V Domingo de Pascua

Apocalipsis 18,21 - 19,10

Cristo, día sin ocaso

San Máximo de Turín

Sermón 53,1-2

La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puer­tas destruidas, devuelve los muertos, la tierra, renovada, germina resucitados y el cielo, abier­to, acoge a los que ascienden.  

El ladrón es admitido en el paraíso, los cuer­pos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada en­tre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebata­dos a lo alto.

El abismo devuelve sus cautivos al paraíso, la tierra envía al cielo a los que estaban se­pultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de lo terreno y nos coloca en lo más alto de los cielos.

La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor.

La luz de Cristo es día sin noche, día sin ocaso. Escucha al Apóstol que nos dice lo que sea este día: La noche está avanzada, el día se echa encima. La noche está avanzando, dice, porque no volverá más. Entiéndelo bien: una vez que ha amanecido la luz de Cristo, huyen las tinieblas del diablo y desaparece la ne­grura del pecado, porque el resplandor de Cristo destruye la tenebrosidad de las culpas pasadas.

Porque Cristo es aquel Día a quien el Día, su Padre, comunica el íntimo ser de la divi­nidad. Él es aquel Día, que dice por boca de Salomón: Yo hice nacer en el cielo una luz inextinguible.

Así como no hay noche que siga al día ce­leste, del mismo modo las tinieblas no pueden seguir la santidad de Cristo. El día ce­leste resplandece, brilla, fulgura sin cesar y no hay oscuridad que pueda con él. La luz de Cristo luce, ilumina, destella continuamente y las tinieblas del pecado no pueden recibirla: por ello dice el evangelista Juan: La luz brilló en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Por ello, hermanos, hemos de alegrarnos en este día santo. Que nadie se sustraiga del gozo común a causa de la conciencia de sus peca­dos, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque si el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el cristiano?

Lunes V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 19,11-21

Primogénito de la nueva creación

San Gregorio de Nisa

Sermón sobre la resurrección de Cristo 1

Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han apare­cido otro nacimiento, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué nacimiento se habla? Del de aquellos que no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras. Este nuevo ser lo en­gendra la fe; la regeneración del bautismo lo da a luz; la Iglesia, cual nodriza, lo amamanta con su doctrina e instituciones y con su pan celestial lo alimenta; llega a la edad madura con la santidad de vida; su matrimonio es la unión con la Sabiduría; sus hijos, la esperanza; su casa, el Reino; su herencia y sus riquezas, las delicias del paraíso; su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos.

Éste es el día en que actuó el Señor, día totalmente distinto de aquellos otros del co­mienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta, en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva. ¿Qué cielo? El fir­mamento de la fe en Cristo. Y, ¿qué tierra ? El corazón bueno que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y pro­duce abundantes espigas.

En esta nueva creación, el sol es la vida pura; las estrellas son las virtudes; el aire, una conducta sin tacha; el mar, aquel abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento de Dios; las hierbas y semillas, la buena doctrina y las enseñanzas divinas en las que el rebaño, es decir, el pueblo de Dios, encuentra su pasto; los árboles que llevan fruto son la observan­cia de los preceptos divinos.

En este día es creado el verdadero hombre, aquel que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, por ventura, un nuevo mundo el que empieza para ti en este día en que actuó el Señor? ¿No habla de este día el Profeta, al decir que será un día y una noche que no tienen semejante?  

Pero aún no hemos hablado del mayor de los privilegios de este día de gracia: lo más importante de este día es que él destruyó el dolor de la muerte y dio a luz el primogénito de entre los muertos, a aquel que hizo este admirable anuncio: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.

¡Oh mensaje lleno de felicidad y hermosura! El que por nosotros se hizo hombre seme­jante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza.

Martes V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 20,1-15

Yo soy la vid, vosotros los sarmientos

San Cirilo de Alejandría

Comentario al evangelio de San Juan 10,2

El Señor, para convencernos de que es nece­sario que nos adhiramos a él por el amor, ponderó cuán grandes bienes se derivan de nuestra unión con él, comparándose a sí mis­mo con la vid y afirmando que los que están unidos a él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma natura­leza (pues el Espíritu de Cristo nos une con él).

La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión del Señor con noso­tros es una unión de amor y de inhabitación. Nosotros, en efecto, partimos de un buen de­seo y nos adherimos a Cristo por la fe; así llegamos a participar de su propia naturaleza y alcanzamos la dignidad de hijos adoptivos, pues, como lo afirmaba San Pablo, el que se une al Señor es un espíritu con él.

De la misma forma que en un lugar de la Escritura se dice de Cristo que es cimiento y fundamento (pues nosotros, se afirma, esta­mos edificados sobre él y, como piedras vivas y espirituales entramos en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, cosa que no sería posible si Cristo no fuera fundamento), así, de manera seme­jante, Cristo se llama a sí mismo vid, como si fuera la madre y nodriza de los sarmientos que proceden de él.

En él y por él hemos sido regenerados en el Espíritu para producir fruto de vida, no de aquella vida caduca y antigua, sino de la vida nueva que se funda en su amor. Y esta vida la conservaremos si perseveramos uni­dos a él y como injertados en su persona; si seguimos fielmente los mandamientos que nos dio y procuramos conservar los grandes bie­nes que nos confió, esforzándonos por no con­tristar, ni en lo más mínimo, al Espíritu que habita en nosotros, pues, por medio de él, Dios mismo tiene su morada en nuestro interior.

De qué modo nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.

Pues, así como la raíz hace llegar su propia savia a los sarmientos, del mismo modo el Verbo unigénito de Dios Padre comunica a los santos una especie de parentesco consigo mismo y con el Padre, al darles parte en su propia naturaleza, y otorga su Es­píritu a los que están unidos con él por la fe: así les comunica una santidad inmensa, los nutre en la piedad y los lleva al conocimiento de la verdad y a la práctica de la virtud.

Miércoles V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 21,1-8

Los cristianos en el mundo

Carta a Diogneto 5-6

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por el lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños, y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a lo que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido al cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.

Jueves V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 21,9-27

La Eucaristía, pascua del Señor                   

San Gaudencio de Brescia

Tratado 2

Uno solo murió por todos; y este mismo es quien ahora por todas las iglesias, en el mis­terio del pan y del vino, inmolado, nos alimenta; creído, nos vivifica; consagrado, san­tifica a los que lo consagran.

Esta es la carne del Cordero, ésta la sangre. El pan mismo que descendió del cielo dice: El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. También su sangre está bien sig­nificada bajo la especie del vino, porque, al declarar él en el Evangelio: Yo soy la verda­dera vid, nos da a entender a las claras que el vino, que se ofrece en el sacramento de la pasión es su sangre; por eso, ya el patriarca Jacob había profetizado de Cristo, diciendo: Lava su ropa en vino y su túnica en sangre de uvas. Porque habrá de purificar en su propia sangre nuestro cuerpo, que es como la vestidura que ha tomado sobre sí.

El mismo Creador y Señor de la naturaleza, que hace que la tierra produzca pan, hace también del pan su propio cuerpo (porque así lo prometió y tiene poder para hacerlo), y el que convirtió el agua en vino, hace del vino su sangre.

Es la Pascua del Señor, afirmó, es decir, su paso, para que no se te ocurra pensar que continúe siendo terreno aquello por lo que pasó el Señor cuando hizo de ello su cuerpo y su sangre.

Lo que recibes es el cuerpo de aquel pan celestial y la sangre de aquella sagrada vid. Porque, al entregar a sus discípulos el pan y el vino consagrados, les dijo: Esto es mi cuer­po; esto es mi sangre. Creamos, pues, os pido, en quien pusimos nuestra fe. La verdad no sabe mentir.

Por eso cuando habló a las turbas estupe­factas sobre la obligación de comer su cuerpo y beber su sangre, y la gente empezó a mur­murar diciendo: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?, para purificar con fuego del cielo aquellos pensa­mientos que, como dije antes, deben evitarse, añadió: El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.

Viernes V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 22,1-9

Primogénito de muchos hermanos

Beato Isaac de Stella

Sermón 42

Del mismo modo que, en el hombre, cabeza y cuerpo forman un solo hombre, así el Hijo de la Virgen y sus miembros constituyen también un solo hombre y un solo Hijo del hombre. El Cristo íntegro y total, como se desprende de la Escritura, lo forman la cabeza y el cuerpo. En efecto, todos los miembros juntos forman aquel único cuerpo que, unido a su cabeza, es el único Hijo del hombre quien, al ser también Hijo de Dios, es el único Hijo de Dios y forma con Dios el Dios único.  

Por ello el cuerpo íntegro con su cabeza es Hijo del hombre, Hijo de Dios y Dios. Por eso se dice también: Padre, éste es mi deseo: que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti.

Así, pues, de acuerdo con el significado de esta célebre afirmación de la Escritura, no hay cuerpo sin cabeza, ni cabeza sin cuerpo, ni Cristo total, cabeza y cuerpo, sin Dios.

Por tanto, todo ello con Dios forma un solo Dios. Pero el Hijo de Dios es Dios, por natu­raleza, y el Hijo del Hombre está unido a Dios personalmente; en cambio, los miembros del cuerpo de su Hijo están unidos con él solo místicamente. Por esto los miembros fieles y espirituales de Cristo se pueden lla­mar de verdad lo que es él mismo, es decir, Hijo de Dios y Dios. Pero lo que él es por naturaleza, éstos lo son por comunicación, y lo que él es en plenitud, éstos lo son por parti­cipación; finalmente, él es Hijo de Dios por generación y sus miembros lo son por adop­ción, como está escrito: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gri­tar «¡Abba!» (Padre). 

Y por este mismo Espíritu les da poder para ser hijos de Dios, para que instruidos por aquél, que es el primogénito entre mu­chos hermanos, puedan decir: Padre nues­tro que estás en los cielos. Y en otro lugar afirma: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.  

Nosotros renacemos de la fuente bautismal como hijos de Dios y cuerpo suyo en virtud de aquel mismo Espíritu del que nació el Hijo del Hombre, como cabeza nuestra, del seno de la Virgen. Y así como él nació sin pecado, del mismo modo nosotros renacemos para remisión de todos los pecados.

Pues, así como cargó en su cuerpo de carne con todos los pecados del cuerpo entero, y con ellos subió a la cruz, así también, mediante la gracia de la regeneración, hizo que a su cuerpo espiritual no se le imputase pecado alguno, como está escrito: Dichoso el hom­bre a quien el Señor no le apunta el delito. Este hombre, que es Cristo, es realmente di­choso, ya que, como Cristo-cabeza y Dios, per­dona el pecado, como Cristo-cabeza y hom­bre no necesita ni recibe perdón alguno y, como cabeza de muchos, logra que no se nos apunte el delito.  

Justo en sí mismo, se justifica a sí mismo. Único Salvador y único salvado, sufrió en su cuerpo físico lo que limpia de su cuerpo místico por el agua. Y continúa salvando de nuevo por el madero y el agua, como Cordero de Dios que quita, que carga sobre sí, el pecado del mundo; sacerdote, sacrificio y Dios, que ofreciéndose a sí mismo, por sí mismo se reconcilió consigo mismo, con el Padre y con el Espíritu Santo.

Sábado V semana del Tiempo Pascual

Apocalipsis 22,10-21

El aleluya pascual

San Agustín

Comentario a los salmos 148,1-2

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos, y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos –uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas–, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos.

En aquel que es nuestra cabeza, hallamos figurado y demostrado este doble tiempo. La pasión del Señor nos muestra la penuria de la vida presente, en la que tenemos que padecer la fatiga y la tribulación, y finalmente la muerte; en cambio, la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará.

Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.

En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y, cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos.