V domingo de Cuaresma

Hebreos 1,1 - 2,4

Preparamos la fiesta del Señor no sólo con palabras, sino también con obras

San Atanasio

Carta 14, 1-2

El Verbo, que por nosotros quiso serlo todo, nuestro Señor Jesucristo, está cerca de nosotros, ya que él prometió que estaría continuamente a nuestro lado. Dijo en efecto: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Y, del mismo modo que es a la vez pastor, sumo sacerdote, camino y puerta, ya que por nosotros quiso serlo todo, así también se nos ha revelado como fiesta y solemnidad, según aquellas palabras del Apóstol: Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo; puesto que su persona era la Pascua esperada. Desde esta perspectiva, cobran un nuevo sentido aquellas palabras del salmista: Tú eres mi júbilo: me libras de los males que me rodean. En esto consiste el verdadero júbilo pascual, la genuina celebración de la gran solemnidad, en vernos libres de nuestros males; para llegar a ello, tenemos que esforzarnos en reformar nuestra conducta y en meditar asiduamente, en la quietud del temor de Dios.

Así también los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como siempre estuvieran celebrando fiesta; uno de ellos, el bienaventurado salmista, se levantaba de noche, no una sola vez, sino siete, para hacerse propicio a Dios con sus plegarias. Otro, el insigne Moisés, expresaba en himnos y cantos de alabanza su alegría por la victoria obtenida sobre el Faraón y los demás que habían oprimido a los hebreos con duros trabajos. Otros, finalmente, vivían entregados con alegría al culto divino, como el gran Samuel y el bienaventurado Elías; ellos, gracias a sus piadosas costumbres, alcanzaron la libertad, y ahora celebran en el cielo la fiesta eterna, se alegran de su antigua peregrinación, realizada en medio de tinieblas, y contemplan ya la verdad que antes sólo habían vislumbrado.

Nosotros, que nos preparamos para la gran solemnidad, ¿qué camino hemos de seguir? Y, al acercarnos a aquella fiesta, ¿a quién hemos de tomar por guía? No a otro, amados hermanos, y en esto estaremos de acuerdo vosotros y yo, no a otro, fuera de nuestro Señor Jesucristo, el cual dice: Yo soy el camino. Él es, como dice san Juan, el que quita el pecado del mundo; él es quien purifica nuestras almas, como dice en cierto lugar el profeta Jeremías: Paraos en los caminos a mirar, preguntad: «¿Cuál es el buen camino?»; seguidlo, y hallaréis reposo para vuestras almas.

En otro tiempo, la sangre de los machos cabríos y la ceniza de la ternera esparcida sobre los impuros podía sólo santificar con miras a una pureza legal externa; mas ahora, por la gracia del Verbo de Dios, obtenemos una limpieza total; y así en seguida formaremos parte de su escolta y podremos ya desde ahora como situados en el vestíbulo de la Jerusalén celestial, preludiar aquella fiesta eterna; como los santos apóstoles, que siguieron al Salvador como a su guía, y por esto eran, y continúan siendo hoy, los maestros de este favor divino; ellos decían, en efecto: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. También nosotros nos esforzamos por seguir al Señor no sólo con palabras, sino también con obras.

Lunes V semana de Cuaresma

Hebreos 2,5-18

Aunque alguno peque, tenemos un abogado ante el Padre

San Juan Fisher

Salmo 129

Cristo Jesús es nuestro sumo sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de la Cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio. La sangre que se derramó para nuestra redención no fue la de los terneros y los machos cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo cordero Cristo Jesús, nuestro salvador.

El templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era de mano de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios: pues derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado por la sola mano de Dios.  

Y este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos; la otra sigue siéndonos aún desconocida a nosotros mortales.

Así, primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad, entró por su propia sangre en el Santo de los Santos, o sea, en el cielo; allí donde presentó ante el trono del Padre celes­tial aquella sangre de inmenso valor que había derramado una vez para siempre en favor de todos los hombres pecadores.

Este sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto, compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a todos los verdaderos penitentes.

Es además perenne: de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro con­suelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible.

Por lo que el Apóstol añade: consiguiendo la liberación eterna.

De este santo sacrificio, santo y definitivo, se hacen partícipes todos aquellos que llegaron a tener verdadera contrición y aceptaron la penitencia por sus crímenes, que con firmeza decidieron no repetir en adelante sus malda­des, sino que perseveran con constancia en el inicial propósito de las virtudes. Sobre lo que San Juan se expresa en estos términos: Hijitos míos, os escribo todo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados; no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

Martes V semana de Cuaresma

Hebreos 3,1-19

La cruz de Cristo, fuente de todas las gracias

San León Magno

Sermón 8 sobre la pasión del Señor 6-8

Que nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad, reciba con puro y libre corazón la gloria de la cruz que irradia por cielo y tierra, y trate de penetrar interiormente lo que el Señor quiso significar cuando, hablando de la pasión cercana, dijo: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Y más adelante: Ahora mi alma está agitada, y, ¿qué diré ? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre, glorifica a tu Hijo. Y como se oyera la voz del Padre, que decía desde el cielo: Lo he glo­rificado y volveré a glorificarlo, dijo Jesús a los que le rodeaban: Esta voz no ha venido por mi, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.

¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefa­ble gloria de la pasión! En ella podemos admi­rar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado.

Atrajiste a todos hacia ti, Señor, porque la devoción de todas las naciones de la tierra puede celebrar ahora con sacra­mentos eficaces y de significado claro, lo que antes solo podía celebrarse en el templo de Jerusalén y únicamente por medio de símbolos y figuras.

Ahora, efectivamente, brilla con mayor esplendor el orden de los levitas, es mayor la grandeza de los sacerdotes, más santa la unción de los pontífices, porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte. Ahora, al cesar la multiplicidad de los sacrificios car­nales, la sola ofrenda de tu cuerpo y sangre lleva a realidad todos los antiguos sacrificios, porque tú eres el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; de esta forma en ti encuentran su plenitud todas las antiguas figuras y así como un solo sacrificio suple todas las antiguas víctimas, Así un solo reino congrega a todos los hombres.  

Confesemos, pues, amadísimos, lo que el bienaventurado maestro de los gentiles, el apóstol Pablo, confesó con gloriosa voz dicien­do: Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.

Aquí radica la maravillosa misericordia de Dios para con nosotros: en que Cristo no murió por los justos ni por los santos, sino por los pecadores y por los impíos; y como la natura­leza divina no podía sufrir el suplicio de la muerte, tomó de nosotros, al nacer, lo que pudiera ofrecer por nosotros.

Efectivamente, en tiempos antiguos, Dios amenazaba ya con el poder de su muerte a nuestra muerte profetizando por medio de Oseas: Oh muerte, yo seré tu muerte; yo seré tu ruina, infierno. En efecto, si Cristo al morir tuvo que acatar la ley del sepulcro, al resucitar, en cambio, la derogó hasta tal punto que echó por tierra la perpetuidad de la muerte y la convirtió de eterna en temporal, ya que si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida.

Miércoles V semana de Cuaresma

Hebreos 6,9-20

Cristo ruega por nosotros y en nosotros, y nosotros le rogamos a Él

San Agustín

Comentario a los salmos 85,1

No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros.

Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros.

Por lo cual, cuand­o se dice algo de nuestro Señor Jesucristo, sobre todo en profecía, que parezca referirse a alguna humillación indigna de Dios, no dudemos en atribuírsela, ya que él tampoco dudó en unirse a nosotros. Todas las creaturas le sir­ven, puesto que todas las creaturas fueron creadas por él.

Y, así, contemplamos su sublimidad y divini­dad, cuando oímos: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el princi­pio estaba junto a Dios. Por medio de la Pala­bra se hizo todo y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho; pero, mientras consideramos esta divinidad del Hijo de Dios, que sobrepasa y excede toda la sublimidad de las creaturas, le oímos también en algún lugar de las Escrituras como si gimiese, orase y confesase su debilidad.  

Y entonces dudamos en referir a él estas palabras, porque nuestro pensamiento, que acababa de contemplarle en su divinidad, retrocede ante la idea de verle humillado; y, como si fuera injuriarlo, el reconocer como hombre a aquel a quien nos dirigíamos como a Dios, la mayor parte de las veces nos dete­nemos y tratamos de cambiar el sentido; y no encontramos en la Escritura otra cosa, sino que tenemos que recurrir al mismo Dios pidiéndole que no nos permita alejarnos de él.

Despierte, por tanto, y manténgase vigilante nuestra fe; comprenda que aquél al que poco antes contemplábamos en la condición divina, aceptó la condición de esclavo, asemejado en todo a los hombres, e identificado en su ma­nera de ser a los humanos, humillado, y hecho obediente hasta la muerte; pensemos que incluso quiso hacer suyas aquellas palabras del salmo, que pronunció colgado de la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has aban­donado?  

Por tanto, es invocado por nosotros como Dios, pero él ruega como siervo; en el primer caso lo vemos como creador, en el otro como criatura; sin sufrir mutación alguna, asumió la naturaleza creada para transformarla y hacer de nosotros con él un sólo hombre, cabeza y cuerpo. Oramos, por tanto, a él, por él, y en él, y hablamos junto con él, ya que él habla junto con nosotros.

Jueves V semana de Cuaresma

Hebreos 7,1-10

La Iglesia, sacramento visible de la unidad

Vaticano II

Lumen Gen­tium 9

Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva... Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo... Todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–. Alianza nueva que estableció Cristo, es decir, el nuevo Testa­mento en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se con­gregara en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios.

Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo, no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo, son hechos por fin una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada... que antes era «no pueblo» y ahora es «Pueblo de Dios».

Ese pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, que fue entregado por nuestros peca­dos y resucitó para nuestra salvación, y ahora, después de haber conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos.

Tiene por ley el mandato de amar como el mismo Cristo nos amó. Tiene, por último, como fin, la dilatación del Reino de Dios, ini­ciado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por él mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, y la creación misma se vea liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Este pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abarque a todos los hombres, y no raras veces aparezca como una pequeña grey es, sin embargo, el germen más firme de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

Constituido por Cristo para comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por él como instrumento de la reden­ción universal, y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra.

Y así como al pueblo de Israel según la carne, peregrino en el desierto, se le llama ya Iglesia, así al nuevo Israel, que va avanzando en este mundo hacia la ciudad futura y permanente, se le llama también Iglesia de Cristo, porque la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social.

La congregación de todos los creyentes, que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno.

Viernes V semana de Cuaresma

Hebreos 7,11-28

Él mismo se ofreció por nosotros

San Fulgencio de Ruspe

Regla de la verdadera fe a Pedro 22,63

En los sacrificios de víctimas carnales que la Santa Trinidad, que es el mismo Dios del anti­guo y del nuevo Testamento, había exigido que le fueran ofrecidos por nuestros padres, se significaba ya el don gratísimo de aquel sacrificio con el que el Hijo único de Dios había de inmolarse a sí mismo misericor­diosamente por nosotros.

Pues, según la doctrina apostólica, se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. Él fue quien como Dios verdadero y verdadero sumo sacerdote que era, penetró una sola vez en el san­tuario, no con la sangre de los toros y los ma­chos cabríos, sino con la suya propia. Esto era precisamente lo que significaba aquel sumo sacerdote que entraba cada año con la sangre en el Santo de los Santos.

Él es quien en sí mismo poseía todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio; él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado.

Como sacerdote, sacrificio y templo, actuó solo, porque aunque era Dios quien realizaba estas cosas, no obstante las realizaba en su forma de siervo; en cambio, en lo que realizó como Dios, en la forma de Dios, lo realizó conjuntamente con el Padre y el Espíritu Santo.

Ten, pues, por absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempos del antiguo Testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad.

Así, pues, en aquellas víctimas carnales se significaba la carne y la sangre de Cristo; la carne, que él mismo, sin pecado como se hallaba, había de ofrecer por nuestros peca­dos, y la sangre que había de derramar en remisión de nuestros pecados; en cambio, en este sacrificio se trata de la acción de gra­cias y del memorial de la carne que él mismo ofreció por nosotros, y de la sangre, que, siendo como era Dios, derramó por nosotros. Sobre esto afirma el bienaventurado Pablo en los Hechos de los apóstoles: Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre.

Por tanto, aquellos sacrificios eran figura y signo de lo que se nos daría en el futuro; en este sacrificio, en cambio, se nos muestra de modo evidente lo que ya nos has sido dado.       

En aquellos sacrificios se anunciaba de antemano al Hijo de Dios, que había de morir a manos de los impíos; en éste se le anuncia ya muerto por ellos, como atestigua el Apóstol al decir: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; y añade: Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.

Sábado V semana de Cuaresma

Hebreos 8,1-13

Vamos a participar en la Pascua

San Gregorio Nacianceno

Sermón 45, 23-24

Vamos a participar en la Pascua, ahora aún de manera figurada, aunque ya más clara que en la antigua ley (porque la Pascua de la antigua ley era, si puedo decirlo así, como una figura oscura de nuestra Pascua, que es tam­bién aún una figura). Pero dentro de poco participaremos ya en la Pascua de una manera más perfecta y más pura, cuando el Verbo coma y beba con nosotros la Pascua nueva en el reino de su Padre, cuando nos revele y nos descubra plenamente lo que ahora nos enseña sólo en parte. Porque siempre es nuevo lo que en un momento dado aprendemos.

Qué cosa sea aquella bebida y aquella comprensión plena, corresponde a nosotros aprenderlo, y a él enseñárnoslo e impartir esta doctrina a los discípulos. Pues la doctrina de aquel que alimenta es también alimento.

Nosotros hemos de tomar parte en esta fiesta ritual de la Pascua en un sentido evangélico, y no literal, de manera perfecta, no imperfecta; no de forma temporal, sino eterna. Tomemos como nuestra capital, no la Jerusalén terrena, sino la ciudad celeste; no aquella que ahora pisan los ejércitos, sino la que resuena con las alabanzas de los ángeles.

Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni cor­deros con cuernos y uñas, más muertos que vivos y desprovistos de inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de ala­banza sobre el altar del cielo, unidos a los coros celestiales. Atravesemos la primera cortina, avancemos hasta la segunda y diri­jamos nuestras miradas al Santísimo.

Yo diría aún más: inmolémonos nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre  con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz.  

Si eres Simón Cireneo, coge tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado con él como un ladrón, como el buen ladrón confía en tu Dios. Si por ti y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si tú estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que fuera muera el murmurador con sus blasfemias.

Si eres José de Arimatea, reclama su cuerpo a quien lo crucificó y haz tuya la expiación del mundo.

Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a Dios, ven a enterrar el cuerpo y úngelo con ungüentos.

Si eres una de las dos Marías, o Salomé, o Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra quitada y verás quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús.