III domingo de Cuaresma

Éxodo 22,20 - 23,9

La samaritana

San Agustín

Sobre el evangelio de San Juan trat. 15, 10-12. 16-17

Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encon­tró a Jesús, y él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Los samaritanos, no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aquella mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel.  

Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura, y luego vino la realidad. Creyó efecti­vamente en aquél que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua.

Jesús le dice: Dame de beber. Sus discípu­los se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice a Jesús: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí que soy samari­tana? Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Ved cómo se trata aquí de extran­jeros: los judíos no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostum­braban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en realidad, de la fe de aquella mujer.

Fíjate en quién era aquél que le pedía de beber: Jesús le contestó: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.

Le pedía de beber y fue él mismo quien le prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le pro­mete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras, dice, el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya le está adoc­trinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación ? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?.  

De manera que le estaba ofreciendo un man­jar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua, así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla». Por una parte su indigencia la forzaba al trabajo, pero por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Ve­nid a mí todos los que estáis cansados y ago­biados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía.

Lunes III semana de Cuaresma

Éxodo 24,1-18

El hombre ha de gloriarse sólamente en el Señor

San Basilio Magno

Homilía sobre la humildad 20,3

No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza.

Entonces ¿en qué puede gloriarse con verdad el hombre? ¿Dónde halla su grandeza? Quien se gloría –continúa el texto sagrado– que se gloríe de esto: de conocerme y comprender que soy el Señor.

En esto consiste la sublimidad del hombre, su gloria y su dignidad, en conocer dónde se halla la verdadera grandeza y adherirse a ella, en buscar la gloria que procede del Señor de la gloria. Dice, en efecto, el Apóstol: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor, afirmación que se halla en aquel texto: Cristo, que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención; y así –como dice la Escritura–: «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor».

Por tanto, lo que hemos de hacer para gloriarnos de un modo perfecto e irreprochable en el Señor es no enorgullecernos de nuestra propia justicia, sino reconocer que en verdad carecemos de ella y que lo único que nos justifica es la fe en Cristo.

En esto precisamente se gloría San Pablo, en despreciar su propia justicia y en buscar la que se obtiene por la fe y que procede de Dios, para así tener íntima experiencia de Cristo, del poder de su resurrección y de la comunión en sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos.

Así caen por tierra toda altivez y orgullo. El único motivo que te queda para gloriarte, oh hombre, y el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo; de esta vida poseemos ya las primicias, es algo ya incoado en nosotros, puesto que vivimos en la gracia y en el don de Dios.

Y es el mismo Dios quien activa en nosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor. Y es Dios también el que, por su Espíritu, nos revela su sabiduría, la que de antemano destinó para nuestra gloria. Dios nos da fuerzas y resistencia en nuestros trabajos. He trabajado más que todos –dice Pablo–; aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo.

Dios saca del peligro más allá de toda esperanza humana. En nuestro interior –dice también el Apóstol– dimos por descontada la sentencia de muerte; así aprendimos a no confiar en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. Él nos salvó y nos salva de esas muertes terribles; en él está nuestra esperanza, y nos seguirá salvando.

Martes III semana de Cuaresma

Éxodo 32,1-6. 15-34

Oración, ayuno y misericordia

San Pedro Crisólogo

Sermón 43

Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, y la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno cons­tituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente.

El ayuno, en efecto es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlas, pues no pueden separarse. Quien posee uno solo de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca: que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído, a quien no cierra los suyos al que le suplica.  

Que el que ayuna, entienda bien lo que es el ayuno; que preste atención al hambriento quien quiere que Dios preste atención a su hambre; que se compadezca quien espera misericordia; que tenga piedad quien la busca; que responda, quien desea que le responda a el. Es un indigno suplicante quien pide para sí lo que niega a otro.

Díctate a ti mismo la norma de la miseri­cordia de acuerdo con la manera, la cantidad y la rapidez con que quieres que tengan mise­ricordia contigo. Compadécete tan pronto como quisieras que los otros se compadezcan de ti.

En consecuencia, la oración, la misericordia, y el ayuno, deben ser como un único intercesor en favor nuestro ante Dios, una única lla­mada, una única y triple petición.

Recobremos, pues, con ayunos lo que per­dimos por el desprecio: inmolemos nuestras almas con ayunos, porque no hay nada mejor que podamos ofrecer a Dios, de acuerdo con lo que el profeta dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Hombre, ofrece a Dios tu alma, y ofrece la oblación del ayuno, para que sea una hostia pura, un sacrificio santo, una víctima viviente, prove­chosa para ti y acepta a Dios. Quien no dé esto a Dios, no tendrá excusa, porque no hay nadie que no se posea a sí mismo para darse.

Pero para que estas ofrendas sean acepta­das, tiene que venir después la misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no le riega, el ayuno se torna infructuoso si la mise­ricordia no lo fecundiza; lo que es la lluvia para la tierra, eso mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione su corazón, purifique su carne, desarraigue los vicios, y siembre las virtudes, como no pro­duzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto alguno.

Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia; lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero. Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre te haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro, no lo tendrás tampoco para ti.

Miércoles III semana de Cuaresma

Éxodo 33,7-11. 18-23; 34,5-9. 29-35

Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios

San Teófilo de Antioquía

A Autólico 1,2.7

Tú me dices: «Muéstrame a tu Dios»; yo te diré a mi vez: «Muéstrame tú al hombre que hay en ti», y yo te mostraré a mi Dios. Muéstrame, por tanto, si los ojos de tu mente ven y si oyen los oídos de tu corazón.

Pues de la misma manera que los que ven con los ojos del cuerpo, con ellos perciben las realidades de esta vida terrena y advierten las diferencias que se dan entre ellas –por ejemplo, entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo deforme y lo bello, lo propor­cionado y lo desproporcionado, lo que está bien formado y lo que no lo está, lo que existe de superfluo y lo que es deficiente en las cosas–, y lo mismo se diga de lo que cae bajo el dominio del oído –sonidos agudos, graves o agradables–, eso mismo hay que decir de los oídos del cora­zón y de los ojos de la mente, en cuanto a su poder para captar a Dios.

En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos. De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones.

El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios.

Pero puedes sanar, si quieres. Ponte en manos del médico, y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué médico es éste? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría. Pues por medio de la Pala­bra y de la sabiduría se hizo todo. Efectivamente, la palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos. Su sabi­duría está por encima de todo: Dios, con su sabiduría, puso el fundamento de la tierra; con su inteligencia, preparó los cielos; con su voluntad, rasgó los abismos, y las nubes derra­maron su rocío.

Si entiendes todo esto, y vives pura, santa y justamente, podrás ver a Dios; pero la fe y el temor de Dios han de tener la absoluta prefe­rencia en tu corazón y entonces entenderás todo esto. Cuando te despojes de lo mortal y te revistas de la inmortalidad, entonces verás a Dios de manera digna. Dios hará que tu carne sea inmortal con su alma, y entonces, convertido en inmortal, verás al que es inmor­tal, con tal de que ahora creas en él.

Jueves III semana de Cuaresma

Éxodo 34,10-28

El sacrificio espiritual de la oración

Tertu­liano

Sobre la oración 28-29

La oración es el sacrificio espiritual que abrogó los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios?, dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos? Lo que Dios desea, nos lo dice el evangelio: Se acerca la hora, dice, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque Dios es espíritu, y desea un culto espiritual.

Nosotros somos, pues, verdaderos adora­dores y verdaderos sacerdotes cuando oramos en espíritu y ofrecemos a Dios nuestra oración como aquella víctima propia de Dios y acepta a sus ojos.

