Dedicación de una iglesia

Somos edificados a manera de piedras vivas, como casa y altar de Dios

De las homilías de Orígenes, presbítero, sobre el libro de Josué

Todos los que creemos en Cristo Jesús somos llamados piedras vivas, de acuerdo con lo que afirma la Escritura: Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagra­do, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo.

Cuando se trata de piedras materiales, sabemos que se tiene cuidado de colocar en los cimientos las piedras más sólidas y resistentes con el fin de que todo el peso del edificio pueda descansar con seguridad sobre ellas. Hay que entender que esto se aplica también a las pie­dras vivas, de las cuales algunas son como cimiento del edificio espiritual. ¿Cuáles son estas piedras que se co­locan como cimiento? Los apóstoles y profetas. Así lo afirma Pablo cuando nos dice: Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular.

Para que te prepares con mayor interés, tú que me escuchas, a la construcción de este edificio, para que seas una de las piedras próximas a los cimientos, debes saber que es Cristo mismo el cimiento de este edificio que estamos describiendo. Así lo afirma el apóstol Pa­blo: Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo ¡Bienaventurados, pues, aque­llos que construyen edificios espirituales sobre cimiento tan noble!

Pero en este edificio de la Iglesia conviene también que haya un altar. Ahora bien, yo creo que son capaces de llegar a serlo todos aquellos que, entre vosotros, piedras vivas, están dispuestos a dedicarse a la oración, para ofrecer a Dios día y noche sus intercesiones, y a inmolarle las víctimas de sus súplicas; ésos son, en efecto, aquellos con los que Jesús edifica su altar.

Considera, pues, qué alabanza se tributa a las piedras del altar. La Escritura afirma que se construyó, según está escrito en el libro de la ley de Moisés, un altar de piedras sin labrar, a las que no había tocado el hierro. ¿Cuáles, piensas tú, que son estas piedras sin labrar? Quizá estas piedras sin labrar y sin mancha sean los santos apóstoles, quienes, por su unanimidad y su concordia, formaron como un único altar. Pues se nos dice, en efecto, que todos ellos perseveraban unánimes en la oración, y que abriendo sus labios decían: Señor, tú penetras el corazón de todos. Ellos, por tanto, que oraban concordes con una misma voz y un mismo espíritu, son dignos de formar un único altar sobre el que Jesús ofrezca su sacrificio al Padre.

Pero nosotros también, por nuestra parte, debemos esforzarnos por tener todos un mismo pensar y un mismo sentir, no obrando por envidia ni por ostentación, sino permaneciendo en el mismo espíritu y en los mismos sentimientos, con el fin de que también nosotros podamos llegar a ser piedras aptas para la construcción del altar.

O bien:

Edificación y consagración de la casa de Dios en nosotros

De los sermones de san Agustín, obispo

El motivo que hoy nos congrega es la consagración de una casa de oración. Ésta es la casa de nuestras oraciones, pero la casa de Dios somos nosotros mismos. Por eso nosotros, que somos la casa de Dios, nos vamos edificando durante esta vida, para ser consagrados al final de los tiempos. El edificio o, mejor dicho, la cons­trucción del edificio exige ciertamente trabajo; la consa­gración, en cambio, trae consigo el gozo.

Lo que aquí se hacía, cuando se iba construyendo esta casa, sucede también cuando los creyentes se con­gregan en Cristo. Pues, al acceder a la fe, es como si se extrajeran de los montes y de las selvas las piedras y los troncos; y, cuando reciben la catequesis y el bautismo, es como si fueran tallándose, alineándose y nivelándose por las manos de los artífices y carpinteros.

Pero no llegan a ser casa de Dios sino cuando se aglutinan en la caridad. Nadie entraría en esta casa si las piedras y los maderos no estuviesen unidos y com­pactos con un determinado orden, si no estuviesen bien trabados, y si la unión entre ellos no fuera tan íntima que en cierto modo puede decirse que se aman. Pues cuando ves en un edificio que las piedras y que los ma­deros están perfectamente unidos, entras sin miedo y no temes que se hunda.

Así, pues, porque nuestro Señor Jesucristo quería entrar en nosotros y habitar en nosotros, afirmaba, como si nos estuviera edificando: Os doy un mandamien­to nuevo: que os améis unos a otros. Os doy —dice— un mandamiento. Antes erais hombres viejos, todavía no erais para mí una casa, yacíais en vuestra propia ruina. Para salir, pues, de la caducidad de vuestra pro­pia ruina, amaos unos a otros.

Considerad, pues, que esta casa, como fue profeti­zado y prometido, debe ser edificada por todo el mundo. Cuando se construía el templo después del exilio, como se afirma en un salmo, decían: Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, toda la tierra. Lo que allí decía: Un cántico nuevo, el Señor lo llama: Un mandamiento nuevo. Pues ¿qué novedad posee un cán­tico, si no es el amor nuevo? Cantar es propio de quien ama, y la voz del cantor amante es el fervor de un amor santo.

Así, pues, lo que vemos que se realiza aquí material mente en las paredes, hagámoslo espiritualmente en nuestras almas. Lo que consideramos como una obra perfecta en las piedras y en los maderos, ayudados por la gracia de Dios, hagamos que sea perfecto también en nuestros cuerpos.

En primer lugar, demos gracias a Dios, nuestro Se­ñor, de quien proviene todo buen don y toda dádiva perfecta. Llenos de gozo, alabemos su bondad, pues para construir esta casa de oración ha visitado las almas de sus fieles, ha despertado su afecto, les ha concedido su ayuda, ha inspirado a los reticentes para que quieran, ha ayudado sus buenos intentos para que obren, y de esta forma Dios, que activa en los suyos el querer y la actividad según su beneplácito, él mismo ha comenzado y ha llevado a perfección todas estas cosas.

Santa María Virgen

La bendición del Padre ha brillado para los hombres por medio de María

De los sermones de san Sofronio, obispo, en la Anunciación de la Santísima Virgen

Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. ¿Y qué puede ser más sublime que este gozo, oh Virgen Madre?

¿O qué cosa puede ser más excelente que esta gra­cia, que, viniendo de Dios, tú sólo has obtenido? ¿Aca­so se puede imaginar una gracia más agradable o más espléndida? Todas las demás no se pueden comparar a las maravillas que se realizan en ti; todas las demás son inferiores a tu gracia; todas, incluso las más excel­sas, son secundarias y gozan de una claridad muy inferior.

El Señor está contigo. ¿Y quién es el que puede compe­tir contigo? Dios proviene de ti; ¿quién no te cederá el paso, quién habrá que no te conceda con gozo la prima­cía y la precedencia? Por todo ello, contemplando tus excelsas prerrogativas, que destacan sobre las de todas las creaturas, te aclamo con el máximo entusiasmo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Pues tú eres la fuente del gozo no sólo para los hombres, sino también, para los ángeles del cielo.

Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues has cambiado la maldición de Eva en bendición; pues has hecho que Adán, que yacía postrado por una maldición, fuera bendecido por medio de ti.

Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues por medio de ti la bendición del Padre ha brillado para los hombres y los ha liberado de la antigua maldición.

Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues por medio de ti encuentran la salvación tus progenitores; pues tú has engendrado al Salvador, que les concederá la salvación eterna.

Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues sin concurso de varón has dado a luz aquel fruto que e bendición para todo el mundo, al que ha redimido de 1 maldición que no producía sino espinas.

Verdaderamente, bendita tú entre las mujeres, pues 2 pesar de ser una mujer, creatura de Dios como todas la demás, has llegado a ser, de verdad, Madre de Dios. Pues lo que nacerá de ti es, con toda verdad, el Dios hecho hombre, y, por lo tanto, con toda justicia y con toda razón, te llamas Madre de Dios, pues de verdad das a luz a Dios.

Tú tienes en tu seno al mismo Dios, hecho hombre en tus entrañas, quien, como un esposo, saldrá de ti para conceder a todos los hombres el gozo y la luz divina.

Dios ha puesto en ti, oh Virgen, su tienda como en un cielo puro y resplandeciente. Saldrá de ti como el esposo de su alcoba e, imitando el recorrido del sol, recorrerá n su vida el camino de la futura salvación para todos los vivientes, y, extendiéndose de un extremo a otro del cielo, llenará con calor divino y vivificante todas las cosas.

O bien:

María, madre nuestra

De los sermones del beato Elredo, abad, en la Natividad de santa María

Acudamos a la esposa del Señor, acudamos a su madre, acudamos a su más perfecta esclava. Pues todo esto es María

¿Y qué es lo que le ofrecemos? ¿Con qué dones le obse­quiaremos? ¡Ojalá pudiéramos presentarle lo que en justicia le debemos! Le debemos honor, porque es la madre de nuestro Señor. Pues quien no honra a la madre sin duda que deshonra al hijo. La Escritura, en efecto, afirma: Honra a tu padre y a tu madre.

¿Qué es lo que diremos, hermanos? ¿Acaso no es nuestra madre? En verdad, hermanos, ella es nuestra madre. Por ella hemos nacido no al mundo, sino a Dios.

Como sabéis y creéis, nos encontrábamos todos en el reino de la muerte, en el dominio de la caducidad, en las tinieblas, en la miseria. En el reino de la muerte, porque habíamos perdido al Señor; en el dominio de la caducidad, porque vivíamos en la corrupción; en las tinieblas, porque habíamos perdido la luz de la sabiduría, y, como consecuencia de todo esto, habíamos perecido completa­mente. Pero por medio de María hemos nacido de una forma mucho más excelsa que por medio de Eva, ya que por María ha nacido Cristo. En vez de la antigua caducidad, hemos recuperado la novedad de vida; en vez de la corrupción, la incorrupción; en vez de las tinieblas, la luz.

María es nuestra madre, la madre de nuestra vida, la madre de nuestra incorrupción, la madre de nuestra luz. El Apóstol afirma de nuestro Señor: Dios lo ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención.

Ella, pues, que es madre de Cristo, es también madre de nuestra sabiduría, madre de nuestra justicia, madre de nuestra santificación, madre de nuestra redención. Por lo tanto, es para nosotros madre en un sentido mucho más profundo aún que nuestra propia madre según 1 carne. Porque nuestro nacimiento de María es mucho mejor, pues de ella viene nuestra santidad, nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención.

Afirma la Escritura: Alabad al Señor en sus santos. Si nuestro Señor debe ser alabado en sus santos, en los que hizo maravillas y prodigios, cuánto más debe ser alabado en María, en la que hizo la mayor de las maravillas, pues él mismo quiso nacer de ella.

O bien:

La maternidad de María en la economía de la gracia

Constitución dogmática Lumen géntium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, 61-62

La Santísima Virgen, desde toda la eternidad, fue predestinada como Madre de Dios, al mismo tiempo que la encarnación del Verbo, y por disposición de la divina providencia fue en la tierra la madre excelsa del divino Redentor y, de forma singular, la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando él moría en la cruz, cooperó de forma única en la obra del Salvador, por su obediencia, su fe, su esperanza y su ardiente caridad, para restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por todo ello es nuestra madre en el orden de la gracia.

Ya desde el consentimiento que prestó fielmente en la anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta el momento de la consumación final de todos los elegidos, pervive sin cesar en la economía de la gracia esta maternidad de María.

Porque, después de su asunción a los cielos, no ha abandonado esta misión salvadora, sino que con su constante intercesión continúa consiguiéndonos los dones de salvación eterna.

Con su amor materno, vela sobre los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y que se encuentran en peligro y angustia, hasta que sean conducidos a la patria del cielo. Por todo ello, la bienaventurada Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora. Sin embargo, estos títulos hay que tenderlos de tal forma que no disminuyan ni añadan nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único mediador.

Ninguna creatura podrá nunca compararse con el Verbo encarnado, Redentor nuestro. Pero así como el sacerdocio de Cristo se participa de diversas formas, tanto por los ministros sagrados como por el pueblo fiel, y así como la única bondad divina se difunde realmente dé formas diversas en las creaturas, igualmente la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las creaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente.

La Iglesia no duda en confesar esta función subordina­da de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador.

Santa María en sábado

El Amigo de los hombres se ha hecho hombre, naciendo de la Virgen

De los sermones de san Proclo de Constantinopla sobre la Natividad del Señor

Alégrense los cielos, y las nubes destilen la justicia, porque el Señor se ha apiadado de su pueblo. Alégrense los cielos, porque, al ser creados en el principio, también Adán fue formado de la tierra virgen por el Creador, mostrándose como amigo y familiar de Dios. Alégrense los cielos, porque ahora, de acuerdo con el plan divino, la tierra ha sido santificada por la encarnación de nuestro Señor, y el género humano ha sido liberado del culto idolátrico. Las nubes destilen la justicia, porque hoy el antiguo extravío de Eva ha sido reparado y destruido por la pureza de la Virgen María y por el que de ella ha nacido, Dios y hombre juntamente. Hoy el hombre, cancelada la antigua condena, ha sido liberado de la horrenda noche que sobre él pesaba.

Cristo ha nacido de la Virgen, ya que de ella ha tomado carne, según la libre disposición del plan divino: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros; por esto, la Virgen ha venido a ser madre de Dios. Y es virgen y madre al mismo tiempo, porque ha dado a luz a la Palabra encarnada, sin concurso de varón; y, así, ha conservado su virginidad por la acción milagrosa de aquel que de este modo quiso nacer. Ella es madre, con toda verdad , de la naturaleza humana de aquel que es la Palabra divina, ya que en ella se encarnó, de ella salió a la luz del mundo, identificado con nuestra naturaleza, según su sabiduría y voluntad, con las que obra semejantes prodigios. De ellos según la carne, nació el Mesías, como dice san Pablo.

En efecto, él fue, es y será siempre el mismo; mas por nosotros se hizo hombre; el Amigo de los hombres se hizo hombre, sin sufrir por eso menoscabo alguno en su divinidad. Por mí se hizo semejante a mí, se hizo lo que no era, aunque conservando lo que era. Finalmente, se hizo hombre, para cargar sobre sí el castigo por nosotros mere­cido y hacernos, de esta manera, capaces de la adopción filial y otorgarnos aquel reino, del cual pedimos que nos haga dignos la gracia y misericordia del Señor Jesucristo, al cual, junto con el Padre y el Espíritu Santo, pertenece la gloria, el honor y el poder, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

O bien:

María, madre de Cristo y madre de los cristianos

De los sermones del beato Guerrico, abad, en la Asunción de santa María

Un solo hijo dio a luz María, el cual, así como es Hijo único del Padre celestial, así también es el hijo único de su madre terrena. Y esta única virgen y madre, que tiene la gloria de haber dado a luz al Hijo único del Padre, abarca, en su único hijo, a todos los que son miembros del mismo; y no se avergüenza de llamarse madre de todos aquellos en los que ve formado o sabe que se va formando Cristo, su hijo.

La antigua Eva, más que madre madrastra, ya que dio a gustar a sus hijos la muerte antes que la luz del día, aunque fue llamada madre de todos los que viven, no justificó este apelativo; María, en cambio, realizó plenamente su significado, ya que ella, como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, pues, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a los que habían de vivir por ella.

Esta santa madre de Cristo, como sabe que, en virtud de este misterio, es madre de los cristianos, se comporta con ellos con solicitud y afecto maternal, y en modo alguno trata con dureza a sus hijos, como si no fuesen ya suyos, ya que sus entrañas, una sola vez fecundadas, aunque nunca agotadas, no cesan de dar a luz el fruto de piedad.

Si el Apóstol de Cristo no deja de dar a luz a sus hijos, con su solicitud y deseo piadoso, hasta que Cristo tome forma en ellos, ¿cuánto más la madre de Cristo? Y Pablo los engendró con la predicación de la palabra de verdad con que fueron regenerados; pero María de un modo mucho más santo y divino, al engendrar al que es la Palabra en persona. Es, ciertamente, digno de alabanza el ministerio de la predicación de Pablo; pero es más admirable y digno de veneración el misterio de la generación de María.

Por eso, vemos cómo sus hijos la reconocen por madre, y así, llevados por un natural impulso de piedad y de fe, cuando se hallan en alguna necesidad o peligro, lo primero que hacen es invocar su nombre y buscar refugio en ella, como el niño que se acoge al regazo de su madre. Por esto, creo que no es un desatino el aplicar a estos hijos lo que el profeta había prometido: Tus hijos habitarán en ti; salvando, claro está, el sentido originario que la Iglesia da a esta profecía.

Y, si ahora habitamos al amparo de la madre del Altísimo, vivamos a su sombra, como quien está bajo sus alas, y así después reposaremos en su regazo, hechos partícipes de su gloria. Entonces resonará unánime la voz de los que se alegran y se congratulan con su madre: Y cantarán mientras danzan: «Todas mis fuentes están en ti», Madre de Dios.

O bien:

Adán y Cristo, Eva y María

De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo,  sobre el cementerio y la cruz

¿Te das cuenta, qué victoria tan admirable? ¿Te das cuenta de cuán esclarecidas son las obras de la cruz? ¿Puedo decirte algo más maravilloso todavía? Entérate cómo ha sido conseguida esta victoria, y te admirarás más aún. Pues Cristo venció al diablo valiéndose de aquello mismo con que el diablo había vencido antes, y lo derrotó con las mismas armas que él había antes utilizado. Escucha de qué modo.

Una virgen, un madero y la muerte fueron el signo de nuestra derrota. Eva era virgen, porque aún no había conocido varón; el madero era un árbol; la muerte, el casti­go de Adán. Mas he aquí que, de nuevo, una Virgen, un madero y la muerte, antes signo de derrota, se convierten ahora en signo de victoria. En lugar de Eva está María; en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo.

¿Te das cuenta de cómo el diablo es vencido en aquello mismo en que antes había triunfado? En un árbol el diablo hizo caer a Adán; en un árbol derrotó Cristo al diablo. Aquel árbol hacía descender a la región de los muertos; éste, en cambio, hace volver de este lugar a los que a él habían descendido. Otro árbol ocultó la desnudez del hombre, después de su caída; éste, en cambio, mostró a todos, elevado en alto, al vencedor, también desnudo. Aquella primera muerte condenó a todos los que habían de nacer después de ella; esta segunda muerte resucitó incluso a los nacidos anteriormente a ella. ¿Quién podrá contar las hazañas de Dios? Una muerte se ha convertido en causa de nuestra inmortalidad: éstas son las obras esclarecidas de la cruz.

¿Has entendido el modo y significado de esta victoria? Entérate ahora cómo esta victoria fue lograda sin esfuerzo ni sudor por nuestra parte. Nosotros no tuvimos que ensangrentar nuestras armas, ni resistir en la batalla, ni recibir heridas, ni tan siquiera vimos la batalla, y con todo, obtuvimos la victoria; fue el Señor quien luchó y nosotros quienes hemos sido coronados. Por tanto, ya que la victoria es nuestra, imitando a los soldados, cantemos hoy, llenos de alegría, las alabanzas de esta victoria, y alabemos al Señor, diciendo: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

Éstos son los admirables beneficios de la cruz en favor nuestro: la cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo, la protección de los santos luz de todo el orbe.

O bien:

María, tipo de la Iglesia

De la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II,  63-65

La bienaventurada Virgen, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba san Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo.

Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada madre y virgen, la bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando, en forma eminente y singular, el modelo de la virgen y de la madre, pues, creyen­do y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito de muchos hermanos, a sa­ber: los fieles a cuya generación y educación coopera con materno amor.

Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo, engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e, imitando a la madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.

Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo al pecado; y, por eso, levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexio­nando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz de la Palabra hecha hombre, llena de veneración, entra más profundamente en el sumo misterio de la encarna­ción y se asemeja más y más a su Esposo.

Porque María, que, habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera une y refleja en sí las más grandes exigencias de la fe, mientras es pre­dicada y honrada, atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la divina voluntad.

Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que, por la Iglesia, nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno que debe animar también a los que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan para regenerar a los hombres.

Apóstoles

La segunda lectura es siempre propia del apóstol.

Varios mártires

Los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo

De las cartas de san Cipriano, obispo y mártir

Os saludo, queridos hermanos, y desearía gozar de estar presencia, pero la dificultad de entrar en vuestra cárcel no me lo permite. Pues, ¿qué otra cosa más deseada y gozosa pudiera ocurrirme que no fuera unirme a vosotros, para que me abrazarais con aquellas manos que conservándose puras, inocentes y fieles a la fe del Señor han rechazado los sacrificios sacrílegos?

¿Qué cosa más agradable y más excelsa que poder besar ahora vuestros labios, que han confesado de manera so­lemne al Señor, y qué desearía yo con más ardor sin estar en medio de vosotros para ser contemplado con los mismos ojos, que, habiendo despreciado al mundo, han sido dignos de contemplar a Dios?

Pero como no tengo la posibilidad de participar con mi presencia en esta alegría, os envío esta carta, como representación mía, para que vosotros la leáis y la escuchéis. En ella os felicito, y al mismo tiempo os exhorto a que perseveréis con constancia y fortaleza en la confesión de la gloria del cielo; y, ya que habéis comenzado a recorrer el camino que recorrió el Señor, continuad por vuestra fortaleza espiritual hasta recibir la corona, teniendo como protector y guía al mismo Señor que dijo: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

¡Feliz cárcel, dignificada por vuestra presencia! ¡Feliz cárcel, que traslada al cielo a los hombres de Dios! ¡Oh tinieblas más resplandecientes que el mismo sol y más brillantes que la luz de este mundo, donde han sido edi­ficados los templos de Dios y santificados vuestros miem­bros por la confesión del nombre del Señor!

Que ahora ninguna otra cosa ocupe vuestro corazón y vuestro espíritu sino los preceptos divinos y los manda­mientos celestes, con los que el Espíritu Santo siempre os animaba a soportar los sufrimientos del martirio. Nadie se preocupe ahora de la muerte sino de la inmortalidad, ni del sufrimiento temporal sino de la gloria eterna, ya que está escrito: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles. Y en otro lugar: El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.

Y también, cuando la sagrada Escritura habla de los tormentos que consagran a los mártires de Dios y los san­tifican en la prueba, afirma: La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmorta­lidad. Gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente.

Por tanto, si pensáis que habéis de juzgar y reinar con Cristo Jesús, necesariamente debéis de regocijaros y supe­rar las pruebas de la hora presente en vista del gozo de los bienes futuros. Pues, como sabéis, desde el comienzo del mundo las cosas han sido dispuestas de tal forma que la justicia sufre aquí una lucha con el siglo. Ya desde el mismo comienzo, el justo Abel fue asesinado, y a partir de él siguen el mismo camino los justos, los profetas y los apóstoles.

El mismo Señor ha sido en sí mismo el ejemplar para Lodos ellos, enseñando que ninguno puede llegar a su reino sino aquellos que sigan su mismo camino: El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. Y en otro lugar: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo.

También el apóstol Pablo nos dice que todos los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo: Somos hijos de Dios —dice—y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

Un mártir

Preciosa es la muerte de los mártires, comprada con el precio de la muerte de Cristo

De los sermones de san Agustín, obispo

Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquél sin cuya muerte no se hubieran multipli­cado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infe­cundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, tras pasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fue por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? Esto es lo que nos enseña el salmo que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles.

En este salmo el autor consideró cuán grandes cosas había recibido del Señor; contempló la grandeza de los dones del Todopoderoso, que lo había creado, que cuan, se había perdido lo buscó, que una vez encontrado le d su perdón, que lo ayudó, cuando luchaba, en su debilidad que no se apartó en el momento de las pruebas, que coronó en la victoria y se le dio a sí mismo como premio; consideró todas estas cosas y exclamó: ¿Cómo pagaré Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber prime el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos o hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regia la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

Por tanto, queridos hermanos, concebid en vuestra mente y en vuestro espíritu lo que no podéis ver con vues­tros ojos, y sabed que mucho le place al Señor la muerte de sus fieles.

Pastores

En Pedro permanece lo que Cristo instituyó

De los sermones de san León Magno, papa

Aunque nosotros, queridos hermanos, nos vemos débiles y agobiados cuando pensamos en las obligaciones de nuestro ministerio, hasta tal punto que, al querer actuar con entrega y energía, nos sentimos condiciona­dos por nuestra fragilidad, sin embargo, contando con la constante protección del Sacerdote eterno y todopoderoso, semejante a nosotros, pero también igual al Padre, de aquel que quiso humillarse en su divinidad hasta tal punto que la unió a nuestra humanidad para elevar nuestra naturaleza a la dignidad divina, digna y piadosamente nos gozamos de su especial providencia, pues, aunque delegó en muchos pastores el cuidado de s ovejas, sin embargo, continúa él mismo velando sobre su amada grey.

También nosotros recibimos alivio en nuestro ministerio apostólico de su especial y constante protección, y nunca nos vemos desprovistos de su ayuda. Es tal, en efecto, la solidez de los cimientos sobre los que se levanta el edificio de la Iglesia que, por muy grande que sea la mole del edificio que sostienen, no se resquebrajan.

La firmeza de aquella fe del príncipe de los apóstoles, que mereció ser alabada por el Señor, es eterna. Y así como persiste lo que Pedro afirmó de Cristo, así permanece también lo que Cristo edificó sobre Pedro. Permanece, pues, lo que la Verdad dispuso, y el bienaventu­rado Pedro, firme en aquella solidez de piedra que le fue otorgada, no ha abandonado el timón de la Iglesia que el Señor le encomendara.

Pedro ha sido colocado por encima de todo, de tal forma que en los mismos nombres que tiene podemos conocer hasta qué punto estaba unido a Cristo: él, en efecto, es llamado: piedra, fundamento, portero del reino de los cielos, árbitro de lo que hay que atar y desatar; por ello, hay que acatar en los cielos el fallo de las sentencias que él da en la tierra.

Pedro sigue ahora cumpliendo con mayor plenitud y eficacia la misión que le fue encomendada, y, glorificado en Cristo y con Cristo, continúa ejerciendo los servicios que le fueron confiados.

Si, pues, hacemos algo rectamente y lo ejecutamos con prudencia, si algo alcanzamos de la misericordia divina con nuestra oración cotidiana, es en virtud y por los méritos de aquel cuyo poder pervive en esta sede cuya autoridad brilla en la misma.

Todo ello es fruto, amados hermanos, de aquella confesión que, inspirada por el Padre en el corazón de Pedro, supera todas las incertidumbres de la opiniones humanas y alcanza la firmeza de la roca que no será nunca cuarteada por ninguna violencia.

En toda la Iglesia, Pedro confiesa diariamente: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, y toda lengua que confiesa al Señor está guiada por el magisterio de esta confesión.

O bien:

Dios edifica y guarda su ciudad

Del Tratado de san Hilario, obispo, sobre el salmo 126

Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. Sois templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros. Este es, pues, el templo de Dios, lleno de su doctrina y de su poder, capaz de contener al Señor en el santuario del corazón. Sobre esto ha hablado el profeta en el salmo: Santo es tu templo, admirable por su justicia. La santidad, la justicia y la continencia humana son un templo para Dios.

Dios debe, pues, construir su casa. Construida por manos de hombres, no se sostendría; apoyada en doctrinas del mundo, no se mantendría en pie; protegida por nuestros ineficaces desvelos y trabajos, no se vería segura.

Esta casa debe ser construida y custodiada de manera­ muy diferente: no sobre la tierra ni sobre la movediza ­y deslizante arena, sino sobre sus propios fun­damentos, los profetas y los apóstoles.

Esta casa debe construirse con piedras vivas, debe encontrar su trabazón en Cristo, la piedra angular, debe crecer por la unión mutua de sus elementos hasta que llegue a ser el varón perfecto y consiga la medida de la plenitud del cuerpo de Cristo; debe, en fin, adornarse con la belleza de las gracias espirituales y resplandecer con su hermosura.

Edificada por Dios, es decir, por su palabra, no se derrumbará. Esta casa irá creciendo en cada uno de nosotros con diversas construcciones, según las diferen­cias de los fieles, para dar ornato y amplitud a la ciudad dichosa.

El Señor es desde antiguo el atento guardián de esta ciudad: cuando protegió a Abrahán peregrino y eligió a Isaac para el sacrificio; cuando enriqueció a su siervo Jacob y, en Egipto, ennobleció a José, vendido por sus hermanos; cuando fortaleció a Moisés contra el Faraón y eligió a Josué como jefe del ejército; cuando liberó a David de todos los peligros y concedió a Salomón el don de la sabiduría; cuando asistió a los profetas, arrebató  a Elías y eligió a Eliseo; cuando protegió a Daniel y en el horno, refrigeró con una brisa suave a los niños, juntándose con ellos como uno más; cuando, por medio de el ángel, anunció a José que la Virgen había concebido por la fuerza divina, y confirmó a María; cuando envió como precursor a Juan y eligió a los apóstoles, y cuando rogó al Padre, diciendo: Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado; yo guardaba en tu nombre a los que me diste; finalmente, cuando él mis­mo después de su pasión, nos promete que velará siem­pre sobre nosotros: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Ésta es la protección eterna de aquella bienaventurada y santa ciudad, que, compuesta de muchos, pero formando una sola, es en cada uno de nosotros la ciudad de Dios. Esta ciudad, por tanto, debe de ser edificada por Dios para que crezca hasta su completo acabamiento. Comenzar una edificación no significa su perfección; pero mediante la edificación se va preparando la perfección final.                

O bien:

Criado fiel y solícito

De los sermones de san Fulgencio de Ruspe, obispo

El Señor, queriendo explicar el peculiar ministerio de aquellos siervos que ha puesto al frente de su pueblo, dice: ¿Quién es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia para que les reparta la medida de trigo a sus horas? Dichoso ese criado, si el Señor, al llegar, lo encuentra portándose así. ¿Quién es este Señor, hermanos? Cristo, sin duda, quien dice a sus discípulos: Vosotros me llamáis «·el Maestro y el Señor», y decís bien, porque lo soy.

¿Y cuál es la familia de este Señor? Sin duda, aquella que el mismo Señor ha liberado de la mano del enemigo para hacerla pueblo suyo. Esta familia santa es la Iglesia católica, que por su abundante fertilidad se encuentra esparcida por todo el mundo y se gloría de haber sido redimida por la preciosa sangre de su Señor. El Hijo del hombre —dice el mismo Señor— no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.

El mismo es también el buen pastor que entrega su vida por sus ovejas. La familia del Redentor es la grey del buen pastor.

Quien es el criado que debe ser al mismo tiempo fiel y solícito, nos lo enseña el apóstol Pablo cuando, hablando de sí mismo y de sus compañeros, afirma: Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora, en un ad­ministrador, lo que se busca es que sea fiel.

Y para que nadie caiga en el error de creer que el apóstol Pablo designa como administradores sólo a los apóstoles y que, en consecuencia, despreciando el ministerio eclesial, venga a ser un siervo infiel y descuida­do, el mismo apóstol Pablo dice que los obispos son administradores: El obispo, siendo administrador de Dios, tiene que ser intachable.

Somos siervos del padre de familias, somos administradores de Dios, y recibiremos la misma medida de trigo que os servimos. Si queremos saber cuál deba ser esta medida de trigo, nos lo enseña también el mismo apóstol Pablo, cuando afirma: Estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno.

Lo que Cristo designa como medida de trigo, Pablo lo llama medida de la fe, para que sepamos que el trigo espiritual no es otra cosa sino el misterio venerable de la fe cristiana. Nosotros os repartimos esta medida de trigo, en nombre del Señor, todas las veces que, iluminados por el don de la gracia, hablamos de acuerdo con la regla de la verdadera fe. Vosotros mismos recibís la medida de trigo, por medio de los administradores del Señor, todas las veces que escucháis la palabra de la verdad por medio de los siervos de Dios.

O bien:

Vocación de los presbíteros a la perfección

Del Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, del Concilio Vaticano II,12

Por el sacramento del orden, los presbíteros se configuran a Cristo sacerdote, como miembros con la cabeza, para construir y edificar todo su cuerpo, que es la Igle­sia, como cooperadores del orden episcopal. Ya desde la consagración bautismal, han recibido, como todos los fieles cristianos, el símbolo y el don de tan gran vocación, para que, a pesar de la debilidad humana, procuren y tiendan a la perfección, según la palabra del Se­ñor: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es per­fecto.

Los sacerdotes están obligados por especiales motivos a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de ma­nera nueva a Dios por la recepción del orden, se con­vierten en instrumentos vivos de Cristo, sacerdote eterno no, para continuar en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró la unidad de todos los hombres.

Así, pues, ya que todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, recibe por ello una gracia particular, para que, por el mismo servicio de los, fieles y de todo el pueblo de Dios que se le ha confiado,, pueda alcanzar con mayor eficacia la perfección de aquel a quien representa, y encuentre remedio para la flaqueza humana de la carne en la santidad de aquel que fue hecho para nosotros sumo sacerdote santo, ino­cente, sin mancha, separado de los pecadores.

Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo, se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras, y así, por su pasión, entró en la gloria; de la misma manera, los presbíteros, con­sagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se consagran totalmente al servicio de los hom­bres, y así, por la santidad con que están enriquecidos en Cristo, pueden progresar hasta llegar al varón per­fecto.

Por ello, al ejercer el ministerio del Espíritu y de la justicia, si son dóciles al Espíritu de Cristo que los vi­vifica y guía, se afirman en la vida del espíritu. Ya que las mismas acciones sagradas de cada día, y todo el ministerio que ejercen unidos con el obispo y con los demás presbíteros, los van llevando a un crecimiento de perfección.

Además, la misma santidad de los presbíteros contri­buye en gran manera a la fecundidad del propio mi­nisterio. Pues, aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere manifestar sus ma­ravillas por obra de quienes son más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo. Por su íntima unión con Cristo y por la santidad de su vida, los presbíteros pueden decir con el Apóstol: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi.

O bien:

Id y haced discípulos de todos los pueblos

Del Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, del Concilio Vaticano II, 4-5

El mismo Señor Jesús, antes de entregar voluntaria­mente su vida por la salvación del mundo, de tal mane­ra dispuso el ministerio apostólico y prometió enviar el Espíritu Santo que ambos se encuentran asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre.

El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio, y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiales e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo impulso de misión con que actuó Cristo. A veces también se anticipa visiblemente a la acción apostólica, de la misma forma que sin cesar la acompaña y dirige de diversas formas.

El Señor Jesús ya desde el principio llamó a los que él quiso, y a doce los hizo sus compañeros, para enviar­los a predicar. Los apóstoles fueron, pues, la semilla del nuevo Israel y al mismo tiempo el origen de la sa­grada jerarquía.

Después, el Señor, una vez que hubo cumplido en sí mismo, con su muerte y resurrección, los misterios de nuestra salvación y la restauración de todas las cosas, habiendo recibido toda potestad en el cielo y en la tie­rra, antes de ascender a los cielos, fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los apóstoles a todo el mundo, como también él había sido enviado por el Padre, mandándoles: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. De aquí le viene a la Igle­sia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo; tanto en virtud del mandato expreso que de los apósto­les heredó el orden episcopal, al que ayudan los presbí­teros, juntamente con el sucesor de Pedro, sumo pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida que Cristo infunde a sus miembros.

La misión de la Iglesia se realiza, pues, mediante aquella actividad por la que, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente en acto pleno a todos los hom­bres o pueblos, para llevarlos con el ejemplo de su vida y con la predicación, con los sacramentos y demás me­dios de gracia, a la fe, la libertad y la paz de Cristo, de suerte que se les descubra el camino libre y seguro para participar plenamente en el misterio de Cristo.

Doctores

Debemos buscar la inteligencia de la fe en el Espíritu Santo

Del Espejo de la fe, de Guillermo, abad del monasterio de san Teodorico

Oh alma fiel, cuando tu fe se vea rodeada de incertidumbre y tu débil razón no comprenda los misterios demasiado elevados, di sin miedo, no por deseo de oponerte, sino por anhelo de profundizar: «¿Cómo será eso?».

Que tu pregunta se convierta en oración, que sea amor, piedad, deseo humilde. Que tu pregunta no pretenda escrutar con suficiencia la majestad divina, sino que busque la salvación en aquellos mismos medios de salvación que Dios nos ha dado. Entonces te responderá el Consejero admirable: Cuando venga el Defensor, que enviará el Padre en mi nombre, él os enseñará todo y os guiará hasta la verdad plena. Pues nadie conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está en él; y, del mismo modo, lo intimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios.

Apresúrate, pues, a participar del Espíritu Santo: cuando se le invoca, ya está presente; es más, si no hubiera estado presente no se le habría podido invocar. Cuando se le llama, viene, y llega con la abundancia de las bendiciones divinas. Él es aquella impetuosa corriente que alegra la ciudad de Dios.

Si al venir te encuentra humilde, sin inquietud, lleno de temor ante la palabra divina, se posará sobre ti y te revelará lo que Dios esconde a los sabios y entendidos de este mundo. Y, poco a poco, se irán esclareciendo ante tus ojos todos aquellos misterios que la Sabiduría reveló a sus discípulos cuando convivía con ellos en el mundo, pero que ellos no pudieron comprender antes de la venida del Espíritu de verdad, que debía llevarlos hasta la verdad plena.

En vano se espera recibir o aprender de labios humanos aquella verdad que sólo puede enseñar el que es la misma verdad. Pues es la misma verdad quien afirma: Dios es espíritu, y así como aquellos que quieren adorarle deben hacerlo en espíritu y verdad, del mismo modo los que desean conocerlo deben buscar en el Espíritu Santo la inteligencia de la fe y la significación de la verdad pura y sin mezclas.

En medio de las tinieblas y de las ignorancias de esta vida, el Espíritu Santo es, para los pobres de espíritu, luz que ilumina, caridad que atrae, dulzura que seduce, amor que ama, camino que conduce a Dios, devoción que se entrega, piedad intensa.

El Espíritu Santo, al hacernos crecer en la fe, revela a los creyentes la justicia de Dios, da gracia tras gracia y, por la fe que nace del mensaje, hace que los hombres alcancen la plena iluminación.

O bien:

Sobre la transmisión de la revelación divina

De la Const. dogmática Dei verbum, sobre la divi­na revelación, del Concilio Vaticano II, 7-8

Cristo, el Señor, en quien se consuma la plena revela­ción del Dios sumo, mandó a los apóstoles que predicaran a todos los hombres el Evangelio, comunicándoles para ello dones divinos. Este Evangelio, prometido antes por los profetas, lo llevó él a su más plena realidad y lo pro­mulgó con su propia boca, como fuente de verdad salva­dora y como norma de conducta para todos los hombres.

Este mandato del Señor lo realizaron fielmente tanto los apóstoles, que con su predicación oral transmitieron por medio de ejemplos y enseñanzas lo que habían reci­bido por la palabra, por la convivencia y por las acciones de Cristo y lo que habían aprendido por inspiración del Espíritu Santo, como aquellos apóstoles y varones apos­tólicos que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, pusie­ron por escrito el mensaje de la salvación.

Para que el Evangelio se conservara vivo e íntegro en la Iglesia, los apóstoles constituyeron, como sucesores suyos, a los obispos, dejándoles su misión de magisterio. Ahora bien, lo que los apóstoles enseñaron contiene todo lo que es necesario para que el pueblo de Dios viva santamente y crezca en la fe; así, la Iglesia, en su doctri­na, en su vida y en su culto, perpetúa y transmite a to­das las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree.

La Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo, va pe­netrando cada vez con mayor intensidad en esta tradi­ción recibida de los apóstoles: crece, en efecto, la com­prensión de las enseñanzas y de la predicación apostó­licas, tanto por medio de la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y expe­rimentan en su vida espiritual, como por medio de la pre­dicación de aquellos que, con la sucesión del episcopado, han recibido el carisma infalible de la verdad. Así, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que se realicen en ella las promesas divinas.

Las enseñanzas de los santos Padres testifican cómo está viva esta tradición, cuyas riquezas van pasando a las costumbres de la Iglesia creyente y orante.

También por medio de esta tradición la Iglesia descu­bre cuál sea el canon íntegro de las sagradas Escrituras, penetra cada vez más en el sentido de las mismas y saca de ellas fuente de vida y de actividad; así, Dios, que habló antiguamente a nuestros padres por los profetas, conti­núa hoy conversando con la Esposa de su Hijo, y el Es­píritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena siempre viva en la Iglesia y, por la Iglesia, en el mun­do, va llevando a los creyentes hasta la verdad plena y hace que la Palabra de Cristo habite en ellos con toda su riqueza.

rgenes

El coro numeroso de las vírgenes acrecienta el gozo de la madre Iglesia

Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, sobre el comportamiento de las vírgenes

Me dirijo ahora a las vírgenes con tanto mayor interés cuanta mayor es su dignidad. La virginidad como la flor del árbol de la Iglesia, la hermosura y el adorno de los dones del Espíritu, alegría, objeto de honra y alabanza, obra íntegra e incorrupta, imagen de Dios, reflejo de la santidad del Señor, porción la más ilustre del rebaño de Cristo. La madre Iglesia se alegra en las vírgenes, y por ellas florece su admirable fecundidad, y, cuanto más abundante es el número de las vírgenes, tanto más crece el gozo de la madre. A las vírgenes nos dirigimos, a ellas exhortamos, movidos más por el afecto que por la autoridad, y, conscientes de nuestra humildad y bajeza, no pretendemos reprochar sus faltas, sino velar por ellas por miedo de que el enemigo las manche.

Porque no es inútil este cuidado, ni vano el temor que sirve de ayuda en el camino de la salvación, ve­lando por la observancia de aquellos preceptos de vida que nos dio el Señor; así, las que se consagraron a Cristo renunciando a los placeres de la carne podrán vivir entregadas al Señor en cuerpo y alma y, llevando a feliz término su propósito, obtendrán el premio pro­metido, no por medio de los adornos del cuerpo, sino agradando únicamente a su Señor, de quien esperan la recompensa de su virginidad.

Conservad, pues, vírgenes, conservad lo que habéis empezado a ser, conservad lo que seréis: una magní­fica recompensa os está reservada; vuestro esfuerzo está destinado a un gran premio, vuestra castidad a una gran corona. Lo que nosotros seremos, vosotras habéis comenzado ya a serlo. Vosotras participáis, ya en este mundo, de la gloria de la resurrección; camináis por el mundo sin contagiaros de él: siendo castas y vírgenes, sois iguales a los ángeles de Dios. Pero con la condición de que vuestra virginidad permanezca inquebrantable e inco­rrupta, para que lo que habéis comenzado con decisión lo mantengáis con constancia, no buscando los adornos de las joyas ni vestidos, sino el atavío de las virtudes.

Escuchad la voz del Apóstol a quien el Señor llamó vaso de elección y a quien envió a proclamar los man­datos del reino: El primer hombre —dice—, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Ésta es la imagen de la virginidad, de la integridad, de la santidad y la verdad.

O bien:

La Iglesia sigue a su único esposo, Cristo

Del Decreto Perfecta caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, del Concilio Vaticano II, 1. 5. 6. 12

Ya desde el comienzo de la Iglesia, hubo hombres y mujeres que, por la práctica de los consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más íntimamente, y, cada uno a su manera, llevaron una vida consagrada a Dios. Muchos de ellos, por inspiración del Espíritu Santo, o vivieron en la soledad o fundaron familias religiosas, que fueron admiti­das y aprobadas de buen grado por la autoridad de la Iglesia. Como consecuencia, por disposición divina, surgió un gran número de familias religiosas, que han contribuido mucho a que la Iglesia no sólo esté equi­pada para toda obra buena y dispuesta para el perfec­cionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo, sino para que también, adornada con los diversos dones de sus hijos, aparezca como una novia que se adorna para su esposo y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios.

Todos aquellos que, en medio de tanta diversidad de dones, son llamados por Dios a la práctica de los con­sejos evangélicos, y la profesan fielmente, se consagran de una forma especial a Dios, siguiendo a Cristo, quien, virgen y pobre, por medio de su obediencia hasta la muerte de cruz, redimió y santificó a los hombres. De esta forma, movidos por la caridad que el Espíritu Santo difunde en sus corazones, viven más y más para Cristo y para su cuerpo que es la Iglesia. Por lo tanto, cuanto más íntimamente se unen a Cristo por su entrega total, que abarca toda su vida, más fecunda se hace la vida de la Iglesia y más vivificante su apostolado.

Recuerden ante todo los miembros de cualquier institu­to que, por la profesión de los consejos evangélicos, respondieron a un llamamiento divino, de forma que no sólo muertos al pecado, sino renunciando también al mundo, vivan únicamente para Dios. Pues han entregado toda su vida a su servicio, lo que constituye ciertamente una consagración peculiar, que se funda íntimamente en la consagración bautismal y la expresa en toda su plenitud.

Los que profesan los consejos evangélicos, ante todo busquen y amen a Dios, que nos amó primero, y en todas las circunstancias intenten fomentar la vida escondida con Cristo en Dios, de donde mana y crece el amor del prójimo para la salvación del mundo y edificación de la Iglesia. Esta caridad vivifica y guía también la misma práctica de los consejos evangélicos.

La castidad que los religiosos profesan por el reino de los cielos debe de ser estimada como un don eximio de la gracia, pues libera el corazón del hombre de un modo peculiar para que se encienda más en el amor de Dios y en el de los hombres, y, por ello, es signo especial de los bienes celestes y medio aptísimo para que los religiosos se dediquen con fervor al servicio de Dios y a las obras de apostolado. De esta forma evocan ante todos los fieles cristianos el admirable desposorio establecido por Dios, que se manifestará plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene como único esposo a Cristo.

Santos varones

No puede ocultarse la luz de los cristianos

De las homilías de San Juan Crisóstomo, obispo, sobre el libro de los Hechos de los Apóstoles

Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe de la salvación de los demás.

No puedes excusarte con la pobreza, pues aquella viuda que echó dos monedas de cobre te acusará. Y Pedro decía: No tengo plata ni oro. El mismo Pablo era tan pobre que frecuentemente pasaba hambre y carecía del alimento necesario.

No puedes aducir tu baja condición, pues aquéllos eran también humildes, nacidos de baja condición. Tampoco vale el afirmar que no tienes conocimientos, pues tampoco ellos los tenían. Ni te escudes detrás de tu debilidad física, pues también Timoteo era débil y sufría frecuentemente de enfermedades.

Todos pueden ayudar al prójimo con tal que cumplan con lo que les corresponde.

¿No veis los árboles infructuosos, cómo son con frecuencia sólidos, hermosos, altos, grandiosos y esbeltos Pero, si tuviéramos un huerto, preferiríamos tener granados y olivos fructíferos antes que esos árboles; esos árboles pueden causar placer, pero no son útiles, e incluso si tienen alguna utilidad, es muy pequeña. Semejantes son aquellos que sólo se preocupan de sí mismos; más aún, ni siquiera son semejantes a esos árboles, porque sólo son aptos para el castigo. Pues aquellos árboles son aptos para la construcción y para darnos cobijo. Semejantes eran aquellas vírgenes de la parábola, castas, sobrias, engalanadas, pero, como eran inútiles para los demás, por ello fueron castigadas. Semejantes son los que no alimentan con su ejemplo el cuerpo de Cristo.

Fíjate que ninguno es acusado de sus pecados, ni que sea un fornicador, ni que sea un perjuro, a no ser que n haya ayudado a los demás. Así era aquel que enterró s talento, mostrando una vida intachable, pero inútil para los demás.

¿Cómo, me pregunto, puede ser cristiano el que obra de esta forma? Si el fermento mezclado con la harina no transforma toda la masa, ¿acaso se trata de un fermento genuino? Y, también, si acercando un perfume no esparce olor, ¿acaso llamaríamos a esto perfume?

No digas: «No puedo influir en los demás», pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer. Las propiedades de las cosas naturales no se pueden negar: lo mismo sucede con esto que afirmamos, pues está en la naturaleza del cristiano obrar de esta forma.

No ofendas a Dios con una contumelia. Si dijeras que el sol no puede lucir, infliges una contumelia a Dios y lo haces mentiroso. Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que no que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas.

No digas que es una cosa imposible; lo contrario es im­posible. No inflijas una contumelia a Dios. Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como con­secuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cris­tianos; no puede ocultarse una lámpara tan brillante.

O bien:

Sobre la vocación universal a la santidad

De los sermones de san Agustín, obispo

El que quiera venirse conmigo, que se niegue a si mismo, que cargue con su cruz y me siga. Parece duro y grave este precepto del Señor de negarse a sí mismo para seguirle. Pero no es ni duro ni grave lo que manda aquel que ayuda a realizar lo que ordena.

Es verdad, en efecto, lo que se dice en el salmo: Según tus mandatos, me he mantenido en la senda penosa. Como también es cierto lo que él mismo afirma: Mi yugo es llevadero y mi carga ligera. El amor hace suave lo que hay de duro en el precepto.

¿Qué significa: Cargue con su cruz? Acepte todo lo que es molesto y sígame de esta forma. Cuando empiece a seguirme en mis ejemplos y preceptos, en seguida encon­trará contradictores, muchos que intentarán prohibír­selo, muchos que intentarán disuadirle, y los encontrará incluso entre los seguidores de Cristo. A Cristo acompañaban aquellos que querían hacer callar a los ciegos. S quieres seguirle, acepta como cruz las amenazas, las seducciones y los obstáculos de cualquier clase; soporta aguanta, mantente firme.

En este mundo santo, bueno, reconciliado, salvado mejor dicho, que ha de ser salvado—ya que ahora está salvado sólo en esperanza, porque en esperanza fuimos salvados—, en este mundo, pues, que es la Iglesia, que sigue a Cristo, el Señor dice a todos: El que quiera venir­se conmigo, que se niegue a si mismo.

Este precepto no se refiere sólo a las vírgenes, con exclusión de las casadas; o a las viudas, excluyendo a las que viven en matrimonio; o a los monjes, y no a los casados; o a los clérigos, con exclusión de los laicos: toda la Iglesia, todo el cuerpo y cada uno de sus miembros, de acuerdo con su función propia y específica, debe seguir a Cristo.

Sígale, pues, toda entera la Iglesia única, esta paloma y esposa redimida y enriquecida con la sangre del Esposo. En ella encuentra su lugar la integridad virginal, la con­tinencia de las viudas y el pudor conyugal.

Todos estos miembros, que encuentran en ella su lugar, de acuerdo con sus funciones propias, sigan a Cristo; niéguense, es decir, no se vanagloríen; carguen con su cruz, es decir, soporten en el mundo por amor de Cristo todo lo que en el mundo les aflija. Amen a aquel que es el único que no traiciona, el único que no es engañado y no engaña; ámenle a él, porque es verdad lo que promete. Tu fe vacila, porque sus promesas tardan. Mantente fiel, persevera, tolera, acepta la dilación: todo esto es cargar con la cruz.

Santas mujeres

La esposa es el sol de la familia

De una alocución del papa Pío XII a los recién casados

La esposa viene a ser el sol que ilumina a la familia. Oíd lo que de ella dice la sagrada Escritura: Mujer hermosa deleita al marido, mujer modesta duplica su encanto. El sol brilla en el cielo del Señor, la mujer bella, en su casa bien arreglada.

Sí, la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y abnegación, con su constante prontitud, con su delicadeza vigilante y previsora en todo cuanto puede alegrar la vida a su marido y a sus hijos. Ella difunde en torno a sí luz y calor; y, si suele decirse de un matrimonio que es feliz cuando cada uno de los cónyuges, al contraerlo, se consagra a hacer feliz, no a sí mismo, sino al otro, este noble sentimiento e intención, aunque les obligue a ambos, es sin embargo virtud principal de la mujer, que le nace con las palpitaciones de madre y con la madurez del corazón; madurez que, si recibe amarguras, no quiere dar sino alegrías; si recibe humillaciones, no quiere devolver sino dignidad y respeto, semejante al sol que, con sus albores, alegra la nebulosa mañana y dora las nubes con los rayos de su ocaso.

La esposa es el sol de la familia con la claridad de su mirada y con el fuego de su palabra; mirada y palabra que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enternecen y alzan fuera del tumulto de las pasiones, arrastrando al hombre a la alegría del bien y de la convivencia familiar, después de una larga jornada de continuado y muchas veces fatigoso trabajo en la oficina o en el campo o en las exigentes actividades del comercio y de la industria.

La esposa es el sol de la familia con su ingenua naturaleza, con su digna sencillez y con su majestad cristiana y honesta, así en el recogimiento y en la rectitud del espíritu como en la sutil armonía de su porte y de su vestir, de su adorno y de su continente, reservado y a la par afectuoso. Sentimientos delicados, graciosos gestos del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, una condescendiente señal de cabeza, le dan la gracia de una flor selecta y sin embargo sencilla, que abre su corola para recibir y reflejar los colores del sol.

¡Oh, si supieseis cuán profundos sentimientos de amor y de gratitud suscita e imprime en el corazón del padre de familia y de los hijos semejante imagen de esposa y de madre!

Religiosos

En el mundo, pero no del mundo

Homilía de San Gregorio Magno, papa, sobre los evangelios

Quiero exhortaros a que dejéis todas las cosas, pero quiero hacerlo sin excederme. Si no podéis abandonar todas las cosas del mundo, al menos poseedlas de tal forma que por medio de ellas no seáis retenidos en el mundo. Vosotros debéis poseer las cosas terrenas, no ser su posesión; bajo el control de vuestra mente deben estar las cosas que tenéis, no suceda que vuestro espíritu se deje vencer por el amor de las cosas terrenas y, por ello, sea su esclavo.

Las cosas terrenas sean para usarlas, las eternas para desearlas; mientras peregrinamos por este mundo, utili­cemos las cosas terrenas, pero deseemos llegar a la pose­sión de las eternas. Miremos de soslayo todo lo que se hace en el mundo; pero que los ojos de nuestro espíritu miren de frente hacia lo que poseeremos cuando lleguemos.

Extirpemos completamente nuestros vicios, no sólo de nuestras acciones, sino también de nuestros pensamientos. Que la voluptuosidad de la carne, la vana curio­sidad y el fuego de la ambición no nos separen del convite eterno; al contrario, hagamos las cosas honestas de este mundo como de pasada. de tal forma que las cosas terrenas que nos causan placer sirvan a nuestro cuerpo, pero sin ser obstáculo para nuestro espíritu.

No nos atrevemos, queridos hermanos, a deciros que dejéis todas las cosas. Sin embargo, si queréis, aun rete­niendo las cosas temporales, podéis dejarlas, si las admi­nistráis de tal forma que vuestro espíritu tienda hacia las cosas celestiales. Porque usa del mundo, pero como si no usase de él, quien toma todas las cosas necesarias para el servicio de su vida, y, al mismo tiempo, no permite que ellas dominen su mente, de modo que las cosas presten su servicio desde fuera y no interrumpan la atención del espíritu, que tiende hacia las cosas eternas. Para los que así obran, las cosas terrenas no son objeto de deseo, sino instrumento de utilidad. Que no haya, por lo tanto, nada que retarde el deseo de vuestro espíritu, y que no os veáis enredados en el deleite que las cosas terrenas procuran.

Si se ama el bien, que la mente se deleite en los bienes superiores, es decir, en los bienes celestiales. Si se teme el mal, que se piense en los males eternos, y así, recordan­do dónde está el bien más deseable y el mal más temible, no dejaremos que nuestro corazón se apegue a las cosas de aquí abajo.

Para lograr esto, contamos con la ayuda del que es mediador entre Dios y los hombres; por su mediación, obtendremos rápidamente todo, si estamos inflamados de amor hacia él, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Para los que se han consagrado a una actividad caritativa

Cristo nos recomienda la misericordia

De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre la carta a los Romanos

Dios nos entregó a su Hijo; tú, en cambio, no eres capaz siquiera de dar un pan al que se entregó por ti a la muerte.

El Padre, por amor a ti, no perdonó a su propio Hijo; tú, en cambio, desprecias al hambriento viéndolo desfa­llecer de hambre, y no lo socorres ni a costa de unos bienes que son suyos y que, al darlos, redundarían en beneficio tuyo.

¿Existe maldad peor que ésta? El Señor fue entregado por ti, murió por ti, anduvo hambriento por ti; cuando tú das, das de lo que es suyo, y tú mismo te beneficias de tu don; pero ni siquiera así te decides a dar.

Son más insensibles que las piedras los que, a pesar de todo esto, perseveran en su diabólica inhumanidad. Cris­to no se contentó con padecer la cruz y la muerte, sino que quiso también hacerse pobre y peregrino, ir errante y desnudo, quiso ser arrojado en la cárcel y sufrir las debilidades, para lograr de ti la conversión.

Si no te sientes obligado ante lo que yo he sufrido par ti, compadécete, por lo menos, ante mi pobreza. Si no quieres compadecerte de mi pobreza, déjate doblegar, al menos, por mi debilidad y mi cárcel. Si ni esto te lleva a ser humano, accede, al menos, ante la pequeñez de lo que se te pide. No te pido nada extraordinario, sino tan sólo pan, techo y unas palabras de consuelo.

Si, aun después de todo esto, sigues inflexible, que te mueva, al menos, el premio que te tengo prometido: el reino de los cielos; ¿ni eso tomarás en consideración?

Déjate, por lo menos, ablandar por tus sentimientos naturales cuando veas a un desnudo, y acuérdate de la desnudez que, por ti, sufrí en la cruz; esta misma desnudez la contemplas ahora cuando ves a tu prójimo pobre y desnudo.

Como entonces estuve encarcelado por ti, así también ahora estoy encarcelado en el prójimo, para que una u otra consideración te conmueva, y me des un poco de tu compasión. Por ti ayuné, y ahora nuevamente paso ham­bre; en la cruz tuve sed, y ahora tengo sed nuevamente en la persona de los pobres; así, por uno u otro motivo, intento atraerte hacia mí y hacerte compasivo para propia salvación.

Ante tantos beneficios, te ruego que me correspondas; no te lo exijo como si se tratara de una deuda, sino que quiero premiártelo como si fueras un donante, y, a cambio de cosas tan pequeñas, prometo darte todo un reino.

 No te digo: «Remedia mi pobreza»; ni tampoco: «Entrégame tus riquezas, ya que por ti me he hecho pobre», sino que te pido únicamente pan, vestido y un poco de consuelo en mi gran necesidad.

Si estoy arrojado en la cárcel, no te obligo a que rom­pas mis cadenas y consigas mi libertad, sino que te pido únicamente que vengas a visitarme, pues estoy encarcela­do por tu causa; esto será suficiente para que, por ello, te dé el cielo. Aunque yo te liberé de cadenas pesadísimas, me daré por satisfecho con que me visites en la cárcel.

 Podría, ciertamente, premiarte sin necesidad de pedirte todo esto, pero quiero ser tu deudor para que así esperes el premio con mayor confianza.

Para los educadores

Tenemos que preocuparnos del bien de los niños

De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre el evangelio de san Mateo

Cuando el Señor dice: Sus ángeles están viendo siem­pre en el cielo el rostro de mi Padre celestial, y: Yo para esto he venido, y: Ésta es la voluntad de mi Padre, quiere estimular, con estas afirmaciones, la diligencia de los responsables de la educación de los niños.

¿Te fijas cómo los protege, amenazando con castigos intolerables a quienes los escandalicen, y prometiendo premios admirables a los que les sirvan y se preocupen de ellos, confirmando esto con su propio ejemplo y el de su Padre? Imitémosle, pues, poniéndonos al servicio de nues­tros hermanos sin rehusar ningún esfuerzo, por laborioso o humilde que nos parezca, sin negarnos siquiera a ser­virles si es necesario, por pequeños y pobres que sean; y ello aunque nos cueste mucho, aunque tengamos que atravesar montes y precipicios; todo hay que soportarlo por la salvación de nuestros hermanos. Pues Dios tiene tanto interés por las almas que ni siquiera perdonó a su propio Hijo. Por eso os ruego que, así que salgamos de casa a primera hora de la mañana, nuestro único objetivo y nuestra preocupación primordial sea la de ayudar al que está en peligro.

Nada hay, en efecto, de tanto valor como el alma: Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su alma? Ahora bien, el amor de las riquezas per­vierte y arruina todos los valores, destruye el temor de Dios y toma posesión del alma como un tirano que ocupa una plaza fuerte. Descuidamos, pues, nuestra salvación y la de nuestros hijos cuando nos preocupamos solamente de aumentar nuestras riquezas, para dejarlas luego a nuestros hijos, y éstos a los suyos, y así sucesivamente, convirtiéndonos de esta manera más en transmisores de nuestros bienes que en sus poseedores. ¡Qué gran tontería es ésta, que convierte a los hijos en algo menos importan­te que los siervos! A los siervos, en efecto, los castigamos, aunque sea para nuestro provecho; en cambio, los hijos se ven privados de esta corrección, y así los tenemos en menor estima que a los siervos.

¿Y qué digo de los siervos? Cuidamos menos de los hijos que de los animales, ya que nos preocupamos más de los asnos y de los caballos que de los hijos. Si alguien posee un mulo, se preocupa mucho en conseguirle un buen mozo de cuadra, que sea honrado, que no sea ladrón ni dado al vino, que tenga experiencia de su oficio; pero, si se trata de buscar un maestro para nuestro hijo, aceptamos al primero que se nos presenta, sin preocuparnos de examinarlo, y no tenemos en cuenta que la educación es el más importante de los oficios.

¿Qué oficio se puede comparar al de gobernar las almas y formar la mente y el carácter de los jóvenes? El que tiene cualidades para este oficio debe usar de una diligencia mayor que cualquier pintor o escultor. Pero nosotros, por el contrario, no nos preocupamos de este asunto y nos contentamos con esperar que aprendan a hablar; y esto lo deseamos para que así sean capaces de amontonar riquezas. En efecto, si queremos que aprendan el lenguaje no es para que hablen correctamente, sino para que puedan enriquecerse, de tal forma que, si fuera posible enriquecerse sin tener que hablar, tampoco nos preocuparíamos de esto.

¿Veis cuán grande es la tiranía de las riquezas? ¿Os fijáis cómo todo lo domina y cómo arrastra a los hombres donde quiere, como si fuesen esclavos maniatados? Pero ¿qué provecho obtengo yo de todas estas recriminaciones? Con mis palabras, ataco la tiranía de las riquezas, pero, en la práctica, es esta tiranía y no mis palabras la que vence. Pero a pesar de todo no dejaré de censurarla con mis palabras y, si con ello algo consigo, será una ganancia para vosotros y para mí. Pero, si vosotros perseveráis en vuestro amor a las riquezas, yo, por mi parte, habré cumplido con mi deber.

 El Señor os conceda liberaros de esta enfermedad, y así me conceda a mí poder gloriarme en vosotros. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

Difuntos

Cristo transformará nuestro cuerpo humilde

De los sermones de san Anastasio de Antioquía, obispo

Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos. Pero, no obstante, Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Los muertos, por tanto, que tienen como Señor al que volvió a la vida, ya no están muertos, sino que viven, y la vida los penetra hasta tal punto que viven sin temer ya a la muerte.

Como Cristo que, una vez resucitado de entre los muer­tos, ya no muere más, así ellos también, liberados de la corrupción, no conocerán ya la muerte y participarán de la resurrección de Cristo, como Cristo participo de nues­tra muerte.

Cristo, en efecto, no descendió a la tierra sino para destrozar las puertas de bronce y quebrar los cerrojos de hierro, que, desde antiguo, aprisionaban al hombre, y para librar nuestras vidas de la corrupción y atraernos hacia él, trasladándonos de la esclavitud a la libertad.

Si este plan de salvación no lo contemplamos aún total mente realizado —pues los hombres continúan muriendo, y sus cuerpos continúan corrompiéndose en los sepulcros—, que nadie vea en ello un obstáculo para la fe. Que piense más bien cómo hemos recibido ya las primi­cias de los bienes que hemos mencionado y cómo posee­mos ya la prenda de nuestra ascensión a lo más alto de los cielos, pues estamos ya sentados en el trono de Dios, junto con aquel que, como afirma san Pablo, nos ha lle­vado consigo a las alturas; escuchad, si no, lo que dice el Apóstol: Nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sen­tado en el cielo con él.

Llegaremos a la consumación cuando llegue el tiempo prefijado por el Padre, cuando, dejando de ser niños, alcancemos la medida del hombre perfecto. Así le agradó al Padre de los siglos, que lo determinó de esta forma para que no volviéramos a recaer en la insensatez infantil, y no se perdieran de nuevo sus dones.

Siendo así que el cuerpo del Señor resucitó de una manera espiritual, ¿será necesario insistir en que, como afirma san Pablo de los otros cuerpos, se siembra un cuer­po animal, pero resucita un cuerpo espiritual, es decir, transfigurado como el de Jesucristo, que nos ha precedido con su gloriosa transfiguración?

El Apóstol, en efecto, bien enterado de esta materia nos enseña cuál sea el futuro de toda la humanidad, gracias a Cristo, el cual transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso.

Si, pues, esta transfiguración consiste en que el cuerpo se torna espiritual, y este cuerpo es semejante al cuerpo glorioso de Cristo, que resucitó con un cuerpo espiritual, todo ello no significa sino que el cuerpo, que fue sembrado en condición humilde, será transformado en cuerpo glorioso.

Por esta razón, cuando Cristo elevó hasta el Padre las primicias de nuestra naturaleza, elevó ya a las alturas a todo el universo, como él mismo lo había prometido al decir: Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.

O bien:

Cristo resucitado, esperanza de todos los creyentes

De las cartas de san Braulio de Zaragoza, obispo Cristo, esperanza de todos los creyentes, llama dur­mientes, no muertos, a los que salen de este mundo, ya que dice: Lázaro, nuestro amigo, está dormido. Y el apóstol san Pablo quiere que no nos entristezca­mos por la suerte de los difuntos, pues nuestra fe nos enseña que todos los que creen en Cristo, según se afirma en el Evangelio, no morirán para siempre: por la fe, en efecto, sabemos que ni Cristo murió para siempre ni nos­otros tampoco moriremos para siempre.

Pues él mismo, el Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán.

Así, pues, debe sostenernos esta esperanza de la resu­rrección, pues los que hemos perdido en este mundo, los volveremos a encontrar en el otro; es suficiente que crea­mos en Cristo de verdad, es decir, obedeciendo sus man­datos, ya que es más fácil para él resucitar a los muertos que para nosotros despertar a los que duermen. Mas he aquí que,. por una parte, afirmamos esta creencia y, por otra, no sé por qué profundo sentimiento, nos refugiamos en las lágrimas, y el deseo de nuestra sensibilidad hace vacilar la fe de nuestro espíritu. ¡Oh miserable condición humana y vanidad de toda nuestra vida sin Cristo!

¡Oh muerte, que separas a los que estaban unidos y, cruel e insensible, desunes a los que unía la amistad! Tu poder ha sido ya quebrantado. Ya ha sido roto tu cruel yugo por aquel que te amenazaba por boca del profeta Oseas: ¡Oh muerte, yo seré tu muerte! Por esto podemos apostrofarte con las palabras del Apóstol: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

El mismo que te ha vencido a ti nos ha redimido a nosotros, entregando su vida en poder de los impíos para convertir a estos impíos en amigos suyos. Son ciertamente muy abundantes y variadas las enseñanzas que podemos tomar de las Escrituras santas para nuestro consuelo. Pero bástanos ahora la esperanza de la resurrección y la contemplación de la gloria de nuestro Redentor, en quien nosotros, por la fe, nos consideramos ya resucitados, pues, como afirma el Apóstol: Si hemos muerto con Cris­to, creemos que también viviremos con él.

No nos pertenecemos, pues, a nosotros mismos, sino a aquel que nos redimió, de cuya voluntad debe estar siem­pre pendiente la nuestra, tal como decimos en la oración: Hágase tu voluntad. Por eso, ante la muerte, hemos de decir como Job: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor. Repitamos, pues, ahora estas palabras de Job y así, siendo iguales a él en este  mundo, alcanzaremos después, en el otro, un premio semejante al suyo.