Domingo, IV semana

I Tesalonicenses 1,1 - 2,12

Cristo nos ha llamado a su reino y gloria

San Ignacio de Antioquía

Esmirniotas 1 -4,1

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a la Iglesia de Dios Padre y del amado Jesucristo establecida en Esmirna de Asia, la que ha alcanzado toda clase de dones por la misericordia de Dios, la que está colmada de fe y de caridad y a la cual no falta gracia alguna, la que es amadísima de Dios y portadora de san­tidad: mi más cordial saludo en espíritu irreprochable y en la palabra de Dios.

 Doy gracias a Jesucristo Dios, por haberos otorgado tan gran sabiduría; he podido ver, en efecto, cómo os mantenéis estables e inconmovibles en vuestra fe, como si estuvierais clavados en cuerpo y alma a la cruz del Señor Jesucristo, y cómo os mantenéis firmes en la caridad por la sangre de Cristo, creyendo con fe plena y firme en nuestro Señor, el cual procede verdaderamente de la estirpe de David, según la carne, es Hijo de Dios por la voluntad y el poder del mismo Dios, nació verdadera­mente de la Virgen, fue bautizado por Juan para cumplir así todo lo que Dios quiere; finalmente, su cuerpo fue verdaderamente crucificado bajo el poder de Poncio Pila­to y del tetrarca Herodes (y de su divina y bienaventu­rada pasión somos fruto nosotros), para, mediante su re­surrección, elevar su estandarte para siempre en favor de sus santos y fieles, tanto judíos como gentiles, reunidos todos en el único cuerpo de su Iglesia.

 Todo esto lo sufrió por nosotros, para que alcanzára­mos la salvación; y sufrió verdaderamente, como también se resucitó a sí mismo verdaderamente.

 Yo sé que después de su resurrección tuvo un cuer­po verdadero, como sigue aún teniéndolo. Por esto, cuan­do se apareció a Pedro y a sus compañeros, les dijo: To­cadme y palpadme, y daos cuenta de que no soy un ser fantasmal e incorpóreo. Y, al punto, lo tocaron y creyeron, adhiriéndose a la realidad de su carne y de su espíritu. Esta fe les hizo capaces de despreciar y vencer la misma muerte. Después de su resurrección, el Señor comió y bebió con ellos como cualquier otro hombre de carne y hueso, aunque espiritualmente estaba unido al Padre.

 Quiero insistir acerca de estas cosas, queridos herma­nos, aunque ya sé que las creéis.

Lunes, IV semana

I Tesalonicenses 2,13 - 3,13

La multitud de los creyentes no era sino un solo corazón y una sola alma

San Hilario

Salmo 132

 Ved qué dulzura y qué delicia, convivir los hermanos unidos. Ciertamente, qué dulzura, qué delicia cuando los hermanos conviven unidos, porque esta convivencia es fruto de la asamblea eclesial; se los llama hermanos por­que la caridad los hace concordes en un solo querer.

 Leemos que, ya desde los orígenes de la predicación apostólica, se observaba esta norma tan importante: En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo. Tal, en efecto, debe ser el pueblo de Dios: todos hermanos bajo un mismo Padre, todos una sola cosa bajo un solo Espíritu, todos concurriendo unánimes a una misma casa de oración, todos miembros de un mismo cuerpo que es único.

 Qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos uni­dos. El salmista añade una comparación para ilustrar esta dulzura y delicia, diciendo: Es ungüento precioso en la cabeza, que baja por la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento. El ungüento con que Aarón fue ungido sacerdote estaba compuesto de substancias olorosas. Plu­go a Dios que así fuese consagrado por primera vez su sacerdote; y también nuestro Señor fue ungido de manera invisible entre todos sus compañeros. Su unción no fue terrena; no fue ungido con el aceite con que eran ungi­dos los reyes, sino con aceite de júbilo. Y hay que tener en cuenta que, después de aquella unción, Aarón, de acuerdo con la ley, fue llamado ungido.

 Del mismo modo que este ungüento, doquiera que se derrame, extingue los espíritus inmundos del corazón, así también por la unción de la caridad exhalamos para Dios la suave fragancia de la concordia, como dice el Apóstol: Somos el buen olor de Cristo. Así, del mismo modo que Dios halló su complacencia en la unción del primer sacerdote Aarón, también es una dulzura y una delicia convivir los hermanos unidos.

 La unción va bajando de la cabeza a la barba. La barba es distintivo de la edad viril. Por esto, nosotros no hemos de ser niños en Cristo, a no ser únicamente en el senti­do ya dicho, de que seamos niños en cuanto a la ausen­cia de malicia, pero no en el modo de pensar. El Apóstol llama niños a todos los infieles, en cuanto que son toda­vía débiles para tomar alimento sólido y necesitan de le­che, como dice el mismo Apóstol: Os alimenté con leche, no con comida, porque no estabais para más. Por supues­to, tampoco ahora.

Martes, IV semana

I Tesalonicenses 4,1-18

Cristo, primicias de nuestra resurrección

San Ireneo

Contra las herejías 3,19,1.3-20

El Verbo de Dios se hizo hombre y el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre para que el hombre, unido íntima­mente al Verbo de Dios, se hiciera hijo de Dios por adopción.

 En efecto, no hubiéramos podido recibir la incorrupción y la inmortalidad, si no hubiéramos estado unidos al que es la incorrupción y la inmortalidad en persona. ¿Y cómo hubiésemos podido unirnos al que es la incorrupción y la inmortalidad, si antes él no se hubiese hecho uno de nosotros, a fin de que nuestro ser corruptible fuera ab­sorbido por la incorrupción, y nuestro ser mortal fuera absorbido por la inmortalidad, para que recibiésemos la filiación adoptiva?

 Así, pues, este Señor nuestro es Hijo de Dios y Verbo del Padre por naturaleza, y también es Hijo del hombre, ya que tuvo una generación humana, hecho Hijo del hom­bre a partir de María, la cual descendía de la raza huma­na y a ella pertenecía.

 Por esto, el mismo Señor nos dio una señal en las pro­fundidades de la tierra y en lo alto de los cielos, señal que no había pedido el hombre, porque éste no podía imaginar que una virgen concibiera y diera a luz, y que el fruto de su parto fuera Dios con nosotros, que des­cendiera a las profundidades de la tierra para buscar a la oveja perdida (el hombre, obra de sus manos), y que, después de haberla hallado, subiera a las alturas para presentarla y encomendarla al Padre, convirtiéndose él en primicias de la resurrección. Así, del mismo modo que la cabeza resucitó de entre los muertos, también todo el cuerpo (es decir, todo hombre que participa de su vida, cumplido el tiempo de su condena, fruto de su desobedien­cia) resucitará, por la trabazón y unión que existe entre los miembros y la cabeza del cuerpo de Cristo, que va creciendo por la fuerza de Dios, teniendo cada miembro su propia y adecuada situación en el cuerpo. En la casa del Padre hay muchas moradas, porque muchos son los miembros del cuerpo.

Dios se mostró magnánimo ante la caída del hombre y dispuso aquella victoria que iba a conseguirse por el Ver­bo. Al mostrarse perfecta la fuerza en la debilidad, se puso de manifiesto la bondad y el poder admirable de Dios.

Miércoles, IV semana

I Tesalonicenses 5,1-28

El discernimiento de espíritus se adquiere por el gusto espiritual

Diadoco de Foticé

Capítulos sobre la perfección espiritual 6.26.27.30

El auténtico conocimiento consiste en discernir sin error el bien del mal; cuando esto se logra, entonces el camino de la justicia, que conduce al alma hacia Dios, sol de justicia, introduce a aquella misma alma en la luz infinita del conocimiento, de modo que, en adelante, va ya segura en pos de la caridad.

 Conviene que, aun en medio de nuestras luchas, con­servemos siempre la paz del espíritu, para que la mente pueda discernir los pensamientos que la asaltan, guar­dando en la despensa de su memoria los que son buenos y provienen de Dios, y arrojando de este almacén natural los que son malos y proceden del demonio. El mar, cuando está en calma, permite a los pescadores ver hasta el fon­do del mismo y descubrir dónde se hallan los peces; en cambio, cuando está agitado, se enturbia e impide aquella visibilidad, volviendo inútiles todos los recursos de que se valen los pescadores.

 Sólo el Espíritu Santo puede purificar nuestra mente; si no entra él, como el más fuerte del evangelio, para ven­cer al ladrón, nunca le podremos arrebatar a éste su pre­sa. Conviene, pues, que en toda ocasión el Espíritu Santo se halle a gusto en nuestra alma pacificada, y así tendre­mos siempre encendida en nosotros la luz del conocimiento; si ella brilla siempre en nuestro interior, no sólo se pondrán al descubierto las influencias nefastas y tenebro­sas del demonio, sino que también se debilitarán en gran manera, al ser sorprendidas por aquella luz santa y glo­riosa.

 Por esto, dice el Apóstol: No apaguéis el Espíritu, esto es, no entristezcáis al Espíritu Santo con vuestras malas obras y pensamientos, no sea que deje de ayudaros con su Luz. No es que nosotros podamos extinguir lo que hay de eterno y vivificante en el Espíritu Santo, pero sí que al contristarlo, es decir, al ocasionar este alejamiento en­tre él y nosotros, queda nuestra mente privada de su luz y envuelta en tinieblas.

 La sensibilidad del espíritu consiste en un gusto acerta­do, que nos da el verdadero discernimiento. Del mismo modo que, por el sentido corporal del gusto, cuando dis­frutamos de buena salud, apetecemos lo agradable, discer­niendo sin error lo bueno de lo malo, así también nuestro espíritu, desde el momento en que comienza a gozar de plena salud y a prescindir de inútiles preocupaciones, se hace capaz de experimentar la abundancia de la consola­ción divina y de retener en su mente el recuerdo de su sabor, por obra de la caridad, para distinguir y quedarse con lo mejor, según lo que dice el Apóstol: Y ésta es mi oración: Que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores.

Jueves, IV semana

II Tesalonicenses 1,1-12

Que la cruz sea tu gozo también en tiempo de persecución

Anónimo

Catequesis de Jerusalén 13,1.3.6.23

Cualquier acción de Cristo es motivo de gloria para la Iglesia universal; pero el máximo motivo de gloria es la cruz. Así lo expresa con acierto Pablo, que tan bien sabía de ello: Lo que es a mi, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Cristo.

 Fue, ciertamente, digno de admiración el hecho de que el ciego de nacimiento recobrara la vista en Siloé; pero, ¿en qué benefició esto a todos los ciegos del mundo? Fue algo grande y preternatural la resurrección de Lázaro, cuatro días después de muerto; pero este beneficio lo afectó a él únicamente, pues, ¿en qué benefició a los que en todo el mundo estaban muertos por el pecado? Fue cosa admirable el que cinco panes, como una fuente inextinguible, bastaran para alimentar a cinco mil hombres; pero, ¿en qué benefició a los que en todo el mundo se hallaban atormentados por el hambre de la ignorancia? Fue maravilloso el hecho de que fuera liberada aquella mujer a la que Satanás tenía ligada por la enfermedad desde hacía dieciocho años; pero, ¿de qué nos sirvió a nosotros, que estábamos ligados con las cadenas de nuestros pecados?

 En cambio, el triunfo de la cruz iluminó a todos los que padecían la ceguera del pecado, nos liberó a todos de las ataduras del pecado, redimió a todos los hombres.

 Por consiguiente, no hemos de avergonzarnos de la cruz del Salvador, sino más bien gloriarnos de ella. Por­que el mensaje de la cruz es escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, mas para nosotros salvación. Para los que están en vías de perdición es necedad, mas para nosotros, que estamos en vías de salvación, es fuerza de Dios. Porque el que moría por nosotros no era un hom­bre cualquiera, sino el Hijo de Dios, Dios hecho hombre.

En otro tiempo, aquel cordero sacrificado por orden de Moisés alejaba al exterminador; con mucha más razón, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo nos li­brará del pecado. Si la sangre de una oveja irracional fue signo de salvación, ¿cuánto más salvadora no será la san­gre del Unigénito?

Él no perdió la vida coaccionado ni fue muerto a la fuerza, sino voluntariamente. Oye lo que dice: Soy libre para dar mi vida y libre para volverla a tomar. Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recupe­rarla. Fue, pues, a la pasión por su libre determinación, contento con la gran obra que iba a realizar, consciente del triunfo que iba a obtener, gozoso por la salvación de los hombres; al no rechazar la cruz, daba la salvación al mundo. El que sufría no era un hombre vil, sino el Dios humanado, que luchaba por el premio de su obediencia.

Por lo tanto, que la cruz sea tu gozo no sólo en tiempo de paz; también en tiempo de persecución has de tener la misma confianza, de lo contrario, serías amigo de Jesús en tiempo de paz y enemigo suyo en tiempo de guerra. Ahora recibes el perdón de tus pecados y las gracias que te otorga la munificencia de tu rey; cuando sobrevenga la lucha, pelea denodadamente por tu rey.

Jesús, que en nada había pecado, fue crucificado por ti; y tú, ¿no te crucificarás por él, que fue clavado en la cruz por amor a ti? No eres tú quien le haces un favor a él, ya que tú has recibido primero; lo que haces es de­volverle el favor, saldando la deuda que tienes con aquel que por ti fue crucificado en el Gólgota.

Viernes, IV semana

II Tesalonicenses 2,1-17

Llegaréis a vuestra plenitud según la plenitud de Cristo

Anónimo del siglo IV

Homilía 18,7-11

Los que han llegado a ser hijos de Dios y han sido hallados dignos de renacer de lo alto por el Espíritu Santo y poseen en sí a Cristo, que los ilumina y los crea de nuevo, son guiados por el Espíritu de varias y diversas maneras, y sus corazones son conducidos de manera invisible y suave por la acción de la gracia.

 A veces, lloran y se lamentan por el género humano y ruegan por él con lágrimas y llanto, encendidos de amor espiritual hacia el mismo.

 Otras veces, el Espíritu Santo los inflama con una ale­gría y un amor tan grandes que, si pudieran, abrazarían en su corazón a todos los hombres, sin distinción de bue­nos o malos.

 Otras veces, experimentan un sentimiento de humildad, que los hace rebajarse por debajo de todos los demás hombres, teniéndose a sí mismos por los más abyectos y despreciables.

 Otras veces, el Espíritu les comunica un gozo inefable.

 Otras veces, son como un hombre valeroso que, equi­pado con toda la armadura regia y lanzándose al comba­te, pelea con valentía contra sus enemigos y los vence. Así también el hombre espiritual, tomando las armas celestiales del Espíritu, arremete contra el enemigo y lo somete bajo sus pies.

 Otras veces, el alma descansa en un gran silencio, tranquilidad y paz, gozando de un excelente optimismo y bienestar espiritual y de un sosiego inefable.

 Otras veces, el Espíritu le otorga una inteligencia, una sabiduría y un conocimiento inefables, superiores a todo lo que pueda hablarse o expresarse.

 Otras veces, no experimenta nada en especial.

 De este modo, el alma es conducida por la gracia a tra­vés de varios y diversos estados, según la voluntad de Dios que así la favorece, ejercitándola de diversas mane­ras, con el fin de hacerla íntegra, irreprensible y sin man­cha ante el Padre celestial.

 Pidamos también nosotros a Dios, y pidámoslo con gran amor y esperanza, que nos conceda la gracia celes­tial del don del Espíritu, para que también nosotros sea­mos gobernados y guiados por el mismo Espíritu, según disponga en cada momento la voluntad divina, y para que él nos reanime con su consuelo multiforme; así, con la ayuda de su dirección y ejercitación y de su moción espi­ritual, podremos llegar a la perfección de la plenitud de Cristo, como dice el Apóstol: Así llegaréis a vuestra pleni­tud, según la plenitud total de Cristo.

Sábado, IV semana

II Tesalonicenses 3,1-18

La actividad humana

Vaticano II

Gaudium et spes 35-36

La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre, pues éste, con su actuación, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que tam­bién se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Un desarrollo de este género, bien entendido, es de más alto valor que las riquezas exteriores que puedan recogerse. Más vale el hombre por lo que es que por lo que tiene.

 De igual manera, todo lo que el hombre hace para con­seguir una mayor justicia, una más extensa fraternidad, un orden más humano en sus relaciones sociales vale más que el progreso técnico. Porque éste puede ciertamente suministrar, como si dijéramos, el material para la promo­ción humana, pero no es capaz de hacer por sí solo que esa promoción se convierta en realidad.

 De ahí que la norma de la actividad humana es la si­guiente: que, según el designio y la voluntad divina, res­ponda al auténtico bien del género humano y constituya para el hombre, individual y socialmente considerado, un enriquecimiento y realización de su entera vocación.

 Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos pa­recen temer que una más estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión sea un obstáculo a la au­tonomía del hombre, de las sociedades o de la ciencia. Si por autonomía de lo terreno entendemos que las cosas y las sociedades tienen sus propias leyes y su propio valor, y que el hombre debe irlas conociendo, empleando y siste­matizando paulatinamente, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía, que no sólo reclaman los hombres de nuestro tiempo, sino que responde además a la voluntad del Creador. Pues, por el hecho mismo de la creación, todas las cosas están dotadas de una propia consistencia, verdad y bondad, de propias leyes y orden, que el hombre está obligado a respetar, reconociendo el método propio de cada una de las ciencias o artes.

Por esto, hay que lamentar ciertas actitudes que a ve­ces se han manifestado entre los mismos cristianos, por no haber entendido suficientemente la legítima autono­mía de la ciencia, actitudes que, por las contiendas y con­troversias que de ellas surgían, indujeron a muchos a pensar que existía una oposición entre la fe y la ciencia.

Pero, si la expresión «autonomía de las cosas tempora­les» se entiende en el sentido de que la realidad creada no depende de Dios y de que el hombre puede disponer de todo sin referirlo al Creador, todo aquel que admita la existencia de Dios se dará cuenta de cuán equivocado sea este modo de pensar. La criatura, en efecto, no tiene razón de ser sin su Creador.