Esta víctima, ofrecida del fondo de nuestro corazón, nacida de la fe, nutrida con la verdad, intacta y sin defecto, integra y pura, coronada por el amor, hemos de presentarla ante el altar de Dios, entre salmos e himnos, acom­pañada del cortejo de nuestras buenas obras, y ella nos alcanzará de Dios todos los bienes.

¿Podrá Dios negar algo a la oración hecha en espíritu y verdad, cuando es él mismo quien la exige ? ¡Cuántos testimonios de su eficacia no hemos leído, oído y creído!

Ya la oración del Antiguo Testamento libe­raba del fuego, de las fieras y del hambre, y, sin embargo, no había recibido aún de Cristo toda su eficacia.

¡Cuánto más eficazmente actuará, pues, la oración cristiana! No coloca un ángel para apagar con agua el fuego, ni cierra las bocas de los leones, ni lleva al hambriento la comida de los campesinos, ni aleja, con el don de su gracia, ninguna de las pasiones de los sentidos; pero enseña la paciencia y aumenta la fe de los que sufren, para que comprendan lo que Dios prepara a los que padecen por su nombre.  

En el pasado, la oración alejaba las plagas, desvanecía los ejércitos de los enemigos, hacía cesar la lluvia. Ahora la verdadera oración aleja la ira de Dios, implora a favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Y qué tiene que sorprenderte que pueda hacer bajar del cielo el agua (del bautismo) si pudo también impetrar las lenguas de fuego? Sola­mente la oración vence a Dios; pero Cristo la quiso incapaz del mal y todopoderosa para el bien.

La oración sacó a las almas de los muertos del mismo seno de la muerte, fortaleció a los débiles, curó a los enfermos, liberó a los ende­moniados, abrió las mazmorras, soltó las ataduras de los inocentes. La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, recrea a los magnánimos, conduce a los pere­grinos, mitiga las tormentas, aturde a los ladrones, alimenta a los pobres, rige a los ricos, levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie.

Los ángeles oran también, oran todas las criaturas, oran los ganados y las fieras que se arrodillan al salir de sus establos y cuevas y miran al cielo: pues no hacen vibrar en vano el aire con sus voces. Incluso las aves cuando levantan el vuelo y se elevan hasta el cielo, extienden en forma de cruz sus alas, como si fueran manos, y hacen algo que parece tam­bién oración.

¿Qué más decir en honor de la oración? Incluso oró el mismo Señor a quien corresponde el honor y la fortaleza por los siglos de los siglos.

Viernes III semana de Cuaresma

Éxodo 35,30 - 36,1; 37,1-9

El misterio de nuestra vivificación

San Gregorio Magno

Morales 13,21-23

El bienaventurado Job, que es figura de la Iglesia, unas veces se expresa como el cuerpo y otras veces como la cabeza, de manera que mientras está hablando en nombre de los miembros, de repente se eleva hasta tomar las palabras de la cabeza. Por esto dice: Todo esto lo he sufrido aunque en mis manos no hay violencia y es sincera mi oración.

Sin que hubiera violencia en sus manos, tuvo que sufrir también aquel que no cometió pecado, ni encontraron engaño en su boca, a pesar de lo cual arrostró el dolor de la cruz por nuestra redención. Fue el único entre todos los hom­bres, que pudo presentar a Dios súplicas ino­centes, porque hasta en medio de los dolores de la pasión rogó por sus perseguidores dicien­do: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

¿Qué es lo que puede decirse o pensarse de más puro en una oración que alcanzar la misericordia para aquellos mismos de los que se está recibiendo el dolor? Así, la misma sangre de nuestro Redentor, que los perseguidores habían derramado con odio, luego convertidos, la bebieron como medicina de salvación y empezaron a proclamar que él era el Hijo de Dios.

De esta sangre, pues, se dice con razón: ¡Tierra, no cubras mi sangre, no encierres mi demanda de justicia! Al hombre que pecó se le había dicho: Eres polvo, y al polvo te volverás.

Por ello, nuestra tierra no oculta la sangre de nuestro Redentor, ya que cada pecador que asume el precio de su redención, la confiesa y la alaba y la da a conocer a su alrededor a cuantos puede.

La tierra tampoco oculta la sangre de nues­tro Redentor, ya que también la Iglesia anuncia el misterio de la redención en todo el mundo.

Fíjate también en lo que se añade después: No encierres mi demanda de justicia. Pues la misma sangre de la Redención que se recibe es la demanda de justicia de nuestro Redentor. Por ello dice también Pablo: La aspersión de una sangre que habla mejor que la de Abel. De la sangre de Abel se había dicho: La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra.

Pero la sangre de Jesús es más elocuente que la de Abel, porque la sangre de Abel pedía la muerte de su hermano fratricida, mientras que la sangre del Señor imploró la vida para sus perseguidores.  

Por tanto, para que el misterio de la pasión del Señor no nos resulte a nosotros inútil, hemos de imitar lo que recibimos y predicar a los demás lo que veneramos.

Su demanda de justicia quedaría oculta en nosotros si la lengua calla lo que la mente creyó. Pero para que su demanda de justicia no quede oculta en nosotros, lo que ahora queda por hacer es que cada uno de nosotros, de acuerdo con la medida de su vivificación, dé a conocer el misterio a su alrededor.

Sábado III semana de Cuaresma

Éxodo 40,14-36

Servimos a Cristo en los pobres

San Gregorio Nacianceno

Sermón sobre el amor a los pobres 14,38.40

Dichosos los misericordiosos –dice la Escritura–, porque ellos alcanzarán misericordia. No es por cierto la misericordia una de las últimas bienaventuranzas. Dichoso el que cuida del pobre y desvalido. Y de nuevo: Dichoso el que se apiada y presta. Y en otro lugar: El justo a diario se compadece y da prestado. Tratemos de alcanzar la bendición, de merecer que nos llamen dichosos: seamos benignos.  

Que ni siquiera la noche interrumpa tus quehaceres de misericordia. No digas: vuelve, que mañana te ayudaré. Que nada se inter­ponga entre tu propósito y su realización. Por­que las obras de caridad son las únicas que no admiten demora.

Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, y no dejes de hacerlo con jovialidad y presteza. Quien reparte limosna, –dice el Apóstol–, que lo haga con agrado: pues todo lo que sea prontitud hace que se te doble la gracia del beneficio que has hecho. Porque lo que se lleva a cabo con una disposi­ción de ánimo triste y forzada no merece gratitud ni tiene nobleza. De manera que cuando hacemos el bien, hemos de hacerlo, no tristes, sino con alegría. Si dejas libres a los oprimidos y rompes todos los cepos, dice la Escritura; o sea, si procuras alejar de tu prójimo sus sufri­mientos, sus pruebas, la incertidumbre de su futuro, toda murmuración contra él, ¿qué piensas que va a ocurrir? Algo grande y admi­rable. Un espléndido premio. Escucha: En­tonces romperá tu luz como la aurora, te abrirá camino la justicia. ¿Y quién no anhela la luz y la justicia?

Por lo cual, si pensáis escucharme, siervos de Cristo, hermanos y coherederos, visitemos a Cristo mientras nos sea posible, curémosle, no dejemos de alimentarle o de vestirle; aco­jamos y honremos a Cristo, no en la mesa, solamente, como algunos; no con ungüentos, como María, ni con el sepulcro, como José de Arimatea; ni con lo necesario para la sepul­tura, como aquel mediocre amigo, Nicodemo; ni, en fin, con oro, incienso y mirra, como los Magos antes que todos los mencionados; sino que, puesto que el Señor de todas las cosas lo que quiere es misericordia y no sacrificio, y la compasión supera en valor a todos los rebaños imaginables, presentémosle ésta mediante la solicitud para con los pobres y humillados, de modo que, cuando nos vayamos de aquí, nos reciban en los eternos taber­náculos, en el mismo Cristo nuestro Señor, a quien sea dada la gloria por los siglos. Amén.