Domingo, XII semana

I Samuel 16,1-13

Cristo es rey y sacerdote eterno

Faustino Luciferano.

Tratado sobre la Trinidad 39-40

Nuestro Salvador fue verdaderamente ungido, en su condición humana, ya que fue verdadero rey y verdadero sacerdote, las dos cosas a la vez, tal y como convenía a su excelsa condición. El salmo nos atestigua su condición de rey, cuando dice: Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, mi monte santo. Y el mismo Padre atestigua su con­dición de sacerdote, cuando dice: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. Aarón fue el primero en la ley antigua que fue constituido sacerdote por la unción del crisma y, sin embargo, no se dice: «Según el rito de Aarón, para que nadie crea que el Salvador posee el sa­cerdocio por sucesión. Porque el sacerdocio de Aarón se transmitía por sucesión, pero el sacerdocio del Salvador no pasa a los otros por sucesión, ya que él permanece sa­cerdote para siempre, tal como está escrito: Tú eres sacer­dote eterno, según el rito de Melquisedec.

 El Salvador es, por lo tanto, rey y sacerdote según su humanidad, pero su unción no es material, sino espiritual. Entre los israelitas, los reyes y sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la vez. sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo, él, que vino a dar plenitud a la ley.

 Los israelitas, aunque no eran las dos cosas a la vez, eran, sin embargo, llamados cristos (ungidos), por la unción material del aceite que los constituía reyes o sacer­dotes. Pero el Salvador, que es el verdadero Cristo, fue ungido por el Espíritu Santo, para que se cumpliera lo que de él estaba escrito: Por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros. Su unción supera a la de sus compañeros, ungidos como él, porque es una unción de júbilo, lo cual significa el Es­píritu Santo.

 Sabemos que esto es verdad por las palabras del mismo Salvador. En efecto, habiendo tomado el libro de Isaías, lo abrió y leyó: El Espíritu del Señor está sobre mí, por­que él me ha ungido; y dijo a continuación que entonces se cumplía aquella profecía que acababan de oír. Y, ade­más, Pedro, el príncipe de los apóstoles, enseñó que el crisma con que había sido ungido el Salvador es el Espí­ritu Santo y la fuerza de Dios, cuando, en los Hechos de los apóstoles, hablando con el centurión, aquel hombre lleno de piedad y de misericordia, dijo entre otras cosas: La cosa empezó en Galilea, cuando Juan predicaba el bautismo. Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuer­za del Espiritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.

 Vemos, pues, cómo Pedro afirma de Jesús que fue un­gido, según su condición humana, con la fuerza del Espí­ritu Santo. Por esto, Jesús, en su condición humana, fue con toda verdad Cristo o ungido, ya que por la unción del Espíritu Santo fue constituido rey y sacerdote eterno.

Lunes, XII semana

I Samuel 17,1-10.32.38-51

El cristiano es otro Cristo

San Gregorio de Nisa

Tratado sobre el perfecto modelo del cristiano

Pablo, mejor que nadie, conocía a Cristo y enseñó, con sus obras, cómo deben ser los que de él han recibido su nombre, pues lo imitó de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor, ya que, por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba identificado con el mismo ejemplar, que no parecía ya que hablara Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, per­fectamente consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mi. Y también dice: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

 Él nos hace ver la gran virtualidad del nombre de Cris­to, al afirmar que Cristo es la fuerza y sabiduría de Dios, al llamarlo paz y luz inaccesible en la que habita Dios, ex­piación, redención, gran sacerdote, Pascua, propiciación de las almas, irradiación de la gloria e impronta de la substancia del Padre, por quien fueron hechos los siglos, comida y bebida espiritual, piedra y agua, fundamento de la fe, piedra angular, imagen del Dios invisible, gran Dios, cabeza del cuerpo que es la Iglesia, primogénito de la nueva creación, primicias de los que han muerto, primogénito de entre los muertos, primogénito entre muchos hermanos, mediador entre Dios y los hombres, Hijo unigénito coronado de gloria y de honor, Señor de la gloria, origen de las cosas, rey de justicia y rey de paz, rey de todos, cuyo reino no conoce fronteras.

 Estos nombres y otros semejantes le da, tan numerosos que no pueden contarse. Nombres cuyos diversos signi­ficados, si se comparan y relacionan entre sí, nos descu­bren el admirable contenido del nombre de Cristo y nos revelan, en la medida en que nuestro entendimiento es capaz, su majestad inefable.

Por lo cual, puesto que la bondad de nuestro Señor nos ha concedido una participación en el más grande, el más divino y el primero de todos los nombres, al honrarnos, con el nombre de «cristianos», derivado del de Cristo, es necesario que todos aquellos nombres que expresan el significado de esta palabra se vean reflejados también en nosotros, para que el nombre de «cristianos» no aparezca como una falsedad, sino que demos testimonio del mis­mo con nuestra vida.

Martes, XII semana

I Samuel 17,57 - 18,9.20-30

Manifestemos a Cristo en toda nuestra vida

San Gregorio de Nisa

Tratado sobre el perfecto modelo de cristiano

Hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: la acción, la manera de hablar y el pensamien­to. De ellas, ocupa el primer lugar el pensamiento; viene en segundo lugar la manera de hablar, que descubre y expresa con palabras el interior de nuestro pensamiento; en este orden de cosas, al pensamiento y a la manera de hablar sigue la acción, con la cual se pone por obra lo que antes se ha pensado. Siempre, pues, que nos sinta­mos impulsados a obrar, a pensar o a hablar, debemos procurar que todas nuestras palabras, obras y pensamien­tos tiendan a conformarse con la norma divina del cono­cimiento de Cristo, de manera que no pensemos, digamos ni hagamos cosa alguna que se aparte de esta regla suprema.

 Todo aquel que tiene el honor de llevar el nombre de Cristo debe necesariamente examinar con diligencia sus pensamientos, palabras y obras, y ver si tienden hacia Cristo o se apartan de él. Este discernimiento puede ha­cerse de muchas maneras. Por ejemplo, toda obra, pen­samiento o palabra que vayan mezclados con alguna perturbación no están, de ningún modo, de acuerdo con Cristo, sino que llevan la impronta del adversario, el cual se esfuerza en mezclar con las perlas el cieno de la perturbación, con el fin de afear y destruir el brillo de la piedra preciosa.

 Por el contrario, todo aquello que está limpio y libre de toda turbia afección tiene por objeto al autor y príncipe de la tranquilidad, que es Cristo; él es la fuente pura e incorrupta, de manera que el que bebe y recibe de él sus impulsos y afectos internos ofrece una semejanza con su principio y origen, como la que tiene el agua nítida del ánfora con la fuente de la que procede.

 En efecto, es la misma y única nitidez la que hay en Cristo y en nuestras almas. Pero con la diferencia de que Cristo es la fuente de donde nace esta nitidez, y nosotros L la tenemos derivada de esta fuente. Es Cristo quien nos comunica el adorable conocimiento de sí mismo, para que el hombre, tanto en lo interno como en lo externo, se ajuste y adapte, por la moderación y rectitud de su vida, a este conocimiento que proviene del Señor, deján­dose guiar y mover por él. En esto consiste (a mi pare­cer) la perfección de la vida cristiana: en que, hechos participes del nombre de Cristo por nuestro apelativo de cristianos, pongamos de manifiesto, con nuestros senti­mientos, con la oración y con nuestro género de vida, la virtualidad de este nombre.

Miércoles, XII semana

I Samuel 19,8-10; 20,1-17

La amistad verdadera es perfecta y constante

Beato Elredo

Tratado sobre la amistad es­piritual 3

Jonatán, aquel excelente joven, sin atender a su estirpe regia y a su futura sucesión en el trono, hizo un pacto con David y, equiparando el siervo al Señor, precisamente cuando huía de su padre, cuando estaba escondido en el desierto, cuando estaba condenado a muerte, destinado a la ejecución, lo antepuso a sí mismo, abajándose a sí mis­mo y ensalzándolo a él: –le dice– serás el rey, y yo seré tu segundo.

 ¡Oh preclarísimo espejo de amistad verdadera! ¡Cosa admirable! El rey estaba enfurecido con su siervo y con­citaba contra él a todo el país, como a un rival de su rei­no; asesina a los sacerdotes, basándose en la sola sospecha de traición; inspecciona los bosques, busca por los valles, asedia con su ejército los montes y peñascos, todos se com­prometen a vengar la indignación regia; sólo Jonatán, el único que podía tener algún motivo de envidia, juzgó que tenía que oponerse a su padre y ayudar a su amigo, acon­sejarlo en tan gran adversidad y, prefiriendo la amistad al reino, le dice: Tú serás el rey, y yo seré tu segundo. Y fíja­te cómo el padre de este adolescente lo provocaba a envi­dia contra su amigo, agobiándolo con reproches, atemo­rizándolo con amenazas, recordándole que se vería despo­jado del reino y privado de los honores.

 Y, habiendo pronunciado Saúl sentencia de muerte contra David, Jonatán no traicionó a su amigo. ¿Por qué va a morir David? ¿Qué ha hecho? El se jugó la vida cuando mató al filisteo; bien que te alegraste al verlo. ¿Por qué ha de morir? El rey, fuera de sí al oír estas pala­bras, intenta clavar a Jonatán en la pared con su lanza, llenándolo además de improperios: ¡Hijo de perdida –le dice–, ya sabía yo que estabas confabulado con él, para vergüenza tuya y de tu madre! Y, a continuación, vomita todo el veneno que llevaba dentro, intentando salpicar con él el pecho del joven, añadiendo aquellas palabras capaces de incitar su ambición, de fomentar su envidia, de provocar su emulación y su amargor: Mien­tras el hijo de Jesé esté vivo sobre la tierra, tu reino no estará seguro.

¿A quién no hubieran impresionado estas palabras? ¿A quién no le hubiesen provocado a envidia? Dichas a cual­quier otro, estas palabras hubiesen corrompido, disminui­do y hecho olvidar el amor, la benevolencia y la amistad. Pero aquel joven, lleno de amor, no cejó en su amistad, y permaneció fuerte ante las amenazas, paciente ante las injurias, despreciando, por su amistad, el reino, olvidán­dose de los honores, pero no de su benevolencia. –dice– serás el rey, y yo seré tu segundo.

 Esta es la verdadera, la perfecta, la estable y constante amistad: la que no se deja corromper por la envidia; la que no se enfría por las sospechas; la que no se disuelve por la ambición; la que, puesta a prueba de esta manera, no cede; la que, a pesar de tantos golpes, no cae; la que, batida por tantas injurias, se muestra inflexible; la que provocada por tantos ultrajes, permanece inmóvil. Anda, pues, haz tú lo mismo.

Jueves, XII semana

I Samuel 21,1-10; 22,15

Dios es como una roca inaccesible

San Gregorio de Nisa

Homilía 6 sobre las bienaventuranzas

Lo mismo que suele acontecer al que desde la cumbre de un alto monte mira algún dilatado mar, esto mismo le sucede a mi mente cuando desde las alturas de la voz divina, como desde la cima de un monte, mira la inefable profundidad de su contenido.

Sucede, en efecto, lo mismo que en muchos lugares marítimos, en los cuales, al contemplar un monte por el lado que mira al mar, lo vemos como cortado por la mitad y completamente liso desde su cima hasta la base, y como si su cumbre estuviera suspendida sobre el abismo; la misma impresión que causa al que mira desde tan eleva­da altura a lo profundo del mar, la misma sensación de vértigo experimento yo al quedar como en suspenso por la grandeza de esta afirmación del Señor: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

 Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado. A Dios nadie lo ha visto jamás, dice san Juan; y Pablo confirma esta sentencia con aquellas palabras tan elevadas: A quien ningún hombre ha visto ni puede ver. Ésta es aquella piedra leve, lisa y escarpada, que apare­ce como privada de todo sustentáculo y aguante intelec­tual; de ella afirmó también Moisés en sus decretos que era inaccesible, de manera que nuestra mente nunca pue­de acercarse a ella por más que se esfuerce en alcanzarla, ni puede nadie subir por sus laderas escarpadas, según aquella sentencia: Nadie puede ver al Señor y quedar con vida.

 Y, sin embargo, la vida eterna consiste en ver a Dios. Y que esta visión es imposible lo afirman las columnas de la fe, Juan, Pablo y Moisés. ¿Te das cuenta del vértigo que produce en el alma la consideración de las profun­didades que contemplamos en estas palabras? Si Dios es la vida, el que no ve a Dios no ve la vida. Y que Dios no puede ser visto lo atestiguan, movidos por el Espíritu divino, tanto los profetas como los apóstoles. ¿En qué an­gustias, pues, no se debate la esperanza del hombre?

 Pero el Señor levanta y sustenta esta esperanza que va­cila. Como hizo en la persona de Pedro cuando estaba a punto de hundirse, al volver a consolidar sus pies sobre las aguas.

 Por lo tanto, si también a nosotros nos da la mano aquel que es la Palabra, si, viéndonos vacilar en el abismo de nuestras especulaciones, nos otorga la estabilidad, ilu­minando un poco nuestra inteligencia, entonces ya no temeremos, si caminamos cogidos de su mano. Porque dice: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Viernes, XII semana

I Samuel 25,14-24a.28-39

La esperanza de ver a Dios

San Gregorio de Nisa

Homilía 6 sobre las bienaventuranzas

La promesa de Dios es ciertamente tan grande que supera toda felicidad imaginable. ¿Quién, en efecto, podrá desear un bien superior, si en la visión de Dios lo tiene todo? Porque, según el modo de hablar de la Escritura, significa lo mismo que poseer; y así, en aquello que nos: Que veas la prosperidad de Jerusalén, la palabra «ver» equivale a tener. Y en aquello otro: Que sea arro­jado el impío, para que no vea la grandeza del Señor, por «no ver» se entiende no tener parte en esta grandeza.

 Por lo tanto, el que ve a Dios alcanza por esta visión los bienes posibles: la vida sin fin, la incorruptibilidad eterna, la felicidad imperecedera, el reino sin fin, la alegría ininterrumpida, la verdadera luz, el sonido espiri­tual y dulce, la gloria inaccesible, el júbilo perpetuo y, en resunen, todo bien.

Tal y tan grande es, en efecto, la felicidad prometida que nosotros esperamos; pero, como antes hemos demos­trado, la condición para ver a Dios es un corazón puro, y, ante esta consideración, de nuevo mi mente se siente arrebatada y turbada por una especie de vértigo, por la duda de si esta pureza de corazón es de aquellas cosas imposibles y que superan y exceden nuestra naturaleza. Pues, si esta pureza de corazón es el medio para ver a Dios, y si Moisés y Pablo no lo vieron, porque, como afir­man, Dios no puede ser visto por ellos ni por cualquier otro, esta condición que nos propone ahora la Palabra para alcanzar la felicidad nos parece una cosa irrealizable.

 ¿De qué nos sirve conocer el modo de ver a Dios, si nuestras fuerzas no alcanzan a ello? Es lo mismo que si uno afirmara que en el cielo se vive feliz, porque allí es posible ver lo que no se puede ver en este mundo. Por­que, si se nos mostrase alguna manera de llegar al cielo, sería útil haber aprendido que la felicidad está en el cielo. Pero, si nos es imposible subir allí, ¿de qué nos sirve conocer la felicidad del cielo sino solamente para estar angustiados y tristes, sabiendo de qué bienes esta­mos privados y la imposibilidad de alcanzarlos? ¿Es que Dios nos invita a una felicidad que excede nuestra natu­raleza y nos manda algo que, por su magnitud, supera las fuerzas humanas?

 No es así. Porque Dios no creó a los volátiles sin alas, ni mandó vivir bajo el agua a los animales dotados para la vida en tierra firme. Por tanto, si en todas las cosas exis­te una ley acomodada a su naturaleza, y Dios no obliga a nada que esté por encima de la propia naturaleza, de ello deducimos, por lógica conveniencia, que no hay que des­esperar de alcanzar la felicidad que se nos propone, y que Juan y Pablo y Moisés, y otros como ellos, no se vieron pri­vados de esta sublime felicidad, resultante de la visión de Dios; pues, ciertamente, no se vieron privados de esta fe­licidad ni aquel que dijo: Ahora me aguarda la corona me­recida, con la que el Señor, juez justo, me premiará, ni aquel que se reclinó sobre el pecho de Jesús, ni aquel que oyó de boca de Dios: Te he conocido más que a todos.

Por tanto, si es indudable que aquellos que predicaron que la contemplación de Dios está por encima de nuestras fuerzas son ahora felices, y si la felicidad consiste en la visión de Dios, y si para ver a Dios es necesaria la pu­reza de corazón, es evidente que esta pureza de corazón, que nos hace posible la felicidad, no es algo inalcanzable.

 Los que aseguran, pues, tratando de basarse en las palabras de Pablo, que la visión de Dios está por encima de nuestras posibilidades se engañan y están en contra­dicción con las palabras del Señor, el cual nos promete que, por la pureza de corazón, podemos alcanzar la vi­sión divina.

Sábado, XII semana

I Samuel 26,5-25

Dios puede ser hallado en el corazón del hombre

San Gregorio de Nisa

Homilía 6 sobre las bienaventuranzas

La salud corporal es un bien para el hombre; pero lo que interesa no es saber el porqué de la salud, sino el po­seerla realmente. En efecto, si uno explica los beneficios de la salud, mas luego toma un alimento que produce en su cuerpo humores malignos y enfermedades, ¿de qué le habrá servido aquella explicación, si se ve aquejado por la enfermedad? En este mismo sentido hemos de enten­der las palabras que comentamos, o sea, que el Señor llama dichosos no a los que conocen algo de Dios, sino a los que lo poseen en sí mismos. Dichosos, pues, los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

 Y no creo que esta manera de ver a Dios, la del que tie­ne el corazón limpio, sea una visión externa, por así de­cirlo, sino que más bien me inclino a creer que lo que nos sugiere la magnificencia de esta afirmación es lo mismo que, de un modo más claro, dice en otra ocasión: El reino de Dios está dentro de vosotros; para enseñarnos que el que tiene el corazón limpio de todo afecto desorde­nado a las criaturas contempla, en su misma belleza in­terna, la imagen de la naturaleza divina.

 Yo diría que esta concisa expresión de aquel que es la Palabra equivale a decir: «Oh vosotros, los hombres en quienes se halla algún deseo de contemplar el bien ver­dadero, cuando oigáis que la majestad divina está eleva­da y ensalzada por encima de los cielos, que su gloria es inexplicable, que su belleza es inefable, que su natu­raleza es incomprensible, no caigáis en la desesperación, pensando que no podéis ver aquello que deseáis».

 Si os esmeráis con una actividad diligente en limpiar vuestro corazón de la suciedad con que lo habéis emba­durnado y ensombrecido, volverá a resplandecer en voso­tros la hermosura divina. Cuando un hierro está ennegrecido, si con un pedernal se le quita la herrumbre, en se­guida vuelve a reflejar los resplandores del sol; de mane­ra semejante, la parte interior del hombre, lo que el Señor llama el corazón, cuando ha sido limpiado de las manchas de herrumbre contraídas por su reprobable abandono, recupera la semejanza con su forma original y primitiva y así, por esta semejanza con la bondad divi­na, se hace él mismo enteramente bueno

 Por tanto, el que se ve a sí mismo ve en sí mismo aque­llo que desea, y de este modo es dichoso el limpio de cora­zón, porque al contemplar su propia limpieza ve, como a través de una imagen, la forma primitiva. Del mismo modo, en efecto, que el que contempla el sol en un espejo, aunque no fije sus ojos en el cielo, ve reflejado el sol en el espejo, no menos que el que lo mira directamente, así también vosotros  –es como si dijera el Señor–, aunque vuestras fuerzas no alcancen a contemplar la luz inacce­sible, Si retornáis a la dignidad y belleza de la imagen que fue creada en vosotros desde el principio, hallaréis aquello que buscáis dentro de vosotros mismos.

 La divinidad es pureza, es carencia de toda inclinación viciosa, es apartamiento de todo mal. Por tanto, si hay en ti estas disposiciones, Dios está en ti. Si tu espíritu pues, está limpio de toda mala inclinación, libre de toda afición desordenada y alejado de todo lo que mancha eres dichoso por la agudeza y claridad de tu mirada, ya que, por tu limpieza de corazón, puedes contemplar lo que escapa a la mirada de los que no tienen esta limpieza, y, habiendo quitado de los ojos de tu alma la niebla que los envolvía, puedes ver claramente, con un corazón sere­no, un bello espectáculo. Resumiremos todo esto dicien­do que la santidad, la pureza, la rectitud son el claro resplandor de la naturaleza divina, por medio del cual vemos a Dios.