios y todo hombre, oculto bajo la blancura del pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No era suficiente habernos creado a imagen y semejanza tuya, y habernos vuelto a crear por la gracia en la sangre de tu Hijo, sin tener que darnos en comida a todo Dios, esencia divina? ¿Quién te ha obligado a esto? Sola la caridad, como loco de amor que eres» (Oraciones y soliloquios 20).

IV. Rito de conclusión

Saludo y bendición. -Despedida y misión.

La inclusión es una forma poética, por la que el final vuelve al principio. No es rara en los salmos, por ejemplo, en el 102, que empieza y termina diciendo: «Bendice, alma mía, al Señor». También ocurre así en la misa.

Saludo y bendición

Al finalizar la misa, en efecto, se vuelve al saludo de su comienzo:

-«El sacerdote, extendiendo las manos, saluda al pueblo diciendo: El Señor esté con vosotros; a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu».

Y si la celebración se inició en el nombre de la santísima Trinidad y en el signo de la cruz, también en este Nombre y signo va a concluirse:

«En seguida el sacerdote añade: «la bendición de Dios todopoderoso -haciendo aquí la señal + de la bendición-, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros». Y todos responden «Amén».

El sacerdote aquí no pide que la bendición de Dios descienda «sobre nosotros», no. Lo que hace -si realiza la liturgia católica- es transmitir, con la eficacia y certeza de la liturgia, una bendición, que Cristo finalmente concede a su pueblo. De tal modo que, así como el Señor, al despedirse de sus discípulos en el momento de su ascensión, «alzó sus manos y los bendijo; y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24,50-51), así ahora, por medio del sacerdote que le representa, el Señor bendice al pueblo cristiano, que se ha congregado en la eucaristía para celebrar el memorial de «su pasión salvadora, y de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras espera su venida gloriosa» (PE III).

Despedida y misión

La palabra misa, que procede de missio (misión, envío, despedida), ya desde el siglo IV viene siendo uno de los nombres de la eucaristía. En efecto, la celebración de la eucaristía termina con el envío de los cristianos al mundo. Y no se trata aquí tampoco de una simple exhortación, «vayamos en paz», apenas significativa, sino de algo más importante y eficaz. En efecto, así como Cristo envía a sus discípulos antes de ascender a los cielos -«id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15)-, ahora el mismo Cristo, al concluir la eucaristía, por medio del sacerdote que actúa en su nombre y le visibiliza, envía a todos los fieles, para que vuelvan a su vida ordinaria, y en ella anuncien siempre la Buena Noticia con palabras y más aún con obras.

Podéis ir en paz».

Demos gracias a Dios».

Entonces el sacerdote, según costumbre, venera el altar [como al principio de la misa] con un beso y, hecha la debida reverencia, se retira» (OGMR 124-125).

La misa ha terminado.

5

Fuente y cumbre

Comenzábamos nuestro escrito afirmando con la Iglesia que «la celebración de la misa es el centro de toda la vida cristiana» (OGMR 1). Volvamos, pues, sobre este tema, una vez que hemos analizado y contemplado las diversas partes de la eucaristía.

Eucaristía y vida cristiana

En todo momento de gracia, el cristiano, muriendo al hombre viejo carnal, vive el hombre nuevo espiritual. Si un cristiano perdona, mata en sí el deseo de venganza y vive la misericordia de Cristo. Si da una limosna, muere al egoísmo y vive la caridad del Espíritu Santo. Si se priva de un placer pecaminoso, toma la cruz y sigue a Cristo. Y así sucede «cada día», en todos y cada uno de los instantes de la vida cristiana: muerte y vida, cruz y resurrección. No se puede participar de la vida divina sin inmolar al Señor sacrificialmente toda la vida humana, en cuanto está marcada por el pecado: sentimientos y afectos, memoria, entendimiento y voluntad. San Juan de la Cruz es, quizá, quien más profundamente ha explicado este misterio.

Esto significa que toda la vida cristiana es una participación en el misterio pascual de Cristo, que muere y resucita, para salvarnos del pecado y darnos vida divina. De Cristo nos viene, pues, juntamente, la capacidad de morir a la vida vieja, y la posibilidad de recibir la vida nueva y santa. De Él nos viene esta gracia, y no sólo como ejemplo, sino como impulso que íntimamente nos mueve y vivifica.

Ahora bien, siendo la misa actualización del misterio pascual, es en ella fundamentalmente donde participamos de la muerte y resurrección del Salvador. Por tanto, de la eucaristía fluye, como de su fuente, toda la vida cristiana, la personal y la comunitaria. «Todas las obras de la vida cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se ordenan» (OGMR 1).

Esto nos hace concluir que la espiritualidad cristiana ha de arraigarse siempre y cada vez más en la eucaristía. Quiere Dios que haya en la Iglesia diversas espiritualidades, en referencia a un santo fundador, a un cierto estado de vida, a un servicio de caridad predominante. Pero, en todo caso, será excéntrica cualquier espiritualidad cristiana concreta que no tenga su centro en el sacrificio de la Nueva Alianza. Y, pasando ya del plano teórico al de los hechos, habrá que reconocer que hay espiritualidades concretas más o menos centradas en la eucaristía. Las más centradas en el sacrificio eucarístico son las más perfectas, las más conformes a la revelación y a la tradición; las menos centradas son las más deficientes. Éstas, al extremo, pueden ser simplemente una falsificación del cristianismo.

Eucaristía y vida sacramental

El concilio Vaticano II nos enseña que todos los sacramentos «están unidos con la eucaristía y a ella se ordenan, pues en la sagrada eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo, que por su carne vivificada y vivificante en el Espíritu Santo, da vida a los hombres» (PO 5b).

Todos los sacramentos contienen la gracia que significan, y la confieren a los fieles que los reciben con buena disposición. «Pero en la eucaristía está el autor mismo de la santidad» (Trento: Denz 876/1639). Y en todos y cada uno de los sacramentos -bautismo, penitencia, etc.-, participa el cristiano de la pasión de Cristo, muriendo al pecado, y de su gloriosa resurrección, renaciendo y viviendo a la vida santa de la gracia.

Eucaristía y Liturgia de las Horas

«La "obra de la redención de los hombres y de la perfecta glorificación de Dios" (SC 5b) es realizada por Cristo en el Espíritu Santo por medio de su Iglesia no sólo en la celebración de la eucaristía y en la administración de los sacramentos, sino también, con preferencia a los modos restantes, cuando se celebra la Liturgia de las Horas. En ella, Cristo está presente en la asamblea congregada, en la palabra de Dios que se proclama y "cuando la Iglesia suplica y canta salmos" (SC 7a)» (Ordenación general de la Liturgia de las Horas 13).

-Preparación a la eucaristía. Pues bien, según nos enseña la Iglesia, «la celebración eucarística halla una preparación magnífica en la Liturgia de las Horas, ya que ésta suscita y acrecienta muy bien las disposiciones que son necesarias para celebrar la eucaristía, como la fe, la esperanza, la caridad, la devoción y el espíritu de abnegación» (ib. 12).

-Extensión de la eucaristía. Y, por otra parte, «la Liturgia de las Horas extiende a los distintos momentos del día la alabanza y la acción de gracias [de la eucaristía], así como el recuerdo de los misterios de la salvación, las súplicas y el gusto anticipado de la gloria celeste, que se nos ofrecen en el misterio eucarístico, "centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana"» (ib.).

El Misal de los fieles

Estimamos sumamente recomendable el uso habitual del Misal de los fieles. Él pone en nuestras manos las maravillosas oraciones del Ordinario de la misa, especialmente las Plegarias Eucarísticas, y cada día nos ofrece las lecturas bíblicas, las oraciones variables, que van celebrando, con distintas tonalidades, el Año del Señor, sus grandes misterios, las fiestas de los santos.

Es tal la riqueza del Misal en doctrina y espiritualidad, que apenas puede ser asimilada, si sólo en el momento de la celebración, entra el fiel en contacto con las oraciones y lecturas, anáforas, antífonas y aclamaciones. Sin embargo, la espiritualidad de los cristianos, sin duda alguna, debe buscar y encontrar en el Misal y en las Horas las fuentes más preciosas de donde mana inagotablemente el Espíritu de Jesucristo y de su Iglesia.

En los años de la renovación litúrgica que precedieron al concilio Vaticano II se difundieron abundantemente entre los fieles los Misales manuales, normalmente bilingües. Ellos ayudaron mucho a los fieles a participar en la eucaristía. Pero después del Concilio, una vez traducida la liturgia a las lenguas vernáculas, el uso de esos Misales ha disminuido notablemente. Es, por tanto, muy deseable que todos los hogares cristianos tengan un Misal de fieles, como deben tener la Biblia o el Catecismo de la Iglesia. Y los utilicen, claro.

El culto de la eucaristía fuera de la misa

El pueblo cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido prestando un culto siempre creciente a la eucaristía fuera de la misa: oración ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas santas, visitas al Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua, etc. Esto lo ha ido haciendo la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, que nos conduce «hacia la verdad plena» (+Jn 14,26; 16,13). Con toda verdad dijo Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14).

Recordemos en esto la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica:

«El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continúa dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión" (Mysterium fidei)» (1378).

«Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado "hasta el extremo" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (+Gál 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:

«"La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración" ([Juan Pablo II], Dominicae cenae 3)» (1380).

Todo hace pensar que si Dios le concede a un cristiano la gracia de la comunión diaria, querrá concederle también la gracia de adorarle diariamente, en una oración más o menos prolongada, ante el sagrario.

La eucaristía, «prenda de la gloria futura»

«¡Oh sagrado banquete (o sacrum convivium), en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!». Como dice esta antigua oración de la Iglesia, la eucaristía es, en efecto, como dice esta antigua oración de la Iglesia, «la anticipación de la gloria celestial» (Catecismo 1402). Es la reunión con Dios y la comunión con los santos. Es, pues, el cielo en la tierra. O si se quiere, es el punto eclesial de tangencia entre la esfera celestial y la esfera terrestre.

El mismo Cristo quiso que la Cena eucarística fuera entendida también como prenda anticipadora del banquete celestial, «hasta que llegue el reino de Dios» (Lc 22,18; +Mt 26,29; +Mc 14,25). Por eso, «cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa, y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). Y en su oración, implora su venida: "Marán athá" (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tu gracia venga y que este mundo pase" (Dídaque 10,6)» (Catecismo 1403).

Cada vez que nos reunimos en la eucaristía debe avivarse en nosotros el deseo del cielo, pues la celebramos «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (oración después del Padrenuestro; +Tit 2,13). Con frecuencia las oraciones de la misa, especialmente las postcomuniones, piden que cuantos celebran aquí la eucaristía, lleguen a participar «en el banquete del Reino de los cielos». La eucaristía, pues, es como una puerta abierta al más allá celestial. Por eso en ella pedimos al Padre entrar «en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro» (PE III, en misa por difuntos).

«La creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque es en esperanza como estamos salvados» (Rm 8,22-24). Pues bien, en este tiempo de prueba, paciente y esperanzado, la eucaristía es la anticipación y la prenda más segura de «los cielos nuevos y la tierra nueva» (2Pe 3,13), allí donde, finalmente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).

María y la eucaristía

Sabemos que, después de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo, la Virgen María fue «acogida en la casa» del apóstol San Juan (Jn 19,27). Como también sabemos que los apóstoles comenzaron a celebrar la eucaristía a partir de Pentecostés. Esto nos hace, por tanto, suponer con base muy cierta que la santísima Virgen participó en la eucaristía cuantas veces pudo hasta el momento de su asunción a los cielos.

La Virgen María es, pues, indudablemente el modelo perfecto de participación en la misa. Nadie como ella ha vivido la liturgia eucarística como actualización del sacrificio de la cruz. Nadie ha reconocido como ella la presencia de Jesús en los fieles congregados en su Nombre. Nadie como ella ha distinguido la voz de su hijo divino en la liturgia de la Palabra. Nadie ha hecho suyas las oraciones, alabanzas y súplicas de la misa con tanta fe y esperanza, con tanto amor como la Virgen María. Nadie en la misa se ha ofrecido con Cristo al Padre de modo tan total a como ella lo hacía. Nadie ha comulgado el cuerpo de Cristo, ni el mayor de los santos, con el amor de la Virgen Madre. Nadie ha suplicado la paz y la unidad de la santa Iglesia con la apasionada confianza de la Virgen en la misericordia de Dios providente. Nadie, en toda la historia de la Iglesia, ha estado en la misa tan atenta, tan humilde y respetuosa, tan encendida en oración y en amor, como la Madre de la divina gracia.

Conviene, pues, que tomemos a la Virgen María como modelo y como intercesora para adentrarnos más en el misterio eucarístico. Oigamos la Palabra «con la fe de María». Elevemos al Padre la atrevida oración de los fieles «con la esperanza de María». Acerquémonos a comulgar «con el amor de María». Que sea ella, la que estuvo al pie de la Cruz, la que, con la paciencia propia de las madres, nos enseñe a participar más y mejor en la santa misa, sacrificio de la Nueva Alianza.

I Apéndice

Textos eucarísticos primitivos

En el libro de los Hechos, San Lucas atestigua la asidua celebración de la eucaristía en Jerusalén: los que habían creído, «perseveraban en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). El «día primero de la semana» (20,7) era el día más apropiado para la celebración de la eucaristía.

De las formas en que ésta se celebraba tenemos huellas muy valiosas. Además de la breve descripción de la eucaristía que nos ofrece San Pablo hacia el año 55, en 1 Corintios 10,16-17.21; 11,20-34, y a la que ya nos hemos referido más arriba, tenemos otras relaciones de textos muy antiguos.

La Doctrina de los doce apóstoles (Dídaque) (70?)

La Dídaque o Doctrina de los doce apóstoles, escrita quizá hacia el año 70, es uno de los más antiguos documentos cristianos extrabíblicos. En ella se recogen algunas plegarias de carácter plenamente eucarístico, en las que se describen usos y formas litúrgicas ya vigentes.

«Respecto a la acción de gracias (eucaristía), daréis las gracias de esta manera.

«Primeramente, sobre el cáliz: Te damos gracias, Padre santo, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos has revelado por Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos.

«Luego, sobre el trozo de pan: Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y la ciencia que nos revelaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti la honra por los siglos.

«Como este pan partido estaba antes disperso por los montes y, recogido, se ha hecho uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo en los siglos.

«Pero que nadie coma ni beba de vuestra eucaristía sin estar bautizado en el nombre del Señor, pues de esto dijo el Señor: "No deis lo santo a los perros" [Mt 7,6].

«Y después de que os hayáis saciado, dad así las gracias:

«Te damos gracias, Padre santo, por tu santo Nombre, que hiciste que habitara en nuestros corazones; y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad que nos manifestaste por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.

«Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por tu Nombre, y diste a los hombres comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu Siervo. Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A ti la gloria por los siglos.

«Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y para perfeccionarla en tu caridad. Y reúnela de los cuatro vientos, ya santificada, en tu reino, que le tienes preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.

«Venga la gracia y pase este mundo. Hosanna al Dios de David. El que sea santo que se acerque. El que no lo sea, que haga penitencia. Marán athá. Amén.

«A los profetas permitidles que den gracias cuantas quieran (Did. 9-10).

«Reunidos cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, para que vuestro sacrificio sea puro. Todo aquel, sin embargo, que tenga contienda con su compañero, no se reuna con vosotros hasta tanto no se hayan reconciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio. Pues éste es el sacrificio del que dijo el Señor: "En todo lugar y en todo tiempo se me ha de ofrecer un sacrificio puro, dice el Señor, porque soy yo Rey grande, y mi nombre es admirable entre las naciones" [+Mal 1,11-14]» (Díd. 14).

San Justino (+163)

El filósofo samaritano Justino, convertido al cristianismo, escribe hacia el 153 su I Apología en defensa de los cristianos, dirigida al emperador Antonino Pío, al Senado y al pueblo romano. Y en Roma selló su testimonio con su sangre. En ese texto hallamos una primera descripción de la misa, muy semejante, al menos en sus líneas fundamentales, a la misa actual.

«Nosotros, después de haber bautizado al que ha creído y se ha unido a nosotros [bautismo y comunión eclesial], le llevamos a los llamados hermanos, allí donde están reunidos, para rezar fervorosamente las oraciones comunes por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado y por todos los otros esparcidos por todo el mundo, suplicando se nos conceda, ya que hemos conocido la verdad, ser hallados por nuestras obras hombres de buena conducta, y cumplidores de los mandamientos, de suerte que consigamos la salvación eterna. Acabadas las preces, nos saludamos mutuamente con el ósculo de paz. Seguidamente, al que preside entre los hermanos, se le presenta pan y una copa de agua y de vino. Cuando lo ha recibido, alaba y glorifica al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos concedido esos dones que de Él nos vienen. Y cuando el presidente ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama, diciendo: "Amén". "Amén" significa, en hebreo, "Así sea". Y una vez que el presidente ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que entre nosotros se llaman diáconos dan a cada uno de los presentes a participar del pan, y del vino y del agua sobre los que se dijo la acción de gracias, y también lo llevan a los ausentes (I Apol. 65).

«Este alimento se llama entre nosotros eucaristía; de la que a nadie es lícito participar, sino al que [1] cree que nuestra doctrina es verdadera, y que [2] ha sido purificado con el baño que da el perdón de los pecados y la regeneración, y que [3] vive como Cristo enseñó. Porque estas cosas no las tomamos como pan común ni bebida ordinaria, sino que así como Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por virtud del Verbo de Dios, tuvo carne y sangre por nuestra salvación; así se nos ha enseñado que, por virtud de la oración al Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracias -alimento de que, por transformación, se nutren nuestra sangre y nuestra carne- es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado. Pues los apóstoles, en los Recuerdos por ellos compuestos llamados Evangelios, nos transmitieron que así les había sido mandado, cuando Jesús, habiendo tomado el pan y dado gracias, dijo: «Haced esto en memoria de mí; éste es mi cuerpo» [Lc 22,19; 1Cor 11,24], y que, habiendo tomado del mismo modo el cáliz y dado gracias, dijo: «Ésta es mi sangre» [Mt 26,27]; y que sólo a ellos les dio parte» (66).

«Nosotros, por tanto, después de esta primera iniciación, recordamos constantemente entre nosotros estas cosas, y los que tenemos, socorremos a todos los abandonados, y nos asistimos siempre unos a otros. Y por todas las cosas de las cuales nos alimentamos, bendecimos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo. Y el día llamado del sol [el domingo] se tiene una reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en las ciudades o en los campos, y se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los apóstoles o las escrituras de los profetas. Luego, cuando el lector ha acabado, el que preside exhorta e incita de palabra a la imitación de estos buenos ejemplos. Después nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces; y, como antes dijimos, cuando hemos terminado de orar, se presenta pan, vino y agua, y el que preside eleva a Dios, según sus posibilidades, oraciones y acciones de gracias, y el pueblo aclama diciendo el "Amén". Seguidamente viene la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias, y a los ausentes se les envía por medio de los diáconos. Los que tienen y quieren, cada uno según su libre voluntad, dan lo que bien les parece, y lo recogido se entrega al presidente, y él socorre de ello a los huérfanos y las viudas, a los que por enfermedad o por cualquier otra causa se hallan abandonados, y a los encarcelados, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él cuida de cuantos padecen necesidad. Y celebramos esta reunión general el día del sol, puesto que es el día primero, en el cual Dios, transformando las tinieblas y la materia, creó el mundo, y el día también en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos. Pues un día antes del día de Saturno [sábado] lo crucificaron y un día después del de Saturno, que es el día del sol, se apareció a los apóstoles y discípulos, y nos enseñó estas cosas que he propuesto a vuestra consideración» (67).

San Ireneo (130?-200?)

El obispo de Lión, sede primada de las Galias, San Ireneo, mártir, ve la eucaristía como el sacrificio de Cristo que la Iglesia ofrece siempre el Padre.

«Cristo tomó el pan, que es algo de la creación, y dio gracias, diciendo: "Esto es mi cuerpo". Y de la misma manera afirmó que el cáliz, que es de esta nuestra creación terrena, era su sangre. Y enseñó la nueva oblación del Nuevo Testamento, la cual, recibiéndola de los apóstoles, la Iglesia ofrece en todo el mundo a Dios» (Adversus haereses 4,17,5).

Traditio apostolica (215?)

El canon eucarístico más antiguo que se conoce es el que se expone en la Traditio apostolica, documento escrito probablemente en Roma por San Hipólito (+235). Esta anáfora, de notable plenitud teológica, muy antigua y venerable, y que muestra una tradición litúrgica anterior, tuvo gran influjo en las liturgias de Occidente e incluso de Oriente. En ella está inspirada actualmente la Plegaria eucarística II. Y también siguen su pauta las otras plegarias eucarísticas, por ejemplo, en el solemne diálogo inicial del prefacio.

«Ofrézcanle los diáconos [al ordenado obispo] la oblación, y él, imponiendo las manos sobre ella con todos los presbíteros, dando gracias, diga: "El Señor con vosotros" . Y todos digan: "Y con tu espíritu". "Arriba los corazones". "Los tenemos ya elevados hacia el Señor". "Demos gracias al Señor". "Esto es digno y justo". Y continúe así:

«Te damos gracias, ¡oh Dios!, por medio de tu amado Hijo, Jesucristo, que nos enviaste en los últimos tiempos como salvador y redentor nuestro, y como anunciador de tu voluntad. Él es tu Verbo inseparable, por quien hiciste todas las cosas y en el que te has complacido. Tú lo enviaste desde el cielo al seno de una virgen, y habiendo sido concebido, se encarnó y se mostró como Hijo tuyo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen. Él, cumpliendo tu voluntad y conquistándote tu pueblo santo, extendió sus manos, padeciendo para librar del sufrimiento a los que creyeron en ti. El cual, habiéndose entregado voluntariamente a la pasión para destruir la muerte, romper las cadenas del demonio, humillar al infierno, iluminar a los justos, cumplirlo todo y manifestar la resurrección, mostrando el pan y dándote gracias, dijo: "Tomad, comed. Éste es mi cuerpo, que por vosotros será destrozado". Del mismo modo, tomó el cáliz, diciendo: "Ésta es mi sangre, que por vosotros es derramada. Cuando hacéis esto, hacedlo en memoria mía".

«Recordando, pues, su muerte y su resurrección, te ofrecemos este pan y este cáliz, dándote gracias porque nos tuviste por dignos de estar en tu presencia y de servirte como sacerdotes.

«Y te pedimos que envíes tu Espíritu Santo sobre la oblación de la santa Iglesia. Reuniéndolos en uno, da a todos los santos que la reciben que sean llenos del Espíritu Santo, para confirmación de la fe en la verdad, a fin de que te alabemos y glorifiquemos por tu Hijo Jesucristo, que tiene tu gloria y tu honor con el Espíritu Santo en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos. Amén» (4).

-La comunión primera de los neófitos. «Todas estas cosas el obispo las explicará a los que reciben [por primera vez] la comunión. Cuando parte el pan, al presentar cada trozo, dirá: "El pan del cielo en Cristo Jesús". Y el que lo recibe responderá: "Amén". Si no hay presbíteros suficientes para ofrecer los cálices, intervengan los diáconos, atentos a observar perfectamente el orden; el primero sostenga el caliz del agua; el segundo, el de la leche, y el tercero, el del vino. Los comulgantes gusten de cada uno de los cálices (21).

-La comunión ordinaria de los domingos. «Los domingos, si es posible, el obispo distribuirá de su propia mano [la comunión] a todo el pueblo, mientras que los diáconos y los presbíteros partirán el pan. Luego el diácono ofrecerá la eucaristía y la patena al sacerdote; éste las recibirá, las tomará en sus manos para luego distribuirlas a todo el pueblo. Los demás días se comulgará siguiendo las instrucciones del obispo» (22).

-La comunión realizada privadamente en casa. «Todos los fieles tengan cuidado de tomar la eucaristía antes de que coman cualquier otro alimento...Y cuídese que no la tome un infiel, ni un ratón ni otro animal, y de que nadie la vuelque ni la derrame, ni la pierda. Siendo el Cuerpo de Cristo, que será comido por los creyentes, no debe ser menospreciado» (37). «También el cáliz bendito en el nombre del Señor se recibe como sangre de Cristo. Por eso nada debe ser derramado... Si tú lo menosprecias, serás tan responsable de la sangre vertida como aquél que no valora el precio por el que fue adquirido» (38).

Orígenes (185-253)

Asceta y gran teólogo, lleva Orígenes a su apogeo la escuela de Alejandría, y sufre diversos tormentos en la persecución de Decio. Este gran doctor venera de modo semejante la presencia eucarística de Cristo en el Pan y en la Palabra:

«Conocéis vosotros, los que soléis asistir a los divinos misterios, cómo cuando recibís el cuerpo del Señor, lo guardáis con toda cautela y veneración, para que no se caiga ni un poco de él, ni desaparezca algo del don consgrado. Pues os creéis reos, y rectamente por cierto, si se pierde algo de él por negligencia. Y si empleáis, y con razón, tanta cautela para conservar su cuerpo, ¿cómo juzgáis cosa menos impía haber descuidado su palabra que su cuerpo?» (Sobre Éxodo, hom. 13,3).

San Cipriano (210-258)

El obispo de Cartago, San Cipriano, mártir, halla siempre para la Iglesia en el sacrificio eucarístico la fuente de toda fortaleza y unidad.

La misa es el sacrificio de la cruz. «Si Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro, es sumo sacerdote de Dios Padre, y el primero que se ofreció en sacrificio al Padre, y prescribió que se hiciera esto en memoria de sí, no hay duda que cumple el oficio de Cristo aquel sacerdote que reproduce lo que Cristo hizo, y entonces ofrece en la Iglesia a Dios Padre el sacrificio verdadero y pleno, cuando ofrece a tenor de lo que Cristo mismo ofreció» (Carta 63,14). «Y ya que hacemos mención de su pasión en todos los sacrificios, pues la pasión del Señor es el sacrificio que ofrecemos, no debemos hacer otra cosa que lo que Él hizo» (63,17). La eucaristía, pues, consiste en «ofrecer la oblación y el sacrificio» (12,2; +37,1; 39,3).

La celebración es diaria. «Todos los días celebramos el sacrificio de Dios» (57,3).

La plegaria eucarística ha de ser sobria. «Cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos los divinos sacrificios con el sacerdote de Dios, no proferimos nuestras oraciones con descompasadas palabras, ni lanzamos en torrente de palabrería la petición que debemos confiar a Dios con toda modestia» (De oratione dominica 4).

La comunión es la mejor preparación para el martirio, y por eso debe llevarse a los confesores que en la cárcel se disponen a confesar su fe (Carta 5,2). «Se echa encima una lucha más dura y feroz, a la que se deben preparar los soldados de Cristo con una fe incorrupta y una virtud acérrima, considerando que para eso beben todos los días el cáliz de la sangre de Cristo, para poder derramar a su vez ellos mismos la sangre por Cristo» (58,1).

Los pecadores públicos no deben ser recibidos en la eucaristía. No han de ser recibidos a ella los que no están reconciliados y en paz con la Iglesia, ni han hecho penitencia, ni han recibido la imposición de manos del obispo o del clero (Carta 15,1; 16,2; 17,2).

Eusebio de Cesarea (265?-340?)

Nacido y educado en Cesarea, de la que fue obispo, Eusebio, afectado por el arrianismo, es autor de importantes obras doctrinales e históricas. En el siguiente texto refleja la profunda unidad que la Iglesia antigua descubre entre la eucaristía litúrgica y el sacrificio espiritual de toda vida cristiana fiel.

«Nosotros enseñamos que, en vez de los antiguos sacrificios y holocaustos, fue ofrecida a Dios la venida en carne de Cristo y el cuerpo a Él adaptado. Y ésta es la buena nueva que se anuncia a su Iglesia, como un gran misterio... Nosotros hemos recibido ciertamente el mandato de celebrar en la mesa [eucarística] la memoria de este sacrificio por medio de los símbolos de su cuerpo y de su salvadora sangre, según la institución del Nuevo Testamento... Y así todas estas cosas predichas por inspiración divina desde antiguo, se celebran actualmente en todas las naciones, gracias a las enseñanzas evangélicas de nuestro Salvador... Sacrificamos, por consiguiente, al Dios supremo un sacrificio de alabanza; sacrificamos el sacrificio inspirado por Dios, venerado y sagrado; sacrificamos de un modo nuevo, según el Nuevo Testamento, "el sacrificio puro", y se ha dicho: "mi sacrificio es un espíritu quebrantado"; y "un corazón quebrantado y humillado Tú no los desprecias" [Sal 50,19]... "Suba mi oración como incienso en tu presencia" [140,2].

«Por consiguiente, no sólo sacrificamos, sino que también quemamos incienso. Unas veces, celebrando la memoria del gran sacrificio, según los misterios que nos han sido confiado por Él, y ofreciendo a Dios, por medio de piadosos himnos y oraciones, la acción de gracias [eucaristía] por nuestra salvación. Otras veces, sometiéndonos a nosotros mismos por completo a Él, y consagrándonos en cuerpo y alma a su Sacerdote, el Verbo mismo. Por eso procuramos conservar para Él el cuerpo puro e inmaculado de toda deshonestidad, y le entregamos el alma purificada de toda pasión y mancha proveniente de la maldad, y le honramos piadosamente con pensamientos sinceros, con sentimientos no fingidos y con la profesión de la verdad. Pues se nos ha enseñado que estas cosas les son más gratas que multitud de hostias sacrificadas con sangre, humo y olor a víctima quemada [+Is 1,11] (Demostración evangélica 1,10).

En cuanto al sacrificio eucarístico, «de la misma manera que nuestro Salvador y Señor en persona, el primero, después todos los sacerdotes procedentes de Él, cumpliendo el espiritual ministerio sacerdotal, según los ritos eclesiásticos, por todas las naciones expresan con pan y vino los misterios de su cuerpo y de su salvadora sangre. Y estas cosas las vio ya de antemano Melquisedec, en el divino Espíritu, pues él usó de figuras de las cosas que habían de suceder, según lo atestigua la Escritura de Moisés, diciendo: "Y Melquisedec, rey de Salén, presentó panes y vino; y era sacerdote del Dios Altísimo, y bendijo a Abraham" [Gén 14,18ss]. Con razón, pues, sólo a Aquél que ha sido manifestado "el Señor le ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" [Sal 109,4]» (ib. 5,3).

San Atanasio (295-373)

Obispo de Alejandría, doctor de la Iglesia, San Atanasio hubo de sufrir varios exilios y muchas persecuciones, como gran defensor de la fe católica en Cristo, contra los errores de los arrianos.

«Nosotros no estamos ya en tiempo de sombras, y ahora no inmolamos un cordero material, sino aquel verdadero Cordero que fue inmolado, nuestro Señor Jesucristo, el que fue conducido al matadero como una oveja, sin que dijera palabra ante el matarife [+Is 53,7], purificándonos así con su preciosa sangre, que habla mucho más que la de Abel [+Heb 12,24] (Carta 1,9).

«Nosotros nos alimentamos con el pan de la vida, y deleitamos siempre nuestra alma con su preciosa sangre, como si fuera una fuente. Y, sin embargo, siempre estamos ardiendo de sed. Y Él mismo está presente en los que tienen sed, y por su benignidad llama a la fiesta a aquellos que tienen entrañas sedientas: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" [Jn 7,37]» (Carta 5,1).