Domingo, X semana

Eclesiástico 46,1-10

No quiero agradar a los hombres, sino a Dios

San Ignacio de Antioquía

Romanos 1,1 - 2,2

Ignacio, por sobrenombre Teóforo, es decir, Portador de Dios, a la Iglesia que ha alcanzado misericordia por la majestad del Padre altísimo y de Jesucristo, su Hijo úni­co; a la Iglesia amada e iluminada por la voluntad de aquel que ha querido todo lo que existe, según la caridad de Jesucristo, nuestro Dios; Iglesia, además, que preside en el territorio de los romanos, digna de Dios, digna de honor, digna de ser llamada dichosa, digna de alabanza, digna de alcanzar sus deseos, de una loable in­tegridad, y que preside a todos los congregados en la caridad, que guarda la ley de Cristo, que está adornada con el nombre del Padre: para ella mi saludo en el nom­bre de Jesucristo, Hijo del Padre. Y a los que están adhe­ridos en cuerpo y alma a todos sus preceptos, constante­mente llenos de la gracia de Dios y exentos de cualquier tinte extraño, les deseo una grande y completa felicidad en Jesucristo, nuestro Dios.

 Por fin, después de tanto pedirlo al Señor, insistiendo una y otra vez, he alcanzado la gracia de ir a contemplar vuestro rostro, digno de Dios; ahora, en efecto, encade­nado por Cristo Jesús, espero poder saludaros, si es que Dios me concede la gracia de llegar hasta el fin. Los co­mienzos por ahora son buenos; sólo falta que no halle obstáculos en llegar a la gracia final de la herencia que me está reservada. Porque temo que vuestro amor me perjudique. Pues a vosotros os es fácil obtener lo que queráis, pero a mí me sería difícil alcanzar a Dios, si vosotros no me tenéis consideración.

 No quiero que agradéis a los hombres, sino a Dios, como ya lo hacéis. El hecho es que a mí no se me presen­tará ocasión mejor de llegar hasta Dios, ni vosotros, con sólo que calléis, podréis poner vuestra firma en obra más bella. En efecto, si no hacéis valer vuestra influencia, ya me convertiré en palabra de Dios; pero, si os dejáis lle­var del amor a mi carne mortal, volveré a ser sólo un sim­ple eco. El mejor favor que podéis hacerme es dejar que sea inmolado para Dios, mientras el altar está aún prepa­rado; así, unidos por la caridad en un solo coro, podréis cantar al Padre por Cristo Jesús, porque Dios se ha dig­nado hacer venir al obispo de Siria desde oriente hasta occidente. ¡Qué hermoso es que el sol de mi vida se ponga para el mundo y vuelva a salir para Dios!

Lunes, X semana

Josué 1,1-18

Ser cristiano no sólo de nombre, sino también de hecho

San Ignacio de Antioquía

Romanos 3,1-5,3

Nunca tuvisteis envidia de nadie, y así lo habéis ense­ñado a los demás. Lo que yo ahora deseo es que lo que enseñáis y mandáis a otros lo mantengáis con firmeza y lo practiquéis en esta ocasión. Lo único que para mí ha­béis de pedir es que tenga fortaleza interior y exterior, para que no sólo hable, sino que esté también interior­mente decidido, a fin de que sea cristiano no sólo de nombre, sino también de hecho. Si me porto como cris­tiano, tendré también derecho a este nombre y, enton­ces. seré de verdad fiel a Cristo, cuando haya desaparecido ya del mundo. Nada es bueno sólo por lo que apa­rece al exterior. El mismo Jesucristo, nuestro Dios, ahora que está con su Padre, es cuando mejor se manifiesta. Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma.

 Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo.

 Halagad, más bien, a las fieras, para que sean mi sepul­cro y no dejen nada de mi cuerpo; así, después de muer­to, no seré gravoso a nadie. Entonces seré de verdad dis­cípulo de Cristo, cuando el mundo no vea ya ni siquiera mi cuerpo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios. No os doy yo mandatos como Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo no soy más que un condenado a muerte; ellos eran libres, yo no soy al presente más que un es­clavo. Pero, si logro sufrir el martirio, entonces seré li­berto de Jesucristo y resucitaré libre con él. Ahora, en medio de mis cadenas, es cuando aprendo a no desear nada.

 Desde Siria hasta Roma vengo luchando ya con las fie­ras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado como voy a diez leopardos, es decir, a un pelotón de soldados que, cuantos más beneficios se les hace, peores se vuelven. Pero sus malos tratos me ayudan a ser mejor, aunque tampoco por eso quedo absuelto. Quiera Dios que tenga yo el gozo de ser devorado por las fieras que me están destinadas; lo que deseo es que no se muestren remisas; yo las azuzaré para que me devoren pronto, no suceda como en otras ocasiones que, atemorizadas, no se han atrevido a tocar a sus víctimas. Si se resisten, yo mismo las obligaré.

Perdonadme lo que os digo; es que yo sé bien lo que me conviene. Ahora es cuando empiezo a ser discípulo. Nin­guna cosa, visible o invisible, me prive por envidia de la posesión de Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz manadas de fieras, desgarramientos, amputaciones, des­coyuntamiento de huesos, seccionamiento de miembros trituración de todo mi cuerpo, todos los crueles tormen­tos del demonio, con tal de que esto me sirva para alcan­zar a Jesucristo.

Martes, X semana

Josué 2,1-24

Mi amor está crucificado

San Ignacio de Antioquía

Romanos 6,1-9,3

De nada me servirían los placeres terrenales ni los rei­nos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es per­tenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduz­cáis con las cosas materiales; dejad que pueda contem­plar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compade­cerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.

 El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pre­tende arruinar mi deseo, que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os su­plicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente sien­to en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.

 No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no en­gaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.

 Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia de Siria, que, privada ahora de mí, no tiene otro pastor que el mis­mo Dios. Sólo Jesucristo y vuestro amor harán para con ella el oficio de obispo. Yo me avergüenzo de pertenecer al número de los obispos; no soy digno de ello, ya que soy el último de todos y un abortivo. Sin embargo, lle­garé a ser algo, si llego a la posesión de Dios, por su misericordia.

 Os saluda mi espíritu y la caridad de las Iglesias que me han acogido en el nombre de Jesucristo, y no como a un transeúnte. En efecto, incluso las Iglesias que no entraban en mi itinerario corporal acudían a mí en cada una de las ciudades por las que pasaba.

Miércoles, X semana

Josué 3,1-17; 4,14-19; 5,10-12

El paso del Jordán

Orígenes

Homilías sobre el libro de Josué 4,1

En el paso del río Jordán, el arca de la alianza guiaba al pueblo de Dios. Los sacerdotes y levitas que la llevaban se pararon en el Jordán, y las aguas, como en señal de reverencia a los sacerdotes que la llevaban, detuvieron su curso y se amontonaron a distancia, para que el pue­blo de Dios pudiera pasar impunemente. Y no te has de admirar cuando se te narran estas hazañas relativas al pueblo antiguo, porque a ti, cristiano, que por el sacra­mento del bautismo has atravesado la corriente del Jor­dán, la palabra divina te promete cosas mucho más gran­des y excelsas, pues te promete que pasarás y atrave­sarás el mismo aire.

 Oye lo que dice Pablo acerca de los justos: Seremos arrebatados en la nube, al encuentro del Señor, en el aire. Y así estaremos siempre con el Señor. Nada, pues, ha de temer el justo, ya que toda la creación está a su servicio.

 Oye también lo que Dios promete al justo por boca del profeta: Cuando pases por el fuego, la llama no te abra­sará, porque yo, el Señor, soy tu Dios. Vemos, por tanto, cómo el justo tiene acceso a cualquier lugar, y cómo toda la creación se muestra servidora del mismo. Y no pien­ses que aquellas hazañas son meros hechos pasados y que nada tienen que ver contigo, que los escuchas ahora: en ti se realiza su místico significado. En efecto, tú, que aca­bas de abandonar las tinieblas de la idolatría y deseas ser instruido en la ley divina, eres como si acabaras de sa­lir de la esclavitud de Egipto.

 Al ser agregado al número de los catecúmenos y al co­menzar a someterte a las prescripciones de la Iglesia, has atravesado el mar Rojo y, como en aquellas etapas del desierto, te dedicas cada día a escuchar la ley de Dios y a contemplar la gloria del Señor, reflejada en el rostro de Moisés. Cuando llegues a la mística fuente del bautismo y seas iniciado en los venerables y magníficos sacramen­tos, por obra de los sacerdotes y levitas, parados como en el Jordán, los cuales conocen aquellos sacramentos en cuan­to es posible conocerlos, entonces también tú, por minis­terio de los sacerdotes, atravesarás el Jordán y entrarás en la tierra prometida, en la que te recibirá Jesús, el verda­dero sucesor de Moisés, y será tu guía en el nuevo camino.

 Entonces tú, consciente de tales maravillas de Dios, viendo cómo el mar se ha abierto para ti y cómo el río ha detenido sus aguas, exclamarás: ¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? ¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros; colinas, que saltáis como corderos? Y te responderá el oráculo divino: En presencia del Señor se estremece la tierra, en presencia del Dios de Jacob; que transforma las penas en estan­ques, el pedernal en manantiales de agua.

Jueves, X semana

Josué 5,13 - 6,21

La conquista de Jericó

Orígenes

Homilías sobre el libro de Josué 6,4

Los israelitas ponen cerco a Jericó, porque ha llegado el momento de conquistarla. ¿Y cómo la conquistan? No sacan la espada contra ella, ni la acometen con el ariete, ni vibran los dardos; las únicas armas que emplean son las trompetas de los sacerdotes, y ellas hacen caer las murallas de Jericó.

 Hallamos, con frecuencia, en las Escrituras que Jericó es figura del mundo. En efecto, aquel hombre de que nos habla el Evangelio, que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de unos ladrones, sin duda era un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo. Y aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos que en este mundo estaban angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios. Esta Jericó simbólica, esto es, el mundo, está destinada a caer. El fin del mundo es algo de que nos hablan ya desde anti­guo y repetidamente los libros santos.

 ¿Cómo se pondrá fin al mundo? ¿Con qué medios? Al sonido –dice– de las trompetas. ¿De qué trompetas? El apóstol Pablo te descubrirá el sentido de estas palabras misteriosas. Oye lo que dice: Resonará la trompeta, y los muertos en Cristo despertarán incorruptibles, y él mis­mo, el Señor, cuando se dé la orden, a la voz del arcán­gel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo. Será entonces cuando Jesús, nuestro Señor, vencerá y abatirá a Jericó, salvándose únicamente aquella prostitu­ta de que nos habla el libro santo, con toda su familia. Vendrá —dice el texto sagrado— nuestro Señor Jesús, y vendrá al son de las trompetas.

 Salvará únicamente a aquella mujer que acogió a sus exploradores, figura de todos los que acogieron con fe y obediencia a sus apóstoles y, como ella, los colocaron en la parte más alta, por lo que mereció ser asociada a la casa de Israel. Pero a esta mujer, con todo su simbo­lismo, no debemos ya recordarle ni tenerle en cuenta sus culpas pasadas. En otro tiempo fue una prostituta, mas ahora está unida a Cristo con un matrimonio virgi­nal y casto. A ella pueden aplicarse las palabras del Após­tol: Quise desposaros con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen intacta. El mismo Apóstol, en su estado anterior, puede compararse a ella, ya que dice: También nosotros, con nuestra insensatez y obstinación, íbamos fuera de camino; éramos esclavos de pasiones y placeres de todo género.

 ¿Quieres ver con más claridad aún cómo aquella pros­tituta ya no lo es? Escucha las palabras de Pablo: Así erais algunos antes. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo por el de nuestro Dios. Ella, para poder salvarse de la des­trucción de Jericó, siguiendo la indicación de los explo­radores, colgó de su ventana una cinta de hilo escarlata, como signo eficaz de salvación. Esta cinta representaba la sangre de Cristo, por la cual es salvada actualmente toda la Iglesia, en el mismo Jesucristo, nuestro Señor, al cual sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

Viernes, X semana

Josué 10,1-14; 11,15-17

Dulzura del libro de los salmos

San Ambrosio

Comentarios sobre los salmos 1,4.7-8

Aunque es verdad que toda la sagrada Escritura está impregnada de la gracia divina, el libro de los salmos po­see, con todo, una especial dulzura; el mismo Moisés, que narra en un estilo llano las hazañas de los antepasados, después de haber hecho que el pueblo atravesara el mar Rojo de un modo admirable y glorioso, al contemplar cómo el Faraón y su ejército habían quedado sumergidos en él, superando sus propias cualidades (como había su­perado con aquel hecho sus propias fuerzas), cantó al Señor un cántico triunfal. También María, su hermana, tomando en su mano el pandero, invitaba a las otras mu­jeres, diciendo: Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar.

 La historia instruye, la ley enseña, la profecía anuncia, la reprensión corrige, la enseñanza moral aconseja; pero el libro de los salmos es como un compendio de todo ello y una medicina espiritual para todos. El que lo lee halla en él un remedio específico para curar las heridas de sus propias pasiones. El que sepa leer en él encontrará allí, como en un gimnasio público de las almas y como en un estadio de las virtudes, toda la variedad posible de com­peticiones, de manera que podrá elegir la que crea más adecuada para sí, con miras a alcanzar el premio final.

 Aquel que desee recordar e imitar las hazañas de los antepasados hallará compendiada en un solo salmo toda la historia de los padres antiguos, y así, leyéndolo, podrá irla recorriendo de forma resumida. Aquel que investiga el contenido de la ley, que se reduce toda ella al man­damiento del amor (porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley), hallará en los salmos con cuánto amor uno solo se expuso a graves peligros para li­brar a todo el pueblo de su oprobio; con lo cual se dará cuenta de que la gloria de la caridad es superior al triunfo de la fuerza.

 Y ¿qué decir de su contenido profético? Aquello que otros habían anunciado de manera enigmática se promete clara y abiertamente a un personaje determinado, a saber, que de su descendencia nacerá el Señor Jesús, como dice el Señor a aquél: A uno de tu linaje pondré sobre tu trono. De este modo, en los salmos hallamos profetizado no sólo el nacimiento de Jesús, sino también su pasión salvadora, su reposo en el sepulcro, su resurrección, su ascensión al cielo y su glorificación a la derecha del Padre. El sal­mista anuncia lo que nadie se hubiera atrevido a decir, aquello mismo que luego, en el Evangelio, proclamó el Señor en persona.

Sábado, X semana

Josué 24,1-7.13-28

Cantar salmos con el espíritu, pero cantarlos también con la mente

San Ambrosio

Comentarios sobre los salmos 1,9-12

¿Qué cosa hay más agradable que los salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. Y con razón: los salmos, en efecto, son la ben­dición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante. Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas. De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expre­san la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares. Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos canta­mos a su ocaso.

 En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos. Leo en ellos: Cántico para el amado, y me infla­mo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrec­ción, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los de­litos cometidos.

 ¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiri­tual con que el hombre inspirado hace resonar en la tie­rra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo? Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el can­to de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diver­sas voces; porque nos enseña que primero debemos mo­rir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.

 Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nues­tra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar tam­bién con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia; con estas pa­labras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cua­les no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuen­tra el alma su redención: Tocaré para ti la citara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste.