Domingo, XI semana

Jueces 2,6 - 3,4

La oración ha de salir de un corazón humilde

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 4-6

Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presen­cia de Dios. Debemos agradar a Dios con la actitud corpo­ral y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lu­gares escondidos y apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en su escondrijo, ¿no lo voy a ver yo? ¿No lleno yo el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.

Y, cuando nos reunimos con los hermanos para cele­brar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nues­tras peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay que con­vencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamien­tos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán todas las Iglesias que yo soy el que escruta corazones y mentes.

 De este modo oraba Ana, como leemos en el primer li­bro de Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor la escuchaba, y, de este modo, consiguió 19 que pedía, porque lo pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura, cuando dice: Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios, y el Señor la escuchó. Lee­mos también en los salmos: Reflexionad en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas palabras: Hay que adorarte en lo interior, Señor.

El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el publicano en el templo. Este último, sin atreverse a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba los pecados ocultos en su inte­rior, implorando el auxilio de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí mismo; y fue justificado el publicano, porque, al orar, no puso la esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquel que perdona a los humildes escuchó su oración.

Lunes, XI semana

Jueces 4,1-24

Nuestra oración es pública y común

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 8-9

Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo. No de­cimos: «Padre mío, que estás en los cielos», ni: «El pan mío dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pue­blo, ya que todo el pueblo somos como uno solo.

 El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por to­dos, del mismo modo que él incluyó a todos los hombres en su persona. Aquellos tres jóvenes encerrados en el horno de fuego observaron esta norma en su oración, pues oraron al unísono y en unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua la sagrada Escritura que, al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como ejemplo que debemos imitar en nuestra oración: Entonces –dice– los tres, al unísono, cantaban himnos y bendecían a Dios. Oraban los tres al unísono, y eso que Cristo aún no les había ense­ñado a orar.

 Por eso, fue eficaz su oración, porque agradó al Señor aquella plegaria hecha en paz y sencillez de espíritu. Del mismo modo vemos que oraron también los apóstoles, junto con los discípulos, después de la ascensión del Se­ñor. Todos ellos –dice la Escritura– se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas Maria, la madre de Jesús, y con sus hermanos. Se dedica­ban a la oración en común, manifestando con esta asidui­dad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar unánimes en la casa, sólo admite en la casa divina y eter­na a los que oran unidos en un mismo espíritu.

 ¡Cuán importantes, cuántos y cuán grandes son, her­manos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia es­piritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vosotros –dice el Señor– rezad así: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

 El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a su casa –dice el Evangelio– y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profe­sión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los cielos.

Martes, XI semana

Jueces 6,1-6.11-24a

Santificado sea tu nombre

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 11-12

Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abun­dante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos pone­mos en su presencia para orar, lo llamemos con el nom­bre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre.

 Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condi­ción de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdi­gan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me honran, y serán humillados los que me desprecian. Asimismo el Apóstol dice en una de sus cartas: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!

A continuación, añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedimos a Dios que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién podría Dios ser santificado, si es él mis­mo quien santifica? Mas, como sea que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo, por esto, pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo, per­severemos en esta santificación inicial. Y esto lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto, de esta santificación co­tidiana, ya que todos los días delinquimos, y por esto ne­cesitamos ser purificados mediante esta continua y reno­vada santificación.

 El Apóstol nos enseña en qué consiste esta santificación que Dios se digna concedernos, cuando dice: Los inmo­rales, idólatras, adúlteros, afeminados, invertidos, ladro­nes, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios. Así erais algunos antes. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios. Afirma que hemos sido consagrados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios. Lo que pedimos, pues, es que permanezca en noso­tros esta consagración o santificación y –acordándonos de que nuestro juez y Señor conminó a aquel hombre que él había curado y vivificado a que no volviera a pecar más, no fuera que le sucediese algo peor– no dejamos de pedir a Dios, de día y de noche, que la santificación y vivificación que nos viene de su gracia sea conservada en nosotros con ayuda de esta misma gracia.

