Cuaresma

Miércoles de Ceniza

Isaías 58,1-12

Convertíos

San Clemente Romano

Carta a los Corintios 7,4-8,3; 8,5-9; 13,1-4; 19,2

Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán pre­ciosa ha sido a los ojos de Dios, su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo.

Recorramos todas las generaciones y apren­deremos cómo el Señor, de generación en generación, concedió un tiempo de peniten­cia a los que deseaban convertirse a él. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido.  

De la penitencia hablaron, inspirados por el Espíritu Santo, los que fueron ministros de la gracia de Dios. Y el mismo Señor de todas las cosas habló también con juramento de la penitencia, diciendo: Por mi vida, oráculo del Señor, juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta;  y añade aquella hermosa sentencia: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: «Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís: «Padre», os escucharé como a mi pueblo santo».

Queriendo, pues, el Señor que todos los que él ama tengan parte en la penitencia, lo con­firmó así con su omnipotente voluntad.    

Obedezcamos, por tanto, a su magnífico y glorioso designio, e implorando con súplicas su misericordia y benignidad, recurramos a su misericordia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia que conduce a la muerte.

Seamos, pues, humildes, hermanos, y depo­niendo toda jactancia, ostentación, insensatez y los arrebatos de la ira, cumplamos lo que está escrito, pues lo dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza; el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, para buscarle a él y practicar el derecho y la justicia; especialmente si tenemos presentes las palabras del Señor Jesús, aquellas que pronuncio para enseñarnos la benignidad y la longanimidad.

Dijo, en efecto: Sed misericordiosos, y alcanzaréis misericordia; perdonad, y se os perdonará; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad, y se os dará; no juzguéis, y no os juzgarán; como usareis la benignidad, así la usarán como vosotros; la medida que uséis la usarán con vosotros.

Que estos mandamientos y estos preceptos nos comuniquen firmeza para poder caminar, con toda humildad, en la obediencia de sus santos consejos. Pues dice la Escritura santa: ­­­En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras.

Como quiera, pues, que hemos participado de tantos, tan grandes y tan ilustres hechos, emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz.

Jueves después de Ceniza

Éxodo 1,1-22

Purificación por el ayuno y la misericordia

San León Magno

Sermón sobre la Cuaresma 6,1-2

Siempre, hermanos, la misericordia del Señor llena la tierra, y la misma creación natural es para cada fiel verdadero adoctri­namiento que le lleva a la adoración de Dios, ya que el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay, manifiestan la bondad y omnipo­tencia de su autor, y la admirable belleza de todos los elementos que le sirven está pidiendo a la creatura inteligente una acción de gracias.

Pero cuando se avecinan estos días, consa­grados más especialmente a los misterios de la redención de la humanidad, estos días que preceden a la fiesta pascual, se nos exige con más urgencia una preparación y una purifi­cación del espíritu.

Porque es propio de la festividad pascual que toda la Iglesia goce del perdón de los peca­dos, no sólo aquellos que nacen en el sagrado bautismo, sino también aquellos que desde hace tiempo se cuentan ya en el numero de los hijos adoptivos.

Pues si bien los hombres renacen a la vida nueva principalmente por el bau­tismo, como a todos nos es necesario renovarnos cada día de las manchas de nuestra condición pecadora, y no hay nadie que no tenga que ser cada vez mejor en la escala de la perfección, hay que insistir ante todo para que nadie se encuentre bajo el efecto de los viejos vicios el día de la redención.

Por ello en estos días hay que poner especial solicitud y devoción en cumplir aquellas cosas que todos los cristianos deberían realizar en todo tiempo; así viviremos, en santos ayunos, esta Cuaresma de institución apostólica, y precisamente no sólo por el uso menguado de los alimentos, sino sobre todo ayunando de nuestros propios vicios.

Y no hay cosa más útil que unir los ayunos santos y razonables con la limosna, que, bajo la única denominación de misericordia, con­tiene muchas y laudables acciones de piedad, de modo que, aun en medio de situaciones de fortuna desiguales, puedan ser iguales las disposiciones de ánimo de todos los fieles.

Porque el amor, que debemos tanto a Dios como a los hombres, no debe verse nunca impedido hasta tal punto que no podamos realizar libremente lo que es bueno ante Dios y ante nuestros hermanos. Pues de acuerdo con lo que cantaron los ángeles: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor, el que se compadece caritati­vamente de quienes sufren cualquier cala­midad, no sólo es bienaventurado en virtud de su benevolencia, sino por el bien de la paz.

Las realizaciones del amor pueden ser muy diversas y, así, en razón de esta misma diversidad, todos los buenos cristianos pueden ejercitarse en ellas, no sólo los ricos y pudien­tes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen.

Viernes después de Ceniza

Éxodo 2,1-22

La oración es luz del alma

San Juan Crisóstomo

Homilía VI, suplm.

El sumo bien está en la plegaria y en el diá­logo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Dios: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolon­gue día y noche sin interrupción.

Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de tal manera que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un  alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo, que abrace a Dios con inefables abrazos apeteciendo, igual que el niño que llora y llama a su madre, la divina leche: expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, ensancha el alma y tranquiliza su afectividad. Y me estoy refi­riendo a la oración de verdad, no a las simples palabras. La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.  

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.

Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hom­bre, adórnate con la modestia y la humildad, hazte resplandeciente con la luz de la justicia; adorna tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la gran­deza de alma, a manera de muros y piedras; y por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, por la ora­ción a fin de preparar a Dios una casa perfecta, y poderle recibir como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por su gracia, es como si poseyeras su misma imagen colocada en el templo del alma.

Sábado después de Ceniza

Éxodo 3,1-20

La amistad de Dios

San Ireneo

Contra los herejes IV,13,4 - 14,1

Nuestro Señor Jesucristo, Palabra de Dios, comenzó por atraer hacia Dios a los siervos, y luego liberó a los que se le habían sometido, como él mismo dijo a sus discípulos: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. Pues la amistad de Dios otorga la inmortalidad a quienes se le apro­ximan.

Al principio, y no porque necesitase del hombre, Dios plasmó a Adán, precisamente para tener en quién depositar sus beneficios. Pues no sólo antes de Adán, sino antes también de cualquier creación, la Palabra glorificaba ya a su Padre, permaneciendo junto a el, y a su vez la Palabra era glorificada por el Padre, como él mismo dijo: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.

Ni nos mandó que le siguiésemos porque necesitara de nuestro servicio, sino para sal­varnos a nosotros. Porque seguir al Salvador equivale a participar de la salvación; y seguir a la luz es lo mismo que quedar iluminado.

Efectivamente, quienes se hallan en la luz, no son ellos los que iluminan la luz, sino ésta la que los ilumina a ellos; ellos por su parte no le dan nada, mientras, que, en cambio, reciben su beneficio, pues se ven iluminados por ella.

Así sucede con el servir a Dios, que a Dios no le da nada, ya que Dios no tiene necesidad de los servicios humanos; él en cambio otorga la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que le siguen y sirven, con lo que beneficia a los que le sirven por el hecho de servirle, y a los que le siguen por el de seguirle, sin per­cibir por ello beneficio ninguno de parte de ellos: pues él es rico, perfecto y sin indigencia alguna.

Por eso Dios requiere de los hombres que le sirvan, para beneficiar a los que perseveran en su servicio, ya que es bueno y misericor­dioso. Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se halla indi­gente de la comunión con Dios.

En esto consiste precisamente la gloria del hombre, en perseverar y permanecer al ser­vicio de Dios. Y por esta razón decía el Señor a sus discípulos: No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, soy yo quien os ha elegido, dando a entender que no le glorificaban, al seguirle, sino que por seguir al Hijo de Dios, era éste quien los glorificaba a ellos. Y por esto también dijo: Quiero que éstos estén donde estoy yo, para que contemplen mi gloria.