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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant COMENTARIOS
Y NEXOS ENTRE LAS LECTURAS DEL CICLO C LOS COMENTARIOS SON DE P. ANTONIO IZQUIERDO L.C. Y ESTAN PROPORCIONADOS POR LA CONGREGACION PARA EL CLERUS DE LA SANTA SEDE A TRAVES DE CLERUS.ORG
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INDICE PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO TERCER DOMINGO DE ADVIENTO CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO MISA EN LA NOCHE DE NAVIDAD 24 MISA DE NAVIDAD 25 DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE DE DIOS SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR 6 DE
ENERO SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD BAUTISMO DE JESÚS SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO MIÉRCOLES DE CENIZA PRIMER DOMINGO DE CUARESMA SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA TERCER DOMINGO DE CUARESMA CUARTO DOMINGO DE CUARESMA QUINTO DOMINGO DE CUARESMA DOMINGO DE RAMOS JUEVES SANTO VIGILIA PASCUAL DOMINGO DE RESURRECCIÓN SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA TERCER DOMINGO DE PASCUA CUARTO DOMINGO DE PASCUA DOMINGO V DE PASCUA DOMINGO SEXTO DE PASCUA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD SOLEMNIDAD DEL CORPUS DOMINI DOMINGO DOCE DEL TIEMPO ORDINARIO DOMINGO TRECE DEL TIEMPO ORDINARIO DOMINGO DÉCIMO QUINTO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO DÉCIMO SEXTO DEL TIEMPO ORDINARIO DOMINGO DÉCIMO SÉPTIMO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO DÉCIMO OCTAVO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO DÉCIMO NOVENO DEL TIEMPO
ORDINARIO SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN 15 DE AGOSTO DOMINGO DÉCIMO VIGÉSIMO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO PRIMERO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO TERCERO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO CUARO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO QUINTO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO SEXTO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO SÉPTIMO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO OCTAVO DEL TIEMPO
ORDINARIO DOMINGO VIGÉSIMO NOVENO
DEL TIEMPO ORDINARIO DOMINGO TRIGÉSIMO DEL
TIEMPO ORDINARIO DIA DE TODOS
LOS FIELES DIFUNTOS DOMINGO TRIGÉSIMO
PRIMERO DEL TIEMPO ORDINARIO DOMINGO TRIGÉSIMO
SEGUNDO DEL TIEMPO ORDINARIO DOMINGO TRIGÉSIMO TERCER
DEL TIEMPO ORDINARIO SOLEMNIDAD
DE JESU CRISTO, REY DEL UNIVERSO PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO Primera: Jer 33, 14-16; segunda: 1Tes 3,12 - 4,2 Evangelio: Lc 21,
25-28.34-36 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La venida del Señor está presente en los textos de la actual liturgia;
mediante esta expresión la liturgia quiere mostrarnos el sentido cristiano
del tiempo y de la historia. Vienen días, se nos dice en la primera lectura,
en que haré brotar para David un Germen justo. Jesús, en el discurso
escatológico de san Lucas, dice que los hombres verán venir al Hijo del
hombre en una nube con gran poder y gloria. En la primera carta a los Tesalonicenses san Pablo les exhorta a estar
preparados para la Venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos. MENSAJE DOCTRINAL Memoria y profecía. En estas dos palabras se sintetiza toda la
concepción cristiana del tiempo. Cuando habla del tiempo, el cristiano piensa
en el tiempo presente con sus vicisitudes y circunstancias. Es el presente
del tiempo de Jeremías (año Fisonomía del que viene. ¿Quién es el que viene? Ante todo, es un
Retoño, un Germen justo. Es decir, un descendiente del tronco de David, que
practicará el derecho y la justicia (virtudes propias de un buen rey). En una
lectura cristiana, ese Germen es Jesucristo que ha venido al mundo para traer
la justicia de Dios, es decir, la salvación por medio del amor (primera
lectura). El que viene es el Hijo del hombre en una nube con gran poder y
gloria. Es una persona, por tanto, que habita en el mundo de Dios y que
participa de su poder y de su gloria. El que viene en Navidad y el que vendrá
en el juicio final es el Verbo encarnado en el seno de María (evangelio). El
que viene es nuestro Señor Jesucristo, es decir, Cristo glorioso, vencedor de
la muerte y del pecado, que vive en la eternidad pero que se hace presente en
el tiempo histórico (segunda lectura). Actitud del cristiano. El evangelio nos indica dos actitudes: estar en
vela y orar. La vigilancia es muy oportuna para que cuando llegue el Verbo a
nosotros en la carne de un niño, sepamos aceptar y vivir el misterio. La
oración más oportuna y necesaria todavía, porque sólo mediante la oración se
abre a la mente y al corazón humano el misterio de las acciones de Dios. Por
su parte, san Pablo señala a los tesalonicenses otras dos actitudes: Crecer y
abundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos;
comportarse de modo que se agrade a Dios. ¿Qué mejor manera de prepararse a
la venida del Amor sino mediante el crecimiento en el amor? Jesucristo en su
vida terrena no buscó otra cosa sino hacer lo que es del agrado de su Padre,
por eso, una manera estupenda de prepararse para la Navidad es buscando
agradar a Dios en todo. SUGERENCIAS PASTORALES El sentido del tiempo. Para nosotros, los cristianos, no hay sentido
del tiempo sino en Jesucristo. El es el centro de la historia y de los
corazones. La historia tiene en él su punto de partida (Cristo es el alfa) y
su punto de llegada (Cristo es la omega). El tiempo y la historia culminan en
él, alcanzan en él su plenitud absoluta y su sentido supremo. Sin Jesucristo
el tiempo y la historia son sólo un puro accidente. Con Cristo, son un
designio de Dios, una historia de salvación, un yunque en el cual forjar
nuestra decisión en la libertad y responsabilidad. Para nosotros el tiempo no
es una simple sucesión de segundos, minutos y horas; una cadena de días meses
y años; una sucesión y una cadena sin rumbo fijo, a la deriva de fuerzas
impersonales dominadoras que llevan al caos. Para nosotros, el tiempo con sus
siglos y milenios es una historia, dirigida y timoneada por Dios; para
nosotros, el tiempo tiene un principio de unidad y armonía, de coherencia y
cohesión, no en los imperios o en las ideologías, tan caducos como los mismos
hombres, sino en Jesucristo, que es de ayer, de hoy y de siempre. Nuestra
vida diaria con sus tópicos, su monotonía, sus mismas vulgaridades, forma
parte de un proyecto divino, es una tesela dentro del gran mosaico de la
historia de la salvación planeada por Dios. En el sentido del tiempo está
incluido inseparablemente el sentido de mi tiempo. ¿No da esta realidad de
nuestra fe un gran valor a la vida de cada cristiano, a tu vida? Crecer y abundar en el amor. San Juan de la Cruz concluía una de sus
poesías: “Que sólo en el amor es mi destino”. La venida primera de Cristo en
la Navidad es una venida de amor, y es igualmente venida de amor su retorno
al final de los siglos, su parusía. Entre el amor de Cristo que viene y que
vendrá se intercala la vida humana que, como en una sinfonía, desarrollará el
tema del amor con el que comienza y concluye la pieza musical. Crecer resalta
el aspecto dinámico del amor: crecer en el amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo; en el amor a María y a los santos. Crecer en el amor a la propia
familia, a los parientes, a los amigos, a los desconocidos, a los
necesitados, a los enfermos, a los pecadores... ¿Cómo? Piensa a ver qué se te
ocurre, que sin duda serán muchas cosas. Abundar pone de relieve la
generosidad en el amor, ese rasgo típico de la existencia cristiana. ¿Eres
generoso en el amor o lo andas midiendo con el metro de tu egoísmo?
Bienaventurados los generosos en el amor porque ellos tomarán parte en el
cortejo al momento de la parusía de Jesucristo. SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA
CONCEPCIÓN DE MARÍA 8 DE DICIEMBRE Primera: Gén 3, 9-15; segunda: Ef 1, 3-6.11-12 Evangelio: Lc 1, 26-38 NEXO ENTRE LAS LECTURAS El misterio de María santísima consiste en que armoniza en su ser y personalidad
de mujer pequeñez y grandeza. Ella es la sierva del Señor, que quiere hacer
únicamente su voluntad, y es la elegida para ser Madre de Dios (evangelio).
Ella es la hija de Eva, de su carne y de su sangre, pero además es la
redentora de Eva, que pisará la cabeza a la serpiente tentadora (primera
lectura). Ella es hija de Dios, como cualquier hombre, y sobre todo como cada
uno de los cristianos, y es igualmente madre de Dios, por ser madre de
Jesucristo, Verbo Encarnado (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Pequeñez y grandeza de María. 1) María no es un fenómeno de la naturaleza. En su naturaleza femenina
es una hija de Eva como todas las mujeres del mundo. Tiene cuerpo de mujer,
psicología de mujer, sentimientos de mujer, modos de ser y actuar propios de
la condición femenina. En la Galilea del siglo I d. C. nada la distingue de
las demás mujeres judías: sus rasgos físicos, condiciones socio-económicas,
prescripciones legales discriminatorias, modos y estilo de vida corresponden
todos a los propios de una mujer judía. En esa personalidad concreta de mujer
judía se encierra un misterio de grandeza, real e invisible al mismo tiempo.
La concepción inmaculada de María o su maternidad divina serán proclamadas
como dogma de fe algunos o muchos siglos más tarde; pero la experiencia real
de las mismas María la vivió en su existencia terrena, enteramente judía. La
vivió como una realidad totalmente interior e inefable, dentro de una
relación única de intimidad, de comunión y de adhesión a Dios. El bautismo
cristiano vence, en quien lo recibe, a la serpiente tentadora y a su acción
maligna en el presente y en el pasado de la historia humana. A María le fue
adelantado ese bautismo, gracias a los méritos de su Hijo: al momento de ser
concebida recibió el bautismo del Espíritu Santo. 2) María no esperaba ser madre del Mesías. En el ambiente religioso de
su tiempo, ella compartía con todos los judíos, la creencia y la espera
próxima del Mesías que liberaría a Israel de sus enemigos. Como mujer
humilde, pobre, campesina, consideraba incluso una locura que Dios se fijase
en ella para ser la madre del Mesías. Además, que el Mesías proviniera de
Nazaret era poco más que imposible. Nada había en sus padres, en su ambiente,
en el correr de su existencia que sirviera de indicio para tan grande y noble
vocación. Todo esto es verdad, pero un día, de repente, una experiencia y
visión angélica la perturbó en lo profundo del alma. Primero no entendió ese
saludo tan raro: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”; luego,
entendió mucho menos eso de que “daría a luz un hijo, que será llamado Hijo
del Altísimo” (evangelio). La sencilla mujer nazarena tardó mucho en volver
en sí. Luego, pasada la visión, pasó días y noches dando vueltas a lo visto y
escuchado para hacerlo encajar en su psicología y en su vida, escrutando los
misteriosos designios de Dios. Finalmente, en el encuentro con su prima
Isabel mostrará de palabra el resultado de su meditación: “Ha puesto los ojos
en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me
llamarán bienaventurada”. 3) María es hermana y madre nuestra. En cuanto
hermana, igual que todos los cristianos: hija adoptiva de Dios por medio de
Jesucristo, elegida para ser heredera del Reino de Dios, ordenada a ser alabanza
de la gloria de Dios, igual que todos los que han puesto su esperanza en
Cristo (segunda lectura). Su grandeza radica en que combinó en su vida
simultáneamente el ser nuestra hermana con el ser nuestra madre. Nos dice la
Constitución dogmática sobre la Iglesia: “María colaboró de manera totalmente
singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para
restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra
Madre en el orden de la gracia” (LG 61). Y poco antes leemos: “La misión
maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace
sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En
efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los
hombres... brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en
su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (LG
60). SUGERENCIAS PASTORALES Respetar la pequeñez y la grandeza de María. Respetar quiere decir
mantener los dos aspectos, porque son las dos alas con las que María voló por
la historia de su tiempo y ha de seguir volando por nuestra historia. Y ya
sabemos que volar con una sola ala es imposible. En los siglos pasados se
acentuaron tanto las grandezas de María, que se llegó en ocasiones a olvidar
su pequeñez. En nuestro tiempo, podemos correr el otro peligro: verla tan
cercana a nosotros, tan pequeña como nosotros, que olvidemos su
extraordinaria grandeza. Hay que mantener pequeñez y grandeza, porque así fue
la realidad histórica de María, y así continúa haciendo presente el misterio
de Dios entre nosotros. Santa Teresita de Lisieux subrayó la pequeñez de
María. El día de su profesión religiosa (8 de septiembre de 1890) escribía:
“¡Nacimiento de María! ¡Qué hermosa fiesta para llegar a ser esposa de Jesús!
En efecto, era ella, la pequeña, efímera Virgen santa, la que presentó su
pequeña flor al pequeño Jesús”. Pero nunca cesó Teresita de cantar las
glorias y grandezas de María. Por ejemplo, en su última poesía titulada ¿Por
qué te amo, oh María?, ella dice que la gloria de María es más brillante que
la de todos los elegidos juntos, la llama reina de los ángeles y de los
santos, y habla del resplandor de su gloria suprema. La misma Virgen María
estará muy contenta si nosotros contemplamos su pequeñez sin olvidar su
grandeza, nos sobrecogemos ante su grandeza en medio de su humildad y
pequeñez. María: admirable e imitable. Las dos cosas y las dos inseparables.
Porque Dios ha hecho en ella obras grandes es admirable. Porque nunca ha dejado
de ser pequeña como nosotros, en medio de su excelsitud y su gloria, es por
igual imitable. Como cristianos debemos admirar a María, la mujer más excelsa
salida de las manos del Creador, árbol en quien fructifican la ciencia de
Dios y la vida divina. Pero María es también como una madre y una hermana,
que está junto a nosotros, que nos acompaña en nuestro camino, cuyas virtudes
tan humanas son accesibles a todos. En el jardín de su vida vemos florecidas
todas las flores más bellas. Con palabras cariñosas de madre nos dice que
nuestra vida es también un jardín. Si sembramos virtudes, como María, también
florecerán las virtudes. Segundo domingo
de ADVIENTO Primera: Baruc 5, 1-9; segunda: Fil 1, 4-6.8-11 Evangelio: Lc 3, 1-6 NEXO ENTRE LAS LECTURAS En la Navidad la Palabra de Dios se hará carne, pero ya en la liturgia
del Adviento la Iglesia quiere que meditemos sobre la Palabra y la vayamos
interiorizando en nuestra alma. San Lucas nos dice que la Palabra de Dios fue
dirigida a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (evangelio). El profeta
Baruc contempla a los hijos de Jerusalén que vivían en el destierro
“convocados desde oriente a occidente por la Palabra del Santo y disfrutando
del recuerdo de Dios” (primera lectura). San Pablo muestra su alegría a los
filipenses por la colaboración que han prestado al Evangelio, desde el primer
día hasta hoy, es decir, a la Palabra de Dios convertida en Buena Nueva para
los hombres (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Las etapas de la Palabra. “En el principio existía la Palabra”. Esa
Palabra divina, antes de encarnarse en Jesús de Nazaret, ha hecho un largo
recorrido por la historia humana. La liturgia nos presenta algunas de esas
etapas milenarias: 1) La Palabra que habla del futuro, un futuro transformado
por el poder de Dios, para dar ánimo y consolación a los hombres. Es la
Palabra, por ejemplo, del profeta Baruc. En lenguaje poético imagina el
profeta a Jerusalén vestida como una madre en luto por haber perdido gran
parte de sus hijos. Baruc entona un canto a la ciudad de Jerusalén renovada,
transformada por la mano poderosa de Dios: “Vístete ya con las galas de la
gloria de Dios”. 2) La Palabra que habla al presente en el que el pasado
llega a su cumplimiento. En Juan Bautista se cumple el oráculo de Isaías:
“Voz del que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor, enderezad
sus sendas”. Llega al presente de la vida de los judíos (Pilatos procurador
de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, regiones habitadas en gran parte por
los judíos) y de la vida de los paganos (Filipo tetrarca de Iturea y de
Traconítide, Lisanias tetrarca de Abilene, regiones paganas). La Palabra
dirigida al futuro es sobre todo Palabra de aliento y consolación; la Palabra
encaminada hacia el presente es más bien Palabra de exhortación y compromiso,
de conversión para el perdón de los pecados. 3) La Palabra que diariamente se
vive y con la que se colabora con amor y gozo. La Palabra de Dios se hace
vida en la cotidianidad de los cristianos y en sus quehaceres diarios. Y
todos están llamados a colaborar con el Evangelio, con la Palabra de la Buena
Nueva, para que llegue a todos los rincones del imperio romano y hasta los
confines del mundo. Las cualidades de la Palabra. 1) La Palabra de Dios es universal en su
destino, porque siendo Palabra de salvación va dirigida a todos los hombres
de todos los tiempos: a los judíos y paganos de tiempos de Juan el Bautista y
de Jesucristo, a los americanos, asiáticos, africanos, europeos y oceánicos
de nuestros días (evangelio). 2) La Palabra de Dios es unificadora: une a
todos los dispersos de Israel para ponerse en camino desde oriente y
occidente a fin de formar el pueblo de Dios que le rinde culto en Jerusalén
(primera lectura). Tiene fuerza para unificar a todos los cristianos de
nuestros días y a todos los hombres. 3) La Palabra de Dios es personalizada y
a la vez comunitaria: apela a un hombre, pero para que la haga llegar a todo
el pueblo (evangelio). Hoy como ayer sigue habiendo hombres carismáticos a
quien Dios dirige su Palabra, pero en función de la comunidad eclesial y de
la misma comunidad humana. 4) La Palabra de Dios es como una semilla que va
creciendo hasta lograr convertirse en espiga: “Quien inició en vosotros la
obra buena, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús” (segunda lectura).
5) La Palabra de Dios no es para ponerla bajo un cacharro, sino para
proclamarla públicamente como hizo Juan: “Y se fue por toda la región del
Jordán proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”
(evangelio) y como luego hará Jesús, que recorrerá todas las ciudades y
aldeas proclamando el Evangelio de Dios. SUGERENCIAS PASTORALES La Palabra de Dios hoy. La carta a los Hebreos nos dice que la Palabra
de Dios es viva y eficaz, cortante como espada de doble filo (4,12). El texto
sagrado no dice fue o será, sino es. Dios sigue hablando a los hombres en el
hoy de la historia. La misma Palabra que habló por medio de los profetas, que
resonó en los labios de Juan el Bautista, que se encarnó en Jesucristo, que
fue proclamada por los apóstoles. Dios desea continuar su diálogo con el
hombre. Si en nuestro tiempo no se percibe la Palabra de Dios, no es que haya
dejado Dios de hablar, sino que hemos silenciado consciente o
inconscientemente su voz. Dios nos habla por medio de la Escritura sagrada
leída e interiorizada en la oración; nos habla en las acciones litúrgicas de
la Iglesia, sobre todo en la celebración eucarística, cuya primera parte está
dedicada a la liturgia de la Palabra. Dios nos habla por medio de los
pastores, de los obispos en sus diócesis, del Papa en toda la Iglesia como
pastor universal. Dios nos habla por medio de los profetas, esos hombres de
Dios que interpretan los acontecimientos de la vida y de la historia desde
Dios y movidos por el mismo Dios. Dios nos habla por medio de los mártires y
de los santos, que con su sangre y su vida gritan a la humanidad el misterio
insondable de Dios, del tiempo y de la eternidad, del vivir histórico del
hombre. Dios habla por medio de la conciencia, para que en fidelidad a ella
seamos salvados y colaboremos con Cristo en la obra de la salvación. Dios
prosigue hablándonos a los hombres de muchas maneras. ¿Escuchamos su voz?
Hagámoslo antes de que sea tarde... Palabra de salvación. La Palabra de Dios viene a la historia, se
encarna en Jesús de Nazaret para hablarnos de salvación. En el evangelio la
cita de Isaías ha sufrido un cambio significativo: en lugar de “todos verán
la gloria de Dios” san Lucas dice: “Todos verán la salvación de Dios”. En la
Navidad, los cristianos, todos los hombres de buena voluntad, vemos esa
salvación de Dios. En la Navidad resuena una Palabra de salvación. Digamos
mejor: es la única Palabra que resuena en esa noche santa. Estamos muy
acostumbrados por la historia ha dividir a los hombres en buenos y malos, en
conservadores y progresistas, en de izquierda y derecha, en bandos e
ideologías. La Palabra de Dios parece pasar por encima de todas esas
divisiones. La Palabra de Dios no divide, une a todos en el anhelo y en la
gozosa posesión de la salvación, que Dios nos manda encarnada en un Niño.
Dios quiere que su Palabra de salvación sea eficaz en nuestros días y en
nuestras vidas. Dios nos impulsa a que dejemos obrar eficazmente su Palabra
de salvación. ¿Qué obstáculos encuentro en mi vida y en mi ambiente? ¿Qué
hago o qué puedo hacer para que la Palabra de Dios sea viva y eficaz en mí y
en mis hermanos? Tercer domingo de ADVIENTO Primera: Sof 3, 14-18ª; segunda: Fil 4, 4-7 Evangelio: Lc 3, 10-18 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Los textos litúrgicos de este tercer domingo de adviento son un himno
a la alegría. Alegría para los habitantes de Jerusalén que verán alejarse el
dominio asirio y la idolatría y podrán rendir culto a Yahvéh con libertad
(primera lectura). Alegría de los cristianos, una alegría constante y
desbordante, porque la paz de Dios “custodiará sus mentes y sus corazones en
Cristo Jesús” (segunda lectura). Alegría del mismo Dios que exulta de gozo al
estar en medio de su pueblo para protegerlo y salvarlo (primera lectura).
Alegría que comunica Juan el Bautista al pueblo mediante la predicación de la
Buena Nueva del Mesías salvador, que instaurará con su venida la justicia y
la paz entre los hombres (evangelio). MENSAJE DOCTRINAL ¿Por qué alegrarse? Son varias las causas que se hallan en los textos
litúrgicos. 1) Primeramente, porque Dios ha anulado tu sentencia. Sofonías
imagina a Yahvéh como a un jefe de tribunal que, después de haber dictado
sentencia condenatoria, la anula. ¿Cómo no alegrarse? Históricamente se
refiere a la pesante opresión que el imperio asirio ejercía sobre el reino de
Judá en tiempo del rey Josías, y de la que Yahvéh le ha liberado (primera
lectura). 2) Alegrarse, porque Yahvéh está en medio de ti. Esa presencia
divina de poder y de salvación libra de todo miedo, y renueva al reino de
Judá con su amor. Es una presencia protectora y segura (primera lectura). 3)
Alegrarse, porque el cristiano posee la paz de Dios que supera toda
inteligencia (segunda lectura). Esa fe de Dios, que es fruto de la fe y del
bautismo, y que se experimenta de modo eficaz en la celebración litúrgica,
cuando “presentamos a Dios nuestras peticiones, mediante la oración y la
súplica, acompañadas de la acción de gracias” (segunda lectura). 4)
Finalmente, alegrarse porque Juan el Bautista, el precursor, proclama la
Buena Nueva de Cristo (evangelio) y, con él y como él, todos los precursores
de Cristo en la sociedad y en el mundo. Por todo ello, podemos decir que el
cristianismo es la religión de la alegría. Pero, alegría en el Señor, como
nos recuerda san Pablo. La alegría del precursor. La alegría de Juan el Bautista está
expresada mediante tres imágenes. La imagen del patrono y del siervo, con lo
que indica la superioridad de Jesús sobre Juan. Jesús es como el patrón que
cuando llega del campo o de la ciudad tiene a su disposición un siervo (Juan
el Bautista) que le desate la correa de las sandalias. Juan está alegre
porque el Mesías, su patrono, está por llegar. Usa también la imagen del
agricultor que al llegar el verano, siega las espigas, las trilla, separa
mediante el bielde el grano de la paja, guarda el grano y quema la paja. La
alegría de Juan es la alegría de quien recoge el fruto de su trabajo, el
fruto de tantos otros profetas que prepararon junto con él la venida del
Mesías. Por último, Juan se alegra porque, mientras él bautiza en agua, el
que está por venir, es decir, el Mesías, bautizará en Espíritu santo y fuego.
O sea, en Espíritu santo que es fuego purificador del pecado, fuego impulsor
y difusor de grandes empresas. En el bautismo el cristiano recibe al Espíritu,
uno de cuyos primeros frutos es la alegría. El evangelio de la alegría. Reflexionando sobre la perícopa
evangélica, el evangelio de la alegría se dirige a todo tipo de personas: a la
gente en general, a los publicanos, a los mismos soldados. Este evangelio
consiste sobre todo en la donación y amor al prójimo, que cada categoría debe
vivir según sus circunstancias. Así la gente es invitada a compartir con los
más necesitados el vestuario y la comida. Los publicanos vivirán el amor
fraterno cobrando los impuestos con exactitud y justicia, sin adiciones
egoístas de lucro personal. Respecto a los soldados, por un lado que estén
contentos con el salario que reciben, suponiendo que es justo; por otro lado,
que a nadie extorsionen y a nadie denuncien falsamente. En resumen, el
evangelio de la alegría se implanta y produce frutos magníficos allí donde se
vive el mandamiento del amor, cada uno según su profesión y su condición de
vida. SUGERENCIAS PASTORALES Alegrarse ya del futuro. Sofonías anuncia la liberación de Jerusalén y
Judá, pero todavía no ha llegado. Con todo, ya el mismo anuncio debe ser
causa de alegría. Juan Bautista goza ya por anticipado de la venida del
Mesías, aunque todavía no se haya hecho presente. Los cristianos vivimos con
alegría este período de adviento, aun a sabiendas de que la Navidad no ha
llegado todavía. Los cristianos estamos afincados en el presente, pero con la
mirada puesta en el futuro, que ha de ser siempre fuente de alegría. Hay un
viejo refrán que dice: “Todo tiempo pasado fue mejor”. Ciertamente no es
verdad, y menos para el cristiano. El cristiano, hombre de la esperanza, dirá
más bien: “Todo tiempo futuro será mejor” y esto le infunde una grande
alegría. Mejor, no precisamente por mérito de los hombres, sino por acción
misteriosa y eficaz del Espíritu santo en la historia y en las almas. Mejor,
porque el progreso científico, y sobre todo moral de la humanidad, sin
olvidar la ambivalencia y deficiencias del progreso, contribuye de alguna
manera al reinado de Dios en el tiempo y en la vida de los hombres. Y ¿cómo
no alegrarnos del futuro si estamos convencidos de que el futuro está en
manos de Dios, porque Él es el Señor de la historia y quien tiene en su poder
las llaves del futuro? Incluso en medio de la prueba y de la tribulación, el
futuro sonríe al cristiano maduro en su fe. Alegría y paz. Amor, alegría y paz son dones del Espíritu Santo. En
cuanto dones del Espíritu santo sería un error identificar el amor con el
sentimiento amoroso o con los amoríos, la alegría con las alharacas y la paz
con la ausencia de guerra, destrucción y muerte. La paz de Dios es algo, nos
dice san Pablo, que supera toda inteligencia. Y lo mismo vale para la
alegría. Siendo dones del Espíritu Santo, únicamente quien las ha recibido
por la fe, está en condiciones de experimentarlas, conocerlas, poseerlas,
disfrutarlas, transmitirlas. Hay una cierta reciprocidad entre ambos dones
del Espíritu. La paz que habita en el alma del creyente inspira una alegría
interior atrayente, que se manifiesta en el talante de la persona, que se
contagia hasta con la sola presencia. Por su parte, la alegría de la que el
Espíritu dota al creyente, transmite paz y orden en la vida, serenidad y
armonía, y sobre todo una especie de ataraxía, de imperturbabilidad
espiritual, que provoca en todos admiración. ¿Por
qué no pedir al Espíritu Santo que nos conceda más
abundantemente estos dones de la paz y de la alegría para prepararnos a la
Navidad? Alegrémonos en el Señor. Vivamos la Paz de Dios. La Navidad está ya
a las puertas. Cuarto domingo de ADVIENTO Primera: Miq 5, 1-4; segunda: Heb 10, 5-10 Evangelio: Lc 1, 39-48 NEXO ENTRE LAS LECTURAS ¿Cuáles son las justas relaciones entre el hombre y Dios? Una respuesta
a este interrogante nos viene de la liturgia de hoy. Los textos nos indican
principalmente las relaciones de Jesús y de María. Relación de Jesús con su
Padre (segunda lectura), con Juan Bautista en el seno materno (evangelio),
con la profecía (primera lectura), con el sacerdocio levítico (segunda
lectura). Relación de María con el Espíritu Santo, con Isabel, su prima
(evangelio), y sobre todo con el Verbo (evangelio). MENSAJE DOCTRINAL Relaciones de Jesús. Ser y existir como hombre es estar y entrar en relación.
Las relaciones humanas pueden ser sumamente variadas, pero al final se
reducen a tres fundamentales: relación con Dios, con el hombre y con el mundo
que lo rodea. A la liturgia interesan las dos primeras relaciones. La
relación fundamental de Jesús es con su Padre. Es una relación filial de
obediencia: “Yo vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (segunda lectura). Es
la obediencia de un hijo que trata de agradar en todo a su padre. Esta
obediencia filial llegará hasta el extremo del sacrificio. No se puede
separar, en el misterio cristiano, la Navidad de la pasión, la Navidad de la
Pascua. Jesús mantiene su obediencia al Padre mediante su relación con la
profecía, una relación de cumplimiento. El profeta Miqueas apostrofa a Belén,
diciéndola que no será la ciudad más pequeña de Judá, porque en ella nacerá
el dominador de Israel. Jesús, naciendo en Belén, lleva a cumplimiento la
profecía, en actitud de obediencia a la historia salvífica trazada por el
Padre. La relación de Jesús con María es una relación oculta, extraordinaria:
La de quien alimenta su fe y se alimenta de su sangre. El evangelio nos
habla, finalmente, de una relación misteriosa de Jesús, en el seno de María,
con Juan Bautista, en el seno de Isabel. En la presencia de Dios en la historia,
mediante María santísima, llena de gozo al último de los profetas de Israel y
representante último y cualificado del Antiguo Testamento, Juan Bautista. Es
el gozo mesiánico, que preanuncia la hora de la salvación. La obediencia
filial de Jesús, que asume la condición del tiempo y de la historia,
fructifica en la alegría redentora que aporta a los hombres. Relación de María. Hay dos relaciones de María, que no aparecen en los
textos litúrgicos, pero que están implícitas: la relación con el Espíritu
Santo y con el Verbo encarnado en su seno. Sin estas dos relaciones no se
explica el episodio de la visita de María a su prima Isabel. La relación
íntima y personal del Espíritu Santo con María ha hecho posible que el Verbo
de Dios asuma carne y se vaya formando hombre en su seno materno. La relación
de María con el Verbo de Dios es extremamente misteriosa y delicada:
Misteriosa porque la fecundación de su seno es obra de Dios mismo; delicada,
porque está dando a Dios su carne y su sangre, pero sobre todo su amor, su
dedicación, su entrega total. La relación de María con Isabel es de servicio.
Viene a ayudarla en los últimos meses de embarazo. Viene movida por los lazos
naturales, pero sobre todo por el Espíritu de Dios y por el Verbo que siente
presente en su seno: un movimiento natural y pneumático, al mismo tiempo. En
el canto del Magnificat, María eleva su voz a Dios para alabarle y
agradecerle con gozo el misterio que encierra en su seno, a pesar de su
pequeñez y de su humildad. ¿Cómo no alabar a quien se ha dignado acudir a
ella para llevar a cumplimiento su designio de salvación, y la aspiración más
sublime e intensa de los hombres? Por último, en María se lleva a cabo
también la profecía de Miqueas: Ella es aquélla que “dará a luz cuando deba
dar a luz” al Mesías. La relación de maternidad, a través de la cual se
expresa toda la feminidad de María en relación con Jesús. SUGERENCIAS PASTORALES Saber relacionarse. En la conversación humana es frecuente escuchar:
“Hay que saber relacionarse”. Con ello se quiere decir que es bueno tener
muchas relaciones, y sobre todo relaciones con gente influyente. La razón es
evidente: así se tiene la posibilidad de que se abran muchas puertas en los
diversos ámbitos de la vida humana: político, financiero, social, profesional,
educativo, religioso...Yo quiero invitar a mis hermanos en la fe y en el
sacerdocio a saber relacionarse con personas de extraordinaria influencia:
con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; con María santísima, nuestra madre y
nuestra reina; con los santos, nuestros hermanos y protectores desde el
cielo. Estas relaciones no te dan acceso, claro está, a excelente puesto de
trabajo, ni a un negocio redondo. Estas relaciones, más bien ejercen su
influjo en tu interior, transformándolo; en tu visión de las cosas y de la
vida, haciendo que sea según Dios; en tu relación con los hombres y con las
cosas, de forma que esté siempre inspirada por el amor y por el servicio; en
tu relación con tu propia historia, convirtiéndola, tal vez, de una historia
sin sentido a un sentido con historia. ¡Cuántos bienes nos pueden venir –y
podemos obtener para los demás–, si sabemos relacionarnos con Dios, con la
Virgen, con los santos! En el campo de la historia es importante saber
relacionarse, ¿no lo va a ser igualmente en el campo del espíritu?
Bienaventurados los que saben relacionarse, porque serán como un árbol
frondoso que dé frutos en sazón: frutos de bien, de felicidad, de salvación. Relacionarse por el Reino. Los cristianos vivimos en el mundo, en el
reino de la historia, aunque pertenecemos al Reino de Dios. Y en el reino de
la historia no poco cuentan las relaciones humanas.
No tenemos por qué despreciarlas. Tampoco hemos de abusar de ellas,
poniéndolas al servicio de nuestros intereses egoístas. Hemos de servirnos de
ellas para la edificación del Reino de Dios. Hemos de relacionarnos con
quienes tienen poder, para que nos ayuden en favor de quienes no sólo no
tienen poder, pero ni siquiera alimento, casa, vestido, derechos. Hemos de
relacionarnos con los necesitados, para que tomen conciencia de que el Reino
de Dios les pertenece y les invita a poner todos los medios para hacer más
humana su existencia, más digna, más libre, más feliz. Hay que relacionarse
con las fuerzas vivas y poderosas de un pueblo, de una ciudad, de un estado,
de un país, para convencerlas, si no lo están todavía, de que son hijos del
Reino de Dios en la medida en que utilizan sus fuerzas y su poder en
beneficio de los más necesitados. Y una vez convencidos, que pongan manos a
la obra. Si todos los cristianos utilizáramos nuestras relaciones para
ponerlas al servicio del Reino, seguramente que el mundo caminaría por
derroteros más humanos, y más marcados por nuestra fe en Jesucristo.
Jesucristo entró en contacto con la historia para instaurar el Reino de su
Padre. Después de 2000 años, ¿qué hacemos nosotros los cristianos? MISA EN LA NOCHE DE NAVIDAD
24 Primera: Is 9, 1-3.5-6; segunda: Tt 2, 11-14 Evangelio: Lc 2, 1-14 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Os ha nacido un Salvador”, es el mensaje central de la liturgia de
esta noche santa. Un Salvador con unos rasgos extraordinarios profetizados
por Isaías: Dios fuerte, siempre Padre, príncipe de la paz... (primera lectura). Un Salvador que viene para todos, pero
especialmente para los más pequeños y humildes, como eran, por ejemplo, los
pastores (evangelio). Un Salvador que nos enseña a renunciar a la impiedad y
a las pasiones mundanas, y a vivir con sensatez, justicia y piedad en el
tiempo presente (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Los rasgos de nuestro Salvador. 1) Quizás la primera cosa
llamativa de nuestro Salvador es el ser un niño recién nacido, y además en
pobreza. No ha hecho todavía nada: ni ha predicado, ni realizado milagros, ni
ha sido crucificado, ni ha resucitado. Nos comienza a salvar por el mismo hecho
de nacer. Es evidente que no salva por lo que hace o por la condición social
y económica que detenta, sino por lo que es: Dios hecho niño. El mundo no se
salvará por las obras extraordinarias y grandiosas de los hombres, sino por
la presencia y transparencia de Dios en la vida de los cristianos. 2) Es un
salvador para todos. En la primera lectura el salvador es prometido a la
Galilea de los gentiles, donde junto a pueblos de estricta observancia judía,
había también muchas ciudades enteramente paganas y otras con mezcla de razas
y de religión. En el evangelio los primeros beneficiarios del anuncio de un
Salvador son los pastores, gente humilde, y que gozaba de mala fama entre los
judíos. San Pablo en la carta a Tito nos dice que “se ha manifestado la gracia
salvadora de Dios a todos los hombres”, sin excepción alguna (segunda
lectura). Nadie por ningún motivo puede caer en la desesperación delante de
nuestro salvador. 3) El salvador es, a la vez, rey, descendiente de David,
que posee las mejores cualidades para reinar sobre los hombres: goza del don
de consejo, tiene el poder mismo de Dios, es para todos como un padre, le
interesa sobremanera la paz, gobierna con equidad y justicia buscando el bien
de todos. Nuestro rey y salvador cumple todos los requisitos para traer al
mundo la paz, la justicia, el bienestar, la felicidad. 4) Es un Niño, igual
que todos los niños del mundo, pero a la vez absolutamente singular. En
efecto, el cielo mismo interviene para alegrarse y glorificar a Dios por la
presencia de este niño en la tierra. Los hombres ante el Salvador. 1) Si el Niño que celebramos esta
noche santa es el salvador de todos, no cabe otra actitud que aceptar con
amor su salvación. Para acogerla con amor se precisa el reconocimiento
sincero de estar necesitado de ella, y además la conciencia de que la
autosalvación es imposible; la salvación se nos da, no forma parte de los
derechos humanos, ni es objeto de conquista. Acoger la salvación requiere un
acto de plena libertad y una singular valoración de la persona que me salva,
por pura iniciativa suya y sin pedirme nada de antemano. Si alguien no acoge
a este Niño salvador es, en el mayor de los casos, por ignorancia: No sabe lo
que se pierde. 2) Quien lo acoge, ha de hacerlo con alegría; con la alegría
de quien estaba envuelto en densas tinieblas, y ahora le llega la luz; la
alegría del campesino a la hora de la siega y de la recolección; la alegría
de los soldados que, según las costumbres de aquellos tiempos antiguos,
lograda una victoria, se reparten el botín. 3) La acogida de nuestro Salvador
es fuerza de renovación y compromiso para la vida. El Niño nos salva para que
hagamos presente en nuestras vidas, como él, la prudencia, la fortaleza, la
justicia, la piedad. No cabe duda de que la salvación de Dios no es una salvación de ganga y baratija; equivale a la
salvación del hombre y a la salvación del mundo. “Fuera de él, no hay
salvación”. SUGERENCIAS PASTORALES Una noche para jamás olvidar. En la vida de todo hombre hay algún
episodio, algún momento de su existencia que jamás olvidará. Esos momentos o
episodios los solemos llamar fuertes, porque impresionan fuertemente nuestra
inteligencia, nuestra sensibilidad y nuestra memoria. Si alguien ha tenido un
accidente mortal, del que salió con vida por milagro, ¿lo podrá olvidar? O,
no sé, la llegada del primer hijo tan deseado por los esposos, o esa noche
insomne en que después de tantos meses aparentemente infecundos el artista
intuye un cuadro o una obra literaria, o la muerte de un ser muy querido, o
la primera operación quirúrgica, el primer proyecto arquitectónico o la
primera misa. Quiero decirte que esta noche de Navidad, Navidad jubilar por
los dos mil años del nacimiento de Jesucristo, ha de ser una experiencia
religiosa tan fuerte en tu vida, que no la puedas olvidar jamás. Te invito a
meterte en el misterio que celebramos con toda tu persona y con toda tu
capacidad de experimentar el amor. Te invito a pedir a ese Niño divino, con
corazón humilde y con intensidad, que te alcance el milagro
de una fe, de un amor y de una esperanza tan vivos, tan penetrantes, tan
profundos, que permanezcan para siempre grabados en tu memoria. Habrá
muchos millones de hombres, desgraciadamente, para quienes esta Navidad sea
un día más o una navidad más. Que para ti no sea así. Se me ocurre imaginar
que Dios está deseando grabar esta santa noche con letras de oro en tu mente,
en tu corazón, y en el resto de tu vida futura. Si el Salvador llama a tu puerta... La sociedad en que vivimos, nos ha
obligado a ser prevenidos ante quien llama a la puerta. Puede ser una persona
amiga, pero puede ser también un criminal, un desconocido con malas
intenciones, una persona peligrosa... Ante ello, ponemos en acción tranca,
cerrojo, ojo óptico en la puerta, etc. Todas las medidas parecen pocas para
proteger la integridad de nuestra vida y nuestra privacy. Si esta noche un
Niño llama a tu puerta, ¿serás capaz de reconocer que es tu Salvador? Y si el
Salvador llama a tu puerta, ¿estás en disposiciones y en deseos de abrirle de
par en par? La gran tragedia de los hombres está en que el Salvador llama y
llama a su puerta, y no se le abre. Tal vez porque siendo un niño, se piense
que no puede salvarnos. O tal vez porque la salvación que nos ofrece es
diferente de la que soñamos, aunque sea equivocada o sumamente limitada. Si
Dios te regala la salvación, no puede ser la que tú quieras, sino la que él
te dé. Si te la regala, acéptala como es. Si te la regala, agredécela. Si te
la regala, fíjate en el amor con que ese Niño te la da, piensa que te ama de verdad.
Si te la regala, tú a tu vez regálala a otros ,
porque se trata de un don extraño: entre más lo das, más lo acrecientas. Si
el Salvador, esta santa noche, llama a tu puerta... ¿qué esperas? Ábrela de
par en par. Te aseguro que no te arrepentirás en la vida de haberlo hecho. MISA DE NAVIDAD 25 Primera: Is 52, 7-10; segunda: Heb 1, 1-6 Evangelio: Jn 1, 1-18. NEXO ENTRE LAS LECTURAS Podríamos decir que las lecturas del día de Navidad se concentran en dar
una respuesta al gran interrogante que ha atravesado dos mil años de
cristianismo: ¿Quién es Jesucristo? La respuesta la encontramos, sobre todo,
en el prólogo del evangelio según san Juan: El Verbo, el creador del
universo, la luz del mundo, el revelador del Padre, etc. Esta respuesta del
evangelio es colocada en el ámbito del profetismo del Antiguo Testamento:
Jesucristo, el mensajero que trae la paz y la salvación (primera lectura);
Jesucristo, el último y definitivo profeta de Dios (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Quién es Jesucristo? En todo el mundo
cristiano el día 25 celebramos el nacimiento de un niño: Jesús de Nazaret que
ha revolucionado durante dos mil años la historia de la humanidad, sobre todo
del Occidente. Quienes no son cristianos tal vez se pregunten quién es ese
niño que celebran los cristianos con tanta solemnidad. Y no está mal que
también nosotros, en esta singular ocasión de la Navidad, nos lo preguntemos.
O mejor, todavía, lo preguntemos a la Biblia, a través de la cual Dios nos
habla y se nos revela. 1) Jesucristo es el Verbo, que vive en el seno de Dios, y que pone su
tienda entre los hombres, en un determinado momento de la historia.
Jesucristo, antes de ser una palabra pronunciada por la historia, es La
Palabra pronunciada por el mismo Dios. En el mundo de Dios el Padre está
pronunciando eternamente La Palabra. En Belén, en tiempo del emperador
Augusto, La Palabra eterna es pronunciada por labios humanos, se convierte en
palabra de carne. Se llama Jesús de Nazaret. ¿Quién es Jesús? Es el Verbo,
que al ser pronunciado por los hombres, suena Jesús de Nazaret. ¿Quién es el
Verbo? Es Jesús, a quien el Padre llama La Palabra. En el misterio de
Jesucristo no se puede separar la eternidad del tiempo, el Verbo de Jesús.
Sería traicionar la revelación de Dios. A lo largo de la historia Dios había
pronunciado palabras por medio de los profetas, palabras que manifestaban de
modo incompleto la revelación de Dios. Con Jesucristo el Padre pronuncia la
última, definitiva y única Palabra, en la que se compendia y llega a plenitud
toda la revelación (segunda lectura). 2) Jesús es la vida y la verdadera luz del mundo. Vida y luz son dos
imágenes muy usada en todo el Antiguo Testamento.
Dios es el creador de la vida (plantas, animales, hombre). A la vez que
creador, es también el señor, que dispone de ella según sus inescrutables
designios. El hombre ha sido creado para la vida, no para la muerte. Con
todo, a causa del pecado, el reino de la muerte se ha instalado en la
historia. Cuando los cristianos proclamamos que Jesús es la vida, afirmamos
que él es el vencedor de la muerte y el restaurador de la vida en la
humanidad. Al restaurar la vida, ésta es como un faro de luz en un mundo
prisionero de la tiniebla. Al confesar que Jesús de
Nazaret, en el momento mismo de nacer es vida y luz de los hombres, estamos
afirmando también que no es una vida cualquiera o una luz cualquiera, efímera
y débil, sino la Vida y la Luz originales, presentes en Dios mismo. Porque es
Vida y Luz, su historia personal, una más en sí misma entre las historias de
los hombres, es fuente de Vida y de Luz para la humanidad entera. 3) Jesús es el revelador del Padre. “A Dios nadie le ha visto jamás,
el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado”.
Jesucristo no sólo es el revelado por los profetas, por ejemplo, por Miqueas,
como mensajero de paz, de consolación y de salvación, o no sólo es revelado
superior a los ángeles (segunda lectura). Él mismo, en persona, es revelador.
¿Y qué otra realidad más honda puede revelarnos sino el misterio de Dios, del
que viene y en el que habita, absolutamente desconocido para los hombres? El
Padre no es visible. Se hace visible y presente en Jesucristo. Lo hace
visible hablándonos del Padre, v.g. las parábolas del padre misericordioso, y
sobre todo nos habla del Padre en su modo de vivir y de estar en el mundo,
entre los hombres. SUGERENCIAS PASTORALES Para ti, ¿quién es Jesucristo? Hemos de dejar las cuestiones generales
y preguntarnos de modo muy personal: “Para mí, ¿quién es Jesucristo?”. Según
que se responda a esta pregunta con los labios, con el corazón y sobre todo
con la vida, nuestra existencia seguirá un rumbo u otro, seguirá unos
parámetros u otros según los cuales vivir. Si Jesucristo lo es todo para mí:
mi Dios, mi salvador, mi modelo, mi todo, trataré de hacer real en mi vida
este convencimiento. Si Jesucristo es un hombre extraordinario, el más
enigmático y grandioso entre los hijos de Adán, pero nada más que hombre,
seré tal vez un gran admirador de su figura, trataré de seguir su vida
moralmente ejemplar, pero nunca caeré de rodillas ante él, ni le invocaré
como redentor, ni estaré dispuesto a dar mi vida por creer en él. Si
Jesucristo no fue más que “un hippie entre yuppies”, como alguien ha dicho, o
un mesías fallido como piensan muchos judíos, o un “avatar” más entre tantos
otros que han existido y continúan viniendo a la existencia, ¿qué sentido
tiene seguir siendo discípulo de Jesús de Nazaret? ¿Para qué seguir haciendo
una pantomima recitando el credo? Que esta Navidad reafirmemos nuestra fe en
“Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre”, en “Jesucristo, redentor del
hombre”. Presencia de Cristo en la historia. Jesucristo es el viviente. Él no
ha pasado a la historia, como tantos personajes que un día, hace siglos o
milenios, eso no importa, amaron y fueron amados, recorrieron los mismos
espacios o semejantes a los que hoy recorremos en pueblos o ciudades de
nuestro planeta. Jesucristo no pertenece al pasado. Mientras los hombres
tenemos, por nuestra misma condición histórica, una relación con el pasado y
con el futuro, Él es un presente sin más relación. Él vive, está a tu lado,
te acompaña. Él te ama, se interesa por ti, te ilumina con su luz, te habla
palabras de verdad y vida. Él quiere tu bien, no te deja tranquilo cuando
tomas un mal camino, es un amigo que siempre te jugará limpio frente a la
verdad, frente al eterno destino. Jesús vive en tu corazón por la amistad y
comunión con él. Vive en la eucaristía, en el sagrario. Vive en la Biblia,
Palabra inmortal de Dios al hombre. Vive en los hombres y mujeres que creen
en él, le aman y siguen sus pasos. Vive en el Papa y en los Obispos que le
representan ante los hombres. Vive en los niños inocentes, él que nunca dejó
de ser niño en su relación con su Padre. Él vive para darnos la vida, para
recordarnos siempre que nuestro destino es la vida, o mejor, la Vida. DOMINGO
DE LA SAGRADA FAMILIA Primera: 1Sam 1, 20-22.24-28; segunda: 1Jn 3, 1-2.21-24; Evangelio: Lc
2, 41-52. NEXO ENTRE LAS LECTURAS ¿Qué otro concepto puede aglutinar los textos de este domingo sino el
de la familia? Se habla de la familia de Dios: Dios Padre, el Hijo de Dios, y
los hombres hechos hijos de Dios por la fe (segunda lectura, evangelio). En
la primera lectura y en el evangelio se mencionan dos familias, entre las que
parece darse un cierto paralelismo, con algunas semejanzas y con muchas
diferencias. Son la familia de Ana y la de María. A ambas mujeres Dios les
concedió un hijo de un modo singular: el profeta Samuel a Ana, Jesús de
Nazaret a María. MENSAJE DOCTRINAL La familia de Dios. Cuando hablamos de la familia de Dios, no podemos
hacerlo sino de modo analógico. En Dios, por ejemplo, no existe la
sexualidad, y por eso no hay un padre por un lado y una madre por otro.
Tampoco existe en Dios la multiplicidad de naturaleza, consiguientemente una
misma y única naturaleza es participada por el Padre y por el Hijo. Con todo,
la revelación nos habla de Dios como Padre, de Jesucristo como Hijo natural
de Dios y de los cristianos como hijos adoptivos de Dios. Los rasgos más
hermosos y plenos del padre y de la madre: su amor generoso, desinteresado,
su capacidad de donación, su fecundidad, su dedicación a los hijos, su deseo
ardiente de que crezcan sanos y sean felices, éstos
y otros rasgos se hallan en Dios de modo eminente. Igualmente brillan en el
Hijo de Dios el cariño y la obediencia filial, el agradecimiento, el querer y
buscar lo que le agrada al Padre, la intimidad y la absoluta confianza con el
Padre. El cristiano es hijo en el Hijo, y por ello, el Padre sólo reconoce
como hijos aquellos que han encarnado los mismos rasgos filiales de
Jesucristo, su Hijo. San Juan ante esta realidad de la familia divina
exclama, como extasiado: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (Segunda lectura). Y en el
evangelio, Jesús, al ser encontrado en el templo después de tres largos días
de búsqueda por parte de sus padres, les dice: “¿No sabíais que yo debía
estar en las cosas de mi Padre?”. Es importante elevarse hasta la familia de
Dios porque, en cierta manera, es el arquetipo de la familia humana. La familia de Ana y María. ¡Dos familias de las que nos habla la
Biblia! Una, la de Ana, pertenece al Antiguo Testamento, la otra, la de María
al Nuevo. Ambas familias: Elcaná y Ana, José y María, eran justos a los ojos
de Dios. Ana estaba casada y no podía tener hijos por ser estéril, María
estaba prometida a José y era virgen. Ana pide a Yahvéh que le conceda un
hijo, María le pide que se haga en todo su voluntad. Dios escucha la oración
de Ana, haciendo fecundo su seno; Dios cumple su voluntad con María,
haciéndola madre sin dejar de ser virgen. Samuel, hijo de Ana, ocupa un
puesto relevante en la historia de la salvación; Jesús, hijo de María, ocupa
su vértice y su plenitud. Elcaná es el padre natural de Samuel, José es sólo
el padre legal de Jesús. Samuel, a los tres años, fue llevado al santuario de
Silo, ante Yahvéh y consagrado a él para toda la vida. Jesús fue consagrado a
Yahvéh a los cuarenta días de su nacimiento, y vivió treinta años con sus
padres en Nazaret. Samuel vivió al servicio de Yahvéh en el santuario; Jesús,
a los doce años, se quedó en el templo sin saberlo sus padres, dejó
estupefactos a los maestros por su inteligencia y sus respuestas, y a María y
José les respondió con una pregunta enigmática: “¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que debía ocuparme de las cosas de mi Padre?” De la relación de
Samuel con sus padres el libro sagrado no nos dice nada más; Jesús, sin
embargo, vivió en Nazaret con sus padres hasta los treinta años, en actitud
de obediencia filial. En los dos casos, se pone en evidencia un elemento
común: Tanto en la familia de Ana como en la de María Dios cuenta y se cuenta
con Dios. Las condiciones culturales y sociológicas de la familia pueden
cambiar enormemente, pero el que Dios cuente y el que se cuente con Dios
constituye un aspecto esencial de toda familia, en cualquier condición
cultural, política o sociológica. SUGERENCIAS PASTORALES Ser y hacer familia. Ante todo, ser familia. Y esto quiere decir un
padre, una madre y al menos un hijo, pero si más, mejor. Pongo por delante mi
respeto a todo ser humano, en cualquier estado o condición, pero a la vez
pienso que hay que ser claros y llamar las cosas por su nombre. Por ello,
opino que una mujer sola con un niño, no ES familia, como tampoco, aunque los
casos hoy por hoy sean raros, un varón solo con un niño. Opino que dos
lesbianas con un niño no SON familia, como tampoco lo son dos homosexuales
con un niño. En estos casos, la mayoría de las veces, si no todas, ni Dios
cuenta ni se cuenta con Dios. En segundo lugar, siendo familia, hacer familia. Es decir, construir
día tras día, ladrillo tras ladrillo, el edificio familiar. La familia se
construye con la colaboración de todos sus miembros, y cumpliendo cada uno
sus propias funciones de padre, madre e hijos. Si las funciones o roles se
trasponen o tergiversan, no se construye la familia. Por ejemplo, si los
padres son los que obedecen los caprichos del hijo o de los hijos, o si los
hijos sufren no pocas veces los caprichos de los padres (divorcio, una
amante...). El edificio de la familia no se acaba nunca de construir, es una
tarea de toda la vida. Es una tarea que exige el sacrificio de unos y otros
(esposos, padres, hijos) para hacerse mutuamente todos felices. ¡Salvad la familia! Que la familia está siendo atacada por muchas
partes, resulta algo obvio. Que hasta ahora la institución familiar, aunque
muchos hayan caído en la batalla, ha resistido bien los ataques, también es
verdad. Parece cada vez más claro a politólogos, sociólogos, y a hombres de
los medios, que la voz unánime de la Iglesia católica, desde siempre, pero
más intensa a partir del siglo XX, de salvar la familia para salvar la
sociedad y al hombre, es una voz profética y llena de sabiduría, que hay que
escuchar. a punto de finalizar el jubileo de la
Encarnación del Verbo, la Iglesia y todos los hombres rectos y justos, tienen
que elevar su voz muy alto para gritar: “¡Salvemos la familia!”. Hay que
salvarla del lenguaje equívoco que por todas partes la acecha. Hay que
salvarla de todos los virus que la destruyen: divorcio, infidelidad,
mentalidad hedonista, individualismo egoísta. Hay que salvarla promoviendo el
sentido de familia, valorando la riqueza humana y espiritual de la familia.
Hay que salvarla formando a los jóvenes en el amor, en la responsabilidad, en
la entrega y capacidad de donación. Hay que salvarla, ofreciendo diversos
modelos de auténtica familia. Nadie se excluya. Cada uno tiene su parte en esta
gran tarea de salvar la familia. SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE
DE DIOS Primera: Núm. 6, 22-27; Segunda: Gal 4, 4-7; Evangelio: Lc 2, 16-21 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Hacer memoria, recordar, es propio del pueblo de Israel, de María santísima
y del cristiano. El pueblo de Israel hace memoria, en el culto, de las
maravillas que Dios ha realizado en él, que se resumen en la bendición y en
la paz (primera lectura). María recuerda los acontecimientos que ha vivido en
torno al misterio de su maternidad divina (evangelio). La comunidad cristiana
hace memoria de Jesús, como un ser enteramente humano (nacido de mujer,
nacido bajo la ley), pero al mismo tiempo Hijo de Dios, capaz de liberar al
hombre de toda esclavitud (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Memoria de las “maravillas del Señor”. En el pueblo de Israel, caso
único, hay una clarísima conciencia de la presencia de Dios en su marcha por
los senderos de la historia, muchas veces, para la mente
humana, tortuosos y oscuros. Desde Adán todo responde a un designio, a
una historia salvífica, y Dios es el artífice y el guía de esa historia. Los
israelitas no cesan de admirar, generación tras generación, las obras
sorprendentes y grandiosas llevadas a cabo por Dios en bien de su pueblo: las
plagas de Egipto, la liberación de la esclavitud egipcia, la revelación del
Sinaí y el don del Decálogo, la victoria sobre los diversos enemigos que
tienen que afrontar en su camino hacia la tierra prometida, la tierra que
mana leche y miel, la presencia viva y consoladora en el templo de Jerusalén,
el inesperado retorno del exilio de Babilonia... El lugar por excelencia de
la memoria es la liturgia en el santuario primero y luego en el templo de
Jerusalén. Antes que nada, la liturgia de las grandes fiestas: Pascua,
Pentecostés, Tabernáculos. Luego, la liturgia de cada día y de las fiestas
menores, como el inicio del año, los novilunios, o la fiesta de los “purim”.
La memoria de todos estos grandes acontecimientos se recogía condensadamente,
al terminar la liturgia del día, en la bendición de la primera lectura, y se
proyectaba como deseo para el futuro. Gracias a la memoria de las maravillas
del Señor existe el Antiguo Testamento, y los cristianos conocemos nuestros
orígenes y el modo de obrar de Dios en la historia. Los primeros cristianos
seguirán recordando las maravillas de Dios en la vida de Jesús y de la
primitiva Iglesia, y por ello tenemos el Nuevo Testamento y el grande
misterio que da razón de ser de nuestra existencia, de nuestra misión en el
mundo y de nuestro destino final. Nuestra Señora del recuerdo. En dos ocasiones, que tienen que ver con
los misterios de la infancia de Jesús, san Lucas menciona a María haciendo
memoria de los acontecimientos vividos. No se trata de un acto aislado,
pasajero, sino de una actitud de María, que mantiene a lo largo de su vida
terrena. En el Magnificat recuerda la misericordia de Dios, de generación en
generación, para los que lo temen. María recuerda, sobre todo, los
acontecimientos en los que Ella ha tomado parte: encarnación del Verbo,
nacimiento de Jesús, adoración de los pastores y de los Magos, circuncisión
del Niño, imposición del nombre, etc. Recuerda los hechos, pero
principalmente el misterio inefable que en los hechos se esconde, para entrar
en él por medio de la fe y del amor. Evoquemos también la figura de María, en
los últimos años de su vida, haciendo memoria de la vida de Jesús en Nazaret,
de la vida pública de su hijo, del misterio pascual, de Pentecostés, de los
inicios de la Iglesia... María entra en la bodega del recuerdo, no con la
nostalgia de experiencias profundas e irrepetibles, sino con el gozo de quien
revive esos momentos en el presente, gracias a la profundidad y riqueza del
misterio que en ellos se encierra y que a todos interpela. María, la
dimensión femenina y maternal de la Iglesia, pone de relieve el papel de la
memoria, de la contemplación activa, para que el cristianismo se mantenga
fiel a sus orígenes y en ellos encuentre el impulso más genuino a la acción y
al apostolado. SUGERENCIAS PASTORALES ¿Existe una amnesia cristiana? La amnesia, en la vida humana, es uno
de los síntomas de edad avanzada, de decrepitud. A mayor número de años,
menor capacidad de recuerdo. Este fenómeno humano, ¿se verifica por igual en
la sociedad y en las instituciones? Si hay amnesia histórica, ¿es signo de
que la sociedad, o una institución ha perdido
vitalidad y está envejeciendo? Refiriéndome a la Iglesia, ¿se puede hablar de
una amnesia cristiana? Al menos hay ciertos síntomas preocupantes: existen
hoy en día bautizados que no conocen lo esencial del catecismo, a veces ni
siquiera los diez mandamientos; bautizados que ignoran los grandes hitos de
la historia de la salvación, incluso los grandes misterios de la vida de
Jesucristo; bautizados que desconocen hasta los momentos más significativos
de la historia de la Iglesia, las grandes verdades del dogma y de la moral
cristiana... ¿Qué decir en estos casos, sino que la Iglesia ha perdido
memoria en no pocos de sus hijos? Para recuperarla, no hay otro camino que
crear el gusto del recuerdo, hacer valorar a las jóvenes generaciones el
tesoro extraordinario de la tradición cristiana, ayudarles a hacer memoria de
ella con la conciencia de que en el pasado están las semillas que florecen en
el presente y darán su fruto maduro en el porvenir. No será inútil señalar
que el cristiano con amnesia de sus orígenes y de su historia comete un grave
pecado de omisión, que le perjudica a él en su identidad cristiana, pero que
también hace daño a la comunidad eclesial porque la envejece, en lugar de
renovarla y rejuvenecerla. Recordar rezando el rosario. Uno de los medios más eficaces que la
Iglesia ofrece a la piedad cristiana para recordar es el rezo del santo
Rosario. El Rosario se reza en honor y alabanza de María santísima, pero el
centro de los misterios que se recuerdan lo ocupan los acontecimientos
principales de la vida de Jesucristo. En esta práctica de piedad, que ha
caído notablemente en desuso en nuestro tiempo, al culto a María se une el
recuerdo de las grandes verdades del misterio cristiano, realizándose de este
modo una síntesis muy recomendable entre fe y piedad. En el recuerdo de estos
acontecimientos nos acompaña María que los vivió de modo personal, y que
ahora nos hace de guía y de modelo. Con ella y como a través de su memoria,
recordamos los misterios gozosos, que tienen que ver con la llegada del
Mesías entre nosotros, del Enmanuel, y en los que María tomó parte de un modo
único y excepcional. Recordamos también los misterios dolorosos, misterios
que se refieren a los últimos días de la vida de Jesús entre los hombres, en
los que consumó la obra de la Redención muriendo en una cruz, a cuyos pies
María compartía su dolor y colaboraba de modo singular en la obra de la
Redención. Recordamos, finalmente, los misterios gloriosos, en los que
celebramos el triunfo de Jesucristo y, asociado a Él y por obra suya, el
triunfo de María santísima, llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.
¿Habrá pasado de moda la práctica del rosario? ¿Cómo rezar el rosario,
individualmente o en grupo, para que sea memoria viva de los misterios de
nuestra fe, cogidos de la mano maternal de María? SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA
DEL SEÑOR 6 DE ENERO Primera: Is 60, 1-6; Segunda: Ef 3, 2-3.5; Evangelio: Mt 2, 1-12 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Jesucristo, desde su nacimiento, es un signo de contradicción para los
hombres. Para unos, como los sabios que vienen de Oriente (evangelio) o como
para Pablo, proveniente de la diáspora, es epifanía, manifestación fulgurante
de su misterio (segunda lectura); epifanía prefigurada en la primera lectura,
según la cual todos los pueblos se sentirán atraídos por la luz y la gloria
de Jerusalén. Para otros, que viven en Jerusalén, capital del judaísmo, y que
detentan la autoridad política (Herodes) o religiosa del pueblo judío
(sacerdotes y maestros de la ley), Jesús, el Mesías, no es sino un rival
peligroso (para Herodes) o un simple objeto de ciencia sagrada, sobre el que
informan con la objetividad del experto (sacerdotes, escribas). MENSAJE DOCTRINAL Actitudes paradigmáticas ante Jesús. Ya desde los comienzos mismos de
su vida, y luego en todo el Evangelio, se hallan dos actitudes fundamentales
de los hombres hacia Jesús: aceptación o rechazo. María, José, los pastores,
los sabios de Oriente o Magos (evangelio de hoy), Simeón y la profetisa Ana
aceptan la realidad y el misterio que envuelven a Jesús de Nazaret. El rey
Herodes, los sacerdotes y maestros de la ley (evangelio), los betlemitas,
toman una postura de rechazo. Desde los comienzos Jesús es una bandera
discutida: unos, llenos de gozo, quieren llevarla siempre muy alta; otros,
hostiles, quieren abajarla y destruirla. No es el caso, pero es fácil de
percibir, que ya en el Antiguo Testamento éstas dos son las actitudes de los
hombres ante Dios, que en el Nuevo Testamento son las posturas de los
individuos y de los pueblos ante Jesucristo y ante la primitiva Iglesia, y
que esas posturas han continuado en la historia hasta el presente. Quiera o
no quiera el hombre, lo sepa o no lo sepa, la persona de Jesús tiene que ver
con su vida, y no precisamente de un modo puramente accidental. Jesús es el
parteaguas de la vida humana y de la historia. La razón está en que todo
hombre en el fondo de su conciencia busca un Salvador, y el único verdadero
Salvador es Jesucristo. Esta verdad no es un axioma filosófico ni una
deducción silogística, sino una amorosa revelación de Dios “a los apóstoles y
profetas” y a través de ellos a todos los hombres (segunda lectura). Los
hombres pueden equivocarse en la búsqueda del Salvador, pueden incluso pensar
y buscar otros salvadores, pero en cualquier caso a quien buscan, el blanco
hacia el que dirigen la flecha de su corazón es Jesús de Nazaret, el Redentor
del mundo. De las actitudes a los hechos. Las actitudes conducen lógicamente a la
acción. Los Magos descubren en el firmamento la estrella del Mesías, se ponen
diligentemente en camino, vencen no pocas dificultades, y, ante el niño
Jesús, se postran, le adoran y le ofrecen sus regalos: oro, incienso y mirra.
Son hechos concretos con los que manifiestan su alegre aceptación. Ellos son
los representantes de los pueblos gentiles, prefigurados en la primera
lectura, tomada de Isaías: “A tu luz caminarán los pueblos, y los reyes al
resplandor de tu aurora”. Herodes se sobresalta, indaga, disimula sus
intenciones, trama la muerte de ese niño. Los sumos sacerdotes y escribas,
por su parte, muestran su conocimiento de la Escritura, limitándose
simplemente a informar. A lo largo de la vida de Jesús y en los veintiún
siglos de cristianismo, ¡cuántos millones de acciones a favor y en contra de
Jesús, de rechazo y de aceptación! Ésta es una clave de valor extraordinario
para leer y entender la historia de Occidente, pero también de Oriente: la
historia universal. Los grandes derrocamientos y caída de los imperios, los
grandes fenómenos de cambio de paradigma político, cultural o social, con
todas las consecuencias que conlleva, los grandes movimientos ideológicos,
¿no reciben su luz más potente del “evento Cristo”, rechazado por unos, aceptado
por otros? Todos, pero especialmente los historiadores, debemos reflexionar
sobre esta clave histórica. SUGERENCIAS PASTORALES ¡Atentos a los signos de Dios! Los Magos vieron una estrella nueva en
el firmamento, y ésta suscitó su interés y su búsqueda. Fue un signo que Dios
les envió y no lo dejaron pasar sin más, sino que descifraron su sentido y se
pusieron en marcha. En efecto, el año Un mundo con algo que ofrecer a Dios. Cada año los cristianos
celebramos la Navidad, la Epifanía. Dios se nos da, pequeño e impotente,
sobre un pesebre o en manos de su Madre, María. Se nos da como Salvador, como
Amor, como camino de vida, a todos sin excepción. ¿Qué ofrece, en cambio, el
mundo al Salvador? ¿Qué le ofrecemos nosotros, cada uno de nosotros? ¿Tiene
el mundo un poco más de paz que ofrecer a quien es llamado el “príncipe de la
paz”? ¿Tiene el mundo algo más de solidaridad para con los más necesitados,
sean individuos o naciones, para ofrecer a quien quiso hacerse en todo
solidario con los hombres, menos en el pecado? ¿Ofrece el mundo más pan a los
que tienen hambre, más medicinas a los que están enfermos, más ayuda para la
educación a quienes no tienen posibilidades, sabiendo que “cuando lo
hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños conmigo lo hicisteis”?
¿Cuenta el mundo con más verdad, más honestidad, con más justicia para quien
es la Verdad, para quien es el Justo por excelencia? El mundo, cada nuevo
año, puede ofrecer muchas cosas buenas a Dios. Cada uno de nosotros es parte
de ese mundo, y puede y debe contribuir para ofrecer “algo” a Dios. ¿Con qué
piensas contribuir este primer año del tercer milenio? SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD Primera: Sir 24, 1-4.12-16; Segunda: Ef 1, 3-6.15-18; Evangelio: En 1,
1-18 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La Palabra encarnada, Jesucristo, es un don del Padre. En esta frase
intento resumir el sentido de la liturgia de este segundo domingo después de
Navidad. El Padre nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales,
entre los que sobresale el don mesiánico, por medio de Cristo (segunda
lectura). En la historia de las bendiciones divinas, que corresponde con la
historia del hombre, Dios se ha dado como don de Sabiduría, primeramente al
pueblo de Israel (primera lectura) y luego al pueblo cristiano, ya que
Jesucristo es Sabiduría de Dios, el único que ha visto a Dios y que nos lo
puede revelar (evangelio). En esa misma larga historia, Dios se nos ha dado
como Palabra eterna, que ha tomado carne mortal en Jesús de Nazaret
(evangelio). MENSAJE DOCTRINAL Don para Israel, don para el mundo. Nada hay más extraordinario que el
hecho de que Dios haya querido ser don para el hombre. No se trata de darle
cosas, objetos materiales. Eso ya sería grande, pero se queda chico ante la
maravilla de un Dios, don de sí mismo. En la historia de las relaciones de
Dios con el hombre, primeramente es un don que se encarna bajo la forma de
sabiduría. Es una sabiduría divina, la que hallamos en la primera lectura.
Preexistía cerca de Dios y ha salido de su boca, y a la vez ha puesto su
tienda en Jerusalén y tiene su lugar de reposo en Israel. Es decir, en medio
de la sabiduría humana, tan extraordinaria, de los pueblos circunvecinos,
como Mesopotamia y Egipto, Israel goza de una sabiduría superior, por la que
Dios le revela sus designios y proyectos y le manifiesta el sentido de las
cosas y de la historia. Con el paso de los siglos, al llegar el momento
culminante de toda la historia, se verifica un cambio singular: Dios no se da
sólo como don espiritual (sabiduría), sino personal (encarnación del Verbo,
de la Palabra de Dios). Ningún signo de admiración es capaz de expresar este
don excepcional. Que Dios rasgue el misterio de su trascendencia, entre en la
historia y se nos dé en una creatura humana recién nacida, ¿quién lo podrá
comprender? (Evangelio). No bastará la eternidad para sorprendernos ante este
gran misterio. No es una “necesidad” de Dios; no se siente obligado por
nadie; no le perfecciona en su divinidad. Sólo el amor lo explica, el amor
que es difusivo y generoso. Además no sólo es un don personal, es también un
don universal, mundial. “Luz para todas las naciones”. Mientras exista la
historia, Dios será un don para todos, sin distinción alguna. Los hombres
podrán decir: “No lo quiero”, “No lo necesito”, pero jamás podrán pronunciar
con sus labios: “Estoy excluido”, “No es para mí”. Jesucristo es el don del
Padre para toda la humanidad. Un don en plenitud. Son hermosas las imágenes que utiliza el Sirácida
para comunicarnos esa plenitud: la sabiduría, recurriendo a imágenes
vegetales, dice de sí misma que es como un cedro del Líbano, como palmera de
Engadí, como un rosal de Jericó o un frondoso terebinto. También echa mano de
imágenes aromáticas para describir, con distintos lenguajes, la misma
plenitud: el aroma del laurel indiano (cinamomo), el perfume del bálsamo o de
la mirra, el olor penetrante del gálbano, ónice y el estacte; sobre todo, el
incienso que humea en el templo, y en cuya composición entran todos los
aromas aquí mencionados. La belleza y elegancia de los árboles, la frescura y
colorido del rosal, la intensidad de los perfumes se aúnan para subrayar la
plenitud del don divino de la sabiduría. El evangelio es más sobrio en
imágenes, pero más rico en significado. Habla de la “gloria del Hijo único
del Padre, LLENO de gracia y de verdad” y, poco después, “de su PLENITUD
todos hemos recibido gracia sobre gracia”. Y el himno de la carta a los
efesios, ¿no se refiere a la plenitud del hombre cuando dice que “Dios nos ha
destinado a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo”? La
grandeza y plenitud del don nos remiten a la grandeza y plenitud del Donante.
¡Nobleza obliga a agradecer! SUGERENCIAS PASTORALES Un don venido de lejos. No son los astros distantes los que, después
de muchos años o siglos, nos regalan sus rayos de luz; no es la tierra la
que, en rincones tan diversos y lejanos, ofrece al hombre la prodigalidad de
sus minerales o de sus frutos vegetales; no es el hombre quien nos dona su
creatividad, su trabajo, su genio. Todas estas realidades pertenecen al mundo
creado. El Don nos viene del mundo y de la distancia
increados, del más allá de toda creatura, del Dios trascendente.
Jesucristo, el Don de Dios, viene de lejos, pero se introduce en el corazón
de los acontecimientos y del ser humano hasta el punto de ser uno más entre
los hombres. Aquí radica nuestra perplejidad. Lo vemos tan igual a nosotros,
que se nos puede ocurrir pensar que no viene desde el mundo de Dios. En
brazos de su Madre nada hay que lo muestre divino. Y desgraciadamente en no
pocas ocasiones los hombres, del hecho de no aparecer como Dios, concluimos
que ni puede serlo ni lo es. Diremos que es un gran personaje de la historia,
que su personalidad es enormemente seductora, que su moral es de una altura y
nobleza grandiosas, que su capacidad de arrastre es imponente, que es una
paradoja viviente al ser el más amado y el más odiado de los nacidos de
mujer... Pero en nuestro razonamiento no podemos llegar a la afirmación
fundamental: “Es un Don de Dios, venido del mismo mundo de Dios”. Al venir al
mundo y hacerse hombre, ha venido a quedarse con nosotros; a la vez, estando
con nosotros, pero proviniendo del mundo de Dios, ha venido a llevarnos con
Él al mundo lejano del cual ha salido, el mundo desconocido, pero que es
nuestra patria verdadera y definitiva. ¿Aceptamos con fe y con amor este Don
cercano, como lo es un niño, pero trascendente, como el mismo Dios? Testigos del don divino. Juan, el Bautista, es llamado en el evangelio
“testigo de la luz, a fin de que todos crean por él”. Testigo, Juan, de esa
luz, de esa sabiduría divina que es Jesucristo. Siguiendo al Bautista, todos
en cierta manera estamos llamados a ser testigos del don divino, Jesucristo.
El mundo creerá si aumentan los testigos de Cristo. Y si la fe disminuye en
nuestro país, ¿no será porque han disminuido los testigos? Los maestros
pueden aclarar la verdad del Don divino, mas los testigos hacen la verdad, y
haciéndola la acreditan y garantizan. Cristo, Don de Dios para el hombre,
necesita de testigos. Niños, testigos de Cristo para los niños y para los
mayores; jóvenes, testigos de Cristo para los jóvenes y los no tan jóvenes;
adultos, testigos de Cristo para los adultos, y para los niños y jóvenes.
Testigos convencidos y audaces, al estilo del Papa Juan Pablo II. Cristo
necesita padres de familia que no tengan miedo de entregar la antorcha de su
testimonio cristiano a sus hijos; educadores que sean testigos de Cristo para
sus alumnos; párrocos que testimonien con su vida santa el Don de Cristo a
todos sus feligreses. ¿Soy un auténtico testigo de Jesucristo? ¿Qué hago ya y
qué más puedo hacer para que mi testimonio sea creíble y Dios lo haga eficaz? BAUTISMO DE JESÚS Primera: Is 40, 1-5.9-11; Segunda: Tit 2, 11-14; 3, 4-7; Evangelio: Lc
3, 15-16.21-22 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Sin que aparezca la palabra novedad, nuevo en
los textos litúrgicos, todos ellos se refieren, en cierta manera, a la
novedad de la acción de Dios en la historia. Es nuevo el lenguaje de Dios en
Isaías: “ha terminado la esclavitud..., que todo valle sea elevado y todo
monte y cerro rebajado..., ahí viene el Señor Yahvéh con poder y su brazo lo
sojuzga todo”. Es absolutamente nuevo que Jesús sea bautizado por Juan, que
el cielo se abra, que el Espíritu descienda en forma de paloma, que se oiga
una voz del cielo: “Tú eres mi hijo predilecto”. Es nueva la realidad del
hombre que ha recibido el bautismo: “un baño de regeneración y de renovación
del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de
Jesucristo nuestro Señor”. MENSAJE DOCTRINAL La novedad viene de Dios. El hombre, desde los mismos inicios, lleva
en sí el deterioro y la vieja carne del pecado. En ella está inmerso, como en
un pozo profundo, del que es imposible salir por sí mismo. Como se trata de
una realidad común a toda la humanidad, tampoco nadie, por su propio valer y
querer, puede ayudar a otros a salir. Esta es la triste condición humana. El
hombre puede gritar, desesperarse, blasfemar; o puede sentir el peso de la
culpa, pedir perdón y ayuda, esperar. Lo que está claro es que sólo Dios
puede echarle una mano; sólo Dios puede cambiar su vieja carne en pura
novedad de gracia y misericordia. Está igualmente claro que Dios quiere echar
una mano y actuar en favor del hombre, porque “ha sido creado a imagen y
semejanza suya”. La liturgia presenta tres momentos históricos de la
intervención de Dios: primero interviene para liberar al pueblo israelita de
la esclavitud de Babilonia (primera lectura), luego para revelar al mundo la
filiación divina de Jesús (evangelio), finalmente para manifestar a los
hombres la nueva situación creada en quienes han recibido el bautismo
(segunda lectura). La consecuencia es lógica: Si Dios ha intervenido en el
pasado con una irrupción de vida y esperanza nuevas, Dios interviene en el
presente e intervendrá en el futuro, porque el nombre más propio de Dios es
la fidelidad. La novedad es invisible. La novedad que Dios infunde en el corazón de
los hombres incide y repercute en la historia, pero en sí es invisible,
interior, netamente espiritual. Primero hace nuevo el corazón, luego desde el
corazón del hombre y con la ayuda del hombre, trasmuta también la realidad
histórica. En los exiliados de Babilonia primero creó la añoranza de Sión, el
deseo y la decisión del retorno, luego dispuso los hilos de la historia para
que tal deseo y decisión llegase a cumplimiento. En el caso de Jesús, la
teofanía del bautismo nos hace descubrir una novedad inicial, que se irá
desplegando a lo largo de toda su vida pública y sobre todo en el misterio de
su muerte y resurrección. La novedad del bautizado sólo se irá percibiendo
con el tiempo, en la medida en que exista una coherencia vital entre la
novedad infundida por Dios y la existencia concreta y diaria del cristiano.
Para quienes juzgamos desde fuera, no pocas veces resulta difícil desvelar la
relación entre la novedad interior y sus manifestaciones históricas en la
vida ordinaria de cada ser humano. Por eso, ¡cuán difícil es juzgar sobre la
vida verdadera, la interior, de los hombres, y con cuánta facilidad nos
podemos equivocar! La novedad es eficaz. Si viene de Dios, no puede ser de otro modo. La
acción de Dios se lleva a cabo, si el hombre no la obstaculiza. La teofanía
que nos narra el evangelio supuso el que Jesús, Hijo de Dios, fuese bautizado
por un hombre, Juan; sin esta acción de Jesús, tal teofanía no hubiese tenido
lugar. La regeneración y renovación interior del hombre están aseguradas, “si
el hombre renuncia a la impiedad y a las pasiones mundanas” (segunda
lectura), que como tales impiden cualquier acción del Espíritu de Dios. Por
otra parte, hemos de admitir que la eficacia de Dios no es manipulable a
nuestro antojo y arbitrio. Dios muestra su eficacia cuando quiere y como
quiere. No son los exiliados en Babilonia los que ponen a Dios los plazos y
modos de actuar para librarlos de la esclavitud; es Dios quien los determina
y los realiza. SUGERENCIAS PASTORALES Bautismo, epifanía de Dios. En el evangelio el bautismo de Jesús es
una epifanía. Eso mismo debe ser el bautismo del cristiano: una epifanía de
lo que Dios es y de lo que Dios hace en el hombre. El bautizado, podríamos
decir, es un hombre en quien se manifiesta el Dios trinitario, en virtud de
la relación personal que mantiene con cada una de las personas divinas. Como
hijo del Padre vive una verdadera relación filial, sobretodo en la oración y
adoración. Como redimido por el Hijo y sumergido en su misma vida, entabla
con él una relación principalmente de seguimiento e imitación. Como templo
del Espíritu Santo, vive con la conciencia de una relación sagrada,
santificante, vivificadora de su existir cotidiano, modeladora de su vida
familiar, profesional y social. El bautizado es al mismo tiempo epifanía de
la acción de Dios en el hombre: una acción purificadora, que manifiesta el
perdón de Dios; una acción transformante, que pone de relieve el poder de
Dios; una acción unificadora de las energías y capacidades del cristiano, que
subraya el misterio unitario de Dios; una acción vivificante, que revela, por
medio del hombre, la extraordinaria vida de Dios uno y trino... Es importante
que la predicación y catequesis tengan muy en cuenta y desarrollen y
expliquen estos aspectos espirituales y pastorales del sacramento del
bautismo. Así el bautismo no será el sacramento de la “inconsciencia”, sino
el sacramento de la epifanía diaria de Dios en la vida, en la fe y en el
obrar del bautizado. Bautizados para siempre. En el catecismo se dice que el bautismo imprime
carácter, es decir, el bautismo se recibe una sola vez y para toda la vida.
¿Qué pasa, entonces, cuando no se vive como cristiano? ¿cuando
se reniega de la propia fe? ¿cuando se cambia de
religión y credo? La huella de la impresión bautismal queda. Una huella que
es memoria, y es invitación: “Recuerda que eres un bautizado”, “Sé lo que
eres, vive lo que eres”. Eres libre, pero la huella divina te indica el
verdadero camino para tu libertad, lejos de los espejismos engañosos. ¿Y qué
pasa con el bautizado que quiere vivir como bautizado? Tiene que ratificar
cada día con la vida la huella divina, que lleva impresa. Tiene que
testimoniar decididamente y con valentía la transformación que Dios ha
operado en su ser por el bautismo. Tiene que ser un bautizado que viva
consciente de su bautismo día tras día, por siempre. SEGUNDO DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Is 62, 1-5; Segunda: 1Cor 12, 4-11; Evangelio: Jn 2, 1-12 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La imagen de las bodas ocupa un puesto central en la liturgia de hoy.
En el evangelio se habla de las bodas de Caná, pero sobre todo se insinúa a
Jesús como esposo. Jerusalén ya no será llamada “Abandonada” ni “Devastada”,
sino que será llamada “Desposada” y su tierra tendrá un esposo (primera
lectura). La comunidad cristiana, esposa de Cristo, goza de la diversidad de
carismas que el único y mismo Espíritu derrama sobre ella para ponerlos al
servicio de todos, y que constituyen las arras de Cristo-esposo (segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL La prefiguración esponsal del Mesías. En el Antiguo Testamento se
menciona con frecuencia la figura del esposo para hablar de las relaciones de
Yahvéh con su pueblo Israel. Dios, en cuanto esposo, se muestra por un lado
celoso de su pueblo; celo que se manifiesta como castigo cuando la esposa no
corresponde; un castigo purificador y que invita a volver al amor primero.
Por otro lado, Dios se revela como un esposo fiel, que mantiene su palabra de
alianza, de indisolubilidad y de lealtad a pesar de todo. Finalmente, es un
esposo que rebosa de gozo al estar con su pueblo y acompañarlo en sus
vicisitudes. Porque Yahvéh es celoso, Jerusalén fue abandonada por Él y
devastada por sus enemigos; porque es fiel, volverá a ser llamada desposada.
Porque es un esposo gozoso, infunde y derrama ese mismo gozo en todo Israel,
como un don precioso y magnífico para la esposa. La figura esponsal de
Yahvéh, con las tres características indicadas, prepara la revelación de
Jesús como esposo de la Iglesia en el Nuevo Testamento. Ha llegado la era mesiánica. En el Nuevo Testamento el mesías aparece
bajo la figura del esposo. En el texto de las bodas de Caná Jesús es
insinuado como esposo en las palabras del maestresala al recién casado:
“Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero
tú has guardado el vino nuevo hasta ahora”. En realidad, el “tú” se refiere
no tanto al esposo, cuanto a Jesús. Este texto es importante, dado el
carácter programático que posee en la estructura del cuarto evangelio. ¿Hay
algo característico en esta figura de Jesús esposo? 1) Ciertamente, el poder
de cambiar el agua en vino que alude al incipiente gozo y plenitud de gracia
del Reino de Dios. El agua del Antiguo Testamento, del mesías esperado, se
convierte en vino del Nuevo Testamento, del mesías llegado. 2) La abundancia
mesiánica. Jesús no convierte en vino unos pocos litros de agua, sino una
gran cantidad ( Las arras del mesías-esposo. Las arras son el símbolo de la alianza
entre los esposos. Las arras que Jesús-esposo ofrece a la Iglesia-esposa son
los carismas, que otorga mediante su Espíritu. Todos y cada uno de los
carismas se los entrega Cristo a su Iglesia para que pueda realizar su
vocación esponsal. El Espíritu distribuye estos carismas con gran libertad,
pero a la vez endereza todos ellos a la utilidad común de toda la Iglesia.
Con ellos, la Iglesia puede garantizar su fidelidad a la alianza esponsal con
Cristo. A mayor abundancia de carismas en la Iglesia, mayor posibilidad de
realizar con perfección su vocación esponsal y su misión de sacramento
universal de salvación entre los hombres. SUGERENCIAS PASTORALES La generosidad, virtud cristiana. Dar y darse, entregar y entregarse,
donación, generosidad... son palabras frecuentes en el vocabulario de los
cristianos. Las escuchamos no pocas veces en las homilías, en la catequesis,
en la conversación cotidiana. Gracias a Dios, no son sólo palabras, sino una
verdadera realidad en la Iglesia. Está la generosidad en dar parte de los
bienes propios. No cabe duda que los cristianos de los países ricos entregan
notables cantidades de dinero y otros bienes económicos a los cristianos y no
cristianos de los países pobres, o que sufren el flagelo de la guerra o de
las calamidades naturales. Es inmenso el bien que hace Caritas internacional,
Adveniat, Kirche in Not, Missio, Los Caballeros de Malta, los Caballeros de
Colón, y tantas otras instituciones benéficas de carácter nacional o
internacional. Está la generosidad del darse a sí mismo. ¡Cuántos misioneros
y misioneras, cuántas voluntarias y voluntarios, que entregan su vida, fuera
de su patria, en países lejanos, en medio de grandes dificultades, con
peligro incluso de acabar la vida acribillado de balas o bajo el filo del
machete! Todos ellos han marchado a sus destinos dispuestos a perder la vida,
si es necesario, para ganarla de nuevo en Cristo. Está la generosidad
interior, la generosidad del corazón para con Dios, para con el vecino, para
con el hijo enfermo de Sida o drogadicto, para con el marido en estado
terminal, para con la madre anciana y que ya no puede valerse por sí misma.
Tantas personas que quizá no dan dinero o dan poco, porque no tienen, ni
tampoco se van de misioneras o voluntarias a otros países, pero que se dan a
sí mismas, su cariño, su paciencia, su disponibilidad, su tiempo, su virtud,
su ciencia... La nueva era cumple dos mil años. En estos dos últimos decenios se ha
hablado mucho de nueva era (New Age). Es un movimiento cultural y religioso
reciente, que se opone como alternativa al cristianismo. Según él, el
cristianismo ha cumplido su ciclo vital, escrito en el zodíaco, y está ya a las
puertas el nuevo ciclo, el ciclo del acuario que instaurará una nueva era en
la historia de la humanidad. Es un movimiento confuso y difuso, sin
estructura y sin fuste, pero, que como la neblina, penetra todos los
espacios: arte, medios de comunicación, cine, religión, instituciones, etc.
Es un nuevo mesianismo con ribetes de científico y espiritual al mismo
tiempo. Ante tal situación, someramente descrita, es necesario afirmar que
mesías hay uno solo, y que ese mesías esperado por el pueblo de Israel y por
las naciones ya llegó hace dos mil años con la encarnación del Verbo en Jesús
de Nazaret. Que la nueva era comenzó con Jesucristo Mesías y que, después de
dos mil años, sigue siendo absolutamente nueva, porque no es obra tanto de
los hombres cuanto del mismo Dios. ¡Atentos a la moda de la nueva era y a la
nueva era de moda! TERCER DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Neh 8, 2-4ª.5-6.8-10; Segunda: 1Cor 12, 12-31ª; Evangelio: Lc
1, 1-4; 4, 14-21 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Tanto la primera lectura como el evangelio hablan del libro de la
Escritura. Esdras, en la primera lectura, lee el libro de la Ley ante todo el
pueblo, “aclarando e interpretando el sentido, para que comprendieran la
lectura”. En la sinagoga de Nazaret, Jesús se levanta, un día de sábado, para
hacer la lectura del volumen del profeta Isaías, que le fue entregado por el
sacristán de la sinagoga (evangelio). Para dar vida a la Escritura y hacerla
real, Dios puso en la Iglesia los apóstoles, los profetas, los maestros, el
don de lenguas, el don de interpretación..., de modo que la Palabra de Dios
sea viva, vivifique y permanezca para siempre. MENSAJE DOCTRINAL La Escritura, libro del judaísmo. Se puede decir que el judaísmo, el
cristianismo y el islamismo son en cierta manera las religiones del Libro.
Los judíos tienen la Torah (Revelación de Dios en el AT), los cristianos el
Evangelio (Antiguo y Nuevo Testamento), los musulmanes el Corán. Para un pío
judío del tiempo de Jesús dos eran sus puntos fundamentales de referencia
religiosa: el templo y la Torah. En ambos está presente Yahvéh con su
benevolencia y su amor. En ambos dialoga con el hombre como un amigo con sus
amigos, como se ve en la primera lectura en que el pueblo entero hizo un gran
festejo “porque había comprendido las palabras que les habían enseñado”.
Ambos son camino de salvación no sólo para los judíos, sino para todas las
naciones. En el templo estaba permanentemente encendido el candelabro de los
siete brazos para señalar la providencia de Yahvéh sobre su pueblo. Cada día,
cuando el judío oraba, cubría su frente y sus brazos con filacterias para
tener siempre presente algunos textos fundamentales de la Torah: Ex 13, 1-10
(ley de la Pascua); Ex 13, 11-16 (consagración de los primogénitos); Deut 6,
4-9 (amor a Dios sobre todas las cosas); Deut 11, 13-21 (cumplimiento de los
mandamientos). Cuando en el año 70 d.C. fue destruido el templo de Jerusalén,
el pueblo judío se quedó únicamente con la Torah como punto de referencia
religiosa y como centro de unificación y de identidad de los judíos
dispersos. La Escritura es libro del judaísmo, porque es Palabra de Dios, y
porque es el código fundamental de su identidad religiosa y cultural. Jesús, el libro y el cristiano. Jesús, como buen judío, escuchó y leyó
la Torah, escrita y oral, en múltiples ocasiones y celebraciones religiosas.
Estaba familiarizado con ella, porque en ella se había educado durante
treinta años y en ella se veía reflejado, en virtud de la conciencia que
tenía de sí mismo. Por eso, podrá decir sin titubeo alguno en la sinagoga de
Nazaret: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” (evangelio).
Después de la ascensión de Jesús a los cielos, los primeros cristianos,
gracias a la mayor comprensión del misterio de Jesús por obra del Espíritu,
hicieron de Jesús el libro viviente, el evangelio de nuestra salvación. De
este modo, el cristianismo no es principalmente la religión del libro, sino
la religión de la persona de Jesucristo, libro siempre vivo que revela a los
hombres las vicisitudes y los tortuosos caminos de la historia. En la
Escritura cristiana (Antiguo y Nuevo Testamento), se hace presente y viva la
persona de Jesús para todos los creyentes. Por eso, los primeros cristianos,
tanto provenientes del judaísmo como del mundo pagano, no predican la Torah,
sino el Evangelio. Por eso, desde los inicios del cristianismo hay carismas
relacionados con el libro de la Escritura: los apóstoles que predican el
Evangelio que es Jesús, los maestros que enseñan la continuidad, discontinuidad
y superación del Evangelio respecto al libro de la Torah, los profetas que
leen los acontecimientos de la vida y de la historia a la luz del Evangelio,
libro viviente de Jesús, etc. (segunda lectura). A lo largo de los siglos y
milenios, los cristianos se han inspirado y continúan inspirándose en el
Evangelio (AT y NT), libro viviente de Jesús, que es para ellos la guía
inequívoca de su ser y de su actuar como creyentes. SUGERENCIAS PASTORALES Lectura cristiana de la Biblia. Toda la Biblia es cristiana. El
Antiguo y el Nuevo Testamento son los dos pulmones con los que respira la fe,
la moral y la piedad de los cristianos. Marción, en el siglo II, quiso
suprimir el Antiguo Testamento del cristianismo, pero su posición fue
rechazada por la Iglesia como herética. En la historia del cristianismo, ha
habido creyentes o comunidades cristianas que en ciertos campos de la fe y de
la moral se han quedado en el Antiguo Testamento; por ejemplo, en la
concepción de Dios o de la justicia, en el rigorismo de la ley, etc. Como no
hay alma sin cuerpo, tampoco puede haber Nuevo Testamento sin el Antiguo. Por
eso, es muy necesario que los cristianos, ya desde niños, desde la educación
básica, nos familiaricemos con toda la Biblia: con el Antiguo y con el Nuevo
Testamento. A la vez, es urgente que sepamos leer el Antiguo Testamento “con
ojos cristianos”, en cuanto que en él ya está presente, en forma velada, el
Nuevo Testamento. Porque “toda la Escritura es un solo libro, y ese libro es
Cristo”, nos enseña Hugo de san Víctor. ¡Qué labor tan grande tienen entre
manos los catequistas que preparan a los niños para la primera comunión o
para la confirmación! ¡Qué importante que los catequistas de jóvenes y
adultos sepan guiarlos hacia una lectura cristiana de la Biblia! La Biblia me lee e interpreta. La Biblia es un libro sagrado, que
norma nuestra fe y nuestra vida. Por tanto, no puede ser un libro de
pasatiempo o de lectura superficial, no comprometida. La Biblia no es un
libro que se lee para conciliar el sueño por la noche. La Biblia es Palabra
que Dios me dirige personalmente a mí cuando la leo. Y desde el texto la
Palabra de Dios me interpela, me lee y me interpreta. Me interpela, buscando
una respuesta a lo que me dice mediante la lectura del texto. Me lee,
desentrañando los secretos de mi corazón, y suscitando el deseo de cambio. Me
interpreta, dando una orientación segura a mi existencia: a mi modo de ser,
de pensar, de vivir, de actuar en el mundo, y moviendo mi voluntad a
seguirla. En el supermercado de las interpretaciones, no pocas de ellas
deshumanizantes, el hombre corre el riesgo de hacerse con una u otra
interpretación equivocadas y dañinas. Es un
imperativo, por tanto, para nosotros, los cristianos, dejarnos interpretar
por la Palabra del Dios vivo, pues Ella es la interpretación más genuina y
auténtica del hombre, en cualquier tiempo o lugar en que éste se encuentre.
Los domingos, en la liturgia de la Palabra, ¿escucho la Palabra de Dios con
la conciencia y el deseo de ser leído e interpretado por Ella? Como sacerdote,
¿me dejo interpretar por la Palabra de Dios antes de explicarla e
interpretarla para la comunidad? CUARTO DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Jer 1, 4-5.17-19; Segunda: 1Cor 12, 31 - 13, 13; Evangelio:
Lc 4, 21-30 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Jesucristo, Jeremías, Pablo: Tres hombres con una única misión, cuyo
vértice es Jesucristo, plenitud de la revelación y de la misión salvífica de
Dios. En efecto, Jesús es el enviado del Padre para la salvación de los
pobres, sin distinción alguna entre judíos y gentiles (evangelio). La misión
profética de Jesús está prefigurada en Jeremías, el gran profeta de Anatot
durante el primer cuarto del siglo VI a.C, de cuya vocación y misión, en
tiempos de la reforma religiosa del rey Josías y luego durante el asedio y la
caída de Jerusalén, trata la primera lectura. Pablo, segregado desde el seno
de su madre, prolonga en el tiempo la misión profética de Jesús, poniendo el
acento en el amor cristiano, como el carisma que relativiza todos los demás y
que constituye la verdadera medida MENSAJE DOCTRINAL Características de la misión. Son varios los caracteres que los textos
litúrgicos resaltan, al tratar de la misión profética. Subrayo aquéllos, que
considero de mayor relevancia e incidencia en nuestro tiempo. 1. La misión viene de Dios. Es Dios quien dice a Jeremías: “Antes de
formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te
constituí profeta de las naciones” (Jer 1,5). Jesús en la sinagoga de Nazaret
no se atribuye a sí mismo la misión, sino que la lee ya profetizada en las
Escrituras, es decir, ya prevista por el mismo Dios. San Pablo, por su parte,
sabe muy bien que todo carisma proviene del Espíritu de Dios, máxime el
carisma por excelencia que es el del ágape. 2. Una misión en doble dirección. Por un lado destruir, por otro
edificar (Jer 1, 10). Por un lado, el anuncio: proclamar la Buena Nueva a los
pobres, por otro, la denuncia: ningún profeta es bien acogido en su tierra
(evangelio). Por un lado, la devaluación de todo sin la caridad, por otro, la
caridad como valor supremo (segunda lectura). Es la dinámica de la misión, y
es la dinámica de la vida cristiana, desde sus inicios hasta nuestros días. 3. Una misión universal. Jeremías es llamado por Dios a ser “profeta
de las naciones”; Jesucristo ha sido ungido por el Espíritu para ayudar a los
pobres, a los cautivos, a los ciegos, a los oprimidos, y para proclamar a
todos un año de gracia del Señor, es decir, un jubileo. Si Dios es creador y
padre de todos, todos son por igual objeto de su amor y de su redención. 4. Una misión con riesgos. El riesgo principal de que los
hombres no escuchen ni acepten el mensaje de Dios, comunicado por el profeta.
El riesgo también está en ser maltratado, considerado enemigo público, tenido
por aguafiestas y profeta de desventuras. La biografía de Jeremías está
entretejida con episodios de este género. Jesús estuvo a punto de ser
apedreado por los nazarenos, y Pablo vivió unas relaciones no poco tensas con
los cristianos de Corinto, cuando les escribió su primera carta. 5. Una misión sin temor y con la fuerza de Dios. Dios dice a Jeremías:
“No les tengas miedo... Yo te constituyo hoy en plaza fuerte, en columna de
hierro y muralla de bronce frente a todo el país”. Jesús, ante los nazarenos
que quieren despeñarle, nos dice san Lucas que, “abriéndose paso entre ellos,
se marchó”. ¡Qué valentía sobrehumana y qué poder de Dios en la actitud de
Jesús! ¿Y acaso no muestra Pablo una fuerza divina cuando antepone el ágape
cristiano a la ciencia, a la pobreza total, a las llamas, y a la misma fe? 6. Una misión que exige una respuesta. Puede ser una respuesta de
rechazo, como en el caso de Jeremías: “Ellos lucharán contra ti” (primera
lectura). Puede ser una respuesta doble, como en el caso de Jesús: por un
lado, asentimiento y admiración, por otro, indignación y deseo de despeñarlo
por un precipicio (evangelio). Y Pablo, en la segunda lectura, al proponer a
los corintios el carisma de la caridad, no hace sino pedirles que respondan
con generosidad a dicho carisma. SUGERENCIAS PASTORALES La misión cristiana, una provocación. Para el hombre, cualquiera que
sea su circunstancia, toda propuesta que venga de Dios es una provocación,
porque le saca de su rutina, de sus esquemas mentales, de su aurea
mediocridad. Jesús provoca a los nazarenos, al herir su orgullo por no hacer
en Nazaret los milagros realizados en Cafarnaún, y les provoca poniendo fin a
los privilegios judíos y además dando preferencia a los gentiles, sobre los
judíos, como sucede en los ejemplos que Jesús pone de Elías y Eliseo. El
ágape que Pablo propone a la Iglesia de Corinto es una provocación mayúscula
para aquellos griegos educados en el culto a la razón y al eros. Ser y vivir
hoy como cristiano es también provocar, pero se trata de una provocación
saludable. Hay que provocar inseguridad en la mentalidad, para que se realice
una verdadera conversión, cambio de mentalidad, metanoia. Hay que provocar
con la “debilidad” de todo hombre, para que adquiera relevancia y sentido en
toda vida humana la fuerza y el poder de Dios. Hay que provocar con las
baratijas de felicidad que los hombres compran en el supermercado de la
sociedad o de la cultura, para que abran los ojos a la auténtica felicidad
que está en Dios y que Dios nos da. Hay que provocar al hombre en sus miserias
y ruindades, para que tome conciencia de su grandeza
como imagen de Dios, como hijo de Dios. Si el cristianismo no provoca ni
sacude al hombre en su interior, es que ha perdido fuerza revulsiva y
mordiente, es que ha perdido su razón de ser en la historia. El ágape cristiano, medida de todo. Un grave y frecuente error del
hombre es confundir el contacto físico o la relación sexual, o el eros
sentimental, con el amor, con el ágape. El amor cristiano no es un momento
pasajero, epidérmico o sentimental, efímero como las hojas de otoño,
insatisfactorio como todo “juego” egoísta y frecuentemente sensual. El amor
cristiano reverbera corporal o sentimentalmente, pero su más pura esencia es
interior, espiritual, divina. El amor cristiano es una actitud del alma que
mide todo objeto, toda ciencia, toda relación, toda actividad, todo
acontecimiento. ¿Es el amor cristiano la medida de tus relaciones con los
demás, de tu vida familiar, de tu dinero, de tu trabajo o profesión, de tus
diversiones? ¿Es el amor cristiano, en tu parroquia o en tu diócesis, el
verdadero metro con que se miden todas las demás realidades parroquiales o
diocesanas? Si el amor es la medida de todo, la medida del amor es un amor
sin medida. ¡Cuánto queda todavía por hacer! QUINTO DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Dan 7, 13-14; segunda: Ap 1, 5-8 Evangelio: Jn 18, 33b-37 NEXO ENTRE LAS LECTURAS El misterio de la libre y gratuita elección de Dios permea las tres
lecturas litúrgicas. Isaías es elegido durante una acción litúrgica en el templo
de Jerusalén: “Oí la voz del Señor que me decía: ¿A quién enviaré? (primera
lectura). Pedro, por su parte, percibe la elección divina en medio de su
oficio de pescador: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”
(evangelio). Finalmente, Pablo evoca la aparición de Jesús resucitado, camino
de Damasco, a él, “el menor de los apóstoles... pero por la gracia de Dios
soy lo que soy” (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Un Dios libérrimo en la elección. Sólo un Dios libre puede apelar a la
libertad del hombre. Sólo si Dios es libre, se puede hablar de elección, no
de coacción. La Biblia entera testimonia la soberana libertad de Dios en
todas las cosas y en toda situación. Los textos litúrgicos atestiguan la
libertad divina en la elección de los hombres. Dios es libérrimo para elegir
a la persona que quiera: a Isaías, nacido en Jerusalén de familia acomodada,
posiblemente de estirpe sacerdotal; a Pedro, proveniente de Betsaida,
pescador en el lago de Tiberíades; a Pablo, oriundo de Tarso de Cilicia, con
título académico de rabino, por un tiempo perseguidor de la Iglesia de
Cristo. Dios es libérrimo para elegir en el modo y en el tiempo que desee: a
Isaías durante una liturgia en el templo de Jerusalén, mediante una teofanía
cúltica; a Pedro, sobre una barca, después de una pesca milagrosa, signo de
una presencia divina; a Pablo, en el camino hacia la ciudad de Damasco, con
el corazón ardiendo de odio por los cristianos. Isaías, Pedro, Pablo, tres
paradigmas de la libertad de Dios en la elección de los hombres para la gran
tarea de colaborar con Él en la redención de la humanidad. Elección y experiencia de Dios. En sus misteriosos designios Dios ha
querido unir la elección a una experiencia fuerte de Dios por parte del
elegido. Las formas de llevarse a cabo tal experiencia difiere de unos a
otros, pero la experiencia es común a toda elección. Esto significa que sólo
en esa experiencia profunda, según edad, circunstancia, educación y carácter,
el hombre puede caer en la cuenta de la elección divina. En esta experiencia
de Dios se percibe con una lucidez meridiana, por un lado, la distancia y
trascendencia de Dios, y, por otro, la indignidad del hombre. Isaías, por un
lado, entra en el misterio de Dios, Rey y Señor todopoderoso, por otro, se
siente perdido e impuro para ver y hablar de parte de Dios (primera lectura).
A Pedro, ante la grandiosidad de la pesca, sólo posible por el poder de Dios,
no le cabe otra reacción sino exclamar: “Apártate de mí, Señor, que soy un
pecador” (evangelio). La aparición de Jesús resucitado a Pablo le hace caer
del caballo a tierra, quedar ciego, humillarse ante el poder de Dios, y
finalmente recibir el bautismo de manos de Ananías. El Dios tres veces santo
no puede irrumpir en la historia sin que el hombre sea desquiciado de sus
seguridades humanas, y sea invitado a poner toda su confianza en el mismo
Dios. La única respuesta digna. El hombre, que Dios ha elegido, puede dar
diversas respuestas, pero digna de Dios y del hombre sólo hay una: la humilde
aceptación. Tenemos también en los textos litúrgicos de hoy tres paradigmas
diferentes de una única actitud: Isaías, a la pregunta de Dios: “¿A quién
enviaré?”, responde: “Aquí estoy yo, envíame”. Pedro, al escuchar a Jesús que
le llama a ser “pescador de hombres”, junto con sus compañeros de faena,
reacciona generosamente: “Dejaron todo y lo siguieron”. No menos generosa es
la actitud de Pablo, después del costalazo en la tierra y de haber oído la
voz de Jesús resucitado, él pregunta a su interlocutor: “¿Qué quieres que
haga?”. Luego, en la primera carta a los corintios (segunda lectura), al
recordar esa visión de Jesús, por un lado se considera el menor de los
apóstoles e indigno de llevar ese nombre, pero, por otro, está convencido de
que “he trabajado más que todos los demás; bueno, no yo, sino la gracia de
Dios conmigo”. SUGERENCIAS PASTORALES Un Dios necesitado de los hombres. En la historia de la salvación
aparece claro que Dios ha querido salvar a los hombres por medio de otros
hombres. El único Salvador es Dios, pero los hombres son sus manos para
distribuirla a todos los que la pidan, son sus labios para predicarla en las
miles de lenguas de nuestro planeta, son sus pies para llevarla a todos los
rincones de la tierra, sobre todo allí donde todavía no la conocen, aunque la
anhelen vivamente. ¡Es un gesto imponente de la condescendencia de Dios para
con la humanidad, de su infinito amor hasta rebajarse a ser mendigo del
hombre! Dios mendiga de ti, sacerdote o laico, religioso o voluntario, tu
ayuda. ¿Se la negarás? Mendiga de ti, joven, tu juventud para ofrecer su
salvación a los jóvenes del mundo, y quizás no sólo tu juventud, sino toda tu
vida para salvar al hombre, para liberarlo de sí mismo, para ennoblecer su
vida de hijo de Dios. Mendiga de ti, adulto, tu adultez, en el estado de vida
en que te halles, para que colabores con Él en la salvación de ti mismo, en
la salvación de quienes viven en tu entorno familiar, profesional, social,
cultural. Mendiga de ti, jubilado, anciano, tu tiempo, tu experiencia humana
y espiritual, tu sabiduría de la vida, para que la transmitas a los demás,
para que contribuyas a construir un mundo más humano y más cristiano.
¿Escucharemos los hombres el grito de Dios que pide nuestra ayuda? Libertad de Dios, disponibilidad del hombre. Dios apela libremente a
hombres dotados de libertad, una libertad que Él nos ha dado al crearnos y
que debemos ejercitar para ser idénticos, para ser verdaderamente hombres.
Dios no fuerza al hombre, ni lo hará jamás, a ser y comportarse como tal. El
hombre puede usar su libertad para degradarse como las bestias, para renegar
del mismo Dios que le dio la vida, para construir su existencia sobre el
egocentrismo, para vivir sin esperanza. Ese tal no está disponible ante la
libertad de Dios. Dios quiere que se realice como hombre, que se haga hombre,
y él no está disponible, prefiere revolcarse en el lodazal de los
cuadrúpedos. Dios se le propone como Señor de su vida, y él no está
disponible, anhela más bien ser él su propio dueño y señor. Dios le llama a
construir su existencia y su felicidad sobre la entrega, la donación de sí,
pero él no está disponible, no tiene oídos sino para las sirenas encantadoras
de su ego, que le atraen y sofocan en él todo altruísmo, toda humana
fraternidad. Dios quiere infundirle una esperanza de eternidad, de victoria
de la vida sobre la muerte, y él tampoco está disponible, está tan apegado al
tiempo y a la materia, que hasta considera impensable la eternidad, un más
allá del tiempo, una vida feliz con Dios y con los hijos de Dios en el cielo.
¿Qué puedo hacer para estar siempre disponible para Dios, para que también
otros estén igualmente disponibles? SEXTO DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Jer 17, 5-8; Segunda: 1Cor 15, 12.16-20; Evangelio: Lc 6,
17.20-26 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Parece entreverse en las lecturas una antítesis. Se contraponen la
bendición para quien confía en Dios a la maldición para quien confía en el
hombre (primera lectura, salmo responsorial). Lucas en el evangelio opone la
dicha de los pobres y hambrientos, de los que lloran y son odiados a los ayes
de los ricos y de los satisfechos, de los que ríen y de los que son alabados
por todos. Finalmente, en la segunda lectura, se da una contraposición entre
los que no creen en la resurrección de los muertos (algunos corintios) y los
que en ella creen, ya que Cristo ha resucitado (Pablo y toda la tradición
cristiana). MENSAJE DOCTRINAL Bendito quien confía en el Señor. La vida humana es un ejercicio
continuo de confianza. Los hijos confían en sus padres, los padres en los
hijos. El esposo confía en la esposa y viceversa. El alumno confía en el
maestro, y el viajero aéreo confía en el piloto del avión... En la vida
espiritual toda la confianza se ha de poner en Dios, porque esa vida es
completamente obra de Dios, los hombres son sólo colaboradores. Puedo confiar
en un sacerdote, pero en cuanto representa el poder, la bondad y la
misericordia de Dios; puedo poner mi confianza en una religiosa, en un
catequista, en la Palabra de Dios, en los sacramentos, pero no es tanto en
ellos cuanto en el Dios que a través de ellos me habla, en el Dios que me
comunican. Si pusiera sólo mi confianza en el sacerdote, religiosa,
catequista, Biblia, sacramentos, sin llegar hasta Dios, tarde o temprano esa
confianza se apagaría, quedaría decepcionado de todos ellos, mi vida perdería
su brújula y su rumbo, y comenzaría a ser juguete de mí mismo y del ambiente
que me rodea. La liturgia de hoy nos lo enseña mediante antítesis, a primera
vista desconcertantes, pero que tienen un único fondo: confianza en Dios o
confianza en los medios humanos. El pobre, el hambriento, el que llora y el
que es odiado, es llamado dichoso porque, al no tener seguridades humanas,
pone toda su confianza en el Señor (evangelio). La primera lectura nos dice
que el que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, su
follaje se conserva verde, y en año de sequía no deja de dar fruto. Es decir,
Dios le infunde constantemente vida, juventud, dinamismo, que fructifican en
buenas obras. Y ¿quiénes pueden creer en la resurrección de los muertos, sino
aquéllos que confían totalmente en que Dios ha resucitado a Jesucristo, como
primicia de quienes duermen el sueño de la muerte? (segunda lectura). “Maldito” el que confía en el hombre. Conviene aclarar que aquí no se
habla del hombre “como mediador” entre Dios y los hombres, sino que se
refiere a las cualidades, a las fuerzas y a las seguridades humanas, a los
medios humanos, sean los míos, sean los de otros. En el campo espiritual, el
poner la confianza en las “cosas humanas” termina en fracaso seguro. Por
ello, el rico, el satisfecho, el que ríe y el que es por todos alabado, es
llamado “maldito”, no porque sea rico, satisfecho..., sino porque pone su
seguridad en su riqueza, su satisfacción, su diversión, la alabanza humana;
es decir, confía en sí y en sus cosas, y no en Dios (evangelio). Igualmente,
el que confía en el hombre o en sí mismo es como un cardo en la estepa, seco
y sin fruto. O sea, una vida estéril, improductiva para el Reino de Cristo.
En la primera carta a los corintios, san Pablo habla de algunos que no creen
en la resurrección de los muertos. ¿Por qué no creen, sino porque confían
demasiado en los consejos de la sabiduría humana, de la propia inteligencia,
de la evidencia de los sentidos? SUGERENCIAS PASTORALES Una nueva escala de valores. Los valores son como el cimiento de una
vida. ¿Cuáles son esos valores que priman hoy en muchos hombres de nuestro
tiempo, en los que ponen, sino toda, casi toda su confianza? Un valor, por
ejemplo, es sobresalir por encima de los demás, batir records, entrar en el
libro de los Guiness. Los campos para sobresalir son muy variados: los
deportes, la música, la ciencia, la invención tecnológica, la literatura, la
medicina, incluso el crimen, o cualquier otra cosa de la vida real de los
hombres. Lo importante es sobresalir, llamar la atención, ser visto por los
demás, salir en la tele o en los periódicos. ¿Por qué no “sobresalir” en la
confianza en Dios? ¿Por qué no confiar más en Dios que en la propia
excelencia musical, científica, literaria, deportiva o delictiva? Otro valor de nuestra sociedad es la salud. La salud es un gran bien,
un don de Dios, pero no puede entronizarse como reina de toda actividad y de
todo otro valor. ¿Se puede sacrificar la conciencia a la salud? ¿Es digno del
hombre el “culto del cuerpo”, descuidando con ello el cultivo del espíritu?
¿Es tan importante la salud de una mujer que a ella se inmole la vida del ser
que lleva en sus entrañas? ¿Pero es que la salud es la única, la verdadera
fuente de toda felicidad? ¿Acaso no es un bien que se deteriora y se acaba?
¿No es la eutanasia la última consecuencia de una excesiva valoración social
de la salud? ¿Y qué sentido tiene, entonces, el dolor, la enfermedad, sobre
todo la crónica o la terminal? Confiar ciegamente en la salud es confiar en
un fundamento inconsistente. ¡Qué bellamente canta el salmista: “Confiaré en
el Dios de mi salud, de mi salvación”! Examinemos nuestros valores, aquello
en lo que ponemos nuestra confianza y seguridad en la vida. ¿Tendremos que cambiar
nuestra escala? ¿Habrá que hacer, tal vez, algún reajuste? Entre realidad y esperanza... La dicha, la felicidad de quien confía
en el Señor (los pobres, los hambrientos, los que lloran, los odiados por los
hombres...), ¿es una realidad ya aquí en la tierra o más bien una proyección
para la eternidad en el cielo? En pocas palabras: ¿Puede un hombre, que sufre
la pobreza, la enfermedad, el desprecio... ser feliz, si confía en el Señor?
La respuesta es claramente afirmativa. Hay millones de hombres y mujeres, en
los conventos y fuera de ellos, que viven al día, sin cuenta bancaria, “de la
limosna que reciben”, a quienes Dios hace felices en su pobreza.
Evidentemente, esa felicidad será siempre limitada, pequeña, en espera de la
felicidad de llegar a poseer eternamente a Dios, su verdadera riqueza. Hay
miles y miles de enfermos que sufren, algunos con dolores indecibles, a
quienes Dios les regala una sonrisa siempre fresca y estimulante. Claro que
la perfección de esa sonrisa tendrá lugar en el cielo, cuando puedan abrazar
definitivamente al Dios de su consuelo. Hay muchos seres humanos que han sido
calumniados, olvidados, vejados por sus hermanos, y no guardan rencor alguno,
y saben perdonar, y atesoran en su interior una paz y dicha inimaginables.
Paz y dicha que lograrán su coronamiento en la otra ribera de la vida, cuando
triunfe la justicia y la verdad... Parece claro que las bienaventuranzas
evangélicas no son sólo para vivirlas en “el más allá”; son una experiencia
que se vive entre la realidad y la esperanza. SÉPTIMO DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: 1Sam 26, 2.7-9.12-13.22-23; Segunda: 1Cor 15, 45-49;
Evangelio: Lc 6, 27-38 NEXO ENTRE LAS LECTURAS El punto de referencia de la liturgia de hoy parece ser la generosidad.
Generosidad de David para con Saúl, que le perseguía para matarlo, impidiendo
a Abisai darle muerte (primera lectura). Generosidad del cristiano para con
todos los hombres, incluso hasta llegar a amar a los “enemigos” (evangelio),
imitando de este modo la misericordia del Padre celestial. Finalmente,
generosidad de Jesucristo que, siendo espíritu vivificante por su
resurrección, nos hace a todos partícipes de su condición espiritual y
celeste (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL La lógica de la equivalencia. En la Biblia esta lógica aparece bajo
dos fórmulas diversas. La primera se sitúa en el orden de la justicia frente
al mal recibido. Es la ley del talión: “Ojo por ojo y diente por diente” (Ex
21, 24). Cuando fue formulada por primera vez significó un paso hacia
adelante desde la venganza, que pedía devolver el doble, a la justicia que
pedía equidad en devolver el mal recibido. Tal formulación no es cristiana,
pues Jesús nos enseña: “No devolváis mal por mal” (cf. Mt 5, 38-42).
Desgraciadamente, después de veinte siglos de cristianismo, hay no pocos
cristianos que siguen aplicando la ley del talión. La segunda formulación la
encontramos en el evangelio de hoy: “Tratad a los demás como queréis que
ellos os traten a vosotros”. En el Antiguo Testamento, esta “regla de oro” se
formula negativamente: “No hagas a nadie lo que a ti te desagrada” (Tb 4,15).
La formulación de san Lucas es positiva, y no se sitúa en el plano de la
justicia sino del amor. Es una regla muy buena, porque todos queremos para nosotros
lo mejor. Se podría, por ello, formular de esta otra manera: “Si tú quieres
ser tratado por todos de la mejor manera posible, trata tú a todos por
igual”. Es una formulación plenamente cristiana, pero todavía imperfecta e
incompleta. Imperfecta porque el punto de referencia es el yo, el hombre.
Incompleta, porque la expresión “los demás” se refiere, al menos en la
mentalidad de los contemporáneos de Jesús, a los judíos, y excluye, por
tanto, a los no judíos y también a los enemigos. La lógica de la equivalencia
en el orden del amor es cristiana, pero la radicalidad de nuestra fe supera
la lógica de la equivalencia y llega hasta la lógica del más. La lógica del más. En cierta manera, hay figuras del Antiguo
Testamento que viven en la lógica del más, aunque la formulación de esta
lógica sea propia de Jesucristo. La primera lectura, en efecto, expone un
gesto verdaderamente generoso de David para con el rey Saúl, que lo estaba
persiguiendo a muerte: Teniendo ocasión de acabar con él, no lo hace “por ser
Saúl el consagrado de Yahvéh”. La lógica del más la formula Jesús en términos
humanamente desconcertantes: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los
que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian”
(Lc 6, 27-28) y “Vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad
sin esperar nada a cambio” (Lc 6, 35). La mente humana pide odiar a los
enemigos, Jesús nos pide amarlos. La mente humana pide hacer el mal al que
nos odia, Jesús pide que le hagamos el bien. La mente humana pide maldecir al
que nos maldice, Jesús pide que le bendigamos. La mente humana pide reclamar
el préstamo que se ha hecho a alguien, Jesús nos pide que prestemos, aunque
no nos devuelvan lo prestado. La mente humana pide que devolvamos calumnia
por calumnia, Jesús nos pide que devolvamos por calumnia oración. ¡Aquí está
la esencia más pura del cristianismo! A esta escuela de cristianismo debemos
ir todos los cristianos, porque pienso que todavía nos quedan muchas
lecciones por aprender y vivir. En la segunda lectura nos hallamos en la
lógica del más, de la generosidad, pero en una dimensión nueva, la dimensión
de la eternidad. Cristo resucitado, vencedor de la muerte, nos prodiga a
nosotros la lógica del más, haciéndonos partícipes de su vida de resucitado,
es decir, otorgándonos el don de vencer la muerte y de entrar a vivir en un
mundo regido por la vida y por el Espíritu de Dios. Quien vive la esencia del
cristianismo, que es la caridad, tiene abiertas de par en par las puertas de
la nueva vida. SUGERENCIAS PASTORALES Para el cristiano no hay enemigos, sino hermanos. La ley vigente en el
cristianismo es la ley de la fraternidad. Todos somos hermanos, en el orden
de la creación, porque todos tenemos un mismo Creador y Señor, que nos ha
hecho a imagen y semejanza suya. Todos somos hermanos en el orden de la
Redención, porque a todos nos ha redimido Jesucristo mediante su sangre
derramada en la cruz, otorgándonos la gracia de llegar a ser hijos de Dios.
De esta fraternidad universal nadie está exento, y donde hay fraternidad no
puede haber enemistad. Hoy en día, hay hombres a quienes objetivamente
podemos llamar “enemigos”, en cuanto que se oponen o rechazan a los
cristianos, no les permiten practicar su fe ni difundir su doctrina, los
consideran enemigos del estado, aprovechan cualquier ocasión para criticar el
cristianismo, hacen mofa en privado o en público de signos sagrados para los
cristianos, etc.; pero subjetivamente, el cristiano no los considera
enemigos, son hermanos, y por eso los perdona, los exculpa, los ama, reza por
ellos. En definitiva, aplica el principio que nos enseña san Pablo: “No te
dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal a fuerza de bien” (Rom 12,
21). En la vida cotidiana familiar, parroquial, profesional, este principio tiene
innumerables aplicaciones y ocasiones para que se practique. Examínate. ¿Hay
alguien a quien consideres “enemigo”, porque te ha hecho una jugada sucia,
porque cambió de partido político o de equipo de fútbol, porque te ganó en un
puesto de trabajo mejor, porque piensa en ciertas cosas de manera distinta a
la tuya? Convéncete de que, por ser cristiano, no debes tener enemigos, sino
hermanos. La verdadera revolución de la historia. A lo largo de los siglos se
han realizado numerosas revoluciones: políticas, por ejemplo, el paso del
imperio romano al imperio de los “bárbaros”; sociales, como la abolición de
la esclavitud; económicas, como el paso de la revolución industrial a la
revolución electrónica; religiosas, culturales, artísticas, etc. Cada
revolución trae consigo un cambio de paradigma, de modelo en los modos de
vida y en los comportamientos de los hombres. Por encima de todas estas
revoluciones efímeras, devoradas lenta o rápidamente por el tiempo, subsiste
y persiste en la historia una revolución permanente, que es la cristiana. En
su esencia es una revolución auténtica y no superable, porque se ha realizado
y continúa realizándose con el Amor, verdadero motor de la historia y último
destino de la humana existencia. Quien sabe amar, quien no se cansa de amar,
revoluciona su “pequeña historia” de familiares, amigos, vecinos, compañeros
de club o de trabajo..., y, desde ella, revoluciona la gran historia de la
humanidad. Su nombre no aparecerá jamás en los grandes libros de la historia,
ni siquiera en los periódicos, pero con su amor está renovando continuamente
al hombre, está colaborando a la “revolución cristiana”. MIÉRCOLES de CENIZA Primera: Joel 2, 12-18; Segunda: 2Cor 5, 20-6,2; Evangelio: Mt 6,
1-6.16-18 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con
Dios”, nos exhorta san Pablo en la segunda lectura (2Cor 5, 20).
Reconciliación es palabra clave en la liturgia del miércoles de ceniza.
Reconciliación significa cambio “desde otro”, por ello, implica la conversión
a Dios y desde Dios, a la que llama el profeta Joel en la primera lectura:
“Volved al Señor, vuestro Dios”. Jesús en el evangelio interioriza las
prácticas religiosas y penitenciales del judaísmo: la limosna ha de ser
oculta; el ayuno, gozoso; y la oración, humilde. “Y el Padre que ve en lo
escondido, te recompensará”. MENSAJE DOCTRINAL La prioridad del corazón. Con el término corazón se quiere decir la
interioridad, no en oposición, sino como venero de toda acción exterior de
reconciliación y penitencia. Por ello, no hablamos de exclusividad, sino de
prioridad. Con una expresión muy lograda, el profeta Joel aboga por esa
prioridad: “Rasgad vuestro corazón, no vuestras vestiduras” (primera
lectura). Es evidente que el profeta no entiende la expresión en modo
excluyente, ya que en el versículo 15 continúa: “Promulgad un ayuno,
purificad la comunidad, entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes”,
acciones todas ellas exteriores. El texto evangélico pone ante nuestros ojos
a Jesús llevando al grado máximo de interioridad las tres prácticas típicas
de la religión judía - y podemos decir que de toda religión, incluida la
cristiana: 1) La limosna, que hoy podríamos traducir con caridad,
solidaridad, asistencia social, voluntariado, es decir, todas las formas
posibles de ayuda al necesitado. Jesús nos enseña el estilo propio de hacer
caridad: en secreto, sin ostentación alguna, buscando únicamente complacer a
Dios y llevar a cabo en el mundo su santísima voluntad. 2) La oración, es
decir, todo el conjunto de actividades espirituales que ligan al hombre con
Dios. Desde la santa Misa a la oración privada, desde la meditación a la
oración litúrgica, desde el sacramento de la penitencia a las diversas formas
de religiosidad popular. Para el cristiano lo que cuenta es que, cualquiera
que sea la actividad espiritual, sea un verdadero encuentro con Dios Padre en
la intimidad del corazón. 3) El ayuno, o sea, todo aquello que implique
renuncia de uno mismo, desprendimiento de sí para ganar en disponibilidad para
con Dios y para con el prójimo. Pueden ser los sacrificios voluntarios, las
pequeñas molestias de la vida de cada día, el asumir con decisión y coraje
las pruebas de la vida, la lucha constante y valiente contra las
tentaciones... Aquí lo importante es el gozo espiritual con que se afrontan
todas estas situaciones, un gozo que repercute en la actitud y en el
comportamiento para con Dios y para con los hombres. Ministros de reconciliación. “Somos embajadores de Cristo, y es como
si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros”, nos dice san Pablo en la
segunda lectura, y añade: “Ya que somos sus colaboradores, os exhortamos a
que no recibáis en vano la gracia de Dios”. San Pablo nos muestra la
dimensión eclesial de la reconciliación. Es Dios quien pone en el corazón del
hombre el don de la reconciliación (dejaos reconciliar por Dios), y es el
hombre el que lo acoge (o lo rechaza), pero la Iglesia es el instrumento
elegido por el mismo Dios para que nos esté recordando por medio de sus
ministros este don extraordinario, y es al mismo tiempo la mediadora querida
por Dios de toda reconciliación. Por eso, para la Iglesia es una exigencia de
su fidelidad a Dios tanto el predicar en todas partes y de todos los modos
posibles la reconciliación con Dios y entre los hombres, cuanto administrar
eficazmente esa reconciliación por medio del sacramento de la penitencia y
del perdón. La liturgia de hoy es una advertencia nítida a los obispos y
sacerdotes para que siempre estemos preparados para promover la
reconciliación, y disponibles para reconciliar al hombre con Dios y con sus
hermanos por medio del sacramento. SUGERENCIAS PASTORALES Globalizar la reconciliación. Con este término se trata de extender la
reconciliación a todos los hombres, en todas las latitudes y en cualquier
estrato de la sociedad. Como católicos, hemos de reconciliarnos primeramente
con nosotros mismos, con nuestra conciencia puesta delante de Dios y de su
voluntad. A la vez, hemos de buscar la reconciliación dentro de la misma
Iglesia católica, pues una persona o una comunidad no reconciliadas no podrán
tampoco reconciliar a otros. Bajo el impulso y la guía del Santo Padre y de
nuestros Obispos hemos de promover la reconciliación con todas las
comunidades cristianas separadas de la Iglesia católica: con nuestra oración,
con nuestro testimonio, con nuestra solidaridad, con nuestra ayuda material o
espiritual. Se ha de promover por igual la reconciliación con los miembros de
otras religiones (judíos, musulmanes, budistas, hinduistas...). Es probable
que dentro de nuestras mismas parroquias haya miembros de otras Iglesias
cristianas, o de otras religiones: habrá que comenzar por ellos el impulso y
el deseo de reconciliación. ¿Cómo? Tratando de realizar las formas que
nuestros obispos o párrocos nos señalan; pero además, el Espíritu inspirará a
cada uno otras formas concretas, personales o grupales de hacerlo. La
reconciliación global abarca otros sectores de la vida, además del religioso:
reconciliación del Norte más desarrollado y del Sur, que lo está menos, a
nivel mundial o a nivel nacional; reconciliación entre laicistas, no pocas
veces hostiles a todo sentido religioso, y creyentes, que a veces exageran
los comportamientos laicistas; reconciliación entre los emigrantes,
provenientes de países en guerra o en condiciones económicas mínimas, y los
habitantes de los países que los acogen; reconciliación en los estadios de
fútbol entre los hinchas de un equipo y de otro, del equipo nacional de
diversos países...Una cosa además quede clara: La globalización de la
reconciliación excluye cualquier consecuencia negativa. La reconciliación permanente. El fenómeno de la globalización reclama
una reconciliación permanente, en constante reciclaje. El hombre, las
comunidades humanas no se reconcilian de una vez para siempre, sino que
necesitan mantenerse en actitud continua de reconciliación. En la
reconciliación sucede lo que en el amor: si no se alimenta, se enfría, se
arrutina, y muere. Día tras día hay que renovar la actitud del alma hacia la
reconciliación, y hay que ejercitarse en actos de reconciliación, por
pequeños que sean, para mantenerla viva y para hacerla crecer. ¿Cuántas
ocasiones tienes al día de practicar la reconciliación? No lo sé, pero
seguramente más de una. No la dejes pasar. Aprovéchala. Para llegar a crear
en el alma una actitud de reconciliación se requiere haberla practicado, sin
cansancio, en muchas ocasiones. ¿Por qué no reflexionar, al final del día, si
has tenido alguna oportunidad de reconciliarte con Dios, porque le has
fallado en algo, o has sido menos generoso con Él? ¿si
has tenido alguna ocasión de practicar la reconciliación con los demás
(familiares, vecinos, emigrantes, cristianos de otras Iglesias, mendigos...)
y si la has sabido aprovechar? ¡Una reflexión que puede cambiar bastante tu
vida y la de tu entorno! Primer Domingo de CUARESMA Primera: Deut 26, 4-10; Segunda: Rom 10, 8-13; Evangelio: Lc 4, 1-13 NEXO ENTRE LAS LECTURAS No es difícil detectar en las tres lecturas de hoy una confesión de fe
o pequeño “credo”. El credo del pueblo israelita, profesado en el templo,
durante la fiesta de las Primicias: “Mi padre era un arameo errante... El
Señor nos dio esta tierra que mana leche y miel. Por eso, traigo las
primicias de esta tierra que el Señor me ha dado” (primera lectura). Las tres
respuestas que Jesús da a Satanás en el texto evangélico constituyen una
confesión de fe existencial por parte de Jesús: “No sólo de pan vive el
hombre”, “Adorarás al Señor tu Dios” y “No tentarás al Señor tu Dios”.
Finalmente, en la segunda lectura se encuentra una fórmula muy concisa y
antigua de profesión cristiana: “Jesús es el Señor”, a quien Dios ha
resucitado de entre los muertos. MENSAJE DOCTRINAL La confesión de fe de Jesús. En un momento tan existencial, como es la
tentación, y en unas circunstancias tan favorables para caer en ella, Jesús
sale vencedor mediante el recurso de la Palabra del Dios vivo. Ante la
primera tentación, de carácter material y económico (haz que estas piedras se
conviertan en pan), Jesús confiesa que hay bienes superiores al alimento y
que no se puede reducir al ser humano a un objeto de consumo, a un homo
oeconomicus, sin trascendencia. A los ataques diabólicos en el campo
político, invitándole a usar de medios ilícitos e injustos para ganar poder e
influjo (todos los reinos de la tierra te daré...), y a dejar al margen la
voluntad de Dios, Jesús confiesa con vigor que no está dispuesto a dejarse
engañar por la ambición de poder y que Dios es para él un absoluto sin más
(Adorarás al Señor tu Dios). Cuando, en la tercera tentación, Satanás le
ataca por el lado de la religión, citando la Sagrada Escritura e induciéndole
a pedir a Dios un milagro, Jesús declara abiertamente que el hombre nunca ha
de someter a prueba a Dios (No pondrás a prueba al Señor tu Dios). Las tentaciones
de Jesús (económica, política, religiosa) son las tentaciones del pueblo de
Israel en el desierto, y son las tentaciones de todo hombre. El pueblo de
Israel sucumbió a ellas, Jesús las venció, el hombre ha sido capacitado por
Cristo para vencerlas, si acepta el misterio de la Redención. La fe cristiana no es una serie de ideas, sino historia. El “credo”
que nos presenta la liturgia hodierna no está formado por unas ideas elevadas
sobre Dios, su esencia y sus atributos, o sobre la razón de ser del hombre y
del mundo en la mente divina. El “credo” del pueblo de Israel, de Jesús y de
la comunidad cristiana es un credo marcado por las vicisitudes históricas de
un pueblo, de un hombre-Dios, de una comunidad creyente. El credo de Israel
inicia con la historia de Jacob, un arameo errante, y de su descendencia,
conducidos por Dios, a lo largo de los siglos, hasta llevarlos a la tierra
prometida. Jesús, en su confesión ante las tentaciones, ¿qué hace sino
situarlas en las relaciones de la historia misma de Dios con su pueblo? El
credo del pueblo cristiano se funda en la historia de Jesús de Nazaret,
constituido Señor por su Padre, al resucitarlo de entre los muertos. Las
ideas no son para creerse sino para pensarse; la historia, cuando entra Dios
en ella, no ha de ser tanto objeto de reflexión cuanto de profesión de fe. Dos fidelidades que Dios quiere unidas. Los textos litúrgicos
manifiestan la estupenda fidelidad de Dios al hombre. En medio de las
oscuridades y de los “imposibles” de la historia, Dios caminó fielmente junto
a su pueblo en Egipto, en el largo errar por el desierto, hasta introducirlo
en la tierra prometida a Abrahán (primera lectura). Dios fue igualmente fiel
para con su Hijo, Jesucristo, ante los duros ataques del demonio, y ante la
tremenda derrota de la muerte (evangelio, segunda lectura). Dios quiere que a
esta fidelidad suya se una la fidelidad del hombre. Jesús unió su fidelidad a
la del Padre de un modo extraordinario. Los israelitas del desierto no
respondieron con la misma fidelidad. Al hombre, al cristiano de hoy, se le
ofrece la disyuntiva: ¿elegirá unir su fidelidad a la de Dios, como
Jesucristo? SUGERENCIAS PASTORALES Confesar la fe en un mundo tentador. La tentación es una compañera inseparable
de la vida humana. El tentador es uno solo, y tan orgulloso que no tiene
reparos en tentar al mismo Hijo de Dios. Las formas que adopta y los medios
que utiliza para tentar a los hombres van cambiando con los tiempos, las
costumbres, las culturas, aunque las tentaciones fundamentales son siempre
las mismas: tener, poder, saber, placer. En cualquiera de las tentaciones
imaginables se incluye alguno de estos ingredientes. La sociedad actual
ofrece al tentador un abanico de posibilidades numerosísimas. Digamos que las
formas y modos que el demonio tiene de tentar al hombre de hoy han crecido de
una manera geométrica, y el hombre ha sido en cierta manera sorprendido por
esta avalancha de tentaciones y con no poca frecuencia vive bastante
desguarnecido y desprotegido ante ellas. Como creyentes en Cristo, es un
honor para nosotros y una gran osadía confesar nuestra fe en medio de este
mundo tentador, que se ha propuesto olvidarla, ahogarla o marginarla entre
las cosas inútiles que uno no se atreve a abandonar del todo. Las tentaciones
provenientes del mundo serán para nosotros una ocasión importante para
confesar a Jesucristo, nuestro Dios y Señor, y, mediante nuestra confesión de
fe, vencer la tentación con la fuerza de Dios. No hemos de tener miedo a este
mundo tentador. “Ésta es la victoria que vence al mundo: vuestra fe”. No nos dejes caer en tentación. El cristiano, como cualquier otro ser
humano, es débil, y tiene además la conciencia de serlo. Pero le acompaña
también la conciencia de poseer una fuerza superior, que le viene de Dios.
Porque es débil, está convencido de que las acometidas del tentador pueden
derrumbarle. Porque cuenta con la fuerza de Dios, está seguro de que no hay
tentación, por poderosa que sea, que no pueda vencer. Por eso, el cristiano
pide varias veces al día en el padrenuestro: “No nos dejes caer en
tentación”. Obviamente se refiere a cualquier tentación, pero de modo
especial a la gran tentación que es la idolatría y la apostasía. El culto a
otros “dioses” o ídolos acecha al hombre actual fuertemente, porque en el
supermercado de la religión y de lo sagrado, junto a “productos” genuinos, se
dan muchos que son sucedáneos e inauténticos. También la apostasía es muy
tentadora en nuestro tiempo. Apóstata es quien reniega de la religión
cristiana. Hoy en día, formas light de apostasía podrían considerarse el
sincretismo religioso promovido en parte por la ignorancia y en parte por la
acentuación del sentimiento, el ateísmo práctico de quien se llama cristiano
pero vive como pagano, la actitud agnóstica de no pocos santones liberales y
laicistas, que ofician en el panteón de la diosa ciencia y del dios progreso
y les rinden culto. Como individuos, y como miembros de la Iglesia, recemos
con fervor todos los días el padrenuestro, y pidamos humildemente al Señor
que “no nos deje caer en tentación”. SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA Primera: Gén 15, 5-12.17-18; segunda: Fil 3, 17-4, 1 Evangelio: Lc 9,
28-36 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Sugiero como centro unificador de las lecturas el concepto de plenitud.
Jesucristo en el evangelio revela la plenitud de la Ley y de la Profecía
apareciendo a los discípulos entre Moisés y Elías; revela igualmente su
plenitud más que humana que resplandece en su ser resplandeciente y
transfigurado. En Jesucristo llega también a su plenitud la promesa
extraordinaria hecha a Abrahán (primera lectura). En la segunda lectura san
Pablo nos enseña que la plenitud de Cristo es comunicada a los cristianos,
ciudadanos del cielo, que “transformará nuestro mísero cuerpo en un cuerpo
glorioso como el suyo”. MENSAJE DOCTRINAL Jesucristo, plenitud sublime. Sabemos que el término “plenitud” es
relativo a la capacidad del objeto o de la persona a que se refiere. Por otra
parte, no es sólo un término con valor cuantitativo (capacidad de un vaso o
de una jarra), sino principalmente con valor cualitativo (plenitud del amor,
de la salvación...). Finalmente, el concepto de plenitud no está al margen de
la historia, sino que está íntimamente ligado a ella (plenitud de un ciclo
histórico, de un imperio...). Todo lo dicho nos proporciona una ayuda para
captar mejor lo que significa decir que Jesucristo es plenitud sublime. Ante
todo, su plenitud humana ha llegado al grado máximo en la transfiguración, en
la que el resplandor de la divinidad ha penetrado toda su humanidad, y una
voz del cielo le confiesa su “Hijo predilecto”. En esa misma experiencia de
la transfiguración, Jesús alcanza la plenitud de la revelación, concentrada
en dos figuras del Antiguo Testamento, representantes de las dos grandes
partes en que se dividía la revelación divina: la Ley o tradición escrita,
cuyo representante es Moisés, y la profecía o tradición oral, representada
por Elías. Jesucristo es el vértice hacia el que se orientaban tanto la Ley
como la profecía. Cristo es también la plenitud de la promesa hecha a
Abrahán: bendición, tierra, fecundidad. En efecto, el Padre nos ha bendecido
con toda clase de bendiciones en Cristo, nos ha hecho partícipes de un cielo
nuevo y una tierra nueva, ha hecho de nosotros un pueblo nuevo fecundado con
su sangre redentora. Jesucristo es, igualmente, plenitud de la historia. La
marcha de la historia ha llegado a la terminal en la vida histórica de Jesús
de Nazaret. Antes de su presencia histórica, todos los acontecimientos
marchaban y miraban hacia Él; después de su partida de este mundo, Jesús es
el portaestandarte de la historia y los hombres marchan tras él con la
conciencia de no poder sobrepasarle en su plenitud humana y divina.
Jesucristo, finalmente, llena con su plenitud no sólo la historia, sino
también el más allá de la historia. En efecto, la plenitud de Cristo, de la
que ya participamos en el tiempo por la gracia, nos inundará y nos dará la
plenitud correspondiente a nuestra capacidad de ser hijos en el Hijo. El
cielo en realidad no es otra cosa sino la plenitud de Cristo presente en cada
uno de los salvados. La plenitud de Cristo nos interpela. Interpela al mismo Abrahán,
porque la promesa y la alianza de Dios para con él sólo tendrá el
cumplimiento pleno en Jesucristo. Abrahán creyó en Dios, le obedeció y de
esta manera abrió las puertas de la historia a Cristo. Interpela a Moisés,
cuyo Decálogo anhela, por así decir, su plenitud en la Ley de Cristo,
coronamiento del decálogo y de toda ley humana. Interpela a Elías, el fiel intérprete
de la historia, como lo serán todos los verdaderos profetas, cuyo sentido más
genuino y definitivo será dado por Cristo desde el madero de la cruz y de la
salvación; Cristo, en efecto, no es un intérprete más de una parcela de la
historia, sino el intérprete último y definitivo de la historia, de toda la
historia humana. Interpela a Pedro, Juan y Santiago, a quienes fue concedida
una experiencia singular del misterio de Cristo en orden a su misión futura;
en ellos nos interpela a todos los discípulos y apóstoles. Interpela a Pablo
y a los cristianos que, habiendo sido elevados por Cristo a ciudadanos del
cielo, han de vivir en conformidad con lo que son, y no convertirse en
“enemigos de la cruz de Cristo”. Cristo, de cuya plenitud todos hemos recibido,
interpela a todo hombre, porque él es el hombre en plenitud y él es a la vez
la plenitud del hombre. SUGERENCIAS PASTORALES De su plenitud todos hemos recibido... La plenitud total de Cristo y
la participación de todo hombre a esa plenitud no se la han inventado ni el
Papa ni los obispos; forma parte de la revelación cristiana. Si a un budista,
a un judío, a un musulmán se le pidiese renunciar a parte de sus libros
sagrados, o a una doctrina que ellos consideran revelación divina, ¿cómo
reaccionarían? ¿Se puede renunciar a algo en lo que el mismo Dios está
comprometido? A nosotros, cristianos, se nos pide ser los primeros en mostrar
coherencia con la revelación cristiana, que abarca el Antiguo y el Nuevo
Testamento. Nosotros, cristianos, por coherencia con nuestra fe, hemos de ser
respetuosos con los creyentes de otras religiones, pero hemos de pedir
también a los no cristianos el respeto debido a nuestra fe. Sería una buena
iniciativa por parte de los cristianos explicar, de modo sencillo y
convincente, la pretensión cristiana de la plenitud de Jesucristo: qué es lo
que significa, cómo influye en la relación con las otras religiones, en qué
manera explica la salvación universal querida por Dios, cómo podemos
conocernos mejor unos a otros para evitar así malentendidos, confusión,
manipulación... Se habla de diálogo ecuménico, interreligioso, y esto es
estupendo, pero, es bien sabido que la base de todo diálogo no puede ser otra
sino el respeto de la persona y de la identidad del interlocutor. Digamos la
verdad cristiana con caridad, con respeto. Sólo entonces podrá comenzar el
diálogo auténtico y fructuoso con quienes busquen y amen la verdad. Una vida transfigurada. La experiencia de Pedro, Juan y Santiago duró
sólo un rato. Sus efectos, sin embargo, permanecieron a lo largo de toda la
vida. ¿No fue algo inolvidable y eficazmente transformante? En nuestra vida
ha habido y podrá haber momentos también de “transfiguración”, de experiencia
viva y gratificante de Dios. A veces esa experiencia de Dios se prolonga por
un tiempo o incluso una vida, pero con no poca frecuencia la intensidad con
que se ha experimentado a Dios pasa. Debe, sin embargo, dejar su huella. A
esta huella llamo yo “vida transfigurada”. En otras palabras, vida de quien
ha visto y ve el rostro de Dios en las realidades y acontecimientos de la
existencia. Ve el rostro de Dios en ese niño sonriente y activo, como lo ve
igualmente en ese otro pequeño minusválido. Mira a Dios en los ojos
transparentes de una joven limpia de alma, que ha consagrado a Dios su vida
entera; pero lo mira también en los ojos de una prostituta, obligada a ese
trabajo forzado para sobrevivir y sostener a sus padres y hermanos. Descubre
al Viviente en las especies del pan y del vino, no menos que en las chispas
de redención que saltan del pedernal de una conciencia endurecida y pecadora.
Todo está transfigurado, porque todo porta consigo de alguna manera la marca
original: made in God. TERCER DOMINGO DE CUARESMA Primera: Ex 3, 1-8.13-15; segunda: 1Cor 10, 1-6.10-12 Evangelio: Lc
13, 1-9 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Las lecturas de hoy nos describen algunos rasgos del Dios cristiano.
En la primera lectura Dios aparece como fuego que no se consume y se define a
sí mismo: Yo soy el que soy. El evangelio por su parte nos presenta un Dios
misericordioso que desea ardientemente la conversión del pecador, que sabe
esperar antes de intervenir con su justicia. El Dios cristiano es también un
Dios providente, que nos pone ante los ojos la historia de Israel para que
estemos atentos y nos mantengamos en pie (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Dios es fuego que no se consume. En la mentalidad antigua el fuego es
símbolo de poder y de fuerza divinos. En el Antiguo Testamento es además
símbolo de la presencia divina en la creación (el sol, el rayo...) y en el
entramado histórico de los hombres. Puesto que Dios es eterno, el fuego de su
presencia y de su poder no puede consumirse. ¡Qué hermosa manera de expresar
la cercanía constante de Dios para con Moisés y para con los descendientes de
Israel! La presencia poderosa de Dios entre los suyos, llega a plena
realización en el momento en que el Verbo mismo de Dios se encarna en el seno
de María y se hace en todo semejante al hombre, a excepción del pecado.
Jesús, durante su vida pública, dirá: He venido a traer fuego a la tierra y
¿qué es lo que quiero sino que arda?. Se trata del
fuego que es Dios mismo, en su misteriosa proximidad al hombre; un fuego, que
debe llamear, como una bandera enhiesta, en el corazón de la historia y de
cada ser humano. Dios se define a sí mismo como el que es. Yahvéh dice a Moisés: Dirás
a los israelitas: Yo Soy me envía a vosotros. El fuego de Dios no es
destructor, sino amigo y benefactor del hombre, en quien el hombre puede
poner su confianza. Sin excluir una posible interpretación esencial del
nombre divino revelado a Moisés, parece más apropiada, teniendo en cuenta el
contexto, una interpretación existencial. Como si Moisés dijera a los
israelitas en Egipto: Me manda a vosotros el Dios en quien podéis tener la
confianza y total seguridad de que os va a liberar. No sólo para los
israelitas en Egipto, sino también para los judíos en otras épocas de su
historia y para los cristianos en diversas ocasiones de estos veinte últimos
siglos, la situación puede aparecer desesperada. No hay horizontes, no hay
casi esperanza. ¿Quién podrá salvarnos? ¿Quién podrá sacarnos de esta
situación angustiosa? Dios ha repetido y seguirá repitiendo hasta el fin de
los tiempos las mismas palabras que hallamos en la primera lectura: Yo soy el
que soy. Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo Soy’ me envía a vosotros. La
confianza en estas palabras divinas renueva constantemente la historia. Un Dios que anhela la ‘conversión’ del hombre. Primeramente Moisés ‘se
convierte’ a Yahvéh y se pone en marcha hacia Egipto para llevar a cabo, de
parte de Dios, la liberación de los israelitas. Jesús en el evangelio nos
advierte que Dios no ama el castigo (los galileos asesinados en el templo y
los 18 jerosolimitanos muertos al desplomarse la torre de Siloé, no murieron
porque Dios los castigó), sino el arrepentimiento y la conversión. La
historia de Israel y la historia del cristianismo son para todos nosotros una
invitación fuerte a la conversión. Porque, como nos dice el evangelio, si no
os convertís, pereceréis. Un Dios paciente, que sabe esperar. Dios sabe que convertirse de
verdad no es fácil, ni cosa de unas horas o días. Porque conoce el interior
del hombre, Dios sabe esperar, no tiene prisas, cuando ve una disposición
sincera para la conversión. La parábola de la higuera, narrada por Jesús en
el evangelio, es de gran consuelo para el hombre débil, y no pocas veces
estéril en sus esfuerzos de conversión. Dios no sólo espera, además actúa en
la conciencia humana para que se convierta y dé frutos. ¿Será el hombre tan
ingrato ante tanta bondad y misericordia de Dios? Somos cristianos. No
olvidemos que con Cristo ha llegado la plenitud de los tiempos, como nos
recuerda la segunda lectura. Con la plenitud de los tiempos llega también la
plenitud de la paciencia divina. ¿La rechazaremos? Señor, líbranos de este
mal, el mal supremo. SUGERENCIAS PASTORALES Saber esperar al estilo de Dios. Un gran pecado del apóstol, del
cristiano comprometido, del misionero es o puede ser la impaciencia, la
incapacidad para esperar el momento de Dios. Un párroco, por ejemplo, puede
sentirse impaciente ante ciertas situaciones por las que pasa la parroquia:
padres que no bautizan a sus hijos, bautizos más sociológicos que religiosos,
parejas de hecho o casadas sólo civilmente, notable disminución de la
natalidad, ignorancia religiosa de los fieles, presencia activa y destructiva
de los Testigos de Jehová, desintegración familiar, disenso sobre ciertas
verdades de fe y de moral cristianas... ¿Para qué seguir, si son problemas
diarios en la vida de un párroco? Ante todo, conviene decir que junto a los
problemas existen hechos confortantes dentro de la misma parroquia: una fe
más madura y responsable, núcleos de vida cristiana renovada y floreciente,
presencia generalmente positiva de grupos y movimientos eclesiales, creciente
ayuda económica y moral a los más necesitados, etc. ¿No son estos hechos
signos claros de esperanza? Ante los problemas, que son muy reales, no perder
los estribos; mucho menos, gastar las propias energías en lamentarse,
impacientarse, mirar hacia el pasado... Hay que actuar, sí, actuar y saber
esperar. Actuar con fe y con amor, los medios más eficaces para cambiar la
vida de los hombres. Esperar, sin prisas y sin pausa. Jamás decaer en la
espera y esperanza. En la paciencia, nos dice Jesús, poseeréis vuestras
almas; en la esperanza encontraremos nuestra salvación y la de nuestros
hermanos. No cesar de predicar al Dios cristiano. Dios es uno solo, por eso el
Dios cristiano tiene rasgos comunes con el Dios en el que creen los judíos o
los musulmanes. A pesar de ello, hay también aspectos diferenciales, que de
ninguna manera deben ser callados. Hay que hablar del Dios presente y cercano
al hombre, del Dios misericordioso que sabe esperar... Y hay también que
hablar del Dios que, siendo uno, coexiste en tres personas, algo que
constituye el rasgo más diferencial de nuestra concepción cristiana de Dios.
Por otro lado, es verdad que hay que hablar de problemas morales, de cambios
de mentalidad, de laicismo y liberalismo ideológicos..., pero ¿no será algo
mucho más importante hablar de Dios? El cristianismo no es un sistema moral,
que implica una religión; el cristianismo es ante todo y sobre todo una
religión, una fe, de la que se deduce una moral, un modo de vivir y estar
presente en el mundo y en la sociedad. Puede ser que hablando más del Dios
vivo y verdadero, algo cambie también el modo de vivir y de pensar de
nuestros contemporáneos. ¡Acepta el reto! CUARTO DOMINGO DE CUARESMA Primera: Jos 5, 9.10-12; segunda: 2Cor 5, 17-21 Evangelio: Lc 15,
1-3.11-32 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Dejaos reconciliar con Dios”, he aquí una clave de lectura de los
textos litúrgicos de este domingo de cuaresma. En la primera lectura Dios se
reconcilia con su pueblo, concediéndole entrar en la tierra prometida,
después de cuarenta años de vagar sin rumbo por el desierto. En la parábola
evangélica el padre se reconcilia con el hijo menor, y, aunque no tan
claramente, también con el hijo mayor. Finalmente, en la segunda lectura, san
Pablo nos enseña que Dios nos ha reconciliado consigo mismo por medio de
Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. MENSAJE DOCTRINAL La iniciativa divina en la reconciliación. La palabra griega traducida
por reconciliación significa etimológicamente cambio desde el otro.
Reconciliarse quiere decir cambiar a partir del otro, en nuestro caso, a
partir de Dios. Es Dios quien reconcilia consigo al pueblo de Israel,
haciéndole atravesar el Jordán como si fuera un nuevo Mar Rojo, renovando con
él la Pascua y la Alianza como en el Sinaí, dándole como alimento no ya el
maná sino los frutos de la tierra que conquistarán y en la que
definitivamente se asentarán. Es el padre bueno de la parábola lucana quien
reconcilia consigo al hijo menor, abrazándole y besándole, y logrando de esta
manera que el hijo se reconcilie consigo mismo. Es también el padre bueno el
que toma la iniciativa de reconciliar al hermano mayor con el menor, pasando
por encima del pasado y valorando debidamente el arrepentimiento del corazón.
¿Y qué es lo que Pablo escribe a los cristianos de Corinto? Dios reconciliaba
consigo al mundo en Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres, y
nos hacía depositarios del mensaje de la reconciliación. Reconciliarse, en
definitiva, es decir a Dios: Gracias por haber dado el primer paso. Acepto tu
perdón, acepto tu amor. Reconciliarse mirando hacia el futuro. Reconciliarse con Dios
significa primeramente reconocer que algo no ha andado bien en nuestras relaciones
con Él en el pasado. Significa además que hay un interés en restablecer
buenas relaciones con Dios en el presente y para el futuro. Para los
israelitas del desierto pasar el Jordán significa dejar atrás un pasado de
rebeldía, de quejas, de inseguridad, y renovar con Dios la alianza de
fidelidad y la entrega a la conquista de la tierra prometida. Los dos hijos
de la parábola tienen que romper con los últimos años de vida, en las
relaciones con su padre y en sus mutuas relaciones, para poder entrar en el
futuro con la recobrada dignidad de hijos. La reconciliación del cristiano
con Dios mira al plazo de vida que le queda para hacer el bien, y se proyecta
sobre todo hacia la otra ribera de la vida. Y el mensaje de reconciliación
que Dios ha depositado en nuestras frágiles manos, ¿no es un mensaje que
hemos de hacer eficaz ahora en el presente y en el futuro que llama
continuamente a nuestra puerta? Me reconcilio en el presente, pero los
efectos de la reconciliación tienen que prolongarse en el futuro; sin esta
eficacia en el futuro, reconciliarse no deja de ser una palabra tal vez
bonita, pero hueca, sin repercusiones eficientes, y por consiguiente una
auténtica frustración. Cristo, paz y reconciliación nuestra. Cristo es el mediador último y
definitivo de la reconciliación con Dios. En el bautismo de Jesús las aguas
del Jordán son purificadas, y el nuevo pueblo tiene la posibilidad de
reconciliarse con el Padre. La vida de Jesucristo, sobre todo su muerte y
resurrección es el camino elegido por el Padre para reconciliarnos con Él y
con todos los redimidos. Sólo en Cristo y por Cristo logramos sentir la
fuerza salvadora de Dios, que nos quiere reconciliar consigo. Cristo es la
última palabra de reconciliación que el Padre dirige al hombre y al mundo.
Por eso, quien vive reconciliado con Dios en Cristo, es una nueva creatura.
Lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo, como nos recuerda san Pablo. El
pasado no cuenta; lo que importa ahora es el futuro, en el que llevar una
vida reconciliada con Dios y con los hombres; en el que ser verdaderos
evangelizadores de la reconciliación. SUGERENCIAS PASTORALES El largo camino de la reconciliación. Reconciliarse es hermoso, pero
puede llegar a ser duro y difícil. Pide un cambio, y como todo cambio en la
vida exige romper esquemas hechos, dejar caminos trillados, abrir nuevas
brechas, roturar nuevos campos. En definitiva, salir de nuestra dulce
comodidad y rutina, y lanzarnos a vivir día tras día en la ruta nueva que
Dios nos va trazando, ruta de donación y amor desinteresados. Reconciliarse
con Dios, reconciliarse con los demás, implica estar dispuesto a mirar el
pasado con ojos de arrepentimiento y a dejarlo sin miramientos, por más que
nos siga siendo atractivo. Para reconciliarse de verdad con Dios y con
nuestros hermanos, no basta acudir al sacramento de la reconciliación,
recibir el perdón de Dios y... ¡santas pascuas! Esto es sólo el comienzo.
Ahora sigue el trabajo diario y constante por arrancar del alma las causas
profundas, a veces muy ocultas, del distanciamiento, de la desavenencia y de
la lejanía de Dios, y cualquier signo de ellos en nuestra conducta. Ahora
viene la labor tenaz por conquistar nuestro corazón y nuestra vida para el
amor, la concordia, la avenencia y la armonía filiales para con Dios y fraternas
para con los hombres. Todo hombre, si es sincero consigo mismo, se da cuenta
de que está necesitado, en un mayor o menor grado, de reconciliación.
Reconcíliate tú primero, y luego ayuda a los demás a conseguir una auténtica
reconciliación. Una Iglesia reconciliada y reconciliadora. El Papa nos ha enseñado con
su ejemplo a no tener ningún reparo en pedir perdón. La Iglesia es santa,
pero sus hijos somos pecadores. Y los pecados de los hijos dejan huella en el
rostro de la Iglesia. Por eso, el sacerdote, en nombre de la Iglesia y como
representante suya, cada día en la santa misa la reconcilia con Dios. Por
otra parte, la Iglesia, en cuanto comunidad de los
que creen en Cristo Señor, es muy consciente de las divisiones y de los
contrastes, de las diferencias y desarmonías doctrinales y prácticas que
bullen en su seno. Se han dado algunos pasos en el camino de la
reconciliación. Quedan muchos todavía. Hay que seguir avanzando en la
reconciliación entre diversas comunidades eclesiales, entre los miembros de una
misma comunidad eclesial, entre diversas órdenes, congregaciones o institutos
religiosos, entre diversas diócesis... Sólo una Iglesia reconciliada
verticalmente con Dios y horizontalmente con sus hermanos en la fe, podrá ser
fermento de reconciliación en la sociedad. ¿Vives reconciliado con Dios? ¿Es
tu parroquia una parroquia internamente reconciliada? ¿Eres agente de
reconciliación en tu familia y en el ambiente de trabajo? QUINTO DOMINGO DE CUARESMA Primera: Is 43, 16-21; segunda: Fil 3, 8-14 Evangelio: Jn 8, 1-11 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Mirad, voy a hacer algo nuevo (Is 43, 19). La novedad es sin duda uno
de los puntos salientes de los textos litúrgicos de hoy. El profeta en
lenguaje poético, lleno de imágenes sorprendentes y audaces, evoca un nuevo éxodo
y una nueva liberación (primera lectura). La mujer adúltera, que trata el
evangelio, descubre en la actitud de Jesús una novedad nunca vista, que la
libera y transforma. Pablo de Tarso se confronta con la absoluta novedad del
misterio de Cristo, y por eso todo lo tiene por basura con tal de ganar a
Cristo y vivir unido a él (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL La vieja novedad de Dios. Algo nuevo puede hacerlo quien tiene en sí
la fuente de la novedad. Un poeta tiene en sí la fuente de la poesía, y por
eso puede en cualquier momento ser poéticamente creativo. Un genio político
puede sorprendernos con su creatividad en cualquier momento de su vida. Un
hombre carismático del espíritu puede poner en juego su carisma, incluso
cuando menos se pudiera esperar. Esto que acontece con hombres
extraordinariamente dotados, ahonda sus raíces en Dios mismo, la novedad por
excelencia y fuente de toda novedad. En la historia de Israel la novedad
divina no se ha agotado en el gran acontecimiento del Éxodo. Siete siglos
después del Éxodo egipcio Dios mueve los hilos de la historia para crear una
nueva situación y hacer volver a Jerusalén a los desterrados en Babilonia
(primera lectura). Para la pobre mujer sorprendida en adulterio y condenada a
la lapidación, debió ser una gozosa novedad la actitud de Jesús para con
ella: “¿Nadie te ha condenado?... Tampoco yo te condeno”. No menos novedosa
debió de ser para los acusadores de la adúltera el comportamiento de Jesús:
“Quien de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra... Al oír esto
se marcharon uno tras otro, comenzando por los más viejos...” (Evangelio).
¿Quién es éste que se atreve a ponerse por encima de la ley de Moisés? A
nuestros oídos, finalmente, suena bastante conocido eso de “la novedad
cristiana”. Pablo, que la ha experimentado hasta el fondo, la resume así:
conocer a Cristo (conocimiento que es fruto de la experiencia de fe),
experimentar el poder de su resurrección, compartir sus padecimientos y morir
su muerte, alcanzar así la resurrección de entre los muertos (segunda
lectura). Se puede decir que la historia de la salvación se resume en la
historia de las nuevas intervenciones de Dios en vistas siempre de la
salvación de los hombres. La novedad divina no parte de cero. Es verdad que ninguna novedad religiosa,
política, social o económica parte de cero. Lo nuevo hunde sus raíces en lo
antiguo, sin destruirlo, pero asumiéndolo en modo creativo. Una novedad sin
raíces se seca y desaparece en poco tiempo. Lo nuevo para que sea fecundo
tiene su paternidad en la historia. Tampoco Dios, en las nuevas maravillas
que va realizando con el correr de los años y de los siglos, actúa desde
cero. Si así fuera no podríamos hablar de una historia de la salvación, sino
de acciones puntuales de Dios, desligadas unas de otras, intervenciones de un
Dios francotirador que actúa a impulsos, al margen de todo plan. Por eso
Isaías ve en la nueva intervención de Dios en favor de los desterrados de
Israel en Babilonia no una novedad absoluta, sino un nuevo éxodo,
estableciendo así una pasarela entre el pasado y el presente. Jesús con su
comportamiento no liquida sin más la ley mosaica, sino que se sitúa por
encima de ella y la interpreta en su verdadero sentido: “Vete y no vuelvas a
pecar”. Las acciones nuevas SUGERENCIAS PASTORALES Sin miedo a la novedad de Dios. El cristianismo desde sus mismos
orígenes ha experimentado una sana tensión entre el pasado y el futuro, entre
lo nuevo y lo viejo, entre la tradición y el progreso. Aquéllas formas de
vida cristiana que logren mantener ambos polos de la tensión serán
auténticas. Aquellas otras que, de tal manera acentúen uno de los polos que
pierdan el equilibrio, caminan por un sendero equivocado. No tengamos miedo
en modo alguno a la tradición, pero tampoco al progreso, a la novedad que
Dios va creando en cada período de la historia. La novedad, si es de Dios,
trae consigo siempre una superación de lo ya existente. La tradición, si es
auténtica, da peso y solidez a las nuevas aportaciones. El cristiano es “como
un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mt 13, 52).
Dos ejemplos de novedad en nuestro tiempo: la inculturación, los movimientos
eclesiales. Son, en efecto, fenómenos nuevos, pero que “vienen de lejos”. San
Pablo es, en cierta manera, el primer campeón de la inculturación del
Evangelio en categorías y mentalidad helenísticas. No cabe duda de que cada
época histórica ha debido realizar esa misma labor, hasta nuestros días. Una
mayor conciencia del pluralismo cultural, hoy vigente, y el desafío de
iluminar con el Evangelio culturas ancestrales ajenas al cristianismo,
infunden al proceso actual de inculturación un nuevo rostro. Por otra parte,
los movimientos arraigan por igual en los orígenes del cristianismo. Los
estudios sociológicos del Nuevo Testamento han mostrado que sea Jesús de
Nazaret, sean los primeros cristianos fueron en gran parte predicadores
itinerantes, al estilo de los filósofos populares contemporáneos. En la
espiritualidad de muchos movimientos eclesiales se halla la intención de
“volver a las fuentes”, “volver a los orígenes del cristianismo”. Sí,
sociológica y canónicamente los movimientos eclesiales son algo nuevo en la
Iglesia, pero su ascendencia no es de ayer. En la entraña misma del
cristianismo está presente la osadía de insertar los nuevos esquejes en el
viejo tronco. La novedad siempre nueva. Las novedades humanas, como todas las cosas
de este mundo, tienen su ciclo vital desde el nacimiento a la muerte. Son
novedad, y dejarán de serlo. Por vía de extinción o de desgaste y decaimiento.
La moda es como el escaparate en que se presenta la fugacidad de las
novedades humanas. Pero hay una persona, Jesucristo, que lleva la novedad
dentro de sí, que es novedad siempre presente sin desaparecer en el pasado y
sin perderse en el futuro: Jesucristo, la novedad absoluta, “ayer, hoy y
siempre”. Vive, eternamente joven, con la vida de quien definitivamente ha
derrotado a la muerte. Vive, infundiendo una pujante fuerza de novedad, en
quienes le abren su corazón y asimilan su estilo de vida. Verdaderamente
Cristo es en todo momento de la historia el Hombre Nuevo, que tiene el mismo
mensaje eterno de Dios, pero siempre nuevo y renovador del hombre. ¿Por qué a
veces los cristianos somos o nos creemos viejos? Sé siempre nuevo, siguiendo
los pasos del Hombre Nuevo. DOMINGO DE RAMOS Primera: Is 50, 4-7; segunda: Fil 2, 6-11 Evangelio: Lc 22, 14 - 23,
52 NEXO ENTRE LAS LECTURAS ¡El dolor! Realidad histórica y designio de Dios. Aquí está el centro del
mensaje del Domingo de Ramos. El Siervo de Yahvéh (primera lectura) sufre
golpes, insultos y salivazos, pero el Señor le ayuda y le enseña el sentido
del dolor. San Pablo, en el himno cristológico de la carta a los filipenses
(segunda lectura), canta a Cristo que “se despojó de su grandeza, tomó la
condición de esclavo”. En la narración de la pasión según san Lucas, Jesús
afronta sufrimientos indecibles e incontables, a la manera de un esclavo,
pero sabe que todo está dispuesto por el Padre y por ello confía al Padre su
espíritu. MENSAJE DOCTRINAL Cristo, varón de dolores. El sufrimiento de Cristo puede medirse
cuantitativamente, y ya así es enorme. El valor supremo del dolor de Cristo
radica sobre todo en su cualidad. Cualidad que se basa sobre tres pilares:
Jesús es el hombre perfecto, que experimenta y vive el sufrimiento con
perfección; Jesús es el Hijo de Dios, y por tanto es Dios mismo quien sufre
en Él; Jesús es el redentor del mundo y del hombre, que asume el dolor
inyectando en él la potencia salvífica de Dios. Por eso, en la vida de
Cristo, sobre todo en los acontecimientos de su pasión y muerte, el dolor es
una realidad histórica, pero también mística, es solidaridad con el hombre, y
a la vez juicio y justificación del hombre pecador, o sea, misterio de
salvación. El relato de la pasión según san Lucas nos lleva como de la mano a
la contemplación orante de Cristo en los diversos episodios de este misterio
de dolor: Contemplamos el dolor contenido, discretamente manifestado, de
Jesús en el Cenáculo ante la traición de Judas (Lc 22, 22) o frente a la
discusión inoportuna de los discípulos sobre rangos y primeros puestos (Lc
22, 24ss). Vemos el dolor intenso, extenuante y extremo en Getsemaní, hasta
el punto de derramar gotas de sangre a causa de la soledad, del abandono de
los hombres y de su mismo Padre, el peso del pecado del mundo. Repasamos
interiormente el dolor inefable del amor renegado por Pedro, el dolor
dignísimo del amor burlado por la soldadesca entre blasfemias y bajezas, el
dolor noble del inocente condenado por los jefes del pueblo y por el poder
dominante, el dolor sagrado y puro por la deshonra que le ha sido infligida
al ser pospuesto a un criminal, el dolor físico de los clavos traspasando sus
manos y sus pies, y el último dolor de la agonía. Cristo “varón de dolores y
familiarizado con el sufrimiento”. Cristo que recoge en su cuerpo y en su
alma, como en un cuenco, todo dolor y toda pena. Cristo no está solo en su dolor. Ya el Siervo de Yahvéh, figura de
Cristo, tiene la seguridad de que, en medio de sus dolores, “el Señor le
ayuda” (primera lectura). En Getsemaní el Padre le envía un ángel, no para
librarle del dolor, sino para confortarlo (cf. Lc 22,43). Camino del Calvario
le acompaña un grupo de mujeres, “que se golpeaban el pecho y se lamentaban
por él” (Lc 23, 27). Crucificado a la derecha de Jesús está el buen ladrón,
que reprende a su compañero de crímenes y proclama la inocencia de Jesús:
“Éste no ha hecho nada malo”. A lo largo de la pasión Jesús ha sentido sea el
abandono del Padre sea su íntima e inefable compañía y proximidad, y por eso
puede exclamar antes de expirar: “Padre, a tus manos confío mi espíritu”. La
glorificación del dolor de Cristo –y la consiguiente solidaridad con él– la
señala san Lucas después de su muerte mediante la confesión del centurión:
“verdaderamente este hombre era justo”, mediante el arrepentimiento de la
multitud que “volvía a la ciudad golpeándose el pecho” y sobre todo mediante
el anuncio a las mujeres que han acudido al sepulcro: “No está aquí. Ha
resucitado”. La segunda lectura subraya la cercanía de Dios a Cristo
obediente hasta la muerte con términos de exaltación: “Le dio el nombre por
encima de todo nombre”. Ni Dios ni el hombre dejaron a Cristo solo en el
dolor. Esta afirmación es válida para todo hombre. El hombre, al igual que
Jesús, encontrará en los hombres la causa de su dolor, y en ellos hallará
también la presencia amiga y el consuelo solidario. SUGERENCIAS PASTORALES El dolor, un tesoro escondido. El hombre actual tiene miedo del dolor.
Quisiera eliminarlo, arrancarlo de la vida humana, e incluso de la vida
animal. Parece como si el dolor fuera solo mal, un mal abominable, un agujero
negro en el gran universo humano que devora todo lo que entra en su campo de
acción. Parece como si la gran batalla de la historia actual fuera contra el
dolor en lugar de por el hombre. Hay que reflexionar sobre esto, porque a
veces resulta que logramos destruir el dolor, pero de tal manera que
destruimos también algo del hombre. Los padres, para que sus hijos no sufran,
no les niegan nada, les dejan hacer todos sus caprichos, pero... ¿no están de
esta manera perjudicándolos a largo plazo? A los ancianos, a los enfermos
terminales se les amortiguan los dolores con medicinas que les hacen perder
en gran parte la conciencia. ¿No se les hace perder así libertad y nobleza de
espíritu ante el dolor? No abogo por el sufrimiento en sí, es necesario
aliviarlo lo más posible, abogo por la asunción humana del sufrimiento. No
son infrecuentes los casos de jóvenes y adultos que ante el fracaso escolar o
profesional, ante una decepción amorosa, ante un escándalo de corrupción,
prefieren acabar con la vida, a enfrentarse con el rostro doloroso de la
situación. ¿Por qué? No se conoce, no se ha descubierto el tesoro escondido
en el dolor. Para el hombre es un tesoro escondido de humanización. Para el
cristiano es un tesoro escondido de asimilación del estilo de Cristo, de
valor redentor. Juan Pablo II ha tenido la osadía de hablar del Evangelio del
sufrimiento, ciertamente del sufrimiento de Cristo, pero, junto con Él, del
sufrimiento del cristiano. Estamos llamados a vivir este Evangelio en las
pequeñas penas de la vida, estamos llamados a predicarlo con sinceridad y con
amor. Consuelo en el dolor. La medicina en nuestros días está descubriendo
que la presencia amiga junto al lecho del enfermo puede aliviar el dolor más
que una inyección de morfina. Hay una relación estrecha entre el alma y el
cuerpo, y el consuelo espiritual de una cercanía suaviza los más terribles sufrimientos.
Las obras de misericordia espirituales (instruir, consolar, confortar, sufrir
con paciencia...) y corporales (dar de comer al hambriento, dar techo a quien
no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos,
enterrar a los muertos...), son formas tradicionales de ayudar al hombre en
su dolor. Son formas que continúan siendo válidas e indispensables. Junto a
ellas surgen y surgirán nuevas formas según las necesidades de nuestro
tiempo. Lo que importa es tener conciencia de que como cristianos hemos de
acompañar a los hombres en su dolor, hemos de ser solidarios con sus penas,
hemos de aliviar con nuestra cercanía y nuestro conforto sus sufrimientos.
¿No es una buena forma de alivio el enseñar a los que sufren a dar sentido y
valor a sus sufrimientos? JUEVES SANTO Primera: Ex 12, 1-8.11-14; segunda: 1Cor 11, 23-26 Evangelio: Jn 13,
1-15 NEXO ENTRE LAS LECTURAS El Jueves santo es un canto a la liberación.
En él celebramos la Pascua cristiana: el paso liberador de Dios por la historia
mediante la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, conmemorada en la
celebración de la Eucaristía (segunda lectura). La Pascua cristiana revive y
perfecciona otra pascua, otra liberación, llevada a cabo por Dios mediante su
siervo Moisés: la liberación de los israelitas de la esclavitud egipcia
(primera lectura). El texto evangélico nos sitúa ante una liberación
interior, la liberación de nuestro egoísmo para ser libres y servir a
nuestros hermanos, siguiendo el ejemplo de Jesucristo. MENSAJE DOCTRINAL Liberación, palabra evangélica. La palabra liberación tiene su
contrapartida en el término esclavitud. Cuando un individuo, un grupo humano,
una nación grita por la liberación, quiere decir que sienten en carne propia
el peso opresor de alguien que los esclaviza. En la Biblia, que es revelación
de Dios en la historia y por la historia, no está ausente esta realidad y
experiencia tan humana. Fijándonos en la primera lectura, nos damos cuenta de
que el rito de la Pascua, como lo celebraban los antiguos israelitas,
rememora un momento histórico dramático y estupendo. Dramático, porque
recuerda a todos la dura experiencia de la esclavitud en Egipto; estupenda,
porque, en virtud del poder de Yahvéh, han sido arrancados de la esclavitud.
El modo de comer el cordero: La cintura ceñida, los pies calzados, bastón en
mano y a toda prisa, señala la irrupción liberadora de Dios y la colaboración
humana con la extraordinaria e inesperada acción de Dios. Israel, como
pueblo, reconoce que Dios se ha acordado de su estado de oprimidos, y ha
intervenido eficazmente como liberador. La segunda lectura también trata de
la pascua, pero ahora ya no es la pascua judía, sino la pascua cristiana,
como era celebrada en la Iglesia apostólica. El bautizado es consciente de
que ha pasado de la esclavitud a la libertad, gracias a la Pascua de Cristo.
Cada domingo, cuando los cristianos se reunían para celebrar la Eucaristía,
rememoraban y revivían, como individuos y como Iglesia, el evangelio de la
libertad, “la libertad con la que Cristo nos ha liberado”. Una liberación, no
de una opresión física como en la primera Pascua, sino de la opresión
espiritual, que es el pecado y el imperio por él instaurado. Por la Pascua de
Cristo, el bautizado ha pasado del reino de las tinieblas opresoras al reino
de la luz liberadora. En el evangelio Jesús completa la enseñanza sobre la
liberación, indicándonos su finalidad: Liberados y libres para poder servir
al hombre. La liberación evangélica, para ser tal, estará destinada al
servicio, sobre todo de los más necesitados. Un servicio tras las huellas de
Cristo, que, ejerciendo la función de padre de familia, se hace siervo y se
pone a lavar los pies a sus discípulos, para que ellos aprendan a hacer lo
mismo. Bautismo y Eucaristía, sacramentos de libertad. Por el bautismo el
hombre es sumergido en la Pascua de Cristo, es decir, en el paso liberador de
Cristo por su existencia. Sólo el hombre liberado puede celebrar y participar
en la Eucaristía, sacramento de los hombres libres. Tal vez en el lavatorio de
los pies de los apóstoles (evangelio) haya una cierta nota bautismal. ¿No
dice Jesús: El que se ha bañado sólo necesita lavarse los pies, porque está
completamente limpio; y vosotros estáis limpios, aunque no todos? Limpios,
libres de todo pecado, pueden participar a la Pascua del Señor. San Pablo
recoge en la segunda lectura las palabras de Jesús: Haced esto en memoria
mía. La Pascua de Cristo no es un hecho del pasado, se revive en el presente,
siempre que los cristianos se reúnen para celebrar la Eucaristía. Es decir,
para celebrar a Cristo que nos dice: “Te ofrezco mi vida para liberar la tuya
de todo lo que te impide ser libre. Te ofrezco mi cuerpo y mi sangre como
alimento para que no desfallezcas en tu lucha por la libertad”. El hombre ha
buscado la liberación y la libertad por muchos caminos, no pocos de ellos
equivocados. Hoy como ayer el modelo cristiano se presenta como camino
verdadero de libertad. SUGERENCIAS PASTORALES La Eucaristía, o sea, la fiesta de la libertad. El catecismo de la
Iglesia católica enseña que la Eucaristía es fuente y cima de toda la vida
cristiana y añade que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es
decir, Cristo mismo, nuestra Pascua (CEC 1324). Me pregunto qué es ser
cristiano. Y, entre otras muchas respuestas, encuentro ésta: “Ser libre para
amar a Dios y al prójimo”. Me pregunto quién es Cristo, todo el bien
espiritual de la Iglesia. Y me viene en seguida a la mente una respuesta muy
conocida: El Redentor del hombre, el liberador de la humanidad. La Eucaristía
es pluridimensional: es sacrificio, banquete pascual, memorial, acción de
gracias... Junto a estas dimensiones irrenunciables hay que situar ésta otra:
fiesta de la libertad. Digámoslo con un raciocinio lógico: Ser cristiano es
ser libre, la Eucaristía es la fuente y cima del ser cristiano, luego la
Eucaristía es la fuente y cima de la libertad. Celebrar la Eucaristía es
celebrar la libertad cristiana, que por su misma naturaleza es libertad
integral. La libertad integral radica y se desarrolla en la libertad
interior. Es decir, libre del pecado, libre del ego, libre de cualquier
condicionamiento psíquico o moral. Ésta es la libertad que principalmente
celebramos en la Eucaristía. Pero no exclusivamente, porque la libertad tiene
que hacerse visible, encarnarse en hechos y realidades circunstanciales de la
vida. Libres para ayudar a una persona necesitada; libres para decir la
verdad sin miedos, aunque con prudencia; libres para hacer el bien aunque no
te lo agradezcan; libres para dar testimonio públicamente de la propia fe...
¿Acaso no ha sido la Eucaristía, para tantas santas y santos, la fuente de
esta gran libertad de espíritu? Cuando la comunidad cristiana se reúne en
torno a Cristo en la Eucaristía lo hace como comunidad libre que quiere
seguir creciendo en libertad. La Eucaristía, fuerza de la libertad. Cuando en la santa misa
recibimos la Eucaristía nos alimentamos con Cristo mismo, fuente y modelo de
la libertad cristiana. Por eso, un cristiano que quiera llegar a ser
verdaderamente libre siente la necesidad de comulgar con frecuencia. La
tentación de la esclavitud acecha continuamente al hombre, a veces de modo
muy seductor. La Eucaristía nos ayuda a romper el encanto de la tentación, a
reforzar nuestra decisión de seguir a Cristo, el amante y el promotor de la
libertad. ¡Absurdo el solo pensar que la comunión es para beatas! ¡Cuánto
daño hacen a los cristianos ciertas etiquetas! Aquí
encuentran también un motivo más las visitas eucarísticas. Cuando la libertad
individual, política, social, religiosa... está en peligro, ¿a qué puerta
llamar, sino a la puerta del sagrario donde Cristo nos está esperando para
infundirnos ánimo en nuestra tarea de hacer vencer a la libertad? En la
educación de las nuevas generaciones cristianas, creo que aprovecharía mucho
el insistir más en la eucaristía, y menos en modas pastorales, que hoy son y
mañana no parecen. Viernes SANTO Primera: Is 52, 13 - 53, 12; segunda: Heb 4, 14-16 Evangelio: Jn 18, 1
- 19, 42 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Solidaridad en el dolor. La figura del Siervo de Yahvéh carga sobre sí
no sus propios dolores, sino que “llevaba nuestros dolores, soportaba
nuestros sufrimientos” (primera lectura). En la pasión de Jesucristo según
san Juan el evangelista subraya el amor solidario de Jesús para con los
hombres: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, llevó su amor
hasta el fin”. La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos,
Jesucristo es visto como sumo sacerdote que puede compadecerse de nuestras
flaquezas, porque las ha experimentado todas, excepto el pecado. MENSAJE DOCTRINAL El sufrimiento vicario. Es difícil para el hombre entender este
concepto. En nuestra experiencia sabemos que el dolor se vive en soledad.
Incluso cuando alguien nos acompaña y nos consuela en el dolor, la soledad no
nos abandona, forma parte integrante de nuestro dolor. A la vez la
experiencia humana nos enseña que hay en el corazón humano, sobre todo en el
corazón de las personas que se aman, un anhelo, tal vez indefinible pero
realísimo, de ponerse en el lugar del amado que sufre. Por ejemplo, una
madre, un padre en lugar de su hijo moribundo. Esta experiencia humana
contrastante y complementaria nos prepara en cierta manera para la
comprensión del sufrimiento vicario de Cristo a lo largo de su vida, pero de
una manera explosiva en la pasión y en la muerte de cruz. En Getsemaní, en el
camino hacia el Calvario y en la cumbre del Gólgota, Jesús sufre haciendo
suyos nuestros sufrimientos, nuestras angustias, nuestra agonía y nuestra
muerte. Sufre asumiendo nuestros pecados, todos y de todos sin excepción,
pecados que son la causa originaria y radical de todo el humano sufrir. Es
posible afirmar que la pasión de Cristo es nuestra pasión hecha suya. La
angustia de Getsemaní más que de Jesús es nuestra, y él se la apropia. Los
espasmos sobre la cruz en las horas de la agonía son nuestros, y él los
soporta por nosotros. Lo que en la figura del Siervo de Yahvéh es un simbolo
del pueblo judío (primera lectura), se hace cruda realidad en la carne y en
el alma de Jesucristo. El cristiano, por tanto, ha perdido el derecho de
vivir en soledad el propio sufrimiento. Cristo, varón de dolores, lo ha
vivido primero por él y ahora lo revive con él. ¿Quién sufre en Jesús de Nazaret? Sufre, ante todo, el hombre Jesús.
Es su carne la que suda sangre en Getsemaní, es su sangre la que se desliza
por su cuerpo a causa de los latigazos y de los clavos, es su sensibilidad la
que se ve sacudida al ser coronado de espinas, es su honor el que sufre al
ser abofeteado, es su sentido de la dignidad humana el que se ve
profundamente afectado cuando en su agonía es objeto de burla y de escarnio.
Sufre también el sumo sacerdote Jesús. El sumo sacerdote de la antigua
alianza ponía los pecados del pueblo sobre un macho cabrío, el día de la
expiación. Cristo, sacerdote sumo de la nueva alianza, los pone sobre sí, los
lleva consigo a la cruz, los lava con su sangre, los destruye con el fuego de
su amor misericordioso (segunda lectura). Igualmente sufre Jesús en cuanto
Siervo de Yahvéh, que representa al nuevo pueblo de Israel, a la Iglesia de
Cristo. Todos los pecados de los cristianos están presentes en la pasión de
Cristo. Y todos ellos quedan originariamente perdonados por los méritos del
Crucificado. Sufre, finalmente, Jesús, el Hijo del Dios vivo. De aquí, y sólo
de aquí, proviene la posibilidad y la eficacia de su sufrimiento vicario, el
valor universal y salvífico de todo su sufrimiento. Hermano nuestro, en la
naturaleza humana, conoce nuestras flaquezas y puede compadecerse de
nosotros. Hijo de Dios, en su persona y naturaleza divinas, está capacitado
para que su vida, y, sobre todo su dolor, tengan un poder sobrehumano,
infinito y absolutamente eficaz por su origen, universal por su
destino. SUGERENCIAS PASTORALES Gracias, Varón de dolores. Es justo, y honra a todo cristiano, –e
incluso a todo hombre– el dar gracias, este Viernes santo, al Crucificado, al
Hijo de Dios, que se ha hecho esclavo, no-hombre para que el hombre no se
olvide de estar llamado a ser plenamente hombre. Gracias, oh Crucificado, porque
has querido sufrir por nosotros hasta no parecer hombre y no tener aspecto
humano; gracias, porque elegiste ser abrumado de dolores y familiarizado con
el sufrimiento para que sintiéramos tu presencia en los nuestros; gracias, oh
Jesús, trono de misericordia y de perdón, porque quisiste sufrir por nuestro
bien y curarnos con tus llagas. Gracias, oh Redentor, porque te entregaste a
la muerte y compartiste la suerte de los pecadores. Gracias porque sufriste
el arresto de los hombres, para acompañar a todos los arrestados de la
historia, de nuestro tiempo, a veces, al igual que tú, sin culpa alguna.
Gracias, hermano del hombre, porque con tu mirada lavaste la negación de
Pedro y la de todos los que hoy continuamos sin razón alguna renegando de ti.
Gracias, oh Verdad sublime, porque en los supremos momentos, como a lo largo
de la vida, pusiste la verdad por encima incluso de la vida, como lo han
hecho, siguiendo tus pasos, tantos mártires del pasado y de nuestros días.
Gracias. Gracias, oh el más digno de entre los hombres, porque aceptaste la
ignominia de ser pospuesto a un criminal, como lo era Barrabás, Tú, el
Inocente. Gracias, oh el hombre más libre de la historia, porque no
desdeñaste la muerte del esclavo y convertiste el signo del oprobio en signo
victorioso de gloria. Gracias, oh Crucificado, porque con tu cruz has
redimido al mundo. El arte de sufrir. Sufrir es connatural a la condición humana, pero el
arte de sufrir se aprende, requiere de una lenta y constante educación. El Viernes santo es para los cristianos, y para todo ser
humano, una escuela excelsa del dolor. El Viernes
santo aprendemos a sufrir en silencio, con Jesús, como Jesús. El Viernes santo Jesucristo nos da la gran lección de aceptar
el sufrimiento y la cruz, aunque no se sea culpable, en virtud de un motivo
superior que es el amor a Dios y a los hermanos. El Viernes santo se nos
enseña –¡qué gran lección!– a perdonar al que nos ha
hecho mal, a orar por el que se burla de nosotros y es causa de nuestro
dolor. En la escuela del Viernes santo aprendemos a
sufrir con paciencia y con amor, aceptando los acontecimientos y las
circunstancias, tal como Dios los ha querido o los ha permitido para nuestro
bien. El viacrucis del Viernes santo se nos presenta como el viacrucis de la
vida humana: en él se van entremezclando amor y odio, golpes y consuelos,
esbirros y verónicas, sumos sacerdotes y cireneos, ultrajes y lágrimas,
ladrón que blasfema y ladrón que se arrepiente, la madre que le acompaña en
su dolor y los discípulos que lo dejan en su soledad, quienes se reparten sus
vestidos y quienes compran lienzos y aromas para su sepultura. Cristo acepta
todo ello. Sufre, porque es mucho el peso físico y moral cargado sobre su
pobre cuerpo maltrecho. Sufre, porque hace sufrir a sus seres queridos, a
tantas personas que le aman de veras. Sufre, para que nosotros sepamos sufrir
con él y como él.. VIGILIA PASCUAL Primera: Gen 22, 1-18; segunda: Rom 6, 3-11 Evangelio: Lc 24, 1-12 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Las numerosas lecturas de la Vigilia pascual hablan de la soberanía de
Dios sobre toda la creación y sobre la historia. Los diversos textos
seleccionados del Antiguo y del Nuevo Testamento nos permiten repasar la
historia de la soberanía de Dios. Él es el Señor de los astros del
firmamento, de las aguas del mar y de los animales que reptan por la tierra.
Él es sobre todo el Señor de los hombres y de su historia. El texto
evangélico nos muestra la soberanía de Dios sobre la muerte, mediante la
resurrección de Jesucristo. El cristiano es un espejo de la soberanía divina
porque, por el bautismo, ha conresucitado con Cristo. MENSAJE DOCTRINAL La soberanía de Dios no tiene igual. En un tiempo como el nuestro que
exalta la igualdad, el concepto soberanía tal vez no sea familiar ni resulte
agradable. Hace pensar, no sé, en sistemas totalitarios, en actitudes de
imposición de unos sobre otros, en flagrantes injusticias por abuso de poder,
en algo que desdice del hombre. Es un hecho, sin embargo, que no puede
existir un ordenamiento jurídico (familiar, social, religioso, político)
donde no exista y se reconozca una jerarquía, una autoridad, una soberanía.
En la mentalidad común, cuando decimos el soberano solemos referirnos al rey,
que ha encarnado históricamente de modo representativo la soberanía. Hoy en
día se suele hablar de soberanía nacional, para indicar en las relaciones
internacionales la independencia de una nación respecto a otra. Cuando en el
lenguaje espiritual y religioso nos referimos a la soberanía de Dios, ¿qué es
lo que queremos subrayar? Antes que nada, tomando pie de las lecturas, el
dominio de Dios sobre toda la obra de la creación, salida de sus manos,
gracias a la sobreabundancia de su amor. En segundo lugar, la afirmación del
gobierno de Dios sobre la historia, una historia en la que paralelamente a
los acontecimientos de la historia profana se desarrollan
los eventos de la historia de la salvación. En tercero y último lugar, el
señorío de Dios sobre la muerte y el más allá de la muerte, o sea, la
eternidad. El dominio de Dios no tiene igual, primeramente porque sólo Dios
puede crear y tiene el poder soberano sobre la creación. Luego, por su
amplitud, ya que Dios domina sobre todas las épocas y todos los pueblos, no
menos que por su finalidad: el bien y la salvación del hombre. No tiene
igual, sobre todo, porque Dios ejerce su soberanía en forma totalmente
positiva. No es un soberano que subyuga, sino que libera. No es un soberano
que usa de su poder para imponerse con la fuerza, sino para manifestar su
amor de padre. No es un soberano que se deja sobornar, sino que más bien hace
justicia al tiempo oportuno. En la vigilia pascual, al repasar la historia de
la salvación que culmina en la resurrección de Jesucristo, lo que hacemos es
repasar la historia de la soberanía benevolente y amorosa de Dios para con la
humanidad. Si Cristo no hubiese resucitado... Es un imposible, pero pienso que
puede hacer bien a nuestra fe y a nuestra vida cristiana situarnos por un
momento en ella. San Pablo se sitúa en esa posición. ¿Qué es lo que dice? 1)
Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe. Sí, porque el centro de
nuestra fe es la persona y la vida de Jesús de Nazaret. Si él es un difunto
más de la historia, ni es Dios ni es el Viviente, y entonces nuestra fe
carece de sentido. 2) Si Cristo no ha resucitado, somos falsos testigos de
Dios. En efecto, ¿qué es lo que predicaban Pablo y todos los Apóstoles? Que
Dios ha resucitado a Jesucristo y lo ha constituido Señor de vivos y muertos.
3) Si Cristo no ha resucitado, seguís hundidos en vuestros pecados. Es decir,
el bautismo ha sido un rito vacío, estéril. No habéis muerto con Cristo, ni
resucitado con Cristo. Si Cristo no ha resucitado, el pecado y el demonio
tienen la última palabra todavía. 4) Si Cristo no ha resucitado, somos los
más miserables de todos los hombres. Sí, porque se nos dio una esperanza,
convertida luego en trágica frustración. Al final, conviene concluir como san
Pablo: Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de
quienes duermen el sueño de la muerte (1Cor 15, 12-20). SUGERENCIAS PASTORALES Una esperanza que no decae. El hombre, por muy realista que sea, por
muy apegado que esté al presente, no puede dejar de mirar hacia adelante, de
abrir el alma a la esperanza, sea ésta únicamente terrena o esté abierta
también a la eternidad. La esperanza, por muy débil que sea, define al hombre
en su ser más profundo. El cristianismo da a esta esperanza humana, por un
lado, la fuerza de mantenerse en pie hasta el final, y, por otro, la apertura
a una esperanza superior. No decae nuestra esperanza en la soberanía
providente de Dios sobre la creación y sobre la historia. Nos puede parecer
misteriosa, desconcertante, imprevisible, esa soberanía providente, pero
creemos que existe, confiamos en ella, da seguridad a nuestro obrar, y, con
el paso del tiempo la vamos entreviendo, hasta quizá llegar a ser una
evidencia. No decae nuestra esperanza en Cristo, Luz del mundo. Esa luz que
ha brillado con nuevo esplendor en la primera parte de la vigilia pascual.
Tal vez nos venga la tentación de que son muchas las tinieblas, y muy densas.
Pero sigue encendida la esperanza en Cristo Luz. Una luz que disipa las
tinieblas ante todo y sobre todo en el interior de las conciencias, y desde
el interior en las acciones de los hombres. No decae nuestra esperanza en la
acción purificadora y transformante del bautismo cristiano. ¿Cómo no bautizar
a los niños, desde sus primeros días o meses de vida, si mantenemos firme
esta esperanza? Esta esperanza en la eficacia del bautismo nos exige a los
cristianos vivir con madurez y coherencia purificados
del pecado, en actitud de transformación espiritual y moral bajo el impulso
del Espíritu. Testigos de la resurrección. En el evangelio se relata el testimonio
que las mujeres dieron de la resurrección y el testimonio que dieron los
apóstoles. El testimonio público y oficial le corresponde a la jerarquía de
la Iglesia; pero existe un testimonio privado, doméstico por así decir, que
corresponde a todos los miembros del pueblo de Dios. Los obispos, los
sacerdotes, los diáconos deben ser testigos de la resurrección. Ciertamente,
mediante la proclamación de este grandísimo misterio, proclamación que hacen
en nombre de Cristo y no a título personal. Para que esa proclamación sea
convincente, han de hacerla creíble con su propia vida, en cuanto que la han
experimentado y la viven, y la gente lo advierte. Testigos privilegiados de
la resurrección -como de toda la fe cristiana- son los padres de familia.
Creyendo ellos en la resurrección de Cristo, viviendo con rostros y obras de
resucitados, harán creíble este misterio a sus hijos. Testigos importantes
son también los y las catequistas. Si la catequesis no es sólo nocional sino
sobre todo vital, el catequista debe juntar en sí al maestro y al testigo.
¿Son los catequistas, todos, maestros y testigos de la resurrección? La
diócesis debe prestar sumo cuidado a la selección y formación de los
catequistas. Se beneficiará toda la Iglesia. Domingo de RESURRECCIÓN Primera: Hech 10, 34.37-43; segunda: 1Cor 5, 6-8 Evangelio: Jn 20,
1-9 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Cristo resucitado, éste es el mensaje central de la liturgia de
Pascua. Ante todo, Jesucristo resucitado, como objeto de fe, ante la
evidencia del sepulcro vacío: “vio y creyó” (evangelio). Cristo resucitado,
objeto de proclamación y de testimonio ante el pueblo: “A Él, a quien mataron
colgándolo de un madero, Dios lo resucitó al tercer día” (primera lectura).
Cristo resucitado, objeto de transformación, levadura nueva y ácimos de
sinceridad y de verdad: “Sed masa nueva, como panes pascuales que sois, pues
Cristo, que es nuestro cordero pascual, ha sido ya inmolado” (segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL Cristo resucitado, objeto de fe. El sepulcro, aunque esté vacío, no
demuestra que Cristo ha resucitado. María Magdalena fue al sepulcro y llegó a
la siguiente conclusión: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos
dónde lo han puesto”. Pedro entró en el sepulcro y comprobó que “las vendas
de lino, y el paño que habían colocado sobre su cabeza estaban allí”. Ni
María ni Pedro creyeron, al ver el sepulcro vacío, que Jesucristo había
resucitado. Sólo Juan, “vio y creyó”, porque el sepulcro vacío le llevó a
entender la Escritura, según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los
muertos (evangelio). “Esto supone, nos enseña el catecismo 640, que constató
en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había
podido ser obra humana”. El conocimiento que, hasta entonces, Juan tenía de
la Escritura era nocional, por eso afectaba solamente sus ideas; ahora, al
entrar en el sepulcro vacío, ver las vendas y el sudario, el conocimiento de
la Escritura se convierte en experiencial y vital. Todavía Cristo resucitado
no se le ha aparecido, pero ya lo ha “visto”, porque la Palabra de Dios es
verdadera; las apariciones de Cristo a los discípulos no harán, sino
confirmar la fe en la resurrección. Cristo resucitado, objeto de proclamación. Cuando el hombre vive una
experiencia profunda, no la puede callar, por más que sea consciente de que
sus palabras no lograrán nunca expresar la intensidad, viveza y plenitud de
la experiencia. La experiencia de Cristo resucitado fue tan marcada en el
alma de los apóstoles y discípulos, que necesariamente tenían que hablar de
ella, a quienes no la habían tenido. Bueno, no sólo hablar de ella, sino
también testimoniarla, es decir, proclamar su verdad, incluso, llegado el
caso, con el sufrimiento y con la vida. Callar esa experiencia, hubiese sido
una muestra de egoísmo imperdonable. Por eso, los cristianos, durante los
primeros años, y como primer anuncio, eran monotemáticos. Lo único que decían
era que “Cristo fue matado por los judíos, pero que Dios lo resucitó de entre
los muertos”. Todo lo demás gira en torno a este grande mensaje. No proclaman
ideas, por muy bellas que puedan ser, sino acontecimientos vividos en primera
persona. Esta experiencia de Cristo resucitado no fue pasajera, sino que
llegó a incorporarse, por así decir, a su misma existencia en este mundo, y
por este motivo, nunca cesaron de proclamar con sus labios y con su vida la
resurrección de Jesucristo. Cristo resucitado, objeto de transformación. Hay una relación
estrechísima entre resurrección de Jesucristo y transformación del hombre.
Cristo, hombre perfecto, es el primero transformado al ser resucitado por
Dios, llegando a ser un hombre totalmente penetrado por el Espíritu. San
Pablo nos habla de la transformación ética, que comporta la experiencia de
Cristo resucitado, una transformación que toca las raíces mismas del hombre:
la sinceridad y la verdad. A su vez, el hombre transformado por Cristo
resucitado, es capaz de transformar a otros, como la levadura es capaz de
hacer fermentar toda la masa. Esta transformación ética y misionera se
fundamenta en la transformación interior, operada por el Espíritu de Cristo,
que hace de todo el que ha experimentado a Cristo resucitado un hombre
enteramente espiritual, impregnado del Espíritu. SUGERENCIAS PASTORALES Experimentar a Cristo resucitado. La experiencia se hace o no se hace,
se tiene o no se tiene. No puedes mandar un representante para que haga la
experiencia por ti. El cristianismo es una fe, pero penetrada por una
experiencia vital, a fin de que la fe no decaiga. La experiencia viva de
Cristo resucitado la puede hacer cualquier cristiano. Puesto que es un don que
Dios concede, lo primero que habrá que hacer es pedirla. ¡Qué mejor día que
el domingo de Pascua para pedir al Señor la gracia de esta experiencia! El
cristiano puede disponerse a recibir el don de esta experiencia, mediante el
desarrollo de una sensibilidad espiritual creciente. Al contacto con Dios, el
hombre va gustando a Dios y las cosas de Dios, va adquiriendo una mayor
capacidad de escucha y de docilidad al Espíritu, va sintonizando más con la
fe de la Iglesia. Esto constituye el terreno cultivado para que en él pueda
nacer y florecer la experiencia de Cristo resucitado. Todos sin excepción
estamos llamados a hacer esta experiencia. No pensemos que es sólo para unos
cuantos místicos, que tienen una cierta propensión a estos estados del alma.
Es importante, para todo cristiano, el hacerla, porque, quien la haya hecho,
no podrá seguir viviendo de la misma manera, incluso si ya se llevaba una
vida cristiana buena. Esa experiencia viva e intensa toca y cambia la
mentalidad, las costumbres, el estilo de vida, el modo de relacionarse con
los demás, los criterios de acción, las mismas obras, hasta el mismo
carácter. Si has hecho ya esta experiencia de Cristo resucitado, creo que
estarás de acuerdo conmigo en que con ella nos vienen todos los bienes. Si
todavía no la has hecho, pide al Señor que te conceda hacerla cuanto antes.
¡Ojalá sea el don que Dios te concede esta Pascua! La resurrección de Jesucristo y la ética cristiana.¿Existe
una ética cristiana? Digamos, al menos, que existe un modo cristiano de vivir
la ética. Existe sobre todo un fundamento de la ética cristiana, que es la
persona de Jesucristo, principalmente el misterio de su resurrección. Una
ética que no esté fundada en la persona y en el mensaje de Jesucristo, no
podrá recibir el nombre de cristiana. Y cuando hablo de ética cristiana, no
me refiero ni sólo ni principalmente a los profesores de ética en las
universidades, en los institutos o en los seminarios, sino al comportamiento
cristiano en su trabajo, ante los medios de comunicación, en el ámbito de la
familia, ante los impuestos, ante el pluralismo religioso, etcétera. Cristo
resucitado nos ha hecho partícipes de su vida divina mediante el bautismo y
la gracia santificante, y desea continuar repitiendo en nosotros su presencia
ejemplar en la historia. Vivamos la experiencia de Cristo resucitado, y
estemos seguros de vivir siempre un comportamiento ético digno del hombre.
Entonces realmente la resurrección de Jesucristo será el centro de nuestra
vida y de nuestra fe. Segundo Domingo de PASCUA Primera: Hech 5, 12-16; segunda: Ap 1, 9-11.12-13.17-19 Evangelio: Jn
20, 19-31 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Cristo, el Viviente”. Así lo “ve” el visionario de Patmos, así se
presenta a los discípulos encerrados en una casa por miedo a los judíos, así lo
experimentan los primeros cristianos de Jerusalén. “Yo soy el que vive;
estuve muerto, pero ahora vivo para siempre” dice la figura humana a san Juan
en una visión (segunda lectura). El Viviente se aparece a los discípulos
atemorizados para infundirles paz, encomendarles la misión y otorgarles el
Espíritu (Evangelio). El Viviente continúa operando signos y prodigios en
medio del pueblo por medio de los apóstoles (primera lectura). ENSAJE DOCTRINAL El Viviente sorprende a todos. Si hay algo que los discípulos no
esperaban es que Jesucristo, resucitando, volviese a la vida y se les
apareciese sin perder su identidad con el Crucificado. Los evangelios ponen
de relieve esa impresionante sorpresa, que llegó hasta la temeridad de pedir
pruebas, como lo hizo Tomás. Sorprende a las mujeres que fueron al sepulcro y
lo encontraron vacío, sorprende a los dos discípulos en camino hacia Emaús,
soprende a los discípulos reunidos en una casa. ¡Cuántas sorpresas juntas en
ese día primero después del sábado! ¿Por qué les sorprende, si creían en la
resurrección de los muertos? ¿Por qué les sorprende si habían visto a Lázaro,
el hermano de Marta y María, ser resucitado por Jesús? ¿Por qué les
sorprende, si Jesús se lo había predicho en varias ocasiones durante su
ministerio público? Les sorprende porque lo que contemplan sus ojos es algo
inaudito. Ellos, como buenos judíos, educados por los escribas y fariseos,
creían en la resurrección de los muertos, pero... no en el tiempo, sino al
final de los tiempos. Les sorprende porque la resurrección histórica de Jesús
es caso único y es absolutamente diferente a la de Lázaro, a la de la hija de
Jairo o a la del hijo de la viuda de Naín. Jesús está vivo, pero su vida ya
no es totalmente igual a la nuestra, es una vida diferente, nueva, superior.
Les sorprende porque una cosa es escuchar, entender, y otra diversa
experimentar: los discípulos no escuchan que Jesús va a resucitar al tercer
día, lo ven y lo oyen resucitado, lo experimentan como el vencedor de la
muerte, que vive para siempre. ¡Dichoso el hombre a quien Jesucristo vivo le
sorprenda de modo permanente! Los dones del Viviente. ¿Qué es lo que el Viviente regala a los suyos?
1) Les regala la paz, su paz. La necesitaban, porque estaban encogidos por el
miedo. La necesitaban, para aquietar su mente y su corazón en el presente y
de cara al porvenir. A todos los presentes les da la paz, no sólo a unos
pocos privilegiados. Una paz que de ahora en adelante nadie les quitará, ni
siquiera las tribulaciones o la muerte. 2) Les da su misma misión: Como el
Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros. Durante tres años han ido
captando la misión de Jesús y el modo de realizarla. Ahora Jesús les lanza a
continuar su obra en Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. 3) Les
da al Espíritu Santo, para que realicen con valentía y libertad interior su
misión. Inseparable de la misión de Jesucristo, continuará siendo inseparable
de la misión de los apóstoles. Él hará fecundo su trabajo apostólico, y en un
siglo habrán conquistado las plazas más grandes del mundo entonces conocido.
4) Les da su poder de perdonar los pecados. Puesto que sólo Dios puede
perdonar los pecados, los perdonarán únicamente en nombre de Jesucristo y en
virtud del poder de Dios. Este perdón es algo de lo que todo hombre siente
necesidad, porque, si es sincero, se encontrará culpable. 5) Les da su amor
condescendiente, como sucede con Tomás, con tal de afianzar su fe: “Acerca tu
dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas
incrédulo, sino creyente” (evangelio). Esta comprensión que el Viviente tiene
de nuestras miserias es maravillosa. 6) Les da el poder de edificar la
Iglesia mediante la predicación y la oración, mediante la realización de
numerosos signos y prodigios, sobre todo de curaciones en nombre de Jesús
(primera lectura). SUGERENCIAS PASTORALES El clamor cristiano en favor de la vida. ¿Cuántos mueren diariamente
en tu nación, en el mundo, de muerte violenta: en guerras o guerrillas, en
las cárceles, en los hogares, en los hospitales, en las calles urbanas, en
las autopistas? Jesucristo, el Viviente, ha venido para que el hombre tenga
vida. Y Dios es el único Señor de la muerte y de la vida. ¿Por qué hay tantos
hombres y mujeres que se creen señores de la vida, y la dan y la quitan según
sus propios intereses? El clamor del cristiano en favor de la vida debe
elevarse primeramente hacia el cielo, hacia Jesucristo vivo, para que abra
las mentes y corazones de los hombres al valor de toda vida desde la
concepción hasta la muerte, y para que conceda a la humanidad la conciencia
clara y firme de ser administradores, no señores, de la vida. El clamor del
cristiano en favor de la vida se dirigirá también a las instituciones
estatales y públicas para que defiendan con vigor y con constancia todas las
formas de vida humana, para que protejan la vida de los ciudadanos, sobre
todo de los inocentes y de los indefensos, para que promuevan de modo
responsable el amor a la vida. El clamor del cristiano en favor de la vida
resonará dentro de su corazón, para que, a pesar de tanta violencia y tanto
asesinato, nunca decaiga ante sus ojos el origen divino de la vida, el valor
primordial de la existencia, la dignidad de toda vida humana. El cristiano
clama en favor de la vida; sí, de la vida terrena en su preciosidad y en su
contingencia; además, y sobre todo, por la vida de gracia, es decir, la
presencia de Cristo viviente en el alma, y por la vida eterna, o sea, la
victoria sobre la muerte y la experiencia inefable de una vida nueva, en
eterna intimidad con Dios y con todos los bienaventurados. No pasar por la vida, sino vivirla. La vida es una tarea para hombres
responsables. Dios no nos la dio para pasar por ella, como se pasa por una
feria o por un parque de atracciones. Se llega, se ve, se disfruta, y se
va... Dios nos la dio para vivirla conforme a nuestra dignidad humana y
cristiana. Dios no nos dio la vida para pasarla bien, sino para pasar, como
Jesucristo, haciendo el bien; no para pasear, como un turista, sino para
construir un mundo mejor y más cristiano; no para pisar a todo el que se pone
en nuestro camino, sino para amar a todos, especialmente a los más
necesitados. Esto de vivir la vida vale sobre todo para los jóvenes, que la
miran de frente y la tienen casi completa todavía por delante. ¡Es una pena,
que siendo tan bella, la pierdan o la malgasten! Vale igualmente para los ya
entrados en la edad madura o en la misma ancianidad, porque cada día de vida
es una gracia, es una tarea, es una meta que conquistar. Dichoso quien sabe
apurar la vida hasta el final, amando gozosamente a Dios y a los hombres.
¿Hay mejor manera de vivir esta vida? ¿Hay mejor manera de prepararse para la
vida que nos espera? Que Cristo Viviente sea la antorcha encendida que guíe
nuestros pasos por la vida, para realmente vivirla. Tercer Domingo de PASCUA Primera: Hech 5, 27-32.40-41; segunda: Ap 5, 11-14 Evangelio: Jn 21,
1-19 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Después de la resurrección de Jesucristo, ha llegado para los
apóstoles la hora de la misión. El número ciento cincuenta y tres de peces
pescados milagrosamente simboliza el carácter pleno y universal de la misión
de los discípulos y de la Iglesia. A Pedro, Cristo resucitado le dice por
tres veces cuál ha de ser su misión: “Apacienta mis ovejas” (evangelio).
Después de Pentecostés los discípulos comenzaron a poner en práctica la
misión que habían recibido, predicando la Buena Nueva de Jesucristo (primera
lectura). Forma parte de la misión el que los hombres no sólo conozcan a
Cristo, sino que también lo adoren como a Dios y Señor (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL La misión de la Iglesia. Cada evangelista, a su manera, muestra, como
parte fundamental del mensaje de Jesús, la misión universal de la Iglesia.
San Juan en el evangelio de hoy recurre, siguiendo su estilo propio, a los
símbolos. El mar como imagen del mundo, del conjunto de los hombres, era
común en tiempos de Jesús y del evangelista; era igualmente común, al menos
entre griegos y romanos, la imagen de la nave, v.g. la nave del estado. Los
primeros cristianos, basándose en algunos textos del Nuevo Testamento (Lc
5,3; Mt 8, 23; Mc 1,17; Jn 21, 1-14), hablaron de la nave de la Iglesia. Hay
otro símbolo que es exclusivo de Juan. Me refiero al número de peces
recogidos: 153. Es conocido que, en la cultura contemporánea de Jesús, el
símbolo numérico tenía un gran valor y era usado con no poca frecuencia.
Ciento cincuenta y tres indica plenitud y totalidad. Se suele explicar de dos
modos: 1 + 3 + 5 es igual a 9, que siendo múltiplo de 3 subraya la plenitud
en grado sumo. Otro modo de explicar el valor pleno y total de este número es
el siguiente: el múltiplo de 12 es 144; si a 144 sumamos 9 obtenemos 153. Es
una manera de acentuar todavía más la totalidad. En resumen, la misión de la
Iglesia, en el mar del mundo, no es otra sino la de ser pescadores de todos
los hombres sin excepción y llevarlos al puerto seguro de la fe y de la
eternidad. A esta imagen de la nave y de la pesca, sigue a continuación otra:
la del pastor y las ovejas. Jesucristo, Buen Pastor, encomienda a Pedro:
“Apacienta mis ovejas”. Ezequiel había hablado del Dios como Pastor de
Israel; ahora Jesús recurre a la misma imagen para hablar de sí mismo como
Pastor de la Iglesia, y da a Pedro su misma misión. Buen Pastor es aquél que
cuida, ama, protege, apacienta a sus ovejas, y las defiende de los lobos
hasta dar la vida por ellas. La misión de Pedro y de los pastores en la
Iglesia es lograr que todas las ovejas alcancen la salvación de Dios. Dos formas de realizar la misión. En los Hechos de los Apóstoles
(primera lectura) se realiza la misión mediante la predicación. Los apóstoles
han predicado a Jesucristo, sobre todo el grande misterio de su muerte y
resurrección, y las redes comienzan a llenarse de peces. Es tal la eficacia
de la predicación, que las autoridades judías se asustan y meten a los
apóstoles en la cárcel. “Pero Pedro y los apóstoles respondieron: Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres”. Quien ha recibido la misma misión
de Jesucristo, ¿podrá renunciar a ella? ¿podrá
igualarla a cualquier otra misión en la vida? A los apóstoles les parece
imposible, y no tienen miedo a pagar cualquier precio por realizar su misión.
La segunda forma de llevar a cabo la misión es el culto, particularmente la
actitud de adoración hacia Jesucristo, el Cordero degollado. “Digno es el
Cordero degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza,
el honor, la gloria y la alabanza” (segunda lectura). Para que la misión de
los apóstoles se realice plenamente, la predicación tiene que desembocar en
el culto. Conocer que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros, sin llegar
a adorarle como nuestro Dios y Señor, es dejar incompleta la misión. Separar
estas dos realidades o descuidar excesivamente una de ellas, equivaldría a
una especie de monofisismo apostólico y pastoral. SUGERENCIAS PASTORALES La misión en la aldea global. El mundo ha llegado a ser en nuestros
días una aldea global. Para los medios de la información, de las finanzas, de
las ideas no existen fronteras. Una ceremonia pontificia puede verse simultáneamente
en cualquier rincón de la tierra donde exista un televisor, y, gracias a
internet, puedes entablar un chat sobre cualquier tema con hombres y mujeres
a miles de kilómetros de distancia de tu habitación. Los cristianos, mediante
todos estos instrumentos, entran en contacto con personas que tienen otra
visión de la vida, que viven según otros modelos de existencia, que practican
otra religión y aceptan otras creencias. Este fenómeno puede suscitar cierto
estado de crisis en los cristianos, puede incluso hacerles caer en un cierto
relativismo religioso, pero puede ser por igual una estupenda ocasión para
poner en práctica, en grandísima escala y con los medios más avanzados, la
misión universal de la Iglesia. ¿Cuándo ha tenido la Iglesia más medios para
predicar a Cristo desde los tejados, con sus numerosísimas antenas? Estamos
quizá ante el reto histórico más imponente en la obra misionera universal de
la Iglesia. Esta gran misión universal no la llevan a cabo unos pocos
misioneros en tierras no evangelizadas; la puede llevar cualquier cristiano,
tú mismo la puedes llevar adelante, desde tu casa o desde tu despacho. Se ve
claro que la misión universal de la Iglesia requiere que cada cristiano sea
un hombre convencido de su fe, y esté preparado para dar razón de ella a
quien se lo pida: en la calle, en la oficina, o en internet. El culto de adoración. Pienso que en estos últimos decenios el culto
de adoración ha disminuido entre los fieles. Puede ser que se ha insistido
mucho en la asamblea litúrgica, y menos en la Persona en torno a la cual la
asamblea se reúne. O se ha subrayado mucho el carácter festivo de los
sacramentos, y menos el carácter cúltico. Tal vez también se ha puesto el
acento en Jesucristo amigo, maestro, modelo en cuanto hombre igual que
nosotros, y se ha dejado un poco en el silencio la figura de Jesucristo, como
nuestro Dios y Señor. Estas u otras razones han hecho bajar el sentido
cristiano de la adoración. El inicio del tercer milenio, centrado en el
misterio de la encarnación del Verbo, es una ocasión magnífica para renovar y
recuperar el espíritu de adoración, debida a Jesucristo. Nos dice el
catecismo: “Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en
su Eucaristía, la iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración
silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas” (CEC 1379). ¿No
habrá que avivar y reavivar la conciencia de esta presencia de Jesucristo
Dios en la Eucaristia? El mismo catecismo añade en el no. 2145: “La
predicación y la catequesis deben estar penetradas de adoración y de respeto
hacia el nombre de Nuestro Señor Jesucristo”. ¡Un momento de reflexión y
examen para los catequistas y predicadores! El mundo, para renovarse, tiene
necesidad de una Iglesia más adorante. Cuarto Domingo de PASCUA Primera: Hech 13, 14.43-52; segunda: Ap 7, 9.14-17 Evangelio: Jn 10,
27-30 NEXO ENTRE LAS LECTURAS ¡El Buen Pastor! Éste es el símbolo de Jesucristo que la liturgia de
hoy resalta. Es el Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y da la vida por ellas
(evangelio). Es el Buen Pastor que a todos quiere salvar, tanto a las ovejas
judías como a las paganas, y a todos ofrece su vida (primera lectura). Es el
Buen Pastor, que apacienta a sus ovejas no sólo en esta tierra, sino también
en el cielo, conduciéndolas a las fuentes de aguas vivas (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Las mirabilia del Buen Pastor. En la historia de Israel se habla mucho
de las mirabilia Dei, de los grandes portentos que Dios hizo en favor de su
pueblo. Es legítimo hablar también de las mirabilia Boni Pastoris. Veamos
algunas que nos señalan los textos litúrgicos. 1) Yo conozco a mis ovejas. El carácter comunitario y social de la fe,
no disminuye para nada el carácter personal de la relación del Buen Pastor
con cada una de sus ovejas. Porque el conocer, en la lengua hebrea, implica
además el amar, el desear el bien de la persona, el sentir afecto por ella.
Es decir, sólo se puede llegar a conocer a una persona en el ámbito de la
relación íntima y personal. Cuando el hombre es conocido de esa manera por
Jesucristo, en virtud del carácter recíproco de toda relación personal, entra
también en el mundo de la intimidad de Jesucristo, le escucha con atención y
le sigue con fidelidad, alegría y agradecimiento. En el evangelio de san
Juan, por otra parte, el conocer casi se identifica con el creer. Jesucristo
tiene confianza, se fía de sus ovejas, porque las ama y se siente amado por
ellas. Y, sobre todo, las ovejas confían en Cristo, y le confiesan como su
Salvador y Señor. 2) Yo les doy vida eterna. El don más grande que Dios nos ha concedido
es el de la vida. Pero esta vida dura unos años y luego... ¿reinará la muerte
sobre el hombre? ¿volverá a la nada de la que Dios
lo sacó al crearle? Es una pregunta que encuentra respuesta en Cristo resucitado.
Él es el Señor de la vida, el Viviente. Siendo Señor de la vida, puede
disponer de ella y darla a los que ama y confían en Él. Cristo nos hace
partícipes de su misma vida, la que no está sometida al dominio de la muerte,
la vida eterna. En el Apocalipsis leemos: “El Cordero (Cristo muerto y
resucitado) que está en medio del trono los apacentará y los conducirá a
fuentes de aguas vivas”. La vida eterna es la misma vida de Cristo, que ya
está presente en nosotros por el bautismo y por la gracia, y que adquirirá
forma plena en el más allá de la existencia terrena. Como la vida terrena es
un don precioso del Padre, la vida eterna es un don estupendo de Cristo
resucitado. 3) Nadie puede arrebatármelas. Ningún poder, humano, angélico, diabólico,
está por encima del poder de Cristo resucitado. Un poder que Cristo ha
recibido del Padre omnipotente. Querer arrebatar a Jesucristo sus ovejas,
equivaldría a arrebatárselas a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.
¡Algo absurdo! Los hombres pueden cortar el hilo de esta vida, pero no pueden
arrancar de las manos del Padre el disponer de la vida eterna. Los ángeles,
como nos enseña el catecismo, están al servicio de Dios: “Con todo su ser,
los ángeles son servidores y mensajeros de Dios” (CEC 329) y del hombre:
“Desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y
de su intercesión” (CEC 336). El demonio, finalmente, aunque sea una criatura
poderosa, por el hecho de ser espíritu puro, no puede impedir la edificación
del Reino de Dios, no puede arrebatar de las manos de Cristo a sus ovejas,
porque “el poder de Satán no es infinito” (CEC 395). Sólo y únicamente el
hombre en su libertad puede escaparse del rebaño de Cristo y sustraerse de
las manos bondadosas del Padre. El texto de los Hechos de los Apóstoles da fe
de ello: “Los judíos se pusieron a rebatir con insultos las palabras de
Pablo”. ¡Qué poder tan tremendo el de la libertad, que puede hacer inútiles
las mirabilia del Buen Pastor! SUGERENCIAS PASTORALES ¡No tengáis miedo al Buen Pastor! El misterio de Cristo sobrepasa la
mente humana. Por este motivo, el Nuevo Testamento recurre a tantas figuras y
símbolos para expresar algo de su infinita riqueza. Se nos habla de Cristo
maestro y profeta, Dios y Señor, luz y vida, alfa y omega, Salvador y
Enmanuel, y así otros muchos. Uno de los más dulces nombres de Cristo es el
de Buen Pastor. Es un nombre que gusta mucho a los niños, y que de ninguna
manera desagrada a los adultos, porque la alegoría del Buen Pastor en el
evangelio de san Juan es el equivalente de la parábola del hijo pródigo en el
evangelio de san Lucas. ¿Quién hay que pueda tener miedo de Cristo, Buen
Pastor, si lo único que busca y por lo que se desvive es por nuestro mayor
bien? Es verdad que algunas verdades de nuestra fe pueden parecernos
difíciles, pero no tengas miedo a las dificultades, el Buen Pastor te ayudará
a entenderlas un poquito más, a aceptarlas con amor y alegría, como un regalo
magnífico, y sobre todo a vivirlas con pasión y entrega. Puede ser que
algunas enseñanzas morales del cristianismo sean costosas, duras, contra
corriente, pero el mismo Buen Pastor, que te alimenta con estas verdades, te
dará la fuerza para asimilarlas y llevarlas a la práctica en tu vida
cotidiana. Puede ser que alguna vez te extravíes o desfallezcas en el camino
de la vida, pero no tengas miedo en volver a Cristo, que él te pondrá sobre
sus hombros y será feliz de haberte recuperado. ¡No tengas miedo! El Buen
Pastor está dispuesto a todo, a todo, por amor a ti, por tu bien. ¡El martirio posible: don y libertad! La vocación cristiana por fuerza
propia lleva ínsita en sí la vocación al martirio. Es por tanto, una
posibilidad, a veces muy real y hasta cercana, para todo cristiano, allí
donde esté. Y no pensemos que los mártires son posibles sólo en América
hispana, Asia, África y Europa del Este. Cada año no son pocos los que han
confesado su fe con el martirio en diversos continentes. En el mundo hay
muchos que mueren violentamente, pero no son mártires; esto es un don de Cristo
crucificado y exaltado a la derecha de Dios. Si el Crucificado no nos atrae
hacia el martirio, no nos otorga esta semejanza suprema a Él, ni siquiera
tendremos la posibilidad de ser mártires. Al don divino se añade la libertad
humana, porque el martirio es un acto de soberana libertad. Nadie es
coaccionado a morir mártir. Se llega a ser mártir, sólo si se es libre y se
ama de veras. Existe el martirio cruento, posible para todos, efectivo sólo
en algunos. Y existe el martirio incruento, posible y efectivo para todos: el
martirio del deber cumplido, de la coherencia entre la fe y la vida, del
testimonio constante, de vivir siempre en la verdad, de amar a los enemigos
(políticos, ideológicos, religiosos, parroquiales...). Cualquiera que sea tu
martirio, bebe el cáliz por Cristo y con Cristo. Domingo V de PASCUA Primera: Hch 14, 21-27; segunda: Ap 21, 1-5 Evangelio: Jn 13,
31-33.34-35 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La Iglesia nace de la Pascua. En este domingo los textos litúrgicos
pueden concentrarse en torno al tema de la Iglesia. Ante todo, en el
evangelio se nos ofrece la caridad como sustancia de la Iglesia: “En eso
conocerán que sois mis discípulos”. Esta Iglesia, amor y comunión, se realiza
históricamente en las perqueñas comunidades de los orígenes cristianos, por
ejemplo, en las comunidades fundadas por Pablo y Bernabé durante su primer
viaje misionero (primera lectura). Esta Iglesia histórica es reflejo, a la
vez que impulso, hacia la Iglesia eterna, morada definitiva y sin término de
Dios entre los hombres (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL La caridad, sustancia de la Iglesia. El evangelio es muy claro: “En
esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a
los otros” (Jn 13,35). Al decir discípulos no se refiere a cada uno individualmente,
sino en cuanto comunidad de los que siguen a Jesús y
sus enseñanzas, es decir, en cuanto Iglesia. Jesús, en esta hora suprema en
que nos deja su testamento antes de morir, nos dice: “Conocerán que sois mis
discípulos, si vivís pobres o si sois obedientes, si habéis aprendido bien
todas mis enseñanzas o si sois capaces de predicar mi evangelio”. Son todas
cosas necesarias, pero no coinciden con la sustancia, con la quinta esencia
de la Iglesia. Ésta es solamente la caridad. Por eso, podría definirse a la
Iglesia como “la comunidad de los que se aman, como Cristo los ha amado”.
Cristo nos ha amado hasta dar su vida para que nosotros tengamos vida. Cristo
nos ha amado hasta hacernos partícipes del mismo amor que existe entre el
Padre y el Hijo. Cristo nos ha amado hasta hacerse esclavo para lavar los
pies a los suyos, para que conociésemos bien que el amor, la autoridad entre
sus discípulos, es fundamentalmente el servicio. Si por encima de la caridad,
o peor todavía, al margen de ella, se ponen otros valores en la vida diaria
de la Iglesia, habrá que concluir que no estamos tocando el corazón de la
Iglesia. Una Iglesia en la historia. Después de Pentecostés los discípulos
comenzaron a fundar las primeras comunidades cristianas en Jerusalén, la
Iglesia-Madre, en Samaria, en las ciudades de la costa mediterránea de
Palestina, en Damasco, Antioquía... y con Pablo y Bernabé en la zona
meridional de la provincia romana de Asia (actual Turquía). La
Iglesia-Caridad comienza a encarnarse en pequeñas comunidades de hombres y
mujeres, judíos y gentiles, de razas y costumbres diversas, pero unidos por
la fe y el amor a Jesucristo. Esta encarnación histórica de la
Iglesia-Caridad comporta ciertos requisitos, algunos de los cuales
encontramos en la segunda lectura: la necesidad de la tribulación por el
hecho mismo de vivir entre otros que no son cristianos; la necesidad de ser
confortados y animados en la vivencia de la fe y de la vida cristiana; la
designación de presbíteros para la buena marcha de la comunidad; la oración y
el ayuno, como dos apoyos importantes de la caridad. Implica además la
alegría de compartir con otras comunidades, en este caso, con la comunidad de
Antioquía, las maravillas obradas por Dios a lo largo del viaje misionero de
Pablo y Bernabé por el Sur de la provincia de Asia. Estos aspectos, entre
otros, hablan de una Iglesia viva, presente y encarnada en las circunstancias
históricas. La Iglesia en su eterno destino. De esta Iglesia espléndida y
luminosa, en plenitud de perfección divina y humana, nos habla la segunda
lectura, tomada del Apocalipsis. El autor imagina a la Iglesia como una
ciudad, la nueva Jerusalén, la morada de Dios con los hombres (21,3). Una
Iglesia, por ello, visitada y habitada por la felicidad más plena, una
Iglesia siempre joven y llena de vida. Una Iglesia franca, sin fronteras, con
los brazos abiertos acogiendo a todos. Esta Iglesia, tan hermosa y magnífica
en su destino, tiene un reflejo, aunque pálido, en la Iglesia histórica, en
las iglesias fundadas por los primeros apóstoles, en las iglesias en que hoy
se encarna el amor y la fe de los cristianos. SUGERENCIAS PASTORALES El verdadero rostro de la Iglesia. ¿Qué es lo que hace brillar ante
los hombres el verdadero rostro de la Iglesia, un rostro bello y atractivo?
Indudablemente la caridad. La Iglesia docente es necesaria, insustituible, e
inseparable de la Ecclesia amans, pero a los ojos de los hombres, incluso de
los mismos cristianos, no es el rostro más atractivo. La Iglesia que celebra
los sacramentos es importantísima, y un modo aptísimo de expresar el amor de
la Iglesia a sus hijos en diversas situaciones y circunstancias de la vida,
pero tampoco es el rostro que más seduce a los cristianos, menos todavía a
los que no lo son (Se sabe la desafección que ha habido y continúa habiendo
hacia los sacramentos). Tampoco el rostro más genuino de la Iglesia nos lo
ofrecen sus instituciones, a veces tan criticadas -con frecuencia de modo
injusto y desleal- por nuestros contemporáneos. El verdadero rostro de la
Iglesia nos lo da la Iglesia-Caridad, comunión, la Iglesia que realmente ama
y se dedica a comunicar amor mediante todos y cada uno de sus hijos. Todos
conocemos el canto que dice: “Donde hay caridad y amor, ahí está Dios”, frase
que podría parafrasearse de otra manera: “Donde hay caridad y amor, ahí está
la Iglesia”. Esa caridad que en Dios tiene su manantial y en Dios termina su
recorrido de amor por las vidas de los hombres. Dios, alfa y omega de la
caridad. Entre estos dos extremos del vocabulario griego, se hallan todas las
demás consonantes y vocales con las cuales expresar de todo corazón nuestro
amor al prójimo. No desliguemos jamás la caridad de la fe, del dogma, de la
liturgia, de las instituciones, pero que el rostro más bello, genuino y
verdadero, que cada uno de nosotros ofrezca a la Iglesia, sea el rostro de la
caridad verdadera y del amor sincero. Recordemos lo que san Pablo dice en el
himno a la caridad: “Si no tengo caridad, nada soy”. Mi parroquia es también la Iglesia. El fenómeno de la globalización
puede ayudarnos a captar mejor la universalidad de la Iglesia y, por
consiguiente, de la caridad cristiana. El campanilismo, es decir, ese
encerrarse en la propia parroquia, en la propia diócesis, cortando a la
mirada cualquier horizonte abierto hacia otras parroquias, otras diócesis, y
toda la Iglesia en los diversos continentes, ha de ser rechazado por un
corazón auténticamente cristiano. Ciertamente que he de amar y ejercitar la
caridad sobre los miembros de mi familia, de mi barrio, de mi parroquia, etc.
Pero, ¿no está siendo verdad que el mundo entero está comenzando a ser
nuestra parroquia, y, por tanto, el lugar para la expresión de nuestra
caridad? Un ejemplo concreto de la globalización del amor lo dieron muchas
familias cristianas, y muchas parroquias, de toda Italia, pero especialmente
de Roma, durante la Jornada mundial de la juventud, acogiendo a tantos
jóvenes venidos de todas partes del mundo. ¿Qué puedo hacer para expresar,
desde mi parroquia y en mi parroquia, el amor a toda la Iglesia? Domingo Sexto de PASCUA Primera: Hech 15, 1-2.6.22-29; segunda: Ap 21, 10-14.22-23 Evangelio:
Jn 14, 23-29 NEXO ENTRE LAS LECTURAS En la sinfonía de los textos litúrgicos un tema predominante es la
relación entre Pascua y Trinidad. En el texto evangélico, tomado del discurso
de la Última Cena pero con los verbos en futuro, el Padre y el Hijo “harán su
morada en el creyente” y el Espíritu Santo aparece como “memoria” de la vida
y mensaje de Jesús. En la gran asamblea de Jerusalén, reunida en nombre del
Señor Jesús, el Espíritu Santo y los apóstoles y presbíteros decidieron no
imponer a los cristianos gentiles más cargas de las indispensables (primera
lectura). La nueva Jerusalén, venida junto con Dios, –figura e imagen de la
Iglesia en el tiempo en marcha hacia la eternidad–, no tiene templo, porque
el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, son su templo (segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL Pascua: La Trinidad en acción. La Pascua de Cristo es el centro de la
vida de Jesús y de la historia de la salvación; por tal motivo, es el momento
en que cada una de las Personas divinas ejerce en sumo grado, entre los
hombres, su acción reveladora, santificadora y salvífica. El Padre lleva a
plenitud, en la Pascua, su amor de Padre hacia Jesús, a quien exaltará
después de la muerte ignominiosa en una cruz; hacia los hombres, en quienes,
gracias a la obra redentora realizada por Jesús, podrá hacer morada para
siempre (evangelio); y hacia la Iglesia, la nueva ciudad bajada del cielo,
siendo, juntamente con el Cordero, su luz y su templo (segunda lectura). El
Hijo actúa potentemente en la historia de los hombres mediante su ofrenda
redentora al Padre: “Me voy”, dice Jesús a sus discípulos, indicando su
muerte y su resurrección (evangelio). Actúa igualmente atrayendo a la fe y al
bautismo tanto a judíos como a gentiles (primera lectura). Finalmente, la
segunda lectura subraya su acción magisterial y sacerdotal en la Iglesia,
siendo su luz y su santuario. Respecto al Espíritu Santo, es y será para los
creyentes “magisterio y memoria” del misterio pascual (evangelio); es el
verdadero motor que impulsa la vida y las decisiones de la Iglesia, para que
sean conformes al Evangelio (primera lectura); es también quien muestra a los
hombres el rostro verdadero y bello de la Iglesia, por encima y más allá de
las vicisitudes históricas, no exentas de fallos y miserias. Con la Pascua,
no sólo se revela más claramente el misterio trinitario, sino que además, el
hombre creyente está más capacitado para desvelar su misteriosa, plena y
eficaz acción en la historia. Pascua: La acción de la Trinidad. La acción de la Trinidad, más
evidente en la actual liturgia, es la paz. La paz, ese magnífico don de Yavéh
a su pueblo, es ahora el don de Jesús a los suyos. El Padre y el Hijo deciden
dar a los creyentes la paz, es decir, el signo y símbolo de todos los bienes
(evangelio). El Espíritu Santo, ya en la historia concreta de los creyentes,
mueve a los hombres para buscar solución a los problemas de la existencia
cristiana en la concordia, en la verdad y en la paz (primera lectura). ¿Y
acaso no relumbra como lugar de paz la nueva Jerusalén, con una muralla
protectora frente a todos los enemigos de la paz, y con el Señor Todopoderoso
y el Cordero presentes en medio de ella? (segunda lectura). Una segunda
acción trinitaria es la alegría. Donde más claramente aparece es en la
primera lectura: los cristianos de Antioquía, después de escuchar la lectura
de la carta enviada por la asamblea de Jerusalén, “se gozaron al recibir
aquel aliento”. Pero también Jesús en el evangelio dice a los suyos que “si
me amáis, os alegraréis de que me vaya al Padre”; y el esplendor y la
luminosidad de la ciudad santa de Jerusalén, ¿no es un icono del regocijo
espiritual de todos los que en ella habitan? La alegría cristiana, que es obra
de la Trinidad y en cuanto obra de la misma, sobrevive, se depura y
profundiza en medio de las tribulaciones y pruebas de la cotidianidad. SUGERENCIAS PASTORALES El rostro trinitario del cristiano. La fiesta de la Pascua está en
íntima conexión con el bautismo, ya que por el bautismo somos sumergidos en
el misterio pascual de Jesucristo. En el bautismo el cristiano es sellado por
la Trinidad: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo”, y por el bautismo se convierte en pertenencia de la Trinidad a título
de hijo de Dios, hermano de Cristo y discípulo del Espíritu. Nosotros, como
cristianos del siglo XXI, estamos llamados a hacer patente en nuestra vida,
entre nuestros contemporáneos el rostro trinitario de Dios. Como cristiano tengo
que crecer en mi experiencia filial con Dios, de modo que haga ver a los
hombres con mi actitud y mi conducta el rostro paterno de Dios. Como
cristiano me es irrenunciable vivir mi fraternidad con Cristo, mi hermano
mayor, mi modelo de vida y comportamiento. Como él daré testimonio, ante los
demás, de mi amor auténtico a todos los hombres, porque todos son mis
hermanos y a todos amo en cuanto tales. Como discípulo del Espíritu Santo,
constato que no puedo escuchar otras voces, aunque sean muy seductoras, ni
seguir otros maestros que susurran en mi interior otros criterios y otras
doctrinas. Mi maestro y mi guía es el Espíritu del Padre y de Cristo, que
hace resonar en nosotros el único Evangelio de Dios. Como cristiano, estoy
consagrado a ser un reflejo del Espíritu, maestro y memoria de Jesús. ¿Soy
consciente de que, por ser cristiano, tengo que hacer visible la presencia
trinitaria en medio de los hombres, de sus quehaceres y ocupaciones diarios?
¿Tengo una relación íntima con cada una de las personas de la Trinidad? Si
los cristianos no reflejamos el rostro de la Trinidad en nuestra existencia
de cada día, la esencia del cristianismo estará reducida a un puro concepto,
sin incidencia en la vida humana. Oremos para que el Dios unitrino sea para
todos los cristianos una presencia vivificante y transformadora. El Espíritu, memoria del cristiano. En el mundo tan alborotado e
hiperactivo en el que vivimos, no es difícil olvidar. Más aún, es una
operación saludable que nuestro sistema inmunológico realiza automáticamente.
Si recordáramos todo lo que vemos en la televisión, leemos en los periódicos,
en libros, en internet, escuchamos en las conversaciones, experimentamos cada
día, en poco tiempo nos volveríamos locos. En el cristianismo hay unas
cuantas cosas esenciales, que nunca deberíamos olvidar, pero que con el paso
del tiempo y en la agitación y el activismo febril que nos rodea fácilmente
pasamos por alto. Pero el Espíritu de Dios despierta la memoria, nos vuelve a
traer a la mente y al corazón lo esencial de la vida en Cristo: Que Dios no
tiene igual y es siempre y en absoluto el primero, que el Dios cristiano es
unitrino y cada una de las personas actúa en la vida del cristiano, que somos
pecadores necesitados de redención y Cristo nos ha redimido, que la Iglesia
es la comunidad de los que oran, creen, esperan y aman, movidos por el
Espíritu Santo, que en la cotidianidad de la vida tenemos que demostrar lo
que somos, que con la muerte no todo termina sino que se abre una puerta a
una vida nueva. ¿Dejo que el Espíritu Santo me recuerde de vez en cuando
estas cosas tan sencillas y esenciales? Solemnidad de la ASCENSIÓN 27 Primera: Hech 1, 1-11; segunda: Heb 9, 24-28 Evangelio: Lc 24, 46- NEXO ENTRE LAS LECTURAS En la solemnidad de la Ascensión el conjunto de la liturgia parece
decirnos: “Misión cumplida, pero no terminada”. En el evangelio Lucas resalta
el cumplimiento de la misión: misterio pascual y evangelización universal. La
narración del libro de los Hechos se fija principalmente en la tarea no
terminada: seréis mis testigos...hasta los confines de la tierra; este
Jesús... volverá... Finalmente, la carta a los Hebreos sintetiza en el Cristo
glorioso, sumo sacerdote del santuario celeste, la misión cumplida (entró en
el santuario de una vez para siempre), pero no terminada (intercede ante el
Padre en favor nuestro...vendrá por segunda vez...a los que le esperan para
su salvación). MENSAJE DOCTRINAL Jesucristo puede irse tranquilo. La Ascensión no es ningún momento
dramático ni para Jesús ni para los discípulos. La Ascensión es la despedida
de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero no
dejándolos abandonados a su suerte, sino siguiendo paso a paso las
vicisitudes de su fundación en el mundo mediante su Espíritu. Cristo puede
irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre él, y los
discípulos comienzan a comprenderlo. Cristo puede irse tranquilo, no porque
sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre
y por doquier en su tarea evangelizadora. Puede irse tranquilo Jesucristo,
porque los suyos, poseídos por el fuego del Espíritu, proclamarán el
Evangelio de Dios, que es Jesucristo, a todos los pueblos, generación tras
generación, hasta el confín de la tierra y hasta el fin de los tiempos.
Cristo puede irse tranquilo, porque ha cumplido su misión histórica, y ha
pasado la estafeta a su Espíritu, que la interiorizará en cada uno de los
creyentes. Cristo puede irse tranquilo, porque los discípulos proclamarán el
mismo Evangelio que él ha predicado, harán los mismos milagros que él ha
realizado, testimoniarán la verdad del Evangelio igual que él la testimonió
hasta la muerte en cruz. Puedes irte tranquilo, Jesús, porque tu Iglesia, en
medio de las contradicciones de este mundo, y a pesar de las debilidades y
miserias de sus hijos, te será siempre fiel, hasta que vuelvas. Irse de este mundo quedándose en él. Todo hombre siente en su
interior, a la vista de la muerte, el deseo intenso de quedarse en el mundo,
de dejar en él algo de sí mismo, de marcharse quedándose. Dejar unos hijos
que le prolonguen y le recuerden, dejar una casa construida por él, un árbol
por él plantado, dejar una obra –no importa si grande o pequeña– de carácter
científico, literario, artístico... Jesucristo, en su condición de hombre y
Dios, es el único que puede satisfacer plenamente este
ansia del corazón humano. Él se va, como todo ser histórico. Pero también se
queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive
glorioso en el cielo, y vive misterioso en la tierra. Vive por la gracia en
el interior de cada cristiano; vive en el sacrificio eucarístico, y en los
sagrarios del mundo, prolonga su presencia real y redentora. Vive y se ha
quedado con nosotros en su Palabra, esa Palabra que resuena en los labios de
los predicadores y en el interior de las conciencias. Se ha quedado y se hace
presente en el papa, en los obispos, en los sacerdotes, que lo representan
ante los hombres, que lo prolongan con sus labios y con sus manos. Se ha
quedado Jesús con nosotros, construyendo con su Espíritu, dentro de nosotros,
el hombre interior, el hombre nuevo, imagen viviente suya en la historia. La
presencia y permanencia de Jesucristo en el mundo es muy real, pero también
muy misteriosa, oculta, sólo visible para quienes tienen su mirada brillante
como una esmeralda e iluminada, por la fe. SUGERENCIAS PASTORALES Cristo se ha quedado con nosotros. En la vida humana tenemos necesidad
de una presencia amiga, incluso cuando estamos solos. Una presencia real: la
esposa, los hijos, un pariente, un compañero de trabajo, un vecino de casa...
O al menos una presencia soñada, imaginaria: el recuerdo de la madre, la
imagen del amigo del alma, el pensamiento del hijo que vive en otra ciudad o
en otro país... Esa presencia real o soñada nos conforta, nos consuela, nos
da paz, nos motiva. Cristo se ha quedado con cada uno y con todos nosotros.
La suya es una presencia real y eficaz, aunque no visible y palpable. Una
presencia de amigo que sabe escuchar nuestros secretos e intimidades con
cariño, con paciencia, con bondad, con misericordia y con amor; que sabe
igualmente escuchar nuestras pequeñas cosas de cada día, aunque sean las
mismas, aunque sean cosas sin importancia; que sabe incluso escuchar nuestras
rebeliones interiores, nuestros desahogos de ira, nuestras lágrimas de
orgullo, nuestros desatinos en momentos de pasión... Cristo se ha quedado
contigo, a tu lado, para escucharte. La presencia de Cristo es también una
presencia de Redentor, que busca por todos los medios nuestra salvación. Está
a nuestro lado en la tentación, para darnos fuerza y ayudarnos a vencerla. Es
nuestro compañero de camino cuando todo marcha bien, cuando el triunfo corona
nuestro esfuerzo, cuando la gracia va ganando terreno en nuestra alma. Está
con nosotros en el momento de la caída, en la desgracia del pecado, para
ayudarnos a recapacitar, para echarnos una mano en el momento de alzarnos.
Cristo se ha quedado contigo para salvarte. ¿Piensas de vez en cuando en esa
presencia estupenda de Cristo amigo y Redentor? La liturgia de la vida diaria. Cristo, como sacerdote de la Nueva
Alianza, ha ofrecido su vida día tras día sobre el altar de la cotidianidad,
hasta consumar su ofrenda en la liturgia de la cruz. Con la Ascensión,
nuestro sumo sacerdote ha partido de este mundo. Nosotros, los cristianos,
pueblo sacerdotal, asumimos su misma tarea de consagrar el mundo a Dios en el
altar de la historia. Para el cristiano cada acto es un acto litúrgico, cada
día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad
de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en hostia santa y
agradable a Dios. Por tanto, nos dice la constitución dogmática sobre la
Iglesia del Vaticano II, todos los discípulos de Cristo, en oración continua
y en alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo,
santo y agradable a Dios (cf Rom 12,1) (LG 10). Por el bautismo, que nos
introdujo en el pueblo sacerdotal, estamos llamados a confesar delante de los
hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. En cuanto
miembro del pueblo sacerdotal confieso mi fe en casa, ante mis hijos o ante
mis padres. Con mi postura y con mi palabra confieso mi fe en una reunión de
amigos o de trabajo. Como partícipe del sacerdocio bautismal, pongo mi fe por
encima y por delante de todo, y hago de ella el metro único de mis decisiones
y comportamientos. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es
éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito? Solemnidad de PENTECOSTÉS Primera: Hech 2, 1-11; segunda: Rom 8, 8-17; Evangelio: Jn 14,
15-16.23-26 NEXO ENTRE LAS LECTURAS En esta solemnidad de Pentecostés vamos a detener nuestra atención en
las tareas del Espíritu trabajando en el interior de las conciencias y en el
conjunto de la comunidad creyente. El Espíritu ejercita, primero, la tarea de
consolador y abogado protector del cristiano, combinando esta tarea con la de
maestro interior (evangelio). En la primera lectura el Espíritu, bajo la
imagen del viento y del fuego, cumple su tarea de potencia transformadora del
hombre y promotora del Evangelio en todas las naciones. Finalmente, él es
fuerza vivificadora, a la vez que testigo y artífice de nuestra filiación
divina (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL El Espíritu nos consuela y protege. Jesucristo ha sido, durante los
años de vida pública, el consolador de los discípulos. Ahora está por
retornar al Padre. ¿Quedarán los discípulos abandonados al desconsuelo,
desprotegidos ante los ataques y la hostilidad del mundo? Jesús les asegura
que les enviará otro Paráclito, es decir, otro consolador y protector. Es el
Espíritu Santo. Consolar quiere decir acompañar, estar al lado de alguien,
sobre todo en los momentos de tribulación, soledad y sufrimiento. El Espíritu
Santo hace con nosotros y en nosotros el camino de la vida, de nuestra vida
humana con toda su realidad prosaica y con toda su exaltación sublime. El
cristiano, si es coherente, vive en un perenne Pentecostés, y por ello en la
experiencia inefable del consuelo espiritual y de la seguridad protectora y
eficaz del Espíritu. El Espíritu, maestro de cristología. Algo muy claro en los textos del
Nuevo Testamento es que el Espíritu sólo sabe hablar de Cristo, la
cristología es la única materia que sabe enseñar a los hombres. Es no sólo un
repetidor de lo que Cristo ha enseñado a los suyos, sino también un
actualizador de las enseñanzas de Cristo ante las nuevas circunstancias y
situaciones de los creyentes. En el Nuevo Testamento aparece bajo muy variadas
figuras, pero bajo ellas siempre coincide en ser el expositor de Cristo. Y no
sólo de su doctrina, sino de su vida y de sus actitudes. Por eso, él es el
que hace resonar en nosotros la voz de Cristo que dice: Abba, Padre. El Espíritu, potencia transformante. Con el viento huracanado que
agita el Cenáculo se simboliza el origen de la potencia del Espíritu, que es
Dios mismo, y se nos remite a la primera creación cuando Dios infundió su
aliento sobre el primer hombre de barro. Con el fuego se hace referencia a la
experiencia de Moisés en el Sinaí y a la transformación que ese fuego sin
consumirse operó en él. El Espíritu transforma el interior del hombre y su
obrar diario porque goza de la potencia divina. De este modo, opera una nueva
creación, una nueva generación: la de los Hijos de Dios en Cristo Jesús. El Espíritu, potencia promotora del Evangelio. Según Filón de
Alejandría: En el Sinaí el fuego se transformó en lengua... y en la
interpretación rabínica de la Alianza sinaítica, la voz de Dios en el Sinaí
se había dividido en 70 voces, en 70 lenguas, cuantos eran los pueblos
conocidos, para que todas las naciones del mundo pudieran escuchar y
comprender la ley. En Pentecostés, el Espíritu realiza este milagro: el
Evangelio de Jesucristo llega a todos los pueblos, encarnándose en sus
lenguas y culturas. Gracias al Espíritu, la voz del Evangelio resuena en la
bóveda de toda la tierra, sin excepción alguna. El Espíritu, testigo y artífice vivificador de nuestra filiación
divina. En ser hijos de Dios reside la esencia del cristianismo, por eso el
Espíritu atestigua en nuestra alma esta condición fundamental de la
existencia cristiana. El testimonio del Espíritu está oculto, pero siempre
vivificador, porque en ser hijos de Dios nos va la vida. A la vez que testigo,
es artífice de la filiación divina en nosotros, porque no puede sufrir que
llamados a ser hijos vivamos como esclavos. SUGERENCIAS PASTORALES Cristiano, o sea, guiado por el Espíritu. La definición del cristiano
es muy rica, por eso ninguna puede abarcarlo completamente. Cristiano es
quien cree en Jesucristo. Cristiano es quien reproduce en su vida el modelo
que Cristo nos ofrece. Cristiano es todo hombre que está bautizado. Cristiano
es todo aquél que ama a Dios y a su prójimo, etc. Hoy quiero subrayar: Cristiano es todo hombre guiado por el Espíritu. Siendo el
Espíritu de Cristo, él siempre nos llevará a Cristo, nos hará vivir según
Cristo, nos hará amar como Cristo ama, nos hará vivir a fondo nuestro
bautismo, que está eminentemente centrado en la persona y en la vida de
Cristo. Si te dejas guiar por el Espíritu, él te hará entender y vivir el
Evangelio de Jesucristo: el evangelio de la verdad y de la justicia, el
evangelio del sufrimiento y de la cruz, el evangelio de Dios y del hombre, el
evangelio de la vida y de la muerte, el evangelio de la Iglesia y del mundo,
el evangelio de hoy y de siempre. Si te dejas guiar por el Espíritu, él te
impulsará a ser coherente entre tu ser y tu obrar, entre tu pensar y tu
vivir, entre tu vocación cristiana y tu presencia en el mundo del trabajo, de
los negocios, de la política, de la docencia, de las finanzas. Si te dejas
guiar por el Espíritu, él te llevará a mirar más allá de ti mismo, a ver
tantas necesidades de los hombres que te están esperando, a vivir con los
pies bien afincados en la tierra pero con el corazón puesto en el cielo. El Espíritu en la Iglesia y con la Iglesia. El primer Pentecostés se
realizó en la comunidad de los discípulos de Cristo, en la Iglesia
apostólica. Este hecho fundacional constituye una característica de la acción
del Espíritu. Él obra en la Iglesia, es decir, dentro de ella, para
santificarla, renovarla, acrecentarla, purificarla, vivificarla. A veces
daría la impresión de que ciertos cristianos se sorprenden y maravillan viendo
la acción del Espíritu fuera de la Iglesia, y han perdido toda capacidad de
admiración para descubrir la inmensa y magnífica acción del Espíritu en la
Iglesia. Hay que saber hacer las dos cosas. Además el Espíritu Santo obra con
la Iglesia. Es decir, toda acción de la Iglesia fuera de su ámbito propio,
está acompañada por la presencia y acción del Espíritu. Cuando la Iglesia se
hace misionera, el Espíritu es misionero con ella. Cuando la Iglesia entabla
un diálogo interreligioso, el Espíritu está con la Iglesia en ese diálogo
para hacerlo fructificar. Cuando la Iglesia se hace solidaria de los más
necesitados, el Espíritu comparte con ella esa misma solidaridad. Cuando la
Iglesia da orientaciones desde la fe en el campo político y social, el
Espíritu ilumina y apoya esas orientaciones. Todo por la sencilla razón de
que el Espíritu es el alma de la Iglesia. Solemnidad de la SANTÍSIMA TRINIDAD Primera: Prov 8, 22-13; segunda: Rom 5,1-5 Evangelio: Jn 16, 12-15 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Si me está permitido hablar así, diría que los textos litúrgicos nos
encaminan hacia la Operación Trinidad. Una Operación top secret en el corazón
de Dios y que se va revelando poco a poco, por ejemplo, bajo la
personificación de la Sabiduría (primera lectura). Jesucristo en el evangelio
nos adentra en la Operación Trinidad revelándonos la interacción entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por último, el texto de la carta a los
Romanos muestra las consecuencias de la Operación Trinidad en la vida de los
cristianos, por obra sobre todo del Espíritu. MENSAJE DOCTRINAL Dios SE nos revela. Ninguna inteligencia humana, incluso la más
elevada y perfecta, puede conocer por sí misma el misterio de la vida
trinitaria. Ninguna filosofía puede desvelar por vía especulativa que Dios es
simultáneamente uno y trino. Ninguna religión puede descorrer el velo del
santuario en el que mora la realidad misma de Dios, Verdad, Amor y Vida. Lo
que sabemos del Dios vivo y verdadero nos viene por autorrevelación: “Quiso
Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el
misterio de su voluntad” (Dei Verbum 2). En la historia de la salvación, Dios
se ha revelado primero como creador y como providencia sobre todas sus
criaturas (primera lectura). El texto evangélico nos enseña que Jesucristo,
en cuanto Hijo de Dios, nos ha revelado sobre todo la paternidad divina. El
Espíritu Santo, por su parte, nos llevará a la verdad completa, es decir, nos
hará entender y experimentar mejor y en mayor profundidad la realidad de la
vida trinitaria y las consecuencias de esa realidad para nuestra vida en este
mundo: la paz con Dios Padre, el estado de hijos de Dios en que nos hallamos
por el bautismo, la posesión del amor de Dios con el cual superar cualquier
tribulación y vivir en la esperanza que no engaña. Dios no se revela como un
anciano solitario y justiciero, sino como un Padre con una intensa vida
familiar, sellada toda ella por la Verdad y por el Amor. Dios NOS revela e interpela. Al revelarse Dios a sí mismo en su vida más
íntima, revela al hombre su más profunda identidad y su quehacer más
importante en la existencia histórica. Por eso, no es ni puede ser
indiferente al cristiano el misterio de la Trinidad. Como nos dice el
catecismo, el misterio trinitario es la luz que nos ilumina (CIC 234).
Ilumina nuestra inteligencia de la creación, pues el Padre ha creado el
universo y al hombre con las sabias manos del Hijo y del Espíritu (primera
lectura), y así nos revela no sólo nuestra condición de criaturas sino
también nuestra condición contemplativa y casi mística. Ilumina nuestra
comprensión de las relaciones dentro de la familia divina (evangelio), y
mediante ellas nos revela nuestra participación en esa vida divina y nuestra
vocación de reflejo de la misma. Nos revela sobre todo nuestra condición de
oyentes del Espíritu, a quienes el Espíritu de la Verdad comunica todo lo que
ha oído en el seno del Padre y todo lo que ha recibido del Verbo, hecho
carne. Nos revela, por acción del Espíritu, nuestra condición de hombres de la
esperanza, frente a los hombres sin esperanza, que son los no creyentes; una
esperanza sólida, que no engaña (segunda lectura). Esta revelación que el
Dios vivo y trinitario nos hace de nuestra identidad, nos interpela al mismo
tiempo a fin de que la vida divina adquiera formulación y expresión histórica
en cada uno de los cristianos: la unidad de la fe, el amor como esencia del
cristianismo, la docilidad a la presencia y acción del Espíritu Santo en
nuestras almas, el papel magisterial del Espíritu de la Verdad divina, la
multiplicidad de expresiones culturales de la misma y única fe. SUGERENCIAS PASTORALES Misterio de fe y amor. Es decir, un misterio en el que no sólo tenemos
que creer sino también amar. Creo, creemos en un único Dios que nos da la
vida como Padre, que como Hijo nos llama a vivir a fondo la experiencia
filial de la que Él nos hace partícipes, y que en cuanto Espíritu se define
como intercambio de amor entre el Padre y el Hijo y nos enseña que en el amor
está la esencia de Dios y de toda criatura. Me fío de este Dios Vida,
Comunión, Verdad, Amor. Creo y confío en que en la apropiación de estos
grandes valores “divinos” encuentro mi plena realización humana y cristiana.
Como cristiano expreso mi fe amando la grandeza y belleza del Dios unitrino.
Con mi amor a cada una de las personas divinas pretendo subrayar que el Dios
trinitario no es una abstracción, no es un mundo mental hermoso y bien
construido, no es un juego de conceptos con los cuales entretener la
reflexión de los teólogos, sino un Dios tripersonal, al que amo como hijo, al
que obedezco como creatura, y al que adoro por ser mi Dios y Señor. Considero
algo sumamente positivo y necesario que desde la primera catequesis se
introduzca a los niños en una relación personal y adorante con el Padre, con
el Hijo y con el Espíritu. Para esta catequesis trinitaria puede ayudarnos
una explicación elemental de la santa misa, que comienza y termina en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En ella, Jesucristo, Hijo
de Dios, nos habla a los hombres (a los niños, y a los adultos) desde el
Evangelio. En ella todas las oraciones y plegarias nuestras se dirigen a Dios
Padre, fuente de todo don y gracia. En ella está presente y activo el
Espíritu Santo de manera muy especial en el momento de la consagración, para
hacer que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo,
y para transformar nuestra pobre existencia mediante el cuerpo de Cristo que
en la misa recibimos. Si Dios es un misterio de amor, ¿no será el amor la mejor
manera de entrar por la puerta del misterio? La gloria de la Trinidad. La gloria de la Trinidad es que el hombre
viva y, por medio de él, toda la creación adquiera sentido y cumpla su
finalidad. ¿Qué quiere decir que el hombre viva? Que sea lo que tiene que
ser. Que sea plenamente hombre y, si ha sido llamado a la vocación cristiana,
que sea plenamente cristiano. Aquí está el drama de la Trinidad que es por
igual el drama del hombre: No pocas veces la gloria de la Trinidad es
opacada, entenebrecida por el hombre. El hombre no es lo que es, cuando se
cree un demiurgo autónomo en lugar de una criatura dependiente, y manipula la
vida y la creación a su antojo. El hombre no es lo que es, cuando se olvida
de haber sido creado a imagen de Dios y piensa que su imagen más perfecta se
halla en el reino animal. El hombre no es lo que es, cuando piensa que no ha
sido creado por amor y para amar, sino más bien que su realización personal
está en proporción con la medida de su poder y de su dominio sobre los demás.
El hombre no es lo que es, cuando se cree dueño de la vida, cuando cree que
puede hacer con ella lo que quiera, en lugar de ser un receptor agradecido,
que la administra sabiamente por haberla recibido del mismo Dios. Solemnidad del CORPUS DOMINI Primera: Gén 14, 18-20; segunda: 1Cor 11, 23-26 Evangelio: Lc 9, 11- NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Pan” es el término en que coinciden los textos litúrgicos. Jesús, en
el pasaje evangélico, “tomó los cinco panes...y levantando los ojos al cielo,
pronunció sobre ellos la bendición”. Este gesto de Jesús, visto
retrospectivamente, está prefigurado en el del Melquísedec, rey-sacerdote de
Salem, que ofrece a Abrahám “pan y vino” (primera lectura) como signo de
hospitalidad, de generosidad y de amistad. Ese mismo gesto de Jesús, visto
prolépticamente, anticipa la Última Cena con los suyos y la Eucaristía
celebrada por los cristianos en memoria de Jesús: “Tomó pan, dando gracias lo
partió y dijo: “Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL La liturgia de hoy nos hace caer en la cuenta de algo importante: “El
hombre, todo hombre, tiene necesidad de una dieta integral”. El hecho de ser
hombres nos coloca en una situación pluridimensional, diversa de las demás
criaturas. Por eso, nuestra alimentación no puede ser unidimensional, sino
que ha de ser integral y completa. El pan de la Palabra. Jesús, antes de multiplicar los panes para
alimentar a la multitud, “les hablaba del Reino de Dios”, es decir, les
proporcionó el pan de su Palabra, porque “bienaventurados los que tienen
hambre de la Palabra, pues serán saciados”. En la fracción del pan de los
primeros cristianos, se comenzaba la acción litúrgica con una lectura y
explicación de la Escritura, siguiendo en esto la tradición del culto sinagogal.
Por tanto, los primeros cristianos alimentaban principalmente su alma con el
pan de la Palabra de Dios, explicada a la luz del misterio de Cristo y
actualizada por alguno de los apóstoles a las circunstancias concretas de la
vida diaria. También en la primera lectura a la ofrenda del pan y el vino,
hecha a Abrahán por parte de Melquísedec, sigue una bendición, que es como el
pan espiritual que Dios otorga a Abrahám por medio del rey-sacerdote de
Salem. El hombre es espíritu, y el espíritu necesita de un alimento diferente
al pan de harina: necesita de la Palabra del Dios vivo. El pan de los signos. Los milagros de Jesús, además de consituir
hechos extraordinarios, más allá de las leyes naturales, son signos del Reino
de los cielos, porque nos remiten a ese mundo nuevo regido y guiado por el
poder de Dios, con exclusión de cualquier otro poder humano o diabólico. Por
eso, Jesús, después de haber repartido a la multitud el pan de la Palabra,
les regala el pan de los signos. Nos dice san Lucas, que “curaba a los que
tenían necesidad de ser curados”, y luego nos narra el maravilloso signo de
la multiplicación de los panes y de los peces. Jesucristo, como amigo y
hermano del hombre, como Señor de la vida y de la naturaleza, está interesado
en curar las enfermedades, en saciar el hambre natural de los hombres. Podría
ser de otra manera, pero su mayor interés está en que los hombres, mediante
estos signos, sean capaces de elevarse hasta Dios Padre, que amorosamente
cuida de sus hijos, y hasta el Reino de Dios en el que habrá un mismo y único
pan para todos. El pan de la Eucaristía. La dieta cristiana quedaría incompleta si
faltara el pan de la Eucaristía, ese pan que es el cuerpo de Cristo. “En el
santísimo sacramento de la Eucaristía -nos enseña el catecismo 1374- están
‘contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto
con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente,
Cristo entero”. Cuando san Lucas escribió su evangelio los cristianos ya
llevaban varios decenios meditando los hechos y los dichos de Jesús,
predicándolos y celebrando la Eucaristía. Así se explica que el evangelista
haya narrado el episodio de la multiplicación de los panes como una
anticipación y prefiguración de la Última Cena: “Tomó los panes, elevó los
ojos, pronunció sobre ellos la bendición, los partió, los dio”. Desde aquella
Última Cena, preanunciada en la multiplicación de los panes, celebrada por
las primeras comunidades cristianas, Cristo no ha cesado a lo largo de los
siglos de dar al hombre, sin distinción de ningún género, el pan de su
Cuerpo, alimento de vida eterna. SUGERENCIAS PASTORALES Hambre de pan, hambre de Dios. Es algo doloroso, que nos debe hacer
pensar, el hecho de que después de 2000 años de cristianismo, haya millones
de hermanos que tienen hambre de pan, y esto no a miles de kilómetros de
nuestra casa, sino en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en nuestro país.
Además, en estos últimos decenios, las instituciones internacionales y los
medios de comunicación social nos han hecho más conscientes de este triste e
inhumano fenómeno en todo el mundo. ¿No multiplicó Jesús los panes para
saciar el hambre? ¿No dijo a sus discípulos: “dadles vosotros de comer”? ¿No
hemos espiritualizado demasiado nuestra fe? ¿No hemos reducido nuestra fe al
ámbito estrictamente privado? Ciertamente no se puede identificar el
cristianismo con la ONU de la caridad y de la solidariedad, pero en la
entraña misma del cristianismo está el amor al prójimo, sobre todo al más
necesitado. Y hoy, en el siglo de la globalización, no basta la ayuda
individual, pasajera. Los cristianos tenemos que organizarnos, a nivel
parroquial, diocesano, nacional, internacional para desterrar el hambre de la
tierra. Incluso, donde sea necesario, hemos de colaborar con las instituciones
de otras religiones para acabar con esta plaga de la humanidad. Mientras haya
un niño que muera de hambre, nuestra conciencia cristiana no puede estar
tranquila. El hambre de pan es terrible, pero ¿y el hambre de Dios? No nos
conmueve tanto, porque el hambre de Dios no se ve. Es, sin embargo, real,
universalmente presente, más angustiosa no pocas veces que el
mismo hambre de pan. Y lo peor es que son pocos los que de ese hambre se preocupan, pocos los que buscan
satisfacerla. ¿No tendremos que abrir nuestros ojos, ojos de fe y de amor,
para ver a tantos hambrientos de Dios con los que nos cruzamos por la calle,
con los que convivimos en el trabajo, con quienes nos divertimos en un
estadio de fútbol o en una discoteca? Un pan gratis y para todos. La Eucaristía es eso. Dios, nuestro Padre,
nos da gratuitamente el alimento del Cuerpo de Cristo, siempre que lo
queramos recibir con las debidas disposiciones. Si este alimento no cuesta,
si es el “pan de los fuertes”, ¿cómo es posible que sean tan pocos los que lo
reciben? ¿No será que no lo valoran? Es además un mismo y único pan para
todos: la eucaristía es el sacramento de la absoluta igualdad cristiana. No
existe una eucaristía para ricos y otra diversa para pobres. Para Cristo, pan
de nuestra alma, todos somos iguales. Ante Cristo Eucaristía desaparecen
todas las barreras económicas o sociales. Domingo Doce del TIEMPO ORDINARIO Primera: Zac 12, 10-11; 13,1; segunda: Gál 3, 26-29 Evangelio: Lc
9, NEXO ENTRE LAS LECTURAS ¿Quién es Jesucristo? Esta es la gran pregunta de los hombres desde
hace veintiún siglos, y es la pregunta que nos plantea la liturgia de este
domingo. Las respuestas son varias: un profeta revivivo: Elías, Jeremías, por
ejemplo, o un otro Juan Bautista. Pedro en nombre de los Doce llega a afirmar
que es el Mesías de Dios. Para Jesús las respuestas son insuficientes y se da
a sí mismo el nombre de Hijo del hombre, que terminará su vida sobre una cruz
(evangelio). A la luz evangélica se capta el sentido último de la profecía de
Zacarías: “Mirarán a mí, a quien han traspasado” (primera lectura). Para san
Pablo, a la luz de la Pascua, Jesucristo es el que hace pasar al hombre por
la infancia bajo el pedagogo hasta la adultez del hombre libre e hijo de Dios
(segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Un gran profeta, pero nada más. La opinión de la gente no es algo que
ha comenzado a contar en nuestro tiempo. Desde que comenzaron a existir las
ciudades, los reinos y los imperios ha contado y se
la ha tenido en cuenta. En el evangelio, según nos narra san Lucas, Jesús no
la desprecia, pero considerándola insuficiente, la corrige y completa. La
gente piensa que Jesús es un profeta, y en esto tienen razón. Piensa que no
es un profeta cualquiera, sino uno entre los grandes: Elías, tal vez Jeremías,
incluso Juan Bautista resucitado. Jesús no rechaza el título de profeta, pero
deja claro que no dice totalmente quién es Él. Además la comparación con
Elías, Jeremías, o Juan Bautista no sólo le queda muy corta, sino que son
figuras con las que en diversas cosas no se identifica. Jesús es, en verdad,
un gran profeta que habla en nombre de Dios y lee la historia de los hombres
a la luz del designio divino, pero también es mucho más. El mesías de Dios, pero... Pedro, y los demás apóstoles, han acompañado
a Jesús durante un buen tiempo, han convivido con él, le han visto orar,
predicar, curar; han escuchado sus enseñanzas, sobre todo sus palabras sobre
el Reino de Dios. Han dado un paso más en el conocimiento de Jesús: No sólo
es un profeta, es el mesías de Dios. Sí, el mesías, descendiente de David, el
caudillo batallador, el rey victorioso que ha logrado la máxima expansión del
reino de Israel, derrotando a todos sus enemigos. Jesús repetirá, como
mesías, la figura de David: derrotará a los romanos, ampliará las fronteras
del reino, los reyes de las naciones vendrán a él para rendirle vasallaje y
pleitesía. El reino de Israel, reino de Yahvéh, volverá a ser glorioso. Jesús
no está de acuerdo con este mesianismo soñado por Pedro y los demás apóstoles.
Jesús no niega, ni jamás negará, que es el mesías. Sería negar la verdad, y
esto es imposible para quien es la Verdad. Pero Jesús no hace propia la
figura de un mesías, caudillo de las huestes de Yahvéh. Mesías de Dios, sí,
pero mesías diverso a como lo imaginan los discípulos más cercanos. Un mesías, avezado al sufrimiento. En este momento crucial de la vida
de Jesús, antes de comenzar su viaje hacia Jerusalén, lugar de su
crucifixión, él da un paso más en la revelación de su vida y de su persona.
Comienza a hablar de algo extraño, y ausente de toda profecía del Antiguo
Testamento, es decir, de un mesías que va a terminar su existencia sobre el
trono de una cruz. Algo de esto tal vez pudo barruntar el profeta Zacarías,
cuando escribió: “Mirarán hacia mí, a quien traspasaron” (primera lectura),
aunque esta frase jamás se aplicó al mesías en la tradición de los judíos,
puesto que era Yahvéh quien la pronunciaba. Este mesías sufriente, algo
inusitado e inconcebible para cualquier hombre, es identificado con el Hijo
de Dios por San Pablo, quien, por eso, en la segunda lectura, puede decir que
los cristianos “somos hijos de Dios en Cristo Jesús”, su verdadero y único
Hijo. Ahora ya podemos responder mejor a la pregunta sobre quién es Jesús:
“Tú eres el mesías, el Hijo de Dios vivo”. SUGERENCIAS PASTORALES La mejor respuesta se da con la vida. La cuestión Jesucristo no es un
problema que a base de pensar y pensar logramos solucionar de alguna manera.
Menos aún, una cuestión obsoleta, carente de importancia, indiferente al que
se resuelva o no. En realidad es la única cuestión que vale absolutamente la
pena, y que además no puede resolverse sino con la vida. Porque está claro
que el hecho de que Jesucristo haya aceptado ser un mesías de cruz, que Jesús
equivalga a decir Hijo de Dios, sobrepasa nuestros esquemas mentales y
nuestra misma capacidad de raciocinio, y jamás el hombre conquistará esas
verdades de nuestra fe a golpe de silogismos. Sólo cuando el hombre comienza
a recorrer el camino estrecho de la cruz, y, con los ojos fijos en Jesús,
sigue las huellas de su historia, descubre que la cuestión Jesucristo camina
al mismo paso que la cuestión hombre, y que sólo resolviendo la primera queda
también resuelta la segunda. Quien sabe por
experiencia lo que es el sufrimiento y percibe el valor “redentor” del mismo,
tanto para el sujeto que sufre como para la persona o las personas por las
que se sufre, entonces está en condiciones de captar un poquito al menos la
razón de un mesías de dolores. Quien vive su condición de hijo de Dios, la
grandeza de su dignidad filial y la actitud de obediencia propia de un hijo,
estará en grado de responderse a sí mismo quién es Jesucristo, y de poder
proclamarlo con convicción ante los demás. En pocas palabras, si vivimos
enteramente como cristianos, no habrá ni siquiera necesidad de preguntarnos
quién es Jesucristo, porque nuestra vida será nuestra respuesta. “Ora para entender, entiende para orar”. Los misterios de la fe se
conocen mejor en la capilla que en el escritorio, se conocen mejor con la
oración que con el estudio, aunque ambos sean necesarios. Dios es el único
que tiene la llave de los misterios. Sólo Él puede abrirnos ese sagrario de
su corazón. La inteligencia, cuando está abierta a la fe, nos prepara y nos
pone ante el sagrario del misterio. La inteligencia, una vez que Dios nos ha
permitido entrar en el misterio, nos ayuda a darle vueltas y a captar algún
que otro átomo de su realidad superior e infinita. Pero únicamente la
oración, si es humilde, constante, confiada, mueve a Dios a abrirnos el
sagrario del misterio. Dentro de ese sagrario, el alma se extasía y el
entendimiento comienza a navegar por mares desconocidos. La teología más
auténtica es la que se hace no sólo desde la fe, sino sobre todo desde la
oración, desde la inteligencia orante y adorante del misterio. Igualmente, la
predicación más verdadera es la que ha pasado las verdades de la fe por el
horno de la meditación. En las cosas de Dios, el que ora entiende, y el que
no, no entiende nada, o casi nada. Si los cristianos orásemos más y mejor,
los problemas de fe disminuirían en gran número o desaparecerían por
completo. En un mundo que a veces parece sin sentido, la oración puede darle
sentido. ¡Vale la pena! Domingo Trece del TIEMPO ORDINARIO Primera: 1Re 19, 16b.19-21; segunda: Gál 5,1.13-18 Evangelio: Lc 9,
51- NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Llamada y respuesta”: dos palabras que resumen el contenido
sustancial de las lecturas del presente domingo. Jesús en su caminar hacia
Jerusalén llama a algunos a seguirle y a darle una respuesta radical
(evangelio). En esto Jesús supera las exigencias de la llamada y del
seguimiento en el Antiguo Testamento, particularmente en la vocación de
Eliseo (primera lectura). Los gálatas -y todos los cristianos en general- han
sido llamados a la libertad del Espíritu, y por consiguiente tienen que
responder con su comportamiento a su nueva condición de hombres libres,
evitando caer otra vez en la esclavitud (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Los pasajes bíblicos de este domingo nos presentan algunas
características fundamentales de la respuesta a la llamada que Cristo hace a
los hombres. Características exigentes, nada convencionales. Con Jesús hacia el Gólgota. Con el pasaje evangélico comienza Lucas la
gran marcha de Jesús desde el lugar del triunfo y del éxito (Galilea) hacia
el lugar de la muerte y de la derrota incomprensible (el Gólgota en
Jerusalén). Jesús inicia esta marcha “con firme decisión”. Él camina por
delante, el primero, el abanderado de los designios del Padre, “para cumplir
los días de su asunción”, es decir, los días de su martirio fuera de los
muros de Jerusalén y de su exaltación gloriosa mediante la resurrección. Los
discípulos han dicho sí a la llamada y ahora siguen sus pasos, sin entender
muy bien a dónde van. Jesús, en esta larga marcha hacia Jerusalén, les irá
instruyendo y poco a poco captarán que el camino termina en una cruz. Jesús
habla claro, pero la ceguera de los discípulos no es fácil de vencer.
Necesitarán la luz de la Pascua. Como Jesús, pasar haciendo el bien. Los hijos del trueno quieren
arrojar fuego y centellas sobre el pueblo que rechaza darles hospedaje.
Seguramente habían escuchado en la sinagoga que Elías había hecho caer fuego
del cielo (1 Re 18, 38) y ellos no querían ser menos que aquel gran profeta.
Pero Elías hizo bajar el fuego de Dios no sobre una ciudad y sus habitantes,
sino sobre el sacrificio en el monte Carmelo. Santiago y Juan como buenos
discípulos de Juan el Bautista van más allá, porque ellos han escuchado decir
a su antiguo maestro que “el Mesías quemará la paja con fuego que no se
apaga” (Lc 3,17). Lucas nos dice que Jesús “les reprendió con dureza”. ¿Pero
es que no se han enterado de que Jesús no ha venido para hacer el mal, sino
sólo el bien? ¿No entienden que Jesús camina hacia Jerusalén para vencer el
mal con el bien sobre el Calvario? Tres actitudes para seguir a Jesús. Podemos formularlas así: Entrega
total, decisión absoluta, desprendimiento pleno. Hay que estar dispuesto a
dejar el pasado, a no mirar hacia atrás, sino a tender los ojos hacia
adelante, hacia la tierra que hay que labrar y que un día dará su fruto. En
el seguimiento de Jesucristo no se admiten condiciones, si éstas implican
subordinar la llamada al propio querer. Se pide radicalidad, porque el reino
de Dios apremia y no puede esperar: Eliseo pudo poner condiciones a Elías (ir
a despedirse de sus padres), pero el cristiano, si así lo requiere el Reino,
ha de librarse de esta preocupación por un bien urgente y superior.
Finalmente, al discípulo Jesús pide el poner exclusivamente en él su
seguridad, renunciando a todo tipo de seguridades materiales y humanas. Jesús
no tiene nada, sólo a su Padre. El discípulo habrá de estar dispuesto a no
tener nada, sólo un camino y un caminante que le va llevando hacia la cruz. Seguir a Cristo con libertad. Antes del bautismo el cristiano era
esclavo de sí mismo y del Maligno. Cristo lo ha liberado, pero no para
arrojarle otra vez a una nueva esclavitud, sino para que viva siempre en
clave de libertad, bajo la guía del Espíritu Santo. Para un cristiano
incircunciso, nos enseña Pablo, la circuncisión significa es perder la
libertad del Espíritu y caer en la esclavitud de la ley. Por otra parte, un
cristiano, proveniente del paganismo, pierde la libertad si vuelve a vivir
como antes, siguiendo las apetencias de la carne, como la idolatría, la
fornicación, la discordia, las borracheras y, en general, cualquier forma de
libertinaje. El cristiano, liberado por Cristo, ha de aceptar y vivir el
riesgo y el reto de la libertad. SUGERENCIAS PASTORALES Un camino y muchos senderos. Cristo es el único camino, un camino
sobre el que se extiende poderosamente la sombra de la cruz. Este es el único
camino del seguimiento, de la misión, de la plenitud cristiana. Son, sin
embargo, muchos los senderos que conducen a este camino. Son muchos los modos
y tiempos con que Cristo llama a los hombres a caminar con él, junto a él.
Está el sendero de la fidelidad conyugal y el de la consagración radical,
está el sendero del sufrimiento y el de la entrega amorosa en el servicio a
los necesitados, está el sendero de la vida pública y el de la vida oculta en
el quehacer diario del hogar, está el sendero del espectáculo para descanso
del hombre y el de la escuela para su instrucción. Está el sendero de...
Todos los senderos pueden, deben encontrarse en el mismo y único camino:
Jesucristo, maestro de los hombres, redentor del mundo. Al entroncar nuestro
sendero con el camino de Cristo percibiremos que no llegamos desnudos al
camino, sino que portamos con nosotros nuestra cruz y nuestro calvario. Y nos
convenceremos quizá de que la cruz de Cristo está hecha de millones de
cruces, y el Calvario que sostiene la cruz es un promontorio formado por
muchos calvarios. Es el momento de preguntarnos si el sendero de nuestra vida
está entroncado al camino de Cristo. Es el momento de suplicar al Señor que
nuestros senderos confluyan siempre en el camino de Cristo maestro y
redentor. Caminar sin entender del todo. En las cosas del espíritu no todo es
claro, ni todo evidente. Pero uno no puede quedarse paralizado, hay que
caminar aunque no se entienda todo ni del todo. Caminar mirando una estrella
que un día se vio, y que ahora quizá está cubierta por una densa nube.
Caminar, como Jesús, con paso firme, sin miedo, aunque la inteligencia quiera
que detenga el paso e incluso que retroceda ante la niebla del camino.
Caminar en el claroscuro de la fe, mirando siempre hacia adelante, hacia
Jerusalén, la meta de nuestra existencia. Caminar, caminar, caminar... ¿No
nos sucede a veces que nuestra inteligencia nos frena en el camino de la vida
espiritual, del trabajo apostólico? Camina iluminado por el corazón, porque
el corazón tiene sus razones que la razón no comprende. Y el amor
difícilmente se equivoca. Domingo Décimo Cuarto del TIEMPO ORDINARIO Primera: Is 66, 10-14; segunda: Gál 6,14-18 Evangelio: Lc 10,
1-12.17-20 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Buscar en todo el fin: esta frase puede sintetizar los textos
litúrgicos. El fin de la misión de los setenta y dos no es el éxito, sino el
que “sus nombres estén escritos en el cielo” (evangelio). El Isaías
post-exílico ve anticipadamente el fin de todos sus sueños: la ciudad de
Jerusalén que reúne a todos sus hijos, como una madre (primera lectura). La
existencia cristiana no tiene otro fin sino el de apropiarse la vida de
Cristo en toda su realidad histórica, especialmente en el misterio de la
cruz. Es lo que nos enseña san Pablo con su palabra y con su vida (segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL Inscritos en el libro de la vida. Los 72 discípulos de Jesús, símbolo
de los cristianos esparcidos por el mundo, en cuanto que 72 son todos los
pueblos de la tierra (cf Gén 10), están contentos de la misión cumplida y
llegan a Jesús para contarle sus proezas misioneras. Jesús les escucha, pero
a la vez les hace caer en la cuenta de algo importante: las hazañas
misioneras no tienen valor en sí mismas, lo que realmente vale y nos debe
alegrar profundamente es nuestro destino eterno con el Dios de la vida. Esta
búsqueda gozosa del verdadero fin de la existencia explica y da sentido a la
alegría, en sí legítima y razonable, por los éxitos apostólicos, al igual que
da sentido a las penalidades y adversidades connaturales de la misión
cristiana. El discípulo de Jesús, en efecto, no predica realidades
sensiblemente captables y atractivas. Predica que el Reino de Dios ya ha
llegado, predica la paz mesiánica, predica en medio de un mundo no pocas
veces hostil y reacio a los valores del Reino, predica valiéndose y poniendo
su confianza más que en los medios humanos en la fuerza misteriosa de Dios.
Indudablemente, el éxito no es un elemento esencial en el bagaje del
misionero. Madre de consolación y de paz. Cuando el Isaías post-exílico escribe
este bellísimo texto, la diáspora judía es una grandeza extendida por todo el
imperio persa y por el mediterráneo. El profeta, bajo la acción del Espíritu
divino, sueña con un pueblo unido y unificado en la ciudad mística de
Jerusalén. Con ojo avizor mira hacia el futuro y prevé poéticamente el
momento gozoso de la reunificación. Lo hace recurriendo a la imagen de una
madre de familia que reune entorno a sí a todos sus hijos, tiene tiernamente
en sus brazos al más pequeño y le alimenta de su propio pecho. Todos, al
reunirse de nuevo con la madre, se llenan de consuelo y se sienten como
inundados por una grande paz. Esta Jerusalén, madre de consolación y de paz,
simboliza al Dios del consuelo, simboliza a Cristo, que es nuestra paz,
simboliza a la Iglesia en cuyo seno todos somos hermanos y de cuyo amor brota
la paz de Cristo que dura para siempre. La Iglesia, tanto la de hoy como la
de siempre, es en su esencia, aunque no siempre en sus hombres, madre de
consolación y de paz para todos los pueblos. Llevo en mi cuerpo el tatuaje de Jesús. Para un cristiano, nos dice
San Pablo, carece de valor estar o no circuncidado, lo que vale es ser una
nueva creatura. Todo ha de estar subordinado a la consecución de este fin.
San Pablo es consciente de haberlo conseguido, pues lleva en su cuerpo el
tatuaje de Jesús. Es decir, lleva en todo su ser una señal de pertenencia a
Jesús, como el esclavo llevaba una señal de pertenencia a su patrón, o como
en las religiones mistéricas, el iniciado llevaba en sí una señal de
pertenencia a su dios. Como Pablo, así deben ser todos los cristianos, por
eso puede decirles: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. Este es,
además, el fin de la misión de Jesucristo: que el hombre se apropie la
redención operada por Jesucristo y llegue así a ser y a manifestar a los
demás que es pertenencia de Dios. Después de veinte siglos de cristianismo,
¿cuántos llevan grabado en su mismo ser el tatuaje de Jesucristo? SUGERENCIAS PASTORALES Cristiano, o sea, misionero. La imagen del cristiano que va a misa,
cree en los dogmas de fe y cumple con los mandamientos, es incompleta y algo
anticuada. No basta eso, porque ser cristiano es tener una misión y
realizarla con celo y ardor en los quehaceres de la vida y en la amplísima
gama de tareas eclesiales hoy existentes. Más aún, el sentido de misión es el
estímulo más fuerte para creer y vivir la fe, para cumplir con los
mandamientos de Dios y de la Iglesia. Si alguno no está convencido de que ser
cristiano equivale a vivir en clave de misión, le recomiendo que lea los
documentos del Concilio Vaticano II y el catecismo de la Iglesia católica. En
este último se lee: “Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es
‘enviada’ al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de
diferentes maneras, tienen parte en este envío. ‘La vocación cristiana, por
su misma naturaleza, es también vocación al apostolado” (CIC 863). Si amamos
filialmente a la Iglesia, no dudemos de que la mejor manera de expresarle
nuestro amor sea mediante nuestro espíritu misionero. Y misionero significa
conciencia viva de ser enviado; si bien este envío puede ser al vecino de
casa, al cliente en el trabajo, al emigrante que encuentro en la parada del
autobús o del semáforo, a la joven pareja que se prepara para el
matrimonio... Hoy en día misionar no es únicamente marchar a un país lejano a
predicar la fe y el estilo de vida de Cristo, es también una tarea que se
lleva a cabo en el propio barrio, en las plazas de la ciudad e incluso entre
las paredes del propio hogar. La misión puede más que el miedo. Parafraseando a Juan Pablo II
podríamos decir: “No tengáis miedo de ser misioneros”. Porque, a decir
verdad, algunas veces al menos nos atenaza el temor, el respeto humano, el
qué pensarán y el qué dirán. Es humano sentir miedo, pero la misión ha de
superar y sobrepasar nuestros temores. El futbolista no tiene miedo de hablar
de fútbol ni el médico o el maestro de hablar de su profesión. ¿Hemos de
tener miedo los cristianos de hablar de Cristo: su persona, su vida, su
verdad, su amor, su misterio? La fe y la misión comienzan en el corazón, eso
es verdad, pero han de terminar en los hechos y en los labios. Todos hemos de
vencer cualquier muestra de miedo. Los adultos, para no llamar al miedo
prudencia. Los jóvenes, para no creerse seres de otro planeta entre sus
coetáneos. Sobre todo, vosotros jóvenes (laicos, religiosos y religiosas,
sacerdotes), que sois enviados por Cristo como apóstoles de los jóvenes. ¡Es
vuestra hora! ¿La dejaréis pasar? También vosotros, maestros y educadores
cristianos, que tenéis en vuestras manos la niñez y la adolescencia, ¡sed
misioneros en la escuela! ¿Podremos permitir que el miedo prevalezca sobre
nuestra misión cristiana? Nuestra misión ha de ser nuestra corona y nuestra
gloria. Domingo Décimo Quinto del TIEMPO ORDINARIO Primera: Deut 30, 10-14; segunda: Col. 1, 15-20 Evangelio: Lc 10,
25-37 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La cuestión Jesús podría ser el centro de convergencia de los textos
litúrgicos. Jesús es una grande pregunta y la Biblia nos ofrece una grande
respuesta. En el evangelio Jesús se autopresenta como el buen samaritano, disponible
para cualquier necesidad, allí donde exista y sea quien sea el necesitado. La
primera lectura nos habla de la Palabra cercana, en los labios y en el
corazón, y esa Palabra cercana se identifica con Jesús, el Dios-hombre, que
nos habla con palabras de hombre. En la carta a los colosenses, en un antiguo
y bello himno cristológico, Jesús es cantado como el primogénito de toda la
creación, a quien todo hace referencia y en quien todo encuentra plenitud. MENSAJE DOCTRINAL El buen samaritano, seudónimo de Jesús. La parábola del buen
samaritano no es sólo un tesoro cristiano, pertenece a la riqueza de la
humanidad. Tal vez no sea exagerado decir que no hay hombre que no la
conozca, que no haya pretendido interpretarla alguna vez en su propia vida.
Cabe destacar, por ello, que no es una parábola hecha vida, sino una vida
hecha parábola, y por eso se puede decir que el buen samaritano es un
seudónimo de Jesús. A la pregunta del escriba sobre quién es su prójimo,
Jesús habría podido responder directamente: “Yo soy”; prefirió, sin embargo,
escoger el camino parabólico y hacer de la narración un espejo de su
existencia, enteramente entregada al hombre por amor. Verdaderamente
Jesucristo es el prójimo de todo hombre, es decir, cercano, accesible,
disponible, acogedor, próximo en cualquier situación o circunstancia humanas.
Una perspectiva interesante para leer los evangelios podría ser ésta de la
proximidad, adoptando como punto de partida el gran misterio de la
encarnación, por la que Dios se hace próximo al hombre en Jesús de Nazaret.
Jesús está próximo a los niños, a los enfermos, a los discípulos, a los
inquietos, a los poderosos, a los pobres y necesitados, a todos. La
proximidad de Jesucristo al hombre forma parte del misterio de la encarnación
y del nacimiento. Jesús, Palabra cercana. Para el Deutero-nomista la Palabra es la
revelación de Dios primeramente en el Sinaí y ahora en la llanura de Moab.
Una revelación divina que no es algo principalmente extrínseco, sino que
realmente es una Palabra interior, de la que todo seguidor de Jesucristo se
apropia hasta llegar a hacerla suya. Una Palabra y una revelación que
adquieren rostro y nombre propios en Jesucristo. Él es la Palabra hecha
carne. Él es la Palabra que resuena en todas las palabras de la Biblia. Él es
la Palabra que, por obra del Espíritu Santo, se adentra en el alma del
creyente hasta anidar en ella, convirtiéndola en su morada. Está en nuestros
labios la Palabra, porque cuando leemos la Escritura leemos a Cristo en ella.
Está en nuestro corazón, porque la Palabra no es un sonido hueco, tampoco un
mero contenido noético, sino una persona, a la que se conoce y ama en la
intimidad, por la vía del corazón. Para un cristiano, esa palabra cercana e
interior, que está en sus labios y en su corazón es Jesucristo. Él es la
Palabra que nos aproxima al conocimiento y a la intimidad de Dios, que nos
aproxima al verdadero conocimiento de nosotros mismos y del sentido de toda
la creación. Jesús, primogénito de la creación. El himno de la segunda lectura
recurre a varias imágenes para responder a la cuestión Jesús. Jesús es la
imagen visible del Dios invisible, es el primogénito, es decir, el arquetipo
de toda creatura: punto de referencia, por tanto, del cosmos y de la
historia. En definitiva, la creación entera mira hacia Jesucristo como a su
modelo, su razón de ser, su último destino. Por eso, el himno de la carta a
los colosenses nos dice que en Jesús reside toda la plenitud. Finalmente,
aplica a Jesús otros dos nombres: cabeza del cuerpo, que es la Iglesia, o sea,
centro de cohesión y de dirección de los cristianos, y primogénito de entre
los muertos: Aquel en quien anticipadamente se nos muestra el destino final
de todos los hombres que buscan sinceramente a Dios. Como primogénito de la
creación, todo lo engloba, todo lo configura, todo lo sella con su imagen y
con su amor. SUGERENCIAS PASTORALES Haz tú lo mismo. Jesús es el buen samaritano, es el hombre más próximo
a todo hombre y a todos los hombres. La grandeza de la vocación cristiana
está en que Jesús no nos dice: “ve y enseña tú lo mismo”, sino “ve y haz tú
lo mismo”. Como nos dirá Santiago: “La fe sin obras es una fe muerta”. Hoy
cada cristiano es llamado a repetir a Jesús en su vida, a hacer del buen
samaritano un propio seudónimo. Jesús dice a algunos cristianos: “Haz tú lo
mismo en tu casa: con tu mamá que está enferma; con tu vecino, que es anciano
y no puede valerse por sí mismo para muchas cosas; con tu hijo que tuvo un
accidente y habrá de vivir el resto de su vida en silla de ruedas”. A otros
cristianos Jesús dirá: “Ve y haz tú lo mismo cuando vas por la calle, dando
limosna con gusto a quien te la pida, informando amablemente a quien te
pregunta por una dirección o por el nombre de un negocio; ve y haz tú lo
mismo cuando vas en el autobús o en el metro, cediendo el asiento a los
ancianos, a las madres con niños pequeños, a los minusválidos, siendo
respetuoso y dueño de ti mismo cuando el autobús va a tope y te empujan por
todas partes o incluso intentan robarte”. Haz tú lo mismo: esta frase la
deberíamos tener presente en nuestra mente y en nuestro corazón a lo largo de
todos los días. Una frase que posee un potencial enorme de creatividad y de
impulsos nuevos a la acción en favor de nuestros hermanos los hombres. Haz tú
lo mismo: esta sola frase es capaz de inventar el futuro, de fraguar un mundo
nuevo y mejor. ¿Cuántos cristianos haremos caso? Una Palabra dirigida a ti. Toda la Biblia es palabra, palabra de Dios.
Las palabras humanas en que está escrita la Biblia son como sonidos que
llegan a nuestros oídos, entran dentro de nosotros y a través de ellos
escuchamos la Palabra de Dios, su mensaje de verdad, de amor, de auténtico
humanismo cristiano. Es una Palabra dirigida a todos, porque todos la podemos
entender y a todos nos puede abrir las puertas de la salvación. Pero sobre
todo es una Palabra dirigida personalmente a cada uno, a ti. Puede suceder
que, cuando tú lees un texto de la Biblia, haya otros hombres leyendo el
mismo texto en algún otro lado del planeta, pero es seguro que el mensaje
será absolutamente personal, dirigido a ti, con tu nombre y apellidos. Cuando
en la liturgia de la Palabra, en la misa, se hacen las tres lecturas, todos
los presentes escuchan los mismos textos, pero en cada uno resuenan de modo
diferente y a cada uno envían mensajes particulares. Para la Palabra de Dios
no cuenta el número, sino la persona, cada persona en su carácter único,
irrepetible y diverso de todas las demás. Un Padre de la Iglesia decía que la
Escritura es como una carta que Dios escribe a cada hombre. No una carta
protocolaria o puramente administrativa, sino una carta de un Padre a su
hijo, una carta donde el Padre habla de sí mismo con gran sencillez, pero al
mismo tiempo manifestando sus pensamientos y deseos más íntimos. Escucha esa
Palabra de Dios para ti, en ella te va la vida y la felicidad, en ella se te
da la clave para vivir dando sentido a tu existencia. No te asuste la levedad
de la Palabra. Parece frágil y leve, pero posee la solidez del acero. ¡Es
Palabra de Dios! Domingo Décimo Sexto del TIEMPO ORDINARIO Primera: Gén 18, 1-10ª; segunda: Col. 1, 24-28. Evangelio: Lc 10,
38-42 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La primera lectura y el evangelio hablan claramente de la
hospitalidad. Se nos habla de Abraham que, en plena canícula, ofrece un
hospedaje espléndido a tres misteriosos personajes. Se nos habla de Marta de
Betania que acoge a Jesús y a sus discípulos en su casa, y de María, su
hermana, que acoge como discípula atenta la palabra de Jesús en su corazón.
El texto de la carta a los colosenses presenta a Pablo que hospeda en su
cuerpo y en su alma al Cristo Crucificado para completar las tribulaciones de
Cristo en su cuerpo, que es la Iglesia. MENSAJE DOCTRINAL Hospitalidad y bendición. Es sabido que la hospitalidad era, entre los
nómadas, la virtud por excelencia. En cierta manera, gozaba de un cierto
carácter sagrado e inviolable, digno del máximo respeto. El relato de la
primera lectura narra la hospitalidad de Abraham para con tres personajes
algo misteriosos, pero se trata de una hospitalidad que va acompañada de una
bendición sorprendente y a contrapelo de las leyes naturales. Llama la
atención en este texto el hecho de que Abraham se dirige a los tres
personajes en singular: “Señor mío, si te he caído en gracia, no pases de
largo cerca de tu servidor”. Para Abraham esos personajes son mensajeros
(ángeles) de Dios, que vienen a anunciarle algo de parte de Yahvé. La
narración tiene, por tanto, visos de ser una teofanía, en la que Abraham
acoge y hospeda generosa y gozosamente a Dios bajo el rostro de tres
delegados suyos. El mensaje de Dios no se hace esperar, y es de bendición:
“Volveré sin falta a ti pasado el tiempo de un embarazo, y para entonces tu
mujer Sara tendrá un hijo”. ¿Qué otra mejor bendición podría esperar Abraham
que la descendencia, que hasta ahora le había sido negada por la esterilidad
de su mujer? Ahora se le pide a Abraham acoger sin titubeos, con absoluta
confianza, esta bendición de Dios. Y Abraham acogió de nuevo esta palabra de
bendición y Dios le dio un hijo en su vejez. Hospedar generosamente el
misterio de Dios, hospedar confiadamente su palabra y, consiguientemente,
tener la seguridad de que Dios bendecirá nuestra existencia. Dos formas de hospedar al amigo. Estas dos formas están representadas
por Marta y María. Son dos formas igualmente buenas y necesarias, aunque la
segunda sea preferible a la primera. Marta hospeda a Jesús y a sus discípulos
en su casa. De esta manera, les muestra primeramente su aprecio y amistad,
les protege además del calor ardiente del desierto que acaban de atravesar
para llegar hasta Betania, y les da de beber y comer para reparar sus
fuerzas, gastadas por la larga y fatigosa caminata. María hospeda a Jesús
escuchando su palabra, sentada a sus pies, como una discípula entusiasta que
no quiere perderse ni una jota de las enseñanzas del Maestro. Este hospedaje
interior, espiritualmente activo, es estimado por Jesús de más valor que el
hospedaje externo, centrado en la preparación de la mesa para una comida de
hospitalidad. Por eso Jesús le dice a Marta: “Marta, Marta, te preocupas y te
agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”.
Jesús en modo alguno desprecia la hospitalidad de Marta, la considera
valiosa. Pero a la vez le recuerda que hay otra hospitalidad más importante
e, indirectamente, invita a Marta a dársela. Es como si Jesús dijera a su
anfitriona: “Mira, Marta, prepara cualquier cosita, y luego ven a sentarte
junto a María y a escuchar como ella mi palabra”. Dos formas de hospedar al
amigo, de distinto valor, aunque las dos sean necesarias. Pablo, anfitrión del Crucificado. María ha hospedado la palabra de
Jesús. Pablo hospeda la cruz de Jesús, o mejor, a un crucificado. “Completo
lo que falta a las tribulaciones de Cristo”. Aunque el huésped sea un
crucificado, Pablo no se espanta ni se angustia, lo acoge con alegría porque
sabe por experiencia que en Cristo crucificado está la esperanza de la gloria
para él y para todos los cristianos. Para Pablo no es un huésped obligado,
molesto, sino la razón de su existir y de su misión. Dirá: “Estoy crucificado
con Cristo. Vivo yo, pero ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en
mí”. Marta acoge en su casa al amigo bueno y sumamente apreciado, María acoge
al Maestro que tiene palabras de vida, Pablo hospeda al Redentor, a quien con
su pasión, muerte y resurrección redime al hombre de sus pecados, lo salva de
sí mismo. La hospitalidad de Pablo culmina, como en el caso de Abrahán, en
bendición, en la bendición suprema. SUGERENCIAS PASTORALES Hospitalidad hacia los emigrantes. Hoy la palabra hospitalidad puede
traducirse por solidariedad. El cristianismo nos enseña que todos somos
hermanos, y por ello todos hemos de ser solidarios unos con otros. Porque no
hemos de olvidar que la solidariedad es recíproca. El anfitrión se muestra
solidario acogiendo al huésped, y éste hace patente su solidariedad acogiendo
con agradecimiento y respeto la hospitalidad que se le brinda. En definitiva,
el anfitrión acoge a Cristo en el huésped y éste acoge a Cristo en el
anfitrión. Todo esto resulta de gran actualidad ante el problema no pequeño
ni fácil de los emigrantes que, como oleadas constantes, llegan sobre todo a
los países de Europa y de América. Ellos son nuestros hermanos en Cristo o,
al menos, en humanidad, y por eso hemos de respetarles y acogerlos. Ellos,
por su parte, no han de olvidar que nosotros somos sus hermanos, a quienes
deben respeto y acogida en su corazón. ¿Cómo no pensar que, tras la pantalla
de la emigración, se esconde en ocasiones la microcriminalidad, la mafia de
emigrantes clandestinos, la importación ilícita de tabaco y de droga, la
mafia inhumana de secuestro de niños para vender sus órganos o el engaño de
jovencitas que serán llevadas a diversos países de Europa y vendidas a la
prostitución? Cuando el respeto mutuo falla, no se debe exasperar ni
generalizar, dejándose caer en el racismo o el odio a todos los extranjeros,
pero la autoridad pública deberá intervenir y, cuando sea necesario, expulsar
a los delincuentes. La hospitalidad tiene sus reglas humanas y cristianas, y
todos hemos de cumplirlas con fidelidad, para que la convivencia sea
provechosa para todos. Hospedar a Quien nos ha hospedado. Pienso que es importante el que
tomemos conciencia de que nosotros somos huéspedes. Al venir a la vida hemos
sido hospedados por Dios, autor de la misma, en esta gran casa que es la
tierra; sí, porque toda la tierra es la casa de Dios para todo hombre que
viene a este mundo. Hemos sido hospedados con cariño en una familia: nuestros
padres y hermanos, nuestros abuelos, nuestros tíos... Hemos sido hospedados
en una sociedad, en una nación, en una cultura, en una institución política,
educativa...Y sobre todo hemos sido hospedados por Dios en la Iglesia, la
casa que Dios nos ha regalado a los creyentes en Cristo. La reciprocidad nos
obliga. Hemos de hospedar a quien nos ha hospedado, sobre todo al Huésped por
excelencia que es Dios Nuestro Señor. Hemos de dar el debido respeto al
Huésped en nuestras palabras. El blasfemar, el jurar en vano, el negar a Dios
rompe las reglas del respeto debido. Hemos de dar el debido respeto a Dios en
la Iglesia, ante el Santísimo Sacramento. Un respeto que se traduce en
conciencia de la presencia de Dios en la Eucaristía, en adoración humilde y
agradecida, en el reconocimiento práctico del carácter sagrado de la Iglesia,
etc. Domingo Décimo Séptimo del TIEMPO ORDINARIO Primera: Gén 18, 20-21.23-32; segunda: Col 2, 12-14 Evangelio: Lc 11,
1-13 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Los textos litúrgicos de este domingo nos enseñan diversos modo de orar. Abraham aparece en la primera lectura como
modelo de oración de intercesión por los habitantes de Sodoma. En el
evangelio Jesucristo nos enseña con el padrenuestro dos modos de orar: la
oración de deseo, en la primera parte, y la oración de súplica en la segunda.
El texto de la carta a los colosenses no trata directamente de la oración,
pero podríamos decir que ofrece el fundamento de toda oración cristiana,
sobre todo de la oración litúrgica, que es el misterio de la muerte y resurrección
de Jesucristo. O tal vez se pudiera hablar de la oración que se hace vida,
entrega por amor. MENSAJE DOCTRINAL La oración de intercesión. Interceder es unirse a Jesucristo, único
mediador entre Dios y los hombres, y participar de alguna manera en su mediación
salvífica. En la intercesión, en efecto, el orante no busca su propio
interés, sino el de los demás, incluso el de los que le hacen mal.
Normalmente se intercede por alguien que está en necesidad, en peligro o en
dificultad. Así lo hace Abraham ante la situación de Sodoma y Gomorra, a
punto de ser destruidas por su maldad. La de Abraham es una intercesión llena
de atrevimiento y osadía para con Dios, pero al mismo tiempo de grandísima
humildad. “¡Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo
y ceniza! Supón que los cincuenta justos fallen por cinco, ¿destruirías por
los cinco a toda la ciudad?”. La oración de intercesión complace a Dios,
porque es la propia de un corazón conforme a la misericordia del mismo Dios.
Pero la eficacia divina, obtenida por el intercesor, puede encontrar acogida
o rechazo en la persona por la que se intercede. Ante la intercesión de
Abraham, Dios intercede y salva a Lot y a sus hijas, pero Sodoma y Gomorra
son arrasadas por el fuego. La oración de deseo. Lo propio del amor es pensar primeramente en
Aquel que amamos. Por eso, en el padrenuestro que Jesucristo nos enseñó, el
corazón del creyente eleva hasta Dios el deseo ardiente, el ansia del hijo
por la gloria del Padre, siguiendo las huellas de Jesucristo. ¿Qué es lo que
el cristiano más puede desear en este mundo? El evangelio nos responde: Que
sea santificado el nombre de Dios, que venga su Reino. El cristiano desea
ardientemente que Dios sea reconocido como santo, como totalmente diferente
del mundo, como el totalmente Otro, como el Trascendente que sostiene nuestra
libertad y alienta nuestra hambre de trascendencia. El cristiano anhela
fuertemente que se establezca el reino y reinado de Dios sobre la tierra, el
reino del Mesías que abre las puertas a todos los pueblos y a todas las
naciones. ¿Son éstos todos los deseos de los cristianos? Son un compendio,
por eso, todos los demás buenos deseos cristianos, para que sean tales,
deberán decir relación a uno de ellos dos. Una oración de deseo, al margen de
Dios y de su reino, no puede ser cristiana. La oración de súplica o petición. En la segunda parte del
padrenuestro, pedimos a Dios por las necesidades fundamentales de la
existencia humana. Las pedimos no individual, sino comunitariamente. Es la
Iglesia en mí y conmigo la que pide a Dios el pan de cada día, el perdón de
los pecados, la fuerza ante la tentación para todos los cristianos, para
todos los hombres. Son peticiones que se hacen a Dios como Padre, y por ello
con total confianza y seguridad de ser escuchados; pero son también
peticiones audaces porque pedimos cosas nada fáciles, sobre todo si tenemos
en cuenta el misterio de la libertad de Dios y de la libertad del hombre. Son
peticiones que “conciernen a nuestra vida para alimentarla o para curarla del
pecado y se refieren a nuestro combate por la victoria del Bien sobre el Mal”
(CIC 2857). La oración de la vida entregada por amor. Nuestra oración es
paradójicamente también una respuesta, nos dice bellamente el catecismo. Una
respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas
vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas; respuesta de fe a la
promesa gratuita de salvación, respuesta de amor a la sed del Hijo único”
(CIC 2561). Es la oración de la vida, de las obras de la fe y del amor, obras
diarias unidas misteriosamente al gran orante con la vida que es Jesucristo.
En nosotros, dada nuestra miseria, debilidad y limitación humanas, no pocas
veces la oración va por un lado y la vida por otro. En Jesús la oración es
vida y la vida es oración. Así es como pudo cancelar la nota de cargo que
había contra nosotros y clavarla en la cruz, perdonándonos todos nuestros
pecados. Jesucristo oró y murió por nuestros pecados, y con su oración y
muerte nos alcanzó la vida. SUGERENCIAS PASTORALES Dime cómo oras y te diré quién eres. Hay quienes piensan que el valor
del hombre y su identidad se miden por su cuenta bancaria, por su rango
social, por su poder sobre los demás, por su saber, por su fama... Más bien
habrá que decir que el hombre es lo que ora, vale lo que ora. ¿Oras? ¿Oras de
verdad, con todo el alma? ¿Oras mucho, con
frecuencia? ¿Oras con oración de deseo, buscando sinceramente a Dios en tu
oración? ¿Oras desinteresadamente, por quienes tienen necesidad de Dios, de
su misericordia y de su amor? ¿Oras con confianza, con abandono en el poder y
en la sabiduría de Dios que conoce lo que es mejor para los hombres? ¿Oras
con un corazón eclesial, abierto a todos? ¿Oras, como Jesucristo, con tu vida
hecha oblación por la salvación de los hombres? Si oras, y oras así, eres
cristiano auténtico. Si no oras, o si tu oración está desprovista de estas
cualidades, tu carné de identidad cristiana está muy maltrecho y desfigurado.
Por todo esto, conviene recordar que la familia, la escuela, la parroquia
deben ser también y -¿por qué no?- principalmente, escuelas de oración. ¿No
nos sucede que enseñamos muchas cosas a los niños, y nos olvidamos quizá de
enseñarles a orar? El “gusto” de orar. La oración indudablemente no debe ser un capricho,
algo que depende del tener o no tener ganas. Pero evidentemente que tampoco
debe ser un tormento, algo que hago a disgusto, porque hay una ley de la
Iglesia o una costumbre de familia. Orar debe ser algo que me guste, como nos
gustan las cosas buenas. Nos gusta hablar con los amigos, ¿hay un mejor amigo
que Dios? Nos gusta aprender cosas, ¿hay mejor maestro que el mismo Dios? Nos
gusta sentirnos queridos y amados, ¿hay alguien que nos ame y nos quiera más
que Dios Nuestro Señor? Este gusto, como muchas veces no es sensible, nos
resulta algo más difícil. Como es un gusto espiritual, es un gusto que sólo
el Espíritu Santo nos puede regalar. Por tanto, más que esforzarse por gustar
la oración, habremos de esforzarnos por pedir al Espíritu el gusto de orar.
Él, que conoce el interior de cada hombre, es quien infunde en la intimidad
de cada uno este gusto por la oración. ¿Te “gusta” la oración en el recinto
secreto de tu corazón, a solas con Dios? ¿Te “gusta” la oración comunitaria,
por ejemplo, el rosario en familia o en la Iglesia, y sobre todo la santa
misa, oración suprema de la Iglesia al Padre por medio de Jesucristo? Si
todavía no lo tienes, descubre el gusto de la oración y pide al Señor que nos
lo conceda a todos los cristianos. El gusto de orar es una riqueza para cada
cristiano y para toda la la Iglesia. Domingo Décimo Octavo del TIEMPO ORDINARIO Primera: Qo 1, 2; 2, 21-23; segunda: Col 3, 1-5.9-11 Evangelio: Lc 12,
13-21 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Los textos litúrgicos de este domingo nos proponen dos modos de vivir
y estar en el mundo. Está el modo de vivir del hombre viejo y está el propio
del hombre nuevo (segunda lectura), existe el hombre que busca las cosas de
la tierra y el que busca las cosas del cielo (segunda lectura), aquel para
quien todas las cosas son vanidad y para quien todo es providencia de Dios
(primera lectura). El evangelio, por su parte, opone la vida de quien cifra
todo en el tener, y atesora riquezas para sí, y la vida de quien funda su
existencia en el ser, y atesora riquezas delante de Dios. MENSAJE DOCTRINAL Vivir para sí. Es un modo de estar en el mundo, de realizar la
existencia en el arco de años entre el nacimiento y la muerte. Es un modo de
pensar, de actuar, de relacionarse con los hombres y con las cosas. El punto
de referencia de todo es el yo. El saber, el trabajo, el esfuerzo con sus
buenos resultados aparecen, ante el yo, caducos y vanos. Si el hombre es un
ser abocado al morir, ¿a qué le sirve su saber, su trabajo, si no puede
vencer su destino mortal, su immersión en la nada? Todo es vanidad, humo que
se lleva el viento. Cuando el yo es el centro de la vida, tenemos al hombre
viejo, incapaz por sí mismo de salir de la tiniebla de su hermetismo, cada
vez más sumergido en el fondo del vicio y del pecado, con la mirada cada vez
más puesta en las cosas de la tierra sin la posibilidad de alzarla hacia las
alturas. Hombre viejo, porque en cierta manera repite en su vida la historia
antiquísima del primer Adán, del gusto del pecado y de la caída original. Por
otra parte, el yo es sumamente pobre dejado en sus propias manos, porque
privilegia el tener y el aparecer. ¿Hay algo más efímero y lábil que esas dos
realidades? ¿Cómo se puede fundar una existencia sobre algo que hoy es y
mañana desaparece? ¿Cómo se puede mirar de frente a la muerte, cuando los
grandes valores que han regido la vida han sido los bienes materiales y las
apariencias, a quienes está prohibido pasar el umbral del más allá? Con razón
se puede aplicar a quien vive para sí las palabras de Jesús en la parábola
del texto evangélico: “¡Insensato! Esta misma noche te reclamarán el alma.
Las cosas que has acumulado, ¿para quién serán?”. Así es quien atesora
riquezas para sí, quien centra en sí su propio vivir y actuar entre los
hombres. Vivir delante de Dios. Dios no es, a decir verdad, el antagonista del
yo, de la realización personal. ¡De ninguna manera! Pero la sabiduría eterna
nos enseña que la propia realización consiste y se lleva a cabo por el camino
del vivir para Dios, de vivir a los ojos de Dios. El trabajo y el saber, a
los ojos de Dios, tienen un sentido y un destino providenciales, más allá de
los límites de la esfera mundana. Todo lo que uno hace por Dios en este mundo
lo trasciende y habita, purificado y elevado, en la eterna morada de Dios.
Vive ante Dios y para Dios el hombre nuevo, que ha sido rehecho por Cristo
mediante el bautismo a su imagen y semejanza, que ha sido circuncidado no en
su carne sino en su corazón, y viviendo delante de Dios vive sin miedo a la
muerte, que considera, más que un final absurdo y sin sentido, una puerta a
una existencia nueva de la que ya se participa, aunque sea de modo muy pobre
y elemental. Por eso, el hombre nuevo tiene los pies bien puestos en la
tierra y en los quehaceres de este mundo, pero su mirada y su corazón están puestos
arriba, en el cielo, hacia donde camina con confianza y esperanza. Quien vive
para Dios no se enajena del mundo, no lo desprecia ni lo odia, porque es la
casa que el Padre le ha dado para que en ella habite. Trabaja como todos los
demás, gasta sus fuerzas para producir riqueza, pero tiene un corazón puro y
desprendido y sabe muy bien que los bienes de este mundo tienen un destino
universal, y no pueden ser injustamente acaparados en pocas manos. En vez de
decirse a sí mismo: “Descansa, come, bebe, banquetea”, piensa más bien en
cómo ayudar para que los hombres todos, sobre todo quienes están más cerca de
su vida, tengan su oportuno descanso, dispongan de alimentos y puedan
sanamente disfrutar de lo necesario para un banquete de fiesta. SUGERENCIAS PASTORALES El homo oeconomicus no tiene futuro. Solemos con frecuencia clasificar
al hombre según algún aspecto que lo caracteriza. Así, por ejemplo, se habla
de “homo faber” para subrayar su capacidad manual, u “homo cogitans” para
resaltar su vocación de pensador. Con la expresión “homo oeconomicus” se pone
de relieve el tipo de hombre centrado en el dinero y en el bienestar. Pues
bien, hemos de afirmar que este hombre carece de futuro. Hay gente que dice:
“Con el dinero puedes hacer todo lo que quieras; abre todas las puertas”. No
es verdad. Con dinero no puedes comprar la felicidad, aunque a ratos te pueda
hacer feliz. Con dinero no puedes comprar el amor, a lo más una noche de
pasión o un amorío efímero y frustrante. El dinero no te hace virtuoso, más
bien abre con no poca frecuencia la puerta al antro del vicio. Lo
reconozcamos o no, todos pretendemos un futuro más feliz, pero ese futuro no
lo encontrarás en una cuenta bancaria boyante. Lo encontrarás dentro de ti,
en el sagrario de tu conciencia, en la paz interior ante ti mismo y ante
Dios. Sobre todo, no tiene futuro, porque el “homo oeconomicus” no es
ciudadano del cielo, le falta el pasaporte y ante la muerte y el juicio de
Dios la cuenta bancaria no cuenta para nada. ¿Por qué no cambiar el “homo oeconomicus”
en “homo pneumaticus”, en hombre iluminado, guiado y configurado por la
acción del Espíritu Santo? No es fácil, pero es posible, deseable. Son muchos quienes lo han
hecho. Inténtalo, si no lo has hecho todavía. Invita a otros a intentarlo. ¿Tiene sentido cambiar de sentido? Los dos modos de vivir de que hemos
hablado son como una autopista, con las dos vías separadas, sin posibilidad
de maniobra para cambiar de dirección cuando uno quiera. Unos carriles van
sólo en una dirección y otros en la dirección contraria. Esto da mucha mayor
seguridad a los conductores, hace más fácil y menos cansado el conducir, se
puede ir a mayor velocidad... se viaja a gusto en general, aunque habrá que
tener cuidado en las curvas, no excederse en la velocidad, no dejarse vencer
por la fatiga. Avanzo, progreso hacia Babilonia, veo que no voy sólo sino que
muchos van por la misma dirección que yo. Pienso que he elegido bien la
ciudad de mis sueños y que será una gozada vivir en ella, con gente per bene.
De vez en cuando observo que hay un letrero en el que está escrito: “cambio
de sentido”. He visto que alguno que otro ha dejado la pista y ha buscado
cambiar de dirección. Mi primera reacción ha sido: “¡Pero qué tonto! ¿Tiene
sentido cambiar de sentido?”, y he seguido adelante. Luego, ante otros
letreros iguales, o en momentos inesperados, me ha venido la imagen de
quienes salían de la autopista. ¿Por qué lo harán? ¿Será gente rara?
¿Pensarán que se han equivocado de dirección? ¿Habrán comprendido que
Babilonia no es una isla de felicidad? La verdad es que la espinita de la
duda se me ha clavado dentro. ¿Qué hacer? Te animo a cambiar de dirección, a
tomar el carril que se dirige a Jerusalén; a hacerlo en el próximo cambio de
sentido, sin esperar al último... No creas que son
pocos los que van en esa dirección. Al cambiar de sentido, te darás cuenta de
que el tráfico es también intenso. ¡Jerusalén, la ciudad del gran Dios!
¡Jerusalén, la ciudad en que Jesucristo dio su vida por nosotros! ¡Jerusalén,
la ciudad de los hijos de Dios! ¡Jerusalén, símbolo de verdad y de justicia,
símbolo de amor y solidaridad! ¡Jerusalén, la ciudad fundada por Dios para
que tú habites en ella! Domingo Décimo Noveno del TIEMPO ORDINARIO Primera: Sab 18, 3.6-9; segunda: Heb 11, 1-2.8-19 Evangelio: Lc 12,
32-48 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “En confiada y vigilante espera”, así resumo el contenido principal
del mensaje litúrgico de hoy. Esta es la actitud de Abraham y Sara, y de
todos aquellos que murieron en espera de la promesa hecha por Dios (segunda
lectura). Esta es la actitud de los descendientes de los patriarcas,
esperando con confianza, en medio de duros trabajos, la noche de la
liberación (primera lectura). Esta es la actitud del cristiano en este mundo,
entregado a sus quehaceres diarios, esperando con corazón vigilante la
llegada de su Señor (evangelio). MENSAJE DOCTRINAL La espera histórica. Dios es un Dios fiel y sus promesas se cumplen,
pero, en cuanto promesas, no se ven en el inmediato presente, sino que se
esperan para el futuro. Podemos, pues, decir que la historia de la salvación
es la historia de las esperanzas y de la espera de los judíos y de los
cristianos. Prototipo de esperanza es Abraham, como resalta la carta a los Hebreos
(segunda lectura). Primero vive en la esperanza y espera de un hijo, y Dios
le cumple dándole a Isaac, a pesar de la edad avanzada y de la esterilidad de
Sara, su mujer. Luego, en la espera y esperanza de una tierra y de una
descendencia numerosa. Dios cumplirá, pero no durante la existencia terrena
de Abraham. De este modo, en Abraham se inaugura la cadena de las esperanzas
y de la espera de los patriarcas y del pueblo de Israel. Después de varios
siglos, en el XIII a. de C., Dios cumplió la promesa de la tierra con Josué.
Muchos siglos después, con Jesucristo, Dios cumplirá la promesa de la
descendencia, ya que sólo en Jesús “serán benditos todos los pueblos de la
tierra”. En el libro de la Sabiduría (primera lectura) se menciona otra
promesa de Dios: la liberación de la esclavitud: “Aquella noche fue
pre-anunciada a nuestros Padres” (cf Gén 15, 13-14; 46, 3-4). También esta
promesa Dios la cumplió de modo glorioso y potente, en aquella famosa noche
en que los egipcios quedaron en tinieblas mientras a los israelitas les
precedía una columna de fuego que iluminaba su camino, aquella noche que para
los egipcios fue trágica por la muerte de todos los primogénitos, mientras
que para los israelitas fue noche de liberación y alegría. Dios no sólo
cumple su promesa, sino que vence el mal y con amor atrae y llama hacia sí a
los elegidos. No es sólo un Dios fiel, sino además un Padre amante. La espera metahistórica. En la carta a los Hebreos se presenta a los
patriarcas y a las grandes figuras del pueblo de Israel buscando una patria.
El autor de la carta interpreta esta búsqueda no en sentido histórico, sino
metahistórico: “Aspiran a una patria mejor, es decir, a la patria celeste”.
El mismo Dios que fue fiel cumpliendo sus promesas en la historia, será fiel
en el más allá de la historia. De esta espera y esperanza metahistóricas nos
habla sobre todo el evangelio, mediante la imagen del patrón a quien los
siervos deben esperar hasta que llegue para abrirle la puerta apenas toque.
Desde el nacer todo hombre, en alguna manera, está a la espera de su Señor.
Los cristianos hemos de esperar sin miedo, con gozo, “porque el Padre se ha
complacido en darnos el Reino”, y Dios, nuestro Padre, no dejará de cumplir.
Hemos de esperar en actitud de disponibilidad para cualquier momento: “con la
cintura ceñida y las lámparas encendidas”. Igualmente, la espera ha de ser
vigilante, porque el Señor llegará “como un ladrón”, cuando menos se piensa.
La mejor manera de esperar es seguramente haciendo el bien a todos y llevando
una conducta digna. El abusar del propio poder, golpeando a los criados y
criadas, comiendo y bebiendo hasta emborracharse, es un modo inapropiado de
esperar al Señor, y por eso nos dice el evangelio: “Le castigará severamente
y le señalará su suerte entre los infieles”. El más allá, y el juicio de Dios
que implica esta realidad, nos puede resultar misterioso, inaccesible a
nuestra inteligencia, pero no es algo marginal de la fe cristiana, sino algo
constitutivo de su credo: “Espero la resurrección de los muertos y la gloria
del mundo futuro”. Vivimos de esperanza, pero toda la historia de la
salvación nos ha mostrado, siglo tras siglo, que la esperanza puesta en Dios
no defrauda. SUGERENCIAS PASTORALES Mirar el presente con ojos lejanos. El cristiano no es un utópico, un
soñador desconectado del presente con su realidad contante y sonante. El
cristianismo vive el realismo del presente, con las pequeñas tareas de cada
día, con los pequeños o grandes proyectos, con las luchas por la vida y la
supervivencia de tantos hombres, con la crónica negra de los periódicos o de
la televisión, con las pequeñas sorpresas que de vez en cuando llaman a la
puerta. En realidad la vida se vive en presente o no se vive. El presente es
lo único a nuestra disposición, porque el pasado ya se esfumó y el futuro
carece todavía de consistencia propia. El presente es la tierra que piso, la
familia en la que vivo, la novia que amo, la madre enferma, el hijo travieso,
la oficina en la que trabajo, la parroquia por la que paso a diario, el análisis
de sangre o el coche nuevo que acabo de comprar. Nuestra mirada ha de estar
puesta en ese presente, no evadirnos de él, asumirlo con toda su realidad,
sea triste o sea agradable. No hemos de tener miedo al presente, hemos de
mirarle de frente, con hombría. Pero el presente no existe encerrado en su
propia concha, por su misma naturaleza está abierto al futuro que paso a
paso, inexorablemente se convierte en presente. Eso futuro no puede olvidarse
en el vivir cotidiano del momento. De ahí que hayamos de mirar el presente
con ojos lejanos. El futuro es el horizonte del presente, es la esperanza. El
presente hermético fenece con su propio instante. El presente abierto ve ya
la espiga dorada en la semilla apenas arrojada en la tierra. El presente
hermético pretende eternizar la brizna de la felicidad efímera, que se
marchita entre sus manos, y al no lograrlo, se derrumba en catástrofe. El
presente abierto y cristiano lanza su mirada hacia adelante, cada vez más y
más hasta hacerla entrar en la morada misma de Dios. Que tus ojos iluminen la
realidad presente con el fulgor que han captado mirando el futuro. La vigilancia no es un optional. El futuro de cada hombre, con todo su
espesor, es imprevisible. El metereólogo puede prever el tiempo para mañana,
aunque con riesgo de equivocarse. El economista puede prever la inflación en
el país durante el mes de mayo o en el año 2000, con mayor o menos
aproximación. Pero la historia del hombre es imposible de prever, porque es
una historia de libertad. Libertad del hombre, y sobre todo libertad de Dios.
¿Quién puede saber lo que harán los hombres el día de mañana? ¿Quién puede
prever los designios de Dios para el futuro inmediato o remoto? La
imprevisibilidad del futuro reclama vigilancia. El hombre prudente, sensato,
no considera la actitud vigilante algo simplemente posible, una entre otras
muchas opciones. La vigilancia es la mejor opción. Vigilar para que el futuro
no nos coja desprevenidos. Vigilar para ser capaces de dominar los
acontecimientos, en lugar de ser dominados por ellos. Vigilar para no perder
jamás la paz, ni siquiera ante el desencadenamiento más tremendo de pruebas y
experiencias adversas. En realidad, quien vigila ya ha mirado en los ojos al
futuro, y está preparado para afrontarlo con garbo y decisión. Vigilar para
descubrir la escritura de Dios en las páginas de la historia. Vigilar para
saber descubrir la acción del Espíritu en tu interior, en el interior de los
hombres. Vigilar para terminar con happy end la última página del libro de tu
vida. Vigilar para mantener íntegras la fe, la esperanza y la caridad,
“cuando Él venga”. La vigilancia no es un optional, es una necesidad vital. Solemnidad de la ASUNCIÓN 15 de agosto Primera: Ap 11, 19; 12, 1-6ª.10ab; segunda: 1Cor 15, 20-26; Evangelio:
Lc 1, 39-56 NEXO ENTRE LAS LECTURAS El concepto de “relación” puede servirnos para establecer un lazo de
unión entre los textos de la fiesta de la Asunción. La relación de María con
Dios Padre la encontramos en el texto evangélico: “Ha hecho en mí cosas
grandes el Todopoderoso”. En la primera carta a los
corintios (primera lectura) podemos vislumbrar la relación de María
con su hijo, Jesucristo resucitado, “primicia de los que han muerto”. La
primera lectura nos permite establecer una relación de María con la Iglesia,
“mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza”. MENSAJE DOCTRINAL María y el Padre. María en el Magnificat reconoce que el Todopoderoso
ha hecho obras grandes en ella. ¿Cuáles son esas obras grandes? Primeramente,
la plenitud de gracia con que ha sido concebida y que la ha acompañado a lo
largo de su existencia terrena. Luego, el misterio de la maternidad divina,
maravilloso gesto de amor del Padre a María y a la humanidad entera.
Finalmente, Dios ha hecho de María el arca de la nueva alianza que, con Dios
en su seno, es causa de bendición para Juan Bautista y sus padres (cf
paralelismo con 2Sam c.6). Las cosas grandes de Dios en María no terminan con
el nacimiento de Jesús; Dios sigue actuando con su grandeza en el alma y en
la vida de María, y la última de esas grandes obras de Dios en ella será
precisamente la asunción en cuerpo y alma a la gloria celestial. María es la
poseída por la gracia en el cuerpo y en el alma, la inmaculada, en la que
nada hay corruptible, porque todo en su persona es gracia, puro don de Dios.
¿Podría Dios Padre dejar incompleta la obra maravillosa de gracia, operada en
María, durante su vida terrena? María y su Hijo, Jesucristo. El misterio de la resurrección de
Jesucristo y de su consiguiente glorificación es impensable sin la realidad
de un cuerpo, como el nuestro, que ha sido amorosamente formado en el seno de
María. El Verbo se hizo carne de María y en María. La santísima Virgen puede
decir de Jesús: “Es carne de mi carne”. Si esa carne santísima ha sido
glorificada por la resurrección de Jesucristo, ¿dudará el Hijo de glorificar
también la carne de su Madre, esa carne bendita que fue a la vez arca y
alimento? Cristo resucitado es la primicia de entre los muertos; en el templo
de Jerusalén, la fiesta de las primicias preanunciaba la abundante cosecha;
ahora, Cristo glorioso preanuncia la glorificación de todos los creyentes.
Una glorificación que tendrá lugar “en su segunda venida” al final de los
tiempos. La Pascua definitiva del cristiano no es posesión, sino esperanza
cierta y segura. María es la única mujer que ya vive en la Pascua definitiva,
porque en su carne bendita su Hijo Jesucristo ha realizado en plenitud la
obra de la redención. En cierta manera podemos afirmar que María es también,
junto con Jesús y por obra suya, primicia de entre los muertos. Por eso,
podemos elevar nuestra mirada a la Virgen Asunta con amor y con esperanza. María y la Iglesia. La mujer del Apocalipsis (primera lectura)
simboliza a Eva, a Israel y a la Iglesia. El dragón es la “serpiente antigua”
que tentó a Eva e hizo que fuese arrojada fuera del paraíso (Gén 3). Pero ya
en el v. 15 se abre una ventana a la esperanza con la mujer que vence a la
serpiente pisando su cabeza. Esa mujer es la nueva Eva, María, aquella sobre
la que la serpiente no ha tenido poder alguno, y que por ello puede con total
libertad lograr la victoria sobre ella. La mujer representa al pueblo de
Israel, esa mujer-esposa con la que Yahvé contrajo una alianza esponsal, esa
mujer bella como el sol, poderosa como una grande reina, grávida en espera de
un hijo. En María se realiza de modo perfecto la vocación y la esperanza de
Israel. Ella es bella con el esplendor de Dios, poderosa por su humildad,
grávida por llevar en su seno al mismo Hijo del Altísimo. La mujer simboliza
igualmente a la Iglesia. La Iglesia en el esplendor de su santidad, en la
maternidad fecunda, en la situación de persecución por obra del demonio, en
la huida al desierto para recobrar fuerzas y preparar la batalla de la
victoria. María, como hija de la Iglesia ha llevado hasta el mismo Dios su
santidad, su fecundidad, su victoria; como madre de la Iglesia, desde el
cielo, la asiste en sus pruebas y la consuela en el dolor. SUGERENCIAS PASTORALES Una mujer de nuestra raza. María, con toda su grandeza, no es una
mujer diversa de las demás mujeres de la tierra. Ella es enteramente mujer,
no un ser superior venido de otro planeta ni una creatura sobrenatural bajada
del cielo. Ella se presenta en el Evangelio con todas las características de
su feminidad y de su maternidad en unas circunstancias históricas concretas,
a veces teñidas por el dolor, otras coronadas por el gozo. Siente como mujer,
reacciona como mujer, sufre como mujer, ama como mujer. Su grandeza no procede
de ella, sino de la obra maravillosa de Dios, eso sí acogida y secundada
fielmente por María. Su asunción en cuerpo y alma al cielo no la aleja de
nosotros, y la hace más poderosa para mirar por los hombres, sus hermanos,
con ojos de amor y de piedad. Su presencia gloriosa en el cielo nos habla no
sólo de un privilegio de María, sino de una llamada que Dios hace a todos
para participar de esa misma vida en la plenitud de nuestro cuerpo y de
nuestra alma. Como mujer de nuestra raza, ella es la figura más excelsa de
humana creatura a la vez que la más tierna y maternal. Jesucristo y María, su
Madre, ya han pasado la puerta del cielo con la plenitud de su ser. Nosotros
estamos todavía en el umbral, viviendo en espera y esperanza, pero con la
seguridad de que llegará el momento en que la puerta se abrirá para todos y
comenzaremos a vivir en un mundo nuevo. No es sueño, no es simple promesa. Es
realidad que esperamos con absoluta confianza en el poder de Dios. La
asunción de María es garantía de nuestra esperanza. ¿No es algo magnífico que
el destino glorioso de María sea también nuestro último y definitivo destino?
SALMO A LA ASUNCIÓN DE MARÍA. Bendice, alma mía, al Dios altísimo, porque se ha dignado elevar en cuerpo y alma hasta el cielo a la humilde doncella de Nazaret. Bendigan todas las creaturas al Padre porque eligió a una mujer de nuestra raza, para manifestar en ella la victoria sobre la muerte y sobre la corrupción, como primicia, junto con Cristo, de nuestro destino. Bendigan todos los redimidos a nuestro Señor Jesucristo, porque en María, su Madre, asunta al cielo, hace brillar en su esplendor todos los efectos de la redención. Bendigamos al Espíritu Santo, que ha hecho llamear en el ser de María de Nazaret el fuego que no se consume y la luz que nunca se apaga. Que todas las creaturas, junto con María, alaben a Dios. Domingo Décimo Vigésimo del TIEMPO ORDINARIO Primera: Jer 38, 4-6.8-10; segunda: Heb 12, 1-4 Evangelio: Lc 12,
49-57 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “El escándalo de la verdad” podría servir de título a nuestra
reflexión sobre la liturgia de hoy. La verdad que proclama el profeta
Jeremías escandaliza a sus contemporáneos (primera lectura).
Las palabras de Jesús sobre el fuego del juicio, sobre el bautismo en la
sangre de la cruz y sobre la espada que divide, también escandalizaron a sus
oyentes, porque no respondían a sus expectativas. ¿Y no es verdad que no
pocas veces escandaliza a los hombres la pedagogía divina que recurre, aunque
no únicamente, a la corrección y al castigo? MENSAJE DOCTRINAL El escándalo de Jeremías. Jeremías era un hombre de natural sensible y
tranquilo. Amaba la belleza y tuvo que predicar, por vocación divina,
destrucción y horrendas matanzas. Amaba la tranquilidad y quietud, y estuvo
metido hasta los tuétanos en los acontecimientos tan azarosos y desgraciados
de Jerusalén y del reino de Judá. El Dios que lo había seducido le impulsaba
a hablar cosas desagradables e inesperadas, a realizar acciones simbólicas
que suscitaban indignación y adversidad. Sus palabras y sus acciones
escandalizaron a los habitantes de Jerusalén y de Judá. Y “escandalizar”
quiere decir para los que le oyen que no busca el bien sino el mal de su
pueblo, que es un pesimista y un aguafiestas que descorazona a los soldados y
al pueblo. Jeremías con todo sabe que dice la verdad, una verdad que no se la
ha inventado él, sino que la ha escuchado en la intimidad de su conciencia
como Palabra venida de Dios. El escándalo de la verdad hará sufrir a Jeremías
(será bajado a un pozo lleno de cieno para que allí muera olvidado y
abandonado), pero no importa, él sabe que Dios no lo abandonará (le salvará
por medio de un etíope, de un pagano), y que la verdad de Dios por él
transmitida prevalecerá y vencerá. Y así fue. Jerusalén fue tomada y
destruida por el ejército babilonio, y gran parte de la población deportada,
como esclava, a la tierra de los vencedores. El escándalo de Jesucristo. Jesús se dirige a sus contemporáneos con palabras
hirientes, escandalosas. Habla del fuego del juicio, capaz de quemar y
destruir la situación presente para generar una nueva, pero los oyentes no
están dispuestos a la radicalidad del cambio ni a la irrupción de la novedad.
Jesús habla de bautismo en referencia a la sangre de la cruz, en la cual él
deberá ser bautizado para lavar los pecados del mundo cargados sobre sí.
Pero, ¿qué necesidad hay de ese bautismo? ¿No es suficiente el bautismo de
Juan, el bautismo de los esenios? ¡La cruz, escándalo para los judíos!, nos
recordará Pablo en la primera carta a los corintios. Jesús dice claramente
que no ha venido a traer la paz sobre la tierra, sino la espada que divide a
los hombres: con Cristo o contra Cristo, sin posibilidad de estado neutral.
Esta espada divisoria escandalizó enormemente a los judíos. Ante estos tres
signos que Jesucristo ofrece a sus contemporáneos, éstos no saben leerlos
correctamente, juzgarlos como es debido, ¡y se escandalizan! La verdad que
Jesucristo les predica es un escándalo insoportable. Un escándalo que costó a
Jesucristo la condenación y la muerte ignominiosa en una cruz. El escándalo de Dios. No sólo Jeremías, no sólo Jesús, el mismo Dios
puede provocar escándalo. A la comunidad a la que va dirigida la carta a los
Hebreos podía resultar “escandaloso” que Dios les permitiese pasar por un sin
fin de sufrimientos; más aún, se les podía presentar con fuerza el
“escándalo” del martirio, mediante el derramamiento de la propia sangre.
¿Cómo era posible que Dios dejase intervenir las fuerzas del mal en modo tan
manifiesto? Por eso, el autor de la carta les invita a poner la mirada en
Jesús, el autor y perfeccionador de la fe, que se sometió a la cruz
soportando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.
En lenguaje más coloquial se podría formular así: ¿Os escandalizáis? ¡Mirad a
Jesucristo en la cruz! ¿Os desanimáis ante esta perspectiva? ¡Mirad a
Jesucristo sentado a la derecha del trono de Dios! A la luz de Cristo vuestro
escándalo se convertirá en testimonio de fe y en gloria. SUGERENCIAS PASTORALES ¡Escandaliza, que algo queda! No estoy recomendando el escándalo
inmoral, como por ejemplo el escandalizar a los niños con acciones malas o
desproporcionadas a su capacidad de juicio. Propongo el escándalo de la
verdad, y la verdad puede no gustar, puede ser más o menos oportuna, pero
nunca podrá catalogarse de inmoral. Propongo el repetir muchas veces este
escándalo de la verdad, para que a base de repetición genere al menos un
interrogante, un estímulo, un paso hacia adelante en su conocimiento. Porque,
¿no hay acaso una serie de verdades que escandalizan a muchos hombres de hoy?
Por ejemplo, la verdad de un único Salvador de la Humanidad, nuestro Señor
Jesucristo, centro y eje de la historia y del cosmos; la verdad de una única
Iglesia, fundada por Cristo, que subsiste en la Iglesia católica; la verdad
de un único Creador del universo y del hombre; la verdad de Dios unitrino,
activamente comprometido con la historia del hombre y con su destino; la
verdad de un pueblo sacerdotal, sin distinción de sexos, pero de un
ministerio sacerdotal, al que Dios llama sólo a los varones; la verdad del
matrimonio, constituido únicamente por la unión estable de un hombre y una
mujer; la verdad del destino universal de todos los bienes de la tierra,
etc., etc. Estas verdades escandalizan a muchos oídos en nuestra sociedad. En
vez de callarlas, hablemos de ellas, digámoslas una y otra vez, de formas
diversas, con la sencillez y la convicción que la misma verdad entraña.
Digámoslas en público y en privado. Digámoslas todos: los sacerdotes, los
educadores, los profesores de religión, los catequistas, los teólogos, los
obispos. ¡Escandalicemos a nuestra sociedad con verdades fundamentales de la
fe y de la moral cristianas! “La verdad os hará libres”. En un ambiente social, en el que la verdad
parece ser causa de esclavitud y servidumbre, porque se ignora o se
menosprecia sea la naturaleza de la verdad sea la capacidad del hombre para
la misma, los cristianos estamos convencidos de que la verdad en sí, y
particularmente la verdad de nuestra fe nos hace libres. En realidad, toda
verdad contribuye a construir al hombre y al cristiano en su identidad y
carácter más específicos. Y está claro que entre más nos identifiquemos con
nuestro ser hombre y con nuestro ser cristiano, viviremos mejor y más
plenamente la verdadera libertad de ser lo que hemos de ser, según está
inscrito en nuestra naturaleza o en el gran libro de la revelación de Dios.
Porque el hombre no es libre de ser “lo que quiere”, es libre de ser la
verdad de su ser. La libertad no es un absoluto, dice referencia a la verdad,
que por sí misma nos atrae y subyuga. Allí donde hay verdad, hay libertad, y
donde no hay verdad, hay necesariamente alguna forma de esclavitud. ¿Buscamos
la verdad? ¿Vivimos en la verdad? ¿Amamos la verdad? ¿Permanecemos en la
verdad? ¿Defendemos la verdad? Entonces podemos decir que somos
auténticamente libres, incluso si estamos encerrados en las cuatro paredes de
una prisión o somos considerados “material inútil” por la sociedad
circundante. ¿O acaso tenemos miedo a la verdad, a su fuerza subyugadora? Sí,
en un mundo relativo, dan miedo tal vez las verdades absolutas. Pero, si todo
es relativo, ¿no estamos haciendo de lo relativo lo único absoluto? Tener miedo
a la verdad, en definitiva, es tener miedo a ser uno mismo, es tener miedo a
ser coherente, es dejarse dominar por la ley absoluta de la mayoría, es
perder dignidad humana. La verdad te hará libre. No lo dudes. Es la
experiencia de los hombres grandes. Domingo Vigésimo Primero del TIEMPO ORDINARIO Primera: Is 66, 18-21; segunda: Heb 12, 5-7.11-13 Evangelio: Lc 13,
22-30 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Los textos litúrgicos se mueven entre dos polos: uno, la llamada
universal a la salvación, el otro, el esforzado empeño desde la libertad. El
libro de Isaías (primera lectura) termina hablando de la voluntad salvadora
de Yahvé a todos los pueblos y a todas las lenguas. El evangelio, por su
parte, nos indica que la puerta para entrar en el Reino es estrecha y que
sólo los esforzados entrarán por ella. En este esfuerzo de nuestra libertad
nos acompaña el Señor, con su pedagogía paterna que no está exenta de
corrección, aunque no sea ésta la única forma de pedagogía divina. MENSAJE DOCTRINAL Llamada universal a la salvación. El destino universal de la salvación
no ha sido descubierto por el Concilio Vaticano II, sino que se halla en la
entraña misma de la Palabra y Revelación de Dios: “Dios quiere que todos se
salven”. En el texto de la primera lectura Isaías, en una visión magnífica,
ve venir a Jerusalén, la ciudad de la salvación, casi en forma de procesión
litúrgica, a los hombres de todos los pueblos, sirviéndose de los más
variados medios y trayendo sus ofrendas a Dios. Dios ha llamado y sigue
llamando a todos, sin excepción, porque Dios es Señor y Padre de todos.
¿Puede Dios Padre llamar a algunos de sus hijos a la salvación y a otros no?
¡Sería absurdo e indigno de su divina paternidad! En donde sin duda hay
diferencia es en los medios que Dios ofrece a sus hijos para la salvación. El
texto de Isaías menciona que vendrán a Jerusalén en caballos, carros,
literas, mulos y dromedarios. En otras palabras, los caminos para llegar a la
salvación de Dios, simbolizada en Jerusalén, son muchos y diversos. Hoy en
día, el camino más seguro es la fe cristiana, pero existe también el camino
de las religiones no cristianas. Existe el camino de la ética y de la
conciencia. Existe el camino de la ascética y de la mística, etc. Por otra
parte, la universalidad de la salvación no admite excepciones ni de pueblos
ni de lenguas ni de épocas, ni de categorías sociales o profesionales, ni de
caracteres (sociable, retraído, eufórico...), fisionomía (guapo o feo,
proporcionado o desproporcionado...), fisiología (fuerte o débil, gordo o flaco...),
etc. Todos reciben la llamada por igual, pero cada ser humano encuentra sus
propias dificultades y sus ayudas en el camino a la salvación, que al menos
en parte están relacionadas con la raza, la fisionomía, el carácter, etc.
¡Por Dios no queda! ¿Qué haremos los hombres ante esta oferta universal? La libertad del empeño. En una ocasión alguien pregunto a Jesús:
“Señor, ¿son pocos los que se salvan?” Sabemos que todos son llamados a
salvarse, pero ¿se salvarán realmente todos? En su respuesta, a través de un
lenguaje imaginativo y simbólico, trata de inculcarnos tres verdades
fundamentales: 1) La puerta para entrar en el Reino de Dios, el reino de la
salvación, es una puerta estrecha. La puerta de la llamada la abre Dios y la
abre a todos, pero la puerta de la respuesta depende de la libertad humana, y
no todos están dispuestos a entrar por ella, sobre todo sabiendo que es una
puerta estrecha. Jesús nos dice incluso que habrá muchos que tratarán de
entrar pero que no lo lograrán. ¿Por qué? Porque pretenden entrar cargados de
muchas cosas que les impide el paso. Querer entrar implica querer
desprenderse, y hacerlo realmente. Sin esta voluntad de desprendimiento y sin
esta libertad de esfuerzo, no se puede pasar la puerta de la salvación. 2) La
obtención de la salvación no depende de la religión, tampoco de la
experiencia religiosa, incluso mística, sino de la conducta, de las obras de
salvación. No basta ser cristiano para asegurar la salvación, porque si no
hacemos las obras de cristiano, escucharemos la voz de Dios que nos dice: “No
os conozco, no sé de dónde sois”. No es la experiencia religiosa (el haber
comido y bebido en su presencia) la que causa la salvación; si no va unida a
obras que nazcan de esa experiencia, Dios se verá obligado a responder: “Os
digo que no sé de dónde sois. Alejaos de mí, obradores de iniquidad”. 3) Los
que se salven provendrán no sólo de un lugar, sino de todos los pueblos y de
todos los confines de la tierra. “Vendrán de oriente y de occidente, del
norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el reino de Dios”. En todos los
rincones de la tierra habrá gente esforzada y generosa que quiera entrar por
la puerta estrecha y que ponga todos los medios para conseguirlo. SUGERENCIAS PASTORALES Admirar la pedagogía de Dios. La Biblia es, entre otras cosas, el
libro de la pedagogía de Dios para la salvación del hombre. Dios como
pedagogo es simbolizado por la figura del padre. Es decir, la pedagogía
divina está guiada por el amor peculiar de un padre hacia sus hijos. El texto
de la segunda lectura subraya un aspecto de esta pedagogía: la corrección.
¿Qué padre hay que no se haya visto en ocasiones obligado a corregir a sus
hijos? A veces la corrección puede terminar en castigo, un castigo educativo,
aleccionador. El hijo sabe, aunque llore y patalee, que la corrección o el
castigo son para su bien, y provienen de un padre que le ama de corazón.
Dios, para conducir al hombre hacia la puerta estrecha de la salvación, se ve
obligado a veces a usar de la “corrección” y del “castigo”. También de esa
manera nos manifiesta su amor de Padre. El hombre, más que lamentarse,
enojarse con Dios, considerarse víctima, deberá admirar la maravillosa
pedagogía de Dios, que con su providencia está constantemente pendiente de
nuestra vida, sigue de cerca todos nuestros pasos y, cuando es necesario,
recurre a la corrección para nuestro bien. Pero es evidente que un padre no puede reducirse a un simple
corrector. ¡Sería una caricatura de la pedagogía paterna! El padre sobre todo
guía, alienta, entusiasma a sus hijos por los caminos de la verdad y del
bien. Así es también la pedagogía divina, que pone a nuestro alcance
numerosos medios para despertar en nosotros el deseo profundo de la salvación
y para guiarnos por el camino seguro hacia ella. Y lo hace de un modo
absolutamente personal, porque Dios no es un educador de masas, sino de
hijos. La salvación: iniciativa de Dios y tarea del hombre. Al hombre es
imposible salvarse por sí mismo: es Dios quien salva. Pero Dios no impone la
salvación, la ofrece. Dios no ahorra al hombre la tarea de aceptarla, y así
ser salvado. No es el hombre quien toma la iniciativa de la salvación, sino
Dios. Pero no es Dios quien tiene la tarea de la salvación, sino el hombre.
¡Iniciativa y tarea! ¡Hermosa conjugación de sinergia entre un Padre que ama
con locura a sus hijos y unos hijos que se preocupan de comportarse como
tales! Si Dios renunciara, en un imposible, a la iniciativa de salvación,
renunciaría a su amor de Padre y a su proyecto eterno sobre el destino del
hombre. Si el hombre renunciara a su tarea de salvación, por una parte,
renunciaría a su condición de hombre caído y, por otra, a su fin y destino
eternos. La iniciativa de Dios infunde al hombre seguridad y certeza de la
salvación. La tarea de la salvación le hace poner en juego su libertad y
entregarse de lleno a usarla en sinergia con la iniciativa divina. Todo esto
es estupendo, pero nos pasa muchas veces que vivimos la vida sin pensar mucho
en estas cosas, arrollados quizá por los mismos acontecimientos diarios. El domingo
es un buen día para pensar en todo esto, para hacer un alto en el camino de
la cotidianidad y pensar en algo que vale la vida, y la eternidad. Si la
“salvación” estuviera más presente en nuestras pequeñas tareas de cada día,
¿no cambiaría en algo nuestro modo de vivir y de actuar? ¡No es tiempo de
lamentos! ¡Es tiempo de acción y de esperanza! Domingo Vigésimo Segundo del TIEMPO ORDINARIO Primera: Sir 3, 17-18.20.28-29; segunda: Heb 12, 18-19.22-24
Evangelio: Lc 14, 1.7-14 NEXO ENTRE LAS LECTURAS MENSAJE DOCTRINAL Las justas relaciones nacen de la humildad. Es de perogrullo decir que
el hombre es un ser relacional, y que esas relaciones son con sus semejantes,
con el mundo que lo circunda y con Dios. Lo que quizá no se ve tan claro sea
cuáles son las relaciones más auténticas y propias. La historia de la
humanidad ofrece ejemplos numerosos de diversas formas de vivir la propia
relacionalidad. Hay quienes se guiaron en su comportamiento por una relación
de odio y destrucción. Los demás son enemigos y hay que acabar con ellos;
Dios es enemigo, hay que “matarlo”, como proclamaba Nietzsche; la naturaleza,
la selva hay que destruirla para construir ciudades, espacios humanos. ¡Una
relación enteramente equivocada! Existe también la relación de posesión. Poseer
las cosas para construir un reino de bienestar; poseer a los demás para
servirme de ellos en pro de mi grandeza y de mi poder; poseer a Dios, para
“manejarlo” según mi voluntad. ¡Tampoco ésta parece ser del todo una relación
acertada! ¿Será el temor una buena relación? Miedo a un Dios de imponente
grandeza y terrible en sus juicios; miedo a los hombres y a las cosas, por
complejo de inferioridad o por falta de sentido práctico. ¡No, el temor no es
tampoco una relación adecuada! La verdadera relación nace de la humildad y se
manifiesta como relación de amor. Porque soy humilde, es decir, porque
reconozco mi condición de creatura con su inmensa pequeñez, vivo en actitud
de amor mi relación personal con Dios. Ese amor me induce a percibir su
grandeza y su generosidad para conmigo, a confiar en Él a pesar de mi
pequeñez, a agradecer sus dones, esa ciudad de Sión en la que se cifran todo
los bienes que Dios puede conceder al ser humano (segunda lectura). Porque
soy humilde, amo a los demás y no me considero superior a ellos ni busco
darles algo para recibir de ellos a mi vez su recompensa (evangelio). Porque
soy humilde, no me ensoberbezco con el poder de las riquezas que pueda tener
ni con la grandeza de la ciencia que poseo (primera lectura). El hombre, en su
ser y en sus relaciones, es puro don de Dios, ¿de qué podrá enorgullecerse?
La justa relación del hombre con Dios, con sus semejantes y con las cosas es
el amor, un amor que se hace servicio, respeto, agradecimiento, solidariedad.
La humildad, virtud agradable a Dios. A Dios creador no puede no
agradarle que el hombre acepte su condición de creatura y establezca las
justas relaciones con Él y con toda la creación, pues eso es la humildad. La
falta de humildad, por el contrario, rompe la armonía en la interioridad del
hombre y en el mismo universo, y esa ruptura no agrada al Creador. Por eso,
leemos en el Sirácida que “son los humildes los que glorifican a Dios” y en
el evangelio que “el que se humilla será ensalzado”. ¿Por qué agrada a Dios
la humildad? Precisamente porque el humilde no tiene ninguna pretensión de
suplantar a Dios, de “ser como Dios” o, al menos, de tenerse por un
superhombre o por un supersabio. Muy bien nos recomienda el Sirácida: “No
pretendas lo que te sobrepasa, ni investigues lo que supera tus fuerzas”. El
humilde agrada a Dios porque no lo considera como un rival, sino como un
padre y un amigo. El humilde agrada a Dios, no sólo porque se reconoce
creatura, sino además pecador, e indigno de su condición de hijo.
Precisamente por eso, el humilde mantiene para con Dios una actitud de hijo,
sí, pero que mendiga su benevolencia y su amoroso perdón. Todo esto nos hace
comprender mejor lo que la misma Escritura nos asegura: “Dios resiste a los
soberbios, pero a los humildes les otorga su favor”. La diferencia entre el
soberbio y el humilde la podríamos formular así: “El soberbio busca agradarse
a sí mismo, incluso a costa de Dios, mientras que el humilde busca agradar a
Dios, incluso a costa de sí mismo”. SUGERENCIAS PASTORALES Humildad, o sea, la verdad. Lo que Jesucristo en el evangelio pretende
darnos no es una clase de cortesía y buena educación. Jesús va más a fondo, a
lo esencial, al sustrato íntimo de la persona. Y allí, ¿qué encuentra?
Encuentra un letrero que dice: “todo es don, todo es gracia”. El hombre que
no sea capaz de admitirlo, está en la mentira, se autoengaña y procurará de
muchos modo engañar también a los demás. Por
ejemplo, complaciéndose con sus éxitos, hablando de sus triunfos, exaltando
sus muchas cualidades, creyéndose y haciéndose el importante... Aquel que sea
capaz de admitirlo, está en la verdad, y será profundamente humilde. Porque
la humildad es la verdad con la que nos vemos a nosotros mismos delante de
Dios. Por sí mismo delante de Dios el hombre es polvo, viento, nada. Por la
gracia de Dios es su imagen y es su hijo. Ojalá pudiéramos decir como san
Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido
vana en mí”. ¡Qué manera tan distinta de vivir cuando se vive en la verdad!
El hombre humilde hace siempre la verdad en el amor: la verdad sobre sí
mismo, la verdad sobre los demás y la verdad sobre Dios. Te aconsejo que te
mires en el espejo de la humildad para ver si te reconoces o si es tal el
impacto contrastante con la realidad que el espejo no la soporta y se quiebra
en mil pedazos. No puedo no afirmar que una Iglesia de humildes será una
Iglesia más auténtica, más fiel al designio original de su Fundador. Cada
uno, con nuestra humildad, podemos contribuir en algo. ¡Atención a la falsa humildad! Hemos dicho que la humildad es la
verdad, como enseña santa Teresa de Jesús. Existen, sin embargo, formas
aparentes de humildad. Al faltarles la verdad, esas formas no pueden ser
humildad auténtica. Recordemos algunas formas de falsa humildad. Un claro
caso es el complejo de inferioridad: “Yo no valgo para ese encargo”, “Yo no
puedo hacer ese trabajo”, “Yo no tengo esa cualidad”. A veces detrás de esas
frases se oculta una ingente pereza. Las más de las veces se esconde una redomada soberbia que quiere evitar a toda
costa el hacer un mal papel o el quedar mal ante los demás. Humilde es aquel
que reconoce sus cualidades, su valía, sus buenos resultados, pero lo
atribuye todo a Dios como a su fuente. Otro ejemplo de falsa humildad es no
aceptar la alabanza de los demás, rechazar cualquier reconocimiento público,
aparentar indiferencia ante la opinión de los demás. En el fondo muchas veces
es sólo una pose para relamer de nuevo la alabanza escuchada, o para que
vuelvan a insistirte en los buenos resultados obtenidos, o para adular tus
oídos con la buena opinión de que gozas ante los demás. Humilde, al
contrario, es quien acepta la alabanza, pero la eleva hasta Dios; acepta el
reconocimiento público por una buena obra o la buena opinión de los demás
sobre él, pero descubre en ello un gesto de caridad fraterna y una acción
misteriosa de Dios. Un último caso es el de quien cree que todo le sale mal,
que ha nacido con mala estrella, y que no hay nada que hacer. En un tal
individuo la soberbia es tan grande que le ciega para ver cualquier cosa
buena que haga; sólo tiene ojos para las cosas malas, o para los límites e
imperfecciones de las cosas buenas. El humilde, más bien, sabe ver la bondad
en las cosas, incluso en aquellas que le salen mal. Y dice con san Pablo:
“Para los que aman a Dios todas las cosas contribuyen a su bien”. Domingo Vigésimo Tercero del TIEMPO ORDINARIO Primera: Sab 9, 13-19; segunda: Fi 9-1012-17 Evangelio: Lc 14, 25-33 NEXO ENTRE LAS LECTURAS La sabiduría es la palabra-clave en las tres lecturas. A la capacidad
humana de razonar, tan débil y tan incierta, se opone la sabiduría con que
Dios amaestra a los hombres para que alcancen la salvación (primera lectura).
La prudencia humana hace cálculos para saber si se cuenta con los medios
suficientes para construir una torre o con el número de soldados para atacar
al enemigo. Esta prudencia es necesaria, pero para ser discípulo de
Jesucristo se requiere además la sabiduría que proviene de Dios (evangelio).
La carta de san Pablo a Filemón, ¿no es por caso una cumbre de tacto humano y
de sabiduría, aprendida en la escuela de la fe? (segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Ciencia del hombre y sabiduría de la fe. Con la primera expresión
quiero indicar el esfuerzo del hombre por conocer la verdad en todas sus
dimensiones y vivir según ella; con la segunda, la acción de Dios en nuestra
inteligencia para hacernos partícipes de su revelación y en nuestra voluntad
para inducirnos a vivir conforme a la misma. ¡Cuántas diferencias entre
ellas, pero también cuántas ayudas y cuánta complementariedad! La ciencia se
caracteriza por el límite; un límite que se supera continuamente, abriendo el
paso a otro nuevo, y así una y otra vez; por eso, en principio el hombre del presente
tiene más ciencia que el del pasado, y el del futuro tendrá más ciencia que
el del presente. En el libro de la Sabiduría leemos: “Si a duras penas
vislumbramos lo que hay en la tierra y con dificultad encontramos lo que
tenemos a mano, ¿quién puede rastrear lo que está en los cielos?”. La
sabiduría no tiene límites, sino únicamente el que le pone nuestra pobre
inteligencia. Esto explica que exista la posibilidad de hombres con mayor
sabiduría en el pasado que en el presente o de hombres con menor sabiduría en
el futuro. Siendo don de Dios, la sabiduría no está subyugada por el tiempo.
“¿Quién puede conocer tu voluntad, si tú no le das la sabiduría y le envías
tu espíritu santo desde el cielo?” (Primera lectura). Se ve claro que la
ciencia es esfuerzo humano y la sabiduría don divino; lo que se ignora por la
ciencia es con mucho más de lo que se conoce, mientras que por la fe todo se
sabe, aunque no todo se llegue a conocer. La ciencia frecuentemente engríe y
exalta a quien la posee, la sabiduría hace humilde y agradecido a quien la
recibe. La ciencia se acabará con el hombre, la sabiduría es eterna, como lo
es Dios, su fuente perenne. En el evangelio hallamos bellamente formulada la
sabiduría de la cruz, y en la segunda lectura la sabiduría de la caridad con
un esclavo que ha venido a ser -¡algo inaudito!- hermano. La sabiduría de la fe en acción. El seguimiento de Cristo no es una
elección original del hombre, sino elección a partir de una llamada que viene
de Dios. Precisamente por eso, el seguimiento de Cristo no es posible en base
a puros razonamientos humanos, sino que exige la sabiduría de la fe. El texto
evangélico nos sitúa ante algunas opciones que habrán de ser iluminadas por
la sabiduría divina. Está el caso de la opción por el seguimiento de Cristo,
aun a costa de los más estrechos lazos familiares, cuando éstos entran en
conflicto con la llamada. Está la opción por la cruz, siguiendo las huellas
de Cristo en su camino hacia Jerusalén. Está la renuncia a todos los haberes,
a todas las riquezas, a todo poder, con tal de vivir radicalmente la sequela
Christi. ¿No requieren todas estas opciones una profunda sabiduría de fe? En
la segunda lectura, Pablo en su carta a Filemón nos brinda un magnífico
ejemplo de esta sabiduría divina. Primeramente, la sabiduría de Pablo que se
manifiesta en la delicadeza, discreción y tacto admirables con que trata la
situación de Onésimo (un esclavo de Filemón, que había huido de su dueño a
causa posiblemente de un robo, que Pablo había convertido y bautizado, y que
ahora envía de nuevo a Filemón para que lo reciba no ya como esclavo, sino
como hermano). Y en segundo lugar, la exhortación de Pablo a la sabiduría
propia del creyente, en este caso, Filemón, para que vea en Onésimo un “hijo”
de Pablo, su corazón; para que vea en Onésimo no un esclavo (aunque lo
siguiera siendo), sino un hermano carísimo en el Señor. En base a esta
sabiduría, ¿cómo Filemón no le dará buena acogida en su propia casa? Sin
dejar de estar Onésimo en la condición de esclavo, ésta es superada con
creces por la fraternidad nacida de la fe. SUGERENCIAS PASTORALES La sabiduría al alcance de todos. Una cosa es cierta: no todos están
dotados para ser “científicos”, hombres de ciencia, pero todos están
capacitados para ser sabios, receptores de la sabiduría de la fe. Otra cosa
es cierta, y aparentemente paradójica: Que hay “científicos” que carecen de
sabiduría, como hay también ignorantes de ciencia que son, sin embargo,
grandes por su sabiduría. No es que necesariamente hayan
que estar reñidas la ciencia y la sabiduría; más bien, lo propio es que
colaboren y se presten mutuo servicio. ¡Ojalá todos los hombres volásemos con
estas dos alas por los espacios de nuestra existencia! Pero no siempre es
así, y no son pocos los casos en que el hombre intenta volar con una sola
ala, con el peligro real de estrellarse contra el suelo. De todos modos, lo
que nos debe llenar de admiración y agradecimiento es el que Dios haya
querido poner la sabiduría al alcance de todos. ¿También de los niños?
¿También de los ignorantes y con un cociente intelectual mínimo? ¿También de
los descapacitados? La realidad histórica plurisecular, y particularmente del
siglo XX, muestra con gran claridad que esos hermanos nuestros gozan muchas
veces de una sabiduría divina envidiable. A la vez que se afirma el alcance
universal de la sabiduría, no se puede dejar de decir que no todos la
aceptan, ni todos la aman, ni todos viven conforme a ella. ¿Por qué no todos
la aceptan? ¡Los caminos de los pensamientos humanos son inescrutables!
Entran en juego la educación, el ambiente en que se ha crecido y vivido, los
principios reguladores de la propia existencia... ¿Por qué no todos la aman?
¡El corazón del hombre es un abismo insondable! Quizá se deba a egoísmo,
quizá a endurecimiento del corazón, tal vez a frialdad espiritual o a la
fuerza de una pasión... ¿Por qué no todos viven según ella? Está de por medio
la libertad humana, y están en juego los condicionamientos del mundo en que
vivimos y de las propias pasiones, sumamente poderosas y no pocas veces sin
rienda alguna. Es evidente, por ello, que urge aprender desde pequeño esta
sabiduría divina, en el seno de la familia y de la parroquia, para que se
vaya arraigando poco a poco en la vida. ¿Ciencia versus sabiduría? En una cultura que opera por contrastes y
por opuestos, la respuesta positiva a esta pregunta sería la más lógica. A la
ciencia del hombre se opone la sabiduría de Dios y a la sabiduría de Dios se
opone la ciencia del hombre. Con lo cual, entre ciencia y sabiduría no habría
reconciliación posible. Así siguen opinando muchos contemporáneos nuestros,
así lo sostienen con calor en la prensa y en los medios de comunicación
social. No es ésta, ni puede ser, la posición cristiana. La doctrina
cristiana nos enseña a decir: “ciencia y sabiduría”; por tanto, no oposición,
sino colaboración, no exclusión, sino complementariedad. La razón para
nosotros los creyentes es sencilla: quien da al hombre la capacidad de la
ciencia es el mismo Dios que le otorga el don de la sabiduría. Para el no
creyente habrá que decir que en ambos casos se trata de la búsqueda de la
verdad, aunque sea por caminos diferentes. En esa búsqueda todos nos
encontramos juntos: unos volando con un solo motor, otros con dos. ¿Por qué
en la búsqueda de la verdad por parte de ambos los resultados son en
ocasiones dispares? A mi entender, se trata de una invitación a seguir
buscando, por no haber logrado todavía “la verdad completa”, esa verdad que
satisfaga las exigencias de la ciencia humana y de la sabiduría divina. Y
añadiré que es requisito indispensable por ambas partes el no tener
prejuicios de ningún género, y el no enrocarse en las propias posiciones aun
a costa de la verdad misma. Domingo Vigésimo Cuaro del TIEMPO ORDINARIO Primera lectura: Éx 32,7-11.13-14; segunda lectura: 1Tim 1,12-17
Evangelio: NEXO ENTRE LAS LECTURAS La misericordia de Dios Padre resuena en el conjunto de la liturgia.
Tiene su nota más elevada en el evangelio, que recoge tres magníficas
parábolas de la misericordia divina para con los pecadores. En la primera
lectura escuchamos la música de la misericordia de Dios para con su pueblo,
gracias a la intervención intercesora de Moisés. Por último, en la primera
carta de Pablo a Timoteo sentimos una cierta conmoción al oír la confesión
que Pablo hace de la misericordia de Jesucristo hacia él: “Jesucristo ha
querido demostrar en mí, en primer lugar toda su magnanimidad” (Segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL Amor y perdón: las dos caras de la misericordia. El Dios que
Jesucristo nos “pinta” en las tres parábolas evangélicas es el Dios del amor.
Dios ama a los pecadores, y por eso los busca como el buen pastor va en busca
de las ovejas descarriadas; o como un ama de casa busca un cheque que no sabe
dónde lo ha puesto, hasta que lo encuentra. Dios ama al pecador, como un
padre ama a sus hijos: al “frescales” que se le va de casa pidiéndole por
adelantado su herencia, y al que se queda en casa, pero se comporta con él de
modo distante y tal vez huraño. Y porque ama, no puede hacer otra cosa que
mostrar su amor: perdonando, comunicando el amor, celebrando fiesta,
invitando a todos a compartir su alegría. Este retrato de Dios, pintado por
Jesucristo, nos conmueve y nos infunde ánimos para vivir dignamente como
hijos. Este retrato resalta todavía más si lo ponemos al lado del retrato que
nos ofrece la primera lectura, tomada de la historia del Éxodo. El autor nos
narra lo que se podría denominar “el pecado original” del pueblo de Israel:
Apenas acaba de “firmar” el pacto de alianza con Yavéh, cuando la rompen, se
construyen un toro de metal fundido y lo convierten en su “dios” en lugar de
Yavéh. Dios se llena de ira y quiere exterminarlo. Sólo la intercesión de
Moisés logra que Dios se “arrepienta” y abra la puerta de su corazón a la
misericordia. ¡Indudablemente hay un progreso en la revelación del corazón de
Dios! Con Pablo nos damos cuenta de que ahora la misericordia de Dios lleva
por nombre “Jesucristo”. En efecto, no sólo se le ha mostrado misericordioso,
sacándole de su obcecación en el camino de Damasco, sino que además le ha
tenido tanta confianza que le ha llamado a predicar el evangelio de la
misericordia en el mundo entero. ¡Cómo no sentir profundo agradecimiento ante
tanta magnanimidad de Jesucristo! Características de la misericordia divina. 1) Ante todo habrá que
subrayar que la misericordia de Dios no está sometida a las leyes del tiempo.
Y esto en un doble sentido: primero, cualquier momento es bueno para que el
Buen Pastor busque la oveja perdida, como también lo es para que el hijo se
ponga en camino hacia la casa del padre; en segundo lugar, la puerta del
corazón del Padre está abierta las veinticuatro horas del día, no tiene
horarios. Nadie podrá decir a Dios: “Cuando te busqué, tú no estabas”. 2) La
misericordia divina no se agota jamás, está marcada por la eternidad que Él
es y en la que Él vive. Mientras exista la vida, siempre habrá la posibilidad
de acudir a Él y ser acogido en sus brazos de Padre. No mira Dios el
comportamiento indigno que se haya tenido, ni el número de veces que se le ha
abandonado y despreciado; mira únicamente los movimientos interiores del alma
que anhela el perdón y el abrazo paterno, mira los ojos húmedos como una
esmeralda en la que brilla el arrepentimiento, mira los pasos indecisos de
quien se acerca a Él para decirle: “He pecado. Perdóname. ¿Qué quieres que
haga?”. Dios no se fija en la categoría del pecado, sino en la categoría del
alma. 3) La misericordia de Dios transforma a la gente, revoluciona en cierta
manera la vida del hombre. El pueblo de Israel, en medio de tantas
dificultades y a pesar de sus caídas e infidelidades, llevó siempre la
bandera del Dios fiel y redentor de su pueblo bien alta. El caso de Pablo es
luminoso: puso todas sus cualidades al servicio del Evangelio de Jesucristo y
por Él se gastó y desgastó hasta dar la vida. De los dos hijos no sabemos
cómo continuaría la historia, pero... ¿por qué no hemos de pensar que se
comportarían en el futuro como hijos fieles y cariñosos? SUGERENCIAS PASTORALES La “difícil” ciencia del perdón cristiano. La Biblia, Antiguo y Nuevo
Testamento, es la cátedra desde la que Dios enseña a los cristianos, y a
todos los hombres, la ciencia de la misericordia, del amor y del perdón. Es
una ciencia cuyo aprendizaje dura la entera existencia, porque en cualquier
momento de la vida nos puede acechar la garra del odio o de la desesperación
en el dolor. ¿Cómo amar a quien te ha difamado o calumniado, sea privada o
públicamente? ¿Cómo perdonar a quien, en tu ausencia, ha entrado en tu casa y
te ha saqueado? ¿Cómo amar a un pedófilo, que ha querido abusar de tus hijos
o de los de tus vecinos y amigos? ¿Cómo perdonar a quien ha metido a tu hija
por el negro túnel de la drogadicción, destruyéndola así junto con tu
familia? Estas preguntas, y otras semejantes, muestran cuán difícil es la ciencia
del perdón cristiano. Pero el ideal está claro. Si hemos conseguido el
aprobado en esta dura y extraña ciencia, seamos gratos al Señor y continuemos
buscando superar nuestra calificación. Sin embargo, no nos desalentemos, si
todavía estamos lejos de él. Mantengamos en primer lugar la decisión y la
voluntad de aprender esta misteriosa ciencia, a pesar de todos los obstáculos
que encontremos. Luego, tratemos de ejercitarnos en el perdonar a otros las
pequeñas faltas de respeto o de atención, las bromas pesadas que alguien nos
pueda hacer, etc., para ir creciendo y ensanchando nuestra capacidad mediante
el ejercicio. Leamos, también, con frecuencia la Biblia, sobre todo estas
parábolas de la misericordia, los salmos en los que reluce de modo admirable
la misericordia divina, y tantos otros textos en los que aparece la
misericordia de Dios en acción. En último término, levantemos nuestra mirada
y nuestro corazón hacia Jesucristo, hacia toda su vida desde la encarnación
hasta la cruz y la resurrección, para que en el contacto asiduo y orante con
la vida, y en el misterio de Jesucristo vayamos asimilando poco a poco, paso
a paso, la maravillosa ciencia del perdón cristiano. ¡Difícil ciencia! Todo
nuestro ser se rebela ante ciertos casos y situaciones. ¡Maravillosa ciencia!
Con el perdón de la ofensa, toda la humanidad en cierto modo se mejora y
dignifica, y Dios podrá decir: “Sólo por esto vale la pena haber creado al
hombre”. El poder de la intercesión. La intercesión es otro de los nombres del
amor. Quien intercede se sitúa como un puente de amor entre el ofensor y la
persona ofendida. Ama al ofendido, y por ello comparte su pena, pero tiene la
confianza suficiente para suplicarle en favor del ofensor. Ama al ofensor,
trata de acercarle al arrepentimiento de lo que ha hecho, e incluso le induce
a pedir perdón a la persona ofendida. Y así, mediante la intercesión, se
logra la reconciliación y se establece incluso la amistad. La intercesión
cristiana no excluye ningún ámbito de la vida: interceder por un familiar
ante otro que ha sido ofendido; interceder por un condenado a muerte para que
no sea ejecutado; interceder por los presos políticos para que sean
liberados, etc. Pero la intercesión cristiana es eminentemente religiosa:
interceder ante Dios por los pecadores. Es lo que hace Moisés ante el pecado
de los israelitas, como nos narra la primera lectura. Es sobre todo lo que
hace Jesucristo, pues toda su vida se puede resumir como una constante
intercesión ante el Padre para lograr la redención de la humanidad pecadora.
En el catecismo se nos enseña que “la intercesión es una oración de petición
que nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús, el único intercesor
ante el Padre” (CIC 2634). Domingo Vigésimo Quinto del TIEMPO ORDINARIO Primera: Am 8, 4-7; segunda: 1Tim 2, 1-8 Evangelio: Lc 16, 1-13 NEXO ENTRE LAS LECTURAS En el fondo de los textos litúrgicos se plantea la pregunta sobre
dónde está la verdadera riqueza. No puede coincidir con la ambición y la
avaricia en perjuicio de los más pobres y necesitados, nos responde la
primera lectura. Tampoco reside en la habilidad para hacerse “amigos” con las
riquezas de otros. La verdadera riqueza es la riqueza de la fe, que poseen
los hijos de la luz (Evangelio). Esta manera de ver las cosas no nos resulta
natural, sino que la conseguimos sólo en el ámbito de la oración (Segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL ¿Qué pasa con los hijos de la luz? La expresión “hijos de la luz”
parece referirse a los primeros cristianos, que habían sido iluminados por Cristo
resucitado y glorioso mediante el bautismo. A esa expresión se contrapone la
de “hijos de este mundo”, con la que se quiere señalar a todos aquellos cuya
vida está regida por una mentalidad mundana, “económica”, más que religiosa.
La sentencia evangélica impresiona fuertemente y hasta nos pone la carne de
gallina: “Los hijos de este mundo son más sagaces, más hábiles con su propia
gente que los hijos de la luz”. ¿Por qué este fenómeno que no es únicamente
de un ayer lejano, sino que tiene visos de ser de una tremenda actualidad?
¿Qué es lo que pasa con los hijos de la luz? Los hijos de este mundo saben
hacer uso extraordinario de sus habilidades y de su ambición para manipular
injustamente las balanzas y para engañar manifiestamente a los pobres, para
incluso reducir a otros hombres a esclavitud por falta de solvencia económica
(Primera lectura). Los hijos de este mundo, en circunstancias adversas, ponen
inmediatamente en juego todas sus capacidades para salir de la situación en
forma ventajosa (Evangelio). A los hijos de la luz Jesús les recrimina que no
tengan la sana ambición de recurrir a todos los medios lícitos para difundir
la luz de la fe; que no pongan todas sus capacidades para inventar modos de
vencer las adversidades, de superar los obstáculos, y sobre todo de llevar la
luz a otros muchos hombres. El Dios Jesucristo y el “dios dinero” no pueden
dividirse el dominio. El Dios Jesucristo tiene todo el derecho de prevalecer
sobre el “dios dinero”, que al fin y al cabo no es más que un ídolo. La misión
de hacer prevalecer al verdadero Dios, al Supremo Bien y Riqueza del hombre,
sobre el ídolo de la riqueza, es propia de los hijos de la luz. Si en la
sociedad el ídolo del dinero y del consumismo tiene cada vez más adoradores,
¿no hemos de preguntarnos sobre qué está pasando con los hijos de la luz? La oración, lugar de la verdadera autocomprensión. La luz y la fuerza
para trabajar por la verdadera Riqueza del hombre se le al cristiano de la
mano de la oración. El cristiano ora por todos, por los reyes y por los que
detentan el poder. El hecho mismo de orar por todos implica subordinarlos al
poder del Dios vivo, a la Riqueza que no se destruye ni se acaba. En la
oración comprendemos que Dios juzgará la prepotencia del rico, cuyos abusos
gritan justicia al Dios del cielo (Primera lectura). En la oración es más
fácil entender que la riqueza del hombre consiste en la riqueza de su fe. Es
efectivamente en el horno de la oración donde se cuece diariamente el pan de
la fe y de la solidaridad fraterna. El orador que alza al cielo manos puras,
sin ira y sin rivalidades, descubre la riqueza de la salvación y de la
gracia, que Jesucristo Mediador nos regala, relativizando con mayor facilidad
cualquier otra riqueza de este mundo. Es iluminado para entender que todos
los bienes terrenos vienen de Dios, que el hombre es únicamente su
administrador, y que debe administrarlos bien. ¿Podrá acaso el hombre orador,
dador de toda riqueza, estafar a Dios, mostrarse prepotente con los que
carecen de bienes y riquezas? En la escuela de la oración llegamos a
percatarnos de que las riquezas y bienes mundanos son sólo un medio para
poder servir mejor a los demás; un medio para que, cuando dejemos la
administración de este mundo y nos presentemos ante el juicio de Dios, seamos
bien acogidos en las moradas eternas. SUGERENCIAS PASTORALES La seducción del dios dinero. En una sociedad, en gran parte
consumista y materialista, como lo es la nuestra, el dios dinero intenta
encandilar incluso a los mejores cristianos. Si vamos hasta el fondo de las
cosas, ¿no es el culto al dios dinero la causa principal de la persistencia
en la producción de la droga?, ¿no es el culto al dólar el motor más
determinante de la producción y venta de armamentos a países que deberían
utilizar esos fondos para la creación de infraestructuras, y para el
desarrollo social y cultural de la población?, ¿acaso no es el dios dinero el
incentivo más poderoso de algunas de las guerras étnicas en varios países de
África?, ¿cómo explicar la corrupción en no pocos gobernantes, sino porque
han levantado un altar a este dios insaciable? El dinero seduce, obceca,
provoca divisiones fratricidas, despierta instintos de ambición, hace
sucumbir hasta los principios más sacrosantos y nobles, endurece el corazón,
deshumaniza y hasta hace olvidarse de Dios. Como creyentes hemos de tener
ante nuestros ojos esta realidad y esta tentación, no fácil de vencer. Con
espíritu vigilante y con la asiduidad en la oración, hemos de ejercitarnos en
relativizar el dinero, en ponerlo en el lugar que le corresponde en los
planes de Dios, en servirnos de él como medio para vivir dignamente, para
hacer el bien a los necesitados, para ponerlo al servicio de la fe y del
Reino de Cristo. No tengamos miedo a esta seducción. Plantémosle cara.
Vivamos nuestra vida diaria procurando valorar más y más la riqueza de la fe,
la Riqueza que es Dios. ¿Por qué no contrarrestamos la seducción del dinero
con la seducción de Dios? ¿O es que Dios es tan solo un objeto de fe que ya
no nos seduce? El Dios vivo y personal es el mejor antídoto contra todos los
ídolos que puedan llamar a la puerta de nuestro corazón. Oración por los ricos. La fe es una riqueza que Dios otorga a todos.
La Iglesia es una comunidad creyente, en la que hay espacio para todos. Es
verdad que hay en la Iglesia una cierta preferencia por los pobres, y está
más que justificada. Pero la Iglesia es de todos y para todos. Por eso os
invito a hacer una oración por los ricos. Dios omnipotente y eterno, mira a tus hijos los ricos con corazón de
Padre, infúndeles un espíritu filial para contigo y un corazón fraterno para
con todos los hombres, especialmente para con los más necesitados de ayuda.
Dios y Señor del universo, que has destinado los bienes del mundo para
beneficio de todos, concede a quienes abundan en riquezas la gracia de
servirse de ellas con un corazón libre y desprendido. Señor Jesucristo, que siendo rico te hiciste pobre, para enriquecernos
con tu pobreza, sé para todos los ricos de este mundo un modelo de libertad y
de opción por los bienes que no perecen. Espíritu santificador, ilumina a los magnates de las finanzas con la
luz de la fe indefectible, de la infatigable caridad y de la esperanza que no
defrauda, para que sus decisiones en favor de los individuos y de los pueblos
estén guiadas por la justicia y la solidaridad. Amén. Domingo Vigésimo Sexto del TIEMPO ORDINARIO Primera: Am 6, 1.4-7; segunda: 1Tim 6, 11-16 Evangelio: Lc 16, 19- NEXO ENTRE LAS LECTURAS Tiempo y eternidad son como los dos polos que nos pueden servir para
organizar los textos de este domingo. Esto es evidente en el texto evangélico
que sitúa al rico Epulón y a Lázaro primero en este mundo y luego en la
eternidad. Implícitamente se halla también en la primera lectura, según la
cual los ricos samaritanos viven en orgías y lujo, olvidados del futuro
juicio de Dios. Para vivir dignamente en el tiempo y lograr la eternidad con
Dios la fe viva en Cristo ofrece una garantía segura (Segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Jugarse la eternidad en el tiempo. Para quienes tenemos fe en la
eternidad, el tiempo es un tesoro, una verdadera riqueza, porque en él se
pone en juego nuestra situación en el más allá del tiempo. La parábola del
rico Epulón y del pobre Lázaro no subraya el problema de la diferencia entre
ricos y pobres. Acentúa más bien el juicio de Dios, en la eternidad, sobre la
actitud acerca de la riqueza y de la pobreza. El rico que en este mundo se
dedica a descansar y a pasárselo bien, despreocupándose de los pobres, verá
tristemente cambiada su suerte en el más allá. Así le sucedió al rico Epulón.
El pobre que en esta vida acepta serenamente su condición, sin quejas y sin
odios, será recompensado en la eternidad con la gran Riqueza que es Dios
mismo. Esto es lo que aconteció al pobre Lázaro. El primero, para su desgracia,
vive como si la eternidad no existiese. El segundo, para su bien, es un pobre
de Yavéh, que tiene puesta su confianza en la recompensa que Dios le dará en
la vida venidera. Al rico Epulón no se le recrimina el ser rico, sino el no
ser misericordioso, el no tener corazón para quien yace llagado a su puerta.
A Lázaro no se le retribuye por su condición de pobreza, sino por su
paciencia y resignación, al estilo de Job. Epulón pone su riqueza al servicio
de su sensualidad e intemperancia, Lázaro pone su pobreza al servicio de su
esperanza. Jesucristo en la parábola nos enseña que en la eternidad –si no ya
en el mismo tiempo de la vida– Dios hará justicia y retribuirá a cada uno
según sus obras. Esta enseñanza ha de iluminar también nuestra vida presente,
de manera que podemos hablar también de jugarnos el tiempo en la eternidad.
Es decir, el pensamiento del mundo futuro nos conducirá a ser justos y
solidarios en el mundo presente. Lo contrario les sucede a los ricachones de
Samaria, que, despreocupados del futuro y olvidados de la suerte de su
patria, viven “arrellenados en sus lechos de marfil, comen corderos del
rebaño y terneros del establo, beben vinos en anchas copas y se ungen con los
mejores aceites” (Primera lectura). Fe – tiempo – eternidad. Pablo exhorta a Timoteo, hombre de Dios,
creyente y cristiano auténtico, a huir de estas cosas. ¿Cuáles son esas
cosas? La avaricia, el afán de riquezas, el apetito de dinero. Debe huir
porque “nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él”
(cf 1Tim 6,7 y ss.). Le exhorta después “a combatir el buen combate de la fe”
en esta vida para poder alcanzar la eterna, en la que reina Jesucristo, el
Rey de los reyes y el Señor de los señores. La fe es como la morada en la que
el cristiano vive ya la eternidad en el tiempo y el tiempo en la eternidad.
Porque vive la eternidad en el tiempo “corre tras la justicia, la piedad, la
fe, la caridad, la paciencia en el sufrimiento, la dulzura” (Segunda
lectura). Porque vive el tiempo en la eternidad busca con sinceridad de
corazón honrar y dar gloria a Dios. Amós, por su parte, nos enseña que existe
una fe equivocada, una falsa confianza en el culto y en la religión,
simbolizados en el monte Garizín y en el monte Sión, como si el culto,
aisladamente, fuese suficiente para obtener la salvación. Nunca la fe
religiosa producirá automáticamente la salvación, cuando con ella se cubren
indignamente toda clase de injusticias y de desórdenes de la vida. En
definitiva, la eternidad está asegurada únicamente para aquellos que viven
una vida de fe, que actúa por medio de la caridad. SUGERENCIAS PASTORALES La riqueza, objeto de servicio. En el catecismo leemos: “Los bienes de
la creación están destinados a todo el género humano”. Esta afirmación es
“absoluta” y no está sometida al cambio de épocas o de mentalidad, al
progreso técnico o a la globalización económica. Por otra parte, siempre ha
habido en la historia humana diferencias en la posesión de bienes y recursos,
siempre han existido y seguirán existiendo “ricos y pobres”. Y, finalmente,
no en pocas ocasiones estas diferencias provienen a causa de grandes
injusticias que han atravesado toda la geografía de nuestro planeta. Ante
estos tres factores, nosotros los cristianos tenemos una gran obra y misión
que realizar entre nuestros hermanos, los hombres. La primera tarea, sin
duda, es la de relativizar la riqueza. No es un dios, al que tengamos que
rendir culto a expensas del pobre y del necesitado. Es un bien, pero no es el
único ni el supremo. Un bien que está en nuestras manos, que nos ha sido dado
por Dios a cada uno, pero que no es enteramente nuestro, es decir, que no
podemos hacer con él lo que queramos, porque su destino es universal. Y con
esto ya aparece la segunda tarea: “La riqueza nos ha sido dada para servir, no
para dominar”, y de este modo hacer más libres a quienes carecen de ella. La
inclinación del hombre a dominar sobre los demás es ancestral y potentísima.
Por eso, la riqueza –entre otras muchas cosas– puede ser peligrosa, porque es
como una sirena, que posee el encanto del dominio y del poder. Como
cristianos, seremos los primeros en vivir el evangelio de la pobreza. Seremos
para todos un ejemplo y un reclamo de que el dinero o sirve al hombre o no
sirve para nada, al menos a los ojos de la fe, a los ojos de Dios. La avaricia, pecado contra la eternidad. El avaricioso sólo tiene ojos
para el tiempo presente, que se imagina largo como los siglos. Quisiera meter
la eternidad en el tiempo, pero se da cuenta de que es imposible. Y
reacciona, haciendo caso omiso de ella, aferrándose más a la roca arenosa del
presente. La avaricia, se puede afirmar sin lugar a dudas, es una pasión que
anida en todo corazón humano. Acumular, querer poseer más, tener hambre de
bienes y de medios, vivir con mayores comodidades, etc., no es ajeno a ningún
mortal: cristianos o no cristianos, creyentes o ateos, sacerdotes, religiosos
o laicos. No es que todo eso en sí mismo sea pecado, pero cuando la tendencia
se convierte en pasión absorbente y la vida entera se cifra sólo en acumular,
tener, vivir cómodamente, entonces el pecado de la avaricia ya te ha
esclavizado. En efecto, por la avaricia el hombre peca contra la pobreza,
porque su corazón, en vez de estar puesto en Dios su Bien supremo, se ha
postrado ante el dios insaciable y efímero del dinero. Peca contra la
pobreza, porque sus riquezas no le sirven para servir, sino para satisfacer
una pasión. Peca contra el designio de Dios que ha dado a todos los bienes de
este mundo un destino universal. Y ha dejado a los hombres de cada época y
generación que lo lleven a cabo. ¿No tendremos muchos cristianos que realizar
una verdadera “conversión” de pobreza evangélica? ¿No tendremos que librarnos
de muchas ataduras y cadenas pecuniarias, que nos quitan libertad para vivir
la autenticidad del Evangelio? ¿Lograré convencerme de que la pobreza de
corazón es el corazón de la pobreza, y es manantial cristalino de paz y de
fraternidad? ¡Pobre de corazón, y de vida, como la Madre Teresa de Calcuta, a
fin de ser una bendición de Dios para los hombres! Domingo Vigésimo Séptimo del TIEMPO ORDINARIO Primera: Hab 1, 2-3; 2,2-4; segunda: 2Tim 1, 6-8. 13-14 Evangelio: Lc
17, NEXO ENTRE LAS LECTURAS Parece evidente que el tema dominante en este domingo es la fe, ya que
se menciona en las tres lecturas. Al final de la primera leemos: “El justo
vive de la fe”, frase que será recogida por Pablo y tendrá luego una enorme
resonancia en la dogmática cristiana. Jesús en el evangelio se fija en la
eficacia de la fe, incluso de la fe pequeña como un grano de mostaza.
Finalmente Pablo exhorta a Timoteo a dar testimonio de su fe en Cristo Jesús
y a aceptar con fe y con amor el mensaje transmitido por Pablo (Segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL Vivir la fe en situación. El creyente, de cualquier época y lugar, no puede
dejar de practicar su fe encarnándola en la vida. Fe y vida o se sostienen
juntas o juntas se derrumban. Habacuc es un hombre de fe, que ve a su
alrededor violencia, opresión, rapiña, discordia (asedio de Jerusalén por
parte de los caldeos en el año Diversa es la situación de los discípulos que piden a Jesús: “Aumenta
nuestra fe”, como también la de Timoteo, responsable de la comunidad de
Éfeso, que ha de ser el primero en aceptar la fe que Pablo le ha enseñado y
dar testimonio de ella, incluso, si es necesario, con el martirio. Los
discípulos, que conviven con Jesús, han visto la enorme “fe” de Jesús que hace
eficaz su palabra y sus obras (curaciones, milagros). Ante esa fe gigantesca,
la suya resulta insignificante y mínima. Por eso, piden que Jesús se la
acreciente. La situación de persecución en que vive Timoteo y su comunidad
pone a prueba su fe y su fidelidad al Evangelio. De ahí las palabras con que
Pablo le exhorta. La dimensión histórica de la fe hay que tenerla en cuenta
en el momento presente, como sucedió ya en el pasado. ¿Cómo vivir hoy, en
nuestro ambiente, en el mundo actual, la fe de siempre? Cualidades de la fe. En los textos litúrgicos es posible descubrir
algunas de las cualidades que ha de poseer la fe vivida en situación. 1) Una
fe basada en una profunda humildad. Después de que Jesucristo en el evangelio
ha resaltado la potencia de la fe, pone de manifiesto que esa eficacia
proviene de la convicción creyente de la propia pequeñez: “No somos más que
unos pobres siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. ¿Qué es lo
que tenemos que hacer? Servir a Dios y hacer su voluntad. 2) Una fe esperanzada.
Las tribulaciones, los sufrimientos, las desgracias no podrán disminuir en lo
más mínimo nuestra espera y nuestra esperanza en la intervención de Dios. No
hay que dudar, porque la acción de Dios llegará. ¿Cuándo? ¿Cómo? Hemos de
dejar que Dios responda con plena libertad, con la seguridad de que todo lo
hace con justicia y para bien de los que ama. 3) Una fe testimoniada. La fe
es un don que Dios nos da, y es una tarea que Dios nos encomienda. Como tarea
la hemos de realizar día tras día, en las circunstancias concretas, que a
veces pueden ser arduas y difíciles. Una fe humilde, esperanzada y martirial,
la necesitamos también los cristianos de hoy, en un ambiente muchas veces
carente de fe, incluso hostil a ella. SUGERENCIAS PASTORALES ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? Estas preguntas acechan al hombre en momentos
de peligro o de desgracia, tanto personal como colectiva. Sobre todo, cuando
el peligro se abalanza sobre personas inocentes. Más todavía, si esas
personas inocentes nos son conocidas o queridas. ¿Por qué ese accidente de
tráfico en que, sin propia culpa, murieron dos amigos? ¿Por qué ese horrible
cáncer, que va consumiendo inexorablemente la vitalidad del esposo o de la
esposa? ¿Qué he hecho para que esa hija mía viva sumergida en el abismo de la
droga? ¿Hasta cuándo tendré que soportar todos los sufrimientos físicos y
morales que me produce este hijo minusválido? ¿Hasta dónde he de ser paciente
ante el mal carácter y los malos tratos de mi esposo? ¿Por qué tengo esos
dolores que me resultan inaguantables? Interrogantes que, para muchos, quedan
en suspenso. Y entonces se toman decisiones equivocadas y tristes. “Es mejor
morir a estar sufriendo tanto”, y de ahí deriva el suicido o la eutanasia,
que es eufemismo de: “Prefiero el divorcio a seguir siendo tratada
injustamente”, y te divorcias, en lugar de buscar soluciones alternativas
mejores, aunque más exigentes, y principalmente más cristianas. “No vale la
pena seguir creyendo. ¿Para qué?”, y te rebelas contra Dios, y abandonas tu
fe y tu práctica cristiana, porque Dios no se acomoda a tus gustos ni se deja
manipular por tu voluntad. Pero también hay muchos, cristianos y no cristianos, que escuchan en
su conciencia una respuesta. La respuesta del humanismo, que ve en la
aceptación resignada del sufrimiento y de la desgracia un camino áspero, a
veces heróico, siempre noble, de humanización y elevación moral. Está la respuesta cristiana, que eleva el dolor, la prueba, la
angustia a un rango superior de redención, porque todo eso constituye la
propia cruz, que se funde misteriosamente con la cruz salvadora de
Jesucristo. ¿Cuál es tu respuesta personal e intransferible a tales
interrogantes, que tarde o temprano todos nos planteamos? La fe continúa haciendo milagros. Hay “pequeños milagros”, ignorados,
conocidos sólo por Dios, que se dan en la vida diaria de muchos cristianos,
de tus vecinos, de los fieles de tu parroquia. El milagro del “perdón”
sincero y franco. El milagro del “servicio” constante, abnegado,
desinteresado, motivado únicamente por el amor cristiano. El milagro de la
“consagración” al Dios de la belleza admirada por muchos, de la cuenta
millonaria en el banco, de la libertad para hacer únicamente lo que Dios
quiere. El milagro de la “fidelidad” a la palabra dada al momento de recibir
el sacramento del matrimonio o del orden sacerdotal. El milagro de la
“conversión” ante el testimonio de una persona amiga o ante una experiencia
fuerte en una iglesia o en un santuario. Existen también hoy los “grandes
milagros”. Esos milagros que Dios sigue realizando por intercesión de sus
santos, hoy igual que en el pasado, y que son requeridos para que un
cristiano pueda ser beatificado o canonizado. Se dan igualmente “grandes
milagros”, que Dios hace por mediación de personas vivas, santas, y que no
son públicos, porque la santidad es siempre discreta y a Dios le agrada más
que esas gracias especiales queden dentro del círculo de los íntimos. Los
pequeños y grandes milagros son todavía signos con los que Dios sacude
nuestra conciencia, nos interpela, y desea seguir ofreciéndonos su salvación. Domingo Vigésimo Octavo del TIEMPO ORDINARIO Primera: 2Re 5, 14-17; segunda: 2Tim 2, 8-13 Evangelio: Lc 17, 11-19 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “La obediencia de la fe” nos ayuda a leer unitariamente los textos de
este domingo. Los diez leprosos se fían de la palabra de Jesús y se ponen en
camino para presentarse a los sacerdotes, a fin de que reconocieran que están
curados de la lepra (Evangelio). Naamán el sirio obedece las palabras de
Eliseo, a instancias de sus siervos, sumergiéndose siete veces en el Jordán,
con lo que quedó curado (Primera lectura). La obediencia de la fe hace que
Pablo termine en cadenas y tenga que sufrir no pocos padecimientos (Segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL El poder de la obediencia. Los dos milagros de que nos hablan los
textos destacan el poder de la obediencia. No hay gestos curativos ni de
Eliseo ni de Jesús. No se mencionan fórmulas terapéuticas, dirigidas al
enfermo, como sucede en otros relatos de milagros. Hay solamente un mandato.
El de Eliseo a Naamán suena así: “Ve y báñate siete veces en el Jordán”. A
los leprosos Jesús les dice: “Id y presentaos a los sacerdotes”. Tanto Naamán
como los diez leprosos todavía no han sido curados, ni siquiera saben si lo
serán. Pero se fían y obedecen. Y la fuerza de su confianza y de su
obediencia hizo el milagro. La obediencia implica ya, al menos, un grado
mínimo de fe en la persona a la que se obedece. Una fe que no está exenta de
tropiezos y dificultades. Esto es patente en la historia de Naamán. Él tenía otra concepción y
otras expectativas sobre el milagro y sobre el modo de realizarse: “¡Saldrá
seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios,
frotará con su mano mi parte enferma, y sanaré de la lepra!”. Nada de esto se
efectuó. Ni siquiera vio a Eliseo, pues el mensaje del profeta le llegó por
un intermediario. Naamán estaba hecho una furia, y regresaba a su casa,
habiendo perdida toda esperanza de curación. En el
camino, persuadido por sus siervos, obedeció, se bañó en el Jordán y “su
carne volvió a ser como la de un niño pequeño, y quedó curado”. Naamán, por
fin, se dio cuenta de que no son las aguas las que curan la lepra, sino el
Espíritu de Dios que se sirve del Jordán, como de otros muchos medios, para
hacer el bien y salvar al hombre. Los diez leprosos, ante el mandato de Jesús, se pusieron en camino
hacia el templo de Jerusalén. Tenían que caminar unos buenos kilómetros.
Seguían siendo leprosos y... ¿cómo subir así hasta Jerusalén y presentarse a
los sacerdotes? ¿No sería mejor esperar hasta constatar que estaban realmente
curados? Vencieron estas dificultades y, en el camino sintieron que su carne
se renovaba y quedaba sanada. La obediencia de la fe posee la potencia del
milagro. ¿No es acaso también la obediencia de la fe la que hace que Pablo
esté encarcelado por el Evangelio? ¿La que permite a Pablo soportar cualquier
sufrimiento para que la salvación llegue a todos? La “curación” integral. Naamán quedó curado de lepra, pero seguía
enfermo de ceguera espiritual. Como hombre bien educado retorna a casa de
Eliseo y le ofrece, en señal de agradecimiento, ricos regalos. Eliseo los
rehúsa. Ahora, ante el hombre de Dios, comienzan a abrírsele los ojos sobre
el verdadero Dios, hasta el punto de llegar a decir: “Tu siervo no ofrecerá
ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que a Yahvé”. Algo semejante
le sucede a uno de los leprosos al quedar curado. Nueve de ellos prosiguen su
marcha hacia Jerusalén, se presentan al sacerdote y regresan felices a la
casa familiar, olvidándose de Jesús e imposibilitando con ello el que Jesús
les otorgue la salvación que él ha venido a traer a los hombres. El último,
un samaritano, al verse curado, siente interiormente el impulso de volver a
Jesús para agradecérselo. Se postra a sus pies en adoración agradecida. Y
Jesús le concede no sólo verse libre de la lepra, sino también del pecado, de
todo aquello que le impedía obtener la salvación. “Vete, tu fe te ha
salvado”. A Pablo el encuentro con Jesús en el camino de Damasco le ha
abierto los ojos a la fe en Cristo, liberándole de su mentalidad
estrictamente farisaica, de su odio a los cristianos, incluso de las mismas
debilidades humanas, hasta el punto de soportar serenamente las cadenas de la
prisión y de mantenerse firme en el seguimiento y anuncio del mensaje
evangélico. Jesucristo en verdad es el gran médico de cuerpos y almas. SUGERENCIAS PASTORALES Razones para obedecer. Todo hombre, desde el nacimiento a la tumba, se
pasa gran parte de la vida obedeciendo. Como hombres y como cristianos
resulta provechoso que tengamos buenas razones para obedecer. La obediencia agrada a Dios. Dios no es un extraño, es nuestro Padre.
¿Cómo no buscar agradarle? Jesús, nuestro modelo, es un testigo supremo de obediencia. Obedeció a
Dios en los largos años pasados en Nazaret, sometiéndose a sus padres.
Obedeció a Dios durante su vida pública, teniendo como su alimento diario la
voluntad de su Padre. Le obedeció hasta la muerte y tuvo una muerte de cruz. El Espíritu Santo nos acompaña y fortalece interiormente, de modo que
al obedecer no nos sintamos solos y débiles. El “fiat” de María nos interpela en nuestra obediencia solícita,
sencilla y constante a la vocación y misión que Dios nos ha confiado. El
“fiat” generoso de María, que recordamos tres veces cada día, es un aguijón
en la conciencia cristiana. El carácter social del hombre y el carácter comunitario de la fe
hablan por sí mismos de la necesidad de una organización, de una autoridad,
y, por consiguiente, de la necesidad de la obediencia. La obediencia, cuando se hace con fe y con amor, infunde una gran paz
en el que obedece. El lema episcopal del Papa Juan XXIII lo pone de
manifiesto: Oboedientia et pax. La obediencia creyente y amorosa contribuye poderosamente a la
maduración de la personalidad cristiana, que tiene como programa, por encima
de todo, la voluntad de Dios. “Ante todas las cosas, tu Voluntad, Señor”. La experiencia y la prudencia que poseen los padres y educadores, al igual
que la gracia propia que han recibido quienes detentan alguna autoridad en la
Iglesia. La eficacia que la obediencia proporciona a una institución civil o
eclesiástica en la consecución de sus fines propios. De la unión y de la
obediencia viene la fuerza. Disensión y obediencia. El individualismo, tan acentuado hoy día, es
una vía amplia que conduce fácilmente a la disensión en el seno de la
familia, de la sociedad y de la comunidad eclesial. El disentir sobre cosas
opinables, sin mucha importancia, pase. Pero el disentir habitual sobre
aspectos fundamentales de la vida y de la fe, –y el hacerlo como un derecho
inalienable del hombre–, constituye una osadía rayana en una cierta
intemperancia intelectual o en una clara ignorancia supina. Es verdad que en
ocasiones puede darse una disensión legítima, si surge después de una madura
reflexión, con un sincero afán de búsqueda de la verdad, y si se manifiesta
con discreción y por los cauces establecidos. A veces, sin embargo, se tiene
la impresión de que hay gente que está a la caza de una declaración del
obispo o del papa para casi automáticamente disentir de ella. La Iglesia no
es una aglomeración de individuos, ni la razón es el único metro de la vida
eclesial. ¿Por qué no elevarse por encima de todo ello, y obedecer la
tentación de disentir por medio de una fe robusta y de una obediencia
sencilla y eclesial? ¡El Reino de Cristo ganaría credibilidad en el concierto
de los hombres! ¡Y sobre todo seríamos mejores cristianos! DOMINGO
VIGÉSIMO NOVENO DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Ex 17, 8-13ª; segunda: 2Tim 3, 14 - 4,2 Evangelio: Luc 18,
1-8 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Todo es don” en el mundo de la fe. Como don no tenemos derecho a él,
sino que hemos de pedirlo humildemente en la oración. Así la viuda de la
parábola no se cansa de suplicar justicia al juez, hasta que recibe respuesta
(Evangelio). Por su parte, Moisés, acompañado de Aarón y de Jur, no cesa
durante todo el día de elevar las manos y el corazón a Yavéh para que los
israelitas salgan vencedores sobre los amalecitas (Primera lectura). Mediante
el estudio y la meditación de la Escritura, “el hombre de Dios se encuentra
perfecto y preparado para toda obra buena” (Segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Orar para recibir. Como en la vida espiritual todo es don, nada se
puede recibir sin la oración humilde y constante a Dios. Con ella se abre la
puerta del corazón de Dios de un modo invisible, pero real y eficaz. “Sin mí
no podéis hacer nada”. “Todo es posible para el que cree”, para el que ora
con fe. Dios es tan bueno que, incluso sin orar, recibimos muchas cosas de
él. Lo que ciertamente resulta infalible es pedir a Dios lo que Jesús nos
enseña a pedir y en el modo en que nos lo enseña. La viuda de la parábola
sufre de la injusticia de los hombres; sólo el juez puede hacerle justicia, y
por eso le persigue día tras día hasta conseguirla. Traduciendo la parábola
en términos reales, Dios juzgará, con toda seguridad, las injusticias
humanas. Si elevamos a Dios nuestra súplica, él nos escuchará y responderá a
nuestra plegaria. Si Moisés, Aarón y Jur no hubiesen rogado a Yavéh por la
victoria de Israel sobre los amalecitas, ¿la habrían obtenido? La oración,
más que la espada, consiguió la victoria. El cristiano orante ha sido
“dotado” por Dios, como Timoteo, para realizar bien sus tareas: el
conocimiento de las Escrituras, la fidelidad a la tradición recibida, el
anuncio del Evangelio. De este modo, los textos litúrgicos de este domingo
dan un valor extraordinario a la oración, como elemento constitutivo de la
ortopraxis y como fundamento del progreso espiritual y de toda victoria en
las luchas diarias de la fe. Hay que orar para recibir, pero también para dar según el don
recibido. El don de Dios estará acompañado por la acción del hombre, basada
en el don mismo. La victoria es de Dios, pero no sin que el hombre ponga los
medios para la acción divina eficaz. Sin la espada de Josué no hubiese habido
victoria, pero la sola espada, sin la intervención de Dios, hubiese terminado
en derrota. Sin el esfuerzo de Timoteo por ser primeramente buen judío y
luego buen discípulo de Pablo, Dios no hubiese podido “dotarle” para llevar a
cabo la misión de dirigente de la comunidad de Éfeso. Como en la persona de
Jesús lo humano y lo divino se unen inseparablemente, pero sin confundirse,
de igual manera en la vida espiritual del cristiano lo divino y lo humano
convergen, manteniendo su identidad, en un único resultado. Eliminar uno de
los términos conduce a una mutilación mortal, a no ser que se interponga una
acción extraordinaria de Dios. Rasgos del orante. 1) El rasgo más sobresaliente en los textos es la
constancia en el orar. Sin esa constancia ni la viuda hubiera logrado que se
le hiciera justicia, ni el pueblo de Israel que los amalecitas fueran
vencidos. Una constancia que, en nuestra mentalidad, hasta nos puede parecer
inoportuna, pero que a Dios le agrada y conmueve. Una constancia que puede
ser exigente, incluso dura, y requerir no poco esfuerzo, como en el caso de
Moisés, pero que Dios bendice. 2) El orador suplica porque tiene conciencia
muy clara de su necesidad y de su propia impotencia para responder por sí
mismo a ella. La distancia entre la poquedad del orador y la necesidad que le
apremia, sólo Dios puede colmarla. El pueblo de Israel sentía urgente
necesidad de derrotar a los amalecitas, sin lo cual no podrían llegar hasta
la tierra prometida, pero a la vez sabían que eran poca cosa para empresa de
tal tamaño. Tendrán que acudir a Yavéh para arrancar de él la victoria
anhelada. 3) El orador tiene que ser un hombre profundamente creyente. Si no
se tiene fe en lo que se pide, ¿para qué entonces sirve la oración? ¿No es
acaso hacer de la oración una pantomima? O se ora con fe o mejor dejar de una
vez por todas la oración. La disminución o el
aumento de la oración es correlativa del aumento o
la disminución de la vida de fe. SUGERENCIAS PASTORALES Oración y acción, reflexión y lucha. Ya san Benito enseñaba a sus
monjes: Ora et labora. “Ni ores sin trabajar, ni trabajes sin orar”. Desde
entonces está claro que no estamos hablando de dos caminos, sino de un único
y solo camino en el que se entrecruzan la oración y la acción, la reflexión y
la lucha diaria. En la iglesia se ora, pero activamente, metiendo en la
oración los trabajos y las preocupaciones del día. En la oficina, en el campo,
en la fábrica, en la casa se trabaja, pero metiendo en el trabajo a Dios,
porque “Dios está entre los pucheros”, como decía acertadamente santa Teresa
de Ávila. El hombre, por tanto, no reparte su vida diaria o el domingo, por
un lado, en horas de trabajo y, por otro, en ratos de oración. Digamos mejor
que, cuando ora, está trabajando pero de otra manera, y, cuando trabaja, está
orando, pero de diferente modo. Así el cristiano experimenta y mantiene una
grande armonía interior, dejando al margen toda división innatural,
rechazando decididamente cualquier forma de ruptura y desarmonía. Porque hoy
en día, efectivamente, hay peligro de caer en la herejía de la acción, porque
son muchas las tareas y pocos los hombres y el tiempo para realizarlas. ¿No
hay párrocos quizá tentados por esta sutil herejía, por esta sirena que
halaga sus oídos con música de una acción febril que no deja espacio ni
tiempo para Dios? Hoy con menos frecuencia, pero también pueden los
cristianos ser tentados por la herejía del quietismo, ese dejar que Dios haga
todo sumergiéndose en una piedad misticoide, pasiva e infecunda. Ni una ni
otra son posturas propias de un verdadero cristiano. Hagamos un esfuerzo por
mantener el fiel de la balanza entre la reflexión y la lucha, entre la acción
y la oración. Diversos modos de orar. La Iglesia nos enseña que hay diversos modos
de orar. 1) La oración vocal. La oración para que sea auténtica nace del
corazón, pero se expresa con los labios. Por eso la más bella oración
cristiana es una oración vocal, enseñada por el mismo Jesús: el padrenuestro.
Los evangelios en diversas ocasiones narran que Jesús oraba y, en algunas de
ellas, nos ofrecen las oraciones vocales de Jesús, por ejemplo, en la agonía
de Getsemaní. La oración vocal es como una exigencia de nuestra naturaleza
humana. Somos cuerpo y espíritu, y experimentamos la necesidad de traducir en
palabras nuestros sentimientos más íntimos. La oración vocal es la oración
por excelencia de la multitud, por ser exterior y a la vez plenamente humana.
Hay en la Iglesia bellísimas oraciones vocales, que aprenden los niños en la
catequesis y que alimentan nuestra vida de fe a lo largo de toda la vida:
además del padrenuestro, el avemaría, el “gloria al Padre”, el credo, la
salve regina. Oraciones que alimentan la piedad de los cristianos desde el
inicio de la vida hasta su término natural. 2) La oración mental o
meditación. El que medita busca comprender el porqué y el cómo de la vida
cristiana para adherirse a lo que Dios quiere. Por eso, se medita sobre las
Sagradas Escrituras, sobre las imágenes sagradas, sobre los textos
litúrgicos, sobre los escritos de los Padres espirituales, etcétera. La
oración cristiana se aplica sobre para meditar “los misterios de Cristo” para
conocerlos mejor, y sobre todo para unirse a Él. Cuando se logra esta unión
con Jesucristo, ya la oración se hace contemplativa y el ser entero del
orador se siente transformado por la experiencia espiritual y profunda del
Dios vivo. Contemplación, que no está exenta de pruebas ni de la noche oscura
de la fe. TRIGÉSIMO
DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Sir 35, 12-14.16-18; segunda: 2Tim 4, 6-8.16-18 Evangelio:
Luc 18, 9-14 NEXO ENTRE LAS LECTURAS Los términos “justicia y oración” resumen bien las lecturas de hoy. En
la parábola evangélica tanto el fariseo como el publicano oran en el templo,
pero Dios hace justicia y sólo el último es justificado. El Sirácida, en la
primera lectura, aplica la justicia divina a la oración y enseña que Dios,
justo juez, no tiene acepción de personas y por eso escucha la oración del
oprimido. Finalmente, san Pablo confía en Timoteo manifestándole sus
sentimientos y deseos más íntimos: “Me aguarda la corona de la justicia que
aquel Día me entregará el Señor, el justo juez” (Segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Actitudes del orador ante Dios. La oración, que es una relación entre
personas que se aman, interesa tanto al orador como a la persona a la que se
dirige el temblor de la plegaria. Fijemos la atención en el orador que está
ante Dios. ¿Cuáles son las actitudes de éste que en la liturgia de hoy
hallamos dibujadas? 1) Se agradece a Dios el no ser como los demás. Quien así ora no puede
ser sino un sectario, alguien para quien los demás son todos menos los de su
grupo. Alguien para quien los que no son como él son malos, dignos de
reprobación y de condena. Quien ora así muestra que no le domina el Espíritu
de Dios, sino el espíritu de partido. ¡Cuánto desprecio en esa individuación
de “los demás”: “éste publicano”! ¿Cómo es posible agradecer a Dios algo que
va contra el mismo designio de Dios? El hombre que así ora, cualquiera que
sea, no puede ser escuchado por Dios. Dios no toma partido por unos cuantos,
para Él todos son sus hijos. 2) Se agradece a Dios los propios “méritos”. En primer lugar, lo que
él no es y que los demás son. Como si dijese: “Los demás son ladrones, yo no;
los demás son injustos, yo no; los demás son adúlteros, yo no”. Bajo esos
tres nombres, que tienen que ver con el quinto, sexto y séptimo mandamiento,
se resumen todos los preceptos negativos que un judío considerado piadoso
tenía de cumplir. Los demás podrían pecar, podrían inclumplir alguno de esos
preceptos, pero un fariseo, jamás. ¡Esa es la gloria del fariseo: cumplidor
de la Ley hasta el último detalle! Agradecer a Dios la propia gloria, ¿no es
como una especie de contradicción? Pero además el fariseo cumple también con
todos los preceptos así llamados “positivos” sea que estén tomados de la
Torah, o que provengan de la tradición de la secta de los fariseos. Así el
ayunar forma parte de los preceptos de la Torah, pero hacerlo dos veces por
semana (lunes y jueves), es propio de los fariseos. Igualmente, pagar el
diezmo es una exigencia de la Ley, pero pagarlo sobre todo lo que se compra
en el mercado, es una norma adicional de la propia secta farisaica. En su
conciencia, el fariseo orador no tiene pecados, sólo “méritos”. No agradece
beneficios recibidos, sino méritos adquiridos. Pero entonces, ¿qué tipo de
oración es esa? 3) Se reconoce uno a sí mismo pecador. ¿Quién puede, por muy fariseo
que sea, reconocerse justo ante Dios? Esta es la actitud del publicano, y
debería ser la del fariseo, y tiene que ser la de todos. Hay un detalle en el
texto griego, que pasa desapercibido en las traducciones, y que me ha
conmovido: “Ten piedad de mí, EL pecador”. Por un lado, acepta la
equiparación que los judíos del tiempo de Jesús hacían entre publicano y
pecador. Y por otro lado parece reconocer que él, como publicano, es el
pecador par excelence. Con ese grado de humildad y de arrepentimiento, se
asegura que Dios oiga su oración. Dios, juez del orador. Hay algo que impresiona en los textos
litúrgicos del día de hoy. Al decirnos la actitud de Dios ante el orador,
subraya la de juez. No se excluye que Dios sea Padre, pero es un padre que
hace justicia. Hace justicia a quien ora con la actitud adecuada, como el
publicano, y lo justifica; y hace justicia a quien ora con actitud impropia,
como el fariseo, que sale del templo sin el perdón de Dios, porque, por lo
visto, no lo necesitaba. Dios es un juez que no tiene acepción de personas, y
por eso escucha con especial atención al orador que le suplica en su
opresión. Su oración “penetra hasta las nubes” (Primera lectura), es decir
hasta allí donde Dios mismo tiene su morada. Dios juzga al orador según sus
parámetros de redentor, y no conforme a los parámetros del orador o de otros
hombres. En la respuesta a éste Dios no actúa por capricho, sino para
restablecer la “equidad”, la justicia. Por eso, la corona que Pablo espera no
es fruto del mérito personal, sino justicia de Dios para con él y para con
todos los que son imitadores suyos en el servicio al Evangelio (Segunda
lectura). SUGERENCIAS PASTORALES Sólo a Dios la gloria. Este domingo es una buena ocasión para examinar
nuestra actitud cuando oramos. Porque puede suceder que, sin saberlo y sin
quererlo, estemos orando “al estilo del fariseo”. Rezo porque me lleva a la
iglesia la esposa o la novia, pero estoy ante el Santísimo o ante una imagen
de la Virgen más que orando, rumiando en mi interior mis preocupaciones o mis
proyectos. O hablo con Dios, no tanto porque sienta necesidad de Él, sino
porque necesito de todas, todas desahogarme. O voy a una casa de ejercicios
espirituales o de retiro, o hago “turismo religioso”, que parece que se está
poniendo de moda, no tanto para rezar, sino para lograr una cierta armonía
interior, para arrancar del alma el estrés. O muchas veces voy a la Iglesia,
más que para encontrarme con Dios, para encontrarme con mis amistades; más
que para alabar y dar gloria a Dios, para mantener mi reputación de buen
católico, de persona que cumple con Dios. Recordemos: rezar es conectar con
Dios. Y con Dios sólo se conecta, si se es humilde. Si en mi humildad bendigo
a Dios, le agradezco su perdón y misericordia, le suplico por las necesidades
espirituales y materiales propias y también por las de los hombres, entonces
Dios prestará oídos a mi oración. Nuestra oración será del agrado de Dios, si
buscamos su gloria y sólo su gloria. “A Él el honor y la gloria por los
siglos de los siglos”. La oración del corazón. En la oración interviene todo el ser humano:
su cuerpo y su espíritu, su inteligencia y su voluntad, sus gestos y posturas
como sus actitudes profundas. Pero, sobre todo se reza con el corazón. De los
labios del orador tienen que brotar las palabras que han nacido primero en su
corazón. La postura de su cuerpo ha de ser un reflejo de la postura con que
está delante de Dios en la intimidad de su alma. Los pensamientos, los
afectos, las mociones interiores, las decisiones, para que verdaderamente
sean de un hombre o una mujer orador, han de tener su manantial más puro en
el espíritu humano, habitado por el Espíritu Santo, maestro de la oración
auténtica. Con el corazón no se señala la afectividad humana, sino todo el
mundo interior, ese sagrario intocable en el que se encuentra consigo mismo,
se expone a la verdad de Dios, y le declara con humildad su indigencia, su
pecado, su arrepentimiento, su amor. Tenemos de cuidar la oración del corazón
en las oraciones vocales, para lograr que no se conviertan en algo rutinario,
en un sonniquete tantas veces oído que nos deja igual. Hemos de cuidar la
oración del corazón cuando meditamos, para conseguir que nuestra meditación
no sea una mera especulación, por muy elevada que ésta sea; o una reflexión
interesante y bella sobre la vida o sobre el mundo, sin que llegue a “mi
vida” y “mi mundo”; o un monólogo en el que yo me hablo y me respondo, sin
dejar lugar a la escucha silenciosa y atenta de la voz de Dios. Oremos a
corazón abierto, para que Dios nos escuche igualmente con su corazón de
misericordia y de amor. MENSAJE DOCTRINAL Bienaventuranzas... y santidad. Los ocho tipos de personas que son
llamados dichosos y bienaventurados son, con la máxima propiedad, los santos.
Por eso, en lugar de decir “bienaventurados los pobres de espíritu, los
mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los
misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los
perseguidos por causa de la justicia”, bastaría con haber dicho “bienaventurados
los santos”. Porque cada una de esas categorías de personas son expresión y, por así decir, camino de santidad. Los
pobres de espíritu son los santos, porque su verdadera riqueza es Dios.
Santos son los mansos, porque la mansedumbre o humildad es la actitud propia
de los hombres ante el Creador y Señor. Santos son igualmente los que lloran,
porque son lágrimas de arrepentimiento por los propios pecados y por los de
los hombres, sus hermanos. ¿Quién más además de los santos tiene hambre y sed
de justicia, es decir, hambre y sed de que Dios justifique y salve a la
humanidad entera? Los santos son los más misericordiosos del mundo porque
ejercitan la misericordia con los más desgraciados de la tierra, que son los
pecadores. Los limpios de corazón son los santos, porque su corazón y sus
pupilas han sido lavadas con la sangre del Cordero
para que vean con claridad divina las cosas del cielo y las de la tierra. Los
santos son quienes más trabajan por la paz, o sea, porque se den en la
sociedad humana aquellas condiciones que favorezcan la concordia entre los
pueblos, y sobre todo el desarrollo y progreso humano y espiritual. Los
perseguidos por causa de la justicia, ¿qué otro nombre tendrán que tener sino
el de santos, mártires cuya vida ha sido santificada en la soledad de la
cárcel o en el patíbulo de una cámara de gas? Muchos son los caminos que Dios
ha abierto a los hombres con su Evangelio, pero la meta es siempre la misma:
la santidad. Una sola santidad, o mejor dicho UN SOLO SANTO, JESUCRISTO, y muchas
maneras de pronunciar y confesar su nombre con la vida. “Bienaventurados los
santos, porque de ellos es el Reino de los cielos, de ellos es la fecundidad
espiritual en la tierra”. Del santo es de quien se puede decir con mayor
propiedad que estando en la tierra vive ya en el cielo, y, llegando al cielo,
no dejará de estar muy presente sobre la tierra. Amor... y santidad. La santidad es la precipitación de un encuentro de
amor entre Dios y la criatura. “Dios es amor”, hemos leído en la segunda
lectura. Siendo Dios el principio de todo lo creado, su amor no puede ser
sino fecundo, amor de Padre. Puesto que Dios es Padre, la mayor maravilla que
ha podido acontecer al hombre es ser hijo de Dios. Y su mayor grandeza no
será otra sino el vivir como tal, siguiendo las huellas del Hijo encarnado.
El amor de Dios otorga al hombre la capacidad y la fuerza espiritual para ser
santo. El amor del hombre a Dios pone en acción la capacidad recibida y la
fuerza para la santificación. En esta acción, reacción de amor, Jesucristo es
el caso único y el portaestandarte. Caso único porque sólo él es Hijo de Dios
en sentido estricto, los demás somos hijos del Hijo en cuanto el Padre ve en
el hombre el reflejo de su Hijo. Portaestandarte porque los hombres santos no
hacen otra cosa sino mirar a Cristo, Camino, Verdad, y Vida y seguir sus
huellas. Al venir Jesucristo a este mundo le hemos dado nuestros ojos para
que con ellos vea al Padre, aunque sea de un modo opaco e imperfecto. Al
pasar nosotros la puerta de la eternidad, Jesucristo nos dará los suyos para
que ya no veamos al Padre ensombrecido, sino como realmente es. “Veremos a
Dios tal como es” (Segunda lectura). En la relación amor-santidad se ha de
mencionar el infinito número de llamadas, a que hace referencia la primera
lectura tomada del Apocalipsis. No doce, como las tribus de Israel, sino doce
por doce, juntando así las tribus de Israel y los Doce apóstoles de
Jesucristo: los judíos y los cristianos. Pero además, no sólo 144 sino éstos
multiplicados por mil, es decir, la entera humanidad. Sí, Dios quiere que la
humanidad en su totalidad sea santificada por el amor y la gracia, y así
tenga acceso al eterno destino de felicidad en el cielo. El número 144.000 no
es un número reductivo, sino símbolo del universo humano. SUGERENCIAS PASTORALES La doxología de una vida santa. “Alabanza, gloria, sabiduría, acción
de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los
siglos”: ésta es la doxología que resuena sin cesar en labios de los santos
del cielo. Esta doxología la hemos de pronunciar aquí en la tierra, de manera
particular, los cristianos mediante una vida santa. Una doxología con la que
manifestamos nuestra felicidad y nuestro agradecimiento a Dios. Somos felices
en medio del sufrimiento, y alabamos a Dios. Somos felices, aunque a los ojos
de los hombres no nos vaya bien, porque intuimos en ello la sabiduría divina.
Somos felices, viviendo en la pobreza y en la falta de poder, y agradecemos a
Dios las muestras de su providencia sobre nosotros. Somos felices, por más
que la enfermedad nos tenga postrados e inutilizados, para que Dios sea
glorificado en nuestra carne enferma y haga más patente el poder de su
resurrección. Somos felices, porque estamos en paz con Dios y con nuestra
conciencia, porque creemos en la victoria de la gracia sobre el pecado,
porque buscamos únicamente la voluntad y la gloria de Dios. La ganga de
felicidad que vende el mundo al por mayor, pero que dura lo que la flor de un
día, y que recibe nombres efímeros como diversión, pasatiempo, placer,
alborozo, jarana, contento y otros semejantes, son sólo partículas, átomos de
felicidad. Nosotros reservamos el nombre de felicidad para algo más grande:
la posesión y el amor de Dios, iniciado aquí en la tierra y que tendrá su
culminación en el cielo. Esta doxología de una vida santa se puede cantar,
aquí en la tierra, o en cualquier parte: en la iglesia y en la casa, en la
oficina y en el gimnasio, en la montaña y en la playa, etcétera. Sólo hemos
de tener en cuenta el consejo de san Agustín: Cantate ore, cantate corde;
cantate semper, cantate bene: “cantad con los labios, cantad con el corazón;
cantad siempre, cantad bien”. Comunión con los santos del cielo. La Iglesia, con la fiesta de todos
los santos, celebra a todos los difuntos que ya gozan definitivamente y para
siempre del amor a Dios y del amor a los hombres y entre sí. Tenemos la
certeza, por otra parte, de que si vivimos en la gracia y amistad con Dios ya
somos santos aquí en la tierra. Existe por tanto una comunión de los santos.
Es decir, los santos del cielo están unidos a nosotros, se interesan por
nosotros, iluminan nuestra vida con la suya, interceden por nosotros ante
Dios. Todos podrían decir, como Teresa de Lisieux: “Me pasaré en el cielo
haciendo el bien a la tierra”. Yo quiero, sin embargo, referirme
especialmente a la comunión de los santos de la tierra con los santos del
cielo. Son nuestros hermanos mayores, que nos han precedido en la llegada a
la meta y que anhelan que toda la familia vuelva a reunirse en la eternidad. Son
las estrellas de nuestro firmamento que nos iluminan en la noche, no con luz
propia, sino con la que han recibido del Sol Invicto, que es Cristo. Son
modelos, por así decir caseros, que nos acercan de alguna manera una virtud o
un aspecto de la plenitud de perfección y santidad que es Jesucristo. ¿No
habrá que renovar y vitalizar nuestra comunión con los santos del cielo? Hoy
es un buen día para hacerlo. DIA
DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS Primera: Is 25, 6-9; segunda: Rom 5, 5-11 Evangelio: En 6, 37-40 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Muerte y vida” son las dos palabras en que es posible sintetizar la
liturgia en honor de todos los difuntos. En el evangelio Jesús se ofrece como
pan de vida y habla de que el Padre quiere que todos tengan vida eterna.
Isaías pone ante nuestros ojos el festín de la vida, en el que Dios destruirá
la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Primera
lectura). Y san Pablo en la carta a los Romanos afirma que “Dios nos ha
mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos
pecadores” (Segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL Hambre de Dios, sed de vida eterna. El hambre y la sed acompañan al
hombre en su peregrinación terrena desde la cuna a la tumba. No pensemos
solamente en el hambre de pan o en la sed de agua. Hay que reconocer que el
hombre desde que nace es un hambriento de Dios y un sediento de vida eterna.
Su naturaleza espiritual y su vocación de imagen de Dios agitan su ser entero
en un anhelo constante de su Origen y de su Destino. En Jesucristo satisface
el hombre su hambre de Dios, porque Él es el pan bajado del cielo con que
Dios Padre alimenta a sus hijos: Pan de la Palabra hecha Escritura Sagrada,
Pan de la Eucaristía convertido en cuerpo y sangre del mismo Dios. Y el
Espíritu Santo es quien sacia su sed de vida eterna, porque Él es el agua
viva que Cristo nos da para que no volvamos a tener sed. Ya en esta vida Dios
sacia nuestra hambre de Dios y nuestra sed de vida eterna, pero sólo de modo
limitado y bajo la tentación de buscar satisfacer nuestra hambre y sed no en
Dios sino en las criaturas. Sólo tras la muerte Dios será nuestro único Pan y
nuestra única Agua, nuestro verdadero alimento y bebida para siempre.
Precisamente la primera lectura exalta el festín de la vida que Dios ha preparado
en Sión para todos los pueblos, festín que prefigura el banquete en la
Jerusalén celeste, cuando Jesucristo haya vencido a todos sus enemigos, a la
misma muerte, y haya entregado el Reino a su Padre. La muerte se nos
presenta, de esta manera, como invitación al banquete de la vida, cuyo
anfitrión es el mismo Dios. A decir verdad, no es la vida la que desemboca en
la muerte, sino más bien ésta es la que desemboca en la vida. Solemos hablar
de “vida y muerte”, pero la liturgia de hoy nos conduce a cambiar el orden y
preferir “muerte y vida “, porque es la vida quien sale victoriosa del duelo
con la muerte; porque el banquete al que Dios nos invita no es un banquete
fúnebre, sino un banquete para celebrar la vida. La muerte, prólogo al libro de la vida. Durante el puñado de años de
la existencia, el hombre se afana en la búsqueda. Es un eterno buscador.
Busca ser amado y amar; busca saber, ciencia, poder; busca fama; busca la
verdad y la vida; busca a Dios. Si busca con sinceridad y constancia,
encontrará Aquello y Aquel que busca en todo lo que busca. Encontrará a Dios,
encontrará la vida. No cabe duda de que la vida del hombre es una eterna
búsqueda. Pero, ¿qué es la muerte sino el momento en que la búsqueda termina
y comienza el encuentro definitivo con Dios, con nosotros mismos, con la
verdad y la vida? Tener vida eterna, ¿no es ésta la suprema y última
aspiración de todas las búsquedas del hombre, incluso por caminos tortuosos,
insensatos, en dirección opuesta de Aquel que busca? ¿No es también el último
y máximo regalo que Dios quiere dar personalmente a cada uno de los hombres? “Mi Padre quiere –leemos en el evangelio– que todos los que vean al
Hijo y crean en él, tengan vida eterna, y yo los resucitaré en el último
día”. Por eso, la muerte, que condensa en sí nuestra existencia efímera, bien
puede considerarse solamente como un breve prólogo al libro de la vida. De la Pascua de Cristo nos viene la luz. Las reflexiones precedentes
encuentran su marco más propio en el misterio de la muerte de Cristo, a quien
el Padre resucitó de entre los muertos, y que nos hace participar de su vida.
Imaginemos la muerte de Cristo como el gran océano en el que se recogen todos
los muertos de la historia, y la resurrección como el nuevo Paraíso preparado
por Cristo resucitado para todos los que han sido iluminados por su Luz. La
vida de la que nos habla la liturgia no es solamente la inmortalidad del alma
(exigencia de su naturaleza espiritual), sino más bien y mucho más la
participación en el alma y en el cuerpo de la vida de Cristo resucitado. La
luz del misterio del Hijo de Dios, Jesucristo, muerto y resucitado por
nosotros, para arrancarnos de la muerte y hacernos partícipes de la vida,
ilumina de modo completamente único la vida terrena, el término de la misma
con la muerte, y el inicio gozoso de una vida sin fin en la compañía de Dios
y de todos los santos. SUGERENCIAS PASTORALES Una visión más cristiana de la muerte y de la vida. Un cierto
materialismo y horizontalismo se nos ha metido en el alma de todos, sobre
todo en los dos últimos siglos. Decimos que la muerte es el fin de la vida,
pero quizá olvidamos que es la aurora de una nueva vida. Cuando hablamos de
la vida nos referimos a la existencia terrena, tal vez porque la “otra vida”
no forma parte de nuestras categorías mentales o porque estamos tan bien
instalados en ésta que tendemos a no pensar en su fugacidad y en su momento
final. Vida no es solamente un término temporal, sino que pertenece también
al lenguaje de lo eterno. Es posible que sintamos necesidad de ir aprendiendo
ese lenguaje de lo eterno e ir ejercitándolo, no sea que al pasar a la otra
orilla de la vida nadie nos entienda, con el inconveniente de que allí no hay
intérpretes. Un día como hoy es un momento precioso para remozar nuestros
conceptos y nuestra mentalidad, de manera que abramos más nuestro corazón a
las realidades que nos esperan después de la muerte. “La vida de los que en
ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada
terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”, rezamos en el prefacio
de difuntos. Y santa Teresa del Niño Jesús exclamaba: “Yo no muero, entro en
la vida”. Un tiempo propicio para la catequesis sobre la resurrección de la
carne y sobre la vida eterna a partir de las páginas que el catecismo de la
Iglesia dedica a estos temas (CIC 988-1060). Orar por los fieles difuntos. En la recomendación del alma a Dios la
Iglesia habla al moribundo con una dulce seguridad: “Alma cristiana, al salir
de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó,
en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre
del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que
tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen,
Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos”. Eso es lo que
deseamos de todo corazón para el moribundo, y eso es lo que pedimos a Dios
cuando por ellos rezamos, una vez que han muerto. A nuestros difuntos nos
unen los lazos de la sangre y de la fe, por eso les seguimos queriendo y
deseando su bien mediante nuestras oraciones. La Iglesia, como madre de todos
los cristianos, intercede diariamente en cada santa misa por los difuntos:
“Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la
resurrección y de todos los difuntos: admítelos a contemplar la luz de tu
rostro” (Plegaria eucarística, II). Oremos por ellos con corazón fraterno,
pues son nuestros hermanos en la fe, que nos preceden en el camino hacia la
eternidad. Oremos por ellos con sinceridad y humildad de corazón, para que
nuestra intercesión por ellos ante Dios sea escuchada y puedan
definitivamente “estar siempre con el Señor”. DOMINGO
TRIGÉSIMO PRIMERO DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Sab 11, 22- 12, 2; segunda: 2Ts 1, 11 - 2, 2 Evangelio: Lc
19, 1-10 NEXO ENTRE LAS LECTURAS El amor de Dios embarga cada página de la Biblia y de la liturgia
cristiana. En los textos del presente domingo resaltan de modo especial. El
amor de Dios a todas las criaturas, porque todas tienen en el amor de Dios su
razón de ser (Primera lectura). El amor de Dios por todos los hombres, sin
distinción alguna, porque todos son sus hijos (Evangelio). El amor de Dios
hacia los cristianos, “para que el nombre de Jesús sea glorificado en
vosotros, y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor
Jesucristo” (Segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL La aventura del amor divino. Desde el momento mismo en que Dios inició
su obra creadora, dio comienzo para él la aventura del amor. La aventura maravillosa
de ser correspondido en el amor. Pero también la aventura del riesgo del
amor, del rechazo del amor, de la incomprensión del amor, del rostro doloroso
del amor. “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, pues
si algo odiases, no lo habrías creado”, dice la Sabiduría. Pero, ¿no da la
impresión de que los cataclismos y las catástrofes naturales de nuestro
planeta se rebelan contra el gobierno soberano del amor? “Hoy ha llegado la
salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abrahám”, dice Jesús en
el evangelio. Pero, y las demás “casas” de publicanos, ¿aceptarán el amor? Y
las demás casas de los ricos, ¿se convertirán, como Zaqueo y su casa, al amor
de Dios? Dios nos ha llamado a la vocación cristiana, para ser glorificado en
nuestras vidas; pero, ¿realmente nuestras vidas son la gloria del amor? El
amor de Dios, en su aventura histórica, en cierto modo está sometido a la
gran ley, creada por Dios y que él respeta, del libre albedrío. Y así será
hasta el final de los tiempos. Esos tiempos últimos, cuyo final nos resulta
totalmente desconocido, y que hacemos bien si lo dejamos confiadamente en el
sagrario del corazón de Dios, que siempre quiere lo mejor para sus hijos. No
queramos escrutar ansiosamente el misterio que se nos escapa y sobrepasa
nuestras capacidades de conocimiento. ¡Vigilantes, sí, pero serenos! Entonces
sí, tras el telón final de la historia, la aventura del amor de Dios habrá
terminado. El amor de Dios será entronizado en los cielos y los hombres
adorarán eternamente la triple faz del Amor. Un amor sin fronteras. Así es el amor de Dios. No tiene la frontera
del tiempo, porque Él ama en el tiempo y antes del tiempo y más allá del
tiempo. No tiene la frontera del espacio, porque Él ha creado el espacio y lo
ha llenado con obras surgidas únicamente de su amor: el cielo, la tierra y
cuanto en ellos habitan (Primera lectura). No está limitado por la frontera
de la edad, de la condición social o económica, del estado de vida de los
hombres, porque lo que más cuenta para Dios es que todos son imagen suya y a
todos los ama como a hijos. Dios no ama al ciego de Jericó porque es pobre
(Lc 18, 35-43) ni a Zaqueo porque es rico, sino porque ambos son sus hijos.
Para Dios no cuentan esas barreras que tanto cuentan no pocas veces para los
hombres. Dios no ama por “méritos”, sino en total libertad. Tampoco está
coartado Dios en su amor por la barrera del pecado. Los hombres somos
pecadores, Zaqueo es un pecador público. Eso no importa. El pecado no es por
así decir una derrota del amor, sino ocasión para que el amor de Dios se
manifieste con nuevo resplandor. ¿Y acaso podrán ser nuestras preocupaciones,
nuestros temores, nuestros pensamientos sobre la “inminencia” del “fin de la
historia” una muralla infranqueable del amor de Dios? Deus semper maior. Dios
está por encima de todos los límites que los hombres podamos poner a su amor.
También Dios es más grande y está más allá de la muerte, ese monstruo en cuyo
territorio parece que ni siquiera el amor de Dios tiene acceso. Dios es
“amigo de la vida” (Primera lectura) o, en una traducción quizá más fiel,
“autor de la vida”. A Él la muerte no le infunde temor como a nosotros,
pobres mortales, pasa su barrera y la destruye, para que los hombres, sus
hijos, vivan para siempre. Realmente, para Dios la frontera del amor es el
amor sin frontera. SUGERENCIAS PASTORALES Ojos para amar. La realidad se mira de modo muy diverso cuando se
tienen ojos para el amor o cuando no se tienen. ¡Ojos para amar a Dios en la
grandeza y el esplendor del firmamento! Puedo contemplar una estrella en una
noche de primavera con el ojo escrutador del científico que indaga sobre su
distancia de la tierra, los años que tiene o el material de que está
compuesta. Y puedo contemplarla con el ojo simple de quien descubre en ella
un reflejo de la belleza de Dios, un regalo de Dios en esa encantadora noche
primaveral. ¡Ojos para ver el amor de Dios en el poder y belleza de la
naturaleza! Esa naturaleza que revive después del invierno y que resucita.
Esa naturaleza mediante la cual Dios recuerda al hombre la ley de la
renovación permanente y le reclama su vocación a la resurrección con Cristo
glorioso. ¡Ojos para admirar el amor de Dios como se muestra en el hombre y
en las obras magníficas de su pensamiento! Es distinto considerar la
inteligencia del hombre como fruto de la casualidad evolutiva a ver en ella
la obra más preciosa y sublime del amor creador de Dios. Es muy diverso el
trato que daré a un hombre si me quedo solamente en que es un cuadrúpedo
inteligente o si, traspasando con la mirada el ámbito corporal, lo veo como
un hijo de Dios, nacido para una eternidad feliz en el amor. Los hombres
solemos tener ojos para el mal, para la crítica, para la basura del mundo.
Está bien, pero tenemos que mirar todo eso con ojos de amor, con los mismos
ojos con que Dios lo ve. Y sobre todo tenemos que abrir de par en par nuestra
mirada para el bien, para la verdad, la belleza y la santidad que hay en el
mundo. En definitiva, tener ojos para el amor es tener ojos para Dios, es tener
los ojos de Dios. La creatividad del amor. Que el amor sea creativo, pienso que nadie lo
pone en duda. Ya conocemos la creatividad del amor de Dios: la Sagrada
Escritura, la Iglesia como institución del amor redentor, la presencia de
Jesucristo en la Eucaristía, o la perfección del cerebro humano, y la
inmensidad del cosmos y sus galaxias, por poner algunos ejemplos. Quiero
detenerme, sin embargo, en la creatividad del amor humano y cristiano, esa
creatividad que es la nuestra, y en la que debemos actuar día tras día, para
mostrar que somos cristianos de verdad. ¿Quién ignora la potencia “creativa”
de una caricia al esposo, al hijo, a la madre, a la novia? ¿Quién no ha
podido constatar alguna vez la creatividad de una palabra, de una mirada, de
un abrazo? Buscar cada día creatividad en el amor dentro de la familia.
¡Pequeñas cosas del amor, no importa, pero nuevas, inesperadas,
sorprendentes! Buscar la creatividad en el amor para servir mejor a los
demás, como empleado en una oficina, como párroco, como enfermera en un
hospital, como asistente social en una residencia de ancianos, como maestro
en una escuela o profesor en una universidad, etc. Y sobre todo buscar la
creatividad en nuestro amor a Dios. Creativos cuando hablamos con Dios para
decirle lo mismo, pero con lenguaje y música diversos. Creativos en
multiplicar lo más posible las obras del amor, las maneras de expresar el
amor. Creativos para pensar y formular el amor de Dios y comunicarlo
creativamente a los hombres. Creativos para hablar a Dios y para hablar de
Dios. ¡Creatividad! ¡Creatividad en el amor! ¿Acaso no es el amor por su
misma naturaleza creativo? Si por una casualidad el amor dejara de ser
creativo, sería aburrimiento, rutina, hastío. Dejaría de ser amor. ¿Qué hacer
para ejercitar diariamente la creatividad del amor? DOMINGO
TRIGÉSIMO SEGUNDO DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: 2Mac 7, 1-2.9-14; segunda: 2Tes 2, 16 - 3,5 Evangelio: Lc 20, NEXO ENTRE LAS LECTURAS ¿Cuál y cómo es el destino último del hombre? A esta inquietante
pregunta trata de responder la liturgia de este domingo. Jesús nos enseña que
el destino es la vida, pero que esa vida en el más allá no se iguala a la
vida terrena (Evangelio). El martirio de la madre y de sus siete hijos en
tiempo de la guerra macabea ofrece al autor sagrado la ocasión para proclamar
vigorosamente la fe en la resurrección para la vida (Primera lectura). Pablo
pide oraciones a los tesalonicenses para que “la palabra del Señor siga
propagándose y adquiriendo gloria” (Segunda lectura), una palabra que incluye
la suerte final de los hombres ante el Juez supremo, que es Dios. MENSAJE DOCTRINAL Misterio y realidad. Conviene afirmar siempre que el destino final del
hombre no es claro como un teorema matemático ni cognoscible como la
composición química del agua. Jesús, en su razonamiento con los saduceos,
sostiene que es un misterio y por eso no acude al raciocinio, sino a la
revelación. “El Dios de Abrahám, de Isaac y de Jacob es un Dios de vivos, no
de muertos”. La historia de la salvación nos ayuda a comprender que, siendo
misterio, no ha sido objeto de un conocimiento natural o de una revelación
inmediata. Más bien, ha habido un proceso largo y pedagógico de revelación
desde el Antiguo Testamento hasta el Nuevo. Los saduceos exageran tanto el
carácter misterioso de la resurrección, que simplemente la niegan. Es tal vez
una solución fácil, pero impropia del hombre que es un eterno buscador de la
verdad. Procurar entrar en el misterio, sin destruirlo, ahí está la grandeza
del ser humano sobre la tierra. Pero la resurrección no sólo es misterio, es
también realidad. Una realidad que no es perceptible con los ojos de la
carne, sino únicamente con los ojos de la fe. Ya Horacio había llegado a
formular, con su sola razón, la creencia en la inmortalidad: Non omnis moriar
(no he de morir totalmente). Los cristianos podemos formular nuestra fe en la
resurrección: Omnis vivam (viviré todo entero), en cuerpo y alma, en toda mi
realidad psicofísica. Evidentemente no se tiene que resaltar tanto la
resurrección corporal que llegue a imaginarse la vida terrena en su grado
máximo de perfección. “No pueden ya morir, porque son como ángeles”
(Evangelio). El hombre será transformado y, sin dejar de ser hombre,
experimentará y vivirá su humanidad de un modo adecuado a un mundo infinito y
eterno. El destino del hombre no es sino una realidad misteriosa y un
misterio empapado de realidad. Separar el misterio de la realidad o la
realidad del misterio conduce a distorsionar la verdad de la fe en la
resurrección de los muertos. Martirio y vida. El martirio, incluso para los no creyentes, tiene un
poder seductor muy notable. Un mártir por su fe no es sólo gloria de su
religión, sino de la entera humanidad. Es un héroe y, si es cristiano, es
además un santo, un héroe de la gracia y un evangelizador, porque transmite
la fe cristiana con la ofrenda de su vida. La madre y los siete hijos de los
que nos habla la primera lectura han sido para los judíos y para los
cristianos un ejemplo permanente de fortaleza espiritual y de fe en la
resurrección. “El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos
resucitará a una vida eterna”, así formula su fe el segundo de los hermanos.
El martirio de tantos cientos de miles de cristianos a lo largo de 21 siglos
es el signo de credibilidad más fehaciente de la resurrección de los muertos.
Un martirio que radica en el gran Martirio de Jesucristo en la cruz para
redimirnos del pecado y alcanzarnos la vida eterna. La “corta pena” del
sufrimiento se trueca en “vida perenne” y sin fin (Primera lectura). Junto al
martirio de sangre está el martirio de la vida, el testimonio diario de la fe
que da sustancia y peso a la última verdad del Credo: “Creo en la
resurrección de los muertos y en la vida futura”. Porque en verdad mártir es
quien prefiere al Dios de la vida sobre el amor de la vida, quien está
dispuesto a cerrar la puerta de la vida por fidelidad a Dios y a abrir el
cancel del Paraíso para estar siempre con el Señor. Ésta es la Palabra del
Señor que debemos anunciar y que hemos de propagar por todas partes. En un
mundo no poco secularizado y bastante miope para las cosas de la fe, es muy
necesario que los cristianos sellemos nuestra fidelidad a la vida, en esta
tierra en que estamos y en la eternidad, con una vida de fidelidad. SUGERENCIAS PASTORALES Continuidad, no igualdad. Nuestra fe nos dice que el ser humano
resucitará en su integridad. Hay, por tanto, una continuidad innegable entre
el hombre histórico, que muere y vuelve al polvo, y el hombre resucitado. No
resucitará una “entelequia” humana, sino el hombre y la mujer que ha pisado
esta tierra, que ha amado, que ha hecho el bien, que ha procreado y educado a
sus hijos, que ha trabajado para poder vivir, que ha muerto besando un
crucifijo o rezando el rosario. Si alguien pusiese en duda o negase esta
continuidad, ¿en qué consistiría entonces la resurrección de los muertos? ¿No
sería tal expresión un simple flatus vocis, un sonido sin sentido? Al mismo
tiempo nuestra fe nos dice que la continuidad no equivale a igualdad. Nuestro
polvo revivirá, pero trascendido. Seremos íntegramente hombres, pero nuestra
vida no estará ya sometida a la condición histórica. En la eternidad ni se
trabaja, ni se come, ni se procrea ni se muere. “Serán como los ángeles”
(Evangelio). Resucitaremos idénticos, pero diversos en razón de la misma
diversidad del mundo en el que se entra y en el que se vivirá para siempre.
El hombre entero vivirá en la condición de los ángeles, porque su misma
dimensión corpórea quedará penetrada y transformada por la dimensión
espiritual, y principalmente por el Espíritu de Dios. Todo esto es importante
para la catequesis, la predicación, y el acompañamiento espiritual. No está
mal que a los niños se les hable del cielo en lenguaje imaginativo y
sensorial. Creo que hay que ir elevándolos gradualmente de una concepción
sensorial a una concepción cada vez más espiritual de la vida eterna.
Efectivamente, querer plantar la tierra en el cielo ha sido siempre una gran
tentación del hombre. ¿No sucede a veces que hay personas de 50 y 60 años
cuya concepción del cielo sigue siendo la de la infancia? ¿No será ésta una,
entre otras causas, por las cuales está en crisis la fe en la resurrección de
los muertos y en la vida futura? Un mensaje de esperanza. Si razonamos con fe, no cabe duda de que la
resurrección de los muertos es un mensaje de esperanza. Para el creyente, el
tesoro más precioso no es la vida que se tiene, sino la que se espera. La
vida actual es preciosísima. ¿Cómo no va a serlo, si en ella el hombre se
juega toda la eternidad? La esperanza cristiana no nos hace vivir ajenos a la
realidad del mundo ni de la historia, sino enteramente entregados a hacer
historia: historia de salvación. Construir la historia no es tarea de los no
creyentes, es todavía con mayor razón tarea de quien cree en el Señor de la
historia y en la marcha de la historia a su desembocadura final. Sí, como
cristiano, espero que Dios abrirá las puertas de la
eternidad a mi mente, a mi corazón, a mi cuerpo, a mi vida. Porque la
esperanza cristiana en la resurrección es mensaje de vida en plenitud, de
presencia viva ante el mismo Dios vivo. Es vivir sin reloj ni cronología,
estando siempre con el Señor, como sumergidos en el océano mismo de la Vida.
El mensaje cristiano es un mensaje de esperanza, porque anuncia el triunfo de
la vida sobre el tiempo y sobre el mal, el triunfo de Dios sobre todos sus
enemigos, el último del cual es la muerte. Este mensaje no se lo ha inventado
la Iglesia, proviene del Dios “que nos ha dado gratuitamente una consolación
eterna y una esperanza dichosa” (Segunda lectura). ¡Vale la pena testimoniar
con palabras y obras este mensaje de esperanza! DOMINGO
TRIGÉSIMO TERCER DEL TIEMPO ORDINARIO Primera: Mal 3, 19-20 (4,1-2); segunda: 2Tes 3, 7-12 Evangelio: Lc 21,
5- NEXO ENTRE LAS LECTURAS El presente y el futuro son dos categorías que descuellan de alguna
manera en este penúltimo domingo del ciclo litúrgico. Los “arrogantes y
malvados” del presente serán arrancados de raíz el Día de Yahvé, mientras que
los “adeptos a mi Nombre” serán iluminados por el sol de justicia (Primera
lectura). Las tribulaciones y las desgracias del presente no deben perturbar
la paz de los cristianos, porque, mediante su perseverancia en la fe,
recibirán la salvación futura (Evangelio). San Pablo invita a los
tesalonicenses a imitarle en su dedicación al trabajo, aquí en la tierra,
para recibir luego en el mundo futuro la corona que no se marchita (Segunda
lectura). MENSAJE DOCTRINAL Ciudadanos de dos mundos. Todo hombre, quiera o no, está inscrito en
el registro de dos mundos diversos. Uno es el mundo presente, la tierra que
pisamos y el aire que respiramos, un mundo pasajero, sellado por el límite y
la caducidad. El otro mundo es el mundo en el que reinan las palabras:
siempre e infinitud, el mundo futuro al que el hombre y la historia se
encaminan. Lo interesante es que estos dos mundos se suceden
cronológicamente, pero sobre todo se entrecruzan y entrelazan en la vida de
los hombres. Ninguno de ellos nos es ajeno, en ninguno vivimos como si el
otro no existiera. En el mundo presente no podemos dejar de pensar en el
futuro, y en el mundo futuro no se podrá olvidar el presente. Las vicisitudes
de la historia, sus conflictos y sus penas nos remiten casi inexorablemente
hacia el futuro. La dicha y la plenitud del mundo futuro solicitarán nuestro
interés porque todos los hombres de este mundo puedan alcanzarla. Como
ciudadanos del presente hemos de estar ocupados y dedicados en la tarea del
progreso, de la justicia, del avance en humanismo y solidaridad, y en el
crecimiento de los valores. Como ciudadanos del futuro tenemos que
preocuparnos por la instauración del Reino de Cristo y por la santidad de los
cristianos. El presente en que vivimos es tarea de elección y de renuncia, el
futuro será tiempo de posesión y de gozo. El presente es tiempo de ideales y
de realizaciones, el futuro será de encuentro y de intimidad. El presente es
tiempo de constancia en la lucha, el futuro será de descanso en la paz. El
presente es tiempo de esperanza en la fe y en el amor, el futuro será de
triunfo pleno del amor perfecto. Dos mundo
distintos, pero no distantes, sino unidos en el corazón del hombre. Dos
mundos en los que el cristiano ha de vivir a tope, haciendo honor a su
nombre. La luz de la justicia. En este mundo no siempre brilla con todo su
esplendor la luz de la justicia. Hay también mucha
tiniebla de injusticia. Y por eso al hombre honrado y bueno le acecha la
tentación de decir: “¡Es inútil servir a Dios! ¿Qué ganamos con guardar sus
mandamientos?” (Primera lectura). Tal vez llegan a nuestros oídos voces de
falsos profetas que gritan: “¡Yo soy!” o que predicen con presunción: “El
tiempo está por llegar” (Evangelio). Y llegan a preocuparnos esas voces y
crean en los cristianos algo de perplejidad. Oscurecidos sobre el futuro,
había también entre los cristianos de Tesalónica algunos que “no trabajaban y
se metían en todo” (Segunda lectura). Evidentemente creaban confusión y
perturbaban la vida y la paz de la comunidad. Esa
tiniebla de injusticia no es propia sólo del tiempo del Antiguo o del Nuevo
Testamento, sigue actualísima en nuestro tiempo. ¿No hay acaso mucha gente
convencida del triunfo del mal sobre el bien? ¿No hay quienes atemorizan a la
gente, sobre todo sencilla y sin mucha cultura, hablando de revelaciones
recibidas sobre el fin del mundo y su pronta venida? ¿No abundan falsos
profetas y doctores, que merodean aquí y allá enseñando doctrinas erróneas?
La revelación de Dios, recogida en los textos litúrgicos de este domingo, nos
recuerda: “Dios hará brillar la luz de la justicia”. Esa luz puede ser que ya
comience a brillar en este mundo, pero ciertamente el sol de justicia
irradiará sus rayos de luz en el mundo futuro. El cristiano, por tanto, en
medio de las injusticias y de las persecuciones, ha de mantenerse tranquilo,
paciente y con gran paz, porque Dios intervendrá a su tiempo. “Con vuestra
perseverancia, nos dice Jesucristo en el evangelio, salvaréis vuestras
almas”. SUGERENCIAS PASTORALES El tiempo de la Iglesia. Entre Pentecostés y el final de la historia
está el tiempo de la Iglesia. Esta Iglesia que tiene ya 21 siglos de
historia, que vive el presente tratando de ser fiel a su Fundador, y que mira
al futuro con esperanza. Jesucristo a esta Iglesia no le ha ahorrado
tribulaciones. Pero tampoco ha sido parco con Ella en consolaciones. En su
historia pasada y presente vemos una innumerable fila de hombres y mujeres
fieles a su Señor, y juntamente defecciones, falsos maestros, apostasía,
traición. A lo largo de los siglos, en muchos lugares donde no había paz, los
cristianos santos han sembrado paz y concordia entre los hombres. Pero
también ha habido cristianos, en esos mismos siglos, que han esparcido
discordia, guerra, revolución, desavenencias en la familia, en los grupos
humanos, entre las naciones. Ha habido en la larga historia del cristianismo
reyes y gobernantes cristianos, sumamente santos y que han hecho tanto bien.
A su lado, ha habido igualmente y continúa habiendo reyes y gobernantes que
han perseguido a sus hermanos en la fe por motivos políticos o por intereses
ideológicos. En la historia están también los enemigos de Dios y de su
Iglesia. Recordemos a los emperadores que durante tres siglos, con mayor o
menos intensidad, persiguieron el cristianismo como religio illicita y
consideraban a los cristianos como ateos porque no adoraban a los dioses del
Imperio. Pensemos en los tormentos que sufrieron los hijos de la Iglesia en
Japón y en China, por considerar el cristianismo como extranjero y como ajeno
completamente a las propia tradiciones religiosas.
¿Y qué decir de la brutal persecución y hostigamiento del comunismo hacia los
cristianos allí donde el socialismo real fue o continúa siendo una triste y
horrenda pesadilla de la humanidad en su historia? El tiempo de la Iglesia ha
sido y continuará siendo así hasta el final: tiempo de tribulación, y tiempo
de consolación y paz. ¡Esta es la Iglesia en que vivimos, a la que amamos, y
en la que trabajamos por el Reino de Dios! Vivir el presente desde el futuro. Frecuentemente se piensa que hay
que vivir el presente con un ojo en el pasado, para aprender del mismo,
puesto que “la historia es maestra de la vida”. No niego que esto sea verdad.
Quiero señalar, sin embargo, un aspecto propio de nuestra fe cristiana. Hay
que vivir el presente como quien ya hubiera recorrido el camino de la vida y
se hallara en el mundo futuro. Está claro que las perspectivas y el modo de
vivir el presente serían muy diversos. Esto vale en la vida del hombre: si
fuera posible vivir los veinte años desde la perspectiva de los sesenta, sin
duda alguna se vivirían de distinta manera. Con mayor razón vale cuando
hipotéticamente nos colocamos en el más allá. Preguntémonos: Desde la
eternidad, ¿cómo hubiese querido vivir el día de hoy, esta situación
familiar, este momento personal de crisis, esta relación afectiva, este
ambiente en el trabajo? Ese futuro crea una distancia entre nosotros y
nuestro presente, y al crear distancia nos permite ver las cosas con mayor
paz y objetividad. Ese futuro nos mete en el mundo de Dios y de esta manera
nos otorga el poder de pensar en las diversas situaciones del presente y de
la vida con el mismo modo de pensar de Dios. Desde el futuro conocemos mejor
y sabemos aplicar con mayor exactitud y coherencia al presente la regla de
nuestra fe y la medida de nuestra conducta. No hay que caer en la utopía,
pero una chispa de futuro en nuestro presente es suficiente para encender el
ama con nuevo ardor y entusiasmo. SOLEMNIDAD
DE JESU CRISTO, REY DEL UNIVERSO Primera: 2Sam 5, 1-3; segunda: Col 1, 12-20 Evangelio: Lc 23, 35-43 NEXO ENTRE LAS LECTURAS “Rey de Israel, rey de los judíos, reino del Hijo” son las expresiones
con que la liturgia nos recuerda solemnemente la gozosa realidad de
Jesucristo, rey del universo. El título de la cruz sobre la que Jesús murió
para redimir a los hombres era el siguiente: “Jesús nazareno, rey de los
judíos” (Evangelio). Históricamente, este título se remontaba hasta David,
rey de Israel, (Primera lectura), de quien Jesús descendía según la carne.
Recordando Pablo a los colosenses la obra redentora de Cristo les escribe:
“El Padre nos trasladó al Reino de su Hijo querido, en quien tenemos la
redención: el perdón de los pecados” (Segunda lectura). MENSAJE DOCTRINAL David, rey de Israel. Los israelitas habían comenzado la conquista de
la tierra prometida al final del siglo XIII a. C., bajo el caudillaje de
Josué. La conquista fue progresiva y se prolongó durante mucho tiempo. Por
fin se pudo considerar acabada, al menos en términos generales, y se procedió
a la distribución de la tierra por tribus. Por largos decenios y lustros,
cada una de las tribus mantuvo su independencia y propia autonomía. Si alguna
tribu se unía con otra, era fundamentalmente en plan de defensa o ataque de
sus enemigos. Durante este período, se fue estableciendo casi espontáneamente
una diferenciación entre las tribus del Norte y las del Sur. Cuando Samuel
ungió rey a David, lo hizo sólo sobre las tribus del Sur (Judá, Benjamín y
Efraín) y sobre ellas reinó siete años en Hebrón. La personalidad
extraordinaria de David, su genio militar que logró conquistar la fortaleza
de Jerusalén tenida por inexpugnable, y su capacidad innegable de caudillaje,
indujo a los jefes de las tribus del Norte a proclamarle también su rey. “El
rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y
ungieron a David como rey de Israel” (Primera lectura). Fue un paso decisivo
en la historia de Israel: por primera vez se consiguió la unificación de las
doce tribus, se instauró un solo rey y por tanto un solo mando
político-militar, y se eligió la ciudad de Jerusalén como capital del nuevo
reino de Israel y Judá. El reino de Cristo, prolongación del reino de Israel,
está compuesto igualmente de doce “tribus”, unidas bajo el mando de un único
rey, y que tiene su capital en Jerusalén, la capital del reino mesiánico,
inaugurado por Jesucristo en la cruz. Jesús, el rey de los judíos. Esta es la causa por la cual Jesús muere
en una cruz elevada sobre el Gólgota. El texto está escrito en hebreo, en
latín y en griego, para que lo entendiesen todos los habitantes que habían
venido a Jerusalén para celebrar la Pascua en la primavera del año 30 d.C.
¿Un crucificado, rey de los judíos? Esta ignominia era insoportable para las
autoridades de Jerusalén, por eso acudieron a Pilatos a pedirle que cambiase
el título. Pilatos no cedió. “Lo escrito, escrito está”. El título es ocasión
de burla y sarcasmo de los soldados romanos: “Si tú eres el rey de los
judíos, ¡sálvate!” (Evangelio). Solamente uno de los ladrones intuyó que el
reino de ese crucificado tenía que ser de otra índole que los reinos de la
tierra, y así le dijo: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”
(Evangelio). El título es, pues, verdadero, pero nos reenvía a un reino de
otras características: un Reino de verdad y de vida, un Reino de santidad y de
gracia, un Reino de justicia, de amor y de paz” (Prefacio). En el
sometimiento “impotente” y doloroso de un crucificado al reino de la fuerza
dominante está la clave y el fundamento del reino del amor, de la
misericordia y del perdón. El Reino de su Hijo. El Padre, llamándonos a la fe cristiana, nos ha
trasladado al Reino de su Hijo mediante el bautismo. Su Hijo es Jesús de
Nazaret, el crucificado, ahora resucitado y glorioso. El reino del Hijo no es
ya sólo un pueblo o una raza. No es sólo el reino interior en el corazón de
los hombres. Es por añadidura el reino sobre el cosmos, sobre toda la
creación. “En él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la
tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones, principados,
potestades: todo fue creado por él y para él” (Segunda lectura). Para el
Hijo, “rey” no es meramente un título, corresponde a su esencia. Nada está
fuera de su reinado ni en el tiempo ni más allá del tiempo. El Hijo es el rey
del universo en toda su grandeza y esplendor, con toda su potencia y energía.
Es el rey de la historia, el que domina y dirige todos los acontecimientos
humanos hacia su fin. Es el rey de los individuos, en quienes reina por la
fe, la esperanza y la caridad, por la justicia, la paz y la solidaridad. SUGERENCIAS PASTORALES “El condicional de la duda”. “Si eres rey...”: he ahí la eterna
tentación del hombre hundido en su miseria e indigencia. “Si eres el Hijo de
Dios...”, así el tentador y así tantos hombres a lo largo de la historia. “Si
eres bueno..., ¿porqué reina tanto mal a nuestro alrededor?”. “Si me amas...,
¿porqué en lugar de que reine tu amor en mí, reina, al contrario, el desorden
de las pasiones, el desenfreno del egoísmo?”. “Si eres rey..., ¿cómo es
posible que haya gobiernos descreídos y ateos, que persiguen, encarcelan y
asesinan a tus súbditos?”. “Si eres rey..., qué clase de reinado es el tuyo
que se oculta hasta el punto que se desvanece y llega casi a desaparecer?”. “Si eres rey...”. La duda nos atosiga y nos sacude
interiormente. El condicional nos muerde el alma hasta la herida mortal. “Eso
de Cristo Rey, ¿no será un cuento de hadas o una de tantas utopías que
recorren la historia?”. “Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera”, canta la
Iglesia. “¿Es esto verdad o más bien un exagerado triunfalismo?”. ¡Seamos
valientes! Quitemos de una vez por todas el “sí” condicional de nuestras
relaciones con Jesucristo Rey. En lugar de dudar, agradezcamos al Padre que
no haya querido instaurar un reino como hubiésemos querido los hombres, a la
medida de nuestros deseos y de nuestras mezquinas concepciones de las cosas.
Cristo reina según su designio y su medida, no según la nuestra. El Reino de
Cristo se recibe como un regalo, como una revelación del cielo; no es fruto
de una mente humana privilegiada ni del acuerdo decisorio de los hombres. El
Reino de Cristo se instala en la vida de los hombres, pero no es un árbol ya
hecho, sino una planta que crece. Desde el momento que ponemos el reino de
Cristo bajo la ley del condicional, estemos seguros de que estamos corriendo
el riesgo de no entenderlo y de quedarnos fuera. ¡Venga tu Reino!. Tertuliano en su
comentario al padrenuestro escribe: “Que tu Reino venga lo antes posible es
el deseo de los cristianos, es la confusión para las naciones. Nosotros
sufrimos por esto, más aún nosotros rezamos por su llegada”. Es un deseo que
los cristianos venimos repitiendo desde hace 21 siglos. Venga a nuestra
tierra tu reino de paz en los Balcanes, en la tierra de Israel, en Malasia,
en el cuerno de África o de los grandes lagos, en todas las naciones. Venga a
nuestra tierra tu reino de justicia frente a la corrupción invadente, frene a
tantas diferencias sociales y económicas, frente a tanta degradación moral.
Venga tu reino de amor entre los esposos, entre padres e hijos, entre
miembros de diferentes razas o religiones; de amor hacia los niños y hacia
los ancianos, hacia los pobres y enfermos, hacia todos los más necesitados de
atención, cariño, ternura. Sabemos que el Reino de Cristo vive en una
situación de tensión permanente, porque lo exige su mismo crecimiento, porque
encuentra resistencias a su acción transformadora. Porque llegue este reino
de paz, de justicia y de amor trabajamos, sufrimos, oramos los cristianos y
todos los hombres de buena voluntad. ¡Venga tu Reino! Sea ese el grito con el
que amanezcamos a un nuevo día y con el que cerremos el duro bregar de la
jornada. “Para que, digamos con san Cipriano, nosotros que lo hemos servido
en esta vida, reinemos en la otra con Cristo Rey, como él mismo nos ha prometido”. |