Miércoles, XI semana

Jueces 6,33-40; 7,1-8.16.22

Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 13-15

Prosigue la oración que comentamos: Venga a nosotros tu reino. Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros. Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empe­zar lo que siempre ha sido y nunca dejará de ser. Pedi­mos a Dios que venga a nosotros nuestro reino que tene­mos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mun­do, tengamos después parte en el reino de Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid voso­tros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

 También podemos entender, hermanos muy amados, este reino de Dios, cuya venida deseamos cada día, en el sentido de la misma persona de Cristo, cuyo próximo ad­venimiento es también objeto de nuestros deseos. Él es la resurrección, ya que en él resucitaremos, y por esto podemos identificar el reino de Dios con su persona, ya que en él hemos de reinar. Con razón, pues, pedimos el reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque existe también un reino terrestre. Pero el que ya ha renunciado al mundo está por encima de los honores y del reino de este mundo.

 Pedimos a continuación: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, no en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién, en efecto, puede impedir que Dios haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en sentimientos y acciones; por esto pedimos que se haga en nosotros la voluntad de Dios, y para ello necesi­tamos de la voluntad de Dios, es decir, de su protección y ayuda, ya que nadie puede confiar en sus propias fuer­zas, sino que la seguridad nos viene de la benignidad y mi­sericordia divinas. Además, el Señor, dando pruebas de la debilidad humana, que él había asumido, dice: Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mi ese cáliz, y, para dar ejemplo a sus discípulos de que hay que antepo­ner la voluntad de Dios a la propia, añade: Pero, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.

 La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la conducta, la firmeza en la fe, el respeto en las palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres; el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor de todo corazón, amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparable­mente unidos a su amor, el estar junto a su cruz con for­taleza y confianza; y, cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia de la fe que profesamos, en los tormentos, la confianza con que luchamos y, en la muerte, la paciencia que nos obtiene la corona. Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios y la voluntad del Padre.

Jueves, XI semana

Jueces 8,22-23.30-32; 9,1-15.19-20

Después del alimento, pedimos el perdón de los pecados

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 18.22

Continuamos la oración y decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Esto puede entenderse en sentido espiritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y este pan no es sólo de todos en general, sino también nuestro en particular. Porque, del mismo modo que deci­mos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que lo conocen y creen en él, de la misma manera decimos: El pan nuestro, ya que Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo.

 Pedimos que se nos dé cada día este pan, a fin de que los que vivimos en Cristo y recibimos cada día su euca­ristía como alimento saludable no nos veamos privados, por alguna falta grave, de la comunión del pan celestial y quedemos separados del cuerpo de Cristo, ya que él mis­mo nos enseña: Yo soy el pan que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

 Por lo tanto, si él afirma que los que coman de este pan vivirán para siempre, es evidente que los que entran en contacto con su cuerpo y participan rectamente de la eucaristía poseen la vida; por el contrario, es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se pri­van de la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación, pues el mismo Señor nos conmi­na con estas palabras: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. Por eso, pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir, Cristo, para que todos los que vivimos y perma­necemos en Cristo no nos apartemos de su cuerpo que nos santifica.

 Después de esto, pedimos también por nuestros peca­dos, diciendo: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Después del alimento, pedimos el perdón de los pecados.

 Esta petición nos es muy conveniente y provecho­sa, porque ella nos recuerda que somos pecadores, ya que, al exhortarnos el Señor a pedir el perdón de los pecados, despierta con ello nuestra conciencia. Al mandarnos que pidamos cada día el perdón de nuestros pecados, nos ense­ña que cada día pecamos, y así nadie puede vanagloriarse de su inocencia ni sucumbir al orgullo.

 Es lo mismo que nos advierte Juan en su carta, cuan­do dice: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestros peca­dos, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados. Dos cosas nos enseña en esta carta: que hemos de pedir el per­dón de nuestros pecados, y que esta oración nos alcanza el perdón. Por esto, dice que el Señor es fiel, porque él nos ha prometido el perdón de los pecados y no puede faltar a su palabra, ya que, al enseñarnos a pedir que sean perdo­nadas nuestras ofensas y pecados, nos ha prometido su misericordia paternal y, en consecuencia, su perdón.

Viernes, XI semana

Jueces 13,1-25

Que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 23-24

El Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo se­mejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en otro lugar: La medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del Evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su amo.

 Y vuelve Cristo a inculcarnos esto mismo, todavía con más fuerza y energía, cuando nos manda severamente: Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdo­ne vuestras culpas. Pero, si vosotros no perdonáis, tam­poco vuestro Padre celestial perdonará vuestros pecados. Ninguna excusa tendrás en el día del juicio, ya que serás juzgado según tu propia sentencia y serás tratado confor­me a lo que tú hayas hecho.

 Dios quiere que seamos pacíficos y concordes y que ha­bitemos unánimes en su casa, y que perseveremos en nuestra condición de renacidos a una vida nueva, de tal modo que los que somos hijos de Dios permanezcamos en la paz de Dios y los que tenemos un solo espíritu ten­gamos también un solo pensar y sentir. Por esto, Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en concor­dia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

 Además, en aquellos primeros sacrificios que ofrecieron Abel y Caín, lo que miraba Dios no era la ofrenda en sí, sino la intención del oferente, y, por eso, le agradó la ofrenda del que se la ofrecía con intención recta. Abel, el pacífico y justo, con su sacrificio irreprochable, enseñó a los demás que, cuando se acerquen al altar para hacer su ofrenda, deben hacerlo con temor de Dios, con rectitud de corazón. con sinceridad, con paz y concordia. En efec­to, el justo Abel, cuyo sacrificio había reunido estas cuali­dades, se convirtió más tarde él mismo en sacrificio y así con su sangre gloriosa, por haber obtenido la justicia y la paz del Señor, fue el primero en mostrar lo que había de ser el martirio, que culminaría en la pasión del Señor Aquellos que lo imitan son los que serán coronados por el Señor, los que serán reivindicados el día del juicio.

 Por lo demás, los discordes, los disidentes, los que no están en paz con sus hermanos no se librarán del pecado de su discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como atestiguan el Apóstol y otros lugares de la sagrada Escritura, pues está escrito: El que odia a su hermano es un homicida, y el homicida no puede alcanzar el reino de los cielos y vivir con Dios. No puede vivir con Cristo el que prefiere imitar a Judas y no a Cristo.

Sábado, XI semana

Jueces 16,4-6.16-31

Hay que orar no sólo con palabras, sino también con hechos

San Cipriano

Tratado sobre el Padrenuestro 28-30

No es de extrañar, queridos hermanos, que la oración que nos enseñó Dios con su magisterio resuma todas nues­tras peticiones en tan breves y saludables palabras. Esto ya había sido predicho anticipadamente por el profeta Isaías, cuando, lleno de Espíritu Santo, habló de la piedad y la majestad de Dios, diciendo: Palabra que acaba y abrevia en justicia, porque Dios abreviará su palabra en todo el orbe de la tierra. En efecto, cuando vino aquel que es la Palabra de Dios en persona, nuestro Señor Jesu­cristo, para reunir a todos, sabios e ignorantes, y para enseñar a todos, sin distinción de sexo o edad, el camino de salvación, quiso resumir en un sublime compendio todas sus enseñanzas, para no sobrecargar la memoria de los que aprendían su doctrina celestial y para que aprendiesen con facilidad lo elemental de la fe cristiana.

 Y así, al enseñar en qué consiste la vida eterna, nos re­sumió el misterio de esta vida en estas palabras tan breves y llenas de divina grandiosidad: Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Je­sucristo. Asimismo, al discernir los primeros y más impor­tantes mandamientos de la ley y los profetas, dice: Escu­cha, Israel; el Señor, Dios nuestro, es el único Señor; y: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Éste es el primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los pro­fetas. Y también: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la ley y los profetas.

 Además, Dios nos enseñó a orar no sólo con palabras, sino también con hechos, ya que él oraba con frecuencia, mostrando, con el testimonio de su ejemplo, cuál ha de ser nuestra conducta en este aspecto; leemos, en efecto: Jesús solía retirarse a despoblado para orar; y también: Subió a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios.

 El Señor, cuando oraba, no pedía por sí mismo –¿qué podía pedir por sí mismo, si él era inocente?–, sino por nuestros pecados, como lo declara con aquellas palabras que dirige a Pedro: Satanás os ha reclamado para criba­ros como trigo. Pero yo he pedido por ti; para que tu fe no se apague. Y luego ruega al Padre por todos, dicien­do: No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mi por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros.

 Gran benignidad y bondad la de Dios para nuestra! salvación: no contento con redimirnos con su sangre, ruega también por nosotros. Pero atendamos cuál es el deseo de Cristo, expresado en su oración: que así como el Padre y el Hijo son una misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad.