Domingo, VII semana

Eclesiastés 1,1-18

Sin la caridad, todo es vanidad de vanidades

San Máximo Confesor

Tratados sobre la caridad, Centuria 1, cap. 1,4-5.16-17.23-24.26-28.30-40

La caridad es aquella buena disposición del ánimo que nada antepone al conocimiento de Dios. Nadie que esté subyugado por las cosas terrenas podrá nunca alcanzar esta virtud del amor a Dios.

 El que ama a Dios antepone su conocimiento a todas las cosas por él creadas, y todo su deseo y amor tienden continuamente hacia él.

 Como sea que todo lo que existe ha sido creado por Dios y para Dios, y Dios es inmensamente superior a sus criaturas, el que dejando de lado a Dios, incomparable­mente mejor, se adhiere a las cosas inferiores demuestra con ello que tiene en menos a Dios que a las cosas por él creadas.

 El que me ama –dice el Señor– guardará mis mandamientos. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros. Por tanto, el que no ama al prójimo no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento no puede amar a Dios.

 Dichoso el hombre que es capaz de amar a todos los hombres por igual.

 El que ama a Dios ama también inevitablemente al prójimo; y el que tiene este amor verdadero no puede guardar para sí su dinero, sino que lo reparte según Dios a todos los necesitados.

 El que da limosna no hace, a imitación de Dios, discri­minación alguna, en lo que atañe a las necesidades corpo­rales, entre buenos y malos, justos e injustos, sino que reparte a todos por igual, a proporción de las necesidades de cada uno, aunque su buena voluntad le inclina a pre­ferir a los que se esfuerzan en practicar la virtud, más bien que a los malos.

La caridad no se demuestra solamente con la limosna, sino, sobre todo, con el hecho de comunicar a los demás las enseñanzas divinas y prodigarles cuidados corporales.

 El que, renunciando sinceramente y de corazón a las cosas de este mundo, se entrega sin fingimiento a la prác­tica de la caridad con el prójimo pronto se ve liberado de toda pasión y vicio, y se hace partícipe del amor y del conocimiento divinos.

 El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con for­taleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie.

 No digáis –advierte el profeta Jeremías–: «Somos tem­plo del Señor». no digas tampoco: «La sola y escueta fe en nuestro Señor Jesucristo puede darme la salvación». Ello no es posible si no te esfuerzas en adquirir también la caridad para con Cristo, por medio de tus obras. Por lo que respecta a la fe sola, dice la Escritura: También los demonios creen y tiemblan.

 El fruto de la caridad consiste en la beneficencia since­ra y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia; y también en el recto uso de las cosas.

Lunes, VII semana

Eclesiastés 2,1-3.12-26

El sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza

San Gregorio de Nisa

Homilías sobre el libro del Eclesiastés 5

Si el alma eleva sus ojos a su cabeza, que es Cristo, se­gún la interpretación de Pablo, habrá que considerarla dichosa por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no existen las tinieblas del mal. El gran Pablo y todos los que tuvieron una grandeza se­mejante a la suya tenían los ojos fijos en su cabeza, así como todos los que viven, se mueven y existen en Cristo.

 Pues, así como es imposible que el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana. Por tanto, el que tiene los ojos puestos en la cabeza, y por ca­beza entendemos aquí al que es principio de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfec­ta y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad, en todo bien. Porque el sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza, mas el necio camina en tinie­blas. El que no pone su lámpara sobre el candelero, sino que la pone bajo el lecho, hace que la luz sea para él ti­nieblas.

 Por el contrario, cuantos hay que viven entregados a la lucha por las cosas de arriba y a la contemplación de las cosas verdaderas, y son tenidos por ciegos e inútiles, como es el caso de Pablo, que se gloriaba de ser necio por Cristo. Porque su prudencia y sabiduría no consistía en las cosas que retienen nuestra atención aquí abajo. Por esto dice: Nosotros, unos necios por Cristo, que es lo mis­mo que decir: «Nosotros somos ciegos con relación a la vida de este mundo, porque miramos hacia arriba y te­nemos los ojos puestos en la cabeza». Por esto vivía privado de hogar y de mesa, pobre, errante, desnudo, pa­deciendo hambre y sed.

¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndo­lo encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, vién­dolo entre las olas del mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero, aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aque­llas palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Que es como si dijese: «¿Quién apartará mis ojos de la cabeza y hará que los ponga en las cosas que son despreciables?»

 A nosotros nos manda hacer lo mismo, cuando nos ex­horta a aspirar a los bienes de arriba, lo que equivale a decir «tener los ojos puestos en la cabeza».

Martes, VII semana

Eclesiastés 3,1-22

Tiene su tiempo el nacer y su tiempo el morir

San Gregorio de Nisa

De las homilías sobre el libro del Eclesiastés 6

Tiene su tiempo –leemos– el nacer y su tiempo el mo­rir. Bellamente comienza yuxtaponiendo estos dos hechos inseparables, el nacimiento y la muerte. Después del na­cimiento, en efecto, viene inevitablemente la muerte, ya que toda nueva vida tiene por fin necesario la disolución de la muerte.

 Tiene su tiempo –dice– el nacer y su tiempo el morir. ¡Ojalá se me conceda también a mí el nacer a su tiempo y el morir oportunamente! Pues nadie debe pensar que el Eclesiastés habla aquí del nacimiento involuntario y de la muerte natural, como si en ello pudiera haber algún mé­rito. Porque el nacimiento no depende de la voluntad de la mujer, ni la muerte del libre albedrío del que muere. Y lo que no depende de nuestra voluntad no puede ser llamado virtud ni vicio. Hay que entender esta afirmación, pues, del nacimiento y muerte oportunos.

 Según mi entender, el nacimiento es a tiempo y no abortivo cuando, como dice Isaías, aquel que ha concebido del temor de Dios engendra su propia salvación con los dolores de parto del alma. Somos, en cierto modo, padres de nosotros mismos cuando, por la buena disposición de nuestro espíritu y por nuestro libre albedrío, nos formamos a nosotros mismos, nos engendramos, nos damos a luz.

 Esto hacemos cuando aceptamos a Dios en nosotros, hechos hijos de Dios, hijos de la virtud, hijos del Altísimo. Por el contrario, nos damos a luz abortivamente y nos hacemos imperfectos y nacidos fuera de tiempo cuando no está formada en nosotros lo que el Apóstol llama la forma de Cristo. Conviene, por tanto, que el hombre de Dios sea íntegro y perfecto.

 Así, pues, queda claro de qué manera nacemos a su tiempo y, en el mismo sentido, queda claro también de qué manera morimos a su tiempo y de qué manera, para san Pablo, cualquier tiempo era oportuno para una bue­na muerte. Él, en efecto, en sus escritos, exclama a modo de conjuro: Por el orgullo que siento por vosotros, cada día estoy al borde de la muerte, y también: Por tu causa nos degüellan cada día. Y también nosotros nos hemos enfrentado con la muerte.

 No se nos oculta, pues, en qué sentido Pablo estaba cada día al borde de la muerte: él nunca vivió para el pe­cado, mortificó siempre sus miembros carnales, llevó siem­pre en sí mismo la mortificación del cuerpo de Cristo, estuvo siempre crucificado con Cristo, no vivió nunca para sí mismo, sino que Cristo vivía en él. Ésta, a mi jui­cio, es la muerte oportuna, la que alcanza la vida verda­dera.

 Yo –dice el Señor– doy la muerte y la vida, para que estemos convencidos de que estar muertos al pecado y vivos en el espíritu es un verdadero don de Dios. Porque el oráculo divino nos asegura que es él quien, a través de la muerte, nos da la vida.

Miércoles, VII semana

Eclesiastés 5,9 - 6,8

Buscad los bienes de arriba

San Jerónimo

Comentario sobre el Eclesiastés

Si a un hombre le concede Dios bienes y riquezas y ca­pacidad de comer de ellas, de llevarse su porción y dis­frutar de sus trabajos, eso sí que es don de Dios. No pen­sará mucho en los años de su vida si Dios le concede ale­gría interior. Lo que se afirma aquí es que, en compara­ción de aquel que come de sus riquezas en la oscuridad de sus muchos cuidados y reúne con enorme cansancio bie­nes perecederos, es mejor la condición del que disfruta de lo presente. Éste, en efecto, disfruta de un placer, aunque pequeño; aquél, en cambio, sólo experimenta grandes preocupaciones. Y explica el motivo por qué es un don le Dios el poder disfrutar de las riquezas: No pensará mucho en los años de su vida.

 Dios, en efecto, hace que se distraiga con alegría de co­razón: no estará triste, sus pensamientos no lo molestarán, absorto como está por la alegría y el goce presente. Pero es mejor entender esto, según el Apóstol, de la comi­da y bebida espirituales que nos da Dios, y reconocer la bondad de todo aquel esfuerzo, porque se necesita gran trabajo y esfuerzo para llegar a la contemplación de los bienes verdaderos. Y ésta es la suerte que nos pertenece: alegrarnos de nuestros esfuerzos y fatigas. Lo cual, aun­que es bueno, sin embargo no es aún la bondad total, has­ta que aparezca Cristo, vida nuestra.

Toda la fatiga del hombre es para la boca, y el estó­mago no se llena. ¿Qué ventaja le saca el sabio al necio, o al pobre el que sabe manejarse en la vida?. Todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo se con­sume con la boca y, una vez triturado por los diente, pasa al vientre para ser digerido. Y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan sólo el momento en que pasa por nuestra garganta.

 Y, después de todo esto, nunca se sacia el alma del que come: ya porque vuelve a desear lo que ha comido (y tan­to el sabio como el necio no pueden vivir sin comer, y el pobre sólo se preocupa de cómo podrá sustentar su débil organismo para no morir de inanición), ya porque el alma ningún provecho saca de este alimento corporal, y la comida es igualmente necesaria para el sabio que para el necio, y allí se encamina el pobre donde adivina que ha­llará recursos.

 Es preferible entender estas afirmaciones como referi­das al hombre eclesiástico, el cual, instruido en las Escrituras santas, se fatiga para la boca, y el estómago no se llena, porque siempre desea aprender más. Y en esto sí que el sabio aventaja al necio; porque, sintiéndose pobre (aquel pobre que es proclamado dichoso en el Evangelio), trata de comprender aquello que pertenece a la vida, anda por el camino angosto y estrecho que lleva a la vida, es pobre en obras malas y sabe dónde habita Cristo, que es la vida.

Jueves, VII semana

Eclesiastés 6,12 - 7,29

La insondable profundidad de Dios

San Columbano

Instrucción 1, sobre la fe 3-5

Dios está en todas partes, es inmenso y está cerca de todos, según atestigua de sí mismo: Yo soy –dice–un Dios de cerca, no de lejos. El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia. Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado. Entonces habita verdaderamente en nosotros aquel que ha dicho: Habitaré y caminaré con ellos. Si somos dignos de que él esté en nosotros, entonces somos realmente vivificados por él, como miembros vivos suyos: Pues en él –como dice el Apóstol– vivimos, nos movemos y existimos.

 ¿Quién, me pregunto, será capaz de penetrar en el co­nocimiento del Altísimo, si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser? ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios? ¿Quién podrá gloriarse de co­nocer al Dios infinito que todo lo llena y todo lo rodea, que todo lo penetra y todo lo supera, que todo lo abarca y todo lo trasciende? A Dios nadie lo ha visto jamás tal cual es. Nadie, pues, tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios, qué fue, cómo fue, quién fue. Éstas son cosas inefables, inescrutables, impenetra­bles; limítate a creer con sencillez, pero con firmeza, que Dios es y será tal cual fue, porque es inmutable.

 ¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo, y el Espí­ritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la natu­raleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divi­na se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque, del mismo modo que la profundidad del mar es impenetra­ble a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trini­dad escapa a nuestra comprensión. Y, por esto, insisto, si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al con­trario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda con­seguirlo.

 Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisi­ciones verbales, sino con la perfección de una buena con­ducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te queda­rás muy lejos, más de lo que estabas; pero, si lo buscas me­diante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo 3nenos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquel que es invisible, sin compren­derlo; porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo.

Viernes, VII semana

Eclesiastés 8,5 - 9,10

Mi corazón se alegra en el Señor

San Gregorio de Agrigento

Comentario sobre el Eclesiastés 8,6

Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras.

 Si queremos explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos, con razón, que nos pare­ce justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las ense­ñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos contentos nuestro vino, evi­tando toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosi­dad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, soco­rrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace.

Pero la interpretación mística nos eleva a considera­ciones más altas y nos hace pensar en aquel pan celestial y místico, que baja del cielo y da la vida al mundo; y nos enseña asimismo a beber contentos el vino espiritual, aquel que manó del costado del que es la vid verdadera, en el tiempo de su pasión salvadora. Acerca de los cua­les dice el Evangelio de nuestra salvación: Jesús tomó pan, dio gracias, y dijo a sus santos discípulos y apóstoles: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados». Del mismo modo, tomó el cáliz, y dijo: «Bebed todos de él, éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». En efecto, los que comen de este pan y beben de este vino se llenan verdadera­mente de alegría y de gozo y pueden exclamar: Has pues­to la alegría en nuestro corazón.

 Además, la Sabiduría divina en persona, Cristo, nues­tro salvador, se refiere también, creo yo, a este pan y este vino, cuando dice en el libro de los Proverbios: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado, indicando la participación sacramental del que es la Pala­bra. Los que son dignos de esta participación tienen en toda sazón sus ropas, es decir, las obras de la luz, blan­cas como la luz, tal como dice el Señor en el Evangelio: Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Y tampoco faltará nunca sobre su cabeza el ungüento rebosante, es decir, el Espíritu de la verdad, que los protegerá y los preservará de todo pecado.

Sábado, VII semana

Eclesiastés 11,7 - 12,13

Contemplad al Señor, y quedaréis radiantes

San Gregorio de Agrigento

Comentario sobre el Eclesiastés 10,2

Dulce es la luz, como dice el Eclesiastés, y es cosa muy buena contemplar con nuestros ojos este sol visible. Sin la luz, en efecto, el mundo se vería privado de su belle­za, la vida dejaría de ser tal. Por esto, Moisés, el vidente de Dios. había dicho ya antes: Y vio Dios que la luz era buena. Pero nosotros debemos pensar en aquella magna, ver­dadera y eterna luz que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre, esto es, Cristo, salvador y redentor del mun­do, el cual, hecho hombre, compartió hasta lo último la condición humana; acerca del cual dice el salmista: Can­tad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: ale­graos en su presencia.

 Aplica a la luz el apelativo de dulce, y afirma ser cosa buena el contemplar con los propios ojos el sol de la glo­ria, es decir, á aquel que en el tiempo de su vida mortal dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Y también: El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo. Así, pues, al hablar de esta luz solar que vemos con nuestros ojos corporales, anunciaba de antemano al Sol de justi­cia, el cual fue, en verdad, sobremanera dulce para aque­llos que tuvieron la dicha de ser instruidos por él y de contemplarlo con sus propios ojos mientras convivía con los hombres, como otro hombre cualquiera, aunque, en realidad, no era un hombre como los demás. En efecto, era también Dios verdadero, y, por esto, hizo que los ciegos vieran, que los cojos caminaran, que los sordos oyeran, limpió a los leprosos, resucitó a los muertos con el solo imperio de su voz.

 Pero, también ahora, es cosa dulcísima fijar en él los ojos del espíritu, y contemplar y meditar interiormente su pura y divina hermosura y así, mediante esta comunión y este consorcio, ser iluminados y embellecidos, ser colma­dos de dulzura espiritual, ser revestidos de santidad, ad­quirir la sabiduría y rebosar, finalmente, de una alegría divina que se extiende a todos los días de nuestra vida presente. Esto es lo que insinuaba el sabio Eclesiastés, cuando decía: Si uno vive muchos anos, que goce de todos ellos. Porque realmente aquel Sol de justicia es fuente de toda alegría para los que lo miran; refiriéndose a él, dice el salmista: Gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría; y también: Alegraos, justos, en el Señor, que me­rece la alabanza de los buenos.