Domingo, VI semana

Proverbios 1,1-7.20-33

La palabra de Dios, fuente inagotable de vida

San Efrén

Sobre el Diatéseron 1,18-19

¿Quién hay capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que toma­mos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estu­dian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrara su reflexión.

 La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Comieron—dice el Apóstol—el mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida es­piritual.

 Aquel, pues, que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta palabra no crea que en ella se halla sola­mente lo que él ha hallado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en ella, esto es lo único que ha podido alcanzar. Ni por el hecho de que esta sola parte ha podido llegar a ser entendida por él, tenga esta pala­bra por pobre y estéril y la desprecie, sino que, conside­rando que no puede abarcarla toda, dé gracias por la ri­queza que encierra. Alégrate por lo que has alcanzado, sin entristecerte por lo que te queda por alcanzar. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque, si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a te­ner sed podrás de nuevo beber de ella; en cambio, si al saciarse tu sed se secara también la fuente, tu victoria sería en perjuicio tuyo.

 Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conse­guido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determina­do momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perse­veras. Ni te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desis­tas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco.

Lunes, VI semana

Proverbios 3,1-20

Hay que buscar la sabiduría

San Bernardo

Sermón 15 sobre diversas materias

Trabajemos para tener el manjar que no se consume: trabajemos en la obra de nuestra salvación. Trabajemos en la viña del Señor, para hacernos merecedores del dena­rio cotidiano. Trabajemos para obtener la sabiduría, ya que ella afirma: Los que trabajan para alcanzarme no pecarán. El campo es el mundo –nos dice aquel que es la Verdad–; cavemos en este campo; en él se halla escondido un tesoro que debemos desenterrar. Tal es la sabiduría, que ha de ser extraída de lo oculto. Todos la buscamos, todos la deseamos.

 Si queréis preguntar –dice la Escritura–, preguntad, convertíos, venid. ¿Te preguntas de dónde te has de con­vertir? Refrena tus deseos, hallamos también escrito. Pero, si en mis deseos no encuentro la sabiduría –dices–, ¿dónde la hallaré? Pues mi alma la desea con vehemencia, y no me contento con hallarla, si es que llego a hallarla, sino que echo en mi regazo una medida generosa, colma­da, remecida, rebosante. Y esto con razón. Porque, di­choso el que encuentra sabiduría, el que alcanza inteligencia. Búscala, pues, mientras puede ser encontrada; invócala, mientras está cerca.

 ¿Quieres saber cuán cerca está? La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón; sólo a condi­ción de que la busques con un corazón sincero. Así es como encontrarás la sabiduría en tu corazón, y tu boca estará llena de inteligencia, pero vigila que esta abundancia de tu boca no se derrame a manera de vómito.

 Si has hallado la sabiduría, has hallado la miel; procu­ra no comerla con exceso, no sea que, harto de ella, la vomites. Come de manera que siempre quedes con ham­bre. Porque dice la misma sabiduría: El que me come ten­drá más hambre. No tengas en mucho lo que has alcan­zado; no te consideres harto, no sea que vomites y pierdas así lo que pensabas poseer, por haber dejado de buscar antes de tiempo. Pues no hay que desistir en esta bús­queda y llamada de la sabiduría, mientras pueda ser ha­llada, mientras esté cerca. De lo contrario, como la miel daña –según dice el Sabio– a los que comen de ella en demasía, así el que se mete a escudriñar la majestad será oprimido por su gloria.

 Del mismo modo que es dichoso el que encuentra sabiduría, así también es dichoso, o mejor, más dichoso aún, el hombre que piensa en la sabiduría; esto seguramente se refiere a la abundancia de que hemos hablado antes.

 En estas tres cosas se conocerá que tu boca está llena en abundancia de sabiduría o de prudencia: si confiesas de palabra tu propia iniquidad, si de tu boca sale la acción de gracias y la alabanza y si de ella salen también pala­bras de edificación. En efecto, por la fe del corazón lle­gamos a la justificación, y por la profesión de los labios, a  la salvación. Y además, lo primero que hace el justo al hablar es acusarse a si mismo: y así, lo que debe hacer en segundo lugar es ensalzar a Dios, y en tercer lugar (si a tanto llega la abundancia de su sabiduría) edificar al prójimo.

Martes, VI semana

Proverbios 8,1-5.12-36

El conocimiento del Padre por medio de la Sabiduría creadora y hecha carne

San Atanasio

Contra los arrianos, sermón 2,78.81-82

La Sabiduría unigénita y personal de Dios es creadora y hacedora de todas las cosas. Todo –dice, en efecto, el salmo– lo hiciste con sabiduría, y también: La tierra está llena de tus criaturas. Pues, para que las cosas creadas no sólo existieran, sino que también existieran debidamente, quiso Dios acomodarse a ellas por su Sabiduría, imprimiendo en todas ellas en conjunto y en cada una en particular cierta similitud e imagen de sí mismo, con lo cual se hiciese patente que las cosas creadas están em­bellecidas con la Sabiduría y que las obras de Dios son dignas de él.

 Porque, del mismo modo que nuestra palabra es ima­gen de la Palabra, que es el Hijo de Dios, así también la sabiduría creada es también imagen de esta misma Pala­bra, que se identifica con la Sabiduría; y así, por nuestra facultad de saber y entender, nos hacemos idóneos para recibir la Sabiduría creadora y, mediante ella, podemos conocer a su Padre. Pues, quien posee al Hijo –dice la Escritura– posee también al Padre, y también: El que me recibe recibe al que me ha enviado. Por tanto, ya que existe en nosotros y en todos una participación creada de esta Sabiduría, con toda razón la verdadera y creado­ra Sabiduría se atribuye las propiedades de los seres, que tienen en sí una participación de la misma, cuando dice: El Señor me creó al comienzo de sus obras.

 Mas, como, en la sabiduría de Dios, según antes hemos explicado, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predica­ción, para salvar a los creyentes. Porque Dios no quiso ya ser conocido, como en tiempos anteriores, a través de la imagen y sombra de la sabiduría existente en las cosas creadas, sino que quiso que la auténtica Sabiduría tomara carne, se hiciera hombre y padeciese la muerte de cruz, para que, en adelante, todos los creyentes pudieran salvarse por la fe en ella.

 Se trata, en efecto, de la misma Sabiduría de Dios, que antes, por su imagen impresa en las cosas creadas (razón por la cual se dice de ella que es creada), se daba a cono­cer a sí misma y, por medio de ella, daba a conocer a su Padre. Pero, después esta misma Sabiduría, que es tam­bién la Palabra, se hizo carne, como dice san Juan, y, habiendo destruido la muerte y liberado nuestra raza, se reveló con más claridad a sí misma y, a través de sí mis­ma, reveló al Padre; de ahí aquellas palabras suyas: Haz que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu en­viado, Jesucristo

 De este modo, toda la tierra está llena de su conoci­miento. En efecto, uno solo es el conocimiento del Padre a través del Hijo, y del Hijo por el Padre; uno solo es e] gozo del Padre y el deleite del Hijo en el Padre, según aquellas palabras: Yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia.

Miércoles, VI semana

Proverbios 9,1-18

La sabiduría de Dios nos mezcló su vino y puso su mesa

Procopio de Gaza

Comentario sobre los Proverbios 9

La Sabiduría se ha construido su casa. La Potencia personal de Dios Padre se preparó como casa propia todo el universo, en el que habita por su poder, y también lo preparó para aquel que fue creado a imagen y semejanza de Dios y que consta de una naturaleza en parte visible y en parte invisible.

 Plantó siete columnas. Al hombre creado de nuevo en Cristo, para que crea en él y observe sus mandamientos, le ha dado los siete dones del Espíritu Santo; con ellos, estimulada la virtud por el conocimiento y recíprocamen­te manifestado el conocimiento por la virtud, el hombre espiritual llega a su plenitud, afianzado en la perfección de la fe por la participación de los bienes espirituales.

 Y así, la natural nobleza del espíritu humano queda elevada por el don de fortaleza, que nos predispone a bus­car con fervor y a desear los designios divinos, según los cuales ha sido hecho todo; por el don de consejo, que nos da discernimiento para distinguir entre los falsos y los verdaderos designios de Dios, increados e inmortales, y nos hace meditarlos y profesarlos de palabra al darnos la capacidad de percibirlos; y por el don de entendimien­to, que nos ayuda a someternos de buen grado a los verda­deros designios de Dios y no a los falsos.

 Ha mezclado el vino en la copa y puesto la mesa. Y en el hombre que hemos dicho, en el cual se hallan mezcla­dos como en una copa lo espiritual y lo corporal, la Po­tencia personal de Dios juntó a la ciencia natural de las cosas el conocimiento de ella como creadora de todo; y este conocimiento es como un vino que embriaga con las cosas que atañen a Dios. De este modo, alimentando a las almas en la virtud por sí misma, que es el pan celes­tial, y embriagándolas y deleitándolas con su instrucción, dispone todo esto a manera de alimentos destinados al banquete espiritual, para todos los que desean participar del mismo.

 Ha despachado a sus criados para que anuncien el ban­quete. Envió a los apóstoles, siervos de Dios, encargados de la proclamación evangélica, la cual, por proceder del Espíritu, es superior a la ley escrita y natural, e invita a todos a que acudan a aquel en el cual, como en una copa, por el misterio de la encarnación tuvo lugar una mezcla admirable de la naturaleza divina y humana, unidas en una sola persona, aunque sin confundirse entre sí. Y clama por boca de ellos: «Los faltos de juicio, que vengan a mi. El insensato, que piensa en su interior que no hay Dios, renunciando a su impiedad, acérquese a mí por la fe, y sepa que yo soy el Creador y Señor de todas las cosas.

 Y dice: Quiero hablar a los faltos de juicio: Venid a co­mer de mi pan y a beber el vino que he mezclado. Y, tan­to a los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más perfecta, dice: «Venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y fortalece; bebed mi san­gre, que es el vino de la doctrina celestial que os deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación».

Jueves, VI semana

Proverbios 10,6-32

Abre tu boca a la palabra de Dios

San Ambrosio

Comentarios sobre los salmos 36, 65-66

En todo momento, tu corazón y tu boca deben meditar la sabiduría, y tu lengua proclamar la justicia, siempre debes llevar en el corazón la ley de tu Dios. Por esto, te dice la Escritura. Hablarás de ellas estando en casa y yen­do de camino, acostado y levantado. Hablemos, pues, del Señor Jesús, porque él es la sabiduría, él es la palabra, y Palabra de Dios.

 Porque también está escrito: Abre tu boca a la pala­bra de Dios. Por él anhela quien repite sus palabras y las medita en su interior. Hablemos siempre de él. Si hablamos de sabiduría, él es la sabiduría; si de virtud, él es la virtud; si de justicia, él es la justicia; si de paz, él es la paz; si de la verdad, de la vida, de la redención, él es todo esto.

 Está escrito: Abre tu boca a la palabra de Dios. Tú ábrela, que él habla. En este sentido dijo el salmista: Voy a escuchar lo que dice el Señor, y el mismo Hijo de Dios dice: Abre tu boca que te la llene. Pero no todos pueden percibir la sabiduría en toda su perfección, como Salomón o Daniel; a todos, sin embargo, se les infunde, según su capacidad, el espíritu de sabiduría, con tal de que tengan fe. Si crees, posees el espíritu de sabiduría.

 Por esto, medita y habla siempre las cosas de Dios, es­tando en casa. Por la palabra casa podemos entender la iglesia o, también, nuestro interior, de modo que hable­mos en nuestro interior con nosotros mismos. Habla con prudencia, para evitar el pecado, no sea que caigas por tu mucho hablar. Habla en tu interior contigo mismo como quien juzga. Habla cuando vayas de camino, para que nunca dejes de hacerlo. Hablas por el camino si hablas en Cristo, porque Cristo es el camino. Por el camino, háblate a ti mismo, habla a Cristo. Atiende cómo tienes que ha­blarle: Quiero –dice– que los hombres recen en cualquier lugar alzando las manos limpias de iras y divisiones. Ha­bla, oh hombre, cuando te acuestes, no sea que te sor­prenda el sueño de la muerte. Atiende cómo debes hablar al acostarte: No daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.

 Cuando te levantes, habla también de él, y cumplirás así lo que se te manda. Fíjate cómo te despierta Cristo. Tu alma dice: Oigo a mi amado que llama, y Cristo res­ponde: Ábreme, amada mía. Ahora ve cómo despiertas tú a Cristo. El alma dice: ¡Muchachas de Jerusalén, os con­juro que no vayáis a molestar, que no despertéis al amor! El amor es Cristo.

Viernes, VI semana

Proverbios 15,8-9.16-17.25-26.29.33; 16,1-9; 17,5

El deseo del corazón tiende hacia Dios

San Agustín

Sobre la I Juan, trat. 4

¿Qué es lo que se nos ha prometido? Seremos semejan­tes a él, porque lo veremos tal cual es. La lengua ha ex­presado lo que ha podido; lo restante ha de ser meditado en el corazón. En comparación de aquel que es, ¿qué pudo decir el mismo Juan? ¿Y qué podremos decir nosotros, que tan lejos estamos de igualar sus méritos?

 Volvamos, pues, a aquella unción de Cristo, a aquella unción que nos enseña desde dentro lo que nosotros no podemos expresar, y, ya que por ahora os es imposible la visión, sea vuestra tarea el deseo.

 Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces ca­paz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión.

 Supón que quieres llenar una bolsa, y que conoces la abundancia de lo que van a darte; entonces tenderás la bolsa, el saco, el odre o lo que sea; sabes cuán grande es lo que has de meter dentro y ves que la bolsa es estrecha, y por esto ensanchas la boca de la bolsa para aumentar su capacidad. Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones.

 Deseemos, pues, hermanos, ya que hemos de ser colma­dos. Ved de qué manera Pablo ensancha su deseo, para hacerse capaz de recibir lo que ha de venir. Dice, en efecto: No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta; hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio.

 ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún no has consegui­do el premio? Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta para ganar el premio, al que Dios des­de arriba me llama. Afirma de sí mismo que está lanzado hacia lo que está por delante y que va corriendo hacia la meta final. Es porque se sentía demasiado pequeño para captar aquello que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hom­bre puede pensar.

 Tal es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo. Ahora bien, este santo deseo está en proporción directa de nues­tro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo. Ya hemos dicho, en otra parte, que un recipiente, para ser llenado, tiene que estar vacío. Derrama, pues, de ti el mal, ya que has de ser llenado del bien.

 Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lle­no de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? Hay que vaciar primero el recipiente, hay que limpiarlo y lavarlo, aun­que cueste fatiga, aunque haya que frotarlo, para que sea capaz de recibir algo.

 Y, así como decimos miel, podríamos decir oro o vino; lo que pretendemos es significar algo inefable: Dios. Y, cuando decimos «Dios», ¿qué es lo que decimos? Esta sola sílaba es todo lo que esperamos. Todo lo que podamos decir está, por tanto, muy por debajo de esa realidad; en­sanchemos, pues, nuestro corazón, para que, cuando ven­ga, nos llene, ya que seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Sábado, VI semana

Proverbios 31,10-31

La esposa es el sol de la familia

Pío XII

Alocución a los recién casados 11 de marzo de 1942

La esposa viene a ser como el sol que ilumina a la fami­lia. Oíd lo que de ella dice la sagrada Escritura: Mujer hermosa deleita al marido, mujer modesta duplica su en­canto. El sol brilla en el cielo del Señor, la mujer bella, en su casa bien arreglada.

 Sí, la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y abnegación, con su constante pron­titud, con su delicadeza vigilante y previsora en todo cuanto puede alegrar la vida a su marido y a sus hijos. Ella difunde en torno a sí luz y calor; y, si suele decirse de un matrimonio que es feliz cuando cada uno de los cónyuges, al contraerlo, se consagra a hacer feliz, no a sí mismo, sino al otro, este noble sentimiento e inten­ción, aunque les obligue a ambos, es sin embargo virtud principal de la mujer, que le nace con las palpitaciones de madre y con la madurez del corazón; madurez que, si recibe amarguras, no quiere dar sino alegrías; si recibe humillaciones, no quiere devolver sino dignidad y respeto, semejante al sol que, con sus albores, alegra la ne­bulosa mañana y dora las nubes con los rayos de su ocaso.

 La esposa es el sol de la familia con la claridad de su mirada y con el fuego de su palabra; mirada y palabra que penetran dulcemente en el alma, la vencen y enter­necen y alzan fuera del tumulto de las pasiones, arras­trando al hombre a la alegría del bien y de la conviven­cia familiar, después de una larga jornada de continuado y muchas veces fatigoso trabajo en la oficina o en el campo o en las exigentes actividades del comercio y de la industria.

 La esposa es el sol de la familia con su ingenua natura­leza, con su digna sencillez y con su majestad cristiana y honesta, así en el recogimiento y en la rectitud del espíritu como en la sutil armonía de su porte y de su vestir, de su adorno y de su continente, reservado y a la par afectuoso. Sentimientos delicados, graciosos ges­tos del rostro, ingenuos silencios y sonrisas, una condes­cendiente señal de cabeza, le dan la gracia de una flor selecta y sin embargo sencilla que abre su corola para recibir y reflejar los colores del sol.

 ¡Oh, si supieseis cuán profundos sentimientos de amor y de gratitud suscita e imprime en el corazón del padre de familia y de los hijos semejante imagen de esposa y de madre!