Domingo de la octava de Pascua

Colosenses 3,1-17

La nueva creación en Cristo

San Agustín

Sermón en la octava de Pascua 8,1,4    

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.  

Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: vestíos del Señor Jesucristo, y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos, para que os revistáis de la vida que se os ha comunicado en el sacramento. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, escla­vos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

En esto consiste la fuerza del sacramento: en que es el sacramento de la vida nueva, que empieza ahora con la remisión de todos los pecados pasados y que llegara a su plenitud con la resurrección de los muertos. Por el bautismo fuisteis sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue des­pertado de entre los muertos, así también andéis vosotros en una vida nueva. Pues ahora, mientras vivís en vuestro cuerpo mortal, desterrados lejos del Señor, camináis por la fe; pero tenéis un camino seguro que es Cristo Jesús en cuanto hombre, el cual es al mismo tiempo el término al que tendéis, quien por nosotros ha querido hacerse hom­bre. Él ha reservado una inmensa dulzura para los que le temen y la manifestará y dará con toda plenitud a los que esperan en él, una vez que hayamos recibido la realidad de lo que ahora poseemos sólo en esperanza.

Hoy se cumplen los ocho días de vuestro renacimiento: y hoy se completa en vosotros el sello de la fe, que entre los antiguos padres se llevaba a cabo en la circuncisión de la carne a los ocho días del nacimiento carnal.

Por eso mismo, el Señor al despojarse con su resurrección de la carne mortal y hacer surgir un cuerpo, no ciertamente distinto, pero sí inmortal, consagró con su resurrección el domingo, que es el tercer día después de su pasión y el octavo contado a partir del sábado; y, al mismo tiempo, el primero.  

Por esto, también vosotros, ya que habéis resucitado con Cristo –aunque todavía no de hecho, pero sí ya esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu–, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces tam­bién vosotros apareceréis juntamente con él, en gloria.

Lunes II semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 1,1-20

La Pascua espiritual

Anónimo

De una homilía pascual de autor antiguo

La Pascua que celebramos es el origen de la salvación de todos los hombres, empezando por el primero de ellos, Adán, que pervive aún en todos los hombres y en nosotros recobra ahora la vida.

Aquellas instituciones temporales que fueron escritas al principio para prefigurar la reali­dad presente eran sólo imagen y prefiguración parcial e imperfecta de lo que ahora aparece; pero una vez presente la verdad, conviene que su imagen se eclipse; del mismo modo que, cuando llega el rey, a nadie se le ocurre venerar su imagen, sin hacer caso de su persona.

En nuestro caso es evidente hasta qué punto la imagen supera la realidad, puesto que aquella conmemoraba la momentánea preservación de la vida de los primogénitos judíos, mientras que ésta, la realidad, celebra la vida eterna de todos los hombres.

No es gran cosa, en efecto, escapar de la muerte por un cierto tiempo, si poco después hay que morir; sí lo es, en cambio, poderse librar definitivamente de la muerte; y éste es nuestro caso una vez que Cristo, nuestra Pascua, se inmoló por nosotros.

El nombre mismo de esta fiesta alcanza todo su significado si lo explicamos de acuerdo con el verdadero sentido de esta palabra. Pues Pascua significa paso, ya que el extermina­dor aquel que hería a los primogénitos de los egipcios pasaba de largo ante las casas de los hebreos. Y entre nosotros vuelve a pasar de largo el exterminador, porque pasa sin tocarnos, una vez que Cristo nos ha resucitado a la vida eterna.

Y ¿qué significa en orden a la realidad el hecho de que la Pascua y la salvación de los primogénitos tuvieron lugar en el principio del año? Es sin duda porque también para nosotros el sacrificio de la verdadera Pascua es el comienzo de la vida eterna.  

Pues el año viene a ser como un símbolo de la eternidad, por cuanto con sus estaciones que se repiten sin cesar, va describiendo un círculo que nunca finaliza. Y Cristo, el padre del siglo futuro, la víctima inmolada por noso­tros, es quien abolió toda nuestra vida pasada y por el bautismo nos dio una vida nueva, realizando en nosotros como una imagen de su muerte y de su resurrección.

Así, pues, todo aquel que sabe que la Pascua ha sido inmolada por él, sepa también que para él la vida empezó en el momento en que Cristo se inmoló para salvarle. Y Cristo se inmoló por nosotros si confesamos la gracia recibida y reconocemos que la vida nos ha sido devuelta por este sacrificio.

Y quien llegue al conocimiento de esto debe esforzarse en vivir de esta vida nueva y no pensar ya en volver otra vez a la antigua, puesto que la vida antigua ha llegado a su fin. Por ello dice la Escritura: Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a vivir más en pecado?

Martes II semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 2,1-11

Sacramento de unidad y de caridad

San Fulgencio de Ruspe

Libros a Mónimo 2,11-12

La edificación espiritual del cuerpo de Cristo, que se realiza en la caridad (según la expresión del bienaventurado Pedro, las pie­dras vivas entran en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales, que Dios acepta por Jesucristo), esta edificación espi­ritual, repito, nunca se pide más oportuna­mente que cuando el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ofrece el mismo cuerpo y la misma sangre de Cristo en el sacramento del pan y del cáliz: El cáliz que bebemos es comunión con la sangre de Cristo, y el pan que partimos es comunión con el cuerpo de Cristo; el pan es uno, y así nosotros, aunque seamos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.  

Y lo que en consecuencia pedimos es que con la misma gracia con la que la Iglesia se constituyó en cuerpo de Cristo, todos los miembros, unidos en la caridad, perseveren en la unidad del mismo cuerpo, sin que su unión se rompa.

Esto es lo que pedimos que se realice en nosotros por la gracia del Espíritu, que es el mismo Espíritu del Padre y del Hijo; porque la Santa Trinidad, en la unidad de naturaleza, igualdad y caridad, es el único, solo y verda­dero Dios, que santifica conjuntamente a los que adopta.

Por lo cual se dice: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espí­ritus Santo que se nos ha dado.

Pues el Espíritu Santo, que es el mismo Espíritu del Padre y del Hijo, en aquellos a quienes concede la gracia de la adopción divina, realiza lo mismo que llevó a cabo en aquellos de quienes se dice, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que habían recibido el mismo Espíritu. De ellos se dice, en efecto: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; pues el Espíritu único del Padre y del Hijo, que, con el Padre y el Hijo es el único Dios, había creado un solo corazón y una sola alma en la muchedumbre de los creyentes.

Por lo que el Apóstol dice que esta unidad del Espíritu con el vínculo de la paz ha de ser guardada con toda solicitud, y aconseja así a los Efesios: Yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensi­vos, sobrellevaos mutuamente con amor; es­forzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz.

Dios acepta y recibe con agrado a la Iglesia como sacrificio cuando la Iglesia conserva la caridad que derramó en ella el Espíritu Santo: así, si la Iglesia conserva la caridad del Espíritu, puede presentarse ante el Señor como una hostia viva, santa y agradable a Dios.

Miércoles II semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 2,12-29

Cristo vive en su Iglesia

San León Magno

Sermón sobre la Pasión 12,3,6-7 

Es indudable, queridos hermanos que la naturaleza humana fue asumida tan íntima­mente por el Hijo de Dios, que no sólo en él, que es el primogénito de toda criatura, sino también en todos sus santos, no hay más que un solo Cristo; pues del mismo modo que la cabeza no puede separarse de los miembros, tampoco los miembros de la cabeza.

Aunque no es propio de esta vida, sino de la eterna, el que Dios lo sea todo en todos, no por ello deja de ser ya ahora el Señor huésped inseparable de su templo que es la Iglesia, de acuerdo con lo que él mismo prometió al decir: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Por ello, todo cuanto el Hijo de Dios hizo y enseñó para la reconciliación del mundo, no sólo podemos conocerlo por la historia de los acontecimientos pasados, sino también sen­tirlo en la eficacia de las obras presentes.

Por obra del Espíritu Santo nació él de una Virgen, y por obra del mismo Espíritu Santo fecunda también su Iglesia pura, a fin de que dé a luz a multitud innumerable de hijos de Dios, de quienes está escrito: éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

Él es aquel vástago en quien fue bendecida la descendencia de Abrahán y por quien la adopción filial se extendió a todos los pueblos, llegando por ello Abrahán a ser el padre de todos los hijos nacidos, no de la carne, sino de la fe en la promesa.

Él es también quien, sin excluir a ningún pueblo, ha reunido en una sola grey las santas ovejas de todas las naciones que hay bajo el cielo, realizando cada día lo que prometió cuando dijo: Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.

Porque si bien fue a Pedro a quien dijo principalmente, apacienta mis ovejas, sólo el Señor es quien controla el cuidado de todos los pastores, y alienta a los que acuden a la roca de su Iglesia con tan abundantes y regados pastos, que son innumerables las ovejas que, fortalecidas con la suculencia de su amor, no dudan en morir por el nombre del Pastor, como el buen pastor se dignó ofrecer su vida por sus ovejas.

Es él también aquél en cuya pasión parti­cipa no sólo la gloriosa fortaleza de los már­tires, sino también la fe de todos los que rena­cen en el bautismo.

Por este motivo la Pascua del Señor se cele­bra legítimamente con ácimo de sinceridad y de verdad si, desechado el fermento de la antigua malicia, la nueva criatura se embriaga y nutre del mismo Señor. Porque la partici­pación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos: y seamos portadores, en nuestro espíritu y en nuestra carne, de aquel en quien y con quien hemos sido muertos, sepultados y resucitados.

Jueves II semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 3,1-22

La rica herencia del Nuevo Testamento

San Gaudencio de Brescia

Tratado 2

El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del Nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir en la cruz.

Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el ca­mino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él; por eso decía el mismo Señor: Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros.  

Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrum­pidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de celebrar todos los sacer­dotes en cada una de las iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los días el sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca, recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.

El pan, formado de muchos granos de trigo convertidos en flor de harina, se hace con agua y llega a su entero ser por medio del fuego; por ello resulta fácil ver en él una imagen del cuerpo de Cristo, el cual, como sabemos, es un solo cuerpo formado por una multi­tud de hombres de toda raza, y llega a su total perfección por el fuego del Espíritu Santo.

Cristo, en efecto, nació del Espíritu Santo y, como convenía que cumpliera todo lo que Dios quiere, entró en el Jordán para consagrar las aguas del bautismo, y después salió del agua, lleno del Espíritu Santo, que había des­cendido sobre él en forma de paloma, como lo atestigua el evangelista: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán.

De modo semejante, el vino de su sangre, cosechado de los múltiples racimos de la viña por él plantada, se exprimió en el lagar de la cruz y bulle con toda su fuerza en los vasos generosos de quienes lo beben con fe.

Los que acabáis de libraros del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo, compar­tid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos.

Viernes II semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 4,1-11

La cruz de Cristo es preciosa y vivificante

San Teodoro Estudita

Sermón en la adoración de la Cruz

¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él todo es hermoso y atractivo tanto para la vista como para el paladar.

Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es un madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la escla­vitud a que la tenía sometido el diablo.

Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costados, curó las hue­llas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza.

Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria.

No le faltaba, pues, razón al Apóstol para exclamar: Dios me libre de gloriarme, si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues aquella suprema sabiduría, que, por así decir, floreció en la cruz, puso de manifiesto la jactancia y la arro­gante estupidez de la sabiduría mundana. El conjunto maravilloso de bienes que pro­vienen de la cruz acabaron con los gérmenes de la malicia y del pecado.  

Las figuras y profecías de este leño revela­ron, ya desde el principio del mundo, las ma­yores maravillas. Mira si no, si tienes deseos de saberlo: ¿Acaso no se salvó Noé de la muerte del diluvio, junto con sus hijos y mujeres y con los animales de toda especie, en un frágil madero?

¿Y qué significó la vara de Moisés? ¿Acaso no fue figura de la cruz? Una vez convirtió el agua en sangre; otra, devoró las serpientes ficticias de los magos; o bien dividió el mar con sus golpes y detuvo las olas, haciendo que cambiaran su curso, sumergiendo así a los enemigos mientras hacía que se salvara el pueblo de Dios.

De la misma manera fue también figura de la cruz la vara de Aarón, florecida en un solo día para atestiguar quién debía ser el sacer­dote legítimo.

Y a ella aludió también Abrahán cuando puso sobre el haz de leña a su hijo maniatado. Con la cruz sucumbió la muerte, y Adán se vio restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, en ella se coronaron los mártires y se santificaron los santos. Con la cruz nos revestimos de Cristo y nos despoja­mos del hombre viejo; fue la cruz la que nos reunió en un solo rebaño, como ovejas de Cristo, y es la cruz la que nos lleva al aprisco celestial.

Sábado II semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 5,1-14

La economía de la salvación

Vaticano II

Sacrosanctum Concilium 5-6

Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló antiguamente a nuestros padres los profetas, y, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres, y curar a los contritos de corazón, como médico corporal y espiritual, como Mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su misma humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación, y se nos otorgó la plenitud del culto divino.  

Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, cuyo preludio habían sido las maravillas divinas llevadas a cabo en el pueblo del antiguo Testamento, Cristo la realizó principalmente por el mis­terio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio, muriendo des­truyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida. Pues el admirable sacramento de la Iglesia entera brotó del costado de Cristo dormido en la cruz.

Por esta razón, así como Cristo fue enviado por el Padre, él mismo, a su vez, envió a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió para que, al predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos condujo al reino del Padre, sino también a que reali­zaran la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica. Así, por el bautismo, los hombres son injerta­dos en el misterio pascual de Jesucristo: mue­ren con él, son sepultados con él y resucitan con él, reciben el espíritu de adopción de Hijos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre), y se convierten así en los verdaderos adorado­res, que busca el Padre. Del mismo modo, cuantas veces comen la cena del Señor proclaman su muerte hasta que vuelva. Por eso precisamente el mismo día de Pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al mundo, los que aceptaron las palabras de Pedro se bautizaron. Y eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones, ala­bando a Dios, y era bien vistos de todo el pueblo. Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo lo que se refiere a él en toda la Escritura, celebrando la eucaris­tía, en la cual se hace de nuevo presente la vic­toria, y el triunfo de su muerte, y dando gra­cias, al mismo tiempo, a Dios, por su don inexpresable en Cristo Jesús, para alabanza de su gloria.