Domingo, XIV semana

II Samuel 12,1-25

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado

San Agustín

Sermón 19,2-3

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reco­nozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo algu­no la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconoci­miento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que co­rregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse ex­cusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así cómo nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi cul­pa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mis­mo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir per­dón.

 ¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Que dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un cora­zón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

 Si te ofreciera un holocausto –dice–, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu que­brantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No bus­ques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebran­tarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro hay que quebrantar antes el impuro.

 Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando peca­mos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no esta­mos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu vo­luntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

Lunes, XIV semana

II Samuel 15,7-14.24-30; 16,5-13

Busque cada uno no sólo su propio interés, sino también el de la comunidad

San Clemente I

Corintios 46,2 –47,4; 48,1-6

Escrito está: Juntaos con los santos, porque los que se juntan con ellos se santificarán. Y otra vez, en otro lugar, dice: Con el hombre inocente serás inocente; con el ele­gido serás elegido, y con el perverso te pervertirás. Jun­témonos, pues, con los inocentes y justos, porque ellos son elegidos de Dios. ¿A qué vienen entre vosotros con­tiendas y riñas, banderías, escisiones y guerras. ¿O es que no tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue derramado sobre nosotros? ¿No es uno solo nuestro llamamiento en Cristo? ¿A qué fin desgarramos y despedazamos los miembros de Cristo y nos sublevamos contra nuestro propio cuerpo, llegando a tal punto de insensatez que nos olvidamos de que somos los unos miembros de los otros?

 Acordaos de las palabras de Jesús, nuestro Señor. Él dijo, en efecto: ¡Ay de aquel hombre! Más le valiera no haber nacido, que escandalizar a uno solo de mis escogidos. Mejor le fuera que le colgaran una piedra de molino al cuello y lo hundieran en el mar, que no extraviar a uno solo de mis escogidos. Vuestra escisión extravió a mu­chos, desalentó a muchos, hizo dudar a muchos, nos su­mió en la tristeza a todos nosotros. Y, sin embargo, vues­tra sedición es contumaz.

Tomad en vuestra mano la carta del bienaventurado Pablo, apóstol. ¿Cómo os escribió en los comienzos del Evangelio? A la verdad, divinamente inspirado, os escri­bió acerca de sí mismo, de Cefas y de Apolo, como quiera que ya desde entonces fomentabais las parcialidades. Mas aquella parcialidad fue menos culpable que la actual, pues al cabo os inclinabais a apóstoles acreditados por Dios y a un hombre acreditado por éstos.

 Arranquemos, pues, con rapidez ese escándalo y postrémonos ante el Señor, suplicándole con lágrimas sea pro­picio con nosotros, nos reconcilie consigo y nos restablezca en el sagrado y puro comportamiento de nuestra fraternidad. Porque ésta es la puerta de la justicia, abierta para la vida, conforme está escrito: Abridme las puertas de la justicia, y entraré para dar gracias al Señor. Ésta puerta del Señor: los justos entrarán por ella. Ahora siendo muchas las puertas que están abiertas, ésta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación. Enhorabuena que uno tenga carisma de fe, que otro sea poderoso en explicar los cono­cimientos, otro sabio en el discernimiento de discursos, otro casto en su conducta. El hecho es que cuanto mayor parezca uno ser, tanto más debe humillarse y buscar no sólo su propio interés, sino también el de la comunidad.

Martes, XIV semana

II Samuel 18,6-17.24 - 19,5

Los de fuera, lo quieran o no, son hermanos nuestros

San Agustín

Comentario sobre los salmos 32,29

Hermanos, os exhortamos vivamente a que tengáis ca­ridad no sólo para con vosotros mismos, sino también para con los de fuera, ya se trate de los paganos, que toda­vía no creen en Cristo, ya de los que están separados de nosotros, que reconocen a Cristo como cabeza, igual que nosotros, pero están divididos de su cuerpo. Deploremos, hermanos, su suerte, sabiendo que se trata de nuestros her­manos. Lo quieran o no, son hermanos nuestros. Dejarían de serlo si dejaran de decir: Padre nuestro.

 Dijo de algunos el profeta: A los que os dicen: «No sois hermanos nuestros», decidles: ·«Sois hermanos nuestros». Atended a quiénes se refería al decir esto. ¿Por ventura a los paganos? No, porque, según el modo de hablar de las Escrituras y de la Iglesia, no los llamamos hermanos. ¿Por ventura a los judíos, que no creyeron en Cristo?

Leed los escritos del Apóstol, y veréis que, cuando dice «hermanos» sin más, se refiere únicamente a los cristianos: Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano?, o ¿por qué des­precias a tu hermano? Y dice también en otro lugar: Sois injustos y ladrones, y eso con hermanos vuestros.

 Ésos, pues, que dicen: «No sois hermanos nuestros», nos llaman paganos. Por esto, quieren bautizarnos de nuevo, pues dicen que nosotros no tenemos lo que ellos dan. Por esto, es lógico su error, al negar que nosotros somos sus hermanos. Mas, ¿por qué nos dijo el profeta, Decidles: «Sois hermanos nuestros», sino porque admiti­mos como bueno su bautismo y por esto no lo repetimos? Ellos, al no admitir nuestro bautismo, niegan que seamos hermanos suyos; en cambio, nosotros, que no repetimos su bautismo, porque lo reconocemos igual al nuestro, les decimos: Sois hermanos nuestros.

 Si ellos nos dicen: «¿Por qué nos buscáis, para qué nos queréis?», les respondemos: Sois hermanos nuestros. Si dicen: «Apartaos de nosotros, no tenemos nada que ver con vosotros», nosotros sí que tenemos que ver con ellos: si reconocemos al mismo Cristo, debemos estar unidos en un mismo cuerpo y bajo una misma cabeza.

 Os conjuramos, pues, hermanos, por las entrañas de ca­ridad, con cuya leche nos nutrimos, con cuyo pan nos fortalecemos, os conjuramos por Cristo, nuestro Señor, por su mansedumbre, a que usemos con ellos de una gran caridad, de una abundante misericordia, rogando a Dios por ellos, para que les dé finalmente un recto sentir, para que reflexionen y se den cuenta que no tienen en absoluto nada que decir contra la verdad; lo único que les queda es la enfermedad de su animosidad, enfermedad tanto más débil cuanto más fuerte se cree. Oremos por los débi­les, por los que juzgan según la carne, por los que obran de un modo puramente humano, que son, sin embargo, hermanos nuestros, pues celebran los mismos sacramen­tos que nosotros, aunque no con nosotros, que responden un mismo Amén que nosotros, aunque no con nosotros; prodigad ante Dios por ellos lo más entrañable de vuestra caridad.

Miércoles, XIV semana

II Samuel 24,1-4.10-18.24b-25

Acerca de la eucaristía

Anónimo

Doctrina de los doce apóstoles 9,1 - 10,6; 14,1-3

Respecto a la acción de gracias, lo haréis de esta ma­nera: Primeramente sobre el cáliz:

 «Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de tu siervo Jesús. A ti sea la gloria por los siglos». Luego sobre el pan partido:

 «Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de tu siervo Jesús. A ti sea la gloria por los siglos. Como este pan es­taba disperso por los montes y después, al ser reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente».

Pero que de vuestra acción de gracias coman y beban sólo los bautizados en el nombre del Señor, pues acerca de ello dijo el Señor: No deis lo santo a los perros.

 Después de saciaros, daréis gracias de esta manera:

«Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conoci­miento y la fe y la inmortalidad que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los si­glos. Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida que disfrutaran de ellas. Pero, además, nos has proporcionado una comida y bebida espiritual y una vida eterna por medio de tu Siervo. Ante todo, te damos gracias ­porque eres poderoso. A ti sea la gloria por los siglos.

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu amor, y congrégala de los cuatro vientos, ya santificada, en el reino que has preparado para ella. Porque tuyo es el poder y la gloria por siempre.

 Que venga tu gracia y que pase este mundo. ¡Hosanna al Dios de David! El que sea santo, que se acerque. El que no lo sea, que se arrepienta. Maranatha. Amén».

 Reunidos cada domingo, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro.

 Pero todo aquel que tenga alguna contienda con su compañero, no se reúna con vosotros, sin antes haber he­cho la reconciliación, a fin de que no se profane vuestro sacrificio. Porque éste es el sacrificio del que dijo el Señor: En todo lugar y en todo tiempo se me ofrecerá un sacrifi­cio puro, porque yo soy rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre las naciones.

Jueves, XIV semana

I Crónicas 22,5-19

El templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros

San Ambrosio

Comentario sobre el salmo 118, 12.13-14

Yo y el Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.

 Él salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aque­lla claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de justicia nunca se pone, por­que a la sabiduría no sucede la malicia.

 Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea en­trar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la ca­beza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche!

 Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío de la noche. Él se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en difi­cultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a reti­rarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en ve­la, se marcha sin haber llamado; pero, si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.

 Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones! alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puer­tas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo.

 Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.

Viernes, XIV semana

I Reyes 1,11-35; 2,10-12

Dichosos nosotros si hubiéremos cumplido los mandamientos de Dios en la concordia de la caridad

San Clemente I

Corin­tios 50,1 - 51,3; 55,1-4

Ya veis, queridos hermanos, cuán grande y admirable cosa es la caridad, y cómo no es posible describir su per­fección. ¿Quién será capaz de estar en ella, sino aquellos a quienes Dios mismo hiciere dignos? Roguemos, pues, y supliquémosle que, por su misericordia, nos permita vivir en la caridad, sin humana parcialidad, irreprochables. Todas las generaciones, desde Adán hasta el día de hoy, han pasado; mas los que fueron perfectos en la caridad, según la gracia de Dios, ocupan el lugar de los justos, los cuales se manifestarán en la visita del reino de Cristo. Está escrito, en efecto: Entrad en los aposentos un breve instante, mientras pasa mi cólera, y me acordaré del día bueno y os haré salir de vuestros sepulcros.

 Dichosos nosotros, queridos hermanos, si hubiéremos cumplido los mandamientos de Dios en la concordia de la caridad, a fin de que por la caridad se nos perdonen nues­tros pecados. Porque está escrito: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuya boca no se encuentra engaño. Esta bienaventu­ranza fue concedida a los que han sido escogidos por Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 Roguemos, pues, que nos sean perdonadas cuantas fal­tas y pecados hayamos cometido por asechanzas de nues­tro adversario, y aun aquellos que han encabezado sedi­ciones y banderías deben acogerse a nuestra común esperanza. Pues los que proceden en su conducta con temor y caridad prefieren antes sufrir ellos mismos y no que sufran os demás; prefieren que se tenga mala opinión de ellos mismos, antes que sea vituperada aquella armonía y con­cordia que justa y bellamente nos viene de la tradición. Más le vale a un hombre confesar sus caídas, que endu­recer su corazón.

Ahora bien, ¿hay entre vosotros alguien que sea generoso? ¿Alguien que sea compasivo? ¿Hay alguno que se sienta lleno de caridad? Pues diga: «Si por mi causa vino sedición, contienda y escisiones, yo me retiro y me voy donde queráis, y estoy pronto a cumplir lo que la comunidad ordenare, con tal de que el rebaño de Cristo se mantenga en paz con sus ancianos establecidos». El que hiciere se adquirirá una grande gloria en Cristo, y todo lugar lo recibirá, pues del Señor es la tierra y cuanto la llena. Así han obrado y así seguirán obrando quienes han llevado un comportamiento digno de Dios, del cual no cabe jamás arrepentirse.

Sábado, XIV semana

Eclesiástico 47,12-24

El Señor Jesucristo es el verdadero Salomón

San Agustín

Comentario sobre los salmos 126,2

El templo que Salomón edificó para el Señor era tipo y figura de la futura Iglesia, que es el cuerpo del Señor, tal como dice en el Evangelio: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Del mismo modo que Salomón edificó aquel templo, se edificó también un templo el verdadero Salomón, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero pacífico. Porque hay que saber que el nombre de Salomón significa «Pacífico», y el verdadero pacífico es Jesucristo, de quien dice el Apóstol: Él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Él es el verdadero pacífico que unió en su persona, constituyéndose en piedra angular, los dos muros que provenían de partes opuestas, a saber, el pueblo de los creyentes que provenían de la circunci­sión, y el pueblo de los creyentes que provenían de la gen­tilidad incircuncisa; de ambos pueblos hizo una sola Igle­sia, de la que es piedra angular, y por esto es el verdadero pacífico.

 Cristo es el verdadero Salomón, y aquel otro Salomón, hijo de David, engendrado de Betsabé, rey de Israel, era figura de este Rey pacífico. Por esto, el salmo, para que pienses más bien en el nuevo Salomón, que es quien edi­ficó la verdadera casa de Dios, empieza con estas pala­bras: Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. El Señor es, por tanto, quien construye la casa, es el Señor Jesucristo quien construye su propia casa. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero, si él no construye, en vano se cansan los albañiles.

 ¿Quiénes son los que trabajan en esta construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esfor­zamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, cons­truyeron otros; pero, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. Por esto, los apóstoles, y más en concreto Pablo, al ver que algunos se desmorona­ban, dice: Respetáis ciertos días, meses, estaciones y años; me hacéis temer que mis fatigas por vosotros hayan sido inútiles. Como sabía que él mismo era edificado interior­mente por el Señor, por esto se lamentaba por aquéllos, por el temor de haber trabajado en ellos inútilmente. No­sotros, por tanto, os hablamos desde el exterior, pero es él quien edifica desde dentro. Nosotros podemos saber cómo escucháis, pero cómo pensáis sólo puede saberlo aquel que ve vuestros pensamientos. Es él quien edifica, quien amonesta, quien amedrenta, quien abre el entendimiento, quien os conduce a la fe; aunque nosotros cooperamos también con nuestro esfuerzo.